A la mañana siguiente el encuentro resultó más fácil para ambos. Rawlings, que había dormido bien bajo el cable del sueño, fue al corazón del laberinto y encontró a Muller, de pie junto a una elevada pieza de metal oscuro que estaba en un extremo de la gran plaza.
— ¿Qué crees que será esto? — preguntó Muller con naturalidad, mientras Rawlings se acercaba —. Hay ocho, uno en cada esquina. Los estoy controlando desde hace años. Giran. Mira esto.
Muller señaló una de las caras del pilón. Rawlings se aproximó y, cuando estuvo a diez metros de distancia, comenzó a percibir la emanación. Pese a eso, se obligó a seguir acercándose. El día anterior no había estado tan cerca de Muller, salvo en el momento escalofriante en que Muller lo había cogido, colocándole a su lado.
— ¿Ves esto? — preguntó Muller, golpeando el metal.
— Una marca.
— Me llevó cerca de seis meses hacerla. Usé una esquirla del brote cristalino que hay en aquella pared. Rasqué todos los días, durante una o dos horas, hasta que hubo una marca visible en el metal. Y he estado vigilando la marca. En un año local da una vuelta completa. De modo que estos pernos giran. No puedes verlo, pero lo hacen. Son alguna clase de calendario.
— ¿Estas cosas… usted puede… alguna vez ha…?
— Chico, no eres muy preciso.
— Lo siento. — Rawlings retrocedió, haciendo un enorme esfuerzo por ocultar el impacto de la proximidad de Muller. Había enrojecido y temblaba. A cinco metros el efecto no era tan doloroso y se quedó allí, haciendo un esfuerzo, tratando de convencerse de que estaba desarrollando una tolerancia a la emanación.
— ¿Qué decías?
— ¿Este es el único que ha controlado?
— He hecho marcas en algunos de los otros. Estoy convencido de que todos giran. No he hallado el mecanismo. ¿Sabes?, debajo de esta ciudad hay un cerebro fantástico. Tiene millones de años Y sigue funcionando. Quizá sea alguna clase de metal líquido, con elementos de cognición que flotan en él. Hace girar estos pilones y maneja el suministro de agua y limpia las calles.
— Y hace funcionar las trampas.
— Y hace funcionar las trampas — repitió Muller —. Pero no he podido encontrar ni trazas de él. He excavado un poco, por aquí y por allá, pero lo poco que encontré fue basura. Quizá vosotros, los arqueólogos, podréis localizar el Cerebro de la ciudad. — ¿Eh? ¿Hay alguna Pista?
— Creo que no — dijo Rawlings.
— No eres muy concreto.
— No. No he tomado parte en el trabajo que se está realizando en la ciudad. — Rawlings sonrió tímidamente. Su rápido movimiento facial le incomodó y mereció un reproche de Boardman, quien le hizo notar, a través del circuito de control, que la sonrisa tímida siempre anunciaba una mentira y que no pasaría mucho tiempo hasta que Muller lo descubriera —. La mayor parte del tiempo estuve fuera de la ciudad, dirigiendo las operaciones de entrada. Y luego, cuando entré, vine directamente aquí. De modo que no sé qué es lo que los demás pueden haber hallado. Si es que han hallado algo.
— ¿Van a romper las calles? — preguntó Muller.
— Creo que no. Ya no cavamos tanto. Usamos sensores y registradores y rayos sonda. — Impresionado por sus propias improvisaciones, continuó volublemente —: La arqueología solía ser destructora, por supuesto. Para descubrir qué había debajo de una pirámide, teníamos que desarmar la pirámide. Pero ahora podemos hacer mucho con las sondas. Es la nueva escuela, que estudia el terreno sin excavar y de esa forma preserva los monumentos del pasado…
— En uno de los planetas de Epsilon Indi — dijo Muller — un grupo de arqueólogos desmanteló por completo un pabellón fúnebre, hace unos quince años, y luego descubrió que era imposible volver a armarlo porque no comprendían la estructura del edificio. Cuando lo intentaron, se derrumbó y se perdió totalmente. Yo vi las ruinas, unos meses después. Bueno, tú conocerás el caso.
Rawlings no lo conocía. Sonrojándose, dijo:
— Bueno, en todas las profesiones hay chapuceros…
— Espero que aquí no haya ninguno. No quiero que hagan daño al laberinto, aunque eso no sería muy fácil. El laberinto se defiende muy bien.
