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El pueblo de Paraje Salado estaba situado al pie de la ladera meridional de las Montañas Mekillot, retirado y aislado. Lejos de allí, en dirección norte, a través de las Llanuras de Marfil, la ruta de las caravanas procedentes de los territorios septentrionales terminaba en la ciudad de Nibenay. Al oeste, cruzando las montañas y las Llanuras de Marfil, el itinerario de las caravanas que procedían de Altaruk bordeaba los límites más occidentales de la salada planicie, describía una curva en sentido nordeste y terminaba en la ciudad de Gulg. Hacia el este y el sur, no había nada excepto un terreno yermo y desierto, cuya superficie ocupaba kilómetros y kilómetros. Más al sur, la planicie salada daba paso a enormes cuencas interiores de cieno salpicadas de solitarias islas de arena. En el extremo austral, desde la estrecha franja de tierra que separaba las cuencas del Mar de Cieno, se extendía una península. En la punta de esta península, más alejadas aun de la civilización, estaban las ruinas de Bodach, la ciudad de los no muertos.

Nadie se detenía en Paraje Salado de camino a otra parte porque la población se encontraba lo más apartada que podía estar. Paraje Salado no poseía ningún valor estratégico, por lo que las guerras de Athas nunca llegaban allí; tampoco disfrutaba de recursos naturales dignos de mención, de modo que no existía competencia por ellos, contrariamente a la rivalidad entre Gulg y Nibenay por los bosques de agafari de las Montañas Barrera. En resumen, Paraje Salado no tenía nada en absoluto que la encomendara a nadie, salvo algo por lo que tanto humanos como semihumanos siempre se han tomado muchas molestias: una salvaje, festiva y desenfrenada atmósfera de diversión continua y sensaciones baratas.

El pueblo lo habían fundado esclavos fugitivos como un simple poblado miserable de cabañas desvencijadas y construcciones de adobe, pero había cambiado mucho desde entonces. No era una población grande; sin embargo, la calle mayor estaba atestada de teatros, casas de juego y comidas, tabernas, hoteles, lupanares y recintos de lucha, y ninguno de los locales cerraba jamás. Con los años, otras edificaciones habían surgido alrededor de la calle Mayor, en su mayoría residencias para los aldeanos y tiendas pequeñas que vendían todo lo imaginable, desde armas a talismanes mágicos. Se podía adquirir un frasco de veneno letal o un filtro de amor, o algo tan inocente y decorativo como una vasija de barro o una escultura. En Paraje Salado se podía conseguir casi todo... por un precio.

La forma más corriente de llegar a Paraje Salado era desde la ciudad de Gulg. No existía una ruta de caravanas establecida que atravesara las Llanuras de Marfil, pero periódicamente individuos emprendedores organizaban, a cambio de unos honorarios, pequeños grupos o caravanas que trasladaban viajeros por la planicie y a través del desfiladero Mekillot hasta Paraje Salado. Estas pequeñas caravanas informales no resultaban una gran tentación para los forajidos, puesto que no transportaban una gran cantidad de mercancías. Pero para evitar ser emboscados por culpa del dinero que llevaban encima los viajeros, se pagaba un tributo a los bandidos, que se reflejaba en los honorarios que se cobraban a los clientes.

Otra forma de llegar al poblado era desde Ledópolus del Norte, el poblado enano situado al sudoeste, en la orilla norte del estuario de la Lengua Bífida. Pequeñas caravanas realizaban viajes regulares a Paraje Salado desde Ledópolus del Norte; seguían una ruta nordeste a lo largo de los límites meridionales de las Llanuras de Marfil, donde éstas se encontraban con el desierto de arena situado al sur de las cuencas interiores de cieno. Rodeando las cuencas, esas pequeñas caravanas evitaban en muchos kilómetros el campamento de los bandidos y seguían un itinerario paralelo a la cordillera de las Montañas Mekillot para luego dirigirse directamente hacia el norte a través de un pequeño tramo de las Llanuras de Marfil.

El viajero prudente pagaba por un trayecto de ida y vuelta por adelantado, ya que no era en absoluto extraño que los pasajeros llegaran a Paraje Salado con las bolsas llenas y se vieran luego obligados a irse con las bolsas bien vacías; al menos, aquellos que habían pagado el billete de vuelta por adelantado se podían marchar. El resto no tenían mucho dónde elegir: podían pagarse el billete de vuelta trabajando como sirvientes para sus guías, que aprovechaban la situación para sacar el máximo rendimiento de estos desgraciados, o bien, si los guías no necesitaban criados —y no había escasez de solicitudes– se veían obligados a permanecer en el pueblo y buscar algún tipo de empleo. No obstante, la mayor parte de los empleos buenos la desempeñaban ya los residentes permanentes, o aquellos que con el tiempo se habían convertido en residentes permanentes porque no podían permitirse el viaje de vuelta y habían conseguido, despacio y con mucho esfuerzo, mejorar su situación. Lo que quedaba eran sucias tareas domésticas, u otras de índole peligrosa, como luchar en los recintos dedicados a tal fin o emplearse para ayudar a mantener el orden en una taberna. Tales trabajos, a menudo, tenían un índice de mortalidad muy elevado, en especial en un lugar tan falto de principios como Paraje Salado.

