10

—¡Rápido! —gritó Kara—. No hay tiempo que perder. ¡Corred!

Cruzó la plaza a toda velocidad, en dirección a la calle que partía hacia la izquierda. Sorak y Ryana corrieron tras ella. Se dirigieron al norte y descendieron por otra calle que doblaba a la izquierda y luego seguía en línea recta de nuevo durante unos cincuenta o sesenta metros antes de bifurcarse en dos ramales. Kara eligió el de la derecha. Corrían todo lo que podían, saltando sobre los obstáculos que encontraban a su paso y rodeando dunas que el viento había amontonado contra las paredes de los edificios y escombros caídos a la calle desde las casas en ruinas.

Por todas partes, se oían ya los espeluznantes gemidos y aullidos de los no muertos, que iban alzándose para deambular de nuevo por las calles. Los sonidos parecían surgir de todas partes: del interior de las casas, de los sótanos y de las antiguas alcantarillas, secas desde tiempo inmemorial, que discurrían bajo las calles de la ciudad. Todo ello, unido al retumbar del trueno y al creciente silbido del viento, daba como resultado una especie de concierto malsano que helaba la sangre.

—¿Adónde vamos? —gritó Sorak mientras corrían. Había necesitado unos instantes para volver a orientarse, y de improviso, se había dado cuenta de que corrían en la dirección equivocada—. ¡Kara! ¡Kara, esperad! ¡La embarcación está en sentido opuesto!

—¡No regresamos a la embarcación! —le chilló ella por encima del hombro—. Jamás la alcanzaríamos a tiempo!

—¡Pero por aquí nos dirigimos al norte! —gritó Ryana jadeando para recuperar el aliento mientras corría intentando mantenerse a la altura de ambos. También ella se había dado cuenta de repente de que la dirección que llevaban los conduciría a la punta de la península; si seguían en ese sentido, llegarían a los límites más septentrionales de la ciudad, y a las cuencas interiores de cieno, y entonces ya no les quedaría ningún sitio al que dirigirse—. ¡Kara! —volvió a gritar—. ¡Si seguimos por aquí, estaremos atrapados!

—¡No! —respondió la pyreen chillando por encima del hombro y sin aminorar el paso—. ¡Esta ruta es nuestra única oportunidad! ¡Confiad en mí!

Sorak comprendió que tampoco les quedaba otra elección. Kara tenía razón. Incluso aunque dieran media vuelta en este punto jamás llegarían a la balsa ni tampoco tendría tiempo la pyreen de convocar a los espíritus de la naturaleza. Habrían de recorrer en sentido inverso toda la ciudad, y significaría un combate en retirada todo el camino.

Los lamentos y aullidos de los no muertos eran mucho más fuertes ahora y sonaban amenazadoramente más próximos. Ya podía ver a algunos de ellos que emergían tambaleantes de los portales de las casas de la calle que tenían enfrente.

Un relámpago centelleó en el cielo e iluminó las calles por unos instantes mientras los cadáveres abandonaban con paso vacilante y arrastrando los pies sus lugares de descanso. Aulló el viento, y se escuchó un trueno ensordecedor que pareció sacudir las paredes de los edificios de su alrededor. Y entonces empezó a llover.

La lluvia caía como un torrente, con toda la fuerza y la furia de un violento monzón del desierto. En cuestión de segundos, quedaron empapados. Llovía con tanta fuerza que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos metros delante de ellos. El agua descendía veloz por los costados de las casas y rebotaba en los tejados en forma de cortinas de agua que se precipitaban como una cascada a las calles.

Se formaron arroyos que discurrían sobre los adoquines, con lentitud al principio, para luego ir adquiriendo velocidad y tamaño a medida que el volumen de agua aumentaba rápidamente. Las lluvias eran poco frecuentes en el desierto athasiano y, por lo general, se daban sólo dos veces al año, durante las breves pero violentas estaciones monzónicas, por lo que los edificios y calles de las ciudades y pueblos de Athas no tenían diseñados sistemas de alcantarillado. Si el techo tenía goteras, no importaba demasiado porque las tormentas, aunque fuertes, eran normalmente de corta duración; después, volvía a brillar el sol y todo se secaba con rapidez bajo el implacable calor del desierto. Si las calles se convertían en una sopa de barro, tampoco importaba; no permanecerían así más que un corto espacio de tiempo: el agua desaparecía con celeridad por hondonadas y charcas, las calles se secaban y el tráfico volvía a aplanarlas.

La ciudad de Bodach había sido construida por los antiguos pensando en los violentísimos monzones que barrían el desierto —en esa época, el mar– durante las breves estaciones lluviosas, pero en todos aquellos años que la ciudad había estado abandonada, los canales de desagüe se habían resquebrajado y el viento los había llenado de arena. El ligero desnivel de las calles adoquinadas, diseñado para permitir que el agua fuera a parar a las zanjas laterales, no era suficiente para contrarrestar la falta de operatividad de dichos canales.

Sorak y sus dos compañeras no tardaron en encontrarse chapoteando con el agua hasta los tobillos. El duro suelo del desierto sobre el que se encontraban los adoquines no podía absorber el repentino volumen de agua, y, por lo tanto, ésta corría a raudales sobre los ladrillos, en lugar de introducirse por las grietas. La irregular calle se tornó resbaladiza, y una caída o una torcedura de tobillo ahora resultarían desastrosas.

Sin embargo, la lluvia no contribuyó a impedir el lento e implacable avance de los no muertos. Sorak y Ryana veían a través de las cortinas de agua cómo las siniestras y espectrales figuras se aproximaban con pasos lentos. Cada vez eran más las criaturas que salían a las calles. Sorak echó una ojeada a su espalda y vio sus figuras abandonando tambaleantes los edificios con movimientos espasmódicos, como marionetas con la mitad de las cuerdas cortadas. También tenían cadáveres ambulantes frente a ellos. Varios surgieron vacilantes de las entradas de las casas ante las que pasaban.