Muller se alejó unos pasos del pilón. Rawlings se sintió mejor a medida que la distancia entre ellos aumentaba, pero Boardman le advirtió que siguiera a Muller. La táctica para hacerle olvidar su desconfianza incluía una exposición deliberada y rigurosa a la emanación emocional. Muller no miró hacia atrás y dijo, como si hablara solo:
— Las Jaulas están cerradas de nuevo.
— ¿Jaulas?
— Mira allá, en aquella calle que sale de la pared.
Rawlings vio una especie de alcoba contra la pared de un edificio. Había más de una docena de barrotes curvos que salían de la tierra y desaparecían en la pared a unos cuatro metros de altura, formando una especie de jaula. Pudo ver una segunda jaula calle abajo.
— Hay unas veinte — dijo Muller —, colocadas de forma simétrica en las calles que salen de la Plaza. Desde que estoy aquí, las jaulas se han abierto tres veces. De algún modo, esos barrotes se deslizan dentro de la calle y desaparecen. La tercera vez fue hace dos noches. Nunca he visto cómo se abren o se cierran y he vuelto a perdérmelo.
— ¿Para qué usarían las jaulas? — preguntó Rawlings.
— Para encerrar animales peligrosos. O prisioneros enemigos. ¿Para qué otra cosa usarías una jaula?
— Y, cuando se abren, ahora…
— La ciudad sigue intentando servir a su pueblo. Hay enemigos en las zonas exteriores. Las jaulas están prontas, en caso de que alguno de los enemigos sea capturado.
— ¿Quiere decir… nosotros?
— Sí. Enemigos. — Los ojos de Muller brillaron con una súbita furia paranoica; era alarmante ver con qué facilidad pasaba del discurso racional a la furia helada —. Homo sapiens. ¡El más peligroso, el más despiadado, el más despreciable animal del universo!
— Dice eso como si lo creyera.
— Lo creo.
— Vamos — dijo Rawlings. — Usted dedicó su vida al servicio de la humanidad. Es imposible que crea…
— Yo dediqué mi vida — dijo Muller lentamente al servicio de Richard Muller.
Se volvió y se enfrentó a Rawlings. Estaban a solo cinco o seis metros de distancia, pero la emanación parecía casi tan fuerte como si estuvieran tocándose.
Muller dijo:
— Me importaba mucho menos de lo que tú crees la piojosa humanidad. Veía las estrellas; las quería. Quería ser como un dios. Un mundo no era suficiente para mí; tenía hambre de todos. De modo que hice una carrera que me llevara a las estrellas. Mil veces arriesgué mi vida. Soporté excesos de temperatura fantásticos. Pudrí mis pulmones con gases absurdos y tuvieron que reconstruirme íntegro. Comí cosas que te provocarían vómitos si te las describiera. Los chicos como tú me adoraban y escribían ensayos sobre mi altruista dedicación a la humanidad y mi incansable búsqueda de nuevos conocimientos. Para que lo entiendas de una vez, te diré que soy tan altruista como Colón, Magallanes y Marco Polo. Eran grandes exploradores, por supuesto, pero buscaban una buena ganancia. La ganancia que yo buscaba está aquí. Quería medir cien kilómetros de estatura. Quería estatuas mías en mil mundos. ¿Te gusta la poesía? La fama es el acicate; la última debilidad de una mente noble. MiIton. ¿Has leído a los griegos? Cuando un hombre se sobrepasa los dioses lo castigan, rebajándolo. Se llama hybris. A mí me dio muy fuerte. Cuando caía entre las nubes para visitarlos me sentía como un dios. ¡Por Cristo! Era un dios. Y cuando me marché, de nuevo a través de las nubes. Seguramente, para los hidranos soy un dios. Lo pensé en aquel momento: formo parte de sus mitos, siempre contarán mi historia. El dios mutilado. El dios martirizado. El ser que descendió hasta ellos y les hizo sentir tan incómodos que tuvieron que arreglarlo. Pero…
— La jaula…
