Mientras volaban transportados por el fuerte viento, el desierto iluminado por la luz de las lunas desfilaba a sus pies como un panorama inmenso que lo abarcaba todo. La luz de las lunas gemelas, Ral y Guthay, centelleaba sobre la sal del suelo y confería a las Llanuras de Marfil un aspecto fantasmagórico y etéreo. Hacía bastante más fresco a esta altura, y el viento, que atravesaba sus cabellos y ropas, les provocaba escalofríos a pesar de permanecer muy apretados el uno contra el otro sobre la balsa volante.
—¡Es tan hermoso! —exclamó Ryana, fascinada por la panorámica no obstante el frío. Al principio, se había asustado al ver cómo el suelo se alejaba, retrocediendo más y más, y no pudo reprimir el creciente temor de que acabarían cayendo. Pero los espíritus aéreos eran extraordinariamente fuertes, y con Kara allí para mantenerlos unidos y guiarlos, Ryana no tardó en relajarse y disfrutar de la experiencia.
Junto a ella, escuchó el repentino estallido de una risa por completo gozosa y espontánea, y al echar una ojeada a Sorak descubrió que su rostro estaba radiante. Tenía los labios tensados en una mueca de placer, las aletas de la nariz abiertas, todo el rostro animado de tal modo que la joven comprendió que ya no se trataba de Sorak, sino de Kivara, su traviesa e infantil entidad femenina, cuya personalidad estaba gobernada por la emoción de la novedad, el ansia de placer y el estímulo de las sensaciones.
—¡Vuelo! —chilló feliz—. ¡Oh, Ryana, esto es maravilloso!
Aunque sabía que no se trataba realmente del Sorak que amaba sino de otra personalidad por completo distinta, Ryana no pudo evitar sentir una cierta euforia al verlo tan arrebatado. Por lo general taciturno y estoico, a veces ceñudo y a menudo melancólico, Sorak no se había entregado nunca a emociones o alegrías; tal vez porque aquella parte de él que podía hacerlo había dado origen a la entidad llamada Kivara, un ente que carecía de todas sus otras cualidades. Eran dos personas por completo diferentes, y de edades y sexo distintos, que compartían el mismo cuerpo.
Kivara era como una jovencita incontrolable, gobernada sólo por sus pasiones y su curiosidad. No conocía otra cosa y parecía carecer de la capacidad de aprender, o quizá sencillamente no le importaba. De todas las personalidades que componían la tribu de uno que ella conocía como Sorak, Kivara era la más imprevisible.
Con la Guardiana siempre se podía contar para que ofreciera su consejo sensato y serio, y su poderosa y maternal influencia estabilizadora. El Vagabundo hablaba en muy pocas ocasiones y permanecía casi siempre encerrado en sí mismo; era el cazador y el rastreador, el varón fuerte y capaz, que desempeñaba el papel de abastecedor. La Centinela, por su parte, aunque nunca decía nada, siempre estaba presente y en guardia para alertar a los otros de cualquier cosa que pudiera ponerlos en peligro.
Poesía era la criatura inocente, ingenua y juguetona, que se contentaba con mirar al mundo con perpetuo asombro y expresarse por medio de las canciones. En ciertos aspectos era el equivalente masculino de Kivara, con la diferencia de que carecía de su tozuda obstinación e instintos amorales. De todas las personalidades de Sorak, Poesía era la más cercana al Niño Interior, que dormía arrebujado en lo más profundo del subconsciente colectivo de la tribu.
La Sombra era la cara opuesta de esa moneda, la aterradora entidad animal, siniestra y amenazadora, común a todos los hombres, y que estaba sumergida casi siempre en lo más profundo del subconsciente del joven. Salía a la superficie únicamente cuando la tribu se veía seriamente amenazada. En ocasiones, Sorak podía controlarla, pero lo más normal era que no pudiera. Por si esto fuera poco, raras veces recordaba el elfling lo que había ocurrido mientras la Sombra tenía el control de su cuerpo; pero Ryana sí que había presenciado en varias ocasiones lo que la entidad podía hacer, y resultaba aterrador.
Chillido era aquella parte de Sorak más próxima al reino animal, una regresión evolutiva a un tiempo en que todos eran poco más que animales. Podía comunicarse con las bestias, hablar a todas las especies athasianas en su propia lengua, comprender sus instintos y su comportamiento, e imitar sus modelos de conducta.
Eyron era, en ciertos aspectos, la más humana de las diferentes personalidades del elfling, incluso a pesar de que Sorak no tenía sangre humana. «Al menos —pensó Ryana– que ella o él supieran.» Eyron era fríamente pragmático, el pensador y el planificador, pero su naturaleza resultaba a menudo cínica y pesimista. Representaba el lado cauteloso del muchacho, convertido en una identidad distinta. La mayor parte del tiempo, Eyron podía ser terriblemente irritante, en especial dada su inteligencia, pero era una parte vital del todo, sin lo cual Sorak habría sido una criatura incompleta.
Y luego existía el misterioso Kether, cuya identidad ninguno de los otros podía explicar. Kether era parte de ellos, y a la vez no lo era. Sorak insistía en que aquella entidad no brotaba de su interior, sino que provenía, de algún modo, del exterior; un ente sobrenatural, etéreo y poderoso, sereno y espiritual, que caía sobre él como un visitante de otro plano existencial. Pero Kivara...
