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Sorak sabía que los forajidos tenían su base en las laderas occidentales de las Montañas Mekillot. Esas estribaciones se encontraban cerca de la ruta de caravanas que iba de Altaruk a Gulg, así que, para evitar a los bandidos, tomó una vía que discurría diagonalmente en dirección sudeste en lugar de dirigirse directamente hacia el sur. Aunque añadía al menos un día más a su viaje por las Llanuras de Marfil, lo que no resultaba una perspectiva atrayente, por otra parte, reducía sus posibilidades de tropezarse con exploradores de los bandidos.

El camino escogido también los llevaba más cerca del pueblo de Paraje Salado, que se encontraba justo detrás de las montañas, próximo a la punta este de la cordillera. Según El diario del Nómada, existía un desfiladero aproximadamente en mitad de la cordillera, que era la ruta normal que se seguía para llegar a Paraje Salado, pero Sorak tenía intención de evitar también ese paraje. Resultaba un sitio lógico para que los forajidos colocaran centinelas. ¿Qué mejor lugar para emboscar a los viajeros desprevenidos que en un solitario paso de montaña?

Llegaron a las laderas septentrionales de las estribaciones justo antes del amanecer del séptimo día de viaje. De acuerdo con el tosco mapa de El diario del Nómada, la distancia a través de las Llanuras de Marfil entre Nibenay y las montañas era aproximadamente de entre setenta y ochenta kilómetros, pero el recorrido real que ellos habían efectuado había sido con toda seguridad el doble. «En su época de Nómada —pensó Sorak—, el Sabio no fue un cartógrafo muy preciso.» O bien eso, o habían ido deslizándose errores con el paso de los años y a medida que se realizaban más y más copias del diario para su distribución. Sorak esperaba que el motivo fuera el primero, ya que si el texto contenía errores, él no podía saber hasta qué punto debía confiar en su contenido. Resultaba una idea inquietante, en especial porque se suponía que el diario contenía pistas que los guiarían en su misión.

Habían sido tan frugales con el agua como les fue posible, pero de todas formas se había agotado. Para Sorak, con su capacidad de resistencia elfling, pasar sin agua no resultaba tan duro como para Ryana, cuya constitución tenía mayor necesidad de beber, sobre todo en las Llanuras de Marfil. Viajando de noche pasaban menos calor, pero cuando se detenían a descansar durante el día, el calor era tan intenso que había que reponer líquidos. Los labios de la muchacha estaban resecos y agrietados, y había significado un terrible esfuerzo para ella seguir andando. Sorak se había ofrecido a llevarla en brazos, sin embargo Ryana se negó a que cargara con ella; agotada y al límite de sus recursos, le quedaba todavía su tozudo orgullo.

En cuanto hubieron alcanzado las estribaciones, se detuvieron a descansar. Sorak cavó un agujero superficial en el suelo y, utilizando un conjuro druídico, extrajo agua del suelo arenoso. También Ryana podría haberlo hecho, pero carecía de fuerzas suficientes. El líquido tardó un poco en filtrarse a través del suelo, ya que la capa freática se encontraba muy por debajo de la superficie. Cuando empezó a brotar, vigiló con atención a Ryana para asegurarse de que ésta sólo tomaba pequeños sorbos.

La muchacha se puso a gatas para beber, luego se sentó y suspiró, cansada y agradecida.

—Jamás creí que el agua sucia pudiera saber tan bien —dijo—. Aunque es un poco salada.

—Sin duda encontraremos mejor agua en cuanto iniciemos el ascenso por las montañas —repuso Sorak.

—Creo que podría dormir al menos una semana —suspiró ella tumbándose de espaldas y protegiéndose los ojos con el brazo.

—No te duermas todavía —advirtió él—. Aquí estamos aún en campo abierto. Me sentiré más seguro cuando encontremos un lugar donde refugiarnos.

—¿No podemos descansar aquí sólo un ratito? —gimió la joven.

—Claro que sí —dijo Sorak cediendo—. Pero hemos de ponernos en marcha muy pronto. Acamparemos entre esas rocas de allí arriba, donde encontraremos sombra y cobijo.

Ella miró en la dirección que le indicaba y volvió a suspirar.

—A veces desearía ser un elfo —respondió.

—Los elfos son carnívoros, recuérdalo. Y tienen fantásticas y enormes orejas puntiagudas.

—Bien, pues un elfling. Entonces podría ser como tú, resistir mis impulsos carnívoros y tener las orejas terminadas en pequeñas puntas.

—En ti, resultarían de lo más atractivo —dijo Sorak.

—Muy bien, halágame cuando me siento débil y no tengo fuerzas para replicar.

—Es más seguro así.

—¡Ay! —exclamó ella—. Cómo duele cuando sonrío. Tengo el rostro tan reseco que podría agrietarse.

—Buscaré algún cacto y lo reduciré a pulpa para que puedas colocártela por la cara.

—¡Oh, eso resultaría maravilloso! ¡Ahora si tan sólo consiguiéramos encontrar un arroyo en el que pudiera lavarme!

