5

El comedor de El Oasis les sirvió una comida regia. Tras una copiosa cena de z´tal cocido y arroz silvestre para Valsavis, y verduras salteadas sazonadas con salsa de kanna para Ryana y Sorak, salieron a dar una vuelta por la calle principal de Paraje Salado. El sol ya se había puesto y la vía estaba brillantemente iluminada por antorchas y braseros. Las sombras bailoteaban sobre los edificios perfectamente encalados y alineados a ambos lados de la calle. El número de vendedores ambulantes había crecido; muchos de ellos habían instalado nuevos tenderetes en el centro de la calzada, o simplemente habían extendido su mercancía sobre mantas colocadas en el suelo.

La fisonomía de la población había cambiado, en efecto, tal y como Valsavis profetizó horas antes. Ahora había mucha más gente por la calle, atraída por el fresco aire nocturno; mujeres humanas y semielfas, muy ligeras de ropa, paseaban provocativamente arriba y abajo, y efectuaban descaradas proposiciones a los transeúntes. Junto a las entradas de los lupanares, se veían pregoneros que intentaban conseguir clientela a base de llamativas descripciones de las sensaciones que aguardaban dentro del recinto. Grupos de cómicos de la legua iban de un lado a otro, deteniéndose de vez en cuando para ofrecer una corta actuación, una breve escena seguida de una arenga para que el público fuera a ver el resto de la obra en el teatro situado calle abajo. Había acróbatas, malabaristas y músicos que actuaban a cambio de que les arrojaran monedas al interior de sombreros o encima de mantos dispuestos en el suelo frente a ellos. Valsavis explicó que el consejo de la ciudad no se oponía a los artistas callejeros, ya que éstos lo hacían por vocación y añadían color y ambiente al pueblo con su presencia, en tanto que los mendigos simplemente obstruían calles y callejones sin ofrecer otra cosa que su patético gimoteo.

Mientras paseaban, Sorak se replegó ligeramente sobre sí mismo y dejó al mando a la Guardiana para que pudiera sondear con suavidad las mentes de los que pasaban junto a ellos y descubrir si alguno sabía algo sobre el Silencioso. Sin embargo, nadie parecía estar pensando en el misterioso druida, y la Guardiana no tardó en cansarse de observar mentes hastiadas y superficiales, ocupadas únicamente por una desesperada avidez de estimulación sensual y depravación.

Pronto llegaron ante una casa de juego con un letrero tallado en madera en el exterior que la identificaba como El Palacio del Desierto. Era un edificio pulcro y atractivo, pero que difícilmente resultaba palaciego; se trataba de una construcción de ladrillos de adobe cocidos al sol y revocados con una capa de cal encima, como lo eran todos los edificios de la calle principal de Paraje Salado, en forma de largo rectángulo. En la entrada presentaba un pequeño patio pavimentado, al que se accedía por una arcada con una puerta de nervadura de cacto y madera de agafari. El pequeño patio conducía a un pórtico cubierto que protegía la doble puerta principal.

Entraron y se encontraron en una enorme estancia. Todo el primer piso de El Palacio del Desierto era una inmensa y única sala. Existía una especie de segundo piso, abierto en el centro, que formaba una galería que daba la vuelta a toda la habitación y desde donde el público podía observar lo que sucedía en las mesas de abajo. Las habitaciones del segundo piso eran, sin duda, estancias privadas y oficinas utilizadas por la gerencia. Sorak observó la presencia de varios arqueros elfos en la galería, armados con pequeñas y potentes ballestas, que paseaban lentamente, arriba y abajo de la misma, observando con atención a los que estaban en el piso inferior. Con toda seguridad, se trataba de excelentes tiradores, pero Sorak tomó nota mentalmente de no perderlos de vista si estallaba algún alboroto en la zona de juego. No deseaba estar cerca de ningún disturbio y acabar accidentalmente con otra flecha en la espalda. Incluso a un arquero aventajado le resultaría difícil disparar con precisión en medio de tal multitud, aunque, por otra parte, saber eso probablemente tenía un efecto pacificador entre la clientela.

La luz la proporcionaban velas colocadas en candelabros fijados a grandes ruedas de madera suspendidas del techo de vigas. También había lámparas de aceite y braseros que añadían iluminación. Una casa de juego mal iluminada, recordó Sorak de su época en La Araña de Cristal, facilitaba las trampas de los parroquianos. Además de los arqueros de la galería superior, se veían también fornidos guardas bien armados repartidos por distintos puntos de la sala principal, encargados de que ningún cliente se desmandara.

Deambularon por la sala de juego en dirección a la larga barra de bar situada en el fondo. «También esto demuestra una planificación astuta», se dijo Sorak. Muchos de tales establecimientos construían las barras en un lateral, lo que proporcionaba más espacio en el que meter gente; pero aquí, si se estaba sediento, había que pasar primero por entre todas las mesas antes de llegar al bar, y eso facilitaba que los clientes se sintieran tentados por uno de los juegos, en especial teniendo en cuenta que atractivas camareras humanas y semielfas se movían constantemente por la zona con sus bandejas para llevar bebidas a los que estaban sentados.

Las mesas parecían ofrecer cualquier clase de juego imaginable. Había ruletas y mesas de dados, mesas redondas donde los clientes jugaban a las cartas entre ellos —con un encargado que se aseguraba de que la casa se quedaba con un porcentaje sobre cada puesta– y mesas en forma de herradura en las que se jugaba en contra del que repartía las cartas. Había otras mesas donde se practicaba un juego que Sorak no había visto nunca, y se detuvieron al pasar para observar uno de aquellos curiosos juegos nuevos.

Lo primero que observaron fue que no se utilizaban cartas ni tampoco fichas; no había ruletas ni tableros, y los jugadores se agrupaban en equipos. En lugar de que alguien repartiera cartas, una especie de director de juego dirigía la partida. Al principio, cada jugador adoptaba una personalidad y tiraba los dados para fijar las habilidades del personaje. Acto seguido, el encargado de la mesa les ofrecía un argumento inventado y siguiendo las directrices de éste debían desarrollar la partida, en equipo, apoyándose unos a otros con sus respectivas capacidades. Uno de los personajes podía ser un ladrón, otro un druida, un tercero un luchador o un iniciado, y así sucesivamente. El juego que se habían detenido a contemplar resultó llamarse, irónicamente, El tesoro perdido de Bodach.

