Dentro del laberinto el aire parecía un poco más cálido y suave. «Seguramente los muros detienen el viento», pensó Rawlings. Andaba con cuidado, oyendo la voz que murmuraba en su oído:
«Gire a la izquierda… tres pasos… ponga el pie derecho junto a la franja negra que hay en el suelo gire a la izquierda cuatro pasos gire noventa grados a la derecha gire de nuevo noventa grados a la derecha. »
Era como un juego de niños; si pisas la raya, pierdes. Sólo que el riesgo era mayor. Se movía cautelosamente, sintiendo que la muerte arañaba sus tobillos. ¿Qué clase de gente habría construido aquel lugar? Delante de él, un chorro de energía brotó en medio de la senda. El ordenador midió el tiempo. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡adelante!» Rawlings avanzó.
A salvo.
Al otro lado se detuvo, resuelto, y miró hacia atrás. Boardman no perdía terreno; la edad no lo había vuelto lento. Boardman saludó agitando el brazo y sonrió. Avanzó, siguiendo las indicaciones. «Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¡adelante!» Boardman atravesó el lugar del chorro de energía.
— ¿Quiere detenerse aquí un momento? — preguntó Rawlings.
— No trates al viejecito con condescendencia, Ned. Sigue adelante. Aún no me he cansado.
— Nos espera un avance muy difícil.
— Bueno; hagámoslo, entonces.
Rawlings no podía dejar de mirar los huesos, esqueletos resecos, muy antiguos, y algunos cuerpos que no eran nada viejos.
«¿Y si dentro de diez minutos estoy muerto?» Ahora había unas luces brillantes que se encendían y se apagaban muchas veces por segundo. Boardman, cinco metros más atrás, se transformó en una figura irreal que se movía dando pasos incoherentes. Rawlings se pasó la mano por la cara, tratando de ver los espasmódicos movimientos. Era como si una fracción de cada segundo hubiese sido suprimida de su conciencia.
El ordenador le dijo: «Camine diez pasos y deténgase. Uno. Dos. Tres. Camine diez pasos y deténgase. Uno. Dos. Tres. Siga rápidamente hasta el final de la rampa. »
Rawlings no recordaba qué le sucedería si no medía el tiempo con precisión. En la zona H, las pesadillas eran tan espantosas que no había podido fijarlas en su mente. ¿Era aquél el lugar donde una tonelada de roca caía sobre los descuidados? ¿El lugar donde se juntaban las paredes? ¿Dónde un elegante puente que no existía dejaba caer a sus víctimas en un lago de ácido?
Su esperanza de vida, en aquel momento, era de unos doscientos cinco años. Quería aprovechar esos años. «Soy demasiado poco complicado para morir», pensó Ned Rawlings.
Bailó a los sones de la melodía del ordenador, atravesó el lago de fuego, las paredes que se juntaban.
Algo que tenía unos dientes muy largos estaba encaramado en el dintel de una puerta. Cuidadosamente, Charles Boardman sacó la pistola de su mochila y conectó el buscador de blancos próximos. Lo programó para treinta kilos de peso y una distancia de cincuenta metros.
— Ya lo tengo — dijo a Rawlings —. Y disparó.
El bólido de energía se estrelló contra la pared. Unas trémulas listas verdes brotaron junto al rojo profundo. La bestia saltó, con las patas estiradas en una agonía definitiva, y cayó. Unos animalitos pequeños de los que se alimentan de carroña aparecieron y comenzaron a desgarrarlo.
Boardman soltó una carcajada. Tenía que admitir que no hacía falta mucha habilidad para cazar con aquellas armas programadas. Pero hacía mucho tiempo que no cazaba. Cuando tenía treinta años había pasado una larga semana en la reserva del Sahara; era el miembro más joven de un grupo de ocho hombres de negocios y asesores del gobierno. Había participado en la cacería por la utilidad política del viaje. No le había gustado nada: ni el aire húmedo en su nariz, ni el brillo del sol, ni las bestias de color pardo muertas sobre la arena, ni las jactancias, ni la inútil carnicería. A los treinta años, uno no es muy tolerante con los irresponsables deportes de la gente madura. Pero se había quedado porque pensó que su amistad con esos hombres podía serle útil. Y había sido útil. Nunca más había cazado. Pero esto era diferente, aun con buscadores de blancos. Esto no era deporte.