— ¡Déjame terminar! — dijo vivamente Muller —. Como comprenderás, la verdad es que yo no era un dios, sólo un ser humano podrido que tenía delirios de grandezas, y los verdaderos dioses se ocuparon de darme una lección. Decidieron recordarme la existencia del animal velludo dentro de las vestiduras de plástico… la atención acerca del cerebro que hay bajo el majestuoso cráneo. De modo que permitieron que los hidranos hicieran un astuto truco quirúrgico en mi cerebro, una de sus especialidades, supongo. No sé si los hidranos fueron malvados por gusto, o si te intentaron curarme de un defecto, de mi incapacidad para dejar salir mis emociones. Trata de averiguarlo tú. Pero hicieron su trabajito. Y entonces volví a la tierra. Un héroe y un leproso al mismo tiempo. Ponte cerca de mí y te enfermas. ¿Por qué? Porque te recuerdo que tú también eres un animal, cuando recibes una dosis de mí, y seguimos girando en nuestro interminable círculo vicioso. Tú me odias porque aprendes cosas acerca de tu alma cuando te aproximas a mí. Y yo te odio porque recibes eso de mí. ¿Lo ves? Soy un transmisor de la peste y la peste que contagio es la verdad. Mi mensaje es que la humanidad tiene mucha suerte, porque cada uno de sus miembros está encerrado dentro de su propio cerebro. Porque si tuviéramos una gotita de telepatía, simplemente la facultad inarticulada que tengo yo, seríamos incapaces de soportarnos. La sociedad humana seria imposible. Los hidranos pueden llegar a las mentes ajenas y, aparentemente, les gusta. Pero a nosotros no. Y por eso digo que el hombre es el más despreciable del universo. ¡No puede soportar el tufo de su propia raza, del alma de las razas!
— La jaula se está abriendo — dijo Rawlings.
— ¿Qué? ¡Déjame ver! — Muller se adelantó, dándole un empujón. Como no pudo hacerse a un lado con rapidez, Rawlings recibió el embate más fuerte de la emanación. Esta vez no fue tan doloroso. Recibió unas imágenes otoñales: hojas marchitas, flores moribundas, un viento polvoriento, un crepúsculo temprano. Más tristeza que angustia, a causa de la brevedad de la vida, de la necesidad de someterse a la propia condición. Mientras tanto, Muller, olvidado de todo, observaba atentamente los barrotes de alabastro de la jaula —. Ya se han retirado varios centímetros. ¿Por qué no me avisaste?
— Lo intenté. Pero no me escuchó.
— No. No. Mis malditos soliloquios. — Muller rió —. Ned, hace años que estoy esperando ver esto. ¡La jaula está moviéndose! Mira con qué suavidad lo hace, deslizándose en la tierra. Es muy extraño, Ned. Nunca se había abierto dos veces en el mismo año y aquí la tienes, abriéndose por segunda vez en una semana.
— Quizá usted no lo notó y se ha abierto muchas veces — sugirió Rawlings —. Mientras dormía, por ejemplo.
— Lo dudo. ¡Mira eso!
— ¿Por qué lo estará haciendo ahora mismo?
— Enemigos por todas partes — dijo Muller —. La ciudad ya me acepta como a un nativo; ¡he estado tanto tiempo aquí! Pero debe de estar tratando de meterte en una jaula. Un hombre. El enemigo.
La jaula estaba completamente abierta. No había ni rastro de los barrotes, excepto la hilera de agujeros en el pavimento.
— ¿Alguna vez ha tratado de poner algo en las jaulas? — preguntó Rawlings —. ¿Animales?
— Sí. Una vez arrastré una enorme bestia muerta dentro de una jaula. No pasó nada. Luego puse animales pequeños, vivos. No pasó nada. — Frunció el ceño —. Una vez pensé entrar yo mismo en la jaula, para ver si se cerraba automáticamente cuando sentía a un ser humano. Pero no lo hice. Cuándo estás solo no haces experimentos de esa clase.
Se detuvo un momento y preguntó:
— ¿No te gustaría ayudarme en un pequeño experimento, Ned?
Rawlings contuvo el aliento. El aire ligero se transformó súbitamente en fuego dentro de sus pulmones.
— Solo tienes que entrar en la alcoba y esperar un par de minutos — dijo Muller en voz baja —. Veremos si la jaula se cierra sobre ti. Es importante saberlo.
— Y si se cierra — dijo Rawlings, tomándolo a broma —, ¿tiene la llave para dejarme salir?
— Tengo algunas armas. Siempre podremos cortando los barrotes con un láser.