Ryana sabía que nunca se podía predecir lo que Kivara era capaz de hacer. La Sombra resultaba, sin duda, la más estremecedora de las personalidades de Sorak, pero al menos la joven sabía qué esperar. Con Kivara nunca estaba segura y, por lo tanto, era esta entidad la que le producía mayor inquietud. No se manifestaba con frecuencia, pero cuando lo hacía, su comportamiento era por lo general obstinado e irresponsable. Y Ryana se dio cuenta de pronto que la frágil balsa de madera, unida tan sólo por fibras de plantas puñal y saliva de antloid, y elevada a una gran altura del suelo por los vórtices arremolinados de los espíritus aéreos, no era precisamente el mejor lugar para que Kivara hiciera de improviso su aparición y asumiera el control del cuerpo de Sorak.
—¡Mírame! —chilló Kivara poniéndose en pie de un salto y agitando los brazos como si fueran alas—. ¡Soy un pájaro!
La balsa dio un bandazo al desequilibrarse, y Ryana se asustó.
—¡Siéntate, estúpida! —gritó y agarró a Kivara por la pierna—. ¿Es que quieres volcar esto y hacer que nos estrellemos contra el suelo?
—¿Qué sucede? —inquirió ella burlona—. ¿Asustada? —Era la voz de Sorak, sólo que más aguda, y con un timbre del todo diferente: remilgada y traviesa, desafiante y obstinada. Era la voz de una criatura bailando al borde de un precipicio, inconsciente por completo del peligro que corría.
—¡Sí, estoy asustada, y también lo estarías tú si tuvieras un ápice de sentido común! Esta balsa es lo único que impide que nos precipitemos a una muerte segura. ¡Ahora siéntate y deja de comportarte como una criatura!
—¡Oh, buuuu! —replicó Kivara, malhumorada, pero volvió a sentarse, o más bien se desplomó pesadamente, dejándose caer al igual que hacen los niños a menudo, y la balsa volvió a bambolearse violentamente. Ryana se aferró a ella con fuerza mientras la embarcación se balanceaba peligrosamente sobre las corrientes aéreas, y Kivara lanzó una risita ahogada.
—¡Debería bajarte los pantalones y darte una azotaina! —la reprendió Ryana, furiosa.
—¡Ooooh, eso suena muy divertido! —replicó la otra lanzándole una gazmoña mirada de soslayo—. ¿Por qué no lo haces?
Ryana le dirigió una mirada asesina.
—Porque te conozco demasiado bien, ése es el motivo. Tú no la sentirías. En cuanto empezara a calentarte las posaderas, te replegarías rápidamente al interior y yo me encontraría en la embarazosa situación de estar azotando a Sorak.
—Nunca se sabe, a lo mejor le gustaría —contestó Kivara—. Y puede ser que también a ti, bien mirado. Tal vez, sea lo que realmente quieres.
—¡Ohhh, eres insoportable!
—Y tú no sabes cómo divertirte.
—¿Divertirme? —dijo Ryana—. ¿Tienes alguna idea de lo que estamos haciendo? ¿De adónde vamos?
—¿Eso qué importa? —inquirió Kivara mientras paseaba la mirada por el espectacular panorama que se extendía bajo sus pies—. ¡Mira esto! ¿No es increíble?
—Kivara, nos dirigimos a Bodach, la ciudad de los no muertos —repuso Ryana con firmeza.
—¿No muertos? —repitió ella mirándola indecisa.
—Sí, no muertos. Toda una ciudad de ellos. Habrá cientos, es posible que miles.
—Vaya, ¿y para qué vamos allí? ¡Es una estupidez!
—Hemos de ir allí a buscar un talismán llamado el Peto de Argentum que luego hemos de llevar al Sabio.
Kivara hizo una mueca.
—Él otra vez. Todo lo que hacemos es ir de aquí para allá, corriendo por todo este aburrido desierto como un erdlu idiota, y ¿para qué? ¿Qué ha hecho nunca el Sabio por nosotros?
La sacerdotisa intentó contener su creciente irritación. En el pasado, siempre que Kivara aparecía, los otros le concedían una cierta libertad, pero su naturaleza imprevisible y obstinada acababa requiriendo que la Guardiana ejerciera el control y la obligara a replegarse otra vez. Últimamente, no obstante, las diferentes veces que el ente había salido a la superficie, había resistido los esfuerzos de la Guardiana para controlarlo, lo que resultaba una evolución inquietante. Y Ryana no deseaba contrariar a Kivara en este momento llamando a la Guardiana. Éste no era desde luego el lugar apropiado para que Kivara respondiera con uno de sus violentos berrinches.
—El Sabio trabaja para todos nosotros —explicó Ryana pacientemente—. Es el único poder que se interpone entre nosotros y los reyes dragones, la única esperanza para el futuro de nuestro mundo. Y es el único que quizá pueda ayudar a Sorak a averiguar la verdad sobre sí mismo.
—Pues no veo por qué ha de ser eso importante —insistió Kivara con tozudez.