De este modo, la población del lugar había ido creciendo poco a poco con los años. Algunos venían en busca de diversiones y se divertían. Otros eran esclavos huidos de su situación y que habían sido bien recibidos en una ciudad predispuesta a aceptarlos. Había, también, criminales que necesitaban refugiarse de las autoridades; pero encontrar asilo en Paraje Salado era un arma de dos filos porque se trataba de uno de los primeros sitios donde buscaban los cazadores de recompensas. Abundaban, además, artistas de diversa índole: o bien se habían cansado de tener que luchar para conseguir un mecenas en las ciudades, o bien optaban por la libertad de expresión en un lugar donde no había ni reyes-hechiceros ni templarios a quienes pudieran ofender.

Con frecuencia, había más gente en la población de la que podían alojar hoteles y posadas, y para cubrir esa necesidad habían surgido campamentos temporales en las afueras. Éstos facilitaban alojamiento barato, si bien no muy cómodo ni higiénico, y por lo general estaban llenos, aunque siempre era posible introducir uno o dos cuerpos más dentro de una tienda. En los campamentos, el orden lo mantenían, más o menos, guardas mercenarios contratados por los jefes de acampada frecuentemente entre aquellos que se encontraban con las bolsas vacías y la imposibilidad de regresar a casa. También estos empleos tenían, a menudo, un índice muy alto de mortalidad.

Paraje Salado era una ciudad muy tolerante, pero nada indulgente con los que no podían satisfacer sus propias necesidades. Xaynon había decretado que no se permitirían mendigos en la ciudad, ya que eran una plaga para los pobladores. Cuando el número creció tanto que llegó prácticamente a atascar las calles, Xaynon estableció la ley de vagos y maleantes, una de las pocas leyes que se imponían formalmente en el pueblo. Si se encontraba a un mendigo en la ciudad, se le daba a elegir: podía aceptar un odre de agua gratis y empezar a andar por el desierto, o encontrar un empleo —cualquier clase de empleo– en un plazo de veinticuatro horas. Si no lo conseguía, se le contrataba para incorporarse a los equipos de trabajo, que realizaban cualquier tarea que el consejo de la ciudad considerara necesaria. Esto podía implicar ser asignado al destacamento de saneamiento para mantener las calles del pueblo limpias y atractivas, o trabajar en los pelotones de construcción para construir o conservar edificios. Como resultado, Paraje Salado era una ciudad que estaba siempre limpia, y la basura se recogía permanentemente. Sus edificios, si bien no eran grandes ni lujosos, se encontraban en todo momento en buen estado y recibían regularmente un enlucido y un encalado. Las fábricas de ladrillos jamás sufrían de escasez de trabajadores: las calles se pavimentaban de continuo con los ladrillos de color rojo oscuro secados al sol que aquéllas producían. Había, incluso, jardines a lo largo de la calle Mayor; los cuidaban y regaban con regularidad trabajadores que acarreaban barriles desde los manantiales de las laderas situadas al norte de la población.

De este modo, un vagabundo disfrutaba de un empleo constructivo en la ciudad, amén de una tienda en la que dormir y dos comidas completas al día, hasta el momento en que conseguía un empleo. Se le otorgaba generosamente un poco de tiempo al final de cada jornada para que lo buscase. Si tenía la suerte de encontrar trabajo remunerado y ahorrar el dinero suficiente para pagarse un billete de vuelta a casa, generalmente se iba para no volver jamás. Esto le venía muy bien al consejo de la ciudad; los visitantes eran bien recibidos, pero podían prescindir de aquellos que resultaban financieramente irresponsables y se convertían en una carga para la comunidad.

De este modo, la población crecía, lentamente, un poco más cada año. Todavía era considerado un pueblo, pero en realidad se trataba más bien de una ciudad pequeña. Algún día, Xaynon esperaba que Paraje Salado se convirtiera en una urbe, una urbe que a lo mejor llevaría su nombre, algo muy apropiado teniendo en cuenta su visionaria jefatura. No sabía si viviría para verlo, aunque las probabilidades estaban claramente a su favor, ya que el crecimiento aumentaba de modo significativo cada año. Pero lo que deseaba era guiar su curso y dejarlo como su legado. Y, sin lugar a dudas, sería todo un legado para un antiguo esclavo que se había convertido en gladiador, luchado en la arena, había ganado su libertad y había dirigido el desarrollo de un pequeño villorrio miserable hasta convertirlo en un atractivo y bien organizado oasis de diversión en medio del desierto.

