Capítulo II

1

Dentro del laberinto, Muller estudiaba su situación y consideraba sus opciones. En los recuadros verde lechoso de la pantalla visora podía ver la nave y las cúpulas de plástico que habían brotado a su alrededor; también veía las diminutas figuras de los hombres que iban y venían. Ahora lamentaba no haber podido encontrar el control de precisión de la pantalla: las imágenes que recibía estaban completamente desenfocadas. Pero se consideraba afortunado por tener la pantalla a su disposición. Muchos de los antiguos instrumentos de la ciudad eran inservibles desde hacía mucho, a causa del deterioro de alguna pieza vital. Sin embargo, un número sorprendente de máquinas había soportado el paso del tiempo sin sufrir daños, como testimonio de la habilidad mecánica de sus fabricantes, pero Muller sólo había logrado descubrir la utilidad de unas pocas y las utilizaba de forma imperfecta.

Contempló las figuras borrosas de sus semejantes, que trabajaban activamente, y se preguntó qué nuevo tormento estarían preparando para él.

Había tratado de no dejar rastros de su paradero cuando huyó de la Tierra. Había viajado en una nave alquilada, llenando un formularlo de vuelo engañoso, vía Sigma Draconis. Cierto que durante su trayectoria hiperespacial había tenido que pasar por seis puestos de control, pero a todos les había mostrado un itinerario simulado de un periplo galáctico cuidadosamente preparado para despistar a los controladores.

Una comprobación rutinaria de todas las posiciones de control revelaría que las posiciones que había dado Muller sucesivamente carecían de sentido, pero había apostado a que conseguiría completar su vuelo y desaparecer antes de que se hiciera uno de tales controles. Evidentemente había ganado su apuesta, ya que ninguna nave de intercepción le había seguido.

Al salir de la trayectoria hiperespacial cerca de Lemnos, había efectuado la última maniobra evasiva, dejando su nave en una órbita de estacionamiento y bajando en una cápsula de eyección. Una bomba disruptora, programada anticipadamente, había hecho estallar la nave en moléculas y había enviado los fragmentos en millones de órbitas diferentes por todo el universo. ¡Se necesitaría un computador muy sutil para calcular un nexo probable entre los fragmentos! La bomba estaba calculada para crear cincuenta vectores falsos por metro cuadrado de superficie de explosión, una garantía virtual de que ningún rastreo podía ser eficaz dentro de un lapso de tiempo corto. Muller sólo necesitaba un corto lapso corto…, unos sesenta años. Tenía cerca de sesenta años cuando dejó la Tierra. Normalmente podría haber aspirado a otro siglo de vida vigorosa, pero careciendo de servicios Médicos y cuidándose sólo con un diagnosticador barato, tendría suerte si llegaba a los ciento diez o ciento veinte, sesenta años de soledad y una muerte tranquila y privada; eso era lo único que pretenda. Pero ahora su soledad había sido interrumpida, al cabo de sólo nueve años.

¿Es que habían conseguido encontrar su rastro?

Muller no lo creía. Por un lado, había tomado todas las precauciones antirrastreo posibles. Por otro, no tenían razones para perseguirlo. No era un fugitivo que debía ser llevado ante la justicia. Era simplemente un hombre que padecía una afección repugnante, una abominación para sus congéneres, y, sin duda, la Tierra se alegraba de haberse librado de él. Era una vergüenza y un reproche para ellos, un manantial de culpa y dolor, un aguijón para la conciencia planetaria. Lo más bondadoso que podía hacer por sus semejantes era quitarse de en medio y lo había hecho tan completamente como le fue posible. Era inverosímil que se esforzaran por buscar a una persona tan odiosa.

Pero entonces, ¿quiénes eran los intrusos?

Arqueólogos, sospechaba. Las ruinas de la ciudad de Lemnos seguían teniendo una mágica fascinación para ellos, para todos ellos. Muller había confiado en que los riesgos del laberinto seguirían manteniendo a distancia a los hombres. Había sido descubierto un siglo antes, pero, antes de su llegada, Lemnos había sido rehuido, por muy buenas razones. Muller había visto muchas veces los cadáveres de quienes habían intentado entrar en el laberinto y habían fracasado. El mismo había ido allí impulsado en parte por un instinto suicida, en parte a causa del deseo irreprimible de entrar y desvelar el secreto del laberinto, y en parte sabiendo que si lograba entrar no era probable que su retiro fuera violado. Ahora estaba dentro, pero habían llegado los intrusos.