—Haré lo que pueda —respondió Sorak.

—¿Recuerdas ese arroyo que descendía de la fuente situada junto al convento? —inquirió Ryana.

—Claro que lo recuerdo —repuso él con una sonrisa—. Acostumbrábamos a bañarnos todos allí cada día, después de las sesiones de entrenamiento con las armas.

–Recuerdo el agua vivificadora y fría del estanque, y el modo en que el arroyo corría sobre las rocas de abajo —dijo ella—. Casi puedo sentirla ahora. Yo lo daba todo por hecho. El arroyo, el bosque, las frescas y reparadoras brisas de la montaña... Nunca me había dado cuenta de lo seco y desolado que es nuestro mundo.

—Echas de menos las Montañas Resonantes, ¿verdad? —inquirió él.

—Siempre las consideraré mi hogar —respondió ella. Y luego añadió, rápidamente–: Pero no lamento haber venido.

Sorak permaneció en silencio.

—¿Desearías que me hubiera quedado allí? —preguntó Ryana al cabo de un rato.

Sorak no le respondió enseguida, y la muchacha sintió una fuerte punzada de ansiedad. Por fin, el joven contestó:

—Una parte de mí lo desea, supongo. Y no me refiero a nadie de la tribu, sino a esa parte de mí que desearía que te hubieras ahorrado todo esto.

—Elegí libremente seguirte —replicó la muchacha.

—Sí, lo sé. Y no encuentro palabras para expresar lo feliz que me siento de tenerte conmigo. Pero tampoco puedo evitar pensar a veces en la vida que podrías haber llevado de no haber sido por mí.

—De no haber sido por ti, no creo que hubiera llevado nada parecido a una vida —respondió ella contemplándolo con fijeza.

–Yo no puedo imaginar mi vida sin ti. Pero si la venerable Al´Kali no me hubiera llevado al convento, jamás nos habríamos conocido. Habrías crecido entre las hermanas, y en estos momentos, sin duda, ya habrías reemplazado a Tamura como entrenadora en el arte de la lucha y el manejo de las armas. Tendrías el amor y el respeto de todas las otras hermanas y seguirías viviendo en ese valle verde situado en lo alto de tus queridas Montañas Resonantes, un tranquilo oasis de verde sosiego en un mundo reseco y moribundo. En lugar de ello, me conociste y te enamoraste, amor que comparto con todo mi corazón, pero que nunca podré devolverte del modo como se supone que se debe amar por culpa de lo qué soy y quién soy. Y cuando pienso en todo por lo que has tenido que pasar por mi culpa, y lo que aún nos espera... —Suspiró y desvió la mirada—. Todo parece monstruosamente injusto.

Ella se acercó más a él y le tomó la mano.

—No me quejo —dijo—. Sin ti nunca habría tenido un amigo de mi edad allí en el convento, y sin ti nunca habría conocido lo que realmente significa amar a alguien. Habría crecido como las otras hermanas, sin soportar demasiado a los hombres y aun pensando peor de ellos. Y lo más probable es que si algún día hubiera tenido a un hombre, lo habría hecho de la misma forma que las hermanas de más edad, que salen de peregrinaje y utilizan esa ocasión para satisfacer su curiosidad sobre los placeres del mundo. No habría significado nada para mí, y presumiblemente habría reaccionado del mismo modo que todas ellas: preguntándome por qué la gente le daba tanta importancia si el amor no era más que eso. Pero ahora sé que están equivocadas y que amar es muchas cosas más. Es posible que me intrigue de vez en cuando lo que se siente al copular con un varón, pero al no haberlo hecho nunca, de hecho, no sé lo que me pierdo. Si he de decir la verdad, no necesito a un hombre para sentirme completa como mujer.

—Yo me pregunto a menudo si alguna vez me sentiré completo como hombre sin haber hecho el amor con una mujer —repuso Sorak—. Y no sólo cualquier mujer —añadió mirándola—. Únicamente una serviría.

—Lo sé —replicó ella oprimiendo la mano del joven con suavidad–; pero la gran señora Varanna me dijo en una ocasión que el amor puede resultar mucho más intenso a través de la castidad.

—¿Varanna dijo eso? —Sorak pareció sorprendido.

—Varanna sabe muchas cosas sobre el mundo, además de todo lo que sabe sobre las cuestiones espirituales —sonrió Ryana.

—Sí, supongo que sí —contestó él—. Es sólo que me cuesta imaginarla hablando de temas como éste.

–Tuvimos una larga charla sobre ti justo antes de que yo abandonara el convento —explicó Ryana—. Ya estaba decidida a marcharme y no creí que ella lo sospechara, pero ahora estoy segura de que conocía mis intenciones. Me consideré muy lista al escabullirme por la noche del modo como lo hice. Sin embargo, ella lo sabía y podría habérmelo impedido, pero no lo hizo.

—Estoy seguro de que te aceptaría si regresaras.

