— ¡Por fin! — dijo Rawlings —. Allí está.
A través de los ojos de una sonda, miró fijamente al hombre del laberinto. Muller se apoyaba distraídamente contra la pared, con los brazos cruzados; era un hombre alto y curtido, de mentón fuerte y nariz en forma de cuña. No parecía alarmado por la presencia del explorador mecánico.
Rawlings conectó el audio y oyó que Muller decía:
— Hola, robot. ¿Por qué no me dejas en paz?
La sonda no respondió, por supuesto. Tampoco Rawlings, que podría haber transmitido un mensaje a través de ella. Estaba en la terminal, un poco agachado para ver mejor. Sus fatigados ojos latían. Les había llevado nueve días locales lograr que una de las sondas llegara al centro del laberinto. El esfuerzo había costado más de cien sondas; cada veinte metros de terreno explorado habían destruido un robot. No estaba tan mal, considerando que el número de alternativas equivocadas que ofrecía el laberinto era alto. Gracias a la suerte, al uso inspirado del cerebro de la nave y a una vigorosa batería de aparatos sensores, habían logrado evitar todas las trampas obvias y algunas de las más sutiles. Y ahora estaban en el centro.
Rawlings estaba exhausto. Para controlar esta etapa crítica, la penetración de la zona A, no había dormido en toda la noche. Hosteen se había ido a dormir. Y, finalmente, también Boardman. Había unos pocos tripulantes de guardia junto a él y en la nave, pero Rawlings era el único civil que estaba despierto.
Se preguntó si alguien había supuesto que descubriría a Muller durante su guardia. Probablemente no. Boardman no hubiese querido correr el riesgo de mandar todo a rodar, permitiendo que un novicio manejara el gran momento, le habían dejado de guardia, había movido su sonda unos metros y ahora estaba mirando a Muller.
Buscó signos externos del tormento interior que le afligía.
No eran obvios. Muller había vivido allí, solo, durante tantos años… ¿Acaso eso no habría tenido algún efecto en su alma? Y esa otra cosa, la broma que le habían gastado los hidranos, con seguridad eso también tendría que reflejarse en su rostro. Pero a Rawlings le parecía que no.
Oh, sus ojos eran tristes y sus labios estaban apretados, formando una línea tensa. Pero Rawlings había esperado algo más dramático, algo romántico, una cara que reflejara su agonía interior. En cambio, sólo vio los rasgos desiguales, indiferentes, insensibles, de un hombre recio de edad mediana. Los cabellos de Muller eran grises y sus ropas estaban gastadas; él mismo parecía gastado y raído. Pero eso era previsible en un hombre que había vivido en semejante exilio durante nueve años. Rawlings había esperado algo más, algo pintoresco, un rostro enjuto y angustiado, ojos oscurecidos por el dolor.
— ¿Qué quieres? — preguntó Muller a la sonda —. ¿Quién te envió aquí? ¿Por qué no te marchas?
Rawlings no se atrevió a responder. No tenía ni idea de los planes de Boardman. Inmovilizó la sonda y se dirigió velozmente hacia la cúpula donde descansaba éste.
Boardman dormía bajo un dosel de aparatos de sustentación vital. Después de todo, tenía más de ochenta años, aunque no los representaba, y la forma de seguir pareciendo joven era enchufarse todas las noches a su aparato de sustentación. Rawlings se sentía un poco incómodo al tener que entrar en la habitación del anciano y sorprenderle envuelto en sus aparatos. En la frente de Boardman estaban sujetos un par de electrodos meníngeos que garantizaban una progresión adecuada y saludable de los distintos niveles del sueño asegurando que la mente se liberaría de las toxinas acumuladas durante el trabajo del día. Un grifo de desagüe ultrasónico filtraba los sedimentos y los desechos de las arterias de Boardman. El flujo de las hormonas era regulado por una compleja red que colgaba sobre su pecho, y el conjunto de aparatos estaba conectado con el cerebro de la nave, que lo controlaba. Dentro del complicado aparato de sustentación, Boardman parecía irreal, casi una figura de cera. Su respiración era lenta y regular, sus labios estaban flojos, sus mejillas parecían hinchadas. Los ojos de Boardman se movían rápidamente debajo de los párpados; eso indicaba un sueño profundo, con sueños. ¿Sería posible despertarle sin perjudicarle?
Rawlings no se atrevió a hacerlo. Por lo menos, no directamente. Salió de la habitación y activó la terminal que estaba afuera.
— Lleva un sueño a Charles Boardman — dijo —. Dile que encontramos a Muller. Dile que debe despertarse enseguida. Dile: «Charles, Charles, despierta, te necesitamos. » ¿Has entendido?