«No entrarán», se dijo Muller.

Cómodamente instalado en el núcleo del laberinto, tenía a su disposición suficientes sensores como para seguir, de forma imprecisa, los progresos de cualquier ser vivo que estuviese fuera. De esa forma podía estudiar los movimientos de los animales que iban de una a otra zona, y también los de las grandes bestias peligrosas. Dentro de ciertos límites, podía controlar las insidias del laberinto, que normalmente no eran mas que trampas pasivas, pero que, en condiciones adecuadas, podían ser empleadas de forma agresiva contra un enemigo. Más de una vez, Muller había arrojado a algún carnívoro del tamaño de un elefante dentro de un pozo subterráneo mientras galopaba por la zona D. Se preguntó si usaría esas defensas contra seres humanos si lograban llegar hasta allí y no supo que responder. En realidad no odiaba a su especie; simplemente prefería que lo dejaran solo en lo que podía llamar paz.

Miró las pantallas. Ocupaba una celda hexagonal que, al parecer, era una de las unidades de vivienda de la parte central de la ciudad. Estaba equipada con un muro de pantallas visoras. Le había llevado más de un año descubrir qué partes del laberinto correspondían a las imágenes de las pantallas, pero colocando marcas con mucha paciencia había logrado emparejar las apagadas imágenes con la brillante realidad. Las seis pantallas bajas le proporcionaban imágenes de áreas de las zonas A hasta la F; las cámaras (o lo que fuere) oscilaban en un arco de 180º, permitiendo que los misteriosos ojos ocultos patrullaran toda la región que rodeaba cada una de las entradas. Como sólo una entrada proporcionaba un paso seguro a la zona siguiente y todas las otras eran letales, las pantallas permitían a Muller vigilar los avances de cualquier merodeador. No importaba que sucediera algo en alguna de las entradas falsas; quien persistiera, moriría.

Las pantallas siete a diez, situadas en la parte superior de la pared, transmitían imágenes que correspondían a las zonas G y H, los más exteriores, grandes y mortíferas del laberinto. Muller no había querido tomarse el trabajo de volver a esas zonas para comprobar su teoría en detalles; suponía que las pantallas reproducían puntos de las zonas exteriores y no valía la pena volver allí para descubrir el punto exacto en que estaban montadas las cámaras. En cuanto a las pantallas once y doce, obviamente, mostraban vistas de la llanura que rodeaba el Laberinto; la llanura que ahora ocupaba una nave espacial terrestre.

Pocos de los artefactos que habían dejado los antiguos constructores de la ciudad eran tan informativos. Montada sobre unas gradas, en el centro de la plaza principal de la ciudad, y protegida por una bóveda de cristal, había una piedra del color de un rubí con doce facetas; en su interior, un mecanismo parecido a un intrincado obturador sonaba y latía. Muller sospechaba que era algún tipo de reloj, conectado a un oscilador nuclear, que señalaba las unidades de tiempo que emplearon sus creadores. Periódicamente, la piedra sufría cambios temporales su superficie se nublaba, su tonalidad se oscurecía, viviéndose azul o negra, y se balanceaba. Las cuidadosas anotaciones de Muller no habían conseguido revelar el significado de esos cambios. Ni siquiera había podido analizar su periodicidad. Las metamorfosis no eran arbitrarias, pero las pautas que las gobernaban no estaban a su alcance.

En las ocho esquinas de la plaza había unas columnas metálicas que se adelgazaban suavemente hacia arriba y tenían seis metros de altura. Esas columnas describían una vuelta completa en un año, de modo que parecían calendarios que se movían sobre unas bases invisibles. Muller sabía que completaban una revolución en cada período de treinta meses, el tiempo que demoraba Lemnos en dar una vuelta alrededor de su oscuro sol naranja, pero sospechaba que esos pilotes resplandecientes tenían alguna finalidad más profunda. Ocupaba buena parte de su tiempo intentando descubrirla.

