Muller vio cómo se acercaban, sin comprender por qué se sentía tan tranquilo. Había destruido a ese robot sí, y después de eso habían dejado de enviar robots. Pero sus pantallas mostraban a los hombres que acampaban en las zonas exteriores. No podía ver sus rostros con claridad y no podía ver qué era lo que estaban haciendo allí. Contó alrededor de una docena; algunos estaban instalados en la zona E y un grupo algo mayor en F. Muller había visto morir a algunos en las zonas exteriores.
Disponía de medios de ataque. Si se lo proponía podía inundar la zona E, gracias al acueducto. Una vez lo había hecho, por accidente, y la ciudad había tardado casi un día entero en limpiarlo todo. Recordaba que, durante la inundación, la zona E había quedado sellada por muros de contención, para evitar que el agua se desbordara. Si los intrusos no se ahogaban en el primer momento, seguramente caerían en alguna de las trampas, a causa de la confusión. Muller también podía hacer otras cosas para evitar que llegaran a la ciudad interior.
Pero no hizo nada. Sabía que en el centro de su pasividad estaba el ansia de romper su aislamiento de tantos años. Por mucho que los odiara, por mucho que los temiera, por mucho que lo inquietara su intrusión, Muller permitió que los hombres se fueran aproximando a él. El encuentro era ya inevitable. Sabían que estaba allí. (¿Sabrían quién era?) Lo hallarían, para su desgracia y para la de Muller. Sabría si su largo exilio lo habría librado de su aflicción, si nuevamente era apto para convivir con otros seres humanos. Pero Muller ya sabía cuál sería la respuesta.
Había pasado casi un año con los hidranos, y luego, viendo que no estaba obteniendo nada, entró en su cápsula autopropulsora, se dirigió hacia los cielos y recuperó su nave, que giraba en órbita. Si los hidranos tenían una mitología, él formaría parte de ella.
Dentro de la nave, Muller realizó las operaciones que lo devolverían a la Tierra. Cuando comunicó su presencia al cerebro de la nave, se vio reflejado en el pulido metal del banco de datos y se asustó un poco. Los hidranos no usaban espejos. Muller vio en su cara unas profundas arrugas nuevas que no le preocupaban, y una extraña expresión en sus ojos que sí le preocupó. «Mis músculos están tensos», se dijo. Terminó de programar su retorno y fue hacia la cámara médica; allí ordenó una disminución de cuarenta db en su nivel neutral, junto con un baño caliente y un masaje completo. Cuando salió sus ojos seguían raros y, además, tenía un tic facial. Se deshizo del tic con facilidad, pero no pudo hacer nada para mejorar sus ojos.
«Los ojos no tienen expresión — dijo Muller — son los párpados los que se la dan. Mis párpados deben de estar contraídos porque estuve demasiado tiempo con el traje espacial puesto. Eso es, fueron unos meses muy duros, pero ahora me repondré.»
La nave devoró energía de la estrella donante que le correspondía. Los rotores de la nave giraron a lo largo de los ejes de la trayectoria hiperespacial y Muller, junto con su contenedor de plástico y metal, fue despedido fuera del universo por uno de los atajos. Aun en la trayectoria hiperespacial se experimenta una cierta cantidad de pérdida de tiempo absoluto mientras la nave zumba por el surco del contínuum. Muller leyó, durmió, escuchó música y puso un cubo femenino cuando la necesidad creció. Se dijo que la rigidez de su expresión facial estaba desapareciendo, pero que quizá necesitaría una pequeña reforma cuando llegara a la Tierra. Aquella excursión había agregado algunos años a su aspecto.
No tenía nada que hacer. La nave salió de la trayectoria hiperespacial con toda puntualidad dentro de los límites prescritos, a 100.000 kilómetros de la Tierra; varias luces de colores se encendieron en su tablero de comunicaciones cuando la estación de tráfico más próxima pidió sus coordenadas. Muller ordenó a la nave que respondiera.
— Ajuste su velocidad con la nuestra, señor Muller, y le enviaremos un piloto para que lo lleve a la Tierra — dijo el controlador de tránsito.
La nave de Muller se ocupó de eso. La burbuja cobriza de la estación de tránsito se hizo visible. Flotó delante de Muller durante un tiempo, pero gradualmente, su nave se adelantó.
