Con frecuencia, Muller había estado solo durante períodos largos. Al redactar el contrato de su primer matrimonio insistió en una cláusula de separación, la habitual, y Lorayn no había puesto objeciones porque sabía que, ocasionalmente, su trabajo podría llevarle a sitios donde ella no querría o no podría ir. Durante los ocho años de ese matrimonio había puesto la cláusula en vigor en tres oportunidades, por un total de cuatro años.
Las ausencias de Muller no fueron un factor decisivo cuando dejaron expirar el contrato. En esos años había comprendido que podía soportar la soledad y que, de alguna extraña manera, le sentaba bien. «Desarrollamos todo en la soledad, excepto el carácter», escribió Stendhal; Muller no estaba seguro de eso, pero, en cualquier caso, su carácter estaba ya formado antes de empezar a aceptar misiones que le llevaron en solitario a mundos vacíos y peligrosos. Esas misiones habían sido voluntarias. En un sentido diferente, se había encerrado de forma voluntaria en Lemnos, y este exilio era más doloroso para él que en esas otras ausencias. Sin embargo, no lo pasaba mal. Su capacidad de adaptación le asombraba y le asustaba. No había supuesto que podría anular tan fácilmente su naturaleza social, la tarea era difícil, pero no tanto como había creído, y el resto — los debates estimulantes, los cambios de ambiente, la acción recíproca de las personalidades — había dejado de importarle muy pronto. Tenía suficientes cubos como para mantenerse entretenido y suficientes desafíos, tratando de sobrevivir en aquel mundo. Y tenía recuerdos.
Podía conjurar escenas de cien mundos, que guardaba en su memoria. El hombre se extendía por todas partes, plantando la semilla de la tierra en colonias de cien estrellas. Delta Pavonis VI, por ejemplo, a veinte años luz de distancia, volviéndose cada vez más extraño. Llamaban Loki al planeta, cosa que a Muller le pareció un error monumental, ya que Loki era ágil, astuto y delicado, mientras que los colonos de Loki, aislados de la tierra por cincuenta años, cultivaban la obesidad artificial por medio de la regulación glucostática. Muller les había visitado diez años antes de su desafortunado viaje a Beta Hydri. Había sido esencialmente una misión pacificadora a un planeta que había perdido el contacto con el planeta madre. Recordaba un planeta caliente, que sólo era habitable en una estrecha franja templada. Recordaba muros de jungla verde que bordeaban un río negro, bestias con ojos que parecían piedras preciosas empujándose en las orillas pantanosas, la llegada al caserío donde unos Budas sudorosos que pesaban centenares de kilos cada uno estaban sentados, meditando solemnemente ante sus cabañas de techo de paja. Nunca había visto tanta carne por metro cúbico. Los lokitas alteraban sus glucorreceptores periféricos para provocar la acumulación de grasa. Era una adaptación inútil que no tenía relación con un problema ambiental; simplemente, les gustaba ser gordos. Muller recordaba brazos que parecían muslos, muslos que parecían pilares, vientres que se curvaban agresivos y triunfales.
Hospitalarios, habían ofrecido una mujer al espía de la tierra. Para Muller fue una lección de relatividad cultural, ya que en el pueblo había dos o tres mujeres que, aunque eran enormes, resultaban flacas para el gusto local y, por lo tanto, estaban más cerca de las pautas del gusto de Muller. Pero los lokitas no le dieron una de esas mujeres, esas lamentables ruinas subdesarrolladas de cien kilos de peso; hubiese sido una falta de cortesía proporcionar a un huésped una compañera situada por debajo de las normas. En cambio, le proporcionaron una rubia colosal, con pechos como balas de cañón y nalgas como continentes de carne temblorosa.
Bueno, por cierto, había sido inolvidable.