Cuidadosamente separadas, en las calles de la zona A había unas jaulas cuyos barrotes eran de una piedra parecida al alabastro. Muller no sabía cómo abrir las jaulas, pero dos veces durante sus años allí se había despertado y había encontrado los barrotes metidos dentro del pavimento de piedra y las jaulas abiertas. La primera vez habían quedado abiertas durante tres días; luego los barrotes habían vuelto a su posición mientras él dormía, sin mostrar ninguna junta donde pudieran haberse separado. Las jaulas se abrieron nuevamente, pocos años después, Muller vigiló constantemente, tratando de descubrir el secreto de su mecanismo, pero durante la cuarta noche se adormiló el tiempo justo para perderse el momento del cierre.

El acueducto era igualmente misterioso. Alrededor de la zona B corría un canal cerrado, que quizá era de ónice, con espitas angulares, dispuestas cada cincuenta metros. Cuando cualquier clase de recipiente — hasta una mano ahuecada — era colocada debajo de una espita, de ésta manaba agua pura. Pero cuando Muller intentó meter un dedo en una de espitas no encontró ninguna abertura, ni pudo ver ninguna mientras manaba el agua; era como si el líquido brotara a través de un trozo de piedra permeable, cosa que resultó difícil de aceptar a Muller. Pero el agua era bienvenida.

Le resultaba sorprendente que la mayor parte de la ciudad hubiese sobrevivido. A partir de un estudio de los artefactos y los esqueletos que habían encontrado fuera del laberinto de Lemnos, los arqueólogos habían llegado a la conclusión de que hacia más de un millón de años que no había vida inteligente allí; o quizá fueran cinco o seis millones de años. Muller era solamente un arqueólogo aficionado, pero tenía suficiente experiencia de campo como para conocer los efectos del paso del tiempo. Los fósiles de la llanura eran evidentemente muy antiguos, y la estratificación de las murallas exteriores de la ciudad mostraba que el laberinto era contemporáneo de esos fósiles.

Sin embargo, la mayor parte de la ciudad, supuestamente construida antes de la aparición del hombre en la Tierra, parecía intocada por las edades. El tiempo seco podía explicarlo en parte; no había tormentas, y no había llovido desde la llegada de Muller. Pero el viento y la arena que arrastraba podían erosionar las paredes y el suelo en un millón de años, y no había signos de erosión. Ni se había acumulado la arena en las calles de la ciudad. Muller sabía por qué. Unas bombas ocultas recogían toda la basura, manteniendo la ciudad inmaculada. Había juntado un puñado de tierra en los arriates de los jardines y la había tirado por aquí y por allá. A los pocos minutos los montoncitos de tierra habían comenzado a deslizarse por el pulimentado pavimento y se habían desvanecido por unas muescas que se abrieron y se cerraron brevemente en el ángulo entre los edificios y el suelo.

Era evidente que bajo la ciudad había una red de inconcebibles maquinarias; aparatos de limpieza indestructibles que protegían la ciudad de los estragos del tiempo. Pero Muller no había podido llegar hasta esa red. Carecía del equipo necesario para romper el pavimento, que parecía invulnerable. Con herramientas improvisadas había excavado en los jardines, tratando de llegar hasta la estructura subterránea, pero aunque uno de sus pozos alcanzó los tres metros de profundidad y otro fue aún más hondo, no había encontrado más que tierra. Sin embargo, los guardianes ocultos debían de estar allí: los instrumentos que hacían funcionar los visores, barrían las calles, reparaban las mamposterías y controlaban las trampas asesinas, agazapadas en las zonas periféricas del laberinto.

Era difícil imaginar una raza capaz de construir una ciudad como aquélla, una ciudad prevista para durar millones de años. Y era aún más difícil imaginar las razones de su desaparición. Suponiendo que los fósiles que se habían hallado en los cementerios situados fuera de las murallas pertenecieran a los constructores — y la suposición podía ser errónea —, la ciudad había sido erigida por unos fornidos humanoides que medían un metro cincuenta, tenían un tórax y unos hombros muy anchos, ocho largos dedos en cada mano y piernas cortas con dos articulaciones.

