1

La puerta del aposento del rey dragón se abrió de par en par con un chirrido siniestro, y Valsavis comentó al entrar:

—Vuestras bisagras necesitan un engrasado.

El Rey Espectro se volvió hacia él despacio, contemplándolo con una mirada fija, que Valsavis devolvió impávido. Había envejecido, pensó Nibenay, pero parecía tan en forma como siempre; aún se movía con el paso ágil de un felino, y también seguía manifestando la misma fastidiosa insolencia. Incluso las templarias del Rey Espectro se estremecían ante Nibenay y les costaba sostenerle la mirada; sin embargo, eso no sucedía con Valsavis. Su comportamiento mostraba una irritante carencia de respeto y una total ausencia de temor.

—Te envié a buscar... —El rey dragón empezó, pero luego se detuvo, respirando fatigosamente, al sentir cómo una oleada de incandescente dolor le recorría todo el cuerpo. El dolor era particularmente fuerte esa mañana—. Acércate más.

Valsavis se aproximó sin vacilar y se colocó dentro del haz de luz solar que penetraba por la ventana de la torre.

—Has envejecido mucho, Valsavis.

—Y vos os habéis vuelto bastante más feo, mi señor.

El Rey Espectro siseó enojado, y su cola se agitó.

—¡No pongas a prueba mi paciencia, Valsavis! Sé que no temes a la muerte; pero hay destinos peores que pueden acontecerle a un hombre.

—Y estoy seguro de que los conocéis muy bien, mi señor —respondió él con tranquilidad, dejando al monarca con la duda de si lo había dicho con un doble sentido—. Veela dijo que me necesitabais.

—Yo no necesito a nadie —replicó el Rey Espectro profundamente irritado—. Pero hay un asunto que deseo solucionar. Afecta a un vagabundo procedente de las Montañas Resonantes.

—Sorak, el elfling, ya lo sé..., y su fulana villichi —dijo Valsavis—. He oído hablar de ellos. —Antes de ir al palacio, primero se había detenido en varias tabernas frecuentadas por conocidos confidentes, y, con la información que ya había obtenido de Veela, no le fue difícil juntar la mayoría de las piezas de la historia y separar lo probable de lo improbable—. Al parecer vinieron desde Tyr, a través de las tierras yermas y las Montañas Barrera, para provocar ciertos problemas a un pretendiente de una de tu prole. Tengo entendido que resultó fatal para el pretendiente, y que la chica en cuestión se ha pasado a la Alianza del Velo.

—Tus fuentes de información no se equivocan, como siempre —respondió el Rey Espectro—, aunque no es el desliz de una hija rebelde lo que me preocupa ahora. Es el mito elfo.

–¿Ese que dice que es el rey predestinado de todos los elfos? —inquirió el otro divertido—. Se dice que empuña la espada de los antiguos reyes elfos... Galdra, creo que se llama. Un vagabundo desconocido y una espada legendaria. ¿Qué mejor alimento para un juglar? Elimina a unos cuantos de vuestros lentos gigantes, y bardos borrachos lo convierten en el héroe del momento. ¿Sin duda no daréis crédito a tales tonterías?

–No es ninguna tontería —respondió Nibenay—. Galdra existe, pero parece que has oído la versión degenerada del mito. El poseedor de Galdra no es el Rey de los Elfos, según la profecía, sino la Corona de los Elfos. Por lo tanto, si la leyenda es cierta, él no es un rey, sino un entronizador de reyes.

—¿Lo mato para vos, en ese caso?

—No —repuso el monarca con firmeza—. Aún no. Primero encuentra para mí al rey que este Nómada debería coronar. La corona te conducirá hasta el rey.

—¿Por qué os preocupáis por un rey elfo? —Valsavis frunció el entrecejo—. Los elfos son tribales; ni siquiera desean un soberano.

—La Corona de los Elfos, según la leyenda, no tan sólo facultará a un rey elfo, sino a un poderoso mago, un gobernante que pondrá a todo Athas bajo su yugo —explicó Nibenay.

—¿Otro rey-hechicero?

—Peor —replicó el monarca con un siseo agudo—. Así que encuéntrame a ese rey, y la corona será tu premio para que hagas con ella lo que desees.

Valsavis enarcó las cejas ante la idea de que cualquier futuro monarca pudiera ser peor que un rey-hechicero, pero se calló. En su lugar, dirigió la atención a cuestiones más inmediatas.

—De modo que sigo la pista a ese elfling para vos, encuentro y elimino al rey que él debe coronar, y a cambio de tanta molestia, ¿no me ofrecéis más que al elfling y a su mujer para que haga con ellos lo que desee? ¿Quién pagaría un rescate por esa pareja? Incluso en el mercado de esclavos, no sacaría por ellos más que una recompensa miserable a todos mis desvelos.

—¿Osas regatear conmigo? —le increpó el rey dragón dando furiosos coletazos a uno y otro lado.

—No, mi señor, jamás me rebajaría a regatear. Mis honorarios por tal cometido son diez mil piezas de oro.

—¿Cómo? ¡Estás loco! —exclamó Nibenay más asombrado que enojado ante su temeridad.

—Es un precio que os podéis permitir sin problemas —repuso Valsavis—. Una suma así no significa nada para vos y sí una vejez confortable para mí. Con ese incentivo, abordaría mi tarea con celo y energía; sin él, me enfrentaría a la vejez y a sus achaques solo y desvalido. —Se encogió de hombros—. Podría muy bien negarme y morir ahora antes que perecer de una muerte tan miserable.

Muy a su pesar, el rey dragón lanzó una risita ahogada. La arrogancia del mercenario lo regocijaba, y hacía mucho tiempo que no se divertía.

—Muy bien, tendrás tus diez mil en oro. E incluso tal vez añada a una de mis esposas jóvenes para que te cuide en tu chochez. ¿Es ese un incentivo suficiente para ti?

—¿Podré escoger yo entre vuestro harén? —inquirió Valsavis.

—Como gustes —respondió el monarca—. Ya no significan nada para mí.

—Muy bien, pues. Consideradlo hecho —afirmó Valsavis volviéndose para marchar.

—Espera —ordenó el Rey Espectro—. No he dicho que puedas irte.

—¿Hay alguna cosa más, mi señor?