— Tenemos un mensaje de la Tierra para retransmitirle — dijo el controlador —. Es una llamada de Charles Boardman.
— Adelante — dijo Muller.
La cara de Boardman llenó la pantalla. Estaba sonrosado, saludable, bien descansado. Sonrió y extendió la mano.
— Dick — dijo —. Dios mío, ¡es estupendo verte de nuevo!
Muller activó el táctil y puso su mano sobre la muñeca de Boardman a través de la pantalla.
— Hola, Charles. Una posibilidad entre sesenta y cinco, ¿eh? Bueno, estoy de vuelta.
— ¿Llamo a Marta?
— Marta — dijo Muller, pensando durante un momento. Sí. La joven de cabellos azules, caderas ondulantes y talones afilados —. Sí. Llama a Marta. Sería muy agradable que me recibiera cuando aterrice. Los cubos femeninos no son tan emocionantes.
Boardman soltó una carcajada tipo «de hombre a hombre». Luego cambió repentinamente de tono y preguntó:
— ¿Cómo te fue?
— No muy bien.
— Pero ¿estableciste contacto?
— Sí, encontré a los hidranos. Y no me mataron.
— ¿Eran hostiles?
— No me mataron.
— Sí, pero…
— Estoy vivo, Charles — Muller sintió que el tic empezaba nuevamente —. No aprendí su lenguaje. No puedo decir si aprobaron mi presencia. Parecían muy interesados. Me estudiaron de cerca durante mucho tiempo. No dijeron una palabra.
— ¿Qué son? ¿Telépatas?
— No puedo decírtelo, Charles.
Boardman guardó silencio durante un rato.
— ¿Qué te han hecho, Dick?
— Nada.
— Eso no es cierto.
— Lo que estás viendo es fatiga de viaje — dijo Muller —. Estoy en buena forma; sólo que me siento algo nervioso. Quiero respirar aire de verdad y comer carne de verdad y beber cerveza auténtica y me gustaría tener compañía en la cama; entonces estaré tan bien como siempre. Y después, quizá te sugiera algunas maneras de entrar en contacto con los hidranos.
— ¿Cómo está el amplificador de tu sistema, Dick?
— ¿Qué?
— Tu voz llega con mucha fuerza — dijo Boardman.
— Será la estación retransmisora. Por Dios, Charles. ¿Qué importancia tiene el amplificador de mi sistema?
— No estoy seguro — dijo Boardman —. Estoy tratando de saber por qué me gritas.
— No estoy gritando — gritó Muller.
Poco después interrumpieron el contacto. La estación de tránsito comunicó a Muller que estaban listos para enviar al piloto. Dispuso la compuerta e hizo entrar al hombre. El piloto era un joven rubio, con rasgos aquilinos y piel pálida. En cuanto se quitó el casco, dijo:
— Me llamo Les Christiansen, señor Muller, y quiero decirle que para mí es un honor y un privilegio ser el piloto del primer hombre que visitó a una raza extraterrestre. Espero que no estaré cometiendo una falta de discreción si le digo que me gustaría que me contara algo mientras descendemos. Quiero decir que éste es un momento histórico, en cierta forma, ya que soy la primera persona que lo ve después de su viaje, y si no le parece una indiscreción, le agradecería que me hablara de… los momentos culminantes… de su… de…
— Supongo que puedo decirle algunas cosas — dijo Muller afablemente —. En primer lugar, ¿vio usted el cubo de los hidranos? Sé que iban a exhibirlo y…
— ¿Le importa que me siente un momento, señor Muller?
— Claro que no. Bueno, entonces los vio, esos seres flacos y alargados, con tantos brazos…
— Me siento confuso — dijo Christiansen —. No sé qué me pasa.
Su cara estaba roja, súbitamente, y las gotas de sudor brillaban en su frente.
— Creo que me he puesto enfermo. Yo… esto no tendría que haber sucedido… — El piloto se derrumbó en una litera de amortiguación y quedó allí, encogido, tembloroso, cubriéndose la cabeza con las manos. Muller, cuya voz todavía sonaba áspera a causa de los largos silencios de su misión, dudó, sintiéndose impotente. Extendió el brazo para coger al piloto por el brazo y guiarlo hasta la cámara médica. Christiansen se soltó como si lo hubiese tocado un hierro al rojo. El movimiento le hizo perder el equilibrio y cayó en el piso de la cabina. Se puso de rodillas y se escurrió por el suelo, hasta que quedó a la mayor distancia posible de Muller. Preguntó ahogadamente —: ¿Dónde está?