— Eso es destructivo. Me advirtió que no destruyera nada aquí.
— A veces hay que destruir para aprender. Vamos, Ned. Entra en la alcoba.
La voz de Muller se volvió extraña y sin relieve. Estaba semiagachado, las manos en los lados, las puntas de los dedos apoyadas en las caderas. «Como si estuviera a punto de arrojarme dentro de la Jaula», pensó Rawlings.
En voz baja, Boardman habló en su oído:
— Haz lo que te pide, Ned. Entra en la jaula. Muestra que tienes confianza en él.
«Tengo confianza en él — se dijo Rawlings, pero no tengo confianza en la jaula»
Tuvo unas incómodas visiones del suelo de la jaula hundiéndose en cuanto los barrotes volvieran a su sitio, de sí mismo arrojado en algún pozo de ácido o lago de fuego subterráneo. «El cubo de la basura para los enemigos atrapados. ¿Qué seguridad puedo tener de que no es así?»
— Hazlo, Ned — murmuró Boardman.
Fue un gesto grandioso y tonto. Rawlings pasó sobre la hilera de orificios y se detuvo con la espalda apoyada en la pared. Casi inmediatamente, los barrotes se levantaron y se cerraron por sobre su cabeza. El sitio parecía sólido. Ningún rayo de la muerte se disparó sobre él. Sus peores temores no se concretaron, pero estaba prisionero.
— Fascinante — dijo Muller —. Funciona con seres inteligentes. Cuando la probé con animales no pasó nada, vivos o muertos. ¿Qué te parece eso, Ned?.
— Me alegro de haber podido ayudarle en sus investigaciones. Pero estaría más contento si pudiera salir ahora.
— No puedo controlar los movimientos de los barrotes.
— Dijo que los abriría con un láser.
— Pero ¿por qué tanta prisa en destruir algo? Será mejor que aguardemos un poco. Quizá los barrotes se abrirán nuevamente, por su propia voluntad. Estás perfectamente seguro ahí dentro. Si deseas comer, te traeré alimentos. ¿Tu gente se alarmará si no vuelves cuando anochezca?
— Les enviaré un mensaje — dijo tristemente Rawlings —. Pero espero estar fuera a esa hora.
— No te pongas nervioso — aconsejó Boardman —. Si es necesario, nosotros mismos te sacaremos de ahí. Es importante seguirle la corriente a Muller en todo, hasta que tengas una verdadera amistad con él. Si me oyes, tócate la barbilla con la mano derecha.
Rawlings llevó su mano derecha hasta el mentón.
— Fue un gesto muy valeroso, Ned — dijo Muller —. O muy tonto. A veces no estoy muy seguro de que exista una diferencia. Pero, de todos modos, te estoy muy agradecido. Tenía que saber cómo funcionan estas jaulas.
— Me alegro de haber sido útil. Ya ve que los seres humanos no son tan monstruosos.
— Conscientemente, no. Lo feo es el sedimento que llevan dentro. Permíteme que te lo recuerde. — aproximó a la jaula y cogió los pulidos barrotes, blancos como huesos. Rawlings sintió que la emanación se intensificaba —. Eso es lo que está dentro del cráneo. Por supuesto, yo mismo nunca lo he sentido. Puedo extrapolarlo de las reacciones ajenas. Debe de ser asqueroso.
— Creo que yo podría acostumbrarme — dijo Rawlings, y se sentó, con las piernas cruzadas. ¿Trató de librarse de eso cuando volvió a la Tierra desde Beta Hydri IV?
— Hablé con los cirujanos. No podían ni imaginar qué cambios habían efectuado en mi flujo neural y, por lo tanto, no podían ni pensar cómo arreglar las cosas. Bonito, ¿eh?
— ¿Cuánto tiempo se quedó en la tierra?
— Unos pocos meses. El tiempo suficiente para descubrir que todos los seres humanos que yo conocía se ponían verdes después de estar unos minutos cerca de mí. Empecé a hundirme en la autocompasión y en el autodesprecio, que son más o menos lo mismo. Iba a suicidarme, ¿sabes?, para que el mundo dejara de sufrir.
— No lo creo — dijo Rawlings —. Algunos hombres son incapaces de suicidarse. Y usted es uno de ellos.