—Toma esto —dijo Nibenay, tendiéndole con sus afiladas zarpas un anillo de oro y con forma de ojo cerrado—. Mediante este anillo, controlaré tus progresos. Y, si necesitaras mi ayuda, puedes ponerte en contacto conmigo por medio de él.

Valsavis tomó el anillo y se lo puso.

—¿Es eso todo, mi señor?

—Sí; puedes marchar ahora.

El corpulento mercenario se volvió para salir.

—No me falles, Valsavis —dijo el Rey Espectro.

El hombre se detuvo y giró la cabeza por encima del hombro.

—Yo nunca fallo, mi señor.


—¡Sorak, deténte! ¡Por favor! Tengo que descansar —suplicó Ryana.

—Nos detendremos a descansar al amanecer —respondió él sin dejar de andar.

—Yo carezco de tu constitución de elfling —replicó ella cansada—. Soy una simple humana, y aunque villichi, mi resistencia física tiene un límite.

—Muy bien —cedió él—. Nos detendremos. Pero sólo durante unos instantes; luego, debemos seguir adelante.

La muchacha, agradecida, se dejó caer de rodillas y tomó el odre que llevaba colgado al hombro para beber.

—No malgastes el agua —advirtió el joven al ver que tomaba varios tragos largos—. No hay forma de saber cuándo encontraremos más.

—¿Por qué ha de preocuparnos el que nos quedemos sin agua —inquirió ella mirándolo con expresión perpleja– si podemos cavar un agujero y utilizar un conjuro druídico para que brote del suelo?

—Desde luego, debes de estar muy cansada —respondió Sorak—. ¿Has olvidado sobre qué superficie andamos? Todo esto es sal. Y el agua salada no saciará tu sed; la empeorará.

—¡Oh! —dijo ella con una sonrisa forzada—. Claro. Qué atolondrada soy. —Con expresión lastimera, volvió a colgarse el odre al hombro. Sus ojos se clavaron en la lejanía que se extendía ante ellos, donde las oscuras moles de las Montañas Mekillot se recortaban contra el cielo nocturno—. No parecen estar más cerca que ayer —observó.

—Deberíamos llegar a ellas dentro de otros tres o cuatro días como mucho —repuso Sorak—. Es decir, si no nos detenemos para descansar muy a menudo.

La joven aspiró con fuerza y expulsó el aire por medio de un prolongado y cansado suspiro mientras volvía a ponerse en pie.

—Te has salido con la tuya —anunció—. Estoy lista para seguir.

—Amanecerá en una o dos horas —dijo Sorak mirando el cielo—. Entonces, nos detendremos para dormir.

—Y asarnos —apuntó ella cuando volvieron a iniciar la marcha—. Incluso de noche, esta sal sigue estando caliente bajo mis pies; la siento a través de mis mocasines. Absorbe el calor del día como una roca colocada en una hoguera. ¡Me parece que nunca más volveré a sazonar la verdura con sal!

Llevaban cinco días de viaje por las Llanuras de Marfil, avanzando sólo de noche porque durante el día el abrasador sol oscuro de Athas convertía la llanura en un horno de un calor insoportable, y sus rayos, al reflejarse sobre los cristales de sal, cegaban. Descansaban, pues, en las horas diurnas, tumbados sobre la sal y cubiertos por sus capas, sin temer demasiado a las criaturas de presa que recorrían el extenso páramo athasiano, ya que ni siquiera las formas de vida más resistentes del desierto se aventuraban por las Llanuras de Marfil. Allí no crecía ni vivía nada. Hasta donde alcanzaba la vista, desde las Montañas Barrera, en el norte, hasta las Montañas Mekillot, en el sur, y desde el estuario de la Lengua Bífida, en el oeste, hasta el inmenso Mar de Cieno, en el este, no había nada excepto una llanura plana de cristales de sal, que centelleaban con una luminiscencia espectral bajo la luz de la luna.

«Quizá —se dijo Sorak– la estoy presionando demasiado.» Cruzar las Llanuras de Marfil no era tarea fácil, y para la mayoría de humanos corrientes podría muy bien significar la muerte; pero Ryana era una villichi, fuerte y bien adiestrada en las artes de la supervivencia. No se parecía, ni por asomo, a una humana vulgar. Por otra parte, sin embargo, él no era en absoluto humano y poseía la mayor fuerza y resistencia física de sus dos razas; no resultaba justo esperar que ella mantuviera el ritmo que él marcaba. De todos modos, se trataba de un viaje peligroso, y estaba ansioso por dejar atrás aquella travesía. No obstante, había aun otros peligros aguardándolos cuando por fin llegaran a las montañas.

Los bandidos de Nibenay tenían el campamento base en algún punto cerca de las montañas, y Sorak sabía que no sentían el menor aprecio por él. No sólo había hecho fracasar su conspiración para tender una emboscada a una caravana comercial procedente de Tyr, sino que había acabado con uno de sus cabecillas. Si se tropezaban con los bandoleros, las cosas no les serían nada fáciles.

Para llegar al punto de destino, la población de Paraje Salado, debían cruzar las montañas; ya en sí misma, una tarea difícil. Una vez que alcanzaran el poblado, tendrían otros espinosos asuntos que resolver. El Sabio los había enviado allí en busca de un druida llamado el Silencioso, que debía conducirlos a la ciudad de Bodach, donde habrían de buscar un antiguo artilugio conocido como el Peto de Argentum. Sin embargo, ni siquiera sabían qué aspecto tenía el druida, ni tampoco, en cuanto a eso, cómo era el llamado Peto de Argentum, y Bodach era el peor lugar del mundo para buscar cualquier cosa.

Según una leyenda, en Bodach estaba oculto un gran tesoro, pero pocos de los aventureros que habían ido tras su rastro consiguieron regresar. Situada en el extremo de una península que penetraba en una de las grandes cuencas interiores de cieno, Bodach era una ciudad de no muertos. Poderoso dominio de los antiguos en tiempos pasados, sus antaño magníficas torres podían divisarse desde una gran distancia, y ocupaba muchos kilómetros cuadrados de la península. Encontrar una reliquia en una ciudad enorme y en ruinas resultaba de por sí una tarea atemorizadora; pero, además, en cuanto el sol se ponía, miles de no muertos se deslizaban fuera de sus guaridas y empezaban a merodear por las calles de la vieja ciudad. En consecuencia, muy pocos se sentían tentados de ir en busca de las riquezas de Bodach; el tesoro más grande del mundo de nada servía, si no se conseguía salvar la vida para gastarlo.