— Allí, en esa puerta.
Christiansen corrió hacia allí, cerró la puerta y la sacudió para asegurarse. Muller, estupefacto, oyó las arcadas y luego algo que se parecía a sollozos. Estaba a punto de comunicar a la estación de tránsito que el piloto estaba enfermo cuando la puerta se entreabrió y Christiansen dijo con voz velada:
— ¿Podría alcanzarme mi casco, señor Muller?
Muller se lo dio.
— Voy a tener que volver a la estación, señor Muller.
— Siento mucho que haya tenido esta reacción. Dios mío, espero no estar contagiando alguna enfermedad.
— No estoy enfermo. Es que me siento… horrible. — Christiansen ajustó el casco en su sitio. — No entiendo. Tengo ganas de acurrucarme y llorar. Por favor, señor Muller, déjeme partir. Es… yo… quiero decir… ¡es espantoso! ¡Eso es lo que siento!
Corrió hacia la compuerta. Desconcertado, Muller lo vio atravesar el vacío hacia la estación de tránsito.
Fue a la radio.
— Será mejor que no envíe otro piloto inmediatamente — dijo Muller al controlador —. Christiansen sufrió un ataque de peste instantánea en cuanto se quitó el casco. Puedo tener algún microbio. Será mejor comprobarlo.
El controlador estuvo de acuerdo; parecía preocupado. Pidió a Muller que fuera a la cámara médica, conectara el diagnosticador y transmitiera su informe. Unos momentos después la solemne cara color chocolate del médico de la estación apareció en la pantalla de Muller y dijo:
— Esto es muy raro, señor Muller.
— ¿Qué es lo raro?
— He hecho pasar la transmisión de su diagnosticador por nuestra máquina. No hay síntomas extraños. También revisé a Christiansen y no pude averiguar nada. Ahora se encuentra muy bien, según dice. Me dijo que sufrió una depresión aguda en el momento en que le vio y que se volvió cada vez más fuerte, hasta que llegó a una especie de parálisis metabólica. Quiero decir que estaba tan deprimido que ya no funcionaba.
— ¿Está sujeto a esos ataques?
— No — replicó el médico —. Nunca. Me gustaría comprobar esto personalmente. ¿Puedo ir a su nave?
El médico no se acurrucó llorando como Christiansen. Pero tampoco se quedó mucho tiempo, y cuando se marchó sus ojos estaban llenos de lágrimas. Parecía tan desconcertado como Muller. Cuando llegó un nuevo piloto, veinte minutos más tarde, no se quitó el traje y el casco mientras programaba la nave para un descenso planetario. Sentado rígidamente ante los controles, dando la espalda a Muller, actuó como sí éste no estuviera presente y no le dirigió la palabra. Tal como indicaban las leyes, hizo descender la nave hasta que su sistema de conducción pudo ser controlado por un regulador de aterrizajes situado en tierra. Luego se marchó. Muller vio su cara tensa y sudorosa, sus labios apretados. El piloto lo saludó brevemente con la cabeza y desapareció por la compuerta. «Debo de oler muy mal — pensó Muller —, si puede olerme a través del casco. »
El aterrizaje fue rutinario.
En el astropuerto pasó rápidamente por inmigración. A la tierra sólo le llevó media hora decidir que era aceptable, y Muller, que había pasado cientos de veces por estos bancos de datos, supuso que estaba muy cerca del récord Había temido que el gigantesco diagnosticador del astropuerto descubriera alguna enfermedad que su propio equipo y el médico de la estación de tránsito no hubiesen podido encontrar, pero pasó por las entrañas de la máquina, permitiéndole hacer sondeos sónicos de sus riñones y extraer moléculas de sus varios fluidos corporales, y, finalmente, emergió sin que sonaran timbres y se encendieran luces de alarma. Aprobado. Habló con la máquina. «¿De dónde, viajero? ¿Hacia dónde?» Aprobado. Sus papeles estaban en orden. Una ranura de la pared se ensanchó hasta transformarse en una puerta y pasó por ella para enfrentarse con seres humanos, por primera vez desde el aterrizaje.