—Es importante para Sorak —replicó Ryana esforzándose por controlar su cólera. Kivara podía resultar del todo exasperante.
—No cambiaría nada, sabes —respondió el ente. Y acto seguido dedicó a Ryana una inquieta mirada de reojo—. ¿Lo haría?
—No lo sé. Ésa es una pregunta que la tribu tendrá que contestar por sí misma cuando estemos ante el Sabio. ¿No te gustaría averiguar de dónde saliste?
—¿Por qué? Ya estoy aquí.
Aquello era, desde luego, característico de Kivara, se dijo la joven.
Vivir sólo el presente.
—A lo mejor, no significa nada para ti —dijo—, pero es importante para Sorak saber y comprender sus orígenes. Y tal vez también para algunos de los otros.
—¿Tan importante como para arriesgarse a ir a un lugar lleno de no muertos? —inquirió Kivara sacudiendo la cabeza. Resultaba raro ver a Sorak actuar con los gestos amanerados de aquella entidad, y, a pesar de que Ryana había crecido con él, era algo a lo que no había conseguido acostumbrarse por completo y siempre la aturullaba un poco.
—No es ésa la única razón, tal y como ya te he dicho —siguió la joven—. Vamos a Bodach cumpliendo una misión para el Sabio.
—Esto resulta aburrido —dijo la traviesa Kivara para quien se había agotado el limitado tiempo que su atención podía permanecer fija en algo—. No quiero hablar más sobre ello.
—¿De qué te gustaría hablar?
—No lo sé. No es demasiado divertido hablar contigo. Nunca tienes nada interesante que decir. Nunca quieres pasártelo bien.
—Me gusta divertirme tanto como a cualquiera —repuso Ryana—. Sin embargo, existe un momento y un lugar para tales cosas.
—Sólo que tú jamás pareces encontrar el momento o el lugar —contraatacó Kivara quisquillosa—. ¡Mira lo que hacemos, Ryana! ¡Volamos! ¡Nos movemos tan alto como los pájaros! ¿No eleva esto tu espíritu?
—Sí, pero si únicamente presto atención a la elevación de mi espíritu puede ser que cometa alguna imprudencia, y ambas caeremos al suelo y nos mataremos. Eso es algo que debes aprender, Kivara. No hay nada malo en disfrutar de las propias emociones y de las sensaciones excitantes que se experimentan, siempre que no sea a costa del buen juicio. Porque si lo haces, pierdes todo el sentido de la perspectiva y del instinto de conservación.
—Para eso está la Guardiana —respondió Kivara con indiferencia—. No puedo preocuparme de tales cosas. ¡No cuando estoy volando! —Y se puso de rodillas de un salto mientras extendía una vez más los brazos. La balsa volvió a balancearse peligrosamente sobre el embudo de aire que los mantenía en alto, y Ryana volvió a agarrarse a ella para no caer.
—Creo que eso será suficiente —anunció la Guardiana, y ocupó el lugar de Kivara. La voz seguía siendo la de Sorak, pero el tono resultaba por completo distinto. La tonalidad había descendido ligeramente, y su sonido era de sereno control y tranquilidad. Ryana imaginó a Kivara protestando enérgicamente dentro de la mente de Sorak, pero la Guardiana había salido al exterior ahora y había tomado el control por completo—. Perdona —siguió—. Se me escapó.
—No te preocupes, Guardiana —repuso Ryana—. No ha pasado nada malo.
–No estoy tan segura —replicó ella, y su voz sonaba algo preocupada—. Kivara cada vez resulta más difícil de controlar. En cada nueva ocasión que emerge, se muestra más obstinada en su negativa a volver a replegarse. Parece como si adquiriera más fuerza.
—¿Crees que existe la posibilidad de que pierdas el control sobre ella? —inquirió Ryana, amilanada ante tal idea.
—No lo sé con seguridad. Desde luego, espero que no. Eso desequilibraría a la tribu.
—Desequilibraría más que eso —dijo Ryana, y bajó la mirada hacia la balsa con inquietud—. No es mala, lo sé, pero el problema es que sencillamente no piensa.
—Es muy joven —replicó la Guardiana—. Y en el cuerpo de un varón adulto, además. Eso dificulta aún más las cosas.
—Eso es decir poco —observó la joven—. Bueno, siempre podemos mirar el lado bueno de las cosas. Al menos hemos perdido a Valsavis. No hay ningún modo de que pueda seguirnos ahora.
—¿Estás segura?
La sacerdotisa se encogió de hombros.
—Incluso montado en un kank veloz, tardaría días en llegar a las cuencas de cieno, y una vez allí aún tendría que rodearlas para llegar a la península donde se encuentra Bodach. Para cuando nos alcanzara, nosotros sin duda ya habríamos cumplido nuestra misión.
–Quizá —respondió la Guardiana—. Pero luego ¿qué? Bodach sigue estando muy lejos de cualquier sitio. Si recuerdo correctamente el mapa de El diario del Nómada, el poblado más próximo a Bodach es Ledópolus del Norte, y la ciudad más cercana, Balic, pero se encuentra en la orilla opuesta del estuario de la Lengua Bífida; aún tendríamos que recorrer bastante terreno hasta alcanzar la civilización, y eso daría a Valsavis oportunidades de sobra para acortar distancias con nosotros.