Habían desaparecido de los mundos conocidos del universo y no se había encontrado nada que se les pareciera en ningún otro sistema; quizá se hubiesen retirado a alguna galaxia lejana a la que el hombre no había llegado aún. O, posiblemente, su raza nunca salió al espacio, sino que evolucionó y pereció en Lemnos, dejando la ciudad como su único monumento.

El resto del planeta no mostraba trazas de habitación, aunque se habían descubierto cementerios, cuyo número disminuía a medida que se alejaban de la ciudad, en un radio de mil kilómetros. Quizá los años hubieran erosionado todas las ciudades menos aquélla. Quizá aquélla, que podría haber albergado hasta a un millón de personas, había sido su única ciudad. No había pistas que explicaran su desaparición. El diabólico ingenio del laberinto sugería que en sus últimos días habían sido hostigados por enemigos y se habían refugiado en su fortaleza, pero Muller sabía que también esa hipótesis era pura especulación, por lo que sabía, el laberinto no era más que un brote de paranoia cultural y no tenía relación con la existencia de una amenaza externa.

¿Acaso habrían sido invadidos por seres para los que el laberinto no representaba un problema, y habían sido asesinados en sus elegantes calles y barridos por la barredora mecánica? Era imposible saberlo. Habían desaparecido. Cuando entró en su ciudad, Muller la encontró silenciosa y desolada, como si nunca hubiese albergado la vida; una ciudad automática, estéril, perfecta. Sólo la habitaban animales que habían dispuesto de un millón de años para encontrar el camino de entrada al laberinto y tomar posesión de él. Muller había contado unas dos docenas de especies de mamíferos de tamaños que iban desde el de una rata hasta el de un elefante. Había herbívoros que comían la hierba de los jardines y cazadores que se alimentaban de los herbívoros; el equilibrio ecológico era perfecto. La ciudad dentro del laberinto era como la Babilonia de Isafas: «Bestias salvajes del desierto yacerán en ella y sus casas estarán llenas de fúnebres criaturas; y los búhos residirán allí y danzarán los sátiros.»

Ahora la ciudad era suya. Disponía del resto de su vida para explorar sus misterios.

Habían venido otros, y no todos habían sido humanos. Cuando penetró en el laberinto, Muller había encontrado los restos de los que no habían dado con el camino. Había visto un montón de esqueletos humanos en las zonas H, G y F. Tres hombres habían llegado hasta E y uno hasta D. Muller ya contaba con hallar restos humanos; en cambio le sorprendió ver una gran colección de huesos extraños. En G había encontrado lo que quedaba de grandes criaturas con aspecto de dragones, vestidas aún con los harapos de sus trajes espaciales. Algún día la curiosidad triunfaría sobre el miedo y volvería hasta allí, a echarles un segundo vistazo. Más cerca del núcleo yacía un amplio surtido de formas de vida; la mayoría eran humanoides, pero se desviaban de la estructura normal. Muller no podía imaginar cuánto hacía que habían llegado; aun en un clima seco, ¿cuántos siglos puede durar un esqueleto expuesto al aire? Aquel osario galáctico era un recordatorio de algo que Muller ya sabía muy bien: a pesar de la experiencia de los dos primeros siglos de viajes extrasolares, en los que no se había hallado ninguna raza extraterrestre inteligente, el universo estaba lleno de formas de vida y, antes o después, el hombre las encontraría. El osario de Lemnos contenta reliquias de una docena de razas diferentes, por lo menos. Muller se sentía muy halagado al saber que, al parecer, era el único que había llegado al centro del laberinto; en cambio, la diversidad de pueblos del universo no le alegraba, ya había tenido su ración de moradores de la galaxia.

Pasaron varios años antes de que se percatara de que la presencia de restos de seres inteligentes dentro del laberinto era contradictoria. Sabía que el mecanismo de la ciudad limpiaba incansablemente, haciendo desaparecer tanto las motas de polvo como los huesos de los animales que mataban para alimentarse. Pero los esqueletos de los eventuales invasores del laberinto permanecían en el sitio donde habían caído. ¿Por qué esa violación de la limpieza? ¿Por qué arrastrar el cadáver de un carnívoro del tamaño de un elefante que había tropezado con un surtidor de energía y dejar los restos de un dragón muerto por el mismo surtidor? ¿Porque el dragón llevaba un traje protector y, por lo tanto, era inteligente? Muller dedujo al fin que los cuerpos de los seres racionales eran dejados allí deliberadamente.

