Dentro del laberinto, Muller vigilaba las actividades en sus borrosas pantallas. Vio que estaban enviando alguna clase de robots y que éstos estaban sufriendo muchas bajas, pero cada grupo sucesivo parecía entrar más profundamente en el laberinto. A fuerza de pruebas, los intrusos habían descubierto la ruta correcta para atravesar la zona H y buena parte de la G. Muller estaba preparado para defenderse si los robots alcanzaban las zonas interiores. Mientras tanto, conservaba la calma y proseguía sus actividades diarias en el centro de la ciudad.
Por las noches pasaba buena parte del tiempo pensando en su pasado. En otros años habían existido otros mundos, primaveras, estaciones más cálidas: ojos dulces que miraban a sus ojos, manos en sus manos, sonrisas, risas, suelos brillantes y figuras elegantes que atravesaban los arcos de un portal. Se había casado dos veces. Las dos veces, la relación había terminado de forma pacífica, después de un razonable período. Había viajado mucho. Había alternado con reyes y ministros. Llevaba en su nariz el perfume de cien planetas desparramados por el cielo. No somos más que una llamita que desaparece pronto, pero en su primavera y su verano había ardido con brillo y sentía que no había merecido aquel otoño triste y hosco.
En cierta forma, la ciudad cuidaba de él. Tenía un lugar donde vivir…, miles de lugares; de tanto en tanto se mudaba, para disfrutar de un nuevo panorama. Todas las casas eran cajas vacías. Se había fabricado una cama con pieles de animales; había construido una silla con cuero y tendones y necesitaba muy poco más. La ciudad le proporcionaba agua. Había tantos animales salvajes vagabundeando que, mientras tuviera fuerzas para cazar, nunca le faltaría la comida. Había traído algunos elementos básicos de la tierra. Tenía tres cubos de libros y uno de música; los tres juntos ocupaban menos de un metro y podían alimentar su espíritu durante todos los años que le quedaban. Tenía algunos cubos femeninos y un pequeño magnetófono en el que, a veces, dictaba sus memorias. Tenía un bloc de dibujo, armas, un detector de masas. Tenía un diagnosticador y un surtido de regeneradores médicos. Era suficiente.
Comía regularmente. Dormía bien. No tenía conflictos de conciencia. Casi había llegado a conformarse con su destino. Uno se siente amargado sólo hasta que se forma un quiste alrededor del sitio por donde brota el veneno.
Ahora no culpaba nadie por lo que le había sucedido. Sus propios apetitos le habían conducido a ello. Había tratado de devorar el universo; había querido transformarse en un dios, y alguna fuerza implacable le había arrojado desde su alto sitial, le había despedido hacia abajo, le había deshecho, le había dejado que se arrastrara hasta aquel mundo muerto para juntar, lo mejor posible, los fragmentos de su alma destrozada.
Conocía bien las estaciones de su viaje hacía el laberinto. A los dieciocho años, acostado desnudo bajo las estrellas, con una tibia presencia a su lado, se había jactado de sus elevadas aspiraciones.
A los veinticinco había empezado a realizarlas. Antes de los cuarenta había visitado cien mundos y era famoso en treinta sistemas. Diez años más tarde había fantaseado sobre sus dotes de estadista. Y a los cincuenta y tres había permitido que Charles Boardman le convenciese de que debía aceptar una misión en Beta Hydri IV.
Ese año estaba pasando las vacaciones en el sistema Tau Ceti, a doce años luz de casa. Marduk, el cuarto mundo, había sido elegido como planeta de descanso para los mineros que se dedicaban a arrebatar a sus planetas hermanos una fortuna en minerales reactivos. A Muller le disgustaba la forma en que se saqueaban esos planetas, pero eso no le impedía buscar descanso en Marduk. Era un mundo en el que casi no había estaciones, que giraba muy erguido en su plano orbital; cuatro continentes en una eterna primavera, bañados por un océano tranquilo y poco profundo. El mar era verde, la vegetación azulada y el aire tenía algo de las burbujas del champaña fresco. Se las habían arreglado para que el planeta fuera una especie de copia de la Tierra, la tierra como había sido en tiempos más inocentes, todo lleno de parques y colinas y alegres posadas; era un mundo tranquilo, con peligros sintéticos. Los enormes peces que había en el mar siempre se fatigaban y se dejaban pescar. Las montañas, con sus cumbres cubiertas de nieve, parecían traicioneras hasta para montañeros con botas de gravitrón, pero todavía nadie se había perdido en ellas. Los animales que pululaban en los bosques eran de gran alzada y rugían cuando cargaban, pero no eran tan fieros como parecían. Pero él había tenido suficientes aventuras por un tiempo y había ido a Marduk en busca de unas semanas de engañosa paz, acompañado por una chica que había conocido el año pasado, a veinte años luz de distancia.