—No había pensado en eso —comentó Ryana preocupada—. ¿Lo ha considerado Sorak?
–Sí lo ha hecho —respondió la entidad asintiendo—. Por el momento, su preocupación principal es conseguir sobrevivir a los no muertos en Bodach y encontrar el Peto de Argentum. Y eso ya resulta por sí mismo un buen desafío. De Valsavis nos podemos ocupar más adelante, pero no debes creer que le hemos perdido de vista para siempre. Es un hombre demasiado inteligente e ingenioso para que se le pueda descartar tan fácilmente. Cierto que tendrá que realizar un largo viaje para llegar a Bodach, pero tampoco sabemos cuánto tiempo tardaremos en encontrar el talismán, ni cuánto de nuestro tiempo lo pasaremos librándonos de la amenaza de los no muertos. Todo lo que Valsavis debe hacer es dirigirse a Bodach, puesto que ya conoce que ése es nuestro destino, y también sabe que el único camino de regreso a la civilización desde Bodach es por el oeste.
—Nos podríamos limitar a volar por encima de él —apuntó Ryana.
—Tal vez. Sin embargo, no sabemos si Kara estará dispuesta a transportarnos hasta nuestro siguiente destino. De momento, ya ha hecho mucho por nosotros, o más bien por el Sabio, diría yo. En cualquier caso, no sería justo que esperásemos nada más de ella. Si decide regresar a Paraje Salado una vez cumplida su parte de trasladarnos a Bodach, estará desde luego en todo su derecho de hacerlo.
—Sí, claro —dijo Ryana—, lo comprendo.
—No te preocupes, hermanita —intervino Sorak emergiendo de improviso—. Nos las arreglaremos. Siempre lo hacemos.
La muchacha sonrió, contenta de que hubiera regresado, en especial tras la alarmante experiencia con Kivara.
—¿Has dormido bien? —preguntó.
—Sí; realmente necesitaba el descanso. Pero ¿y tú? No has dormido.
—¿Crees que podría dormir en estas circunstancias? —inquirió ella.
—Sugiero que lo intentes. Necesitarás todas tus fuerzas y energías cuando lleguemos a Bodach.
—Será de día cuando lleguemos —indicó ella—. Los no muertos estarán en reposo.
–Sí. Si tenemos suerte, es posible que completemos nuestra misión a tiempo y abandonemos la ciudad antes del anochecer. Pero no podemos contar con ello. No podemos permitirnos dar nada por supuesto. Realmente debes intentar descansar un poco. Al menos una cuantas horas.
Ella miró a su alrededor vacilante.
—¿Dormir en una diminuta balsa de madera que vuela a cientos de metros del suelo zarandeada por el viento? —Sacudió la cabeza—. Bueno, puedo probar, pero en realidad no creo que sirva de nada.
—Ven aquí —dijo Sorak—. Yo te sostendré. Intenta dormir.
Ella se acurrucó entre sus fuertes brazos. Resultaba una sensación muy agradable.
—Cierra los ojos —indicó el joven.
La muchacha aspiró con fuerza y cerró los ojos. De repente, escuchó un suave canturreo en su mente, muy débil al principio, pero elevándose gradualmente, hasta que la voz de Poesía, que cantaba magistralmente, no en voz alta, sino en su cerebro, la inundó con su canción. La sacerdotisa contuvo el aliento unos instantes, sorprendida y maravillada, pues jamás había supuesto que él podía hacer algo así. Luego suspiró y se acomodó entre los brazos del joven, segura en su abrazo mientras Poesía entonaba una sedante e hipnótica melodía para ella y sólo ella. El balanceo de la balsa en el aire parecía casi el balanceo de una cuna, y la muchacha sonrió; entre los brazos de Sorak y con la canción de Poesía resonando en su cerebro, no tardó en quedarse dormida y soñar con los verdes valles y bosques de las Montañas Resonantes. Y los vientos siguieron empujándolos hacia la ciudad de los no muertos.
—Ryana —llamó Sorak sacudiéndola con suavidad—. Despierta.
Los párpados se abrieron con un aleteo, y por un instante no recordó dónde se encontraba. Se había dormido con la hermosa voz de Poesía cantando en su mente y había soñado con los días de su niñez en el convento villichi de las Montañas Resonantes.
En su sueño, tenía unos siete u ocho años, el cuerpo desgarbado y juguetón todavía, y la capacidad de sorpresa ante el mundo en el que vivía ilimitada y sin contaminar aún por la dura realidad. Había soñado que descendía a la carrera por los senderos forestales que rodeaban el convento, con la larga cabellera ondeando al viento a su espalda y sus pies golpeando con fuerza sobre el suelo salpicado por los rayos del sol. Había corrido con toda la exuberancia y alegría de la juventud, en un intento de alcanzar a Sorak, que incluso entonces podía ya correr más rápido que ella merced a la velocidad y la resistencia de elfo. En aquellos tiempos, parecía que iban a vivir así el resto de sus días: estudiando y entrenando en el convento, alimentados por el amoroso vínculo de la hermandad villichi; bañándose en las vigorizadoras y frías aguas de la pequeña laguna alimentada por el arroyo que descendía de las montañas; corriendo por el tranquilo valle verde con su protector dosel de árboles, compartiendo placeres sencillos y una dicha auténtica. Había sido una época feliz y sencilla. Al despertarse, se dio cuenta de que se había ido para siempre, que se había desvanecido igual que su sueño.