Sorak, Ryana y Valsavis atravesaron las puertas de Paraje Salado y penetraron en la calle mayor, que recorría de punta a punta la población. Traspasada la entrada, resultaba todo un panorama, más atractivo aun de lo que el pueblo parecía visto desde las laderas de las estribaciones.

Ante ellos se extendía una calle amplia, pavimentada con ladrillo rojo y bordeada de edificios de adobe recién encalados, de dos o tres pisos de altura. Cada casa tenía su azotea, y también un pasillo cubierto en la parte delantera, sostenido por columnas y con un techo de tejas redondeadas de cerámica roja superpuestas. Cada arcada estaba decorada con un reborde de baldosas vidriadas en diferentes dibujos y colores, al igual que las ventanas. La mayoría de los edificios de la calle Mayor lucía balcones cubiertos en los que la gente podía sentarse a la sombra. A lo largo de la calle y en su centro había jardineras cuadradas y elevadas, construidas en ladrillo de adobe enlucido, que contenían frondosos árboles de agafari o de pagafa, a cuya sombra se habían colocado varias plantas carnosas del desierto, flores silvestres y cactos. Alrededor de estas jardineras, los comerciantes habían instalado puestos cubiertos con toldos de tela multicolores, donde se podía adquirir comida, bebida, ropas, joyas y muchos otros artículos.

La calle Mayor estaba atestada de peatones; no era muy larga y se podía recorrer de un extremo al otro en media hora más o menos. Varias calles y callejones laterales partían de la arteria principal hacia ambos lados; allí se apiñaba el resto de los edificios de la población. Paraje Salado crecía hacia fuera, con calles laterales saliendo del centro como los radios de una rueda.

—¡Vaya, es una belleza! —exclamó Ryana mirando a su alrededor—. Había imaginado un pueblecito corriente, parecido a cualquier otro, ¡pero esto es como la finca de un aristócrata!

—La gente viene a Paraje Salado y se deja su dinero —comentó Valsavis—. Xaynon saca partido de él. La mayoría de los viajeros que llega por vez primera al pueblo recibe tu misma impresión. Pero las primeras impresiones, a menudo, pueden resultar engañosas.

—¿Cómo es eso? —inquirió Sorak.

—Tal y como ha dicho la sacerdotisa, durante el día Paraje Salado se parece a la finca de un aristócrata adinerado, bien cuidada y acogedora; sin embargo, cuando anochece, su personalidad cambia drásticamente, como pronto podréis comprobar. Te sugiero que no pierdas de vista tu bolsa y mantengas una mano cerca de la espada.

—Ésa es una buena filosofía, que se debe seguir siempre, allí donde uno se encuentre —repuso Sorak.

—En ese caso, practícala aquí especialmente —indicó el mercenario—. Y cuidado con las tentaciones porque en este lugar las encontrarás de todas las clases imaginables. Paraje Salado te dará la bienvenida con los brazos abiertos en tanto tengas mucho dinero que gastar. Pero cuando lo hayas gastado o perdido todo, el sitio ya no te resultará tan acogedor.

—No tenemos dinero ahora —objetó él.

—Esa situación se remediará enseguida. Venderemos estos kanks en el primer establo que encontremos, y puesto que son soldados, sin duda, obtendremos un buen precio. Luego nos desprenderemos de las armas que nuestros amigos los forajidos tan amablemente nos han facilitado, y también de los pertrechos y de la caza que llevaban al campamento. Imagino que con esto llenaremos nuestras bolsas lo bastante como para pasar sin penalidades unos cuantos días, si no lo despilfarramos.

—¿Dijiste que había casas de juego aquí? —inquirió el elfling.

—Un edificio de cada dos en esta calle es una taberna o una casa de juego —resopló Valsavis—. Y puedes estar seguro de que cada taberna ofrece al menos uno o dos juegos. Pero creía que habíais venido aquí a predicar la causa protectora y no a jugar.

—No se obtienen muchos conversos predicando a una multitud hoy en día —explicó el elfling–; en especial, en un lugar como éste, donde los apetitos estarán sin duda ahítos y la gente puede perder el interés con facilidad. Prefiero influir en individuos, así puedo hablarles uno a uno y ver sus ojos.

—¿Y esperas hacer esto en una casa de juego? —preguntó Valsavis—. Buena suerte.

—Existe más de un modo de ganar gente para la causa —dijo Sorak—. Y a veces ayuda el conseguir primero algo de dinero. Las personas siempre escuchan con atención a los ganadores.

—Haz lo que quieras —repuso el mercenario—. Vine aquí por la diversión, y con toda seguridad, resultará muy entretenido observarte en las mesas de juego. Limítate a recordar esto: no hago préstamos.