Los jugadores ya habían elegido los personajes y habían tirado los dados para determinar su fuerza y sus habilidades. Completadas ya las tandas preliminares, ahora el clímax del juego estaba a punto de empezar.

–Acabáis de entrar en la ciudad perdida de Bodach —anunció el director del juego a los participantes, y procedió a crear el escenario para ellos—. Ha sido un viaje largo y polvoriento bajo un sol abrasador, y todos estáis agotados. Ansiáis descansar, pero no podéis porque sabéis que dentro de una hora el sol se pondrá, y entonces los no muertos se arrastrarán fuera de sus guaridas, donde se convierten en polvo durante el día. Así pues, vuestra primera prioridad debe ser encontrar un lugar en el que ocultaros, un refugio defendible, donde podáis pasar la noche a salvo, en la medida en que se puede estar a salvo en la ciudad de los no muertos, claro está. Si tenéis éxito en la búsqueda de tal refugio, quizá los no muertos no os encontrarán. Por otra parte —hizo una pausa teatral—, a lo mejor lo hacen. No hay forma de predecir lo que puede suceder en la ciudad de las almas condenadas. Pero, por ahora, recordad que no os queda más que una hora antes de que se ponga el sol. Considerad vuestro próximo paso con cuidado.

Sorak y Ryana se dieron cuenta de que no eran los únicos que se habían detenido a escuchar. Otras personas se encontraban junto a ellos, observando el juego fascinados. Era, en cierta forma, muy parecido a contemplar una reducida e informal representación teatral sin preparación previa. Los jugadores debían improvisar porque no tenían ni idea de qué les ofrecería después el director del juego, que era el único que estaba en posesión de un guión, y debían hacerlo según su personaje, igual que actores sobre un escenario.

—Mientras permanecéis inmóviles al otro lado de las puertas de la ciudad —continuó el director del juego—, descubrís una calleja estrecha que se extiende ante vosotros en dirección a una plaza con una gran fuente que ha estado seca durante innumerables generaciones. Alrededor, todo son viejos edificios medio desmoronados. La arena inunda las calles y se amontona en pequeñas dunas contra las paredes de las construcciones en ruinas. A medida que os acercáis a la plaza, veis que está cubierta de huesos, esqueletos de aventureros como vosotros que vinieron a Bodach en busca del tesoro perdido y encontraron, en su lugar, la muerte. Al aproximaros más, observáis que muchos de estos huesos están rotos, partidos de modo que pudiera chuparse el tuétano, y muchos muestran también señales de haber sido mordisqueados.

Los jugadores entrecruzaron inquietas miradas. El director del juego tenía una voz profunda, meliflua y teatral, y sabía cómo sacarle el máximo partido. Mentalmente, todos veían la imagen que creaba para ellos, y su presentación los tenía atrapados en la ilusión que iba tejiendo.

–Más allá de los viejos huesos —continuó—, al otro lado de la fuente, tres calles salen de la plaza. Una conduce directamente al norte y ofrece una vista clara y sin obstáculos; otra va en dirección noroeste, pero describe una curva cerrada a la izquierda al cabo de unos treinta o cuarenta metros, de modo que no podéis ver lo que hay más allá de la curva, y la tercera va en dirección nordeste. Sin embargo, en el centro de esta última hay un montón de cascotes de un edificio derrumbado que bloquean la calle casi por completo. Es imposible observar qué hay más allá del montón de escombros, pero sí podéis comprobar que éste no bloquea del todo el paso. A la derecha, queda un pasillo muy estrecho, con la anchura justa para permitir el paso de una sola persona cada vez. Ahora debéis escoger qué camino vais a tomar.

Los jugadores conferenciaron entre ellos unos instantes. Uno estaba a favor de elegir la calle que conducía al norte y que permitía una visión sin obstáculos de todo su trazado, pero los otros no confiaban en esa elección, y pusieron objeciones porque resultaba demasiado fácil y tentadora. El director del juego parecía querer que eligieran aquel camino, y podía muy bien ser una trampa. Tres de los jugadores deseaban tomar la calle de la izquierda, la que describía la curva. El quinto jugador abogó por la calle de la derecha, la que estaba prácticamente obstruida por el montón de escombros. Sus razonamientos eran convincentes. Se trataba, a todas luces, de la elección más inquietante. No podían ver nada más allá de los cascotes y sólo podían deslizarse por la estrecha abertura de uno en uno; «todo está en contra de elegir este camino —arguyó el quinto jugador– porque no tan sólo oculta a la vista lo que se encuentra más allá, sino que también nos expone al mayor de los peligros, ya que no se puede pasar más que de uno en uno». El director del juego había concebido intencionadamente el argumento de tal manera que aquélla fuera la elección menos atractiva para ellos, insistió el quinto jugador, y por ese motivo era ésa la opción que debían elegir. El jugador convenció a los demás, y todos escogieron la calle de la derecha, situada al otro lado del montón de escombros procedentes del edificio semiderrumbado.

—Muy bien —repuso el director del juego sin que su tono de voz revelara nada en absoluto—. Avanzáis hasta el montón de escombros. Sólo uno puede rodearlo cada vez; incluso, aunque os pongáis de lado, dos no pasan juntos. Así pues, debéis decidir quién irá primero.

Sin vacilación, los otros cuatro jugadores acordaron que el quinto jugador, el que había abogado por aquella elección, debía ser el primero. Éste, de improviso, pareció encontrar la opción mucho menos atractiva que momentos antes.

—Y, por lo tanto, se acuerda que el ladrón es el primero —anunció el director del juego en referencia al personaje que representaba el quinto jugador, sin revelar tampoco ahora nada ni en su actitud ni en su tono de voz—. ¿Cuál es tu apuesta, ladrón?