Y había tantos otros mundos. Había sido un viajero incansable, que dejaba las sutilezas de la manipulación política en manos de los hombres como Boardman; Muller podía ser muy útil, casi un estadista, cuando era necesario, pero se veía a sí mismo más como un explorador que como un diplomático. Había tiritado en lagos de metano, se había cocido en desiertos postsaharianos, había seguido a colonos nómadas a través de una llanura purpúrea tratando de hallar su ganado artropódico. Había naufragado en mundos sin aire por un fallo del ordenador. En Damballa, había visto los acantilados de cobre de noventa kilómetros de altura. Había nadado en el lago gravitatorio de Mordred. Había dormido junto a un arroyo multicolor bajo un cielo donde brillaban tres soles y había cruzado los puentes de cristal en Proción XIV. Lamentaba pocas cosas.
Ahora, acurrucado en el centro del laberinto, miraba las pantallas y esperaba que el extranjero le hallase. Un arma, pequeña y fría, descansaba en su mano.
La tarde pasó velozmente. Rawlings comenzó a pensar que hubiera sido mejor hacer caso a Boardman y pasar una noche en el campamento, antes de salir a buscar a Muller. Por lo menos, tres horas de sueño profundo para limpiar las tensiones de su mente; una pequeña zambullida bajo el cable del sueño, siempre útil. Bueno. No lo había hecho. Y ahora no podía hacerlo. Sus sensores le decían que Muller estaba muy cerca.
Súbitamente, problemas de moralidad y problemas de puro y simple valor comenzaron a inquietarle.
Nunca había hecho nada importante, todavía. Había estudiado, había efectuado tareas de rutina en la oficina de Boardman, alguna vez había manejado algún problema delicado. Pero siempre pensó que su verdadera carrera no había comenzado aún, que todo eso eran los preliminares. Esa sensación de un futuro comienzo le acompañaba todavía, pero era hora de admitir que ya estaba en el punto de partida. Esto no era un entrenamiento. Allí estaba, alto y rubio y joven y testarudo y ambicioso, al borde de una acción que (Charles Boardman no había sido totalmente hipócrita cuando se refirió al tema) podía influir en el futuro curso de la historia.
Ping.
Miró a su alrededor. Los sensores habían hablado. De las sombras emergió la figura de un hombre. Muller.
Se miraron, a través de veinte metros de distancia. Rawlings recordaba a Muller como un gigante y se sorprendió al descubrir que los dos medían más o menos lo mismo, un poco más de dos metros. Muller vestía un mono oscuro y brillante, y bajo aquella luz y a aquella hora, su cara era un estudio de prominencias y planos en conflicto, de picos y valles.
En la mano de Muller estaba el aparato, parecido a una manzana, conque había destruido la sonda.
La voz de Boardman zumbó en el oído de Rawlings:
— Acércate. Sonríe. Tienes que parecer tímido e inseguro y muy preocupado. Y mantén siempre las manos donde él pueda verlas.
Rawlings obedeció. Se preguntó cuando empezaría a sentir los efectos de estar cerca de Muller. Le resultaba difícil quitar los ojos del globo brillante que descansaba, como una granada, en la mano de Muller. Cuando estuvo a diez metros de distancia empezó a recibir la emanación. Sí. Sin duda era eso. Decidió que, si no se acercaba más, podría tolerarla.
Muller dijo:
¿- ¿Qué quiere…?
Sus palabras salieron roncas y chillonas. Muller se detuvo, con las mejillas rojas, y pareció tratar de ajustar los engranajes de su laringe. Rawlings se mordió el labio y sintió que uno de sus párpados se contraía. En el audio se sentía la pesada respiración de Boardman.
Muller inquirió nuevamente:
— ¿Qué pretende usted de mí? — Esta vez con su verdadera voz, profunda y vibrante de furor apenas disimulado.
— Hablar. De veras. No quiero causarle ninguna molestia, señor Muller.
— ¿Me conoce?
— Claro que sí. Todos conocen a Richard Muller. Quiero decir que usted era el héroe de la galaxia cuando yo iba a la escuela. Escribí acerca de usted. Ensayos. Nosotros…
— ¡Váyase de aquí! — aquella vez la voz era chillona.