Se llamaba Marta. Era alta, esbelta, tenía unos grandes ojos oscuros que maquillaba de rojo, siguiendo la moda, y cabellos brillantes de color negro azabache que rozaban sus suaves hombros. Representaba unos veinte años, pero, por supuesto, podía haber tenido noventa y estar en su tercera reforma; eso era imposible de saber, sobre todo con las mujeres. Pero, por alguna razón, Muller sabía que era auténticamente joven. No era su delgadez, su agilidad de animal joven — esas cosas pueden comprarse —, sino una sutil calidad de su entusiasmo, de su frescura; le gustaba pensar que eso no era un producto quirúrgico. Ya estuviera practicando la natación eléctrica, la caza con dardos o haciendo el amor, Marta parecía sumergirse tan completamente en sus placeres que, seguramente, eran relativamente nuevos para ella.
Muller prefería no investigar demasiado esas cosas. Marta era rica, había nacido en la Tierra, no tenía lazos familiares visibles y hacía lo que quería. Siguiendo un impulso, la había llamado por teléfono y le había pedido que se reuniera con él en Marduk; ella había aceptado de buen grado, sin hacer preguntas. El hecho de compartir la suite de un hotel con Richard Muller no parecía impresionarla. Era evidente que sabía quién era Muller, pero el aura de fama que le rodeaba no tenía importancia para ella, lo que le importaba era lo que hablaban, la forma en que la tomaba en sus brazos, lo que hacían juntos y no los créditos que había acumulado en otros momentos.
Estaban en un hotel que poseía un brillante obelisco de mil metros de altura y que surgía, recto como una aguja, en un valle situado junto a un lago liso y ovalado. Sus habitaciones estaban en el piso doscientos y formaban en una especie de nido de águila en la azotea, al que se llegaba en disco de gravitrón. Durante el día, todos los placeres de Marduk se extendían ante ellos. Estuvo con ella una semana entera. El clima era perfecto. Sus pequeños pechos frescos cabían perfectamente en sus manos ahuecadas, sus piernas largas y esbeltas le abrazaban agradablemente y en los momentos decisivos le clavaban los talones en las pantorrillas con un súbito y delicioso fervor. Al octavo día, Charles Boardman llegó a Marduk, se instaló en una suite a medio continente de distancia e invitó a Muller.
— Estoy de vacaciones — dijo Muller.
— Concédeme medio día.
— No estoy solo, Charles.
— Ya lo sé. Tráela. Daremos un paseo. Es un asunto importante.
— Vine aquí para huir de los asuntos importantes.
— Eso es imposible, Dick; tú lo sabes. Eres quien eres y te necesitamos. ¿Vendrás?
— Maldito seas — respondió suavemente Muller.
Al día siguiente, él y Marta volaron en un yate rápido hasta el hotel de Boardman. Muller recordaba el viaje como si hubiese tenido lugar el mes pasado y no quince años antes. Planearon sobre la cordillera continental, rozando las cumbres nevadas de las montañas; estaban tan cerca de ellas que pudieron ver la magnífica figura de un brincador de largos cuernos, parecido a un macho cabrío; dos toneladas de músculos y huesos, un improbable coloso de las montañas, la presa más cara que ofrecía Marduk. Había gente que, en toda su vida, no podía reunir el precio de un permiso para cazar brincadores. A Muller le parecía que ese precio era demasiado bajo.
Dieron tres vueltas sobre el enorme animal y luego se precipitaron en la zona de los lagos, las tierras bajas que estaban más allá de las montañas; era una cadena de lagos parecidos a diamantes que ceñían la cintura del continente. A mediodía habían aterrizado en el borde de un aterciopelado bosque.
Boardman había tomado la suite principal del hotel, llena de trucos y pantallas. Apretó la muñeca de Muller, saludándole, y besó a Marta con mal disimulada lujuria. Ella parecía distante y contenida en los brazos de Boardman; era obvio que la visita le parecía una pérdida de tiempo.