Como advertencia. «DEJAD TODA ESPERANZA, LOS QUE ENTRÁIS.»

Esos esqueletos formaban parte de la guerra psicológica en que estaba en aquella ciudad insensata, mortífera, diabólica, contra todos los intrusos. Eran recordatorios de los peligros que acechaban por todas partes. Muller no sabía cómo se las arreglaba el mecanismo para captar la sutil diferencia entre los cuerpos que debían quedar in situ y los que debían ser barridos, pero estaba convencido de que existía una forma de distinguirlos.

Vigiló sus pantallas. Miró las figuritas que se movían alrededor de la nave, en la llanura.

«Que entren — pensó —. La ciudad no ha tenido una víctima desde hace años. Yo me cuidaré de ellos. Aquí estoy a salvo.»

Y sabía que si, por un milagro, se las arreglaban para llegar hasta él, no se quedarían mucho tiempo. Su propia y especial enfermedad los echaría. Podían ser lo suficientemente inteligentes como para derrotar al laberinto, pero no podrían soportar la calamidad que hacía que Richard Muller fuera intolerable para su propia especie.

— Idos — dijo Muller en voz alta.

Oyó el zumbido de los rotores y salió de su morada a tiempo para ver una sombra oscura que atravesaba la plaza. Estaban explorando el laberinto desde el aire. Se apresuró a entrar y luego sonrió ante su impulso de ocultarse. Podían detectarlo, por supuesto, estuviera donde estuviese. Sus pantallas les dirían que en el laberinto había un ser humano. Y, naturalmente, quedarían pasmados y tratarían de establecer contacto con él, aunque desconocieran su identidad. Y después…

Muller se puso rígido porque, súbitamente, sintió un deseo irresistible que lo atenazaba. Que llegaran hasta él. Hablar nuevamente con otros hombres. Romper su aislamiento.

Quería que vinieran.

Fue un sólo un instante. La soledad se había abierto paso momentáneamente, pero la sensatez volvió, la aterradora conciencia de lo que significaría enfrentarse nuevamente con sus congéneres. «No — pensó —. Que no entren. O que mueran en el laberinto. Que no entren. Que no entren.»

2

— Justo allí abajo — dijo Boardman —. Allí es donde tiene que estar, ¿eh, Ned? ¿Ves el resplandor de la pantalla? Estamos captando la masa justa, la densidad justa, todo exacto. Un hombre vivo: tiene que ser Muller.

— En el corazón del laberinto — dijo Rawlings —. ¡Así que lo logró!

— De algún modo — dijo Boardman, mientras estudiaba el visor. Desde una altura de dos kilómetros, la estructura de la ciudad se distinguía con claridad. Pudo observar ocho zonas diferentes, cada una con un estilo arquitectónico distinto; sus plazas, sus paseos, sus paredes angulosas, sus calles enrevesadas que giraban según pautas incomprensibles. Las zonas eran concéntricas y se extendían en forma de abanico, a partir de una amplia plaza que era el corazón de la ciudad; el detector de masas del vehículo explorador había localizado a Muller en una hilera de casas bajas, situadas al este de la plaza. Lo que Boardman no pudo descubrir fue el paso que unía a las zonas entre sí. Los callejones sin salida eran abundantes y, aun desde el aire, no se distinguía el camino recto; ¿cómo sería tratar de encontrarlo sobre el terreno?

Boardman sabía que era casi imposible. Los bancos de información de la nave contenían los informes de los primeros exploradores que lo habían intentado y habían fracasado, había traído consigo toda la información posible sobre la penetración del laberinto y no era muy esperanzadora, salvo por un dato desconcertante e incomprensible: Richard Muller había logrado entrar.

— Ya sé que lo que estoy diciendo parecerá ingenuo, Charles — dijo Rawlings —. Pero ¿por qué no bajamos desde aquí y aterrizamos en medio de la plaza central?

— Te lo mostraré — dijo Boardman.