— …Y soy hijo de Stephen Rawlings. Yo le conocía a usted señor Muller.
La oscura manzana se estaba levantando. La pequeña abertura cuadrada estaba frente a él. Rawlings recordó la forma súbita en que se había detenido la transmisión de la sonda.
— ¿Stephen Rawlings? — La manzana descendió.
— Mi padre. — La pierna izquierda de Rawlings parecía estar licuándose. El sudor volatilizado flotaba sobre sus hombros formando una nube. El chorro que brotaba de Muller le llegaba con más fuerza, como si hubiese necesitado unos minutos para sintonizar su longitud de onda. Ahora, Rawlings sentía el torrente de angustia, la tristeza, la atracción de un abismo que se abría junto él. — Yo le conocí, hace mucho tiempo — dijo Rawlings. —. Usted volvía de…, Eridiani 82, creo; estaba tostado y quemado por el viento. Yo tenía unos ocho años y usted me cogió y me tiró hacia arriba, pero no estaba habituado a la gravedad terrestre y me tiró demasiado fuerte y yo me di contra el cielo raso y empecé a llorar y usted me dio algo para que me callara, una cuenta que cambiaba de color…
Las manos de Muller colgaban a los costados. La manzana había desaparecido en sus vestiduras.
Dijo, secamente:
— ¿Cómo te llamabas?, Ted, Ed. Eso. Sí. Ed. Edward Rawlings.
— Un tiempo después empezaron a llamarme Ned. De modo que ¿me recuerda?
— Un poco. Recuerdo mucho mejor a tu padre. — Muller dio la vuelta y tosió. Su mano se deslizó en un bolsillo, levantó la cabeza y el sol que se ponía iluminó extrañamente su cara, tiñéndola de color naranja profundo. Hizo un gesto rápido con un dedo —. Vete, Ned. Di a tus amigos que no quiero que me molesten. Estoy muy enfermo y quiero estar solo.
— ¿Enfermo?
— Enfermo de una misteriosa descomposición del alma. Mira, Ned: eres un muchacho guapo, estupendo y yo quiero mucho a tu padre, si lo que me has dicho es verdad, pero no quiero que andes cerca de mi. Te arrepentirías. No es una amenaza; estoy exponiendo un hecho. Vete. Vete lejos de aquí.
— Quédate donde estás — dijo Boardman —. Acércate. Bien cerca. Donde duela.
Rawlings dio un paso cauteloso, Pensando en el globo que había en el bolsillo de Muller y viendo en sus ojos que el hombre no era necesariamente racional. Disminuyó en un diez por ciento la distancia que había entre ellos. El impacto de la emanación pareció duplicarse.
— Por favor, señor Muller — dijo —, no me eche. Sólo quiero ser amable. M padre no me hubiese perdonado si hubiera sabido que le encontré aquí, en este estado, y no intenté ayudarle.
— ¿Hubiese perdonado? ¿Si hubiera sabido? ¿Qué le pasó a tu padre?
— Murió.
— ¿Cuándo? ¿Dónde?
— Hace cuatro años, en Rigel I. Estaba colaborando en la instalación de una red cerrada de rayos radiogoniométricos que comunicaría a todos los mundos de Rigel. Hubo un accidente con un amplificador. El foco se invirtió y él recibió toda la descarga.
— ¡Dios mío! ¡Todavía era joven!
— Le faltaba un mes para cumplir los cincuenta. Íbamos a ir a visitarlo y a organizar una fiesta sorpresa. En cambio fui yo solo, para recoger su cuerpo.
La expresión de la cara de Muller se dulcificó. De pronto desapareció de sus ojos. Sus labios se volvieron más móviles. Era como si el dolor de otra persona hiciera que olvidase momentáneamente el suyo.
— Acércate a él — ordenó Boardman.