A Sorak no le importaban los tesoros. Lo que él deseaba, no se podía comprar ni con la mayor de las fortunas, porque lo que buscaba era la verdad. Desde la infancia había querido saber quiénes eran sus padres y qué había sido de ellos. ¿Seguían vivos aún? ¿Cómo pudo suceder que un halfling se apareara con un elfo? ¿Se habían conocido y por algún motivo, en contra de todas las probabilidades, se habían enamorado? ¿O acaso a su madre la violó un invasor, lo que lo convirtió en un hijo odiado, expulsado porque no había sido fruto del deseo? A lo mejor, ella no había elegido desterrarlo. ¿Lo había amado e intentado proteger, hasta que los otros miembros de la tribu descubrieron su auténtica naturaleza y se negaron a aceptarlo entre ellos? Ésa parecía la posibilidad más factible, puesto que él tenía unos cinco o seis años cuando lo abandonaron en el desierto. En ese caso, ¿qué había sido de su madre? ¿Había permanecido con su tribu, o también a ella la expulsaron? O le hicieron algo peor. Sabía que jamás encontraría la auténtica paz interior hasta que tuviera las respuestas a esas preguntas, que le habían atormentado toda la vida.

Además de eso, ahora tenía otro propósito. Incluso, aunque consiguiera descubrir la verdad sobre sí mismo, siempre seguiría siendo un intruso. No era humano, ni había encontrado nunca, entre las otras razas que había visto en Athas, a nadie ni remotamente parecido a él. Quizás era el único elfling. ¿Dónde había, pues, un lugar para él? Si lo deseaba, podía regresar al convento villichi de las Montañas Resonantes, en el que se había criado. Ellas siempre lo aceptarían, pero él no era realmente un miembro de esta comunidad y nunca podría serlo. De algún modo, estaba seguro de que su destino se encontraba en otro lugar. Había jurado seguir la Senda del Protector y la Disciplina del Druida. Por lo tanto, ¿podía existir mejor ocupación para él que entrar al servicio del único hombre que se enfrentaba solo al poder de los reyes-hechiceros?

El Sabio lo estaba poniendo a prueba. Tal vez el mago que en una ocasión se había llamado el Nómada necesitaba los artículos que ellos iban recogiendo para que lo ayudaran en su metamorfosis en avangion. Por otra parte, quizá fuera simplemente una prueba de temple y audacia para comprobar si eran realmente dignos y capaces de servirlo. Sorak no lo sabía, pero sólo existía una forma de averiguarlo, y ésa era llevar la búsqueda hasta el final. Debía encontrar al Sabio. Había decidido que nada lo disuadiría de ello.

Durante un largo trecho, anduvieron en silencio, conservando las energías para el largo trayecto por la salada llanura.

Finalmente, la dorada luz del amanecer empezó a lucir en el horizonte. Muy pronto, las Llanuras de Marfil arderían con un calor incandescente bajo el azote implacable de los rayos del sol oscuro. Se detuvieron, y sus pisadas trituraban la sal. Se tendieron el uno junto al otro, envueltos en las capas, que colocaron de modo que les facilitaran algo de sombra con la que protegerse del abrasador sol. Totalmente agotada, Ryana se quedó dormida casi al instante.

También Sorak se sentía cansado, pero él no necesitaba dormir; no, al menos, de la misma forma en que la mayoría de la gente entendía lo que era dormir. Podía replegarse sobre sí mismo y dejar que una de sus otras personalidades saliera al exterior, y mientras él se retiraba, el Vagabundo o quizá la Centinela asumían el control y montaban guardia. El muchacho percibía la impaciencia de todos los otros miembros de su tribu, la tribu de la que no era más que una parte, y comprendió que estaban hambrientos. Intentó no pensar en ello.

Sorak era vegetariano, al igual que todas las villichis, ya que así lo habían criado en el convento. Sin embargo, tanto elfos como halflings eran razas carnívoras, y los halflings a menudo comían carne humana, aunque no existía la menor posibilidad de que ninguna de sus otras personalidades pudiera representar un peligro para Ryana porque hacía ya mucho tiempo que habían aprendido a convivir.

A menudo mientras Sorak descansaba, el Vagabundo hacía su aparición y salía de caza. Capturaba una presa, y los otros disfrutaban del anhelado banquete de carne. El joven, al despertar, no recordaba nada de lo sucedido. Sabía lo que sucedía, claro, pero se trataba de algo que no discutían entre ellos; era uno de los compromisos alcanzados para que la convivencia dentro de un mismo cuerpo fuera posible. Los otros comprendían que Sorak amara a Ryana aunque no compartían la emoción. Sin embargo, se trataba de un amor que jamás se consumaría, ya que al menos tres de las personalidades del muchacho eran femeninas y no toleraban tal contacto.

«Bueno, es posible que Kivara sí pueda —se dijo– por simple curiosidad.» Kivara era una obstinada criatura sensual, y cualquier clase de estímulo la fascinaba; resultaba una niña en muchos aspectos, y amoral por completo. De todos modos, la Guardiana y la Centinela no sancionaban tal relación, y, así pues, Sorak se veía obligado a amar a Ryana del único modo que podía: espiritual y castamente.

Sorak estaba seguro de que la villichi le devolvía ese amor, ya que, tras romper sus votos, había abandonado el convento para ir en su busca, incapaz de soportar la separación del joven. La muchacha sabía que el amor que sentía por él nunca podría expresarlo de forma física, y, como conocía el motivo, lo había aceptado, aunque Sorak notaba que Ryana albergaba la esperanza de que de algún modo, algún día, todo cambiaría. También él lo anhelaba, pero se había resignado a las inevitables injusticias del destino.