Boardman había acudido a recibirle. Marta estaba con él. Boardman estaba enfundado en un grueso ropaje marrón, adornado con metal opaco; parecía estar cargado de anillos y sus cejas melancólicas eran tupidas como un musgo tropical. Los cabellos de Marta eran cortos y verde mar; había plateado sus ojos y dorado la esbelta columna de su cuello, de modo parecía una estatuilla de sí misma. Recordándola desnuda y mojada al salir del lago cristalino, Muller no aprobó esos cambios. No creía que hubiesen sido hechos en beneficio suyo. Sabía que a Boardman le gustaban las mujeres muy adornadas; era posible que hubiesen dormido juntos durante su ausencia. Muller se hubiese sorprendido (y no poco) si no hubiese sido así.
La mano de Boardman rodeó la muñeca de Muller en un gesto de bienvenida que, increíblemente, se aflojó enseguida. La mano lo soltó antes de que Muller pudiera devolver el apretón.
— Me alegro de verte, Dick — dijo Boardman sin convicción, retrocediendo unos pasos. Sus mejillas parecieron hundirse, como si estuviera sometido a una fuerte gravedad. Marta se deslizó entre ellos y se apretó contra él. Muller la abrazó, tocando sus omóplatos y deslizando rápidamente las manos hasta sus delgadas nalgas. No la besó. Sus ojos lo encandilaron cuando los miró y sintió que se perdía en una serie de reflejos. La nariz de Marta se dilató. A través de su piel sintió que los músculos se contraían. Estaba tratando de liberarse de su abrazo.
— Dick — murmuró —. He rezado por ti cada noche. No sabes cuánto te he echado de menos.
Marta trataba de liberarse con más fuerza. Él movió las manos hasta sus caderas y las empujó hacia adelante, con tanta fuerza que pudo imaginar su pelvis cediendo y flexionándose. Sus piernas temblaban y pensó que si la soltaba se caería. Ella volvió la cabeza a un lado. Él puso su mejilla sobre su delicada oreja.
— Dick — murmuró ella —, me siento tan rara… estoy tan contenta de verte que me siento rara por dentro… suéltame, Dick. M estómago está mal…
Sí. Sí. Claro. La soltó.
Boardman, sudoroso, nervioso, secó su cara con un pañuelo, se inyectó alguna droga calmante, se movió intranquilo, se paseaba. Muller nunca lo había visto así antes.
— Bueno, supongo que os dejaré solos un rato, ¿eh? — sugirió Boardman; su voz era media octava más alta que de costumbre —. Este tiempo no me sienta bien, Dick. Hablaré contigo. Te he reservado habitaciones.
Boardman huyó. Muller empezó a sentir pánico.
— ¿Adónde vamos? — preguntó.
— Hay góndolas de transporte ahí fuera. Tenemos una habitación en el hotel del astropuerto. ¿Tienes equipaje?
— Todavía está en la nave — respondió Muller —. Puede esperar.
Marta se mordía el labio inferior. La tomó de la mano y fueron en la alfombra hasta las góndolas de transporte. «Vamos — pensó —. Dime que no te sientes bien. Dime que, misteriosamente, has enfermado en los últimos diez minutos. »
— ¿Por qué te cortaste los cabellos? — preguntó.
— Es una prerrogativa femenina. ¿No te gusto así?
— No tanto — entraron en la góndola —. Más largos y más azules eran como el mar en un día de tormenta.
La góndola se puso en marcha en medio de una nube de mercurio. Ella se mantenía apartada, pegada a la portezuela.
— Y el maquillaje tampoco. Lo siento mucho, Marta; ojalá me gustara.
— Me había embellecido para recibirte.
— ¿Por qué te haces eso en el labio?
— ¿Que estoy haciendo?
— Nada — dijo él —. Aquí estamos. ¿La habitación está reservada?
— Sí; a tu nombre.