—Hemos llegado —anunció Sorak.
Ella se sentó y siguió la dirección de su mirada. Pasaban sobre las cuencas interiores de cieno y, delante de ellos, claramente visible ahora, estaba la antigua y derruida ciudad de Bodach.
Acababa de salir el sol, y, desde la altura a la que volaban en la balsa de madera, Ryana pudo distinguir la península internándose en el interior de las cuencas de cieno desde la orilla norte del estuario de la Lengua Bífida, donde se unía al Mar de Cieno. Cerca del extremo de la península, las afiladas torres de Bodach se elevaban a gran altura sobre el terreno. La sacerdotisa villichi contuvo la respiración.
En el pasado, debió de haber sido una ciudad realmente magnífica, testimonio de los logros de los antiguos. Pero a medida que se acercaban pudieron comprobar que ahora no poseía más que una sombra de su antigua gloria. Muchos de los edificios se desmoronaban, y las construcciones en el pasado esplendorosas, estaban ahora llenas de cicatrices y desgastadas por la arena que arrastraba el viento. Había antiguos muelles de madera podrida extendiéndose hacia el interior de las cuencas, donde en una ocasión habían atracado navíos cuando las cuencas y el mar eran agua en lugar de arena y polvo en lento movimiento. Hubo un tiempo, durante una época anterior, un tiempo que ninguno de los actuales habitantes de Athas podía recordar, en que la ciudad había estado casi por completo rodeada de agua, un bastión de comercio y cultura floreciente. Parte de la punta de tierra que ahora se proyectaba hacia el este debió haber estado sumergida entonces, formando una bahía resguardada que daba al mar.
Ryana intentó imaginar qué aspecto habría tenido en aquella época, con los dhows de velas triangulares deslizándose sobre las deslumbrantes aguas azules de la bahía para entrar en los muelles y descargar sus mercaderías. Intentó imaginar el bullicioso gentío de los muelles: los comerciantes cargando sus productos para trasladarlos al mercado; los pescadores clasificando y limpiando las capturas y colgando a secar las redes. En cuanto iniciaron el descenso, la joven pudo ver las calles de la ciudad, antaño pavimentadas con ladrillos y adoquines, cubiertas ahora de arena que el viento había arrastrado y apilado en dunas contra las paredes de los edificios. Distinguió las grandes y barrocas fuentes de las plazas, la mayoría coronadas por hermosas esculturas de piedra, de las que en una ocasión había brotado agua describiendo elegantes arcos, todas ellas ahora secas y llenas de arena. Las calles aparecían totalmente desiertas. No se veía señal de vida por ninguna parte. «Y, claro está —se dijo—, no puede haberla.» Aquello era ahora una ciudad de no muertos.
Decía la leyenda que los primeros en llegar a Bodach en busca del legendario tesoro de los antiguos cayeron víctimas de una maldición que los hechiceros muertos hacía ya mucho tiempo que habían dejado tras ellos. Estos hombres vagaban ahora por las calles durante la noche, muertos pero animados, esclavizados por el maleficio de los antiguos y condenados a permanecer así durante toda la eternidad para proteger el tesoro que los otros habían dejado atrás. Habían venido a saquear y se quedaron para actuar como aterradores centinelas, atacando a todos aquellos que se cruzaban en su camino. Y de este modo, a través de los siglos, su número había crecido hasta el punto que Bodach era ahora una ciudad poblada por un ejército de no muertos, desierta durante el día y bullendo de horrores por la noche.
A medida que su pequeño transporte descendía más, rozando los tejados y zigzagueando entre las agujas y torres en ruinas, Sorak y Ryana contemplaron en silencio las calles desiertas que se extendían bajo ellos. En la ciudad en ruinas flotaba un silencio fantasmal que producía inquietud. Nada se movía allí abajo. Ni siquiera un roedor o un insecto. Lo que fuera que los acechara estaba oculto.
La balsa descendió al remitir poco a poco la fuerza de las columnas de aire que la sostenían, y, uno a uno, los espíritus aéreos se dispersaron, despegándose y desapareciendo en la distancia con un sonido que recordaba el del viento al silbar por un desfiladero. Finalmente, sólo quedó Kara, y ésta los depositó con suavidad en el suelo de una enorme plaza central de la ciudad fantasma. La balsa se posó con un ligero golpe. Sorak fue el primero en descender, seguido de Ryana, en tanto que el remolino que giraba sobre sí mismo a pocos metros de distancia se fue deteniendo y disipando poco a poco hasta mostrar la figura de Kara, de pie. La pyreen aspiró con fuerza y soltó el aire despacio y muy agotada. Incluso con la ayuda de los espíritus de la naturaleza, estaba claro que el viaje le había significado un gran esfuerzo.
Sorak levantó los ojos al cielo. Les quedaban tal vez unas doce horas antes de que el sol empezara a ponerse otra vez y la oscuridad liberara en toda su extensión el terror que habitaba en la ciudad.