El elfling se preguntaba qué les depararía el futuro. Tal vez el Sabio conocía lo que se avecinaba, pero si así era, no les había facilitado ninguna pista. La existencia en Athas podía ser dura, y habían muchos que eran bastante menos afortunados que él. Existían gentes condenadas a vivir como esclavos toda la vida, trabajando para otros o combatiendo para divertir a aristócratas y mercaderes en los ensangrentados ruedos de las ciudades-estado, y también había quienes vivían en medio de una pobreza y miseria vergonzosas en los barrios humildes de las ciudades, la mayoría mendigos sin techo y sin la menor idea de cómo conseguir la siguiente comida. Se trataba de personas que se sentían aterrorizadas por el miedo a morir de hambre o al desahucio, o a que les cortaran el cuello por unas pocas monedas de cerámica o un pedazo de pan seco. Algunos eran tullidos, la mayoría estaban enfermos y los más no conseguían llegar a la edad adulta. Sorak sabía que su destino en la vida era mucho mejor que el de ellos.

Tal vez jamás consiguiera ser normal, aunque tampoco tenía ni idea de lo que ello significaba realmente, excepto en un sentido abstracto. No recordaba haber sido nunca de otro modo. No tan sólo había nacido anormal, un elfling que posiblemente era el único de su especie, sino que la terrible prueba pasada en el desierto cuando era un chiquillo le había proporcionado al menos una docena de personalidades diferentes, todas ellas atrapadas en un único cuerpo. No obstante, a pesar de eso, era libre: libre de hacer lo que quisiera con su vida, libre de respirar el aire nocturno del desierto, libre de ir allí donde el viento que soplaba a sus espaldas lo condujera, libre de emprender una búsqueda para determinar el significado de su vida. Fueran cuales fueran los desafíos que encontrara en su camino, se enfrentaría a ellos según sus propios términos, y o bien triunfaría, o moriría en el intento, pero como mínimo moriría libre. Su brillante mirada barrió la deshabitada y plateada llanura de sal, donde él y Ryana eran los únicos seres vivos, y se dijo que, realmente, podía sentirse muy afortunado.

Con ese pensamiento, Sorak se replegó en sí mismo y dejó que la Centinela tomara el mando. Alerta y silenciosa como siempre, la entidad se sentó muy quieta. Su vista recorrió el desierto erial que los envolvía mientras montaba guardia y las primeras débiles luces del alba se deslizaban sobre la mancha oscura que formaban las lejanas montañas.

Mientras permanecía allí sentada, escudriñando el horizonte y la plateada llanura de sal, la concentración de la Centinela sobre lo que la rodeaba no flaqueó ni un momento. Su mente no erró, y no se vio atormentada por la clase de pensamientos inquietantes que se apoderan de la gente corriente cuando ésta se encuentra a solas, por ejemplo, a altas horas de la noche. No era dada a meditar sobre lo que había ocurrido en el pasado ni sobre lo que pudiera suceder en el futuro; no abrigaba esperanzas o temores ni padecía de inquietudes emocionales. La Centinela se mantenía siempre perfecta y completamente en el presente, y, como resultado, nada escapaba a su atención.

En tanto que Sorak podía detenerse a pensar en su desconfianza hacia sí mismo o en lo incierto de la misión que les aguardaba, la Centinela observaba todos los detalles: el insecto diminuto que se arrastraba por el suelo; la pequeña ave que pasaba volando sobre sus cabezas; la forma en que el viento levantaba minúsculas partículas de sal por la llanura, creando una mancha borrosa apenas perceptible justo encima del terreno; el leve cambio de la luz a medida que empezaba a amanecer. Ningún detalle de los alrededores escapaba a su atención. Con los sentidos agudizados, alerta y preparados para detectar el menor sonido o movimiento, se fusionaba con todo lo que la rodeaba y conseguía detectar la más ligera alteración de su textura.

Así pues, se sintió anonadada cuando se volvió y vio a la mujer allí de pie, a menos de cinco o seis metros de distancia.

Estupefacta, la Centinela no respondió, como acostumbraba a hacer, despertando a la Guardiana. Se quedó boquiabierta, insólitamente extasiada ante la incongruente visión de una hermosa joven que había aparecido de repente salida de la nada. La llanura era plana y despejada en todas direcciones. Bajo la luz lunar que proyectaban Ral y Guthay, cualquiera que se aproximara hubiera resultado visible a kilómetros de distancia, y sin embargo esta mujer se encontraba de improviso e inexplicablemente allí delante.

—Ayúdame, por favor... —dijo la joven con voz débil y quejumbrosa.

Aunque con cierto retraso, la Centinela despertó a la Guardiana. No podía explicar la repentina presencia de la mujer; debería haberla visto acercarse, pero en cambio no la vio. El hecho de que alguien pudiera acercarse a ella de un modo tan silencioso la asustaba, y que eso hubiera sucedido en un lugar donde la visibilidad era perfecta en kilómetros a la redonda resultaba increíble.

En cuanto despertó y tomó el control de la conciencia de Sorak, la Guardiana miró al exterior a través de los ojos del elfling y examinó con atención a la desconocida. Parecía joven, apenas veinte años de edad, y sus cabellos eran negros, largos y brillantes; la piel se mostraba pálida y perfecta, y las piernas, delgadas y deliciosamente torneadas. La cintura, fina, estaba rodeada por un estrecho cinturón de cuentas. Los brazos resultaban delicados, y los pechos, gruesos y respingones, los portaba sujetos por un fino sostén de cuero. La joven protegía con unas sandalias los bien moldeados pies, y llevaba tan poca ropa encima que casi iba desnuda: un minúsculo trozo de tela cortado en diagonal que apenas le cubría los muslos, con nada más excepto una capa para protegerse del frío del desierto. Tenía el aspecto de una esclava, pero no parecía que hubiera realizado nunca ninguna clase de agotadora tarea física.

—Por favor... —repitió—. Por favor, te lo ruego, ¿puedes ayudarme?

—¿Quién eres? —inquirió la Guardiana—. ¿De dónde has salido?

—Me llamo Teela —respondió la joven—. Los bandidos me robaron de una caravana de esclavos, pero me escapé y he estado deambulando por esta llanura desolada durante días. Estoy muy cansada y me muero de sed. ¿Puedes ayudarme, por favor?

Había adoptado una postura seductora, calculada para exhibir el exuberante cuerpo en todo su esplendor, sin darse cuenta de que era a una mujer a quien hablaba. Lo que veía era a Sorak, no a la Guardiana, y estaba claro que apelaba a sus instintos masculinos.