Entraron. Él puso su mano sobre la placa de inscripción, que lanzó un destello verde, y se dirigieron al ascensor. El hotel comenzaba en el quinto subnivel del astropuerto y tenía cincuenta subniveles más; su habitación estaba casi en el fondo. El mejor emplazamiento, pensó él; quizá fuera la suite nupcial. Entraron en una habitación provista de cortinajes caleidoscópicos y una amplia cama con toda clase de accesorios. El resplandor que iluminaba el cuarto era sugestivamente tenue. Muller pensó en sus meses de cubos femeninos y sintió una, salvaje palpitación en las ingles. Sabía que no era necesario explicar nada a Marta. Ella entró en el cuarto personal y se quedó allí durante un largo rato. Muller se desvistió.
Cuando salió, estaba desnuda. Todo el maquillaje había desaparecido y sus cabellos habían vuelto a ser azules.
— Como el mar — dijo —. Siento no haber podido hacerlos crecer. El cuarto no está programado para eso.
— Te queda mucho mejor así — dijo él.
Estaban a diez metros de distancia. Marta estaba de perfil y él estudió los contornos de sus formas frágiles y fuertes, los pechos que se curvaban hacia arriba, las nalgas de muchachito, las elegantes caderas.
— Los hidranos — dijo — tienen o cinco sexos o ninguno. No estoy seguro. Eso te dará una idea de lo poco que pude saber acerca de ellos mientras estaba allí. Pero, lo hagan como lo hagan, estoy seguro que los humanos se divierten más. ¿Por qué te quedas ahí?
En silencio, Marta se acercó a él. Muller la tomó por los hombros y ahuecó la mano sobre uno de sus pechos. En otras ocasiones, cuando hacía eso, sentía el pezón, duro como una piedra a causa del deseo. Ahora, no. Ella tembló como una yegua asustada a punto de desbocarse. La besó y los labios de la joven estaban secos, apretados, hostiles. Cuando acarició la delicada línea de su mandíbula, pareció estremecerse. La impulsó hacia abajo y quedaron sentados juntos en la cama. La mano de Marta lo tocó, como sin ganas.
Él vio el sufrimiento en sus ojos.
Ella se apartó de él, golpeando la cabeza con fuerza contra la almohada y él vio como se contraía su cara a causa de un dolor que era casi imposible de disimular. Luego lo tomó de las manos y tiró acercándole a ella. Levantó las rodillas y separó los muslos.
— Tómame, Dick — dijo con tono teatral —. ¡Ahora mismo!
— ¿Por qué tanta prisa?
Ella trató de obligarle a ponerse sobre ella, dentro de ella. Pero Muller no quería hacerlo de esa forma; se soltó y se sentó. La chica estaba roja y había lágrimas en su cara. Él sabía ya todo lo que tenía que saber, pero no pudo menos que preguntar.
— Dime qué sucede, Marta.
— No lo sé.
— Actúas como si te sintieras mal.
— Creo que me siento mal.
— ¿Cuándo empezaste a sentirte así?
— Yo…, oh, Dick, ¿por qué tantas preguntas? Por favor, querido, ven aquí.
— Tú no quieres eso. En realidad no. Estás siendo bondadosa.
— Estoy tratando de hacerte feliz, Dick. Duele…, duele tanto…
— ¿Qué es lo que duele?
Ella no quiso responder. Con un ademán lascivo, tiró de él nuevamente. Muller se alejó de la cama.
— Dick, Dick, ¡te advertí que no fueras! Te dije que podía ver un poco del futuro. Y que, además de morir, te podían pasar otras cosas.
— Dime qué es lo que te hace daño.
— No puedo. No lo sé.
— Estás mintiendo. ¿Cuándo empezó?
— Esta mañana cuando desperté.
— Esa es otra mentira. ¡Quiero saber la verdad!
— Hazme el amor, Dick. No puedo seguir esperando. Yo…
— Tú ¿qué?
— No puedo… soportar…
— ¿Qué es lo que no puedes soportar?
— Nada, nada. — Ella también se había levantado y se restregaba contra él como una gata en celo, temblando. Los músculos de su cara se contraían y sus ojos tenían una mirada extraviada.
Muller la cogió por las muñecas y las apretó.
— Dime qué es lo que no puedes soportar, Marta. Ella emitió un sonido entrecortado. Él apretó más fuerte. Ella se echó hacia atrás, la cabeza colgante, los pechos apuntando hacia el cielo raso. Su cuerpo brillaba de sudor. Su desnudez lo irritaba y lo excitaba.
— Dímelo. No puedes soportar…
— Estar cerca de ti.