—Prometo no pedirlos. Además, no carezco por completo de experiencia en el juego. En una ocasión, trabajé en una casa de juego en Tyr.

—¿De verdad? —dijo Valsavis mientras conducía la reata de kanks a los establos situados junto a las murallas que rodeaban la población—. Viví en Tyr en una época y serví en la guardia de la ciudad. ¿En qué casa trabajaste?

—En La Araña de Cristal.

—¡Humm! —repuso el mercenario—. No la conozco. Debió de abrirse después de que abandonara la ciudad. Claro que eso fue hace mucho tiempo.

Vendieron los kanks, y Valsavis negoció un buen precio. El encargado del establo se sintió intimidado por su comportamiento y aspecto, y no intentó estafarlos. El regateo resultó extraordinariamente breve. Acto seguido, se deshicieron del resto de las mercancías de los bandidos del mismo modo y repartieron las ganancias. Cuando terminaron las transacciones, era ya bien entrada la tarde.

—Bueno, será mejor que nos ocupemos de obtener alojamiento para pasar la noche —comentó Valsavis—. No sé qué pensáis hacer vosotros, pero yo prefiero pasarla con comodidad después del largo y polvoriento viaje. No obstante, en este pueblo, existen diferentes categorías de confortabilidad, aunque, desde luego, todo depende de lo mucho que se esté dispuesto a pagar.

—¿Cuánto piensas gastar tú? —inquirió Sorak.

–Lo suficiente para obtener una cama mullida, un baño caliente y una mujer hermosa, con unas manos fuertes y hábiles, que alivien el dolor de mis viejos y cansados músculos.

—Entonces nosotros haremos lo mismo —repuso el elfling.

—Excepto por la mujer hermosa, con manos fuertes y hábiles —intervino Ryana dirigiéndole una mirada maliciosa.

—Pero si ya tengo una —replicó Sorak, y enarcó las cejas al tiempo que le devolvía una rápida mirada.

Recorrieron la calle Mayor hasta que Valsavis encontró un lugar que le gustó. Era un establecimiento llamado El Oasis, y al atravesar la arcada de acceso, en un jardín bien cuidado de arena rastrillada, se encontraban plantas de desierto y flores silvestres, con un sendero enlosado que lo atravesaba y finalizaba frente a la doble puerta principal profusamente tallada. Un portero permitió que entraran, y penetraron en un amplio vestíbulo de azulejos con un techo alto de nervaduras aceitadas de cacto y gruesas vigas de madera. Había un pequeño estanque en el centro de la estancia; estaba rodeado de plantas colocadas en un jardín de arena que había sido diseñado para crear la ilusión de un oasis en miniatura en medio del desierto. Una terraza abierta circundaba el vestíbulo en el segundo piso y conducía a las habitaciones de las dos alas del edificio; también se veían pasillos que salían a derecha e izquierda del mismo vestíbulo.

Cogieron dos habitaciones. Valsavis se quedó con la más cara que había, en cambio Sorak y Ryana se contentaron con otra algo más barata, que estaba en el primer piso. Valsavis tenía su habitación arriba, en la segunda planta. Si le molestaba esta separación, que dificultaba la vigilancia de ambos jóvenes, no lo demostró.

—Yo, al menos, voy a disfrutar de un largo baño y un masaje —anunció—. Y luego me ocuparé de la cena. ¿Qué planes tenéis vosotros?

—Creo que descansaremos del viaje —respondió el elfling.

—Y la idea de un baño suena fantástica —añadió Ryana.

–¿Os gustaría acompañarme para cenar? —sugirió Valsavis—. Y luego, quizá, podríamos visitar algunas de las casas de juego.

—¿Por qué no? —asintió Sorak—. ¿A qué hora nos encontramos?

—No hay motivo para correr —repuso el mercenario—. Tomaos vuestro tiempo. Paraje Salado nunca cierra. ¿Por qué no nos encontramos en el vestíbulo cuando se ponga el sol?

—Al ponerse el sol, entonces —dijo Sorak.

Se separaron para dirigirse cada cual a su habitación. La de Sorak y Ryana estaba pavimentada con baldosas de cerámica roja y tenía una gran ventana abovedada que daba al jardín. Disponía de dos camas cómodas y grandes, con floridas cabeceras talladas en madera de agafari, y mobiliario acolchado, creado por expertos artesanos a partir de madera de pagafa con incrustaciones de madera de agafari a modo de contraste. Una alfombra tejida cubría el suelo, y la habitación se iluminaba con braseros y lámparas de aceite. El techo era de tablas, atravesado por vigas de madera. Resultaba una habitación digna de un aristócrata. Los baños estaban situados en la planta baja, en la parte posterior del edificio, y tras dejar sus capas y alforjas en la habitación, bajaron a bañarse. Se llevaron las armas con ellos; ni Sorak ni Ryana estaban dispuestos a dejarlas sin vigilancia.