La Guardiana receló de inmediato. El efecto que una joven tan hermosa, y en apariencia tan vulnerable, podía tener en un varón era indiscutible, pero la entidad se mostraba inmune a sus evidentes encantos. Aunque se despertaron sus instintos protectores, éstos estaban orientados no a proteger a la muchacha de aspecto desvalido, sino a la tribu.

—No parece que hayas estado viajando a pie durante días —repuso con la voz de Sorak.

—A lo mejor sólo fueron uno o dos días, no lo sé. He perdido la noción del tiempo. No sé qué hacer. Me he extraviado, y no he podido encontrar ningún rastro. Es un milagro que te haya encontrado a ti. ¿Sin duda no echarás a una joven en apuros? Haría cualquier cosa para mostrar mi gratitud. —Hizo una significativa pausa—. Cualquier cosa —repitió en voz baja, y empezó a acercarse.

—Quédate donde estás —ordenó la Guardiana.

La joven siguió acercándose, colocando un pie justo frente al otro, de modo que su cuerpo se balanceara provocativo.

—He estado sola tanto tiempo —dijo– que ya había perdido toda esperanza. Estaba segura de que moriría aquí, en este lugar horrible. Y ahora la providencia ha enviado a un apuesto y poderoso protector...

—¡Deténte! —repuso la Guardiana—. No des ni un paso más.

Ryana se agitó ligeramente.

La joven siguió avanzando. Cuando se encontraba a tan sólo tres metros, extendió los brazos, abrió por completo la capa al hacerlo y mostró su hermosa figura.

—Sé que no me echarás —insistió con una voz velada que estaba llena de promesas—. Tu compañera está profundamente dormida, y si no hacemos ruido, no tenemos por qué despertarla...

¡Vagabundo!, llamó la Guardiana, hablando internamente y replegándose para dejar salir a la otra entidad. Al momento, el porte de Sorak cambió.

Se irguió más, echó los hombros atrás, y su cuerpo se puso alerta, aunque exteriormente parecía relajado. Mientras la muchacha seguía acercándose, la mano del Vagabundo descendió veloz hacia el cuchillo que pendía de su cinturón; extrajo el arma rápidamente y, en un único movimiento, la lanzó contra la mujer que se aproximaba.

El cuchillo pasó a través de ella.

Con un siseo enfurecido, la joven se abalanzó sobre él, y, al hacerlo, su figura se difuminó y se tornó borrosa. El Vagabundo se hizo a un lado con gran destreza mientras ella saltaba, y la mujer cayó al suelo.

Cuando se incorporó ya había dejado de ser una hermosa joven. La ilusión de la escasa ropa que llevaba había desaparecido, y el cálido tono pálido de su piel se había tornado lechoso con puntitos relucientes. Ya no lucía una larga melena negra, sino una oscilante cabellera de cristales de sal, y sus facciones se habían esfumado. Dos hendiduras marcaban el lugar donde habían estado los ojos; un leve promontorio señalaba el espacio de la nariz, y un agujero sin labios, parodia de una boca, se abría de par en par y enseñaba un continuo goteo de cristales de sal, como el polvo al deslizarse por el interior de un reloj de arena.

Sorak despertó y contempló a la novia de las arenas, un ser que sólo conocía por lo que había leído. Al igual que el paisaje marchito del planeta, la criatura era el resultado de una magia profanadora incontrolada. Un conjuro potente y que absorbía la energía vital de todo lo que tenía a su alrededor podía, en ocasiones, abrir una fisura en el plano material negativo y permitir así que un ente como la novia de las arenas se escabullera por la abertura. Nadie sabía con exactitud qué eran, pero atrapadas en un plano existencial que les era extraño, adoptaban una forma a partir del suelo que tenían alrededor, por lo general arena, aunque en este caso, la criatura había creado su identidad corpórea a base de los cristales de sal de las Llanuras de Marfil. Ahora que la ilusión se había hecho añicos, el ser se disponía a atacar.

A Ryana la despertaron los semiaullidos, semisiseos inhumanos que emitía aquel ser, y se incorporó veloz con una voltereta al tiempo que desenvainaba la espada.

–¡Quédate atrás! —gritó Sorak, que sabía que las armas corrientes no afectaban a la criatura, puesto que pasaban a través de los movedizos cristales de sal como cuchillos clavándose en la arena. Sin embargo, Galdra no era un arma corriente. En cuanto la criatura volvió a saltar sobre él, Sorak se hizo a un lado, rodó por el suelo y sacó la espada en tanto volvía a incorporarse.

Ryana mantuvo la distancia, agazapada. El ser se encontraba entre los dos, intentando decidir sobre su siguiente ataque, ya que no le intimidaban en absoluto las armas. De improviso, se fundió con la salada superficie de la llanura en una cascada de cristales.

—¿Qué ha sucedido? —inquirió Ryana.

—¡Colócate junto a mí, rápido! —le instó Sorak.

A la vez que la joven se movía para obedecer, la criatura se alzó de repente del suelo a su espalda.

—¡Detrás de ti! —gritó Sorak.

La muchacha giró en redondo y lanzó un mandoble con su espada. Ésta pasó a través del cuello de la criatura, pero el golpe, que habría decapitado a cualquier otro ser, no tuvo el menor efecto. La hoja se limitó a penetrar por entre los cambiantes cristales de sal, que recuperaron su forma en cuanto los hubo traspasado. Mientras la novia de las arenas extendía los brazos hacia Ryana, en un intento de sujetarla y absorber toda su energía vital, Sorak dio un salto al frente e hizo que Galdra descendiera describiendo un arco. La hoja mágica de acero elfo silbó en el aire y rebanó uno de los brazos del ser.

Rota la conexión con el cuerpo, el brazo se hizo añicos en medio de un surtidor de relucientes cristales de sal, que cayeron al suelo con un repiqueteo. Dolorida y anonadada, la criatura lanzó un aullido sobrenatural. El elfling volvió a blandir la espada, pero en esta ocasión la criatura saltó hacia atrás, fuera de su alcance, asustada ahora que sabía que ésta no era una espada corriente. Una vez más, se fusionó con el suelo con un sonido que recordaba el de la arena derramada.