El factor juego entraba en la partida con cada nueva situación dramática que se presentaba a los participantes. Antes de tirar los dados para comprobar el curso que tomaba el argumento, según la fuerza y la habilidad de los personajes, había que apostar primero sobre el resultado. Era un entretenimiento en el que los jugadores competían con la casa, representada en la figura del director del juego, e incluso, aunque este último sabía lo que iba a suceder después, tenía que trabajar a partir de un guión preparado y no podía controlar la puntuación que otorgaban los dados para determinar la fuerza y habilidades de un personaje, y el resultado de un enfrentamiento concreto.

El quinto jugador tragó saliva nervioso.

—Apostaré tres piezas de cerámica —dijo, cauteloso.

—¿Es eso todo? —El director del juego enarcó las cejas—. Habías abogado con tanta insistencia por tu elección, y sin embargo ahora, de repente, ya no pareces tan seguro.

—Muy bien, pues, ¡maldito seas! ¡Cinco piezas! —exclamó el ladrón.

—Tira los dados —indicó el director del juego con una leve sonrisa.

El ladrón realizó su tirada, y el otro anotó la puntuación. Fue una cifra baja, y el quinto jugador se pasó la lengua por los labios, inquieto.

—Muy bien, ¿quién va ahora? —preguntó el director del juego.

Todos los demás jugadores realizarían sus tiradas antes de que el director revelara el resultado, basado en las puntuaciones y en la fuerza y habilidades que se les había adjudicado en las tiradas llevadas a cabo al principio del juego.

De uno en uno, los otros jugadores apostaron y luego tiraron. Cada vez, el director del juego anotaba el número obtenido para sopesarlo con las capacidades obtenidas antes. Cuando todos hubieron terminado, el encargado consultó las puntuaciones anotadas; se tomó su tiempo para que aumentara la tensión entre los jugadores y, también, entre muchos de los espectadores.

—Os habéis metido en una trampa —anunció al fin.

El ladrón lanzó un juramento.

—Los no muertos a menudo son estúpidos —continuó el director del juego—, pero por desgracia algunos pueden resultar bastante listos. Habían cavado un pozo en el espacio por el que pasasteis, y luego lo cubrieron con una estera de juncos entrelazados que podía sostener una fina capa de tierra pero no el peso de una persona. En el fondo del pozo habían colocado largas estacas de madera muy afiladas. El ladrón fue el primero en pasar, y sacó una puntuación baja, de modo que cayó y se empaló. Los no muertos se comerán su cadáver esta noche. El jugador número cinco ha muerto, y el juego ha finalizado para él, a menos que desee pagar la tasa correspondiente a un nuevo personaje, tirar los dados para decidir fuerza y habilidades, y continuar.

—¡Bah! —exclamó el jugador, apartando su silla de la mesa—. ¡Ya he tenido bastante! ¡Nos embaucaste para que cayéramos en esa trampa!

—La elección fue tuya —indicó el director del juego—, e incluso abogaste por ella. Deberías haber escuchado a tus compañeros. Mejor suerte la próxima vez.

—¡La próxima vez buscaré un juego mejor! —le espetó el quinto jugador antes de abandonar la mesa enfurecido.

El otro asistió a su exabrupto impávido, y continuó sin alterarse:

—El guerrero enano fue el siguiente —dijo—. No obstante, su puntuación fue alta, como lo son las que obtuvo para determinar su fuerza y sus habilidades, y, por lo tanto, consiguió evitar el pozo saltando por encima cuando cayó el ladrón. Jugador número cuatro, has pasado la prueba con éxito y ganado tu apuesta. Tu fortuna se ha visto aumentada en diez piezas de cerámica. Mis felicitaciones.

El jugador número cuatro recogió sus ganancias con expresión complacida.

—La jugadora número tres, el mercader —siguió el director del juego—, sacó sólo un cuatro, y por desgracia no fue suficiente para compensar la baja puntuación en destreza que obtuvo al inicio del juego. Por lo tanto, no consiguió evitar el pozo y también cayó al interior y quedó empalada. Esta jugadora ha muerto y perdido su apuesta, y ahora tiene la opción de pagar una nueva tasa de personaje, tirar los dados para puntuar en fuerza y habilidad, y continuar el juego, o abandonar la mesa.

La jugadora prefirió levantarse de la mesa mientras suspiraba y meneaba la cabeza entristecida ante el resultado.

—Jugador número dos, el clérigo —dijo el director del juego—. Sacaste una puntuación alta, y tu puntuación en habilidad también fue alta, de modo que conseguiste sobrevivir y ganar tu apuesta. Felicitaciones.

La jugadora número uno, la templaria, logró también pasar con éxito al ganar la apuesta y obtuvo el derecho a continuar en el juego. Esto completó la partida correspondiente a la trama de las calles que se bifurcaban.

–En la mesa hay sitio ahora para dos nuevos jugadores —anunció el director del juego a los que se habían reunido allí para observar—. ¿Quiere alguien probar suerte en la búsqueda de El tesoro perdido de Bodach?

—Es un juego interesante —dijo Valsavis—. Nunca había jugado. Creo que probaré mi suerte y veré qué es lo que sucede.

El encargado le indicó una silla.

—Yo también jugaré —manifestó Sorak y ocupó la silla que quedaba vacía. Ryana se colocó junto a él para observar.

Antes de que el juego continuara, Sorak y Valsavis escogieron los personajes y tiraron los dados para fijar la puntuación de su fuerza y habilidades. Valsavis, como era de esperar, escogió ser un luchador y representaba a un mercenario. Sorak siguió el ejemplo de mantenerse en su elemento y eligió ser un druida. Valsavis obtuvo una buena calificación en fuerza y sólo una regular en habilidad; Sorak, por el contrario, sacó una buena nota en habilidad y una regular en fuerza.