—Jamás lo conseguiremos! —chilló Ryana—. ¡Sorak, tendrás que llamar a Kether!

—¡No hay tiempo! —contestó él a gritos.

Para invocar a la extraña y etérea entidad conocida como Kether, tendría que detenerse y concentrarse, vaciar su mente y serenar su espíritu para hacerse receptivo al ser que parecía descender sobre él desde algún otro plano de la existencia, y no podía detenerse ni un instante. Los no muertos estaban por todas partes y cada vez más cerca. Sacó a Galdra de su vaina. Galdra era ahora la única posibilidad que tenían.

—¡Permaneced justo detrás de mí! —les indicó por encima del ruido de la lluvia, el viento y los truenos—. ¡Y hagáis lo que hagáis, manteneos en pie, no os caigáis!

Ryana sacó también su espada, aunque sabía por dura experiencia que no les concedería más que un respiro temporal. Los no muertos estaban animados por conjuros; en este caso, por una antigua maldición que había sobrevivido durante miles de años, y hacía suyas más y más víctimas con el paso del tiempo. Galdra, con su poderosa y ancestral magia elfa, podía matarlos y enviarlos a un definitivo descanso, pero la espada de la sacerdotisa sólo podía, en el mejor de los casos, desmembrarlos, por lo que las partes putrefactas y desmembradas volvían a unirse enseguida.

Ryana tomó a Kara del brazo y corrió para mantenerse cerca de la espalda del elfling bajo la cegadora lluvia. Delante de ellos, una docena o más de no muertos se apelotonaban en la calle, avanzando a trompicones en dirección a ellos, con los brazos extendidos; la carne momificada y echada hacia atrás dejaba al descubierto viejos huesos parduscos que relucían bajo la lluvia.

Sorak se lanzó sobre ellos.

Valsavis lanzó un gemido y abrió los ojos. Se sentía mareado, y parecía como si la cabeza le fuera a estallar. Yacía entre piezas diseminadas del tesoro, una fortuna en oro, joyas y plata digna de un rey hechicero, y recordó lo que había dicho a Sorak sobre que un exceso de riqueza no ocasionaba más que problemas. En este caso, el axioma había quedado demostrado no sólo de forma dolorosa, sino también literal.

¡Levanta, estúpido!, chilló la voz enfurecida de Nibenay dentro de su cabeza. ¡Levántate! ¡Se escapan! ¡Ve tras ellos!

Valsavis se incorporó a cuatro patas con un esfuerzo, sacudió la cabeza para despejarla y lentamente se puso en pie.

¡Date prisa, zafio y enorme mentecato idiota! ¡Estás perdiendo tiempo! ¡Los perderás!

—Callaos, mi señor —respondió él.

¿Cómo? Te atreves a...

—¡El lloriqueo de vuestra voz en mi mente no me facilitará precisamente el encontrarlos! —replicó enojado el mercenario—. ¡Necesito concentrarme!

¡Ve!, repitió el Rey Espectro. ¡Ve deprisa! ¡Tienen el talismán! ¡No deben huir!

—No lo harán, podéis estar seguro de ello —contestó Valsavis con ferocidad—. Tengo una cuenta que saldar con ese elfling.

Dejó el tesoro allí tirado y salió al exterior. El cielo estaba oscuro. Las nubes chisporroteaban merced a los relámpagos y retumbaba el trueno. En cualquier momento empezaría a llover. Si quería encontrar su rastro tendría que moverse de manera rápida.

Vio al roc muerto, tumbado en la plaza en medio de un gigantesco y oscuro charco de sangre que empezaba a coagularse. «Bueno —se dijo—, aquí acaban mis posibilidades de salir del lugar como he llegado.» Nibenay debía de haber hecho que la gigantesca ave los atacara, y ellos la habían despachado rápidamente. Pero, en realidad, ¿qué le importaba a Nibenay que él pudiera abandonar la ciudad sano y salvo? ¿Se había detenido siquiera el Rey Espectro a considerarlo cuando lanzó a la criatura contra ellos?

La idea de abandonar la ciudad sano y salvo le recordó de improviso y de forma muy desagradable la población de no muertos. Las nubes habían oscurecido el cielo. La noche había caído temprano en Bodach. Mientras permanecía allí inmóvil, oyó cómo se iniciaban los aullidos, un coro de almas condenadas expresando su terrible agonía.

¡Deja de permanecer ahí inmóvil como un mekillot atontado!, siseó en su mente la voz del rey-hechicero. ¡Averigua por dónde se fueron!

—Haz el favor de callar, gusano asqueroso —le contestó Valsavis, sin importarle ya cómo le hablaba al hechicero. Si pudiera, se arrancaría el maldito anillo del dedo y lo arrojaría tan lejos de él como le fuera posible, pero sabía muy bien que no saldría de su dedo a menos que Nibenay así lo deseara.

Durante unos instantes, el Rey Espectro permaneció realmente callado, anonadado por la respuesta, pero enseguida Valsavis notó que el escozor de su mano aumentaba, y luego se convertía en quemazón, como si la extremidad ardiera. La sensación empezó a extenderse por el brazo.

—¡Desiste, reptil miserable! —masculló apretando los dientes—. ¡Recuerda que me necesitas!

La sensación de ardor desapareció de repente.

—Eso está mejor.

Das por supuestas demasiadas cosas, Valsavis, repuso el Rey Espectro malhumorado.

—Es posible. Pero sin mí, ¿qué haríais ahora? —Recorrió la plaza atentamente con la mirada mientras descendía por la escalinata. Había huellas ensangrentadas de pisadas dejadas por un par de mocasines que se alejaban hacia la izquierda. Empezó a correr siguiéndolas.