—¿Estáis bien, señora? —preguntó Ryana a Kara con voz preocupada.
—Sí, simplemente cansada —respondió la pyreen con una débil sonrisa.
—A lo mejor, si descansarais un poco...
La pyreen sacudió la cabeza con energía.
—No, no hay tiempo. Yo no tengo demasiado que temer de los no muertos, ya que puedo esquivarlos con facilidad. Pero vosotros seréis vulnerables en cuanto se haga de noche. Debemos encontrar el talismán y estar fuera de aquí antes de que eso suceda.
Sorak recordó la última vez que se había enfrentado a no muertos. Había sido en Tyr, cuando un templario profanador los había sacado de sus tumbas y lanzado contra él. El elfling había conseguido convocar a Kether justo a tiempo, y la misteriosa entidad espiritual había logrado de algún modo vencerlos mediante la utilización de poderes que Sorak ni siquiera comprendía. Ni él ni tampoco ninguna de las otras entidades recordaban nada de lo sucedido cuando consiguió que Kether se manifestara. No sabía si éste había vencido a los no muertos porque había sido más fuerte o porque había encontrado un modo de neutralizar el hechizo que los animaba. De cualquier forma, sólo había ocurrido una vez, y no podía saber si sucedería aquí lo mismo. Luchar contra docenas de no muertos era una cosa, en especial cuando tenía a la Alianza del Velo para ayudarlo; pero enfrentarse a cientos, tal vez miles, de ellos era algo muy distinto.
—¿Sabéis dónde se encuentra el Peto de Argentum? —preguntó a Kara.
—Sé dónde se encuentra el tesoro —respondió ella—. Sin embargo, si no está entre el tesoro, es posible que tengamos que registrar toda la ciudad.
—¡Pero eso nos llevaría semanas! —exclamó Ryana.
—Días, posiblemente —replicó la pyreen—, pues poseo la habilidad de detectar magia, y eso nos ayudaría enormemente en nuestra búsqueda. Así fue como supe que no debía confiar en vuestro amigo, Valsavis.
—Él no es amigo nuestro —protestó Ryana.
—Espera —intervino Sorak—. ¿Queréis decir que detectasteis magia en él?
—Me era imposible averiguar con exactitud de qué clase sin delatarme —respondió ella asintiendo—, lo que lo hubiera puesto en guardia; pero existía una poderosa aureola de magia profanadora a su alrededor.
—El Rey Espectro —afirmó Ryana—. Eso lo confirma. Ahora ya no puede haber dudas con respecto a Valsavis, aunque no es que hubieran demasiadas ya desde el principio.
—Bueno, de momento no hemos de preocuparnos por Valsavis —dijo Sorak—. No tenemos tiempo que perder, de modo que será mejor que nos pongamos en movimiento.
—Por aquí —indicó Kara, y los condujo a través de la plaza.
—¿Qué sucederá si no encontramos el Peto de Argentum antes del anochecer? —inquirió Ryana mientras seguían a Kara.
—En ese caso, debemos dejar un margen de tiempo suficiente para permitirnos abandonar la ciudad y estar bien lejos de ella cuando oscurezca —replicó la pyreen—, de manera que podamos regresar y continuar nuestra búsqueda por la mañana. Desde luego, eso no garantiza que los no muertos no nos sigan.
—Pero si ellos no saben que estamos aquí... —empezó Sorak.
—Lo saben —afirmó ella andando con paso ligero—. Lo saben ya ahora porque pueden percibir nuestra presencia.
Ryana paseó la mirada a su alrededor, inquieta.
Kara los guió hasta el otro lado de la plaza, de la que partían tres calles en diferentes direcciones, y, de repente, Ryana tuvo una curiosa sensación de déjà vu. Mientras cruzaban la plaza, se dio cuenta de que la situación era exactamente igual a la del juego en el que habían participado en El Palacio del Desierto de Paraje Salado. Una calle abandonaba la plaza a la izquierda, describiendo una ligera curva que impedía ver lo que había al otro lado; otra calle partía en línea recta y ofrecía una visión perfecta durante varios cientos de metros; la tercera calle torcía a la derecha y parte de ella estaba obstruida por cascotes. Resultaba demasiada coincidencia.
—Sorak... —dijo.
—Lo sé —repuso él asintiendo—. Es igual que aquel juego de Paraje Salado.
—Parece exactamente lo mismo —insistió ella—, exactamente, incluido el montón de cascotes de allí. Pero ¿cómo puede ser?
Sorak dirigió una mirada a Kara, que avanzaba delante de ellos con paso decidido.
—A lo mejor, ella tuvo algo que ver —dijo—. El gerente de El Palacio del Desierto es hijo de Kallis, el boticario, encima de cuya tienda vive ella.
—¿Crees que ideó a propósito el juego para reflejar la realidad? —inquirió Ryana—. Pero ¿por qué?
—No lo sé —respondió él sacudiendo la cabeza—, y tampoco sé que ella creara el juego. Es probable que le hablara a Kallis de su viaje aquí hace todos esos años, y que él se lo haya contado a su hijo, tal vez en forma de relato. Y quizá su hijo se acordara cuando concibió el juego. Podría ser algo tan inocente como eso.
—O también podría existir un propósito —dijo la sacerdotisa.