Los cavernosos baños se calentaban mediante hogueras situadas bajo el suelo, y resultaba maravilloso remojarse en ellos en medio de las nubes de vapor que surgían del agua. En un planeta desértico, donde el agua era tan escasa y valiosa, éste era un lujo inimaginable y una de las principales razones de que las habitaciones fueran tan caras. Era la primera vez desde que habían abandonado la gruta de las Planicies Pedregosas que tenían oportunidad de quitarse a fondo el polvo del camino. No vieron a Valsavis, pero había aposentos privados situados al final de los baños, a los que se accedía a través de pequeñas arcadas, donde aquellos clientes que habían pagado por las mejores habitaciones podían disfrutar de un servicio de mayor categoría, con hermosas jóvenes desnudas para frotarles la espalda, lavarles los cabellos y realizar otros servicios que el cliente pudiera tener en mente, a cambio de un pago adicional, claro está.

—¡Qué bien! —dijo Ryana alborozada mientras se recostaba sobre el escalón de baldosas con el agua hasta el cuello—. Podría acostumbrarme a esta vida.

—Yo prefiero mucho más bañarme en las frías y estimulantes aguas de un manantial del desierto o un arroyo de las montañas —repuso Sorak con una mueca—. Es antinatural bañarse en agua caliente.

—Tal vez —replicó ella—, pero ¡me encuentro tan a gusto!

Sorak lanzó un bufido.

—Toda esta agua —dijo– es traída hasta aquí mediante acueductos y calentada por hogueras encendidas en el subsuelo... Incluso en las ciudades más importantes, la mayoría de la gente tiene que lavarse con cubos de agua procedente de los pozos públicos y que transportan hasta sus casas. —Meneó la cabeza—. Me siento como un aristócrata mimado y decadente, y debo decir que no me gusta nada esa sensación.

—Relájate y disfruta, Sorak —aconsejó ella—. Hemos pagado muy caro este privilegio. Y después de cómo me trataron esos miserables bandidos mal nacidos, me encanta pensar que la venta de sus mercancías y propiedades ha servido para todo esto.

—No hemos venido aquí a disfrutar de baños calientes y aposentos dignos de un templario —objetó el elfling—. Hemos venido a buscar al Silencioso.

—Ya habrá tiempo para ello —repuso Ryana.

—¿Con Valsavis viniendo detrás de nosotros?

—¿Qué importa eso? No tiene motivos para impedirnos encontrar al Silencioso. Si no es más que un mercenario que ha venido a divertirse, como afirma, entonces no le importará lo que hagamos; pero si es un agente del Rey Espectro, redundará en su propio beneficio que encontremos al druida, porque, como tú mismo has indicado, querrá seguirnos para que lo conduzcamos hasta el Sabio.

—Siento curiosidad por ver qué hará cuando descubra que nos dirigimos a Bodach —dijo Sorak.

—Si se ofrece a acompañarnos, entonces tendremos aún más razones para recelar de sus motivos —respondió ella encogiéndose de hombros.

—En efecto, pero eso seguirá sin demostrar nada de modo concluyente. Podría sencillamente sentirse tentado por el tesoro de la antigua ciudad.

—Tal y como dijiste la otra vez —replicó Ryana—, no hay nada que podamos hacer con respecto a Valsavis por el momento. Y es posible que sospechemos de él injustamente. Tendremos que limitarnos a esperar y ver qué es lo que hace.

—Sí, pero no me gusta no saber —protestó Sorak.

—Tampoco a mí, sin embargo, preocuparse por ello no cambiará nada. Intenta relajarte y disfrutar. No tendremos una oportunidad parecida en mucho tiempo, si es que la tenemos.

Se recostó en el agua y suspiró profundamente con serena satisfacción. Sorak, en cambio, siguió con la mirada fija en las arcadas del fondo mientras se preguntaba qué pensaría realmente Valsavis.

Valsavis estaba tumbado, desnudo sobre su estómago, encima de gruesas toallas extendidas sobre una mesa de madera y dos hermosas jóvenes daban masaje a su espalda y piernas. Eran expertas en su oficio, y resultaba muy agradable tener aquellos fuertes dedos explorando en profundidad los músculos y aliviando el malestar y la tensión. Sabía que estaba en unas condiciones magníficas para un hombre de su edad —de cualquier edad, más bien—, pero a pesar de ello no era inmune a los efectos del tiempo. Ya no era tan flexible como antes, y en sus músculos se formaban ahora nudos de tensión con mucha más frecuencia que cuando era más joven.