Las imágenes jugaban en una pantalla dorada sujeta a una pared en el extremo interno de la zona H. Rawlings vio cómo el rostro de su padre tomaba forma, se unía con otro dibujo de barras y cruces y se incendiaba. La pantalla se alimentaba del exterior; mostraba lo que había en el ojo que la miraba. Los robots, al pasar por allí, no habían visto más que una pantalla lisa. Rawlings vio aparecer el rostro de una chica. Maribeth Chambers, dieciséis años, estudiante del colegio de Nuestra Señora de la Merced, Rockford, Ilinois. Maribeth Chambers sonrió tímidamente y empezó a quitarse la ropa. Sus cabellos eran sedosos y suaves como una nube de oro; sus ojos, azules, y sus labios, redondeados y húmedos. Desenganchó su controlador de pecho y reveló dos globos blancos, firmes y erguidos, coronados por puntas del color de las llamas. Eran altos y estaban juntos, como si la gravedad no los afectara, y el valle que había entre ambos tenía quince centímetros de profundidad y un milímetro de anchura. Maribeth Chambers se sonrojó y descubrió la parte inferior de su cuerpo. Llevaba unos granates en los hoyuelos que se formaban justo encima de sus nalgas rosadas. Un crucifijo de marfil colgaba de una cadena dorada que rodeaba sus caderas. Rawlings trató de no mirar la pantalla. El ordenador dirigía sus pasos; avanzó, obediente, arrastrando los pies.
— Soy la Resurrección y la Vida — dijo Maribeth Chambers con voz sensual y apasionada.
Le llamó con la punta de tres dedos. Le hizo un guiño íntimo. Canturreó dulces obscenidades.
— ¡Vuelve aquí, guapo! Verás cómo te haré pasar un buen rato…
Maribeth rió. Se retorció. Levantó los hombros y sacudió sus pechos como si fueran campanas doblando.
Su piel se volvió verde oscuro y sus ojos se deslizaron por la cara. Su labio inferior se estiró, como una pala. Sus caderas empezaron a derretirse. Unos dibujos ígneos danzaron en la pantalla. Rawlings oyó unos acordes profundos y vibrantes que provenían de un órgano invisible. Escuchó el susurro del cerebro que le guiaba y pasó frente a la pantalla sin sufrir daños.
La pantalla mostraba dibujos abstractos: una geometría de poder, rígidas líneas que avanzaban y figuras inmóviles. Charles Boardman se detuvo un momento, para admirarlas. Luego, siguió adelante.
Un bosque de cuchillos que giraban, cerca del borde interno de la zona H.
El calor se volvió extrañamente intenso. Había que caminar de puntillas sobre el pavimento. Eso era inquietante, porque ninguno de los que habían pasado por allí lo había experimentado. ¿Acaso el camino variaba? La ciudad, ¿podría crear variantes? ¿Cuánto subiría la temperatura? ¿Dónde terminaría la zona cálida? Luego, ¿haría frío? ¿Llegarían vivos a la zona E? ¿Estaría Richard Muller haciendo esto para detenerles?
«Quizá ha reconocido a Boardman y está tratando de matarle. Es una posibilidad. Muller tiene todas las razones para odiar a Boardman y no ha tenido la oportunidad de ser sometido a un ajuste social Quizá debería moverme más velozmente y dejar más espacio entre Boardman y yo. Me parece que hace más calor. Pero, por otra parte, él me acusaría de cobarde. Y desleal.
»Maribeth Chambers nunca hubiera hecho esas cosas.
»¿Las monjas siguen afeitándose la cabeza?»