— ¿Tenéis hambre? — preguntó Boardman —. Comeremos ahora y hablaremos después.
Sirvió el aperitivo en su suite: un vino color ámbar, en copas de cristal de roca de Ganímedes. Luego subieron a una cápsula comedor y dejaron el hotel recorriendo los bosques y los lagos mientras comían. Los alimentos fluían desde el depósito y se situaban frente a ellos mientras miraban el paisaje sentados en butacas neumáticas. Una crujiente ensalada, pescado asado del país, verduras importadas, queso rallado de Centauro, latas de fresca cerveza de arroz y, finalmente, un delicioso y picante licor verde. Completamente pasivos, encerrados en su cápsula móvil, disfrutaban la comida, la bebida y el panorama, respiraban el aire chispeante que era bombeado desde el exterior, miraban pasar los pájaros de brillantes colores y se perdían entre las agujas de las coníferas de los bosques. Boardman había previsto todo eso para crear un estado de ánimo, pero sus esfuerzos resultarían inútiles; Muller lo sabía. No podían engañarle tan fácilmente. Podría aceptar la misión que Boardman le ofreciera, pero no porque éste le hubiese tomado por sorpresa.
Marta estaba aburrida. Lo demostraba con la indiferencia que oponía a las miradas lujuriosas de Boardman. El trémulo cubridor que llevaba estaba diseñado para mostrar; cuando sus largas cadenas moleculares se deslizaban como en un caleidoscopio por el trazado, dejaban ver fugazmente muslos y pechos, vientre y nalgas, caderas y pantorrillas. Boardman apreciaba la exhibición y parecía pronto para capitalizar la aparente disponibilidad de Marta, pero ella ignoraba por completo sus mudos avances. Eso divertía a Muller, pero no a Boardman.
Después de la comida, la cápsula se detuvo junto a un lago que parecía una joya, profundo y de aguas claras. Los paneles se abrieron y Boardman dijo:
— Quizá a la señorita le gustaría nadar mientras nosotros discutimos nuestros aburridos asuntos.
— Qué buena idea — dijo Marta con voz átona.
Se puso de pie y tocó el resorte de desvestirse que estaba en su hombro; el cubridor se deslizó hada sus tobillos. Boardman lo recogió y lo guardó en un depósito, exhibiendo exageradamente su gesto. Ella le sonrió mecánicamente, se volvió, se dirigió a la orilla del lago; era una figura desnuda y tostada de espalda ahusada y nalgas redondeadas, manchadas por la luz del sol que se filtraba entre los árboles. Se detuvo un momento, con el agua a la altura de las pantorrillas; luego se zambulló y cortó la brillante superficie del lago con sus fuertes brazadas.
— Es encantadora, Dick — dijo Boardman —. ¿Quién es?
— Una chica. Creo que es muy joven.
— Más joven de lo que acostumbras. Y un poco consentida. ¿Hace mucho que la conoces?
— Desde el año pasado. ¿Te interesa?
— Naturalmente.
— Se lo diré — dijo Muller —. En otra oportunidad.
Boardman sonrió como un Buda e hizo un gesto hacia la consola de los licores. Muller meneó la cabeza. Marta nadaba a espalda en el lago; las puntas rosadas de sus pechos se veían apenas sobre la serena superficie. Los dos hombres se miraron. Parecían tener la misma edad, cincuenta y tantos; Boardman corpulento, con los cabellos grises y fuertes; Muller delgado, con los cabellos grises y fuerte. Sentados, parecían tener también la misma estatura, las apariencias engañaban: Boardman era una generación mayor y Muller quince centímetros más alto. Hacía treinta años que se conocían.
En un sentido, trabajaban en lo mismo; ambos formaban parte del cuerpo de personal no administrativo que servía para mantener la estructura de la sociedad humana en toda la galaxia. No tenía jerarquía oficial. Compartían el deseo de servir, la disposición de hacer que sus dotes resultaran útiles a la humanidad, y Muller respetaba a Boardman por la forma en que había usado esas dotes durante una larga y destacada carrera, aunque no hubiese podido decir que Boardman le gustaba. Sabía que era astuto, poco escrupuloso y que estaba dedicado al bienestar de la humanidad; pero la mezcla de falta de escrúpulos y dedicación es siempre peligrosa.