Dio una orden. Una sonda robot sonora se desprendió del vientre del vehículo explorador y se precipitó hacia la ciudad. Boardman y Rawlings siguieron la trayectoria del romo proyectil de metal gris hasta que estuvo a pocos metros de los techos de los edificios. Su visor facetado transmitía una clara imagen de la ciudad y revelaba lo intrincado de las texturas talladas en sus piedras. Súbitamente la sonda desapareció. Hubo una explosión incandescente, una nube de humo verdoso…, y luego nada.

Boardman asintió.

— Todo sigue igual. Continúa habiendo un campo que protege la ciudad. Volatiliza cualquier cosa que pretenda entrar.

— De modo que hasta un pájaro que se acerque…

— No hay pájaros en Lemnos.

— Gotas de lluvia, entonces. Cualquier cosa…

— En Lemnos no llueve — dijo Boardman con tono ávido —. Por lo menos, no en este continente. Lo único que rechaza ese campo son los extranjeros. Lo sabemos desde la primera expedición. Algunos hombres valerosos descubrieron el campo del peor modo posible.

— Pero ¿por qué no tiraron una sonda primero? Sonriendo, Boardman respondió:

— Cuando se encuentra una ciudad muerta en medio de un desierto no imaginas que te hará estallar si aterrizas en su interior. Es un error explicable, pero Lemnos no perdona los errores.

Hizo un gesto y el avión perdió altura, siguiendo por un momento el contorno de las murallas. Luego se elevó nuevamente y se mantuvo sobre el centro de la ciudad tomando fotografías. El sol que tenía el color equivocado se reflejó en un muro curvo de espejos. Boardman estaba fatigado. Sobrevolaron la ciudad una y otra vez, completando un modelo de observación preprogramado, y descubrió que estaba deseando que un súbito dardo de luz brotase de los espejos y los incinerara en la próxima pasada, para evitarle la molestia de llevar a cabo su misión. Había perdido el gusto por el trabajo detallado y había demasiados detalles sutiles que se interponían entre él y sus propósitos. Decían que la impaciencia era una característica juvenil, que los hombres mayores podían tejer sus redes cuidadosamente y hacer planes con serenidad, pero, de algún modo, Boardman comprendió que estaba deseando terminar rápido su trabajo. Mandar alguna clase de sonda que pudiese entrar al laberinto corriendo sobre un raíl de metal, coger a Muller y traerlo fuera. Decirle lo que pretendían de él y convencerle de que lo hiciera. Pero el estado de ánimo cambió, y Boardman se sintió taimado nuevamente.

El capitán Hosteen, que dirigiría los intentos de penetración, fue a popa para saludar a Boardman. Hosteen era un hombre bajo y robusto, de piel bronceada y nariz corta. Llevaba el uniforme como si creyera que se le iba a caer en cualquier momento, pero era un buen oficial; Boardman lo sabía y sabía también que estaba dispuesto a sacrificar todas las vidas necesarias, incluyendo la suya propia, para entrar en el laberinto.

Hosteen miró la pantalla y después a Boardman. Luego dijo:

— ¿Ha averiguado algo?

— Nada nuevo. Tendremos que trabajar.

— ¿Quiere bajar de nuevo?

— No estaría mal — dijo Boardman. Miró a Rawlings —. A menos que tú quieras comprobar alguna otra cosa, Ned.

— ¿Yo? Oh, no… no. En realidad…, bueno, me pregunto si es necesario entrar en el laberinto. Quiero decir que si pudiéramos atraer a Muller para que saliera y hablar con él fuera de la ciudad…

— No.

— ¿No sería posible?

— No — dijo Boardman enfáticamente —. En primer lugar, Muller no saldrá. Es un misántropo, ¿recuerdas? Se enterró aquí para huir de la humanidad — ¿Por qué iba a hacer vida social con nosotros? En segundo lugar, no podemos invitarle a salir sin informarle de lo que pretendemos de él. En este asunto, Ned, tenemos que cuidar nuestros recursos estratégicos; no podemos desperdiciarlos en la primera jugada.

— No entiendo qué quiere decir.

Pacientemente, Boardman explicó:

— Supón que usamos tu propuesta. ¿Qué le dirías a Muller para hacerle salir?