A Boardman le pareció que la pantalla distorsionadora de la zona G era quizá lo peor de todo. Los peligros no le atemorizaban; Marshall era el único que no había podido sobrevivir a la pantalla. Lo que le inspiraba temor era entrar en un lugar donde los datos de sus sentidos no corresponderían al universo real. Boardman dependía de sus sentidos; ya iba por su tercer juego de retinas. No se puede hacer una buena evaluación del universo si no se tiene la seguridad de verlo con claridad.
Ahora estaba dentro del campo de la pantalla de distorsión.
Las líneas paralelas se juntaban. Las figuras triangulares pintadas en las paredes húmedas y temblorosas tenían todos los ángulos obtusos. Un río corría de lado a través del valle. Las estrellas estaban muy cerca y las lunas giraban unas alrededor de otras.
«Lo que debemos hacer ahora es cerrar los ojos, para no ser engañados. »
«Pie izquierdo. Pie derecho. Pie izquierdo. Pie derecho. Muévase ligeramente hacia la izquierda…, deslice su pie. Más. Más. Un poco más. Retroceda hacia la derecha. Así. Eche a andar de nuevo. »
La fruta prohibida lo tentaba. Toda su vida se había esforzado por ver con claridad. El atractivo de la distorsión era irresistible. Boardman se detuvo apoyándose con firmeza en los dos pies. «Si quieres salir vivo de esto — se dijo —, mantendrás los ojos cerrados. Si abres los ojos te confundirás y morirás. No tienes derecho a morir como un tonto, después de que tantos hombres lucharon tan duramente para enseñarte la forma de sobrevivir. »
Boardman se mantuvo inmóvil. La voz silenciosa del ordenador intentó aguijonearlo, sonando como una avispa.
— Espera — dijo Boardman en voz baja —. Si no me muevo puedo echar un vistazo. Lo importante es eso: no moverse. Si no te mueves no puedes meterte en líos.
El cerebro de la nave le recordó el géiser de llamas que había causado la muerte de Marshall.
Boardman abrió los ojos.
Se cuidó de no moverse. A su alrededor vio la negación de la geometría. Era como el interior de la botella de Klein, mirando hacia afuera. El rechazo se levantó en su interior como una columna vertebral.
«Tienes ochenta años y sabes qué aspecto debe tener el universo. Ahora cierra los ojos, Charles. Cierra los ojos y sigue andando. Estás corriendo riesgos innecesarios. »
Primero buscó a Ned Rawlings. El chico estaba veinte metros más adelante, arrastrándose lentamente frente a la pantalla. ¿Con los ojos cerrados? Miró. Los dos. Ned era un chico obediente. O asustado. «Quiere sobrevivir a esto y prefiere no saber cómo es el universo visto en una pantalla de distorsión. Me hubiera gustado tener un hijo como él. Pero a estas alturas le hubiera modificado. »
Boardman empezó a levantar la pierna derecha, pero se contuvo y volvió a apoyarla. Ante él unas pulsaciones de luz dorada saltaban en el aire tomando ahora la forma de un cisne, ahora la de un árbol. El hombro izquierdo de Ned Rawlings estaba demasiado alto. Su espalda tenía una joroba. Una de sus piernas se movía hacia adelante y la otra hacia atrás. A través de nieblas doradas, Boardman vio el cadáver de Marshall clavado en la pared. En Lemnos, ¿no habría bacterias? Los ojos de Marshall estaban muy abiertos. Mirando esos ojos, Boardman vio su propio reflejo curvado. Sin nariz, sin boca. Cerró los ojos.
El ordenador le dijo que avanzara.
Un mar de sangre. Una copa de linfa.