—Muy bien —dijo el director del juego cuando hubieron terminado—. Sigamos con la partida. Todos habéis dejado atrás el pozo, aunque los jugadores uno, dos y cuatro han acumulado más puntos de experiencia, que se tendrán en cuenta con respecto a sus ganancias si completan con éxito la misión. El jugador número tres, el mercenario, y el número cinco, el druida, no tienen todavía puntos de experiencia. Continuemos.

»La calle que se extiende ante vosotros serpentea a través de los viejos y desmoronados edificios. Es posible que el tesoro se encuentre en uno de ellos, o quizá no. Pero la luz diurna se apaga con rapidez, y las sombras se alargan. Debéis encontrar un lugar donde refugiaros, ya que dentro de poco las calles de Bodach se poblarán de no muertos en busca del modo de satisfacer su ansia de carne palpitante. Al mirar a vuestro alrededor, descubrís que ninguno de los edificios que tenéis a mano parece particularmente seguro. No obstante, más adelante, al volver una esquina, veis una vieja taberna de piedra. Las paredes parecen gruesas, y la puerta, que sigue en su lugar, tiene aspecto sólido. Todas las ventanas están fuertemente atrancadas. La construcción da la impresión de ofrecer un buen refugio en el que pasar la noche. Así que ahora debéis decidir. ¿Os encamináis hacia ella?

Todos los jugadores acordaron rápidamente hacerlo.

—Muy bien —continuó el director del juego—. Habéis llegado junto a la taberna de piedra, pero al deteneros en el umbral podéis ver un trozo más de la sinuosa calle y, en otra esquina, descubrís un recinto amurallado que rodea lo que fue la mansión de un aristócrata. Los muros son altos, y la verja es de hierro, un metal corriente en el mundo antiguo, pero ahora escaso. Más allá de esta verja, se distingue perfectamente la casa, que se encuentra alejada de la calle y cuenta con tres pisos, coronados por una torre en cada ala. La casa, de piedra, parece estar más o menos intacta. La puerta principal es de gruesa madera de agafari, con bandas de hierro. Esta casa también resulta, en principio, un refugio seguro. ¿Preferís entrar en la taberna de piedra, con sus ventanas atrancadas y la sólida puerta principal, o avanzáis hasta la casa aristocrática con torreones situada dentro de ese recinto de gruesos muros? Sólo uno de los dos lugares os proporcionará un refugio seguro en el que pasar la noche, pero ¿cuál? Vosotros decidís.

Los jugadores discutieron las opciones.

—Yo digo que escojamos la casa del aristócrata, con su reja de hierro y el recinto amurallado —opinó el luchador enano—. A todas luces, es el lugar más seguro.

—No estoy de acuerdo —intervino la templaria—. La casa amurallada parece, sin duda, el sitio más seguro, pero eso, evidentemente, es una tentación. La taberna de piedra también parece segura.

—Sí, pero recuerda lo que le sucedió al ladrón —señaló el clérigo con sarcasmo—. Intentó ser más listo que el director del juego y murió por ello. No debemos actuar del mismo modo. Yo digo que debemos enfrentarnos a la ciudad de Bodach según sus propios términos y no según lo que pensemos que el director del juego nos pueda tener reservado.

—¿Que piensas tú, druida? —inquirió Valsavis volviéndose hacia Sorak con una sonrisa divertida.

Sorak se replegó al interior y dejó que la Guardiana se manifestara y sondeara con suavidad la mente del encargado. Éste era, realmente, muy listo. El primer encuentro había sido diseñado para tentar a los jugadores con una elección en apariencia sencilla, de modo que pensaran que la opción más problemática era la correcta. Pero el director del juego había previsto eso en su guión y los había burlado a todos. De hecho, el único camino acertado habría sido el que parecía más obvio.

En esta ocasión, el dilema estaba entre una casa que era más segura en apariencia y una taberna que parecía un lugar seguro pero no tanto como la casa amurallada. Daba la impresión de ser una simple cuestión de grado. Si se recordaba lo sucedido en el último enfrentamiento, los jugadores sospecharían ahora que el director del juego los tentaba con la casa amurallada en favor de la taberna, pero la elección en apariencia más peligrosa de la última vez había sido la equivocada, de modo que ahora la taberna de piedra parecía más tentadora. Sin embargo, el director del juego los había engañado una vez y sin duda también intentaría volver a hacerlo ahora, de modo que elegirían la casa amurallada, después de todo. Y ésta sería la elección acertada.

—Creo que prefiero la taberna de piedra —dijo el elfling tras fingir que meditaba su elección durante unos instantes.

—¡Pues yo no! —replicó el luchador enano—. No creo, en absoluto, que ésa sea la elección correcta. Yo escojo la casa amurallada.

—Yo también voto por la casa amurallada —intervino la templaria asintiendo con la cabeza a la propuesta del luchador enano.

—Y yo —dijo el clérigo con firmeza.

—Yo estoy a favor de la taberna —intervino Valsavis.

—Tres contra dos —declaró el luchador enano mientras meneaba la cabeza enérgicamente—. Habéis perdido la votación.

—¿Hay algo en el reglamento que diga que todos tenemos que elegir lo mismo siempre? —inquirió Sorak, y dejó de este modo a un lado su personaje por un momento para pedir una clarificación.

—No —respondió el director del juego enarcando las cejas—, no lo hay, a menos que lo haya especificado al enunciar la situación.

—En ese caso, optaré por la taberna —afirmó Sorak.

—Y yo entraré con él —indicó Valsavis.

—¿Y el resto? —quiso saber el director del juego, una vez más sin dejar entrever nada por el tono de voz.

—Es su funeral —repuso el luchador enano—. Yo sigo escogiendo la casa amurallada.

Los otros estuvieron de acuerdo y realizaron la misma elección.

—Interesante —dijo el encargado con una leve sonrisa, pero sin revelar nada—. Muy bien, pues. El luchador enano, la templaria y el clérigo se dirigen a la casa amurallada, en tanto el druida y el mercenario se separan de ellos y entran en la taberna. Los tres primeros llegan ante la casa, abren la pesada verja de hierro con bastante esfuerzo, puesto que las bisagras son muy viejas, y entran en el patio; después, cierran y aseguran cuidadosamente el enrejado detrás de ellos. No parece haber nada interesante o importante en el patio, así que continúan hasta la puerta principal. —Calló—. ¿Qué sucede ahora? —inquirió.