El Rey Espectro calló. Lógicamente, sin Valsavis, no podía hacer nada, y éste sabía que si existía alguna amenaza de castigo pendiendo sobre su cabeza, Nibenay podría tener que esperar mucho tiempo antes de conseguir ver el Peto de Argentum o averiguar el lugar donde podía hallar al rey sin corona. Sonrió para sí mientras recorría a la carrera la calle por la que habían marchado el elfling y las dos mujeres. No todos los hombres podían manipular a un rey-hechicero. No obstante su poder, Nibenay todavía lo necesitaba, y eso significaba que él, Valsavis, tenía el control. Al menos, por el momento.

Retumbó el trueno y los relámpagos acuchillaron el cielo. Los gemidos de los no muertos aumentaron en intensidad. «Las cosas están a punto de ponerse interesantes», se dijo Valsavis.

Descendió corriendo por la calle, siguiendo la ruta que los otros habían tomado. Se dirigían al norte. Frunció el entrecejo. Parecía muy raro. ¿Por qué irían hacia el norte? La balsa voladora se encontraba al otro lado de la ciudad. Claro que debían haberse dado cuenta de que no podían llegar hasta ella a tiempo; las calles estarían repletas de no muertos antes de que se encontraran a medio camino. ¿Qué había, pues, al norte? Nada, a excepción de las cuencas interiores de cieno.

«Es una locura», pensó. ¿Habían perdido el juicio? Todo lo que conseguirían sería quedar atrapados entre una ciudad llena de cadáveres ambulantes y las cuencas de cieno. Los muertos vivientes irían tras ellos, y ellos no tendrían otro lugar al que dirigirse excepto al interior de las cuencas, donde se ahogarían en medio de aquel lodo sofocante, una muerte que desde luego no era muy preferible a ser eliminado por los no muertos. No tenía ningún sentido. ¿Por qué irían en esa dirección?

Volvió a resonar el trueno, inundando la ciudad con su rugido ensordecedor, y empezó a llover a cántaros. Valsavis llegó a una bifurcación de la calle. Ya no quedaba un rastro que seguir. En segundos, la lluvia había borrado las ya débiles marcas de sangre de roc que Sorak había ido dejando, y no quedaban indicios sobre el suelo de adoquines. ¿Qué camino habían tomado? ¿Izquierda o derecha?

Valsavis notó de improviso que una mano le cogía por el hombro. Giró en redondo, desenvainando al mismo tiempo la espada, y seccionó el brazo del espantoso espectro que se encontraba a su espalda. Tenía las cuencas vacías de los ojos fijas en él; la carne momificada dejaba al descubierto los huesos ennegrecidos por el tiempo; un agujero permitía adivinar el lugar donde había estado la nariz; la boca era sólo un rictus burlón cuyas mandíbulas se movían hambrientas.

El brazo del cadáver cayó al suelo, pero no sangró, y el no muerto no pareció ni enterarse. Valsavis le golpeó el rostro con el puño y le arrancó la cabeza de los hombros, que cayó al suelo resbaladizo por la lluvia con un golpe sordo mientras las mandíbulas se movían aún. El cadáver se apartó entonces de él y empezó a tantear el suelo en busca del miembro seccionado con el brazo que le quedaba; cuando encontró el apéndice amputado, lo recogió y, sencillamente, lo volvió a colocar en su sitio. Luego, fue en busca de la cabeza.

—¡Sangre de gith! —maldijo el mercenario.

Blandió de nuevo la espada y con un potente mandoble a dos manos partió el cuerpo del cadáver ambulante por la mitad. Las dos partes del cuerpo cayeron sobre la calle y chapotearon en la capa de agua que cubría los adoquines. Inmediatamente, las dos mitades empezaron a serpentear la una hacia la otra, como horrendas babosas, y mientras Valsavis observaba atónito, volvieron a unirse, y el cuerpo inició de nuevo la búsqueda de la cabeza.

—¿Cómo rayos se puede matar a estas cosas? —exclamó el mercenario en voz alta. Levantó la vista y vio a varios cadáveres más que se le acercaban tambaleantes bajo la lluvia—. ¡Nibenay!

No obtuvo respuesta.

—¡Nibenay, maldito seas, ayúdame!

Vaya, así que ahora es mi ayuda lo que deseas, ¿no es así?, dijo la voz del Rey Espectro en su mente en tono desagradable.

Más no muertos salían a la calle a su alrededor, y cada uno de ellos se encaminaba hacia él; algunos no eran más que esqueletos. Uno llegó casi junto a él; Valsavis volvió a blandir el arma y lo decapitó, pero el ser siguió adelante, sin cabeza. El mercenario utilizó nuevamente la espada, gruñendo por el esfuerzo, y partió en dos el esqueleto. Los huesos se separaron y cayeron con un chapoteo sobre la encharcada calle para, acto seguido, empezar a retorcerse los unos hacia los otros y volver a juntarse.

—¡Maldito seas, Nibenay —gritó Valsavis–; si muero aquí, jamás conseguirás lo que deseas! ¡Haz algo!

Sintió que algo lo sujetaba por detrás y giró sobre sí mismo a la vez que daba una fuerte patada. El cadáver cayó hacia atrás y se derrumbó ruidosamente en la calle inundada; pero rodó y volvió a avanzar hacia él.

Ruega, dijo el Rey Espectro. Suplica mi ayuda, Valsavis. Arrástrate como la escoria miserable que eres.

—Antes prefiero morir —repuso él blandiendo otra vez la espada al ver que los putrefactos cadáveres lo iban rodeando.

En ese caso... muere.

—¿Creéis que no lo haré? —chilló Valsavis golpeando a su alrededor con la espada mientras los no muertos seguían acercándose implacables—. ¡Moriré maldiciendo vuestro nombre, reptil bastardo! Prefiero morir como un hombre antes de arrastrarme a vuestros pies como un perro, y el miserable orgullo que mostráis os negará aquello que tanto queréis.