Boardman sacó un cubo de visión de un bolsillo de su túnica y lo puso en la mesa que había frente a Muller. Quedó allí, como si fuera el peón de un juego, seis o siete centímetros de arista, una tonalidad amarillenta sobre el pulido mármol negro de la mesa.
— Conéctalo — señaló Boardman —. El visor está allí.
Muller deslizó el cubo en la ranura del receptor. En medio de la mesa se levantó un gran cubo; tenía casi un metro de arista. Algunas imágenes flotaban en sus caras. Muller vio un planeta envuelto en nubes, grisáceo; podría haber sido Venus, la imagen se volvió más profunda y unos toques de rojo aparecieron en el gris. Entonces no era Venus. La cámara atravesó la capa de nubes y reveló un planeta desconocido, no muy parecido a la tierra. El suelo era húmedo y esponjoso, y unos árboles gomosos, que parecían hongos gigantescos, crecían en é. Era difícil apreciar los tamaños relativos, pero parecían grandes. Sus troncos pálidos estaban cubiertos por fibrosidades y se curvaban como arcos entre la tierra y la copa. Unas cosas con forma de platos protegían las raíces de los árboles y los rodeaban hasta un quinto de su altura. Más arriba no había ni hojas ni ramas; sólo copas anchas y planas cuyas caras inferiores estaban manchadas por corrugaciones. Mientras Muller miraba, tres figuras extrañas se acercaron, andando por el oscuro bosque. Eran alargadas y recordaban casi a árboles, con manojos de ocho o diez miembros que colgaban de sus angostos hombros. Su cabezas eran ahusadas y estaban llenas de ojos. Sus narices eran ranuras verticales metidas dentro de la piel y sus bocas se abrían en los extremos. Andaban erguidos sobre unas elegantes piernas que terminaban en unos pequeños zócalos redondeados, en lugar de pies. Aunque estaban desnudos (salvo unas tiras de género, quizá ornamentales, atadas entre su primera y su segunda muñeca), Muller no pudo hallar rastros de aparato reproductor o de funciones mamarias. Sus pieles carecían de pigmentación; compartían el gris que prevalecía en ese mundo grisáceo, y eran de textura gruesa, cubiertas además por unas escamas en forma de diamantes.
Con sorprendente gracia, las tres figuras se acercaron a tres hongos gigantes y treparon por ellos hasta que cada uno estuvo sobre una copa en forma de platillo. Del manojo de miembros salió un brazo que parecía disponer de una adaptación especial: a diferencia de los otros, que estaban equipados con cinco dedos que parecían zarcillos dispuestos en una especie de anillo, este miembro terminaba en un órgano afilado como una aguja. Ese órgano penetró fácil y profundamente en el suave tronco gomoso del árbol en que había subido su dueño. Pasó un rato, como si los seres estuvieran absorbiendo la savia de los árboles. Luego bajaron y siguieron andando, sin que su aspecto exterior se hubiese modificado.
Uno de ellos se detuvo, se inclinó y observó atentamente el terreno. Había descubierto el ojo que había estado registrando sus actividades. La imagen se volvió caótica; Muller supuso que el ojo estaba pasando de mano en mano. Súbitamente la imagen se oscureció; el ojo había sido destruido. El cubo dejó de transmitir.
Después de un momento de silencio incómodo, Muller dijo:
— Tienen un aspecto muy convincente.
— Y por muy buenas razones; son reales.
— ¿Esto fue registrado por alguna sonda extragaláctica?
— No — digo Boardman —. Es de nuestra galaxia.
— Entonces… ¿Beta Hydri IV?
— Sí.
Muller contuvo un estremecimiento.
— ¿Puedo verlo nuevamente, Charles?
— Claro que sí.
Activó el cubo por segunda vez. El ojo bajó de nuevo entre las nubes, de nuevo observó los árboles gomosos, de nuevo apareció el trío de extraños seres, se alimentó, descubrió el ojo, lo destruyó. Muller estudiaba las imágenes con fría fascinación. Nunca había visto seres inteligentes no humanos. Por lo que sabía, nadie los había visto hasta ahora.
Las imágenes se desvanecieron del cubo.
— Esto fue registrado hace menos de un mes — dijo Boardman —. Situamos una nave sonda a cinco kilómetros de altura y dejamos caer unos cincuenta mil ojos en Beta Hydri. IV. La mitad fue a dar en el fondo del océano. La mayoría aterrizó en lugares deshabitados o desprovistos de interés. Este es el único que nos proporcionó una visión clara de los habitantes.