Morir sin haber amado…
Esta es la entrada de la zona F. Estoy abandonando otro reino de la muerte. ¿Dónde está tú pasaporte? ¿Necesito un visado? No tengo nada que declarar. Nada. Nada. Nada. »
Un viento frío que sopla desde el…
«Los muchachos que están acampados en F iban a venir a recibirnos y a conducimos hasta allí. Espero que no se molesten. Podemos hacerlo sin necesidad de ellos. Tenemos que sobrepasar la pantalla y luego ya está. »
«He soñado tan a menudo con este camino. Y ahora lo odio, aunque es hermoso. No hay más remedio que reconocerlo: es hermoso. Y probablemente parece más hermoso aún justo antes de matarte. »
«Los muslos de Maribeth tienen bultitos en la carne. Antes de cumplir treinta años será una gorda. »
«Uno hace toda clase de cosas en una carrera. Podría haberme detenido hace mucho. Nunca he leído a Rousseau. Nunca tuve tiempo para Donne. No sé nada de Kant. Si vivo, los leeré. Hago esta promesa sano de cuerpo y alma, a los ochenta años de edad, yo Ned Rawlings leeré yo Richard Muller lo haré yo yo yo leeré yo Charles Boardman. »
Al otro lado de la entrada, Rawlings se detuvo en seco y preguntó al ordenador si podía ponerse en cuclillas y descansar un poco. El cerebro dijo que sí. Cuidadosamente, Rawlings se agachó, se balanceó un momento sobre los talones y apoyó una rodilla sobre el fresco pavimento de piedra. Miró hacia atrás. Detrás de él, unos bloques de piedra colosales, unidos sin cemento y perfectamente ajustados, formaban un montón de cincuenta metros de altura, franqueando una abertura alta y estrecha por donde pasaba en ese momento Charles Boardman. Boardman parecía sudoroso y aturdido; eso le resultó fascinante a Rawlings. Nunca le había visto perder su aire de complacencia antes. Pero antes nunca habían entrado en el laberinto.
Rawlings tampoco se sentía muy bien. Había venenos metabólicos hirviendo en los tubos y canales de su cuerpo. Estaba tan empapado por el sudor que sus ropas trabajaban horas extra para extraerlo, destilando la humedad y volatilizando el substrato de componentes químicos. Era demasiado pronto para alegrarse. Brewster había muerto allí, en la zona F, pensando que sus problemas habían terminado después de sortear los peligros de G. Bueno; habían terminado.
— ¿Descansando? — preguntó Boardman. Su voz parecía débil y fuera de tono.
— ¿Por qué no? He trabajado muy duro, Charles. — Rawlings sonrió de manera poco convincente —. Usted también. El ordenador dice que podemos quedamos aquí un rato. Le haré sitio.
Boardman se puso a su lado y se agachó. Rawlings tuvo que sostenerle mientras se balanceaba antes de arrodillarse.
— Muller entró solo por aquí y lo consiguió — dijo Rawlings.
— Muller siempre fue un hombre extraño.
— ¿Cómo cree que lo habrá hecho?
— ¿Por qué no se lo preguntas a él?
— Pienso hacerlo — dijo Rawlings —. Quizá mañana esta hora, estaré hablando con él.
— Ahora tendríamos que seguir andando.
— Como quiera.
— Pronto vendrán a recibimos. Ya deben de tener imágenes nuestras. Debemos de estar apareciendo en sus detectores de masa. Arriba, Ned. Arriba.
Se pusieron de pie. Una vez más, Rawlings tomó la delantera.
En la zona F las cosas eran menos desordenadas, pero también menos atractivas. El tono que prevalecía en la arquitectura era regular, con una línea confusa que generaba una tensión, como un grupo de objetos mal ordenados. Aunque sabía que allí había menos trampas, Rawlings seguía teniendo la sensación de que la tierra podía abrirse bajo sus pies en cualquier momento. Allí el aire era más fresco; tenía el mismo gusto cortante que el aire de la llanura abierta. En cada una de las esquinas se levantaban enormes tubos de cemento en los que crecían plantas plumosas y dentadas.
— ¿Qué parte le ha parecido la peor, hasta ahora? — preguntó Rawlings.
— La pantalla de distorsión — respondió Boardman.