Ssssí, repuso la voz de Nibenay, con un siseo de resignación. Realmente creo que lo harías. Y, por desgracia, todavía te necesito. Muy bien, en ese caso...

En ese instante, Valsavis sintió que algo trepaba por su pierna, y lanzó un alarido de dolor cuando uno de los cuerpos que había derribado trepó por él y le hundió los dientes en la muñeca izquierda. Valsavis lanzó un grito intentando sacárselo de encima, pero seguía habiendo cadáveres que probaban de agarrarlo y no podía dejar de repartir golpes a diestro y siniestro con su espada si quería seguir vivo. No podía detenerse ni un segundo. Mientras gemía de dolor, daba patadas a la criatura que había aferrado su muñeca entre los dientes; al mismo tiempo, no podía permitirse dejar de dar mandobles ni siquiera un instante si quería impedir que los no muertos acabaran con él. Cada uno que derribaba no tardaba en volver a incorporarse. Y muchos más se acercaban ya. Luchaba por su vida como no lo había hecho nunca antes.

El dolor se tornó incandescente cuando el cadáver que mordía su muñeca hundió aun más en ella sus dientes afilados como cuchillos. El mercenario sintió que el dolor se apoderaba del resto del cuerpo, y se debatió con todas sus fuerzas para liberar la mano mientras seguía rechazando a los no muertos que se acercaban. De improviso, se escuchó un crujido agudo y seco, y quedó libre.

Le acababan de arrancar la mano izquierda de un mordisco.

Rugiendo de dolor y rabia, se abrió paso entre el resto de cadáveres y corrió calle abajo, en medio de la lluvia, apretando los dientes con fuerza para soportar el dolor. Chorros de sangre manaban de lo que quedaba de su muñeca izquierda, y, mientras corría, colocó la espada bajo el brazo y se desabrochó el cinto con la mano que le quedaba. Lo sacudió con energía hasta que la vaina se soltó, luego lo arrolló con fuerza alrededor del brazo, a modo de improvisado torniquete. Lo apretó bien, tirando con los dientes, y acto seguido hizo un nudo. La cabeza le daba vueltas; los ojos se le nublaban, y, por entre la lluvia, vio a nuevos no muertos que descendían dando traspiés por la calle en dirección a él.

Nibenay ya no estaba. Lo que fuera que hubiera podido hacer para ayudarlo ya no era posible. Desaparecida su mano izquierda, el anillo también había desaparecido, y el vínculo mágico quedaba roto. Valsavis se detuvo en medio de la torrencial lluvia, respiró con fuerza reprimiendo el dolor y luchando por evitar desmayarse, y mientras los tambaleantes cadáveres animados se aproximaban a él, se dio cuenta de repente de que nunca en la vida se había sentido tan vivo.

Su mano derecha se cerró con fuerza alrededor de la empuñadura de la espada. Empuñarla era una sensación familiar, algo natural, como una extensión del brazo. Con la lluvia cayendo sobre él, calándole hasta los huesos, pegándole los largos cabellos grises al rostro y corriendo por su barba, reanimándolo, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito de desafío a la muerte que venía hacia él dando trompicones. Aquí se demostraba la valía de un hombre. Éste era un modo digno de morir; no con un jadeante estertor de la muerte de un anciano en una cama solitaria, sino con un grito lleno de furia y de ansias de matar. Y extendiendo la espada ante él, se lanzó a la carga.

Sorak se abrió paso entre los cadáveres que se acercaban como un dios vengador blandiendo a Galdra a diestro y siniestro. Los atravesaba sin ningún esfuerzo, y ellos se derrumbaban para no volverse a levantar; el hechizo de la mágica espada era más poderoso que la antigua maldición que los animaba. Y si Sorak se hubiera detenido en su carrera a través de ellos, podría haber escuchado cómo suspiraban de alivio mientras la lluvia arrastraba con ella la muerte en vida a la que habían estado condenados.

Ryana aferraba con fuerza el brazo de Kara, sosteniendo la espada en la otra mano, en tanto que paseaba la mirada a derecha e izquierda, lista para atacar a cualquier cuerpo que se acercara demasiado. Pero algo extraño sucedía; los no muertos, que, tambaleantes, se habían estado aproximando a ella y a Kara, de repente dieron media vuelta y empezaron a dirigirse hacia Sorak arrastrando los pies, con los brazos extendidos, no amenazadores, sino casi suplicantes, como si imploraran misericordia. Y de improviso comprendió lo que hacían.

Tras ver cómo Galdra liberaba a los otros del hechizo, estos cadáveres sin voluntad, impelidos por algún fragmento de un instinto que había sobrevivido de la época en que aún estaban vivos como hombres, buscaban ahora también la liberación de aquella muerte en vida. Ya no atacaban; en lugar de ello, se acercaban a Sorak y simplemente se quedaban allí, inmóviles, esperando que acabara con ellos. Galdra centelleaba bajo la torrencial lluvia, una vez y otra y otra, y otros más seguían viniendo, aguardando pacientemente su turno, con los brazos tendidos hacia él en muda súplica.

Ryana y Kara se apoyaron la una en la otra bajo la lluvia, conteniendo la respiración, incapaces de apartar la mirada de aquel espectáculo demencial. Los no muertos sencillamente hacían caso omiso de su presencia; pasaban junto a ellas para acercarse a Sorak, y luego se detenían y se limitaban a esperar el momento de ser derribados de una vez para siempre.

—¡Ryana! —gritó Sorak con exasperación—. ¡No puedo seguir! ¡Son demasiados!

—¡Ábrete paso entre ellos! —le chilló ella—. ¡Te seguiremos!