—Sí, creo que lo haría —replicó Ryana—. No obstante, aunque echo de menos las Montañas Resonantes y a las hermanas, en realidad no deseo regresar.

—¿Por mi culpa?

—Sí, pero hay muchas otras razones aparte de ti y de mí. Lo que hacemos es importante, Sorak, más importante que cualquier otra cosa que hubiera podido hacer en el convento. Las villichis son protectoras, ante todo seguidoras de la Disciplina del Druida. Desde la infancia se nos enseña a consagrarnos a la salvación de nuestro mundo, y todas soñamos en que, un día, Athas volverá a reverdecer. Tal vez es un sueño que nunca se realizará, pero al menos podemos trabajar para evitar que el mundo sea saqueado aun más por la magia profanadora. El Sabio representa nuestra única esperanza. El avangion es el único poder que puede enfrentarse a los hechiceros dragones. Debemos ayudar al Sabio a alcanzar esa metamorfosis. Para un auténtico protector no puede existir ocupación más primordial.

—Cierto, pero también significa que estaremos directamente enfrentados a los reyes-hechiceros y a todos los profanadores del planeta. Y ya sabes que no se detendrán ante nada para impedir que el Sabio alcance su objetivo, lo que significa que no se detendrán ante nada para impedir que lo ayudemos. A menudo pienso que debería haberme encargado de esto yo solo, tal y como hice al principio. ¿Qué derecho tengo a exponerte a tales riesgos?

—¿Qué te hace creer que fue decisión tuya? —inquirió ella—. Nadie dijo nunca que la Senda del Protector fuera fácil. No es suficiente hablar simplemente de la senda como un ideal. Para ser un auténtico protector, es necesario andar por ella.

—Sí —admitió Sorak—. Y hablando de andar...

—¿Tan pronto?

—Sólo un poco más, y luego podremos acampar.

La muchacha se incorporó pesadamente.

—Bueno, si llegué hasta aquí, supongo que puedo seguir un rato. Pero dormiré como un tronco en cuanto acampemos.

—No veo ningún motivo por el que no podamos hacer un alto y descansar todo un día una vez que alcancemos la seguridad de esas rocas de allá arriba —dijo él—. Nadie nos persigue. —Volvió la mirada hacia las Llanuras de Marfil—. ¿Quién en su sano juicio nos seguiría a través de todo eso?

Valsavis se detuvo y desmontó del kank. Abrió el morral, lo colocó en el suelo frente al animal y vertió agua en el interior para dar al gigantesco insecto un poco de líquido. Los kanks estaban bien adaptados a las travesías por el desierto, pero las Llanuras de Marfil no les ofrecían nada en cuestión de forraje, ni siquiera un cacto que mascar, y él había forzado mucho a la bestia. Mientras el escarabajo comía, Valsavis lo examinó con cuidado, para comprobar cómo se encontraba. Aunque el kank estaba cansado, no lo había obligado a ir más allá de lo que podía resistir; en tanto sus provisiones duraran, no tendría problemas para mantener este ritmo.

En cuanto se hubo ocupado de la montura, el mercenario escudriñó el rastro. La mayoría de rastreadores no habría encontrado ningún indicio que seguir, pero Valsavis sí lo halló. Resultaba mucho más difícil detectar huellas en la dura superficie salada que en el arenoso desierto, pero aquí y allí podía distinguir tenues señales de alteración de la sal en los lugares en los que su presa se había detenido a descansar unos instantes o había cambiado la posición de su mochila. Un día más y el viento habría eliminado incluso aquellos débiles vestigios.

Uno de ellos empezaba a estar mucho más cansado que el otro, y supuso que debía de tratarse de la sacerdotisa, pues el elfling poseía una constitución más resistente. Podía distinguir la señal dejada por los pies de la joven al arrastrarlos ligeramente mientras andaba; también habían alterado un poco su dirección, del sur al sudeste. Valsavis levantó la vista hacia las montañas, que se encontraban ahora a no más de un día de viaje. El elfling y la sacerdotisa parecían seguir una ruta oblicua en dirección a la punta nordeste de la cordillera. Les habría resultado más fácil encaminarse directamente al sur y utilizar el paso a través de las Montañas Mekillot hasta el poblado de Paraje Salado, pero habían escogido una vía más prudente.

«Tiene sentido», se dijo. Su análisis había resultado correcto. Evitaban a los forajidos y su intención era cruzar las montañas para llegar a Paraje Salado en lugar de utilizar el desfiladero. «Listo», pensó Valsavis. Existía aún la posibilidad de que se tropezaran con un pequeño grupo de bandidos en busca de botín o caza, pero habían reducido las posibilidades de un modo espectacular al elegir este camino, aunque tardaran más en alcanzar las montañas. Llegarían cansados, o al menos la sacerdotisa lo estaría, y con toda probabilidad se detendrían a descansar, quizá todo un día, antes de seguir con el viaje. Eso le daría tiempo para acortar distancias.