— Eso fue lo que descubrí…, y muchas gracias. Como verás, no me suicidé. Probé algunas drogas fantasiosas y luego probé la bebida y luego traté de vivir peligrosamente. Y al final, seguía vivo. Entré y salí de cuatro sanatorios psiquiátricos en un mes. Intenté usar un casco de plomo acolchado para detener las radiaciones; era como intentar coger neutrinos con un cubo. Una vez provoqué el pánico en un prostíbulo de Venus. Todas las chicas salieron corriendo desnudas cuando empezaron los gritos. — Muller escupió —. ¿Sabes?, siempre pude prescindir de la sociedad. Cuando estaba entre la gente me sentía feliz, era cordial tenía éxito. No era un artículo tan bien terminado; risueño como tú, desbordante de bondad y nobleza, pero podía relacionarme con los demás y actuar sin problemas. Luego me iba de viaje por un año y medio y no veía a nadie; eso también me gustaba. Sin embargo, cuando ví que había quedado aislado de la sociedad para siempre, me di cuenta de que, después de todo, la necesitaba. Pero eso ya pasó. Ya superé esa necesidad. Puedo pasar cien años solo y nunca echaré de menos a nadie. Me he adiestrado para ver a la humanidad como la humanidad me ve a mí: como una cosa asquerosa, viscosa, mutilada y agazapada, que es mejor evitar. Podéis iros al diablo. No os debo nada, a ninguno; ni siquiera amor. No tengo obligaciones. Podría dejarte pudriéndote en esa jaula, Ned, y no me sentiría inquieto. Pasaría frente a la jaula dos veces por día y sonreiría a tu calavera. No es que sienta odio; no os odio, ni a ti ni a la galaxia que está llena de gente como tú. Es, simplemente, que os desprecio. No sois nada para mí. Menos que nada. Sois basura. Os conozco, ahora, y vosotros me conocíais a mí.
— Habla como si perteneciera a otra raza — dijo Rawlings, maravillado.
— No. Pertenezco a la raza humana. Soy el ser más humano que existe, porque soy el único que no puede ocultar su humanidad. ¿La sientes? ¿Recibes su fealdad? Lo que está dentro de mí está también dentro de ti. Ve con los hidranos; te ayudarán a liberarlo y entonces la gente huirá de ti igual que huye de mí. Hablo en nombre de los hombres. Digo la verdad. Soy la calavera que hay detrás de la cara. Soy los intestinos ocultos. Soy la basura que fingimos ignorar, toda la sucia parte animal, la lascivia, los pequeños odios, las envidias, las enfermedades. Y soy el que pretendía ser un dios. Hybris. Me recordaron qué soy, en realidad.
— ¿Por qué decidió venir a Lemnos? — preguntó Rawlings en voz baja.
— Un hombre que se llama Charles Boardman me metió la idea en la cabeza.
Rawlings dio un respingo ante la mención del nombre.
— ¿Le conoces? — preguntó Muller.
— Bueno… sí. Claro. Es… es un hombre muy importante dentro del gobierno.
— Desde luego. ¿Sabes que fue Boardman quien me envió a Beta Hydri IV? No, no me engañó; no tuvo que persuadirme con sus métodos hipócritas. Me conocía muy bien. Simplemente, explotó mi ambición. «Hay un mundo habitado por seres inteligentes, y queremos que un hombre lo visite. Probablemente sea una misión suicida, pero será el primer contacto del hombre con otra especie inteligente; ¿te interesa?» Y, por supuesto, fui. Él sabía que yo no podría resistir semejante oferta. Y luego, volví, en este estado, trató de evitarme durante un tiempo, porque no podía soportarme, o porque no podía soportar sus sentimientos de culpa. Finalmente lo atrapé y le dije: «Mírame, Charles, así soy ahora, ¿adónde puedo ir, qué puedo hacer?» Me acerqué a él. A esta distancia. Su cara cambió de color. Tuvo que tomar píldoras. Podía ver la náusea en sus ojos. Y me recordó el laberinto de Lemnos.
— ¿Por qué?