«Me estoy volviendo demasiado viejo para este oficio —pensaba–: demasiado viejo para andar corriendo por el desierto y demasiado viejo para dormir sobre el duro suelo; estoy demasiado cansado para seguir jugando a intrigas.» No había esperado tropezarse con el elfling y la sacerdotisa como lo había hecho. Su plan inicial había sido seguirlos, a distancia, y luego, añadir un poco de salsa a la caza, dejar que descubrieran que los seguía a fin de ver qué intentaban para deshacerse de él. Sin embargo, se le había presentado una oportunidad mucho más interesante, y no había dudado en aprovecharla.

Cuando encontró al elfling caído en el suelo con una saeta en la espalda, temió que estuviera muerto. No se veía ni rastro de la sacerdotisa, aunque no fue difícil adivinar lo que debía de haber sucedido. Un rápido examen del suelo en las proximidades confirmó de inmediato su suposición. Los dos protectores habían sido víctimas de una emboscada, y se habían llevado a la sacerdotisa. Todo podría haber terminado allí, de esa manera; pero por suerte el elfling no estaba muerto. Cuando se dio cuenta, Valsavis cambió rápidamente sus planes.

¿Por qué no unirse a ellos? Ayudar al joven a seguir a los que lo habían emboscado y a rescatar a la muchacha. Eso los pondría en deuda con él y facilitaría que confiaran en su persona. Frunció el entrecejo pensativo mientras una de las jóvenes empezaba a trabajar en sus fornidos brazos y la otra daba masaje a sus pies. Tal vez había conseguido unirse a ellos, pero no estaba tan seguro de haber ganado su confianza.

La noche que habían dormido en el campamento de los bandidos muertos, los jóvenes se habían quedado despiertos mucho rato junto al fuego hablando en voz baja, y él había notado cómo le observaban fijamente. Había aguzado el oído para escuchar lo que decían, pero sus voces eran demasiado quedas. A pesar de eso, había estudiado a la gente durante tanto tiempo y tan bien que no se le escapaban ciertas indicaciones en el modo de actuar.

Por ahora, se sentía razonablemente seguro de que sospechaban de él. No había hecho nada para delatarse, pero se dio cuenta cuando el elfling intentó sondear sus pensamientos. Había notado, al principio, como si alguien tirara con gran suavidad de un hilo dentro de su mente. Era todavía joven cuando descubrió que era inmune a las sondas paranormales; ni siquiera el Rey Espectro podía hacerlo, y lo había intentado, sin éxito, en varias ocasiones. Claro está que cuando Nibenay lo había probado, no había sido comedido, y el rey dragón era poderoso. Valsavis recordaba bien cómo la experiencia le había dejado la cabeza dolorida durante horas. Quizá fuera ésa una de las razones por las que Nibenay lo utilizaba; ni siquiera un maestro en las artes paranormales podía leer su pensamiento. El mercenario no tenía ni idea de por qué eso era así, pero se sentía agradecido por ello; no le gustaba la idea de que nadie pudiera saber lo que pensaba. Aquella clase de cosas daba una gran ventaja al enemigo.

De todos modos, no había esperado aquel esfuerzo por parte del elfling y lo sorprendió. Aunque el Rey Espectro le había advertido que el joven era un maestro del Sendero, aquello no había preocupado demasiado a Valsavis. Ya se había enfrentado a gente así en otras ocasiones. A menudo resultaban formidables, pero no invulnerables, y vencerlos era siempre un desafío fascinante.

Sin embargo, cuando el elfling intentó por primera vez sondear su mente, Valsavis pensó que no sería muy diferente de las veces en que otros habían intentado lo mismo, pero se equivocó.

La primera intentona le pareció el ya familiar y débil tirón a un imaginario hilo dentro de su cerebro y evitó cuidadosamente demostrar cualquier reacción porque no deseaba que el elfling supiera que él se daba cuenta. Pero el segundo tirón resultó mucho más fuerte, tan fuerte como cuando Nibenay, en ocasiones, lo había intentado, y Nibenay era un rey-hechicero. Aquello sorprendió a Valsavis y le costó disimular esa sorpresa. Luego habían seguido otros intentos más, cada uno más enérgico que el anterior, hasta que le pareció como si alguien intentara extraerle el cerebro de la cabeza. Por vez primera en su vida, Valsavis no estuvo seguro de resistir.

No tenía ni idea de la naturaleza de su aparente inmunidad, y por lo tanto no había modo de que pudiera controlarla. No era algo que hiciera de forma consciente; respondía simplemente tal y como él era. Pero nunca antes se había encontrado con algo parecido a los intentos del elfling por derribar las defensas naturales de su cerebro y había necesitado realizar un supremo esfuerzo de voluntad para evitar una manifiesta reacción física. Le había dolido; había sentido un dolor insoportable durante gran parte del día siguiente, y sólo ahora había desaparecido por completo el malestar.