De todos modos, no deseaba descubrir su presencia todavía. Quería acercarse lo suficiente para observarlos sin que le observaran a él. No deseaba forzar un enfrentamiento. Cuando llegara el momento, dejaría que descubrieran que los seguía; y entonces el juego se volvería mucho más interesante.

De repente sintió un cosquilleo en la mano izquierda. La alzó hacia el rostro y contempló el anillo que el Rey Espectro le había entregado antes de partir. Era un anillo muy antiguo, forjado en oro macizo, un material tan escaso en Athas que la mayoría de la gente nunca lo había visto. Sin embargo, se trataba de algo más que un regalo, por muy magnífico que fuera. La parte superior del enorme anillo era redondeada y estaba moldeada con el fin de parecer un ojo humano cerrado. Al levantar la mano para observar el anillo en busca del motivo del escozor, el párpado de oro se abrió y dejó al descubierto el ojo amarillo y fijo de Nibenay, el Rey Espectro.

¿Has encontrado la pista del elfling y la sacerdotisa?, inquirió la voz del Rey Espectro hablando en el interior de su cabeza.

—Me encuentro a un día de viaje de ellos, mi señor —respondió él en voz alta—. Han cruzado las Llanuras de Marfil y en estos momentos deben estar a punto de llegar a las estribaciones del nordeste de las Montañas Mekillot. No hay duda de que se dirigen al pueblo de Paraje Salado, aunque qué esperan encontrar allí es algo que no sé.

Paraje Salado..., dijo el rey dragón. El ojo dorado parpadeó una vez. Vive un protector en Paraje Salado, un druida llamado el Silencioso.

—No creía que los protectores fueran muy bien recibidos en ese pueblo, mi señor —replicó Valsavis.

En circunstancias normales, no sería así, respondió el otro. Pero el Silencioso no es un protector corriente. El Silencioso ha estado en Bodach y ha sobrevivido para contarlo..., excepto que la experiencia le arrebató la voz, y, por lo tanto, el relato de lo que el druida encontró no ha sido contado aún. Hay quienes creen que el Silencioso conoce el secreto del tesoro de Bodach y esperan verlo escrito. Muchos han intentado encontrar al solitario druida, pero existen también aquellos que veneran al Silencioso por haber superado esa prueba, y conceden al viejo druida su protección.

—¿Entonces vos creéis que el elfling busca a este Silencioso, mi señor?

La ciudad de los no muertos está situada al sudeste de Paraje Salado, tras atravesar las cuencas interiores de cieno, contestó el Rey Espectro al tiempo que el ojo dorado volvía a parpadear. Si buscan al Silencioso, es sin duda porque necesitan un guía para ir a Bodach.

—¿Buscan el legendario tesoro, entonces?

No se trata de una simple leyenda; el tesoro de Bodach es muy real. Pero oculto en algún lugar entre esa fabulosa riqueza hay un tesoro todavía mayor: el Peto de Argentum.

—Nunca he oído hablar de él, mi señor —replicó Valsavis.

Ni tampoco la mayoría de la gente, respondió el Rey Espectro. Es una reliquia de los antiguos hecha de malla de plata, primorosamente enlazada y empapada de poderosa magia protectora.

—¿Cuál es la naturaleza del talismán, mi señor?

Debo admitir que no lo sé. Está protegido contra los conjuros detectores de los profanadores, y además no servirá a ninguno de ellos. Pero hay que impedir que caiga en manos del elfling: lo protegería mientras lo llevara puesto, y su magia podría acreditar al rey que él debe entronizar. Tienes que encontrar el Peto de Argentum y destruirlo.

—Pero... ¿cómo lo encontraré, mi señor? —inquirió Valsavis—. Un peto de malla de plata es muy poco corriente, desde luego. Sin embargo, en el tesoro de los antiguos, fácilmente podría haber varios objetos como ése. ¿No conocéis alguna característica que lo distinga?

Se dice que brilla con una luz singular, respondió el monarca. Aparte de eso, no puedo decirte nada más.

—Lo encontraré si me es posible, mi señor.

Si tú no lo encuentras, ocúpate de que el elfling tampoco lo haga. Y si lo halla antes que tú, entonces no se le debe permitir que lo conserve.

—Si él encuentra el peto primero, mi señor, ¿deseáis que lo elimine? —inquirió Valsavis.

No, respondió el Rey Espectro. Debe conducirnos hasta el rey que ha de coronar. Si encuentra el peto antes que tú, tendrás que idear algún método por el que puedas arrebatárselo. Cómo lo hagas no es asunto mío, pero el elfling no debe morir mientras no nos haya conducido hasta aquel al que sirve. Recuérdalo, Valsavis. Ése es tu objetivo principal. Hay que encontrar y eliminar al rey sin corona, cueste lo que cueste.