Ryana se colocó espalda con espalda con Sorak, y ambos empezaron a describir cautelosos círculos, manteniendo el contacto entre ellos y sin dejar de observar con atención a su alrededor. Con un repentino fragor, la criatura volvió a surgir del suelo y se reformó a los pies de los dos jóvenes en un intento por separarlos. Ryana se vio arrojada al frente y cayó de bruces, pero Sorak se contorsionó, girando en redondo, y acercó a Galdra a su cuerpo, haciendo que describiera un arco horizontal mientras él daba la vuelta. La hoja atravesó limpiamente el torso de su adversaria, partiéndolo, y un surtidor de sal lo envolvió por completo en tanto la criatura lanzaba un alarido agónico. Como minúsculas gotas de lluvia, los cristales de sal tintinearon sobre el suelo, y el aullido del ser se perdió en la distancia. Una vez más, la mañana quedó silenciosa.

Ryana respiró con fuerza y envainó la espada.

—Todo lo que deseaba consistía en dormir un rato —dijo—. ¿Era eso pedir demasiado?

—Lamento haberte despertado —se disculpó Sorak con una mueca—. Intenté no hacer ruido.

Ryana contempló el sol oscuro, que justo en ese momento empezaba a alzarse malévolo por detrás de las montañas. Bajo sus pies, la sal comenzaba ya a calentarse.

—No creo que pudiera dormir ahora, de todos modos —dijo—. Será mejor que sigamos adelante. Todo lo que deseo es perder de vista este maldito lugar.

—Resultará un trayecto duro si lo hacemos bajo el sol —indicó Sorak.

—No mucho más duro que ser asesinada mientras duermes —replicó ella, y se echó la mochila al hombro con un suspiro—. Vámonos.

—Como quieras —respondió él, recogiendo su mochila y su bastón. Contempló con anhelo las montañas, pero al mismo tiempo se preguntó qué nuevos peligros los aguardarían allí.

Valsavis se encontraba al lado de un enorme afloramiento rocoso de una ladera situada justo fuera de la ciudad, desde donde se contemplaban las Llanuras de Marfil. Examinó el suelo a su alrededor y descubrió tenues señales que muchos otros habrían pasado por alto. Sí, habían acampado aquí, no cabía duda alguna, aunque sin encender fuego porque habrían traicionado su posición al estar tan cerca de la ciudad. Y eso, en sí mismo, suponía una indicación tan clara de quiénes se habían detenido a descansar allí como si hubieran cincelado sus nombres en la roca que tenían detrás. Se habían esforzado por no dejar pruebas de su presencia, y para la mayoría de rastreadores probablemente este lugar en el que habían reposado habría pasado inadvertido. No obstante, Valsavis no era un rastreador corriente.

Sabía que habían abandonado la ciudad; eso ya se lo había dicho el Rey Espectro. De lo que Nibenay no estaba enterado era de cómo habían salido o en qué dirección lo habían hecho. Si hubiera querido, el monarca podría muy fácilmente haberlo averiguado él mismo por mediación de un conjuro, pero incluso Valsavis era demasiado prudente para sugerir tal cosa: conocía la avaricia de Nibenay en cuanto al empleo de poder que no estuviera directamente relacionado con su progresiva metamorfosis.

«El viejo bastardo se ha vuelto realmente horrendo y detestable», se dijo el mercenario. No conseguía entender cómo sus esposas templarias podían soportar el aspecto que tenía, y menos aun cumplir con los deberes maritales. A Nibenay, sin embargo, ya no le preocupaban las cuestiones de la carne; por norma, los hechiceros casi nunca se permitían el lujo de tales placeres efímeros y devoradores de energía. De todos modos, Valsavis no podría comprender jamás qué impulsaba a un hombre a querer transformarse en una monstruosidad; el poder, evidentemente, pero aun así... Para el mercenario habría sido un precio demasiado alto, aunque claro está, se recordó a sí mismo, él no era un rey-hechicero y no había poseído nunca tan elevadas ambiciones.

En realidad, la ambición había estado siempre notablemente ausente de su vida. No tenía gran cosa, pero lo que poseía era más que suficiente. Llevaba una existencia solitaria en las estribaciones de las Montañas Barrera porque no le gustaba en exceso la compañía de la gente. La conocía demasiado bien; la había estudiado con detenimiento, y cuanto más había averiguado sobre su naturaleza, menos había querido relacionarse con ella. Vivía con sosiego y sencillez, sin la necesidad de otra compañía que no fuera la suya propia. Los bosques de las Montañas Barrera contenían gran cantidad de caza; el cielo estaba despejado, y el aire, libre de los olores pestilentes de la ciudad. Nadie perturbaba su soledad; nadie excepto —en ciertas y contadas ocasiones– el Rey Espectro, Nibenay.

Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que Nibenay solicitó sus servicios. En su juventud, Valsavis fue un soldado, un mercenario que recorrió el mundo y trabajó para cualquiera que necesitara guerreros y pudiera pagarlos. En uno u otro momento de su vida, había servido en los ejércitos de casi todas las ciudades-estado de Athas y, en numerosas ocasiones, había sido contratado por la mayoría de las grandes casas comerciales como guarda de caravana. Nadie se hacía rico sirviendo como mercenario, pero él no necesitaba riquezas, y siempre había conseguido sobrevivir. Eso parecía suficiente. El momento crucial de su vida llegó cuando, hacía ya muchos años, sirvió como capitán en el ejército del Rey Espectro.

En aquella época, Nibenay todavía no se había retirado de las cuestiones políticas de su ciudad, como hizo en cuanto consiguió un progreso significativo en su metamorfosis dragontina. Ahora dejaba el gobierno del territorio casi por completo en manos de las templarias, pero en aquellos tiempos había tenido un papel más activo. Hubo una ocasión en que uno de los aristócratas más influyentes de la ciudad intentó hacerse con el poder, guiado por el claro objetivo de derrocar al Rey Espectro y suplantarlo en el trono. Utilizando las riquezas de su familia, abandonó la ciudad y estableció su cuartel general en Gulg, donde había forjado una poderosa alianza con la Oba, la reina-hechicera Lalali-Puy. Al Rey Espectro le llegó la noticia de que este aristócrata estaba reclutando un ejército, con la intención de marchar sobre Nibenay, y fue entonces cuando su atención se dirigió hacia un joven capitán de la guardia.