La fuerza de voluntad del elfling era increíblemente poderosa, mucho más de lo que él le había atribuido, más fuerte de lo que habría imaginado. Ni el Rey Espectro había intentado sondearlo con tanta fuerza. Resultaba sorprendente. No era extraño, pues, que Nibenay lo temiese y que hubiera sacado del retiro al mejor de sus asesinos para que se ocupara de él. Las sondas habían fracasado, no obstante, y Valsavis no creía que el elfling volviera a intentarlo; lo que era una suerte, ya que no deseaba repetir la experiencia. Había sido difícil acabar el día sin revelar su malestar; en el pasado, había recibido golpes de bastón en la cabeza que le dolieron menos. Resultaba de lo más inquietante.

Las repetidas sondas, por otra parte, significaban también que el elfling no confiaba en él. Nadie intentaba abrirse paso en el interior del cerebro de otro si no recelaba. La pregunta era: con exactitud, ¿qué sospechaba el elfling? ¿Desconfiaba simplemente porque se había encontrado con un desconocido en el desierto que le había ofrecido su ayuda sin un motivo aparente? Desde luego, no era ilógico por parte de Sorak temer que él pudiera tener motivaciones ocultas, pero ¿conocía cuáles eran esos motivos?

Valsavis tenía que admitir tal posibilidad. El elfling no era estúpido. Tampoco, bien mirado, lo era la sacerdotisa. Sorak se había dado cuenta de lo buen rastreador que era. «A lo mejor, eso ha sido un error», se dijo Valsavis. Debería haber permitido que fuera el joven quien localizara a los forajidos, pero había revelado el alcance de sus habilidades al decirle cuántos bandidos eran. Eso había sido una estupidez, un deseo de presumir. Debió resistir la tentación, pero sencillamente se le escapó. Ahora su adversario sabía que era un rastreador experimentado, y eso significaba que Sorak comprendía que ciertamente habría podido seguirlos desde Nibenay, a través de las Llanuras de Marfil.

«Sospechan —pensaba—, pero no saben.» Y contrariamente él no actuaría por una simple sospecha. Si él recelara de alguien que viajara a su lado en el sentido de que podría ser un enemigo, no habría tenido escrúpulos en cortarle el cuello mientras dormía, sólo por asegurarse. Sorak y Ryana, en cambio, eran protectores declarados, seguidores de la Disciplina del Druida, y eso entrañaba que poseían escrúpulos, que apoyaban un sentido de la moral que no iba con él, un sentido ético que le proporcionaba una clara ventaja.

Resultaría fascinante representar el papel hasta el final y contemplar cómo lo observaban, cómo se mantenían a la espera de que cometiera algún desliz que lo delatara; sólo que él no cometería tal desliz. Mientras les corroía la incertidumbre, él dormiría profundamente en su presencia, sabedor de que podía darles la espalda con toda tranquilidad porque eran protectores y no intentarían hacerle daño sin un motivo patente y justificable. Incluso ahora, sin duda, se estarían haciendo preguntas sobre él, estarían hablando de él, intentando decidir qué harían si optaba por no quedarse en Paraje Salado y se ofrecía para acompañarlos cuando partieran en dirección a Bodach.

Ya había resuelto qué haría a ese respecto. Se pegaría a ellos con la tenacidad de la araña del cacto, los seguiría allí donde fueran en Paraje Salado con la simple excusa de que le preocupaba la seguridad de sus compañeros de viaje. No protestarían, ya que hacerlo implicaría tener que explicar por qué no lo querían con ellos, y aún tenían sus dudas sobre él, dudas suficientes como para pensar que podría ser exactamente lo que afirmaba ser. Y cuando partieran hacia Bodach, los acompañaría, afirmando que sería una locura que rechazaran su ayuda en un lugar como aquél, y que le debían al menos eso por haber ido en su auxilio. Insistiría en que le debían una oportunidad para encontrar el legendario tesoro, para que un viejo veterano, que no tardaría en retirarse para pasar sus últimos años en soledad sin otra cosa que sus recuerdos, pudiera disfrutar de una última y gloriosa aventura.

Era posible que no lo creyeran, pero no podrían estar seguros de que no les decía la verdad. Con todo, podían rechazarle, aunque lo dudaba; al fin y al cabo, necesitarían toda la ayuda que pudieran conseguir en la ciudad de los no muertos, tanto si él era un agente del Rey Espectro como si no, e indudablemente comprenderían que no había modo de impedir que los siguiera... a no ser que lo mataran, claro está, y su protector sentido de la moral no permitiría esa posibilidad.

Sonrió. «Sí —se dijo—, va a resultar muy divertido.» Sería un colofón apropiado a su carrera. Cuando todo hubiera terminado, el Rey Espectro demostraría su gratitud y lo recompensaría en abundancia; su mayor enemigo habría sido eliminado, y Nibenay sería incluso tan generoso que le dejaría escoger su trofeo entre el harén de templarias. Podría ser tan desprendido que le ofreciera un premio extra, y si no lo hacía, Valsavis no dudaría en solicitarlo.