— Eso no fue tan malo, a menos que uno se sienta raro andando por un lugar peligroso con los ojos cerrados. ¿Sabe? Uno de esos tigres pequeñitos podría haber saltado sobre nosotros y no nos hubiésemos enterado hasta sentir sus dientes.
— Yo miré un poco — dijo Boardman.
— ¿En la zona distorsionada?
— Sólo un momento. No pude resistirlo, Ned. No trataré de describir lo que vi, pero fue una de las experiencias más extrañas de mi vida.
Rawlings sonrió. Hubiese querido felicitar a Boardman por haber hecho algo tonto, peligroso y humano, pero no se atrevió. Dijo:
— ¿Qué hizo? ¿Se quedó quieto, miró y luego siguió andando? ¿Corrió algún peligro serio?
— Una vez. Me distraje y empecé a dar un paso, pero no seguí. Mantuve los pies inmóviles y miré a mí alrededor.
— Quizá lo intente, cuando salgamos — dijo Rawlings —. Una miradita no me hará daño.
— ¿Cómo sabes que la pantalla actúa en la dirección opuesta?
Rawlings frunció el ceño.
— Nunca lo pensé. Todavía no hemos intentado salir del laberinto. ¿Y si la salida es completamente distinta? No tenemos diagramas en esa dirección. ¿Y si nos atrapa al salir?
— Usaremos las sondas de nuevo — dijo Boardman —. No te preocupes por eso. Cuando estemos listos para salir, traeremos unas cuantas sondas al campamento de la zona F y revisaremos el camino de la misma manera que cuando entramos.
Después de un momento, Rawlings dijo:
— De todos modos, ¿por qué tendría que haber trampas en el camino de salida? Eso significaría que los constructores del laberinto estaban encerrándose, además de cerrando el paso a los enemigos. ¿Por qué iban a hacer eso?
— ¡Quién sabe, Ned! Eran extraños.
— Sí. Extraños.
Boardman recordó que la charla no estaba completa. Trató de ser afable; eran camaradas que afrontaban un peligro.
— ¿Cuál ha sido la peor parte para ti? — preguntó.
— La otra pantalla, la más alejada — dijo Rawlings —. La que refleja todas las cosas bajas e inmundas que hay dentro de la mente de uno.
— ¿Qué pantalla es ésa?
— Está a la entrada de la zona H. Es una pantalla dorada que está sujeta a la pared por listones de metal. La miré y durante un par de segundos vi a mi padre. Luego vi a una chica que conocía, una chica que se hizo monja. En la pantalla, se quitó la ropa. Supongo que eso quiere decir algo acerca de mi subconsciente, ¿eh? Un pozo de víboras. ¿Y quién no?
— Yo no ví nada de eso.
— No puede haberla pasado por alto. Estaba…, bueno, a unos cincuenta metros del sitio en que usted mató el primer animal. Un poco a la izquierda, a la mitad de la altura de la pared, una pantalla rectangular (en realidad era trapezoidal), con bordes de metal brillante y colores que se mueven y formas…
— Sí; eso es. Formas geométricas.
— Yo vi a Maribeth desvistiéndose — dijo Rawlings, que parecía desconcertado —. ¿Y usted vio formas geométricas?
La zona F también podía ser letal. Una pequeña burbuja irisada se abrió en el suelo y un torrente de bolitas centelleantes salieron rodando. Corrían hacia Rawlings. Se movían con la maligna decisión de un torrente de hormigas hambrientas. Picaban como aguijones. Pisó una buena cantidad, pero a causa de su irritación y su fervor, casi se acercó demasiado a una luz azul que destelló súbitamente. Pateó tres bolitas hacia la luz y se disolvieron.
Boardman ya estaba hasta la punta de los pelos.