El dorado párpado se cerró y despareció el cosquilleo. Valsavis volvió a bajar el brazo. Había deseado un desafío interesante; pues bien, desde luego iba a obtener su deseo. Seguía los pasos a una víctima aparentemente ingeniosa, lista y peligrosa, y el truco estaba en no matarlo en tanto no hubiera cumplido el propósito de conducirlo hasta su amo. A ello había que sumar la búsqueda de un antiguo talismán mágico, que debía encontrar antes que lo hiciera su adversario, y para conseguirlo, tendría que buscar en Bodach, una ciudad rebosante de no muertos, mientras, al mismo tiempo, seguía con la vigilancia del elfling y la sacerdotisa. Y si éste conseguía hallar el Peto de Argentum primero, entonces él tenía que idear un modo de arrebatárselo... sin matarlo. Por último, pero no por eso menos importante, debía seguir al elfling y a la sacerdotisa hasta ese rey sin corona y ejecutarlo, lo que no sería tarea fácil, pues indudablemente el señor del elfling era un protector poderoso si incluso el Rey Espectro lo temía, y Valsavis no había intentado nunca matar a un mago.

Durante años, había creído que sus días como rastreador de las presas más peligrosas habían quedado muy atrás. Ahora, el mayor desafío de su vida lo llamaba.

Valsavis montó de nuevo en el kank y se puso en marcha siguiendo el rastro. Aspiró con fuerza, llenó los pulmones con el caliente y seco aire del desierto y exhaló vigorosamente lleno de satisfacción. Casi volvía a sentirse joven.

Sorak y Ryana habían acampado nada más llegar al abrigo de las formaciones rocosas que salpicaban la empinada ladera de la estribación nordeste. No había sido una ascensión difícil, pero sí había requerido mucho tiempo, en particular porque la muchacha estaba muy cansada. Era ya bien entrada la tarde cuando se detuvieron. Habían elegido un lugar donde varias afloraciones rocosas de gran tamaño formaban una especie de fortaleza en miniatura que abrigaba un trozo de terreno en el interior y ofrecía cierta protección contra el viento. Al mismo tiempo, el anillo de rocas serviría para ocultar la fogata a cualquier mirón situado en la vecindad; el viento que barría las laderas disiparía con rapidez el humo, y las llamas quedarían escondidas por las piedras.

Recogieron algo de leña y matojos para el fuego. Ryana extendió su capa sobre el terreno para tumbarse junto a la reconfortante hoguera. El sitio parecía bastante seguro, aunque no existía lugar en Athas que estuviera exento de peligro por completo, por lo que Sorak advirtió a su compañera que se mantuviera alerta mientras él buscaba algo comestible para ella. Simultáneamente, permitiría que el Vagabundo saliera a cazar para la tribu.

Al replegarse y dejar que la otra entidad llegara al exterior, Sorak se retiró también a disfrutar de un muy necesario sueño. El Vagabundo, bien descansado, se hizo cargo del cuerpo y se fue de caza. La tribu había descubierto que la forma física que compartían no necesitaba en realidad dormir tanto como lo necesitaban ellos; era la mente la que experimentaba el cansancio, mucho más que el cuerpo. Para la recuperación de éste eran más necesarios el descanso y el alimento que el sueño. La entidad no tardó en encontrar la pista de un kirre. Se trataba de un macho en celo que se dedicaba a marcar su territorio; el olor hacía que su rastro fuera más fácil de seguir.

Con sus zancadas largas y veloces, el Vagabundo se movió rápidamente por las arboladas laderas, siguiendo la pista del animal sin esfuerzo. La criatura ascendía hacia las zonas altas después de haber descendido probablemente en busca de comida. Ahora, sus instintos lo impelían tras una hembra de su especie; cubría un amplio territorio, moviéndose arriba y abajo mientras registraba el terreno. En momentos como éstos, el Vagabundo no sólo se sentía en plena forma, haciendo aquello para lo que su personalidad estaba idealmente adaptada, sino también pletórico de alegría. Disfrutaba con la caza. Acechar a una presa peligrosa y escurridiza para conseguir alimento, poner a prueba los propios conocimientos e instintos, era un placer primitivo que, a la vez, lo ponía en contacto íntimo con la tierra de un modo que era casi una comunión espiritual.

Ir detrás del rastro de un hombre era una cosa, pero seguir el de un animal suponía algo del todo distinto. Un hombre, a menos que estuviera extraordinariamente dotado de un conocimiento del terreno y fuera muy ducho en el arte de andar por él con suma ligereza, dejaba un rastro que era mucho más fácil de seguir. A diferencia de los animales, andaba pesadamente y a menudo con torpeza, y allí donde sus pisadas no dejaban señales fáciles de advertir, sus movimientos por entre la maleza partían ramitas, desalojaban pequeñas piedras y aplastaban la hierba del desierto.

Un animal se movía con presteza y, en comparación, dejaba tan sólo un rastro apenas visible. Sin embargo, el Vagabundo conocía las huellas de todos los animales que recorrían los territorios athasianos y podía leer señales con tanta eficacia que incluso adivinaba los movimientos realizados por el animal.