—Sí, supongo que podría ser —admitió Sorak—. Sólo el tiempo lo dirá.
—¿No podría la Guardiana sondear la mente de Kara?
—¿Una pyreen? —Sorak negó con la cabeza—. No sin que ella lo detecte. Sería una temeridad utilizar técnicas paranormales con una pyreen. Son maestros en ese arte. Y no podría haber una muestra mayor de falta de respeto.
—No, supongo que no —asintió ella—. Pero me sentiría mucho mejor si supiera qué esperar.
Esperad lo inesperado, dijo una voz en las mentes de ambos a la vez.
Kara se detuvo y se volvió para dirigirles una sonrisa.
—Los oídos de un pyreen son más agudos aún que los de los elfos —les dijo.
Siguieron adelante, y Kara eligió la calle que se dirigía al nordeste.
—No era mi intención ofenderos, señora —se disculpó Ryana.
—Lo sé. Tu reacción es bastante comprensible, dadas las circunstancias.
—Pero el juego, señora...
—Sé lo del juego —repuso ella—. Y tienes razón; existe un propósito en él. Hay muchos aventureros que vienen a Paraje Salado esperando encontrarme y arrancarme el secreto del tesoro. No saben, claro, que el Silencioso puede hablar, que es una mujer y que además es una pyreen. Sólo han oído la historia, convertida desde entonces en leyenda, de que estuve en Bodach, encontré el tesoro y sobreviví. Cuando me ven dan por supuesto que soy una anciana que ha pronunciado sus votos como druida después de lo padecido e imaginan que podrán persuadirme para que ponga por escrito lo que sé.
—De modo que el juego es una forma de hacer que se delaten para que puedan ser identificados —dijo Sorak.
–Más que eso —respondió la pyreen—. No existe ningún aventurero que pueda resistir el cebo de las diversiones de Paraje Salado. Y El tesoro perdido de Bodach se juega en todas las casas de recreo del pueblo. ¿Quién no se sentiría tentado si es eso lo que ha venido a buscar? Por el modo en que participan, los directores del juego pueden evaluar sus reacciones. Os sorprenderíais de lo mucho que se puede averiguar sobre alguien observando la forma en que juega.
—¿Y qué averiguasteis de nosotros por la manera como jugábamos? —quiso saber el elfling—. Supongo que ya os habría llegado la noticia de nuestra presencia mucho antes de que llegáramos a la tienda del boticario.
—Desde luego. Se me había dicho que os esperara bastante tiempo antes de que aparecieseis en Paraje Salado, pero necesitaba estar segura de que erais vosotros. No deseaba exponer a Kallis a riesgos innecesarios.
—Sentís aprecio por el anciano —dijo Ryana con una sonrisa.
—En efecto, es mi esposo.
—¿Vuestro esposo? —Ryana se sintió escandalizada.
—No te dejes engañar por las apariencias —replicó Kara—. Recuerda que soy mucho más vieja que él, pero soy pyreen en tanto que él es humano.
—Entonces, ¿quiere eso decir que el gerente de El Palacio del Desierto es vuestro hijo? —inquirió la joven.
—No. Kivrin es hijo de Kallis y su primera esposa, que murió al dar a luz. Pero es mi hijo adoptivo y ha hecho el juramento del protector.
—¿Por qué casaros con un humano? —preguntó Sorak—. ¿Por qué vivir en Paraje Salado? Siempre he creído que los pyreens evitaban a los humanos.
—La mayoría lo hacen —respondió ella—. Ya no quedamos demasiados. Y aunque somos fuertes y longevos, y poseemos habilidades superiores a las de los humanos, no somos invulnerables. No corremos riesgos innecesarios, pero cada uno de nosotros tiene un objetivo al que dedicar su vida. El mío exige que viva en Paraje Salado.
—¿Por qué?
—No tardaréis en averiguarlo por vosotros mismos —respondió ella, enigmática.
—¿Y Kallis? —inquirió Ryana.
—Incluso un pyreen puede sentirse solo —respondió Kara—. Kallis es un buen hombre, y su corazón es puro. La muerte de su esposa dejó un gran vacío en su vida, y yo he hecho todo lo posible por llenarlo.
Sorak se detuvo de improviso ante un vetusto edificio que le resultaba algo familiar, a pesar de no haberlo visto nunca antes. Y, de repente, comprendió el motivo.
—La taberna de piedra —dijo.
—Sí —sonrió Kara—. Pero a diferencia del argumento del juego, no nos refugiaremos aquí.
Siguieron adelante.
—Y ahí está la casa amurallada del aristócrata —indicó Ryana cuando doblaron una esquina.
—¿Repleta de no muertos? —inquirió el elfling.
—Quién sabe —replicó Kara—. Se mueven por todas partes, ya sabéis.
La dejaron atrás y siguieron andando.
—Hay una cosa que me he estado preguntando —comentó Sorak mientras recorrían la sinuosa calle llena de arena—. ¿Por qué vinisteis a Bodach en primer lugar? ¿De qué le serviría a una pyreen el tesoro?
—De nada —respondió Kara.
—Entonces, ¿por qué?
—Vine buscando otra cosa. El auténtico tesoro perdido de los antiguos.