El tiempo que había transcurrido desde su entrada en el laberinto era sólo de una hora y cuarenta y ocho minutos, aunque pareciera mucho más. La ruta que atravesaba la zona F conducía a una habitación de paredes color rosa, donde unos chorros de vapor surgían de aberturas ocultas. En el extremo más alejado de la habitación había una ranura irisada. Y si no se pasaba por ella en el momento justo, uno era aplastado. La ranura daba acceso a un pasaje largo, cubierto por una bóveda baja, opresivamente caliente y estrecho, cuyas paredes eran color rojo sangre y latían de una forma muy desagradable. Más allá del pasaje había una plaza en la que seis láminas de metal blanco se mantenían en equilibrio sobre un extremo, como espadas que aguardaran. Una fuente arrojaba un chorro de agua a cien metros de altura. Flanqueando la plaza había tres torres con muchas ventanas, todas de diferentes tamaños. Unos reflectores prismáticos proyectaban luces contra las ventanas. Ninguna ventana estaba rota. En los escalones de una de las torres yacía el esqueleto articulado de una criatura que medita cerca de diez metros. La burbuja de lo que, indudablemente, había sido un casco espacial cubría su cráneo.
Alton, Antonelli, Cameron, Greenfield y Stein constituían el campamento de la zona F, la base auxiliar del grupo que iba a la vanguardia. Antonelli y Stein retrocedieron hasta la plaza que había en el medio de F y encontraron allí a Rawlings y Boardman.
— Es sólo un trecho — dijo Stein —. ¿No quiere descansar unos minutos, señor Boardman?
Boardman le miró ceñudo. Siguieron avanzando.
— Davis, Ottavio y Reynolds pasaron a E esta mañana, cuando Alton, Cameron y Greenfield llegaron aquí — dijo Antonelli —. Petrocelli y Walker están haciendo un reconocimiento en el borde interno de E y mirando un poco hacia D. Dicen que tiene mucho mejor aspecto.
— Si entran, les haré desollar — dijo Boardman.
Antonelli sonrió preocupado.
La base auxiliar consistía en un par de cúpulas de metal, instaladas una junto a otra en un pequeño espacio abierto, junto a un jardín. El lugar había sido revisado a fondo y suponían que no habría sorpresas desagradables. Rawlings entró en una de las cúpulas y se quitó los zapatos. Cameron le alcanzó un limpiador. Greenfield le dio un paquete de comida. Rawlings se sentía incómodo entre aquellos hombres. No habían tenido las oportunidades que la vida le había proporcionado a él. No habían recibido una buena educación. No vivirían tanto como él, aun si podían evitar los peligros a que estaban expuestos. Ninguno de ellos tenía cabellos rubios, ni ojos azules, y posiblemente carecían de los medios necesarios para pagarse una reforma que les proporcionara esos atributos. Y sin embargo, parecían contentos. Quizá era porque nunca habían tenido que detenerse a considerar las implicaciones morales de atraer a Richard Muller fuera del laberinto.
Boardman entró en la cúpula. Rawlings estaba asombrado; el anciano era incansable. Boardman dijo, riendo:
— Díganle al capitán Hosteen que perdió su apuesta. Hemos llegado.
— ¿Qué apuesta? — preguntó Antonelli.
— Creemos que, de algún modo, Muller debe de estar rastreándonos — dijo Greenfield —. Sus movimientos son muy regulares. Ahora está en el cuadrante posterior de la zona A, en el lugar más apartado de la entrada… Si es que ésa es la entrada que usa… y se desplaza en un pequeño arco con respecto a la patrulla que avanza.
— Hosteen apostó tres a uno a que no llegaríamos aquí; yo lo oí — dijo Boardman —. ¿Cree que Muller puede estar usando algún tipo de sistema de observación?
— Es bastante posible.
— ¿Que sirva para ver caras?
— Quizá, por momentos. No podemos estar seguros. Ha tenido mucho tiempo para aprender a usar este laberinto, señor.
— Si ve mi cara podemos irnos a casa — dijo Boardman —. Nunca pensé que podría estar observándonos. ¿Quién tiene los termoplásticos? Necesito una cara nueva. Y rápido.