— De acuerdo — respondió el cerebro de la nave. El impulso saltó desde la cúpula a la nave, traducido a mensaje y volvió a la cúpula. El aviso de Rawlings entró en la mente de Boardman a través de los electrodos que había en su frente. Sintiéndose satisfecho consigo mismo, Rawlings volvió a entrar en el dormitorio del anciano y aguardó.
Boardman se estremeció. Sus manos se contrajeron y rascaron suavemente la máquina que le rodeaba.
— Muller… — murmuró.
Abrió los ojos. Por un momento, no vio nada. Pero el proceso del despertar había comenzado y el aparato de sustentación estimuló su metabolismo para que pudiera funcionar nuevamente.
— ¿Ned? — dijo con voz ronca —. ¿Qué haces aquí? Soñé que…
— No fue un sueño, Charles. Yo lo programé. Entramos en la zona A y encontramos a Muller.
Boardman desconectó el aparato de sustentación y se sentó. Estaba totalmente alerta y despejado.
— ¿Qué hora es?
— Está amaneciendo.
— ¿Cuánto hace que le hallaste?
— Unos quince minutos. Desactivé la sonda y vine directamente aquí. Pero no quería despertarle de golpe, así que…
— Muy bien, muy bien. — Boardman se levantó, tambaleándose ligeramente cuando se puso de pie.
Rawlings comprendió que todavía no tenía el vigor diurno; mostraba su verdadera edad. Encontró un pretexto para desviar la vista, observando el aparato de sustentación, para no tener que mirar los pliegues de que colgaban del cuerpo de Boardman.
«Cuando tenga su edad — pensó Rawlings, me reformaré regularmente. En realidad, no es un problema de coquetería; es simplemente una amabilidad que uno tiene con los demás. No hay necesidad de parecer viejo, si uno no lo desea. ¿Por qué ofender la vista?»
— Vamos — dijo Boardman —. Reactiva la sonda. Quiero verle enseguida.
Usando la terminal del vestíbulo, Rawlings reactivó la sonda. La pantalla les mostró la zona A del laberinto, más acogedora que las zonas exteriores. Muller no estaba a la vista.
— Pon el audio en unidireccional — dijo Boardman.
— Está así.
— ¿Adónde habrá ido?
— Debe de haber salido del campo visual — dijo Rawlings.
Movió la sonda de modo que girara sin desplazarse, y ésta transmitió un amplio abanico de imágenes: casas bajas y cúbicas, enormes arcos, hileras de paredes. Un animalito parecido a un gato pasó corriendo, pero no había rastro de Muller.
— Estaba allí — insistió Rawlings, frustrado —. El…
— Está bien. No tenía por qué quedarse en un sitio mientras tú me despertabas. Haz andar a la sonda.
Rawlings activó el robot, haciéndole iniciar una lenta exploración de la calle. Instintivamente tomaba precauciones, suponiendo que podría encontrar nuevas trampas en cualquier momento, aunque se dijo un par de veces que los constructores del laberinto no debían haber llenado de trampas mortales el lugar en que vivían. Súbitamente, Muller salió de un edificio sin ventanas y se plantó frente a la sonda.
— Otra vez — dijo —. Resucitaste, ¿eh? ¿Por qué no hablas? ¿De qué nave vienes? ¿Quién te manda?
— ¿Respondemos? — preguntó Rawlings.
— No.
La cara de Boardman estaba casi apoyada en la pantalla. Empujó las manos de Rawlings fuera de los controles y movió los controles de precisión hasta que tuvo a Muller perfectamente enfocado. Boardman mantuvo la sonda en movimiento, deslizándose frente a Muller, como si quisiera llamar su atención para que no se marchara nuevamente.
— Es impresionante. La expresión de su cara… — dijo Boardman en voz baja.
— Me pareció que su aspecto era tranquilo.
— ¿Qué sabes tú? Yo le recuerdo. Ned, es una expresión infernal. Sus pómulos son mucho más prominentes que antes. Sus ojos están horribles. Y su boca…, ¿ves cómo se tuerce hacia abajo del lado izquierdo? Quizá ha tenido un pequeño derrame. Pero se conserva bastante bien, supongo.
Desconcertado, Rawlings buscó los signos de la angustia de Muller. No los había visto antes y no los vio ahora. Pero, por supuesto, no recordaba cuál era antes su aspecto. Y, naturalmente, Boardman era mucho más experto que él interpretando los rasgos de una persona.
— No va a ser fácil sacarlo de ahí — dijo Boardman —. Querrá quedarse. Pero le necesitamos, Ned. Le necesitamos.
Muller, que andaba al mismo ritmo que la sonda, dijo con voz áspera y profunda:
— Tienes treinta segundos para decir qué es lo que te propones. Después será mejor que des la vuelta y te vayas por donde viniste.
— ¿Por qué no le habla? — preguntó Rawlings —. ¡Destruirá el robot!