Valsavis nunca descubrió por qué o cómo le había elegido el soberano. Tal vez había oído algo de su historial y reputación; a lo mejor, había visto en él algún detalle que le hizo comprender que el joven capitán poseía un potencial sin explotar. Era posible, también, que hubiera utilizado alguna forma de adivinación. Valsavis nunca lo supo. Sólo supo que el Rey Espectro lo había elegido para una tarea especial y muy peligrosa, una que tendría que realizar solo. Lo enviaron a Gulg para que se infiltrara en el ejército que el aristócrata rebelde estaba creando, con el fin de asesinarlo.

No había resultado nada difícil. El blanco estaba tan seguro de la lealtad de sus bien pagadas tropas y tan resuelto a demostrar que era un comandante sencillo que se mezclaba con sus hombres, que casi no había tomado precauciones para su seguridad. Valsavis llevó a cabo la misión con éxito en mucho menos tiempo del que esperaba y, luego, escapó sin problemas aprovechando la confusión que se originó. El Rey Espectro se sintió complacido y no tardó en encargar al mercenario otros servicios similares.

Con el tiempo, Valsavis fue relevado de todos sus otros deberes y se convirtió en el asesino personal del rey; seguía los pasos de sus enemigos y los eliminaba dondequiera que se encontraran. Su reputación creció, y la gente empezó a temer su nombre. Nadie se le había escapado jamás; no importaba adónde huyeran, siempre los localizaba. Era muy, muy bueno en lo que hacía.

Pasaron los años, y a medida que el Rey Espectro se aislaba más y más, absorto de modo obsesivo en sus conjuros de metamorfosis, Valsavis fue cayendo en el olvido. Llegó un momento en que cesaron de llamarlo a palacio para encargarle alguna mortífera misión, y dejó de perseguir a las presas más escurridizas. Tampoco la guardia de la ciudad necesitaba de sus habilidades; en realidad, sus jefes lo temían. Lo cierto es que a Valsavis no le importó. No deseaba volver a ser un simple guardia, y servir como mercenario corriente carecía ya de interés para él. Hacía tiempo que había abandonado la ciudad para residir en su aislada cabaña de las estribaciones, y fue allí donde se quedó, evitando la compañía de sus congéneres, llevando la vida de un recluso. Y ahora, después de todos estos años, el Rey Espectro había vuelto a llamarlo.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? ¿Veinte años? ¿Treinta? ¿Más? El mercenario había perdido la cuenta. Creía que el monarca se había olvidado por completo de él. Sin duda alguna aquel elfling debía ser alguien muy especial para apartar la atención de Nibenay de la tarea que ocupaba todos sus momentos de vigilia. Valsavis había interrogado a fondo a Veela en relación con el elfling y luego había llevado a cabo su propia investigación, que le ocupó menos tiempo y le resultó más fácil de lo que esperaba. Después de todos esos años, sus fuentes habituales habían desaparecido o muerto, pero la sola mención de su nombre había sido suficiente para conducirlo rápidamente hasta aquellos que tenían las respuestas que buscaba. «Incluso después de todo este tiempo —pensó– todavía recuerdan a Valsavis... y le temen.» El mismo Nibenay le había facilitado información adicional, pero todavía había muchas cosas sobre su presa que el mercenario no sabía. No importaba; no tardaría en averiguarlas. No existía mejor modo de conocer el comportamiento de un hombre —o un elfling, tanto daba– que siguiendo su rastro.

Echó una mirada al extraño anillo de oro que Nibenay le había entregado y le vinieron a la memoria las inquietantes palabras de despedida del Rey Espectro: «No me falles, Valsavis».

Valsavis no tenía intención de fracasar. Pero no porque temiera al monarca; él no temía a nada, no temía a la muerte en ninguna de sus formas. Siempre había sabido que tarde o temprano, de uno u otro modo, la muerte sería simplemente inevitable. Era preferible aplazarla lo máximo posible, pero cuando llegara el momento se enfrentaría a ella con ecuanimidad. Existían, desde luego, cosas peores que la muerte, como el Rey Espectro le había recordado con toda intención, y Valsavis sabía que Nibenay le podía infligir un sinnúmero de desagradables destinos si fracasaba; aunque eso no era lo que le impelía. Lo que le empujaba hacia adelante era la emoción de la caza, sus complejidades, el desafío de la persecución y el resultado final.

Valsavis había visto el miedo en el rostro de los hombres más veces de las que podía contar. Siempre le pareció fascinante porque él jamás lo había sentido. No sabía por qué; era como si careciera de una parte esencial de su ser. Nunca había sido capaz de experimentar emociones fuertes. Aunque había disfrutado del abrazo lascivo de muchas mujeres, en ninguna ocasión sintió amor siquiera por una de ellas. Lo que le habían dado había sido un efímero placer físico y, de vez en cuando, un cierto estímulo mental, pero nada más. Jamás había conocido el odio, la alegría o la tristeza, y era consciente de que carecía por completo de emociones que la mayoría de hombres daba por descontadas. Estaba capacitado para mostrar un humor irónico y sarcástico, pero sólo porque lo había aprendido, no porque lo hubiera desarrollado naturalmente. Podía reír, sin embargo también eso era una respuesta aprendida; en realidad, no le gustaba el sonido de la risa.

Con lo que disfrutaba —hasta el punto en que parecía capaz de disfrutar con algo– era engendrando fuertes respuestas emocionales en otros. Siempre le fascinaba la impresión que producía en las mujeres, la forma en que lo miraban, cómo se sentían atraídas por él, los sonidos que emitían mientras hacían el amor. También le intrigaba el efecto que ejercía sobre los hombres, el modo como lo observaban con aprensión cuando pasaba, con una mezcla de envidia, respeto y temor. Pero lo que más buscaba era la estimulación de las respuestas que provocaba en su presa.

Siempre que le fue posible, evitó atacar sin previo aviso, porque quería que la víctima supiera que iba en su persecución. Quería contemplar el efecto que le causaba. A menudo jugaba con la presa del mismo modo que un gato montés, sólo para ver sus reacciones. Y, justo antes de matar, siempre intentaba mirar a los ojos del desdichado, para percibir cómo comprendía lo que le aguardaba y observar su respuesta. Unos daban rienda suelta a un terror despreciable; otros se derrumbaban, rogaban y le suplicaban; había quien lo contemplaba con odio, desafiante hasta el final, y algunos sencillamente aceptaban la muerte con resignación. Había visto todas las respuestas posibles, y, a pesar de ser diferentes, tenían una cosa en común: por un breve instante, mientras morían, siempre advertía un destello en los ojos, aquella mezcla de perplejidad y horror al comprender que él no se inmutaba. Era una expresión atormentada, y en cada ocasión se preguntaba qué debía sentir la víctima en ese brevísimo instante.