Otro paso. Y luego, como Muller no parecía haberse dado cuenta, otro más. Rawlings sintió calor: no un calor físico sino psíquico, como un horno que despidiese emociones. Tembló, despavorido. En realidad, nunca había creído verdaderamente que la historia de lo que había sufrido a Muller con los hidranos fuera cierta. Estaba demasiado limitado por el pragmatismo que había heredado de su padre. Si no se puede reproducir en el laboratorio, no es real. Si no se puede hacer un gráfico, no es real. Si no hay circuitos, no es real. ¿Cómo es posible que un ser humano sea modificado para que transmita sus propias emociones? No hay circuitos capaces de cumplir esa función. Pero Rawlings estaba experimentando los efectos de esa transmisión.
— ¿Que estás haciendo en Lemnos, muchacho? — preguntó Muller.
— Soy arqueólogo — dijo torpemente la mentira —. Esta es mi primera expedición de campo. Estamos tratando de hacer un examen a fondo del laberinto.
— Pero sucede que el laberinto es la casa de alguien. Estáis entrometiéndoos.
Rawlings vaciló.
— Dile que no sabíamos que estaba aquí — apuntó Boardman.
— No sabíamos que había alguien aquí — dijo Rawlings —. No podíamos suponer que…
— Pero enviasteis vuestros malditos robots, ¿no? Cuando supisteis que había alguien aquí, alguien que no tenía malditas las ganas de ver a nadie…
— No entiendo — dijo Rawlings —. Teníamos la impresión de que estaba preso aquí. Queríamos ofrecerle nuestra ayuda.
«Con qué facilidad estoy haciendo esto», se dijo.
Muller frunció el ceño.
— ¿No sabes por qué estoy aquí?
— No.
— Supongo que no lo sabes. Eras demasiado joven. Pero los otros, cuando vieron mi cara, los otros lo saben. ¿Por qué no te lo dijeron? Vuestro robot transmitió mi cara, ¿no? Sabían quién estaba aquí ¿Y no te dijeron nada?
— Realmente, no comprendo…
— ¡Ven aquí! — vociferó Muller.
Rawlings sintió que se deslizaba hacia adelante; aunque no tuvo conciencia de haber dado pasos definidos. Bruscamente se encontró cara a cara con Muller; tenía conciencia del enorme cuerpo, de su frente cubierta de arrugas, de sus ojos airados que le miraban con fijeza. La inmensa mano de Muller cogió de un zarpazo la muñeca de Rawlings y éste se balanceó atontado por el impacto, traspasado por una desesperación tan inmensa que parecía abarcar universos enteros. Trató de no tambalearse.
— ¡Y ahora, aléjate de mi! — gritó ásperamente Muller —. ¡Vamos! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera! — Rawlings no se movió.
Muller aulló una blasfemia y corrió pesadamente hacia un edificio bajo, de paredes de cristal, cuyas ventanas opacas eran como ojos ciegos. La puerta se cerró, sellándose sin dejar abertura perceptible. Rawlings tomó aliento y lucho por mantener el equilibrio. Su frente latía como si algo que estaba detrás de ella luchara por libertarse.
— Quédate donde estás — dijo Boardman — Deja que se le pase el berrinche. Todo va bien.
Muller se puso en cuclillas detrás de la puerta. El sudor corría por sus flancos. Tuvo un escalofrío. Se abrazó con tanta fuerza que sus costillas se quejaron.
No había querido tratar al intruso de ese modo.
Una breve conversación; una petición muy clara de que respetaran su soledad y, si el hombre no se marchaba, el globo destructor. Así lo había planeado Muller. Pero había discutido. Había hablado demasiado, había averiguado demasiado. ¿El hijo de Stephen Rawlings? ¿Un grupo de arqueólogos? Aparentemente, el muchacho no se había visto afectado por la radiación, salvo a muy poca distancia. ¿Estaría perdiendo su poder, con el paso de los años?