—Detecto magia —contestó rápidamente el clérigo.

—No detectas nada —respondió el otro, categórico.

—Examino la puerta con atención por si contiene alguna trampa no mágica —dijo el clérigo, y añadió inmediatamente–: He aprendido a hacerlo observando al ladrón.

—No encuentras ninguna —replicó inmutable el director del juego.

—¿No encuentro ninguna, o es que no hay ninguna? —quiso saber el clérigo.

—No encuentras ninguna, y no hay ninguna —contestó él.

—Muy bien, en ese caso entramos —anunció el clérigo, satisfecho.

—La templaria, el clérigo y el luchador enano abren la puerta y penetran en el interior —continuó el director del juego—, la cierran a sus espaldas y corren el pesado pestillo. Cuesta bastante mover el viejo pasador, pero al cabo de unos instantes lo consiguen. Se encuentran ahora en el oscuro vestíbulo central de la casa. A su alrededor hay polvo, arena y telarañas. Apenas se puede ver con claridad. —El director del juego volvió a callar durante unos segundos y alzó las cejas con expresión interrogante.

—Enciendo una antorcha que he traído conmigo —indicó la templaria.

—Bien —dijo el director del juego—. Encendéis la antorcha. Ante vosotros hay una amplia y sinuosa escalinata que conduce a los pisos superiores y a las torres de las alas este y oeste de la mansión.

Volvió a callar y los contempló con expectación.

—Creo que deberíamos subir a una de las torres —sugirió la templaria—. Nos proporcionaría una mejor vista del exterior y nos encontraríamos en una posición más defendible.

—Pero ¿a qué torre? —inquirió el clérigo—. ¿La del ala este o la del oeste?

—A lo mejor, eso no tiene importancia —apuntó el luchador enano.

—Pero quizá sí —replicó el clérigo.

—Todavía no se ha puesto el sol —observó la templaria—, de modo que seguimos a salvo de los no muertos. Hemos cerrado la verja de hierro y echado el pestillo a la pesada puerta de madera. Si, por casualidad, hay algunos no muertos dentro de la casa, aún no han salido, lo que nos concede un cierto tiempo para buscar. Podríamos dividirnos y comprobar las dos torres para decidir cuál resulta más segura. Y he traído más antorchas conmigo —añadió rápidamente.

El director del juego asintió para indicar que aquello se aceptaba.

—Estupendo, creo que yo elegiré inspeccionar la torre este —anunció el luchador enano.

—Eres más fuerte y hábil que yo —dijo el clérigo—. Iré contigo.

—Y yo examinaré la torre oeste —decidió la templaria—, después de entregaros a vosotros dos una antorcha.

—Muy bien —repuso el director del juego—. Os habéis dividido. Subís por la escalera de caracol y ascendéis hasta los pisos superiores. La templaria marcha por el pasillo que conduce a la torre del ala oeste, en tanto el clérigo y el luchador enano toman el pasillo opuesto que lleva a la torre de la otra ala. Todos llegáis al mismo tiempo a las entradas de las torres, que tienen gruesas puertas de madera.

El director del juego hizo una pausa.

—Escuchamos junto a las puertas con mucha atención —dijo la templaria.

—No oís nada —respondió el director del juego.

—Comprobamos otra vez que no haya trampas ocultas, como vimos hacer al ladrón —intervino el clérigo.

—No encontráis ninguna.

Intentaron pensar en diferentes cosas que pudieran hacer para averiguar si había algo peligroso al otro lado de las puertas, pero el director del juego contestaba siempre lo mismo cada vez. Finalmente, abrieron las puertas y entraron. El encargado les explicó que tras las puertas había escaleras de caracol que conducían hasta las habitaciones de las torres. Ellos tomaron todas las precauciones posibles mientras ascendían, buscando trampas, escalones que pudieran desmoronarse bajo sus pies, todos los posibles trucos que el director del juego pudiera utilizar contra ellos. Entretanto, Sorak se dio cuenta de que iban agotando la luz solar que aún les quedaba y comprendió que cuando llegaran a las habitaciones de lo alto de las torres el sol ya se habría puesto.

Desde luego, había no muertos en las torres. Los jugadores huyeron de ellos, pero toda la casa estaba poblada de no muertos que habían estado descansando en las otras habitaciones esperando la noche. El clérigo se quejó de que no se había detectado magia, y sin embargo los no muertos se movían gracias a ella. «Cierto», le contestó el director del juego, impasible, pero el clérigo sólo había lanzado un conjuro de detección mágica en la puerta principal. Además, la magia que animaba a los no muertos no se ponía en acción hasta después de anochecer, y el clérigo no se había molestado en volver a probar tras la primera vez.

A cada enfrentamiento se tiraban los dados, se comprobaban las puntuaciones, y uno a uno, los jugadores iban muriendo. Finalmente, sólo quedó la templaria, que consiguió llegar hasta la puerta principal. Una vez allí descubrió que el pestillo que habían logrado correr con tantas dificultades no se descorría para ella, y los no muertos se acercaban por docenas. Tiró los dados para averiguar si conseguiría abrir el pestillo antes de que la atraparan, pero sacó una puntuación baja, y su personaje murió.

Exasperada, la jugadora que había adoptado la personalidad de una templaria lanzó una mirada a Sorak y a Valsavis, los señaló con el dedo y se volvió hacia el director del juego.

—¿Qué pasa con ellos? —exigió—. ¡No has dicho qué les sucede a ellos!

El encargado se limitó a encogerse de hombros.

—Muy bien. Entraron en la taberna, cerraron la pesada puerta de madera desde el interior y pasaron una noche sin incidentes escuchando cómo los no muertos aullaban por las calles. Finalmente, se durmieron, y, cuando despertaron, ya era de día.

—¿Eso es todo? —inquirió la templaria, incrédula.