— ¿Por qué se ha decidido romper la cuarentena de Beta Hydri IV?
Boardman suspiró suavemente.
— Pensamos que ha llegado el momento de entrar en contacto con ellos, Dick. Hemos estado olfateando por allí durante diez años y todavía no les hemos saludado. Los buenos vecinos no proceden así. Y como los hidranos y nosotros somos las únicas razas inteligentes en toda esta maldita galaxia (a menos que alguien esté oculto en algún lugar muy raro), hemos llegado a la conclusión de que debemos establecer relaciones amistosas con ellos.
— Tu recato no me conmueve — dijo secamente Muller —. Se tomó la decisión, después de una reunión plenaria del consejo, y de un debate que duró un año, de dejar en paz a los hidranos por lo menos durante un siglo… a menos que se lanzaran al espacio. ¿Quién cambió esa decisión? ¿Cuándo? ¿Por qué?
Boardman sonrió astutamente. Pero Muller sabía que la única forma de que no le atrapara en sus redes era atacar de frente.
Lentamente, Boardman dijo:
— No pretendía engañarte, Dick. Esta decisión se tomó hace ocho meses, en una sesión del consejo, mientras tú ibas a Rigel.
— ¿Por qué razón?
— Una de las sondas extragalácticas volvió con pruebas convincentes de que hay por lo menos una especie muy inteligente en una de las nebulosas cercanas.
— ¿Dónde?
— No importa, Dick. Perdona, pero no te lo diré, por ahora.
— Muy bien.
— Puedo decirte que, por lo que sabemos, no podríamos controlarlos. Dominan la navegación espacial y sería razonable suponer que uno de estos siglos vendrán a visitarnos. Cuando lo hagan, tendremos un problema. De modo que se decidió establecer contacto con Beta Hydri antes de lo previsto, para aseguramos su amistad.
— ¿Quieres decir que queremos entablar amistad con la otra raza inteligente de nuestra galaxia antes de que lleguen los extagálacticos?
— Exactamente.
— Dame esa copa que me ofreciste.
Boardman indicó la consola con un gesto. Muller marcó una combinación muy fuerte, la bebió de un trago y ordenó otra. Súbitamente tenía mucho que digerir. Desvió la mirada de Boardman, cogió el cubo y lo acarició, como si fuera una reliquia sagrada.
Durante un par de siglos el hombre había explorado las estrellas sin encontrar rastros de un rival. Había muchísimos planetas y muchos de ellos eran potencialmente habitables; un número muy grande era muy parecido a la tierra. Eso no les había sorprendido; el cielo está lleno de soles situados en la parte central del espectro y hay muchos de los tipos F y G, los más aptos para sustentar la vida. El proceso de creación de planetas no tiene nada de especial y la mayoría de esos soles tienen entre cinco y doce planetas, algunos de los cuales poseen el tamaño, la masa y la densidad adecuados para retener una atmósfera y permitir la evolución de la vida. Un cierto número de esos mundos está situado dentro de la zona orbital que evita los excesos de temperatura. De modo que la vida abundaba y la galaxia era el paraíso de los zoólogos.
Pero, en su desordenada expansión fuera de su propio sistema, el hombre sólo había encontrado los restos de especies inteligentes ya extinguidas. Los animales ocupaban las ruinas de civilizaciones increíblemente antiguas. La más espectacular era el laberinto de Lemnos, pero en otros mundos también había ciudades derruidas, muros erosionados, cementerios, piezas de cerámica desparramada. El espacio se transformó, también, en el paraíso de los arqueólogos. Los coleccionistas de animales extraterrestres y los coleccionistas de reliquias extraterrestres estaban muy ocupados. Nacieron especialidades científicas totalmente nuevas. Sociedades que habían desaparecido antes de que se construyeran las pirámides estaban siendo reconstruidas.
Pero todas las demás razas inteligentes de la galaxia se habían marchitado. Evidentemente, habían florecido tanto tiempo antes que ni siquiera sobrevivían sus hijos decadentes; eran como Nínive y Tiro; estaban borradas, extinguidas. Investigaciones cuidadosas demostraban que las más jóvenes de la docena de culturas extrasolares habían perecido ochenta mil años antes.