Aquí, el kirre se había detenido unos instantes para husmear indeciso el aire, desplazando su peso un poco al girar; luego había dado unos pasos más y husmeado otra vez. Allí, se había parado para investigar una madriguera de jankx y había arañado un poco la entrada a fin de remover una parte de los matorrales que el otro animal, de menor tamaño, había utilizado para camuflar su hogar; después había olfateado una o dos veces para averiguar si se encontraba en el interior.

Mientras seguía el rastro del kirre, el Vagabundo llegó a conocer al animal por la forma en que se movía y actuaba. Estaba totalmente desarrollado y sano. Se trataba de un joven macho que hacía poco tiempo que había mudado la aterciopelada capa de varios centímetros de nuevo grosor de sus cuernos curvos y echados hacia atrás. De vez en cuando seguía deteniéndose para restregarlos contra un árbol de agafari, lo que dejaba reveladores arañazos sobre el tronco. Era curioso, lo que quedaba demostrado por sus frecuentes paradas para investigar la guarida abandonada de animales más pequeños o el rastro de un rasclinn que acababa de pasar no hacía mucho.

No tardó demasiado en avistar a su presa. Entonces, el Vagabundo se acercó con sumo sigilo, a hurtadillas y con el viento a favor, de modo que el animal no pudiera olfatearlo. Éste se movía despacio, olisqueando el aire como si percibiera su presencia. La entidad se llevó la mano al cinto en busca del cuchillo de monte que Sorak llevaba allí colgado en su funda; cualquier otro cazador habría utilizado un arco y disparado, para mayor seguridad, desde tan lejos como hubiera podido, a fin de tener tiempo para un segundo disparo en caso de fallar el primero. Pero el Vagabundo, aunque era un arquero muy diestro, rehuía esta ventaja; no existía pureza en esa forma de matar.

Avanzó con lentitud, con un cuidado extremo, colocando los pies de modo que no emitieran el menor sonido. Vigilaba el viento para asegurarse de que no cambiara y delatara su posición.

Allí estaba, encima de un afloramiento cercano, agazapado sobre sus ocho recias patas. El kirre se mostraba ya en aquellos instantes tenso e inquieto; sus sentidos paranormales lo alertaban de que algo no iba bien. Alzó la cabeza de doble cornamenta con la finalidad de olfatear el aire, listo para saltar en cualquier dirección a la menor señal de peligro. Era un animal magnífico, un enorme felino de pelaje rayado en marrón y gris, de dos metros y medio de longitud y más de cien kilos de peso. Agitaba la puntiaguda cola de un lado a otro, nervioso.

Entonces, de improviso, el viento cambió, y, con un ronco gruñido, el felino se volvió directamente hacia el Vagabundo mientras encogía las patas bajo el cuerpo para saltar. Ya no había tiempo de atacar; el animal, tomando la iniciativa, estaba saltando por los aires, y arrojándose sobre su adversario con un rugido, las cuatro patas delanteras extendidas y las zarpas dispuestas para arañar y desgarrar.

El Vagabundo lo calculó a la perfección. Rodó por el suelo debajo de la criatura en tanto ésta caía hacia él; se levantó a toda velocidad justo cuando el animal aterrizaba, y saltó sobre su lomo antes de que pudiera volverse para atacarlo. Entrelazó las piernas alrededor del torso del enorme felino y agarró uno de los cuernos con la mano izquierda, sin hacer caso del doloroso latigazo de la puntiaguda cola; mientras, tiraba hacia atrás de la cabeza para dejar al descubierto la garganta. El kirre se arrojó al suelo en un intento de descabalgarlo, pero él se mantuvo firme, apretando los dientes a la vez que luchaba por forzar la cabeza del animal a pesar de la resistencia de los poderosos músculos del cuello de su presa. Centelleó el cuchillo, y el felino emitió un gorjeo agudo al tiempo que su sangre se derramaba por el suelo. Sin soltarse, la entidad hundió el arma en el corazón de la criatura para poner fin a la agonía. El animal se estremeció una vez y luego quedó inmóvil.

El Vagabundo se relajó, soltó el cadáver, se incorporó de nuevo y lo contempló con atención. Se agachó junto al cuerpo y, después de acariciar el costado, colocó la mano sobre la inmensa cabeza del animal y murmuró:

—Gracias por tu vida, amigo. Que tu fuerza se convierta en la nuestra.

Finalizada la caza y una vez que la tribu hubo saciado su apetito, el Vagabundo recogió algunas bayas y semillas de kory, junto con algunas jugosas y carnosas hojas del loto de hierbabuena, que crecían en abundancia en las laderas. Llenó bien el morral para que Ryana tuviera provisiones en abundancia que llevarse cuando emprendieran la marcha por la mañana. Con un poco de suerte, encontrarían un pequeño arroyo de montaña donde detenerse y refrescarse, y llenar sus odres. Era una noche fresca y clara, y el Vagabundo siempre se sentía mejor en las montañas que en las llanuras desérticas, de modo que permitió que Poesía saliera al exterior y se uniera a él para poder disfrutar de una de las canciones de la alegre entidad.