—Escogieron con buen juicio —fue lo único que el director del juego contestó.

—¡Sangre de gith! —maldijo la mujer, contrariada—. ¡Es un juego estúpido!

Arrojó sobre la mesa sus dados y abandonó la partida.

—Parece que tenemos una silla vacía —anunció el encargado con tranquilidad mientras dirigía una ojeada a los espectadores.

—Tomaré parte en el juego —dijo Ryana, y se sentó.

Los otros dos jugadores decidieron quedarse. Pagaron diez piezas de cerámica por persona para tener el privilegio de crear nuevos caracteres y permanecer en el juego, aunque perdieron no tan sólo las apuestas anteriores, sino también todos los puntos de experiencia, puesto que sus personajes habían muerto. Como figuras nuevas empezaban de cero, igual que Ryana.

El luchador enano, totalmente falto de imaginación, decidió seguir siendo un luchador enano, aunque como ahora era otro luchador enano diferente tuvo que tirar nuevamente los dados para fijar la fuerza y las habilidades de su personaje. Salió bastante peor parado que la primera vez, lo que no lo complació en absoluto, y continuó jugando malhumorado.

La mujer que había representado el personaje de clérigo decidió convertirse esta vez en una ladrona. Tiró los dados, y su nuevo personaje obtuvo más fuerza y mejores habilidades que el anterior, lo que pareció contentarla en gran medida, a pesar de haber perdido mucho con sus apuestas como clérigo.

—¿Qué clase de personaje eliges tú? —preguntó el director del juego a Ryana.

—Seré una sacerdotisa —contestó ella.

—Quieres decir una templaria —repuso el otro.

—No, quiero decir una sacerdotisa —replicó la joven con firmeza—. Jamás podría ser una profanadora, ni siquiera en un juego inofensivo.

—¡Ah! —exclamó él asintiendo—. Comprendo. Bien, supongo que es lícito. Pero no tendrás más fuerza ni habilidades que aquellas enumeradas bajo la categoría de clérigo.

—Lo acepto —respondió ella. Tiró los dados y obtuvo la puntuación más alta de todas. El juego continuó.

En esta ocasión, el luchador enano y el nuevo personaje del ladrón, ladrona en este caso, prestaron más atención a lo que Sorak y Valsavis elegían hacer, mientras el director del juego seguía relatando la aventura. En su deambular por la ciudad, en busca del legendario tesoro, tropezaron con una trampa tras otra. Encontraron un nido de letales arañas de cristal; se enfrentaron a almas en pena que podían salir a la luz del día, y tuvieron que luchar contra buscadores de tesoros rivales, con dragones de fuego y con criaturas elementales. En cada ocasión, no obstante, la Guardiana sondeaba la mente del director del juego y averiguaba lo que los esperaba, y, por lo tanto, Sorak realizaba la elección acertada. En aquellas situaciones en que no existía una opción segura, la entidad ofrecía una pequeña ayuda cuando el joven tiraba los dados, y éste salía de los enfrentamientos ileso y con la apuesta ganada.

Valsavis seguía su ejemplo, apostando fuerte, en tanto Sorak lo hacía de modo más conservador. También Ryana lo imitaba, y no apostaba en demasía, aunque sus poderes de telequinesia permitían que controlara los dados cada vez que tiraba, como había hecho cuando consiguió una puntuación tan alta en fuerza y habilidades para su personaje.

Los otros dos jugadores no tardaron en morir, y nuevos participantes ocuparon sus lugares en la mesa, pero sus personajes acabaron también pereciendo. Algunos se quedaron y crearon varios personajes, y otros abandonaron para tomar parte en juegos distintos. Sorak, Valsavis y Ryana siguieron, sin embargo, obteniendo buenas puntuaciones y ganando sus apuestas, al tiempo que acumulaban más puntos de experiencia en cada enfrentamiento. Finalmente, encontraron el legendario tesoro perdido de Bodach. Pero cuando el juego se estaba acabando, Sorak se dio cuenta de que el encargado de la mesa empezaba a sospechar de ellos y prefirió morir cuando faltaban tres pruebas para el final.

Ryana siguió su ejemplo y murió en la ocasión siguiente. Valsavis continuó jugando a pesar de no tener a Sorak como guía. Puesto que había apostado fuerte durante toda la partida, abandonó la mesa con una pequeña fortuna. Sorak y Ryana también obtuvieron ganancias, que no se vieron muy afectadas dado que sus respectivas muertes se produjeron hacia el final, aunque perdieron la prima que los puntos de experiencia les habrían concedido. El director del juego anunció el inicio de otra aventura mientras ellos abandonaban la mesa y se encaminaban al bar.

—La verdad es que ése era un juego bastante interesante —observó Valsavis.

—Lo hiciste muy bien —le dijo Ryana.

—Hubiera preferido que se tratara de la búsqueda auténtica y no de un simple juego imaginario —respondió el mercenario con indiferencia—. Habría resultado mucho más fascinante, me parece.

Sorak le echó una mirada de soslayo, pero no picó el anzuelo. Se encontraban cerca del bar cuando, de repente, observaron que varios de los fornidos guardas se habían colocado tras ellos.

—Discúlpenme, caballeros y señora —les dijo uno de ellos—, pero el gerente se sentiría muy honrado si quisieran tomar una copa con él.

—Desde luego —replicó Valsavis—. Decidle que venga.

—Los invita a reunirse con él en sus aposentos privados —indicó el guarda.

—¿Y si yo dijera que prefiero beber aquí en el bar? —inquirió Valsavis.

—En ese caso, os aseguro que encontraréis la reserva privada del gerente de calidad superior —contestó el otro.

—Perfecto —repuso Valsavis—, enviad un poco hacia aquí.

—El gerente me ha convencido de la sinceridad de su petición —siguió el guarda—, y, por lo tanto, sinceramente os insto a aceptar su amable invitación.

—¿Y si no aceptamos? —preguntó el mercenario.

El hombre mostró una leve vacilación.