La galaxia es ancha, y el hombre seguía buscando, atraído por sus compañeros estelares, que le provocaban una curiosa mezcla de miedo y curiosidad. Aunque la propulsión hiperespacial proporcionaba una cómoda manera de viajar a todos los puntos del universo, ni el personal ni las naves disponibles podían abarcar la inmensidad de la investigación. Muchos siglos después de haberse lanzado a la galaxia, el hombre seguía haciendo descubrimientos, algunos muy cerca de casa. La estrella Beta Hydri tenía siete planetas; en el cuarto vivían seres inteligentes.
No hubo aterrizajes. Las posibilidades de un descubrimiento de ese tipo habían sido examinadas anticipadamente y se había hecho planes para evitar una torpe intrusión, de consecuencias incalculables. Se había estudiado Beta Hydri IV desde el exterior de su capa de nubes. Sutiles mecanismos habían medido la actividad que había debajo de la molesta máscara gris. La producción de energía del planeta era conocida, con un error posible de pocos millones de kilovatios hora; existían mapas de los distritos urbanos y se habían efectuado estimaciones de la densidad de la población. El nivel del desarrollo industrial había sido calculado por medio de un estudio de las radiaciones térmicas. Ahí abajo había una civilización agresiva, poderosa, en pleno desarrollo, que, posiblemente, era comparable por su nivel técnico con la de finales del siglo XX en la Tierra. Había una sola diferencia significativa: los hidranos no se habían lanzado al espacio. La culpa era de la capa de nubes. Una raza que nunca ha visto las estrellas difícilmente estará muy interesada en llegar a ellas.
Muller había participado en las frenéticas reuniones que habían tenido lugar cuando se descubrió a los hidranos. Conocía las razones de la cuarentena y se daba cuenta de que para que ésta hubiese sido levantada debía haber razones mucho más importantes. No muy segura de su habilidad para establecer una relación con seres no humanos, la Tierra había decidido, sabiamente, mantenerse a distancia de los hidranos por un tiempo, pero ahora todo había cambiado.
— Y ¿qué sucederá ahora? — Preguntó Muller —. ¿Una expedición?
— Sí.
— ¿Cuándo?
— Supongo que el año próximo.
Muller se puso rígido.
— ¿Quién estará al mando?
— Quizá tú, Dick.
— ¿Por qué «quizá»?
— Porque podrías rechazar la misión.
— Cuando tenía dieciocho años — dijo Muller —, estaba con una chica en los bosques de California, en la Tierra, e hicimos el amor, y no era exactamente la primera vez, pero fue la primera vez que funcionó como es debido y después estábamos tendidos de espaldas, mirando las estrellas, y yo le dije que iba a andar entre ellas. Y ella dijo: «Oh, Dick, qué estupendo». Pero por supuesto, yo no estaba diciendo nada raro. Cualquier chico de esa edad lo dice mismo cuando mira las estrellas. Y le dije que iba a descubrir cosas en el espacio y que la humanidad me recordaría como a Colón y a Magallanes a los primeros astronautas y todo eso. Dije que iba a estar en primera fila, siempre, y que me movería por las estrellas como un dios. Fui muy elocuente. Seguí así durante diez minutos, hasta que los dos nos sentimos arrebatados por tantas maravillas y me volví hacia ella y me atrajo hacia sí y volví la espalda a las estrellas y trabajé mucho para clavarla a la tierra. Esa fue la noche en que me volví ambicioso. Hay cosas que se dicen a los dieciocho años y que luego no pueden repetirse.
— Hay cosas que se hacen a los dieciocho años y que tampoco pueden repetirse después — dijo Boardman —. ¿Y bien Dick? Ya tienes más de cincuenta años, ¿no? Has andado por las estrellas. ¿Te sientes como un dios?
— A veces.
— ¿Quieres ir a Beta Hydri?
— Sabes que sí.
— ¿Solo?
Muller sintió que la tierra se hundía bajo sus pies y, de golpe, era como caminar por el espacio por primera vez, cayendo hacia todo el universo. ¿Solo?