Muller luchó por recuperar el dominio de sí mismo y por allanar su hostilidad. ¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Por qué se aferraba a su soledad? No tenía nada que temer de los terráqueos; ellos y no él sufrirían por el contacto mutuo. Era comprensible que evitaran su presencia. Pero no existían razones para que él se comportara así, excepto alguna desconfianza que le paralizaba, la inflexibilidad incrustada por nueve años de aislamiento. ¿Había negado a eso, a amar la soledad por la soledad misma? ¿Era un ermitaño? Al principio había pretendido enclaustrarse allí por consideración a sus congéneres, porque no estaba dispuesto a infligir su dolorosa fealdad a los demás. Pero el chico había intentado ser amable y amistoso. ¿Por qué huir? ¿Por qué reaccionar tan groseramente?
Lentamente, Muller se puso de pie y abrió la puerta. La noche había caído con la rapidez del invierno; el cielo estaba negro y las lunas lo cruzaban velozmente. El chico seguía en la plaza; parecía un poco aturdido. La mayor de las lunas, Clotho, le bañaba con su luz dorada, de modo que sus cabellos rizados parecían despedir chispas. Su cara estaba muy pálida y los pómulos muy marcados. Sus ojos azules brillaban a causa de la conmoción, como si le hubiera abofeteado.
Muller avanzó, no muy seguro de su táctica se sentía como una gran máquina oxidada, que debía ponerse en marcha después de años de inactividad.
— ¿Ned? — dijo —. Ned, quiero pedirte disculpas. Tienes que comprender que no estoy acostumbrado a la gente. No estoy acostumbrado a… la… gente.
— No se preocupe, señor Muller. Me doy cuenta de que lo ha pasado muy mal.
— Dick. Llámame Dick. — Muller extendió las dos manos abiertas, como al quisiera atrapar los rayos de las lunas. Sentía mucho frío. En el muro que cerraba la plaza había pequeñas formas animales que saltaban y danzaban. Muller continuó —: He llegado a amar mi soledad. Uno puede encariñarse hasta con el cáncer, si adopta la actitud mental correcta. Mira, hay algo que debes entender. Vine aquí deliberadamente. No fue un naufragio. Elegí el lugar del universo donde era menos probable que me molestaran, y me oculté en él. Pero, por supuesto, tú tenías que venir con tus astutos robots y encontrar el camino de entrada.
— Si no quiere que esté aquí, me marcharé — dijo Rawlings.
— Quizá eso sea lo mejor para los dos. No. Aguarda. ¿Es muy malo estar tan cerca de mí?
— Bueno…, no es muy cómodo — dijo Rawlings —. Pero no es tan malo como…, como…, bueno, no sé. A esta distancia me siento solamente un poco deprimido.
— ¿Sabes la razón? — preguntó Muller —. Por la forma en que me hablas, creo que sí, Ned: Estás fingiendo que no sabes qué me sucedió en Beta Hydri IV.
Rawlings se sonrojó.
— Bueno, supongo que recuerdo algo. ¿Actuaron sobre su mente?
— Sí, fue eso. Lo que estás sintiendo, Ned, soy yo, mi maldita alma que se sale al aire. Estás recibiendo el flujo de corriente neural que brota de mi cerebro. ¿No es maravilloso? Trata de acercarte un poco… así. — Rawlings se detuvo —. ¿Ves? Ahora es más fuerte. Estás recibiendo una dosis más potente. Ahora recuerda cómo era cuando estabas parado allá. No era muy agradable, ¿verdad? A diez metros de distancia puedes tolerarlo. A un metro es intolerable. ¿Puedes imaginar la posibilidad de tomar en tus brazos a una mujer, cuando emites un hedor mental como éste? No se puede hacer el amor a diez metros de distancia. Yo no puedo. Sentémonos, Ned. Aquí estamos seguros. Tengo detectores conectados, por si alguno de los animales peligrosos llega hasta aquí y en esta zona no hay trampas. Siéntate.