— Bueno… que venimos de la tierra para pedirle que nos ayude en un momento en que todo el sistema está en crisis. Que hemos hallado una raza con la que no podemos comunicarnos, que es imprescindible que lo hagamos inmediatamente y que él es el único que podría lograrlo. Que nosotros… — Rawlings se interrumpió, como si la vacuidad de sus palabras le resultara evidente. Sus mejillas enrojecieron y dijo, con voz áspera —: A Muller esos argumentos no le interesarán demasiado, ¿verdad?

— No, Ned. La Tierra le envió ante un puñado de seres extraños, una vez, y lo destruyeron. No creo que quiera intentarlo nuevamente.

— Y entonces, ¿cómo haremos que nos ayude?

— Apelando a su honorabilidad. Pero ahora no vamos a hablar de eso. Estamos discutiendo la forma de hacerle salir de su santuario. Tú sugerías que instaláramos un altavoz, le dijéramos exactamente lo que pretendemos de él y esperásemos a que saliera, danzando de alegría, y se comprometiera a hacer todo lo posible por la vieja y querida Tierra. ¿Digo bien?

— Creo que sí.

— Pero sería inútil. Por lo tanto, tendremos que penetrar en el laberinto, ganar la confianza de Muller y persuadirlo de que debe cooperar. Y para hacer eso debemos ocultar la verdadera situación hasta que deje de sospechar de nosotros.

Una expresión preocupada apareció en la cara de Rawlings.

— Pero entonces, ¿qué vamos a decirle, Charles?

— No vamos; vas.

— Bueno; ¿qué voy a decirle, entonces?

Boardman suspiró.

— Mentiras, Ned. Un montón de mentiras.

3

Habían venido equipados para resolver el problema del laberinto. El cerebro de la nave era, por supuesto, un ordenador de primera clase y había sido alimentado con todos los detalles de todas las expediciones previas que habían partido de la tierra con intenciones de entrar en la ciudad. Excepto una y, desgraciadamente, ésa era la única que había tenido éxito. Pero los registros de antiguos fracasos son útiles. El banco de datos de la nave tenía muchas extensiones móviles, taladros sonda terrestres y aéreos, ojos espía, baterías de sensores y muchas cosas más. Antes de arriesgar vidas humanas, Boardman y Hosteen utilizarían todos los medios mecánicos, las máquinas podían ser derrochadas, de todas maneras; la nave incluía un juego de patrones, de modo que duplicar todos los aparatos destruidos no representaría un problema. Pero llegaría un momento en que las sondas y los robots deberían dejar paso a los hombres; el plan era reunir la mayor cantidad de información posible para esos hombres.

Nunca se había intentado entrar en el laberinto de este modo. Los primeros exploradores simplemente habían echado a andar, sin sospechar nada, y habían perecido. Sus sucesores sabían lo suficiente como para evitar las trampas más obvias y, en alguna medida, contaban con la ayuda de aparatos sensores refinados; pero éste era el primer intento de efectuar un estudio detallado antes de entrar. Nadie confiaba demasiado en que la técnica les permitiría salir incólumes, pero era la mejor forma de encarar el problema.

Los vuelos del primer día les habían proporcionado una buena imagen visual del laberinto. En realidad, no hubiese sido necesario que dejaran la tierra; hubieran podido ver las retransmisiones en pantallas grandes, en su cómodo campamento, y hubiesen obtenido una idea correcta del panorama de la ciudad, dejando que las sondas aéreas hicieran todo el trabajo. Pero Boardman había insistido. La mente registra las cosas de una manera cuando las ve en una pantalla receptora y de otra cuando las impresiones sensoriales llegan directamente de su fuente. Ahora todos habían visto la ciudad desde el aire y sabían qué podían hacer los guardianes del laberinto a una sonda exploratoria que se aventuraba en el campo que protegía la parte superior de la ciudad.