Ya sabía lo que pediría. Demandaría del rey dragón un conjuro que le devolviera la juventud. Tenía ya gran cantidad de dinero escondido, dinero que había ganado al servicio del Rey Espectro, dinero que nunca había necesitado gastar porque había vivido con sencillez y sobriedad. Se trataba de una suma que había ido ahorrando con mucho cuidado para cuando fuera viejo, para cuando le fallase la salud y. ya no pudiera cuidar de sí mismo. Por otra parte, si recuperaba la juventud, podría utilizar ese dinero para llevar una clase de vida muy distinta. Podría regresar a Paraje Salado e instalarse, comprar tal vez una posada o construir una casa de juego, que produciría, con los años, fondos más que suficientes para que pudiera gozar de su segunda tercera edad. Y entretanto, disfrutaría de la vida y haría todo lo que quisiera. Era una fantasía agradable, que además no estaba en absoluto fuera de su alcance.

Las dos jóvenes estaban terminando ya el masaje, y el contacto de sus manos era ahora más ligero y suave, más parecido a caricias. Intentaban colocarlo en un estado de ánimo receptivo a otros servicios de una naturaleza más íntima. «¿Y por qué no?», se dijo. Hacía mucho tiempo que no se divertía con una mujer, y aún más que no lo hacía con dos al mismo tiempo. El elfling y la sacerdotisa esperarían. Ya habían acordado reunirse con él para cenar y pasar una noche de diversión en el pueblo. Además, se había ocupado de sobornar al recepcionista para que le informara si intentaban ir a cualquier parte sin él. Suspiró profundamente y se volvió sobre la espalda, y las dos jóvenes sonrieron y empezaron a acariciar su pecho, descendiendo poco a poco. Justo en ese momento empezó a sentir un hormigueo en la mano.

—Dejadme —ordenó al instante.

Ellas empezaron a protestar, pero él insistió:

—Dejadme, he dicho. Quiero tener unos instantes para estar solo y descansar. No os preocupéis, os llamaré cuando os necesite.

Con la confianza de que no se las despedía sumariamente, las dos muchachas salieron de la habitación, y Valsavis alzó la mano hasta el rostro. El ojo del anillo se abrió.

¿Qué progresos has realizado?, inquirió el Rey Espectro.

—Muchos —respondió él en voz alta—. Me he unido al elfling y a la sacerdotisa como compañero de viaje. Los atacaron unos forajidos, y tuve la oportunidad de ir en su ayuda. Ahora estamos en Paraje Salado todos juntos y, dentro de una hora, iremos a cenar.

¿Y no sospechan nada?, quiso saber el monarca. ¿No tienen ni idea de quién eres en realidad?

—Es posible que sospechen, pero no están seguros —respondió Valsavis—. Y eso hace la situación aún más interesante.

¿Han intentado ponerse en contacto con el Silencioso?

—Aún no, pero no dudo de que lo intentarán pronto. A lo mejor, incluso esta noche.

No dejes que se te escabullan, advirtió Nibenay. No debes perderlos, Valsavis.

—No los perderé, mi señor. Podéis contar con ello. En realidad, tengo la intención de acompañarlos hasta Bodach.

¿Qué? ¿Quieres decir viajar con ellos?

—¿Por qué no? Todo el mundo ha oído hablar del legendario tesoro de la ciudad. ¿Por qué no habría éste de tentar a un mercenario como yo, que no tiene ningún proyecto inmediato?

Ten cuidado. Estás jugando a un juego peligroso, Valsavis, replicó el Rey Espectro.

—Me divierten los juegos peligrosos, mi señor.

¡No te insolentes conmigo, Valsavis! No te envié para que te divirtieras, sino para que siguieras al elfling hasta su señor.

—Eso es precisamente lo que hago, mi señor. Y debéis admitir que es muchísimo más fácil seguir a alguien con quien viajas.

Procura no volverte demasiado confiado, Valsavis. El elfling es mucho más peligroso de lo que crees. No es una persona con la que se pueda jugar o a la que puedas subestimar.

—Ya he averiguado eso, mi señor.

Recuerda el Peto de Argentum, repuso el Rey Espectro. No hay que permitir que caiga en sus manos.

—No lo he olvidado, mi señor. Tened por seguro que si llega a encontrarlo antes que yo no lo conservará durante mucho tiempo. Jamás os he fallado, ¿no es así?

Siempre existe una primera vez para todo, contestó Nibenay. Procura que ésta no sea tu primera vez, Valsavis. Si lo es, te prometo que no sobrevivirás a ella.

El dorado párpado se cerró.

—¡Eh, chicas! —gritó el mercenario.

Las dos muchachas volvieron a penetrar a toda prisa en el pequeño aposento privado ataviadas tan sólo con sus sonrisas.

—Ya estoy listo para vosotras —indicó él.

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