—¿El auténtico tesoro perdido? —repitió Sorak, perplejo—. Eso parece querer dar a entender que existe uno falso.
—Sí —contestó la pyreen en un tono misterioso—. Eso parece, desde luego.
—¿Por qué me da la impresión de repente de que vuelvo a estar en El Palacio del Desierto jugando al mismo juego? —inquirió Sorak.
—Todo juego es una prueba —dijo Kara—. Una prueba de habilidad, de suerte, de perspicacia. Algunos juegos sencillamente son más complicados que otros.
—¿Así que esto es una prueba, entonces? —quiso saber Sorak.
—¿No lo sabías cuando viniste?
—¿La prueba de quién? ¿Vuestra o del Sabio?
—Es tu prueba —dijo Kara mirándolo a los ojos.
—¿Y si fracaso?
—¿Quieres decir que no lo consideraste antes?
—Lo he considerado largamente —respondió Sorak.
—Estupendo. Siempre hay que meditar las acciones que se realizan.
—¿Tienen algún propósito estos acertijos? —preguntó Ryana irritada.
—Todo tiene un propósito. Hemos de doblar a la derecha aquí.
Siguieron avanzando por otra calle, adentrándose más en el corazón de la ciudad en ruinas. Sorak no hizo más preguntas. Kara había dejado bien claro que descubriría las respuestas por sí mismo, a su debido tiempo. Ella estaba allí para actuar de guía, no para ofrecer soluciones. «Pues que así sea», se dijo el joven. Había llegado hasta aquí y ahora ya no podía dar la vuelta.
Durante el recorrido por las estrechas y serpenteantes calles, Sorak reconoció muchas escenas procedentes del juego en el que había participado allá en El Palacio del Desierto. Casi le parecía oír la voz del director del juego describiéndolas en detalle: «Llegáis a una intersección en la que dos calles se bifurcan, una al frente y a la izquierda, la otra también al frente pero hacia la derecha. Inmediatamente a la izquierda y a la derecha se abren dos callejones oscuros y estrechos. No podéis ver adónde conducen. ¿Qué camino tomáis?».
Escogieron la calle que partía al frente y a la izquierda. Habían transcurrido ya varias horas, y Sorak se preguntaba por qué había decidido la pyreen posarse donde lo había hecho si tenían que andar tanto trecho. No comprendía el motivo por el que no había hecho aterrizar la balsa más cerca de su punto de destino, cualquiera que éste fuese. Las calles eran lo bastante anchas, y habían atravesado varias plazas que podrían haber servido igualmente bien como punto de aterrizaje para su nave. Se sintió tentado de preguntar, pero no lo hizo. Debía existir una razón. A lo mejor, la descubriría por sí mismo.
Pasado el mediodía llegaron a un gran edificio con un pórtico de columnas en la parte frontal. Una amplia escalinata de piedra abarcaba toda la fachada del edificio y conducía hasta la entrada en forma de arco. Kara se encaminó hacia él y empezó a subir los peldaños.
—¿Está aquí? —preguntó Ryana—. ¿Es éste el edificio donde guardaban el tesoro?
—Uno de ellos —respondió Kara.
—¡Estoy harta de estos acertijos! —exclamó Ryana tan exasperada que olvidó su tono respetuoso—. ¡Hemos perdido medio día! ¡Podríamos perfectamente haber aterrizado justo aquí en lugar de hacerlo en el otro extremo de la ciudad! ¿O es que queréis que perdamos tiempo, para que nos tropecemos con los no muertos? ¿Es eso parte de la prueba también?
Kara alzó repentinamente la mano para pedir silencio, ladeando la cabeza al tiempo que escuchaba con suma atención.
—¡Por aquí, deprisa! —indicó.
Corrieron escaleras arriba. Apenas habían conseguido refugiarse bajo el abrigo del pórtico de columnas cuando una sombra enorme pasó sobre la plaza. Un potente chillido agudo desgarró el aire, y escucharon el batir de alas gigantescas.
La criatura descendió en picado sobre la ciudad y proyectó su enorme sombra encima del punto en el que ellos se encontraban momentos antes. El sonido amenazador del batir de alas inundó el ambiente, y su agudo chillido retumbante resonó en los muros del edificio cuando pasó por encima, ocultando momentáneamente el sol con su enorme masa.
—¡Un roc! —exclamó Ryana con asombro, alzando la vista mientras la criatura los sobrevolaba—. Pero ¿qué hace aquí, tan lejos de las montañas?
—Lo envió el Rey Espectro —explicó Kara—. Y trae a vuestro antiguo compañero de viaje, Valsavis.
Sorak comprendió de improviso.
—Sabíais que Nibenay lo ayudaría a encontrar el modo de seguirnos —dijo—. Por eso dejasteis la nave al otro lado de la ciudad, para que pensara que estamos por allí, en alguna parte. Intentabais despistarlo y darnos algo de tiempo.
—Si realmente es tan buen rastreador como tú dices —repuso la pyreen—, no tardará en encontrarnos más de lo que hemos tardado nosotros en llegar aquí. Y aún queda mucho por hacer. Rápido, apenas tenemos tiempo.
Cruzó la entrada en forma de arco y desapareció entre las sombras del edificio.