— Me lo ofreció como un buen escondite. No sé si estaba siendo cruel o bondadoso. Supongo que pensó que moriría intentando entrar; hubiera sido un buen final para un tipo como yo, o por lo menos, un final mejor que un trago de carnífago y disolverse por una tubería. Por supuesto, dije a Boardman que ni pensarlo. Quería disimular mi rastro. Grité y dije que lo último que haría en el mundo sería venir aquí. Luego pasé un mes en los muelles subterráneos de Nueva Orleáns y cuando volví a la superficie alquilé una nave y me vine. Usé el máximo posible de tácticas de desviación, para asegurarme que nadie conocía mi verdadero destino. Boardman tenía razón. Este era el lugar.
— ¿Cómo hizo para entrar en el laberinto? — preguntó Rawlings.
— Pura mala suerte.
— ¿Mala suerte?
— Estaba tratando de morir de forma gloriosa — dijo Muller —. No me importaba sobrevivir. Simplemente entré y me dirigí al centro.
— ¡No puedo creerlo!
— Bueno, es más o menos cierto. El problema, Ned, es que soy de los que sobreviven. Es un don innato; quizá sea algo paranormal. Poseo excelentes reflejos. Tengo una especie de sexto sentido, como un dios. Además, mi instinto de supervivencia está muy bien desarrollado. Y tenía detectores de masa y algunas otras herramientas útiles. De modo que entré en el laberinto y cada vez que veía un cadáver tirado por allí miraba con más atención que de costumbre y me detenía cuando me parecía que mi visualización del lugar empezaba a fallar. Estaba convencido de que moriría en la zona H. Quería morir. Pero quiso la suerte que triunfara donde todos los demás habían fracasado; supongo que fue porque me daba igual. Eso hizo desaparecer las angustias. Me movía como un gato, con todos los músculos en tensión; de algún modo pasé por las partes más duras del laberinto, lamentándolo bastante, y aquí estoy.
— ¿Ha salido alguna vez?
— No. De vez en o voy hasta la zona E, donde están tus amigos. También fui dos veces a F. Pero casi siempre estoy en las tres zonas interiores. He acomodado todo muy bien Tengo una alacena radiactiva para mi provisión de carne, un edificio que uso como biblioteca, un lugar donde guardo mis cubos y también hago un poco de taxidermia en otro edificio. Voy de caza con frecuencia. Y examino el laberinto, tratando de descubrir la forma en que funciona. He dictado varios cubos de memorias acerca de mis descubrimientos. Apuesto a que a tus amigos les encantaría recibir esos cubos.
— No dudo que nos enseñarían muchas cosas — dijo Rawlings.
— Seguro que sí, los destruiré antes de permitir que nadie los vea. ¿Tienes hambre, chico?
— Un poco.
— No te vayas. Te traeré el almuerzo.
Muller se fue, andando a zancadas, hasta los edificios más próximos y desapareció. Rawlings dijo en voz baja:
— Esto es horrible, Charles. Es evidente que está loco.
— No estés tan seguro — replicó Boardman —. No hay duda de que nueve años de aislamiento pueden afectar el equilibrio mental y la última vez que vi a Muller no parecía muy equilibrado. Pero puede estar jugando contigo…, fingiendo estar loco para comprobar tu buena fe.
— ¿Y si no es eso?
— Considerando lo que queremos de él, no importa que se haya vuelto loco. Hasta puede ser útil.
— No entiendo.
— No hace falta — dijo Boardman apaciblemente —. No te pongas nervioso, lo estás haciendo muy bien, por ahora.
Muller volvió, trayendo un plato de carne y una hermosa copa de cristal llena de agua.
— Es lo mejor que puedo ofrecerte — dijo, empujando un trozo de carne entre los barrotes —. Un mal local. Comes alimentos sólidos, ¿verdad?
— Sí.
— A tu edad, lo suponía. ¿Cuántos años dijiste que tenías? ¿Veinticinco?
— Veintitrés.
— Eso es aún peor. — Muller le dio el agua. Tenía un agradable sabor, o ausencia de sabor. Muller se sentó frente a la jaula y comió en silencio. Rawlings notó que el efecto de la emanación ya no parecía tan molesto, aun a menos de cinco metros de distancia. «Es obvio que uno se va habituando, pensó. Si uno quiere intentarlo. »
Después de un rato, Rawlings dijo:
— Dentro de unos días, ¿querrá salir y conocer a mis compañeros?
— De ninguna manera.
— Les interesaría mucho hablar con usted.
— No tengo interés en hablar con ellos. Prefiero hablar con animales salvajes.
— Pero habla conmigo — señaló Rawlings.