Mientras se encaminaban de regreso al campamento, Poesía entonó una canción en lengua elfa, una balada que Sorak ya no recordaba pero que en una ocasión había oído cantar a su madre. El Vagabundo andaba a paso regular, gozando de la sensación de la brisa que soplaba entre sus cabellos y de la voz melodiosa de Poesía que brotaba entre sus labios. A medida que se aproximaban al campamento, pudieron distinguir el suave resplandor del fuego reflejado sobre las rocosas paredes del afloramiento. El Vagabundo sonrió al pensar en cómo disfrutaría Ryana con la comida que había recogido para ella. Rodeaba el otro lado de las rocas, cuando la entidad escuchó de repente algo que silbaba por el aire en su dirección. La flecha se clavó en la espalda, acalló la voz de Poesía y, sumiéndose ambos en un torbellino que se hundía en la oscuridad, el cuerpo cayó al suelo.

Sorak recuperó el conocimiento sin saber qué había sucedido. Estaba tumbado cuan largo era sobre el estómago, tapado con su propia capa. Casi había amanecido. La fogata ardía con fuerza, y le llegó el aroma de carne asándose. Abrió los ojos y vio a un hombre sentado con las piernas cruzadas junto al fuego, cocinando un trozo de carne ensartado en un espetón. Se sentó inmediatamente y lanzó una exclamación ahogada al sentir cómo un aguijonazo de dolor le atravesaba el hombro.

—Cuidado, amigo —dijo el hombre sentado junto al fuego—. Muévete despacio o, de lo contrario, arruinarás todo mi trabajo.

Sorak se miró el hombro. Su túnica había desaparecido y tenía el hombro vendado de un modo tosco pero eficaz. Bajo el vendaje había algunas hojas de kanna bien machacadas para formar una cataplasma.

—¿Tú hiciste esto? —inquirió Sorak.

—Apliqué la cataplasma y el vendaje —respondió el hombre—. Sin embargo, no causé la herida.

—¿Quién fue?

—¿No lo sabes?

—No —Sorak meneó la cabeza—, no recuerdo nada. —De improviso, miró a su alrededor—. ¡Ryana! ¿Dónde está ella?

—No vi a nadie cuando llegué —replicó el desconocido—. Pero, poco antes, hubo aquí un grupo de hombres. Si tu compañera estaba en este lugar sola, sin duda se la han llevado con ellos.

—Entonces, debo ir en su busca de inmediato —dijo Sorak. Intentó ponerse en pie, pero su rostro se contrajo en una mueca a causa del dolor que experimentó en el hombro al moverse. Se sintió mareado.

–No creo que fueras de mucha utilidad a tu compañera en tu actual estado —indicó el desconocido—. Ya nos ocuparemos de tu amiga. Por ahora, necesitas energía. —Levantó un trozo de carne cruda ensartado en una daga—. Los elfos comen la carne cruda, ¿verdad?

Muy a su pesar, Sorak empezó a relamerse ante la visión de la carne. Sabía que la tribu se había alimentado ya, pero desconocía cuánto tiempo había estado inconsciente, y la herida lo había debilitado. «Al demonio con los votos del druida —se dijo mientras aceptaba la carne que le ofrecía el otro—. Ryana me necesita y yo preciso de toda mi energía para curarme.»

—Gracias —dijo al robusto desconocido.

—Eres pequeño para ser elfo —observó éste—. ¿Eres en parte humano?

—En parte halfling —replicó él.

El hombre elevó las cejas sorprendido.

—¿De veras? ¿Y cómo ocurrió algo tan peculiar?

—No lo sé. No conocí a mis padres.

—Ah —dijo el desconocido asintiendo comprensivo—. La vida en Athas puede ser muy dura.

Mientras comía, Sorak estudió atentamente al hombre. Era alto y fornido, muy musculoso, con complexión de luchador, pero ya había dejado atrás la juventud. Las facciones delataban su edad, pero el cuerpo la contradecía. Lucía una larga cabellera gris, que descendía por debajo de los hombros, y una espesa barba cana; se cubría con una túnica de cuero sin mangas que dejaba al descubierto los poderosos brazos, y con pantalones también de cuero; calzaba mocasines altos, con flecos en la parte superior, y portaba muñequeras claveteadas; llevaba también una espada de hierro y varias dagas en el cinto, y dada la extrema rareza de cualquier clase de metal en Athas, todo ello era claro testimonio de su pericia como luchador. Algún aristocrático mecenas adinerado y agradecido le habría donado las armas, y él era lo bastante hábil como para conservarlas y no permitir que un luchador más diestro se las quitara. Sorak pensó enseguida en su propia espada y se llevó la mano al costado. No estaba allí.

–Tu arma está a salvo —dijo el desconocido con una sonrisa al observar su reacción de alarma—. Sigue en su vaina, junto a tu túnica, allí.