— ¡Que lo haga! La primera persona que le hable será de carne y hueso y estará frente a él. Es la única manera. Esto va a ser como un galanteo, Ned. No podemos hacerlo a través de los parlantes de una sonda.
— Diez segundos — dijo Muller.
Metió la mano en el bolsillo y sacó una esfera brillante de metal negro, del tamaño de una manzana, con una pequeña abertura cuadrada en un lado. Rawlings nunca había visto una cosa así. Pensó que debía de ser alguna arma que Muller había encontrado en la ciudad, ya que éste alzó la esfera y apuntó la abertura hacia la cara del robot.
La pantalla se oscureció.
— Parece que hemos perdido otra sonda — dijo Rawlings.
Boardman asintió.
— Sí, pero es la última. Ahora empezaremos a perder hombres.
Había llegado el momento de arriesgar vidas humanas en el laberinto. Era inevitable y Boardman lo lamentaba, de la misma forma que lamentaba pagar impuestos, o envejecer, o expulsar desechos, o experimentar la fuerza de la gravedad. Los impuestos, la vejez, la excreción y la gravedad eran aspectos permanentes de la condición humana, aunque los cuatro habían sido paliados por el progreso de la ciencia moderna. Con la muerte sucedía lo mismo. Había utilizado hábilmente las sondas y, probablemente, habían salvado una docena de vidas gracias a eso, pero ahora se perderían vidas de todos modos. Boardman lo lamentaba, pero no muy profundamente, ni por mucho tiempo. Hacía décadas que pedía a otros hombres que arriesgaran sus vidas y muchos habían muerto. Estaba pronto a arriesgar la suya, en el momento adecuado y por la causa adecuada.
Ahora disponían de un mapa muy detallado del laberinto. El cerebro de la nave disponía de un cuadro detallado de la ruta de entrada, en el que estaban señaladas las trampas conocidas. Boardman confiaba en que podía enviar exploradores mecánicos al laberinto con un 95 por ciento de probabilidades de que llegaran sanos y salvos a la zona A. Pero eso no significaba que un hombre pudiese recorrer el mismo camino en iguales condiciones de seguridad. Aun con el ordenador dando consejos paso a paso, un hombre que filtraba información por medio de un cerebro, falible y capaz de fatigarse, podía no ver las cosas igual que una sonda hecha por un torno, y quizá efectuara ajustes por su cuenta que podrían resultar fatales. De modo que los datos que habían reunido debían ser comprobados cuidadosamente antes de que él o Ned Rawlings se aventuraran en el laberinto.
Había voluntarios que se encargarían de eso.
Sabían que estaban arriesgando la vida. Nadie había intentado decir que las cosas eran de otra manera, ni ellos lo hubiesen aceptado. Se les había explicado que para la humanidad era muy importante lograr que Richard Muller saliera voluntariamente del laberinto y que eso se podía lograr si unos seres humanos concretos — Charles y Ned Rawlings — hablaban personalmente con Muller. Y como Boardman y Rawlings eran unidades irremplazables, era necesario que otros exploraran el camino antes que ellos. Muy bien. Los exploradores estaban dispuestos, sabiendo que no eran material sustituible. También sabían que el hecho de que los primeros murieran resultaría útil. Cada muerte Proporcionaba nuevas informaciones; en cambio, una entrada afortunada no agregaba nada, en aquel punto de las investigaciones.
Echaron suertes, para ver quién empezaba.
El hombre que fue elegido para entrar en primer término era un teniente, llamado Burke, que parecía muy joven y posiblemente lo era, ya que los militares no solían reformarse hasta que alcanzaban los escalones más altos de la jerarquía. Era un muchacho bajo, fuerte, de cabellos oscuros, que actuaba como si pudiese ser reemplazado por medio de un molde. Y ése no era el caso.
— Cuando encuentre a Muller — dijo Burke (no dijo si) — le diré que soy arqueólogo. Y que si no lo molesta, me gustaría que algunos de mis compañeros pudieran entrar. ¿Está bien así?
— Sí — dijo Boardman —. Y recuerde que cuanto menos jerga profesional utilice, menos sospechará de usted.
Burke no viviría lo suficiente como para decir nada a Richard Muller y todos lo sabían. Pero saludó elegantemente, de forma un poco teatral, al despedirse y entró en el laberinto. Estaba conectado con el cerebro de la nave a través de una mochila que llevaba a la espalda. El ordenador le transmitiría las órdenes de marcha y mostraría a los observadores que estaban en el campamento todo lo que pudiera pasarle.