— Por novelería. Y porque tu padre era un buen amigo mío. Y porque, considerando lo que son los seres humanos, eres bastante aceptable. Pero no quiero verme rodeado por una masa de arqueólogos con ojos de cucaracha.
— Bueno, podría conocer a dos o tres — sugirió Rawlings —. Hacerse a la idea de estar de nuevo con la gente.
— No.
— No entiendo por qué…
Muller le interrumpió:
— Espera un momento. ¿Por qué tendría que hacerme a la idea de estar de nuevo con la gente?
Incómodo, Rawlings dijo:
— Bueno, porque hay gente aquí, porque no es bueno estar demasiado aislado de…
— ¿Estás planeando alguna jugada sucia? ¿Quieres atraparme y sacarme del laberinto? Vamos, vamos, muchacho, dime qué idea tienes en tu pequeño cerebro. ¿Qué razones hay para que quieras volver a acostumbrarme a la compañía de los hombres?
Rawlings vaciló. En el incómodo silencio Boardman habló velozmente, proporcionándole la insidia de que carecía, haciendo de apuntador. Rawlings escuchó e hizo lo que pudo.
— Me está transformando en un intrigante, Dick. Pero le juro que no tengo ningún plan siniestro. Admito que he estado tratando de ablandarle, de hacerle sentir más alegre, de hacerme amigo suyo; será mejor que le diga por qué.
— ¡Será mejor que lo hagas!
— Es a causa de las investigaciones arqueológicas. Sólo podremos quedamos unas semanas en Lemnos. Usted ha estado aquí…, son nueve años, ¿verdad? Sabe tanto de este lugar, Dick, y creo que es injusto que guarde esos conocimientos para usted solo. De modo que he estado tratando de que se sienta cómodo y sea amigo mío para que luego, quizá, venga a la zona E, hable con los demás, responda a sus preguntas y les explique lo que sabe del laberinto.
— ¿Es injusto que guarde esos conocimientos?
— Bueno; sí. Esconder conocimiento es lamentable.
— ¿Es justo que la humanidad me llame sucio y huya de mí?
— Eso es diferente — dijo Rawlings —. Está más allá de toda justicia. Usted está en un estado…, un estado poco afortunado, que no mereció y todo el mundo siente mucho que esté así, pero, por otra parte, seguramente se da cuenta de que desde el punto de vista de los otros seres humanos es muy difícil tener una actitud indiferente hacia su… su…
— Hacia mi hedor — completó Muller —. Muy bien. Es bastante difícil soportar mi presencia. Por lo tanto, estoy muy dispuesto a ahorrársela a tus amigos. Quítate de la cabeza la idea de que hablaré con ellos, o beberé té con ellos o tendré algo que ver con ellos. Y el hecho de que te haya concedido el privilegio de molestarme es irrelevante. Además, ya que estoy instruyéndote, quiero recordarte que mi poco afortunado estado fue merecido. Me lo gané metiendo las narices en lugares donde no tenía nada que hacer y pensando que por ir a esos lugares era más que humano. Hybris. Ya te había dicho la palabra.
Boardman continuaba dándole instrucciones. Rawlings continuó hablando, con el acre gusto de la mentira en la lengua:
— No lo culpo por estar amargado, Dick. Pero sigo pensando que está mal que nos rehuse información. Quiero decir…, recuerde sus tiempos de viajero. Si aterrizaba en un planeta y alguien tenía la información vital que usted había ido a buscar, ¿no hubiera hecho cualquier esfuerzo por obtener esa información? Aunque la otra persona hubiera tenido ciertos problemas personales que…
— Lo siento — dijo Muller — Ya no me importa.
Y se alejó, dejando a Rawlings solo en la jaula, con dos trozos de carne y la copa de agua casi vacía.
Cuando Muller se perdió de vista, Boardman dijo:
— Sin duda es muy susceptible. Pero nunca esperé dulzura de él. Le estás conmoviendo, Ned. Eres la mezcla justa de astucia e ingenuidad.
— Y estoy en una jaula.
— Eso no es grave. Podemos enviar un robot para que te libere si la jaula no se abre pronto.
— Muller no va a colaborar — murmuró Rawlings — parece lleno de odio, le sale por todas partes. Nunca va a cooperar. Nunca había visto tanto odio en un hombre.