Se incorporó y contempló las Llanuras de Marfil. Ése era el camino que habían tomado. ¿Por qué? No resultaba un viaje fácil, ni siquiera para alguien montado en un kank, como era su caso. El elfling y la sacerdotisa habían marchado a pie. No obstante, sabía que se habían educado en la Disciplina del Druida y en la Senda del Protector, y, como resultado, estarían mejor preparados que la mayoría para realizar tan penosa expedición. Sin duda, viajarían de noche y descansarían durante el día. Él haría lo mismo, pero montado iría bastante más deprisa. Intentó calcular qué delantera le llevaban. Cuatro días, quizá cinco; no más de seis. No le resultaría muy difícil acortar distancias.

Daba la impresión de que se encaminaban hacia las Montañas Mekillot. ¿Qué esperaban encontrar allí? ¿Pretendían hallar refugio entre los forajidos? ¿Quizás obtener su ayuda? «Tal vez —se dijo Valsavis—, pero no parece probable.» Los bandidos no sentían simpatía por los protectores; no sentían simpatía por nadie. No les importaban más que las ganancias adquiridas por medios ilícitos, y antes matarían a quien deseara reclutarlos y despojarían al cadáver de todo su dinero. El elfling no era un estúpido, según decía todo el mundo, y sin duda lo sabría. Probablemente, evitarían a los forajidos, si es que podían.

¿Qué más podían buscar en esa dirección? No había poblados en las Montañas Mekillot; sólo existía el pequeño pueblo llamado Paraje Salado, situado al otro lado, un refugio para esclavos fugitivos y gobernado por un antiguo gladiador entrado en años llamado Xaynon. Hasta la llegada de Xaynon, los aldeanos habían sobrevivido, hasta cierto punto, cazando en las montañas y asaltando caravanas con destino a Gulg y Nibenay. Sin embargo, como salteadores, tenían que competir con los malhechores, que reivindicaban la exclusividad de sus derechos sobre las caravanas de la zona. Este conflicto había desembocado en ataques de los antiguos esclavos contra los malhechores, quienes respondían acometiendo impetuosamente el poblado de Paraje Salado. Por fin, ambas facciones comprendieron que pasaban más tiempo atacándose entre ellas que asaltando caravanas.

Xaynon sugirió una solución extraordinaria. Como antiguo gladiador, había presenciado la puesta en escena de muchas producciones teatrales en la arena del circo, y decidió organizar a los aldeanos en compañías ambulantes de teatro que irían al encuentro de las caravanas y, en lugar de atacarlas, actuarían para ellas. Ni que decir tiene que cobraban por el espectáculo ofrecido, y, cuando marchaban, informaban a los forajidos —a cambio de una gratificación, desde luego– sobre la disposición de la cuadrilla, las mercancías que transportaba, y los efectivos de defensa con los que contaba. Los bandidos atacaban la caravana, los actores recibían parte del botín y, más tarde, estos últimos actuaban para los forajidos durante la celebración del éxito obtenido entre ambos.

Era un empresa que beneficiaba a todas las partes, y Paraje Salado se había convertido en un pueblecito ruidoso y bullicioso de cómicos de la legua, acróbatas, malabaristas, músicos y algún que otro bardo venido de fuera por añadidura. Los forajidos llegaban ahora como visitantes gratos en lugar de asaltantes, y algunos viajeros en busca de estímulos con un toque de peligrosidad se desviaban a menudo de su ruta para pasar por Paraje Salado, donde podían entregarse al juego hasta quedar satisfechos, asistir a sofisticadas producciones teatrales, beber hasta hartarse y elegir a su gusto entre mozas bien dispuestas. Por regla general, marchaban sin siquiera una pieza de cerámica en los bolsillos, y sin embargo eso nunca pareció detener el continuo fluir de ansiosos recién llegados.

Paraje Salado debía ser, sin duda, su destino. ¿Era posible que el rey que querían coronar residiera allí, tan cerca de Nibenay? Valsavis frunció el entrecejo. Le disgustaba la idea de que el juego finalizara tan pronto. «No obstante —se dijo—, si existiera un mago poderoso en el pueblo de Paraje Salado, el Rey Espectro se habría enterado.» Los habitantes del lugar eran capaces de vender a su propia madre a cambio de una ganancia. «No —pensó Valsavis—, no parece muy probable.» ¿En ese caso qué?

Al parecer, existía alguna conexión entre el elfling y la Alianza del Velo. ¿Habría una fraternidad de la Alianza en Paraje Salado? De ser así, nunca había oído mencionarla. Los miembros de la Alianza del Velo eran todos protectores en activa oposición a los profanadores, y éstos existían en el pueblo. Aquellos que utilizaban la magia no eran bien recibidos allí, fueran protectores o profanadores; de modo que, probablemente el elfling y la sacerdotisa buscaban a alguien o algo diferente. A Valsavis no se le ocurría quién o qué podía ser.

Era un rompecabezas, y al mercenario le intrigaban los rompecabezas, en especial cuando los planteaban aquellos a quienes perseguía. Montó en el kank mientras el oscuro sol empezaba a ponerse por el horizonte; luego, comprobó los odres de agua para asegurarse de que se encontraban llenos. Iba a ser un viaje largo y duro, pero estaba seguro de que hallaría algo interesante cuando terminara. Los ingredientes ya se habían servido: un elfling maestro en el arte del Sendero con una espada mágica de valor incalculable, si se daba por sentado que se trataba realmente de la legendaria arma llamada Galdra; una hermosa sacerdotisa villichi bien instruida en las artes de la lucha y la supervivencia, y un misterioso y futuro rey mago lo bastante poderoso como para provocar la cautela del mismísimo Nibenay.

Sí, adversarios muy dignos, todos ellos.

Valsavis instó al kank a ponerse en marcha, ladera abajo, en dirección a las Llanuras de Marfil. «Así pues, se inicia la cacería», se dijo muy satisfecho.

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