Se desplazó limpiamente a través de los terrores de la zona H. Carecía de la colección de aparatos de investigación que habían ayudado a las sondas a encontrar las losas montadas sobre pivotes y las trampas mortales que había debajo de ellas, los chorros de energía ocultos, los dientes que se cerraban en las puertas y todas las otras pesadillas; pero, en cambio, llevaba algo mucho más útil: el conocimiento acumulado de esas pesadillas, reunido gracias al derroche de sondas que habían descubierto su existencia. Boardman, vigilando su pantalla, vio los pilares, los rayos y los acantilados que ya le resultaban familiares, los elegantes puentes, los montones de huesos y, de vez en cuando, los restos de una sonda. Silenciosamente exhortó a Burke a seguir avanzando; sabía que, dentro de poco, él mismo tendría que recorrer ese camino. Boardman se preguntó cuánto significaría la vida de Burke para Burke.
Burke tardó casi cuarenta minutos en pasar de la zona H a la zona G. No parecía muy eufórico cuando atravesó el pasaje; todos sabían que la zona G era casi tan dura como la zona H. Pero, por ahora, el sistema de guía estaba funcionando bien. Burke estaba ejecutando una especie de siniestro ballet, bailando alrededor de los obstáculos, contando los pasos, saltando aquí, girando allá, esforzándose por no pisar algún segmento traicionero del pavimento. Sus progresos eran muy positivos. Pero el ordenador no pudo advertirle la presencia de un animalito lleno de dientes que aguardaba sobre una cornisa labrada, a cuarenta metros de la entrada de la zona G. Eso no formaba parte de los planes del laberinto.
Era una amenaza ocasional, que se ocupaba de sus propios asuntos, pero Burke sólo llevaba un registro de las experiencias anteriores en esa materia.
El animal no era mayor que un gato grande, pero sus colmillos eran largos y sus garras muy veloces. El ojo de la mochila de Burke lo vio cuando saltaba, pero ya era demasiado tarde. Burke, enterado a medias, intentó volverse y sacar su arma cuando el animal ya estaba sobre sus hombros, buscando su garganta.
Las mandíbulas se abrieron muchísimo. El ojo del ordenador transmitió un detalle anatómico del que Boardman hubiese podido prescindir: detrás de la hilera externa de dientes afilados como agujas había otra hilera interna y una tercera más atrás, quizás eran para masticar mejor la presa, o quizá se trataba de un par de juegos de repuesto, en caso de que los dientes externos se rompieran. Un momento después, las mandíbulas se cerraron.
Burke se derrumbó aferrando a su atacante. Brotó un chorro de sangre. El hombre y la bestia rodaron, oprimieron algún resorte oculto y desaparecieron en medio de una nube de humo oscuro. Cuando el aire recuperó la transparencia, ninguno de los dos era visible.
Algo después, Boardman dijo:
— Debemos recordar esto. Los animales no atacan a las sondas. Tendremos que llevar detectores de masa y entrar en grupos.
La siguiente vez lo hicieron así. Habían pagado un precio excesivo por la información, pero ahora sabían que tenían que enfrentarse con bestias salvajes, además de la astucia de los remotos ingenieros. Dos hombres armados, Marshall y Petrocelli, entraron juntos en el laberinto, mirando en todas direcciones. Ningún animal podría acercarse a ellos sin que su radiación térmica fuera captada por los fonosensores infrarrojos de los detectores de masas que llevaban. Mataron cuatro animales — uno de ellos inmenso — y no tuvieron más problemas en ese sentido.
En las profundidades de la zona G llegaron al sitio donde la pantalla distorsionadora se burlaba de todos los aparatos de recolección de datos.
Boardman se preguntó cómo funcionaría esa pantalla. Conocía distorsionadores hechos en la Tierra que actuaban directamente sobre los sentidos, transmitiendo mensajes totalmente correctos y mezclándolos dentro del cerebro, para destruir sus correlaciones. Pero aquella pantalla tenía que ser diferente. No podía atacar el sistema nervioso de una sonda, porque las sondas no tenían sistema nervioso en el sentido estricto de la palabra y sus ojos transmitían exactamente lo que veían. Pero de alguna forma, lo que habían visto los robots y lo que habían informado al ordenador no guardaba relación con la geometría real del laberinto en ese punto. Otras sondas, situadas más allá del alcance de la pantalla, habían transmitido descripciones totalmente distintas y mucho más exactas. De modo que la cosa debía trabajar a partir de algún principio óptico, influyendo directamente sobre el ambiente, modificando su orden, distorsionando la perspectiva, cambiando y ocultando sutilmente el contorno de las cosas, transformando una condición normal en un enigma. Cualquier órgano visual situado al alcance de la pantalla obtenía una imagen totalmente convincente y perfectamente incorrecta de área, tuviera o no una mente manipulable. Boardman pensó que era muy interesante. Quizás, más adelante, los mecanismos del laberinto podrían ser estudiados y conocidos a fondo. Más adelante.