— Tu no sabes qué es el odio — dijo Boardman —. Y él tampoco. Te digo que todo va bien. Es lógico que haya tropiezos, pero el hecho de que hable contigo es muy importante en sí mismo. No quiere estar lleno de odio. Dale una pequeña oportunidad de dejar su postura indiferente y lo hará.
— ¿Cuándo enviará la sonda a liberarme?
— Más tarde — dijo Boardman —. Si es necesario.
Muller no regresó. La tarde se volvió oscura y el aire más frío. Rawlings se acurrucó, incómodo, en la jaula. Trató de imaginar la ciudad cuando estaba viva, cuando aquella jaula se usaba para recibir los prisioneros capturados en el laberinto. Con los ojos de la mente vio un tropel de los constructores de la ciudad, bajos y gruesos, con matas de pelo cobrizo y cutis verdoso, agitando sus largos brazos y señalando hacia la jaula y en la jaula, acurrucada, una cosa parecida a un escorpión gigante, con color cera que rascaba los bloques de piedra del pavimento, y ojos salvajes y una peligrosa cola que aguardaba a cualquiera que se pusiese a su alcance. Una música estridente resonaba en la ciudad. Risas extrañas. El cálido hedor a almizcle de los pobladores. Niños escupiendo a la cosa de la jaula. Sus salivazos eran como llamaradas. Luz de luna brillante; sombras danzando. Una criatura atrapada, horrible y malevolente, echando de menos a sus hermanos, a su colmena en un mundo de Alpheca o Markab, donde unos seres cerúleos con cola se movían por unos túneles brillantes. Durante muchos días los constructores de la ciudad vinieron, se burlaron, reprocharon. La criatura de la jaula no aguantaba más sus cuerpos macizos y su dedos de araña que se enredaban, sus caras chatas y sus colmillos salientes. Y llegó un día en que el suelo del laberinto cedió, porque estaban fatigados del cautivo del otro mundo, y éste cayó, agitando furiosamente la cola, en un pozo lleno de cuchillos.
Era de noche. Rawlings no había sabido nada de Boardman en las últimas horas. No había visto a Muller desde las primeras horas de la tarde. Rawlings estaba desarmado. Había animales en la plaza, animales pequeños que no tenían más que dientes y garras. Estaba dispuesto a pisotear a cualquier bestia que se deslizara entre los barrotes de la jaula.
Sentía frío y hambre. Miró hacia la oscuridad, tratando de distinguir a Muller. Aquello ya era demasiado.
— ¿Me oye? — preguntó a Boardman.
— Te sacaremos pronto.
— Sí. ¿Pero?
— Mandamos una sonda, Ned.
— Una sonda tendría que llegar aquí en quince minutos. Estas zonas no son peligrosas.
Boardman tardó en responder:
— Muller interceptó la sonda y la destruyó hace una hora.
— ¿Por qué no me lo había dicho?
— Hemos enviado varias sondas simultáneamente — dijo Boardman —. Muller no podrá interceptarlas a todas. Todo va muy bien, Ned. No estás en peligro.
— Hasta que pase algo — repitió Rawlings — lúgubremente.
Pero no insistió. Hambriento, con frío, se tendió, apoyándose en la pared y esperó. Vio como un animal pequeño y ágil acechaba y mataba a otro mucho más grande a cien metros de distancia, en la plaza.
Vio como las hienas llegaban corriendo para arrancar trozos de carne ensangrentada. Oyó los sonidos de la carne lacerada y tironeada. Su área de visión estaba parcialmente obstruida y torcía el cuello tratando de ver el robot que lo liberaría. Pero no apareció ningún robot.
Se sintió como la víctima de un sacrificio, empalado y aguardando la muerte.
Los devoradores de carroña habían terminado su trabajo. Atravesaron la plaza y se acercaron a él; se parecían a comadrejas con grandes cabezas ahusadas y patas en forma de remos, de las que salían unas garras amarillentas y abultadas. Tenían las pupilas rojas sobre un fondo amarillo. Lo estudiaron con interés, solemnes y pensativos. Había espesas manchas de sangre en sus hocicos.
Se aproximaron más. Un hocico largo y estrecho se metió entre dos barrotes. Rawlings le dio una patada. El hocico se retiró. A su izquierda penetró otro. Luego hubo tres. Y entonces las Comadrejas comenzaron a entrar en la jaula por todos lados.