Muller se instaló en el suave piso lechoso de piedra blanca, el extraño mármol que daba un aspecto tan bruñido a la plaza. Después de pensarlo un momento, Rawlings se colocó ágilmente en la posición del loto, a doce metros de distancia.
— ¿Cuántos años tienes, Ned? — Inquirió Muller.
— Veintitrés.
— ¿Casado?
Una sonrisa tímida.
— Todavía no.
— ¿Tienes una chica?
— Había una chica; teníamos un contrato de vinculación, pero lo anulamos cuando acepté este trabajo.
— Ah, ¿Hay mujeres en esta expedición?
— Solo cubos femeninos — dijo Rawlings.
— No son muy buenos, ¿verdad, Ned?
— No mucho. Podríamos haber traído algunas mujeres, pero…
— Pero ¿qué?
— Demasiado peligroso. El laberinto…
— ¿Cuántos hombres habéis perdido hasta ahora? — preguntó Muller.
— Cinco, creo. Me gustaría conocer la clase de gente que puede construir un lugar como éste. Les debe de haber llevado como cinco siglos planear una cosa tan diabólica.
— Más — dijo Muller —. Creo que éste fue el gran triunfo creador de su raza. Su obra maestra, su monumento. Debían sentirse orgullosos de este lugar asesino, la esencia de su filosofía: matar a los extranjeros.
— ¿Está haciendo suposiciones o ha encontrado algunas claves de su cultura?
— La única clave de su cultura que tengo está a nuestro alrededor. Pero yo soy un experto en psicología extraterrestre, Ned. Sé más de eso que cualquier otro ser humano, porque soy el único que alguna vez saludó a una raza diferente. Matar al extranjero: ésa es la ley del universo. Y al que no matas, tortúralo un poco.
— Nosotros no somos así — dijo Rawlings —. Nosotros no somos instintivamente hostiles a…
— Tonterías.
— Pero…
— Si una nave estelar extraterrestre aterrizara alguna vez en uno de nuestros planetas — dijo Muller —, la pondríamos en cuarentena, apresaríamos a la tripulación y la interrogaríamos hasta destruirla. Los buenos modales que hemos aprendido de la decadencia y la complacencia. Fingimos que somos demasiado nobles para odiar a los extranjeros, pero tenemos la cortesía de los débiles. Fíjate en los hidranos. Una facción importante de nuestro Gobierno quería generar fusión en su capa de nubes y dar otro sol a su sistema antes de mandar a un emisario a observarles.
— No.
— Fueron derrotados y se envió un emisario y los hidranos lo destruyeron. Era yo.
Súbitamente, Muller tuvo una idea. Aterrado, preguntó:
— ¿Qué ha pasado entre nosotros y los hidranos en estos nueve años? ¿Algún contacto? ¿Guerra?
— Nada — dijo Rawlings — Nos hemos mantenido a distancia.
— ¿Me estás diciendo la verdad o liquidamos a esos bastardos? Dios sabe que no lo sentiría, pero la verdad es que no eran responsables de lo que me hicieron. Reaccionaron con la xenofobia corriente. Ned, ¿hubo una guerra?
— No. Lo juro.
Muller se relajó. Después de un momento dijo:
— Muy bien. No te pediré que me relates todos los últimos acontecimientos. En realidad, no me interesan. ¿Cuánto tiempo os vais a quedar en Lemnos?
— Aún no lo sabemos. Unas semanas, supongo. En realidad, todavía no hemos comenzado a explorar el laberinto. Y, además, está la zona externa. Queremos hacer una investigación comparativa con los trabajos de los arqueólogos que vinieron antes y…
— Y estaréis un tiempo aquí. Los otros, ¿también vendrán hasta el centro del laberinto?
Rawlings se humedeció los labios.