El elfling se lanzó al frente abriendo camino por entre los cadáveres que le cerraban el paso, y Ryana corrió junto con Kara, que estaba pegada a sus talones. Una vez que consiguieron salir de allí y continuar calle abajo, oyeron cómo los gemidos atormentados de los no muertos se elevaban a su espalda.

—¿Por dónde? —inquirió Sorak.

—¡A la izquierda! —indicó Kara a gritos—. ¡Sigue recto hasta el final de la calle! ¡Verás una torre!

Siguieron adelante, mientras Sorak seguía derribando a todos los no muertos que se cruzaban en su camino. Ryana notó que unos dedos huesudos se aferraban a su hombro; se volvió y asestó un tajo con la espada para cortar el brazo que intentaba sujetarla. Éste cayó al suelo y se retorció como un gusano en tanto que el cuerpo seguía persiguiéndola tambaleante, con el otro brazo extendido y los dedos como garras abriéndose y cerrándose en el aire en un vano intento de atraparla.

Ryana sintió un momentáneo pesar por no estar capacitada para liberar a aquella criatura de su tormento, pero luego pensó en todos los que sin duda había matado de una forma horrible durante años, y la idea eliminó todo sentimiento de piedad de su mente. De no ser por Galdra, también ellos habrían servido de alimento a los no muertos de Bodach.

La lluvia empezó a amainar a medida que la tormenta pasaba sobre ellos. Al frente, en el otro extremo de la calle, la sacerdotisa distinguió una torre alta de piedra que se alzaba en el límite de la ciudad, junto a los muelles podridos que sobresalían de entre el cieno. En cierta época, en una era anterior, debió de haber sido una torre vigía, o quizás un faro para guiar a los barcos hasta los muelles cuando las cuencas de cieno aún estaban llenas de agua.

Corrieron hacia la torre con la lluvia convertida ahora en simple llovizna. Sus pies chapoteaban sobre la calle mientras corrían, pero ya no se veían más cadáveres ambulantes frente a ellos. Aunque oían los gemidos a su espalda, la torre se encontraba ahora a tan sólo una corta carrera de distancia. La alcanzaron y se introdujeron en el interior.

No había puerta en el marco, ya que hacía tiempo que se había podrido; no existía más que una arcada abierta que conducía a una sala circular en la planta baja y a una larga escalera de caracol de peldaños de piedra que se perdía en lo alto.

—Podemos hacer un intento de resistir aquí —dijo Sorak respirando con dificultad a causa del esfuerzo mientras paseaba la mirada rápidamente a su alrededor para comprobar que el lugar estaba vacío—. No hay puerta, pero tal vez podamos obstruir la entrada. —Echó una ojeada a la escalera que conducía a los pisos superiores—. A lo mejor hay más de ellos ahí arriba.

—No —repuso Kara con seguridad—. Estaremos a salvo aquí. No van a entrar.

Ryana y Sorak la miraron al unísono.

—¿Cómo? —inquirió Sorak, con expresión perpleja.

—Porque saben que no deben hacerlo —respondió la pyreen—. Podemos descansar aquí un momento y recuperar el aliento.

—¿Y luego qué? —quiso saber Sorak.

—Y luego subiremos —replicó ella.

Sorak dirigió una inquieta mirada a la escalera.

—¿Por qué? —le preguntó—. ¿Por qué saben los no muertos que no deben entrar? ¿Qué hay ahí arriba, Kara?

—El auténtico tesoro de Bodach.

El elfling miró por la puerta en forma de arco en dirección a la calle. Unos treinta o cuarenta no muertos permanecían inmóviles allí delante, apenas a veinte metros de distancia. No se acercaron más. La lluvia había cesado, la tormenta seguía su camino y la luz lunar se reflejaba en la calle. Entonces, mientras Sorak y Ryana observaban, los cadáveres vivientes se alejaron lentamente para perderse entre las sombras.

–No lo comprendo —dijo Sorak—. Recibían con los brazos abiertos la muerte definitiva que les brindaba Galdra y, sin embargo, parecen temer a esta torre. ¿Qué le pasa a este lugar? ¿Por qué se mantienen alejados de él?

—Averiguarás la respuesta en lo alto de la torre —replicó Kara en tono evasivo.

Sorak se colocó, chorreando agua, al pie de la escalera y miró hacia lo alto.

—Bueno, no es que me ilusione la ascensión después de todo por lo que hemos pasado, pero ya he esperado mucho tiempo para obtener respuestas —anunció. Dirigió una mirada a Kara—. ¿Vais vos delante, o lo hago yo?

—Adelante —indicó ella—. Yo te seguiré.

Sorak la contempló indeciso por un instante; luego inició la ascensión. Ryana hizo una seña a Kara para que pasara primero. Tras dirigir una veloz mirada a la entrada, Ryana aspiró con fuerza, sopesó su espada en la mano, y siguió a Kara y a Sorak.

Ascendieron durante un buen rato. La torre poseía diferentes niveles, pero en la mayoría de ellos el suelo se había podrido hacía ya tiempo, y sólo quedaban algunos pedazos de madera. Mientras subían, un airecillo fresco penetraba por las estrechas ventanas abiertas en las paredes. Los peldaños de piedra eran muy viejos y estaban desgastados en el centro a causa de las pisadas de innumerables pies a lo largo de los años. «¿Cuánto tiempo hace —se preguntó Ryana—, que nadie ha pasado por aquí? ¿Cientos de años? ¿Mil? ¿Más? ¿Y qué encontraremos en lo alto? ¿Cómo puede existir un piso arriba si todos los demás se desplomaron hace siglos?»

Al cabo de un rato, le gritó a Sorak que se detuviera unos instantes para que pudieran descansar, y el elfling descendió varios peldaños para reunirse con ellas. Como sólo se podía pasar de uno en uno por la estrecha escalera de caracol, el joven se limitó a sentarse en las escaleras un poco más arriba; Kara se sentó justo debajo, y Ryana se dejó caer, agradecida, un peldaño más abajo y se recostó en la pared.