No intentó dar explicaciones. Pero, cuando terminó, tenía una nariz larga y puntiaguda, labios finos y curvados hacia abajo y un mentón de bruja. No era un rostro atractivo. Pero tampoco era el rostro de Charles Boardman.
Después de una noche de sueño intranquilo, Rawlings se preparó para seguir hasta el campamento de la zona E. Boardman no iría con él, pero estarían permanentemente en contacto directo. Boardman vería lo que viera Rawlings y podría darle instrucciones en voz baja.
La mañana era seca y ventosa. Probaron los circuitos de comunicación. Rawlings salió de la cúpula y se alejó diez pasos. Iba solo, hacia dentro y contemplando el brillo anaranjado de la luz del día en los muros aporcelanados y picados por la viruela que había ante él. Los muros parecían de un negro profundo, recortados contra el verde lustroso del cielo.
Boardman dijo:
— Levanta la mano derecha si me oyes, Ned. Rawlings levantó la mano derecha — Ahora háblame.
— ¿Dónde dijo que había nacido Richard Muller?
— En la Tierra. Te oigo muy bien.
— ¿En qué parte de la Tierra?
— En algún lugar del Directorio Norteamericano.
— Yo soy de allí — dijo Rawlings.
— Sí, lo sé. Creo que Muller es de la zona occidental del continente, pero no estoy seguro. He pasado poco tiempo en la Tierra y no recuerdo bien la geografía. Si es importante, puedo hacer que la nave lo averigüe.
— Más adelante — dijo Rawlings —. ¿Me pongo en marcha?
— Primero escúchame. Hemos estado muy ocupados entrando en este sitio y no quiero que olvides que todo lo que hemos hecho hasta este momento son los preliminares de nuestro verdadero propósito. Estamos aquí por Muller; recuérdalo.
— ¿Cómo voy a olvidarlo?
— Hemos estado preocupados por problemas de supervivencia personal y eso puede distorsionar tu perspectiva: personal, ¿vivirás o morirás? Ahora debernos usar un criterio más amplio. Lo que tiene Richard Muller, sea un don o un castigo, es de un enorme valor potencial, y tu trabajo consiste en poder usarlo. El destino de las galaxias depende de lo que suceda entre vosotros dos en los próximos días, las eras cambiarán. Billones de personas que aún no han nacido verán alteradas sus vidas para bien o para mal por lo que va a pasar.
— Suena completamente serio, Charles.
— Hablo completamente en serio. A veces llega un momento en que toda la palabrería hinchada, tonta y retórica quiere decir algo; éste es uno de esos momentos. Estás en una encrucijada de la historia galáctica. Y por esa razón, Ned, vas a entrar allí y a mentir y a engañar y a cometer perjurio, y supongo que tu conciencia quedará muy dolorida por un tiempo y te despreciarás a ti mismo de forma exagerada, pero finalmente te darás cuenta de que hiciste algo heroico. Hemos terminado de comprobar tu equipo de comunicaciones. Vuelve aquí y te prepararemos para la partida.
Esta vez anduvo solo por poco tiempo. Stein y Alton le acompañaron hasta la entrada de la zona E. No hubo incidentes. Le señalaron la dirección correcta y atravesó una rueda que giraba despidiendo una lluvia de fulgurantes chispas azules para entrar en la austera zona funeral que había luego. Mientras trepaba por la empinada rampa de la entrada, vio un alvéolo montado en una enhiesta columna de piedra. Dentro de la oscuridad del alvéolo había una cosa móvil y brillante que podía haber sido un ojo.
— Creo que he encontrado una pieza del sistema de vigilancia de Muller — informó Rawlings —. En la pared hay una cosa que me mira.
— Rocíala con tu pulverizador — sugirió Boardman.
— Creo que eso le parecería una acción hostil. ¿Por qué iba a mutilar un objeto así? Soy un arqueólogo.
— Sí; tienes razón sigue adelante.