—Señor —contestó en tono pausado—, me doy cuenta de que sois un buen luchador. Sin duda, muy experimentado en vuestro oficio. Mi sueldo aquí no es tan alto como para que me haga la menor gracia tener que enfrentarme a un guerrero que, con toda probabilidad, es como mínimo mi igual, y posiblemente superior a mí en aptitudes. Tampoco siento deseos de que resulten heridos accidentalmente otros clientes si algo tan desagradable llegara a suceder. Así pues, os pido una vez más, con la mayor humildad y respeto, que me acompañéis hasta los aposentos privados del gerente y que observéis que hay, en este mismo instante, media docena de ballestas que apuntan en vuestra dirección, empuñadas por los mejores arqueros elfos que el dinero puede comprar. Y os aseguro, sin temor a equivocarme, que cada uno de ellos puede acertar a una semilla de kanna a treinta pasos de distancia con seis de cada seis flechas disparadas.

—¿Sólo a treinta pasos? —repuso Valsavis enarcando las cejas.

—Os acompañaremos —anunció Sorak, y tomó a Valsavis del brazo con suavidad—. ¿No es así, amigo mío?

El mercenario echó una ojeada a la mano que Sorak había posado sobre su brazo, luego levantó la vista hasta el rostro del elfling. Éste le sostuvo la mirada sin siquiera pestañear.

—Como desees —asintió. Dedicó una leve reverencia al guarda—. Hemos decidido aceptar la amable invitación de tu jefe.

El guarda le devolvió la reverencia sin ningún atisbo de ironía.

—Mi más profundo agradecimiento, buen señor. ¿Si sois tan amables de seguirme, por favor?

Los guardas los condujeron hasta la escalera que llevaba a la galería, sin que las ballestas de los arqueros dejaran de apuntar hacia ellos ni por un instante. Los clientes, en su mayoría, estaban tan absortos en las partidas que ni siquiera se dieron cuenta de lo que sucedía, pero unos pocos siguieron la escena ansiosamente con la mirada a la espera de ver algo que valiera la pena. No obstante, estaban condenados a llevarse una desilusión.

Sus acompañantes hicieron que pasaran al interior de la sala privada del gerente, en la parte posterior de la galería. La habitación estaba iluminada con lámparas de aceite y, de sus encaladas paredes, colgaban cuadros de paisajes desérticos y de escenas callejeras, de aspecto caro. Había varias plantas en grandes receptáculos de cerámica distribuidos por la oficina, y el encerado suelo de tablas de madera se encontraba cubierto con una delicada alfombra drajiana en sobrios tonos rojos, azules y dorados. Se habían dispuesto tres elegantes sillas en madera de agafari trabajada frente al enorme y barroco escritorio, sobre el que descansaba una bandeja de cerámica vidriada con una licorera de cristal tallado y tres copas.

El gerente de El Palacio del Desierto estaba sentado tras su escritorio, pero se puso en pie cuando entraron. Era un hombre de mediana edad, cuyos cabellos negros generosamente surcados de gris le caían por debajo de los hombros. Iba bien afeitado, y sus facciones eran de aspecto suave y delicado. Vestía una sencilla túnica de tela negra con pantalones a juego, sin armas ni adornos.

—Entrad —indicó, con voz sosegada y agradable—. Sentaos, por favor. Permitid que os sirva un poco de vino.

—Si no os importa, preferiría agua —le dijo Sorak.

El gerente enarcó las cejas ligeramente.

—Agua para nuestro invitado —ordenó a una joven camarera.

—Yo aceptaré el vino —repuso Valsavis.

—¿Y vos, señora? —inquirió el gerente.

—Yo también desearía un poco de agua —respondió Ryana.

La camarera trajo una jarra de agua fría y llenó las dos copas, luego escanció una copa de vino para Valsavis; tras servirles las bebidas, abandonó rápidamente la habitación. Los guardas permanecieron detrás de ellos, inmóviles como estatuas.

—Parece que os ha ido muy bien en el juego esta noche —observó el gerente.

Valsavis se limitó a encoger los hombros.

—Me temo que perdimos hacia el final —repuso el elfling.

—Sí —replicó su anfitrión–; pero sólo porque decidisteis perder a propósito. Hemos tenido clientes con poderes paranormales en otras ocasiones, sabéis. Aunque lo cierto es que la mayoría no tenían tanto talento como vosotros.

—Yo no poseo poderes —intervino Valsavis, frunciendo el entrecejo.

—No, no creo que los poseáis, mi buen amigo. Pero vuestro compañero, aquí presente, sí. Y también, apostaría, los posee la señora. ¿Sois villichi, verdad? —preguntó a Ryana.

—Mucha gente no se da cuenta de ello —respondió la joven, sorprendida.

–Sí —dijo el gerente asintiendo—, carecéis de las características que normalmente se asocian a la hermandad, pero sois muy alta para una humana, y vuestros atributos físicos son... bien, bastante notables. A todas luces habéis llevado una vida de intensa preparación, y el dominio de vuestra mente sobre la materia resulta impresionante. Mi director del juego no se convenció de que hacíais trampas hasta cinco enfrentamientos antes del final del juego. He de admitir que me sorprende un poco encontrar a una sacerdotisa en las mesas de juego, y en unas... circunstancias tan irregulares..., pero eso es puramente asunto vuestro. —Desvió la mirada hacia el elfling—. En cuanto a vos, señor, debo confesar mi desmesurada y franca admiración. Vuestras habilidades son sorprendentemente sutiles.

—¿Qué fue lo que me descubrió?

—El mismo juego, amigo mío —respondió el gerente—. Aquí, en Paraje Salado, somos jugadores experimentados. Nos enorgullecemos de ser los maestros reconocidos de nuestro oficio. Nuestros juegos se diseñan con todo cuidado. Nadie ha conseguido jamás llegar vivo al final de una de nuestras aventuras. Vos, señor —añadió mientras dirigía una mirada a Valsavis—, poseéis la distinción de ser el primero en haberlo hecho. Y lo conseguisteis siguiendo el ejemplo de vuestro amigo y teniendo bastante buena suerte al final. Tan sólo alguien con poderes paranormales podría haber sobrevivido a tantas pruebas.