Para él era imposible saber qué aspecto tenía el laberinto para Marshall y Petrocelli cuando sucumbieron a la pantalla. A diferencia de los robots, que proporcionaban informes exactos de todo lo que había ante sus ojos, los dos hombres no estaban conectados directamente con el ordenador y no podían transmitir sus imágenes mentales a la pantalla. Lo mejor que podían hacer era describir lo que veían. Y no correspondía con las imágenes de los ojos sonda que estaban montados en sus mochilas ni con la configuración auténtica que se veía desde los lugares situados fuera del radio de acción de la pantalla.
Obedecieron las indicaciones del ordenador. Avanzaron, aun cuando sus ojos les decían que un enorme abismo se abría bajo sus pies. Se agacharon para deslizarse por un túnel en cuyo techo brillaban unas hojas de guillotina suspendidas. El túnel no existía.
— Supongo que en cualquier momento una de esas hojas se desprenderá y me partirá en dos — dijo Petrocelli.
No había hojas. Al final del túnel se movieron hacia la izquierda, acercándose a un enorme mayal que azotaba el pavimento. No había mayal. No muy convencidos, evitaron pisar una acera alfombrada que parecía conducir fuera de la región controlada por la pantalla, la acera era imaginaria; ellos no veían la piscina de ácido que estaba allí.
— Sería mejor que cerraran los ojos — dijo Boardman —. Y entraran como las sondas, prescindiendo de la visión.
— Dicen que eso les da miedo — dijo Hosteen.
— ¿Qué es mejor, carecer de información visual o tener datos erróneos? — preguntó Boardman —. Podrían seguir las indicaciones del ordenador con los ojos cerrados y sería lo mismo. Y así no habría probabilidades de que…
Petrocelli gritó. En la pantalla doble, Boardman vio la condición real — un trozo de camino plano e inocuo — y la visión distorsionada, transmitida por los ojos de la mochila: un geiser de llamas que hacía erupción a sus pies.
— Quédate donde estáis — aulló Hosteen —. ¡No es real!
Petrocelli, que tenía un pie en el aire, volvió a bajarlo sufriendo una torcedura a causa del esfuerzo. Pero Marshall reaccionó más lentamente. Se había girado para escapar de la erupción cuando Hosteen gritó, y se movió hacia la izquierda, antes de detenerse. Estaba a unos doce centímetros del camino seguro. Un cable de metal brillante surgió de un bloque de piedra y se enroscó en sus tobillos. No tuvo dificultad para cortar los huesos. Marshall cayó y una brillante barra dorada lo clavó en el muro.
Sin mirar hacia atrás, Petrocelli atravesó la columna de fuego sin sufrir daños, anduvo unos metros tropezando y se detuvo, más allá del alcance de la pantalla de distorsión.
— ¿Dave? — dijo con voz ronca —. Dave, ¿estás bien?
— Se salió del sendero — dijo Boardman —. Fue una muerte rápida.
— ¿Qué quiere que haga ahora?
— Quédese donde está, Petrocelli. Cálmese y no intente ir a ningún lado. Mandaré a Chesterfield y a Walker a reunirse con usted. Aguarde donde está.
Petrocelli estaba temblando. Boardman pidió al cerebro de la nave que le diese una inyección y la mochila lo tranquilizó rápidamente con un pinchazo. Todavía rígido, incapaz de volverse hacia su empalado compañero, Petrocelli se quedó quieto, esperando.
Chesterfield y Walker necesitaron cerca de una hora para llegar hasta la pantalla de distorsión y casi quince minutos para atravesar los pocos metros cuadrados que ésta controlaba. Lo hicieron con los ojos cerrados y eso no les gustó, pero los fantasmas del laberinto no podían atemorizar a un ciego; por lo que Chesterfield y Walker quedaron fuera de su alcance. A esas alturas, Petrocelli se había tranquilizado y los tres continuaron avanzando cautelosamente hacia el corazón del laberinto.
Boardman pensó que habría que hacer algo para recuperar el cadáver de Marshall. En otro momento.
Los días más largos de la vida de Ned Rawlings habían sido los que había pasado viajando hacia Rigel, cuatro años antes, yendo a buscar el cuerpo de su padre. Pero estos días eran más largos aún. Estar parado junto a una pantalla, viendo como mueren unos hombres valientes, sentir que todos los nervios piden un descanso, hora tras hora…
Pero estaban ganando la batalla del laberinto. Ya habían entrado catorce hombres; cuatro habían muerto. Walker y Petrocelli habían parado en la zona E; otros cinco hombres habían instalado una base auxiliar en F y tres más estaban bordeando la pantalla de distorsión en G y se reunirían pronto con sus compañeros. Evidentemente, lo peor ya había pasado. De las observaciones de las sondas se deducía que la curva del peligro disminuía notablemente después de la zona F y que en las tres zonas interiores casi no había trampas. Con E y F virtualmente conquistadas, no seria muy difícil irrumpir en las zonas centrales, donde Muller, impasible y silencioso, acechaba y aguardaba.