La zona E tenía un aire menos amenazador. Estaba compuesta por edificios bajos, largos y muy apretados que parecían un grupo de tortugas aburridas. Rawlings distinguía una topografía distinta a lo lejos: muros altos y una torre brillante. Cada una de las zonas era tan diferente de las demás que empezó a pensar que debían de haber sido construidas en épocas diferentes: un núcleo de sectores residenciales y luego un gradual aumento de anillos exteriores cargados de trampas, a medida que los enemigos se volvían más molestos. Era la clase de idea que se le puede ocurrir a un arqueólogo; la archivó para su uso futuro.
Hizo un poco de camino y vio la figura sombría de Walker que venía hacia él. Walker era delgado, hosco, frío. Sabía que se había casado varias veces con la misma mujer. Tenía unos cuarenta años; era un profesional.
— Me alegro de verle, Rawlings. Tenga cuidado allí, a su izquierda. Esa pared gira.
— ¿Todo bien aquí?
— Más o menos, Perdimos a Petrocelli, hace una hora.
Rawlings se puso rígido.
— ¡Pero se supone que esta zona es segura!
— No lo es. Es más peligrosa que F, y casi tan mala como G. la subestimamos no usábamos las sondas. En realidad, no hay razones para que las zonas sean cada vez más seguras a medida que se acercan al centro, ¿verdad? Esta es una de las peores.
— Para calmarnos — dijo Rawlings — una falsa noción de seguridad.
— Seguro. Ahora, venga. Sígame y no utilice mucho su cerebro. Aquí la originalidad no tiene mucho valor. O se sigue el sendero o no se llega a ninguna parte.
Rawlings le siguió. No vio ningún peligro evidente, pero saltó donde Walker saltaba y se desvió donde Walker se desviaba. No mucho más lejos estaba el campamento de avanzada. Allí encontró a Davis, Ottavio y Reynolds, y también la parte superior de Petrocelli.
— Estamos esperando órdenes para enterrarlo… — dijo Ottavio. Por debajo de la cintura no quedaba nada —. Pero apuesto a que Hosteen nos dirá que le llevemos fuera.
— Cúbranle, por lo menos — respondió Rawlings.
— ¿Va a entrar en D hoy? — preguntó Walker.
— Sí.
— Le diremos qué debe evitar. Es una trampa nueva. Allí fué donde murió Petrocelli, muy cerca de la entrada a D. estaría a unos cinco metros. Pisó algún tipo de campo y te corta en dos. Los robots no lo pisaron.
— ¿Y si corta en dos a todo lo que pasa por allí menos a las sondas? — preguntó Rawlings.
— No cortó a Muller — dijo Walker —. Y no le cortará a usted si le da la vuelta. Le mostraremos cómo hacerlo.
— ¿Y después?
— Eso es cosa suya.
— Si estás fatigado quédate allí toda la noche — dijo Boardman.
— Prefiero seguir adelante.
— Tendrás que hacerlo solo, Ned. ¿Por qué no descansas?
— Pida al cerebro una lectura mía. Vea qué nivel de fatiga tengo. Yo estoy listo para continuar.
Boardman lo comprobó. Estaban haciendo una telemetría completa de Rawlings: sabían el ritmo de su pulso, de su respiración, su nivel hormonal y muchas cosas más, muy íntimas. El ordenador no encontró razones para que Rawlings no continuara inmediatamente.
— Muy bien — dijo Boardman —. Adelante.
— Estoy a punto de entrar en la zona D, Charles. Aquí fue donde murió Petrocelli. Allí está la línea donde se tropieza, muy sutil, muy bien oculta. Ahora voy a pasar por encima de ella. Sí. Esta es la zona D. Estoy deteniéndome y dejando que el ordenador me indique la dirección que debo seguir. La zona D. tiene un aspecto algo más acogedor que E. Creo que no tardaré mucho en atravesarla.
Las llamas rojizas que protegían la zona C eran falsas.
Rawlings dijo suavemente:
— Digan a la galaxia que su destino está en buenas manos.
Tendría que encontrar a Muller dentro de quince minutos.