—¿Cuánto falta todavía? —inquirió con voz cansada. La larga carrera por las calles de la ciudad y la batalla contra los no muertos la habían dejado totalmente extenuada, y no deseaba otra cosa que reclinarse, cerrar los ojos y no dar un paso más.

—Estamos casi en lo alto —dijo Kara.

—Bueno, al menos será más fácil cuando bajemos —suspiró la joven.

Sorak sacó el Peto de Argentum de su mochila, y el talismán inundó el hueco de la escalera con su tenue y cálido fulgor azulado.

—Bien, hemos encontrado lo que vinimos a buscar —le dijo a Kara—. ¿Ahora qué? ¿Qué nos aguarda en lo alto de la torre? ¿Un nuevo mensaje del Sabio? ¿Una nueva misión que hemos de llevar a cabo para él que nos conducirá quién sabe a qué rincón perdido del planeta?

—Eso no soy yo quien puede decirlo —respondió ella.

—¿Quién lo hará, entonces? —inquirió él—. ¿Cómo sabremos qué hay que hacer ahora? ¿Adónde ir? ¿Se pondrá el Sabio en contacto con nosotros de algún modo? ¿No le hemos demostrado ya suficientes cosas? ¡Ya me he cansado de esta búsqueda interminable!

—Tal y como te dije —replicó Kara—, encontrarás tus respuestas en lo alto de la torre.

–Magnífico —repuso Sorak con un profundo suspiro—. Que así sea, entonces. Cualesquiera que sean las pruebas que conciba para que tengamos ocasión de demostrar nuestra valía, las llevaremos a cabo. No nos dejaremos disuadir ni desanimar. Pero no puedo evitar preguntarme cuántas más veces tiene que someternos a determinadas situaciones antes de convencerse de nuestra sinceridad. —Devolvió el talismán al interior de la bolsa, se puso en pie e inició de nuevo la ascensión.

Con un suspiro de resignación, Ryana se incorporó para seguirlo. Prosiguieron escalera arriba, y, de improviso, curiosamente, empezó a notarse como si hiciera más calor. Ya no se oía el sonido del viento helado aullando en el exterior; quizás era su imaginación, pero al pasar junto a una de las estrechas ventanas, la sacerdotisa creyó escuchar el canto de pájaros en la oscuridad del exterior. Entonces, justo delante de ellos, vieron una luz. Llegaron a lo alto de la torre, y mientras Ryana se acercaba a Kara y a Sorak por detrás, oyó cómo el joven lanzaba una exclamación ahogada. No tardó en comprender el motivo.

El último piso de la torre era una gran estancia circular, con alfombras en el suelo y mobiliario de madera tallada dispuesto a su alrededor. Había una mesa enorme cubierta con numerosos frascos y probetas, rollos de pergamino, plumas para escribir y tinteros, y una inmensa esfera de cristal. Un fuego ardía alegremente en la chimenea empotrada en la pared, y, alrededor de la sala circular del último piso de la torre, se veían grandes ventanas con postigos, que estaban abiertos para permitir la entrada del cálido aire nocturno. Cuando Ryana miró a través de las ventanas, se encontró con que la luz lunar iluminaba no la ciudad de Bodach, o las cuencas de cieno situadas más lejos, sino un valle verde y florido, más allá del cual se distinguía un trozo de desierto.

Un enorme kirre de seis patas y de piel a rayas blancas y negras que yacía en una alfombra en el centro de la habitación agitando lentamente la puntiaguda y pesada cola de un lado a otro alzó la inmensa cabeza de cuernos parecidos a los de un carnero, los contempló con expresión perezosa y lanzó un potente rugido. Sorak y Ryana hicieron el gesto, los dos a la vez, de sacar sus espadas, pero una imponente figura encapuchada se interpuso entre ellos y el animal, sacudió la cabeza y emitió varios sonoros chasquidos.

Sorak contempló con aprensión la encapuchada figura. Medía poco más de metro ochenta de estatura, pero sus proporciones resultaban estrafalarias. Los hombros eran increíblemente anchos, más anchos que los de un mul, y el torso superior parecía inmenso y se estrechaba hasta finalizar en una cintura muy fina; los brazos, extraordinariamente largos, quedaban rematados por manos de cuatro dedos que más bien parecían zarpas, y, de debajo de la túnica, surgía una gruesa cola reptiliana.

—No temáis —dijo una figura vestida de blanco que estaba inclinada de espaldas a ellos atizando el fuego—. Kinjara es mi mascota, y aunque gruñe, no os hará daño. Tak-ko, por favor haz pasar a nuestros visitantes. Deben de estar muy cansados de su largo viaje.

La figura encapuchada profirió unos cuantos chasquidos más y luego les indicó que entraran. Cuando se acercó a ella, Sorak descubrió que el rostro oculto por la capucha no era ni remotamente humano; tenía un largo hocico lleno de hileras de dientes afilados como cuchillas y los ojos poseían membranas nictitantes. La criatura era un pterran, un miembro de la raza de los hombres-reptiles que habitaban en las Regiones Interiores, más allá de las Montañas Resonantes. Sorak nunca antes había visto a uno de ellos, y no pudo evitar mirarlo con curiosidad. Cuando Ryana vio el rostro de la criatura, se le escapó una exclamación ahogada.

—Por favor, no os alarméis por el aspecto de Tak-ko —indicó la figura ataviada con la túnica blanca—. Debo admitir que tiene un semblante bastante aterrador, pero en realidad es una criatura muy agradable.