Rawlings pensó que ahora conocía el laberinto como la palma de su mano. En la práctica, había penetrado en él más de cien veces, primero por medio de las sondas, luego a través de las transmisiones de los tripulantes. Por las noches, en sus sueños febriles, veía sus oscuros dibujos, sus paredes curvas, sus torres sinuosas. Encerrado en su propio cerebro, recorrió de alguna forma el itinerario de ese laberinto, rozando mil veces la muerte. El y Boardman serían los beneficiarios de esa experiencia tan duramente ganada cuando llegara el momento de entrar.
Y el momento se aproximaba.
En una fría mañana, bajo un cielo de hierro, estaba con Boardman justo fuera del laberinto, junto a los terraplenes ascendentes que bordeaban la ciudad. En las pocas semanas que habían estado allí, el año se había precipitado hacia lo que era el invierno en Lemnos. La luz solar duraba sólo seis horas diarias; luego venían dos horas de un pálido crepúsculo y los amaneceres eran tenues y prolongados, las lunas danzaban constantemente en el cielo, jugando a retorcer las sombras.
Después de tanto tiempo, Rawlings estaba casi deseoso de correr los riesgos del laberinto; sus deseos nacían de la impaciencia y la vergüenza. Había aguardado, observando las pantallas, mientras otros hombres, algunos tan jóvenes como él, se jugaban la vida tratando de entrar. Le parecía que había pasado toda su vida aguardando la señal para entrar en escena.
En las pantallas vigilaban a Muller, que se desplazaba por el centro del laberinto. Las omnipresentes sondas lo observaban constantemente, siguiendo sus peregrinaciones con una línea irregular en el plano principal. Muller no había salido de la zona A desde su encuentro con la sonda, pero diariamente cambiaba su posición en el laberinto, yendo de una casa a otra, como si temiera dormir dos veces seguidas en la misma. Boardman se había preocupado de que no tuviera ningún contacto con ellos después del episodio con el robot. A Rawlings le parecía que Boardman estaba tratando de atrapar a algún animal frágil y raro.
Golpeando la pantalla con el dedo, Boardman dijo:
— Esta tarde entraremos, Ned. Pasaremos la noche en el campamento principal. Mañana tú seguirás adelante y te reunirás con Walker y Petrocelli en E. Y al día siguiente irás solo hasta el centro y verás a Muller.
— ¿Por qué va a entrar en el laberinto, Charles?
— Para ayudarte.
— Podría mantenerse en contacto conmigo desde aquí — dijo Rawlings —. No necesita arriesgarse.
Boardman tiró, pensativo, de su papada.
— Lo que estoy haciendo ha sido calculado; es lo que ofrece menores riesgos.
— ¿Cómo?
— Si tiene problemas — explicó Boardman — tendré que ir hasta donde estés para ayudarte. Si me necesitas, prefiero aguardar en la zona F a tener que entrar con prisa desde fuera, atravesando la zona más peligrosa del laberinto. ¿Comprendes lo que te digo? Desde allí puedo llegar rápidamente hasta ti sin mayores peligros. Desde aquí no.
— ¿Qué clase de problemas?
— La testarudez de Muller. No hay razones para que coopere con nosotros y no es un hombre fácil de tratar. Recuerdo los meses que pasaron después de su retorno de Beta Hydri IV. No tuvimos un instante de paz. Nunca había sido muy equilibrado, pero después se transformó en un volcán. Que conste, Ned, que no lo estoy juzgando. Tiene derecho a estar furioso con el universo. Pero es desagradable. Es un pájaro de mal agüero. Acercarse a él trae mala suerte. Tendrás mucho trabajo.
— Y entonces, ¿por qué no viene conmigo?
— Imposible — dijo Boardman —. Si supiera que estoy en este planeta se arruinaría todo el plan. No olvides que fui yo quien lo envió a Beta Hydri IV. Y yo quien lo obligó a venir a Lemnos. Creo que si me viera, podría matarme.
Rawlings rechazó la idea.
— No. No puede haberse vuelto tan salvaje.
— Tú no lo conoces. No sabes cómo era. Ni en qué se ha transformado.
— Si está tan lleno de rabia como usted dice, ¿cómo podré ganar su confianza?
— Acércate a él. Sé franco. No tendrás que esforzarte mucho, Ned; tienes una cara muy inocente. Dile que estás aquí en una misión arqueológica. No dejes que se dé cuenta de que siempre supimos que estaba aquí. Dile que nos enteramos cuando la sonda tropezó con él, que lo reconociste, recordando el tiempo en que era amigo de tu padre.
— Entonces, ¿debo mencionar a mi padre?