— Me enviaron en primer término para que estableciera contacto con usted. Todavía no tenemos proyectos concretos; todo depende de usted. No queremos imponerle nuestra presencia. De modo que si no quiere que trabajemos aquí…
— No; no quiero — dijo secamente Muller —. Díselo a tus amigos. Dentro de cincuenta o sesenta años estaré muerto; entonces podrán husmear por aquí. Pero mientras esté vivo, no quiero que me molesten. Que trabajen en las cuatro o cinco zonas externas. Pero si alguno pone el pie en A, B, o C, le mataré. Puedo hacerlo, Ned.
— Y yo, ¿seré bien venido?
— Ocasionalmente. No puedo prever mis estados de ánimo. Si quieres hablar conmigo, date una vuelta por aquí. Y si te digo que te marches, entonces te irás volando. ¿De acuerdo?
Rawlings exhibió una alegre sonrisa.
— De acuerdo. — Se puso en pie. Muller, a quien molestaba que el chico le mirase desde arriba, también se levantó. Rawlings dio unos pasos hacia él.
— ¿Dónde vas? — dijo Muller.
— No me gusta tener que hablar a esta distancia gritando. Puedo acercarme un poco a usted, ¿no?
Instantáneamente receloso, Muller replicó:
— ¿Eres alguna clase de masoquista?
— Lo siento, pero no.
— Bueno, yo tampoco soy sádico. No quiero que te acerques a mí.
— En realidad no es tan desagradable, Dick.
— Estás mintiendo. Te parece tan espantoso como a todos los demás. Soy como un leproso, y si te gusta la lepra lo siento por ti, pero no te acerques más. Me resulta muy incómodo ver sufrir a los demás por mi causa.
Rawlings se detuvo.
— Como quiera, Dick. Mire, yo no quiero crearle problemas. Estoy tratando de ser amigo suyo, de ayudarle. Si al hacer eso le hago sentirse incómodo… bueno, dígamelo y cambiaré de actitud. No gano nada con empeorar las cosas.
— Eso te ha salido un poco confuso, chico. De todos modos, ¿qué quieres de mí?
— Nada.
— ¿Por qué no me dejas en paz?
— Porque es un ser humano y ha estado aquí, solo, durante mucho tiempo. Mi impulso natural es ofrecerle compañía. ¿Le parece demasiado tonto?
Muller se encogió de hombros.
— No soy muy buena compañía. Quizá tendrías que recoger todos tus dulces impulsos cristianos y marcharte. Tú no puedes ayudarme, Ned. Sólo puedes hacerme sufrir, recordándome todo lo que ya no puedo tener o conocer.
Muller se enderezó y miró las figuras sombrías que saltaban junto a las paredes. Tenía hambre y era la hora de ir a cazar la cena. Dijo bruscamente:
— Hijo, creo que se me ha vuelto a acabar la paciencia. Es hora de que te vayas.
— Muy bien. Pero ¿puedo volver mañana?
Quizá.
Rawlings sonrió ingenuamente.
— Gracias por permitirme hablar con usted, Dick. Volveré.
A la complicada luz de las lunas, Rawlings salió de la zona A. La voz del cerebro de la nave le guió por el mismo sendero que había usado para entrar y, de vez en cuando, en los sitios más seguros, la voz de Boardman se superpuso.
— Has empezado muy bien — dijo — Es muy positivo que te haya tolerado. ¿Cómo te sientes?
— Fatal Charles.
— ¿Por haber estado tan cerca de él?
— Porque estoy haciendo algo repugnante.
— Termina de una vez con eso, Ned. Si cada vez que sales voy a tener que masajearte la moral…
— Haré mi trabajo — dijo Rawlings — Pero no me gusta.
Escombros sobre un bloque de piedra con resortes que era capaz de arrojarle a un precipicio si apoyaba su peso incorrectamente. Un animalito lleno de dientes se rió de él viéndole pasar. Del otro lado, Rawlings empujó la pared en un lugar donde cedía y fue admitido a la zona B. Echó una mirada al dintel y vio el escondrijo del ojo; le sonrió, por si Muller estaba controlando su retirada.