— Lo hemos programado todo y llegamos a la conclusión de que enviar a un grupo de hombres en este momento sería un error. Los hidranos no han respondido muy bien a nuestras sondas visuales. Tú lo viste; recogieron el ojo y lo destruyeron. Ni siquiera podemos imaginar su psicología; nunca nos hemos enfrentado con mentes extraterrestres. Y creemos que lo más seguro (tanto en términos de pérdida de vidas humanas como en lo que se refiere al impacto sobre su sociedad) es mandar a un embajador… un hombre que llegue en son de paz, un hombre fuerte y astuto que haya superado muchas situaciones difíciles, que sea capaz de improvisar formas de iniciar un contacto. Ese hombre puede ser destruido treinta segundos después de llegar. Pero, si sobrevive, habrá logrado algo único en la historia de la humanidad. Tú dirás.
Era irresistible. ¡Embajador de la humanidad ante los hidranos! Ir solo, andar por tierra extranjera y ofrecer el primer saludo de la humanidad a sus vecinos cósmicos…
Era su billete a la inmortalidad. Grabaría para siempre su nombre en las estrellas.
— ¿Qué posibilidades de sobrevivir tendré? — preguntó Muller.
— El ordenador dice que hay una entre sesenta y cinco de que salgas como entraste, Dick. Teniendo en cuenta que no es un planeta de tipo terrestre, necesitarás llevar un sistema vital. Y podrías ser mal recibido. Una posibilidad entre sesenta y cinco.
— No está tan mal.
— Yo nunca aceptaría semejante apuesta — dijo Boardman, sonriendo.
— No. Pero yo sí.
Vació su copa. Si ganaba, su fama seria imperecedera. Si fracasaba y era destruido por los hidranos…, bueno, no era tan malo. Había destinos peores que morir llevando la bandera de la humanidad a un nuevo mundo. Su desmedido orgullo, su hambre de gloria, su deseo infantil de fama, que nunca había podido superar, le empujaban. La apuesta no era tan mala.
Marta reapareció. Estaba mojada; su cuerpo desnudo brillaba y sus cabellos estaban pegados a la esbelta columna de su cuello. Sus pechos se agitaban como pequeños conos de carne, coronados por unos arrugados pezones color rosa. Podría haber sido una chica de catorce años, pensó Muller, mirando sus caderas estrechas y sus muslos delgados. Boardman le tiró un secador. Ella lo conectó y entró en su campo amarillento, dando una vuelta completa. Tomó su vestido de la percha y se vistió con calma.
— Fue estupendo — dijo. Sus ojos se dirigieron a Muller por primera vez desde su vuelta — Dick, ¿qué te sucede? Pareces atónito, aturdido. ¿Te sientes bien?
— Muy bien.
— ¿Qué pasó?
— El señor Boardman me ha hecho una proposición.
— Puedes decírselo, Dick. No vamos a mantenerlo en secreto. Se hará un anuncio a toda la galaxia.
— Habrá un aterrizaje en Beta Hydri IV — dijo Muller con voz apagada —. Un solo hombre. Yo. ¿Cómo lo haremos, Charles? ¿Una nave en una órbita de estacionamiento y yo bajo en una cápsula autónoma equipada para el retorno?
— Sí.
— Es una locura, Dick — dijo Marta —. No lo hagas. Te arrepentirás toda tu vida.
— Si las cosas no salen bien, será una muerte rápida, Marta. He corrido riesgos más serios.
— No. Mira: a veces pienso que veo un poco del futuro. De veras, veo cosas, Dick. — Rió, nerviosamente; su pose sofisticada se había derrumbado —. No creo que mueras si vas allí. Pero creo que tampoco seguirás vivo. Di que no irás. ¡Dilo, Dick!
— Oficialmente, todavía no has aceptado mi proposición — dijo Boardman.
— Lo sé — dijo Muller. Se puso de pie, rozando el techo de la cápsula, se dirigió hacia Marta y la tomó en sus brazos, recordando aquella otra chica, hacía tanto tiempo, bajo el cielo de California, recordando la loca energía que había descendido sobre él cuando saltó del brillo de las estrellas a la carne tibia y complaciente y los muslos que se separaban debajo de él. Abrazó fuertemente a Marta. Ella le miró, horrorizada. Él besó la punta de su nariz y el lóbulo de su oreja izquierda. Ella se liberó de su abrazo, tropezó y casi se arrojó en las rodillas de Boardman. Este la atrapó y la sujetó. Muller dijo —: Ya sabes cuál es mi respuesta.
Esa tarde, una de las sondas robot llegó a la zona F. Todavía les faltaba parte del camino, pero Muller sabía que no tardarían mucho en llegar al centro del laberinto.