— Por supuesto. Dile quién eres. Es la única forma. Dile que tu padre murió y que ésta es tu primera expedición al espacio. Gánate su simpatía, Ned. Despierta sus sentimientos paternales.
Rawlings meneó la cabeza.
— No se enfade conmigo, Charles, pero debo decirle que todo esto, estas mentiras, no me gustan nada.
— ¿Mentiras? — Los ojos de Boardman brillaron. — ¿Mentiras decir que eres el hijo de tu Padre, que esta es tu primera expedición?
— ¿Y que soy arqueólogo?
Boardman se encogió de hombros.
— ¿Prefieres decirle que llegaste aquí como parte de una expedición que viene a buscar a Richard Muller? ¿Te ayudaría eso a ganar su confianza? Piensa en nuestros propósitos, Ned.
— Sí. El fin y los medios. Ya lo sé.
— ¿Estás seguro de que lo sabes?
— Estamos aquí para conseguir la colaboración de Muller porque creemos que es la única persona que puede salvamos de una terrible amenaza — dijo Rawlings con tono frío e indiferente —. Por lo tanto, debemos hacer todo lo necesario para obtener esa colaboración.
— Sí. Y preferiría que no pusieras cara de tonto cuando lo dices.
— Lo siento, Charles. Pero siento náuseas cuando pienso que tendremos que engañarle.
— Le necesitamos.
— Sí. Pero ya ha sufrido tanto…
— Le necesitamos.
— Está bien, Charles.
— También te necesito a ti — dijo Boardman —. Si pudiera hacerlo yo mismo, lo haría. Pero si me ve, me liquidará. Para él, soy un monstruo. Y sucede lo mismo con todos los que estuvieron vinculados a su carrera. Pero tú eres distinto. Quizás pueda confiar en ti. Eres joven, tienes una cara increíblemente virtuosa y eres el hijo de un buen amigo suyo. Podrás llegar a conmoverle.
— Y contarle un montón de mentiras… engañarle.
Boardman cerró los ojos. Parecía estar haciendo un gran esfuerzo por contenerse.
— Basta ya, Ned.
— No, continúe. Dígame qué debo hacer después de presentarme.
— Hazte amigo suyo. Tómate tu tiempo. Haz que espere tus visitas.
— ¿Y si no puedo soportar su presencia?
— Inténtalo. Eso es lo más difícil; lo sé.
— Lo más difícil es mentir, Charles.
— Como te parezca. De todos modos, demuéstrale que puedes tolerar su compañía. Haz un esfuerzo. Charla con él. Hazle comprender que estás robando tiempo a tu trabajo científico, que los bastardos que dirigen tu expedición no quieren que tengas nada que ver con él, pero que tú sientes afecto y simpatía por él y no permitirás que te aleje. Háblale de ti, de tus ambiciones, de tu vida amorosa, de tus pasatiempos, de lo que quieras. Dale la lata; eso reforzará la imagen del chico ingenuo.
— ¿Debo mencionar a los extragalácticos? — preguntó Rawlings.
— No mucho. Mételos en la conversación con el pretexto de ponerlo al día en materia de noticias. Pero no le digas mucho. Y, sobre todo, no le digas que representan una amenaza. Y ni una palabra acerca de que le necesitamos, ¿entiendes? Si se le ocurre que queremos utilizarle, estamos perdidos.
— Y ¿cómo haré para que salga del laberinto si no le digo por qué le necesitamos?
— No te preocupes de eso, por ahora — dijo Boardman —. Te daré instrucciones para la segunda fase cuando hayas ganado su confianza.
— La traducción — dijo Rawlings — es que usted va a poner en mi boca una mentira tan colosal que ni siquiera se atreve a decírmela ahora por miedo a que renuncie a la misión.
— Ned…
— Discúlpeme, Charles. Pero… ¿por qué tenemos que engañarle para que salga? ¿Por qué no podemos decirle que la humanidad lo necesita y obligarle a salir?
— ¿Te parece que eso es más moral que engañarle?
— Me parece que es más limpio. Odio estas sucias intrigas. Preferiría ayudar a que alguien lo desmayase de un golpe y lo arrastrara fuera del laberinto, antes de tener que hacer lo que usted ha planeado. Estaría dispuesto a sacarlo por la fuerza, porque le necesitamos. Y tenemos suficientes hombres como para hacerlo.
— No — dijo Boardman —. No podemos sacarlo por la fuerza. Ese es nuestro problema. Sería demasiado peligroso. Podría encontrar la forma de suicidarse en el momento en que intentáramos cogerlo.
— Una pistola narcótica — dijo Rawlings —. Hasta yo podría hacerlo. Me pondría a tiro, dispararía, luego lo sacaríamos del laberinto y cuando se despertara le explicaríamos…
Boardman meció la cabeza con vehemencia.