Sorak miró en la dirección que le indicaba y vio que Galdra se encontraba a buen recaudo a su lado, a menos de un metro de distancia, encima de la túnica.

—Muchos hombres se habrían sentido tentados de quedarse con ella —dijo.

El otro se limitó a encogerse de hombros.

—No me gustó su forma —contestó—. Un arma hermosa, sin duda, pero no apropiada para mi modo de combatir. Supongo que podría haberla vendido. Seguramente habría obtenido mucho dinero, pero en ese caso habría tenido el problema de pensar en qué gastarlo. Demasiado dinero sólo trae problemas.

—¿Cómo te llamas, forastero? —preguntó Sorak.

—Mi nombre es Valsavis.

—Estoy en deuda contigo, Valsavis. Mi nombre es Sorak.

Valsavis simplemente gruñó.

Sorak sintió cómo le volvían las fuerzas una vez que terminó su carne cruda. Era carne de z´tal y tenía un sabor sumamente delicioso.

—Debo curarme, Valsavis, para estar en condiciones de perseguir a los hombres que se llevaron a mi amiga.

—¿Sí? ¿Estás versado en el arte de curar? ¿Eres un druida, entonces?

—¿Y qué si lo soy?

—Me han curado druidas en el pasado —respondió él encogiéndose de hombros—. No tengo nada en contra de ellos.

Sorak cerró los ojos y permitió que la Guardiana tomara el control. En voz muy baja, ésta musitó las frases de un conjuro sanador, concentró sus energías y extrajo un poco de fuerza adicional de la tierra, pero no tanta como para dañar alguna planta. Sorak notó que recuperaba las fuerzas a medida que la herida empezaba a sanar.

Pasado un rato, la curación finalizó, y la Guardiana volvió al interior. Sorak se incorporó, retiró el vendaje y la cataplasma, y fue en busca de su túnica y su espada.

—Eso ha sido extraordinariamente rápido —dijo Valsavis contemplándolo con interés.

—Poseo un don para la curación —respondió el elfling mientras se ceñía la espada.

—Y al parecer un don para recuperarte del esfuerzo que requiere —observó el otro—. He visto a algunos druidas realizando conjuros curativos; casi siempre los deja agotados y necesitan reposar durante horas.

—Yo no tengo tiempo para eso. Te agradezco tu amabilidad, Valsavis, pero debo ir en ayuda de mi amiga.

—¿Solo? ¿Y a pie?

—No tengo montura.

—Yo sí —dijo Valsavis—. Mi kank está atado justo detrás de estas rocas.

—¿Me ofreces tu ayuda? —Sorak lo miró asombrado.

Valsavis se encogió de hombros.

—No tengo nada mejor que hacer.

—No me debes nada. Más bien, soy yo quien está en deuda contigo. Esos hombres que se llevaron a mi amiga eran probablemente un grupo de forajidos y se estarán dirigiendo a su campamento. Seguro que nos superan en número.

—Si llegan a su campamento —observó Valsavis.

Sorak examinó el rastro que partía de las rocas.

—Como mínimo, son seis o siete —anunció.

—Nueve —dijo el otro.

Sorak le dirigió una mirada llena de curiosidad.

—Nueve, pues. Y nosotros sólo somos dos.

—Sin mí no serías más que uno.

—¿Por qué tendrías que arriesgar la vida por mí? —inquirió el elfling—. No tengo dinero y no te puedo pagar.

—No he pedido que se me pague.

—¿Por qué, entonces? —inquirió Sorak perplejo.

—¿Por qué no? —objetó el otro volviéndose a encoger de hombros—. Ha sido un viaje largo y sin incidentes. Y ya no tengo una edad en la que me pueda permitir permanecer ocioso durante mucho tiempo. He de mantenerme en forma o todos los buenos trabajos irán a parar a hombres más jóvenes.

—¿Y si fracasamos?

—Jamás había pensado que viviría tanto tiempo —replicó Valsavis categórico—. La idea de morir en la cama no me atrae. Carece de fastuosidad.

—No sé por qué —dijo Sorak con una sonrisa—, pero nunca había considerado la muerte como algo fastuoso.

—La muerte en sí no es más que la muerte —repuso Valsavis—. Es cómo vive uno hasta ese instante definitivo lo que importa.

—Muy bien, pues, veamos si podemos enviar algunos forajidos a su instante definitivo —convino Sorak.

—Ésas no parecen palabras propias de un druida que realiza curaciones —comentó el otro enarcando una ceja.

—Tal y como dijiste, la vida en Athas puede ser muy dura. Incluso un sanador debe aprender a adaptarse. —Cerró la mano alrededor de su espada.

—Desde luego —repuso Valsavis levantándose. Con el pie, echó un poco de tierra sobre el fuego para apagarlo—. Calculo que nos llevan unas tres o cuatro horas de delantera. Y van montados.

—En ese caso, no hay tiempo que perder.

—Los alcanzaremos, no temas.

—Pareces muy seguro.

—Siempre atrapo a mi presa —declaró Valsavis.

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