Sorak contempló con fijeza al hombre vestido de blanco. Parecía sumamente viejo, con una larga melena blanca que descendía más allá de los hombros, casi hasta la cintura. Era muy alto y delgado, con dedos largos y huesudos; el cuerpo y las proporciones resultaban parecidos a los de una villichi, sólo que él era un varón. La frente era amplia y el rostro estaba surcado por miles de arrugas, pero sus ojos mostraban un brillante color azul y centelleaban con la vitalidad de la juventud y de la inteligencia. Sorak descubrió que había algo extraño en aquellos ojos: carecían de pupilas y, alrededor del azul zafiro de los iris, el blanco de los ojos aparecía también levemente teñido de azul. Cuando se movió, sus cabellos se agitaron suavemente, y Sorak se dio cuenta de que sus orejas eran grandes y puntiagudas.

—¿Lo ves Tak-ko? —dijo el anciano elfo al pterran—. Has perdido la apuesta. Lo han conseguido a pesar de todo, tal y como yo sabía que harían. —Se volvió hacia Sorak y le tendió la mano—. Bienvenido, Sorak. Soy el Sabio.

—¿El Sabio? —exclamó el elfling contemplándolo con incredulidad. Después de todo este tiempo, resultaba difícil aceptar que la larga búsqueda finalmente había terminado. El Sabio seguía con la mano tendida. Sorak se dio cuenta de ello y se adelantó para estrecharla—. Pero ¿erais vos el famoso Nómada del libro? ¡Siempre he creído que el autor del diario era un humano! ¡Sin embargo, sois un elfo!

—Sí —respondió el Sabio—. Espero que no te sentirás desilusionado. Te has tomado tantas molestias para llegar aquí que sería realmente una lástima que así fuera.

—Bienvenida, querida sacerdotisa —saludó volviéndose hacia Ryana y tendiendo su mano. La joven la estrechó, aturdida—. Y Kara. Cómo me alegro de volveros a ver. Por favor, sentaos. Poneos cómodos. Tak-ko, un poco de té caliente para nuestros invitados. Parecen helados.

Mientras el pterran iba en busca del té, Sorak paseó la mirada por la sala.

—¿Dónde estamos? —inquirió—. ¡Esto no puede ser Bodach!

—No, no lo es —respondió el Sabio.

—No..., no lo comprendo —insistió Sorak, y dirigió una veloz mirada a la pyreen—. Kara, ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué ha sucedido?

–Ése es el auténtico tesoro de Bodach —explicó ella—. La vieja torre del faro es una puerta mágica, un portal a otro lugar y tiempo.

—¡De modo que ése es el motivo por el que los profanadores no han conseguido encontraros jamás! —exclamó Ryana contemplando boquiabierta al Sabio—. ¡Existís en otro tiempo!

—E incluso aunque lo sospecharan, nunca se les ocurriría buscar la entrada a ese tiempo en la ciudad de los no muertos —dijo Kara—. Sería el último lugar en el que un profanador esperaría hallar magia protectora.

—Os ruego me perdonéis por haberos puesto a prueba con tanta dureza —intervino el Sabio—, y por haberos hecho realizar un viaje tan largo y penoso. Sin embargo, me temo que no había otro modo. Tenía que estar absolutamente seguro de vuestro compromiso y decisión. ¿Confío en que habéis traído el Peto de Argentum?

Sorak lo sacó de su mochila.

—¡Ah!, excelente —suspiró el Sabio cogiéndoselo—. ¿Y las Llaves de la Sabiduría?

Ryana se quitó de los dedos los anillos de oro que eran los sellos de la llave y se los entregó.

—Perfecto. Lo habéis hecho muy bien. Muy bien, de verdad —les dijo con una sonrisa—. Habéis recorrido el auténtico Sendero del Protector. La gran señora Varanna estaría muy orgullosa de vosotros.

Tak-ko les trajo el té. Estaba hirviendo y había sido preparado con una deliciosa y aromática mezcla de hierbas secas.

—He hecho todo lo que me pedisteis, señor —dijo el elfling.

—Por favor... no hay necesidad de tanta formalidad —replicó el Sabio—. No soy más que un viejo mago, no un señor de ninguna clase.

—Entonces... ¿cómo debo llamaros?

El Sabio sonrió.

—Ya no utilizo mi auténtico nombre. Incluso pronunciarlo en voz alta plantea ciertos riesgos. Nómada servirá, o podrías llamarme abuelo, si lo prefieres. Cualquier nombre es bueno, aunque casi prefiero abuelo. Es un término a la vez cariñoso y de respeto. Eso es, claro está, si no tienes ningún reparo que poner.

—Claro que no, abuelo —repuso Sorak—. Pero, tal y como he dicho, he hecho todo lo que me habéis pedido, y...

—Y ahora hay algo que desearías que yo hiciera por ti —dijo el Sabio asintiendo—. Sí, lo sé. Buscas la verdad sobre tus orígenes. Bien, yo podría ayudarte a encontrar las respuestas que buscas. Pero ¿estás bien seguro de que deseas saber? Antes de que respondas, te ruego que consideres con cuidado lo que te voy a decir. Te has creado tu propia vida, Sorak. Te has forjado tu propia e incomparable identidad. Averiguar cosas sobre tu pasado podría acarrear ciertas responsabilidades. ¿Estás seguro de que deseas saber?

—Sí —respondió él, categórico—. Más que ninguna otra cosa.

—Como prefieras. —El Sabio asintió con la cabeza—. Pero termina tu té. Serán necesarios algunos preparativos.

Mientras el mago regresaba a su mesa, Sorak se bebió de un trago lo que quedaba de su té caliente. Le quemó la garganta al descender por ella, pero resultaba agradable después de la fría lluvia. Apenas podía creer que después de todo este tiempo, finalmente iba a averiguar la verdad sobre sí mismo, y se preguntó cuánto tiempo tardaría el Sabio en realizar sus preparativos.