— Ha tenido nueve años para resolver los problemas del laberinto. No sabemos qué trucos ha aprendido ni qué trampas defensivas ha instalado. Mientras esté allí no me atrevo a atacarle; es demasiado valioso para correr el riesgo. Por lo que sabemos, puede haber programado este sitio para que estalle si alguien le apunta con una pistola. Tendrá que salir del laberinto por su propia voluntad, Ned, y eso significa que tendremos que engañarle con falsas promesas. Ya sé que es repugnante. A veces todo el universo hiede. ¿No lo habías notado?
— ¡No tiene que heder! — dijo Rawlings levantando la voz —. ¿Eso es lo que ha aprendido en todos esos años? El universo no hiede; ¡el hombre el que hiede! Y lo hace voluntariamente; ¡porque prefiere heder a oler bien! ¡No tenemos que mentir! ¡No tenemos que hacer trampas! Podríamos elegir el honor y la decencia y…
Rawlings se detuvo bruscamente. En un tono diferente dijo:
— Debo sonar horriblemente joven, ¿no es cierto, Charles?
— Tienes derecho a equivocarte — dijo Boardman —. La juventud es para eso.
— ¿De veras cree que hay una malevolencia cósmica en el universo?
Boardman juntó las puntas de sus dedos.
— Yo no diría eso. Creo que no hay un poder de las tinieblas rigiendo el universo, tal como creo que no hay un poder de la luz. El universo es una inmensa máquina impersonal. Mientras funciona, tiende a recargar algunas piezas menores y esas piezas se desgastan y al universo le importa un bledo, porque puede generar repuestos. No hay nada inmoral en el desgaste de unas piezas, pero tendrás que admitir que, desde el punto de vista de la pieza, es un pésimo negocio. Y sucedió que dos piececitas del universo chocaron cuando dejamos caer a Dick Muller en el planeta de los hidranos. Tuvimos que llevarle allí porque por nuestra naturaleza nos gusta averiguar cosas y ellos hicieron lo que hicieron porque el universo desgasta sus piezas y el resultado fue que Dick salió de Beta Hydri IV en mal estado. Lo cogió la maquinaria del universo y lo deshizo. Ahora tenemos un nuevo choque, igualmente inevitable, y tendremos que meter a Dick en la máquina por segunda vez. Es muy posible que lo deshagan nuevamente (y eso es repugnante) y para que eso pueda suceder tú y yo tendremos que manchar un poquito nuestras almas (y eso también es repugnante) y no tenemos la menor posibilidad de elegir. Si no nos comprometemos y tratamos de engañar a Dick Muller podemos estar poniendo en marcha un nuevo giro de la máquina que destruiría a toda la humanidad… y eso sería aún más repugnante. Te estoy pidiendo que hagas una cosa desagradable por buenas razones. Tú no quieres hacerlo y yo comprendo cómo te sientes; sólo estoy tratando de que entiendas que tu código moral personal no es siempre el factor más importante. En tiempo de guerra, un soldado tira a matar porque el universo le impone esa situación. Puede ser una guerra injusta y su hermano puede estar a bordo del barco al que apunta, pero la guerra es real y él tiene su papel.
— ¿Y dónde está el libre albedrío en su universo mecánico, Charles?
— No lo hay. Por eso digo que el universo hiede.
— ¿No tenemos ninguna libertad?
— La libertad de retorcernos un poco en el anzuelo.
— ¿Se ha sentido así durante toda su vida?
— Durante la mayor parte — dijo Boardman.
¿- ¿Cuándo tenía mi edad?
— Antes.
Rawlings desvió la mirada.
— Creo que está completamente equivocado, pero no voy a gastar saliva tratando de convencerle. Me faltan las palabras. Me faltan los argumentos. Y, de todos modos, no me escucharía.
— Creo que no, Ned. Pero podemos discutir eso en otro momento. Digamos, dentro de veinte años. ¿De acuerdo?
Tratando de sonreír, Rawlings dijo:
— Claro. Si no he muerto a fuerza de sentirme culpable por esto.
— No morirás.
— ¿Y cómo cree que podré vivir conmigo mismo después de que haya sacado a Muller de su concha?
— Espera y verás. Descubrirás que, en el contexto, hiciste lo que debías. O, por lo menos, lo menos malo. Créeme, Ned. Ahora te parece que tu alma quedará corroída para siempre por este trabajo, pero no será así.
— Ya veremos — dijo Rawlings en voz baja.
Boardman parecía más resbaladizo que nunca cuando se ponía paternal. Rawlings pensó que morir en el laberinto era la única forma de evitar esas ambigüedades morales, y cuando se dio cuenta de que estaba pensando eso, borró la idea, horrorizado. Miró fijamente a la pantalla.
— Entremos — dijo —. Estoy cansado de esperar.