—¿Y? —inquirió Valsavis.

—Eso fue hacer trampas —respondió el gerente.

—Y supongo que queréis que se os devuelva el dinero —siguió el mercenario.

–Ni se me ocurriría pedirlo —repuso el otro—. Tenéis el aspecto de alguien que no lo entregaría sin pelear, y yo prefiero evitar la violencia. No soy fuerte, como podéis ver, y mis guardas están más acostumbrados a ocuparse de algún que otro mercader borracho o aristócrata desilusionado que a enfrentarse contra un luchador experto como vos. Simplemente os quería felicitar por vuestras ganancias, aunque hayan sido obtenidas de forma ilícita, e informaros de que podéis disfrutar de todas las diversiones que nuestro excelente establecimiento tiene que ofrecer durante el resto de la noche totalmente gratis, con la única condición de que evitéis las mesas de juego. Se ha advertido a mi personal que éstas están cerradas para vosotros. Desde luego, no me opondré si decidís marchar e ir a otra parte, pero descubriréis que en menos de una hora, todas las casas de juego en Paraje Salado habrán sido prevenidas contra vuestra presencia. Disponemos, claro está, de muchas diversiones interesantes aquí y sois libres de disfrutar de ellas. Tal vez encontréis de vuestro agrado los cuadriláteros, o a lo mejor nuestro teatro, que es superlativo. Pero en cualquier caso, os ofrezco la hospitalidad de El Palacio del Desierto durante el resto de la noche y os ruego que nos devolváis nuestra cortesía con igual cortesía.

—No tengo interés en guardar el dinero que he obtenido injustamente —dijo Sorak—. Y hablo también por la señora. Valsavis habla en su propio nombre, aunque desearía que siguiera nuestro ejemplo. Por nuestra parte, nos satisfaría devolver las ganancias.

—En ese caso, supongo que también os podéis quedar con las mías —anunció Valsavis con sequedad, y arrojó la pesada bolsa que contenía su dinero sobre el escritorio del gerente.

Éste los contempló algo perplejo.

—Debo admitir que me sorprende vuestra disposición a devolver el dinero. ¿Puedo preguntar por qué lo hacéis?

—Esperaba tener la posibilidad de comprobar cómo intentabais quitármelo —respondió Valsavis.

—En cierto modo, eso no me sorprende —dijo el gerente. Se volvió entonces hacia Sorak y enarcó las cejas.

—Simplemente, encontré el juego interesante —repuso éste—. Nunca había visto un juego tan insólito. Trabajé durante un tiempo en una conocida casa de juego y mi obligación era precisamente descubrir tramposos y fulleros. Sentí curiosidad por averiguar cómo lo hacíais aquí.

El gerente volvió a enarcar las cejas.

—Si hubierais preguntado, amigo mío, y tras conocer vuestras credenciales y experiencia, me habría complacido enormemente mostrároslo. Y si buscabais empleo, habría habido formas más fáciles de impresionarme. Decidme, ¿dónde trabajasteis?

—En Tyr, en una casa de juego conocida como La Araña de Cristal.

—La conozco —asintió el gerente—. ¿Puedo preguntar vuestro nombre?

—Sorak.

—¿De verdad? —se sorprendió el otro—. ¿Sois aquel que llaman el Nómada?

Ahora fue Sorak quien se sorprendió.

—¿Cómo es que sabéis de mí?

—Las noticias viajan deprisa en ciertos círculos —replicó el gerente—. Y es mi tarea averiguar cosas sobre aquellas personas que sobresalen en mi profesión. Al parecer, causasteis una profunda impresión en Tyr. —Echó una veloz mirada a la espada del elfling—. He oído también hablar de vuestra espada. Un arma única en más de un sentido, según me han dicho. Si buscáis trabajo, sería un privilegio para mí haceros una oferta, y estoy seguro de que también se podría encontrar colocación para vuestros compañeros.

—De nuevo, no puedo hablar por Valsavis —repuso Sorak—, pero, aunque os agradezco vuestra generosidad, no busco empleo, sino simplemente información.

—Si no puedo proporcionárosla —dijo el gerente—, procuraré encontrar a alguien que pueda. ¿Qué es lo que deseáis saber?

—Me gustaría saber dónde puedo hallar a un druida conocido como el Silencioso —inquirió Sorak, y se replegó para dejar que la Guardiana sondeara la mente de su interlocutor, aunque resultó totalmente innecesario.

—¿Es eso todo? —preguntó el gerente—. Nada podría ser más fácil. Encontraréis al Silencioso en la avenida de los Sueños, en el extremo sur de la calle Mayor. Buscad una botica llamada El Sendero Benévolo. El propietario de la tienda se llama Kallis. Decidle que os envío yo. El Silencioso se aloja justo encima de su tienda.

—Os doy las gracias —dijo Sorak, sorprendido por la facilidad con que había obtenido la información.

—Vuestra gratitud puede ser prematura, sin embargo —replicó el otro—. Al Silencioso no le gustan las visitas y, con toda probabilidad, se negará a veros. ¿De verdad no puedo tentaros con una oferta de empleo? Estoy seguro de que encontraríais las condiciones muy generosas.

—En otra ocasión, quizá —respondió él.

El gerente frunció los labios pensativo.

—No me es difícil adivinar el motivo de que busquéis al Silencioso —dijo—. No sois el primero, sabéis. Creo que también puedo predecir sin temor a equivocarme que no recibiréis ayuda por parte del Silencioso. No obstante, si estáis decidido a proseguir vuestro camino y continuar adelante a pesar de todo, me temo que no habrá otra ocasión para vos.

—Estoy decidido a proseguir mi camino.

—Es una lástima —repuso el gerente—. Parecéis muy jóvenes para morir de una forma tan miserable. Pero si optáis por desaparecer en el olvido que así sea. La elección es vuestra. Los guardas os acompañarán hasta la salida. Debo ocuparme de la diversión de los vivos. De poco sirve preocuparse de los muertos.

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