Entretanto el anciano hechicero había desatado y desenrollado un pergamino y lo extendía ahora con sumo cuidado sobre la atestada mesa. Colocó pequeños pesos en cada esquina del documento, después se pinchó el dedo con un cuchillo afilado y dejó caer unas gotas de sangre sobre el pergamino. Tras mojar una pluma de ave en la sangre, trazó unas cuantas runas; luego cogió una vela y una barrita de lacre rojo, y los sostuvo sobre el pergamino. Murmurando para sí en voz baja, derramó una gota de cera roja, sobre la que dejó la marca de uno de los sellos y, acto seguido, aplicó encima otra gota de sangre. Repitió el proceso tres veces, uno por cada esquina del documento, pero utilizó un sello diferente cada vez.

Mientras observaba cómo preparaba el conjuro, Sorak contempló una vez más el curioso alargamiento de su figura, resultado de las primeras fases de la metamorfosis. Siendo elfo, lo normal habría sido que fuera más alto que un humano, pero con una altura de un metro ochenta aproximadamente tenía más o menos la longitud de Sorak, que no poseía las proporciones de un elfo. Había que tener en cuenta, claro, que el Sabio era bastante anciano, y la gente se encogía con la edad: los elfos no eran una excepción. De todos modos, se dijo el elfling, en su juventud debió de resultar bastante pequeño para ser elfo. O bien eso, o la metamorfosis había provocado notables cambios en su cuerpo. Sin duda, debía de haber sido terriblemente dolorosa. Incluso ahora, se movía despacio, casi con dificultad, del modo como aquellos con los huesos viejos y doloridos lo hacen.

Sus peculiares ojos, con toda seguridad, eran también resultado de la metamorfosis, y acabarían por tornarse completamente azules, incluso la parte blanca; darían la impresión de ser zafiros relucientes incrustados en las cuencas. Sorak se preguntó en qué forma afectaría aquello a su sentido de la vista. El cuello se mostraba más largo de lo que debiera, incluso en un elfo; pero en tanto que los brazos también eran largos, parecían más propios de un humano alto que de un elfo, igualmente sucedía con las piernas. Andaba ligeramente encorvado, una postura que, junto con la voluminosa túnica, ocultaba lo que Sorak distinguió con más claridad ahora que el hechicero se encontraba de espaldas a ellos: los omóplatos sobresalían de forma anormal y le daban el aspecto de un jorobado; se encontraban en pleno proceso de transformación en alas.

¿Qué clase de criatura era un avangion? ¿Qué aspecto tendría cuando la transformación se hubiera completado? ¿Se parecería a un dragón, o a una criatura totalmente distinta? ¿Y conocería él cuál iba a ser el resultado final? Mientras pensaba en lo mucho que había tenido que pasar junto con Ryana para llegar a este momento, el elfling comprendió que aquello no era nada comparado con lo que estaba padeciendo el Sabio. ¿Durante todos aquellos años en que había sido el Nómada, sabía el camino que iba a emprender? Seguramente, ya debía tenerlo decidido entonces, pues El diario del Nómada contenía ingeniosos mensajes ocultos a lo largo de todas las descripciones de las regiones de Athas. ¿Cuántos años había pasado deambulando por el mundo como un peregrino, al tiempo que escribía la crónica que, de aquel modo tan subversivo, iba a guiar a los protectores en el futuro? ¿Y durante cuánto tiempo había estudiado los antiguos y olvidados textos y pergaminos para conseguir alcanzar la perfección en su arte e iniciar el largo y duro proceso de la metamorfosis?

«No —se dijo Sorak—, lo que nosotros hemos pasado no ha sido nada comparado con todo eso.»

Dirigió una mirada a Ryana y vio que ésta se la devolvía de un modo extraño. Estaba agotada y se le notaba; mientras la contemplaba, se dio cuenta de que también él se sentía muy cansado. Habían padecido mucho. Le dolían los brazos de tanto blandir a Galdra frente a las docenas de no muertos con los que se habían enfrentado para abrirse paso. Los dos estaban helados, mojados, y tenían los huesos doloridos. El calorcillo de la chimenea de la sala de la torre, unido al calor del té que el Sabio les había ofrecido, le provocaba soñolencia, no obstante lo excitado que se sentía ante la perspectiva de haber conseguido finalmente su objetivo. Mientras observaba a la joven, vio cómo sus párpados se cerraban y la cabeza le caía sobre el pecho. La taza que la muchacha sostenía se desprendió de sus dedos y fue a hacerse añicos sobre el suelo.

Él apenas podía mantener los ojos abiertos. Sintió cómo una profunda lasitud se adueñaba de su cuerpo, y la vista se le empezaba a nublar. Bajó la mirada hacia la taza vacía que sostenía y, de improviso, comprendió por qué se sentía tan soñoliento. Levantó los ojos hacia Kara y vio que ésta lo miraba con atención. La imagen empezó a bailar ante él; la figura de la pyreen aparecía y desaparecía de forma borrosa.

—El té... —empezó a decir.

El Sabio se volvió y lo miró. Sorak lo contempló sin comprender.

—No... —farfulló, y se incorporó tambaleante al tiempo que arrojaba la taza al otro lado de la habitación y se hacía pedazos contra la pared. Osciló sobre sus pies, luego dio un tropezón en dirección al Sabio—. ¿Por qué? —inquirió—. He hecho... todo... lo que... me pedisteis...

La habitación empezó a dar vueltas, y el elfling se desplomó. Tak-ko lo sujetó antes de que chocara contra el suelo y lo volvió a colocar en el sillón.

—No... —dijo Sorak sin fuerzas—. Lo prometisteis..., lo prometisteis...

Su propia voz sonaba como si viniera de muy lejos. Intentó volver a incorporarse, pero las piernas no lo obedecían. Vio cómo el pterran lo contemplaba impasible, y volvió a dirigir la mirada hacia Kara, pero ahora ya no conseguía distinguir sus facciones. Entonces perdió por completo el sentido mientras todo a su alrededor se oscurecía y aparecía una mareante sensación de vértigo...

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