Ahora comprendía por qué Muller había decidido enterrarse allí. En circunstancias similares, él podría haber hecho lo mismo. O algo peor. Gracias a los hidranos, Muller llevaba una deformidad en el alma, en una era en que la deformidad había caído en desuso. La falta de un miembro o de una nariz o de un ojo era un crimen estético; esas cosas se reparaban fácilmente y uno debía a los demás la atención de reformarse y hacer desaparecer las imperfecciones desagradables. Infligir los defectos propios a los demás era una actitud claramente antisocial.
Pero ningún cirujano podía hacer un trabajo cosmético en el defecto de Muller. La única cura era la separación de la sociedad. Un hombre más débil podía haber elegido la muerte; Muller prefirió el exilio.
Rawlings seguía sintiendo el impacto de aquel breve momento de contacto directo. Por un instante había recibido de Muller una emanación informe e incoherente de emociones crudas; el ser interior brotando involuntariamente y sin palabras. Ese flujo de interioridad incontrolable era doloroso y deprimente.
Lo que los hidranos le habían dado no era una verdadera telepatía. Muller no podía «leer» mentes ni podía comunicar sus pensamientos a los demás. Lo que salía era como un chorro de personalidad; un torrente de cruda desesperación, un río de penas y remordimientos, el contenido de las cloacas del alma. No podía contenerlo. Durante aquel momento eterno, Rawlings había estado sumergido en el torrente; el resto del tiempo había recibido solamente una sensación vaga y general de zozobra.
Las penas de Muller no eran exclusivamente suyas; lo que ofrecía no era más que la conciencia de lo que el universo idea para sus habitantes. En aquel momento, Rawlings había sentido que estaba sintonizando todos los conflictos de la creación: las oportunidades perdidas, los amores fallidos, las palabras apresuradas, los dolores injustos, las apetencias, el hambre, la codicia, el pinchazo de la envidia, el ácido de la frustración, la mordedura del tiempo, la muerte de los insectos pequeños en invierno, las lágrimas de las cosas. Había conocido el envejecimiento, la carencia, la impotencia, la furia, la soledad, la desolación, el automenosprecio y la locura. Había sido un aullido silencioso de ira cósmica.
«¿Somos todos así?» Se lo preguntaba. «Esa misma transmisión, ¿brota de mí, y de Boardman, y de mi madre y de la chica de quien estaba enamorado? ¿Andamos por ahí como transmisores fijados a una frecuencia que no podemos sintonizar? Gracias a Dios. Es una canción demasiado dolorosa de escuchar. »
— Despierta, Ned — dijo Boardman — Deja de cavilar y vigila el camino, ya estás casi en la zona C.
— Charles, ¿cómo se sintió la primera vez que se acercó a Muller?
— Luego hablaremos de eso.
— ¿No sintió como al supiera por primera vez lo que es un ser humano?
— Te dije que hablaremos más…
— Déjeme decir lo que quiero decir, Charles, aquí no corro ningún riesgo. Acabo de mirar el alma de un hombre y estoy conmovido. Pero… escuche, Charles. En realidad, él no es así; es un hombre bueno. La cosa que irradia es solo ruido. Es una especie de sedimento, que no dice nada acerca de Richard Muller. Es un ruido que no se ha hecho para ser oído y la señal es completamente distinta, como cuando se dirige un amplificador hacia las estrellas, Esa cosa que irradia es sólo ruido. Y algunas de las estrellas más hermosas transmiten unos ruidos horribles, pero eso es sólo lo que reproduce el amplificador, no tiene nada que ver con la calidad de la estrella, es… es…
— Ned.
— Discúlpeme, Charles.
— Vuelve al campamento. Todos estamos de acuerdo en que Dick Muller es un ser humano estupendo. Por eso le necesitarnos. Y a ti también te necesitamos, de modo que cállate y mira dónde pisas. Despacio. Calma. Calma. Calma. ¿Qué es ese animal que está a tu izquierda? Deprisa, Ned. Pero mantén la calma. Así, hijo. Con calma.