Rawlings había sugerido la posibilidad de que hubiese un punto desguarnecido en el campo protector. Cuando caía la tarde lo comprobaron, cargando una sonda con perdigones metálicos y estacionándola en el punto más alto de la ciudad. Unos visores registraron la acción mientras la sonda giraba lentamente, arrojando los perdigones, uno por uno, hacia áreas de un metro seleccionadas previamente. Cada uno de ellos fue incinerado cuando cayó. Pudieron calcular que el grosor del campo protector variaba según la distancia del centro del laberinto; tenía unos dos metros de profundidad en las zonas centrales y era más ancho en el anillo exterior, formando una taza invisible sobre la ciudad. Pero no había puntos desguarnecidos; el campo era continuo. Hosteen comprobó la idea de que el campo podría «fatigarse», cargando la sonda con perdigones que eran descargados simultáneamente en todas las zonas de prueba. El campo los destruyó todos, creando, por un momento, una orla de llamas que cubría toda la ciudad.

Hubo que sacrificar varias sondas de espolón para descubrir que también era imposible llegar a la ciudad a través de un túnel. Los espolones horadaron el duro suelo arenoso en la parte externa de las murallas, abrieron un pasaje hasta alcanzar cincuenta metros de profundidad y empezaron a subir cuando estuvieron debajo del laberinto. Fueron destruidos por el campo protector cuando estaban todavía a veinte metros de distancia de la superficie. También fracasó un intento de perforar la tierra en la base de los terraplenes; aparentemente el campo rodeaba toda la ciudad también por debajo.

Un técnico de energía propuso instalar un pilón de interferencia para absorber la energía del campo. Fue inútil. El pilón de cien metros de altura absorbió energía de todo el planeta; relámpagos silbaban y saltaban en su banco de acumuladores, pero no produjo efecto en el campo protector. Invirtieron el pilón y enviaron un millón de kilovatios hacia la ciudad con la esperanza de provocar un corto circuito, pero el campo los absorbió y parecía dispuesto a asimilar más energía. Nadie tenía una teoría racional que explicara la fuente de energía del campo. — Debe provenir de la energía de rotación del planeta — dijo el técnico que había conectado el pilón. Luego, comprendiendo que no había hecho nada útil, desvió la mirada y se puso a ladrar órdenes en el micrófono manual que llevaba.

Tres días de investigaciones demostraron que la ciudad era invulnerable por arriba y por debajo.

— Hay una sola manera de entrar — dijo Hosteen —. Andando, por la puerta principal.

— Si la gente que vivía aquí quería estar protegida — preguntó Rawlings — ¿por qué dejaron una puerta abierta?

— La querían entrar y salir — dijo Boardman, en voz baja —. O quizá querían dar una posibilidad a los invasores. Hosteen, ¿enviamos algunas sondas a la ciudad?

La mañana era gris. Unas nubes del color del humo de la madera manchaban el cielo; casi parecía que iba a llover. Un viento áspero levantaba el polvo de la llanura y lo lanzaba contra sus rostros. Detrás del velo de nubes estaba el sol, un disco plano, color naranja, que parecía pegado al cielo. Parecía apenas un poco más grande que el Sol visto desde la tierra, aunque estaba a la mitad de distancia. El sol de Lemnos era una triste enana clase M, tibia y fatigada, una estrella vieja, rodeada por una docena de viejos planetas. Lemnos, el más próximo a su sol, era el único que había sustentado la vida; los otros estaban fríos y muertos, más allá del alcance de los débiles rayos solares, helados desde el núcleo hasta la atmósfera. Era un sistema adormecido, con tan poco impulso angular que hasta Lemnos se arrastraba en una órbita de treinta meses, sus tres lunas, que volaban como saetas, cruzándose incesantemente a unos pocos miles de kilómetros de altitud, estaban en flagrante desacuerdo con el estado de ánimo de esos mundos.

Ned Rawlings sintió que su corazón se helaba, mientras estaba junto al banco de datos, a un kilómetro de los terraplenes exteriores del laberinto, mirando cómo sus compañeros de a bordo reunían sondas e instrumentos. Ni siquiera Marte, con sus marcas de viruela, le había deprimido tanto, porque Marte era un mundo que no había vivido nunca, mientras aquí había habido vida y había desaparecido. Lemnos era un cementerio. Una vez, en Tebas, había estado en la tumba del visir del faraón, muerto cinco mil años antes, y mientras el resto del grupo miraba los alegres murales con sus brillantes representaciones de figuras vestidas de blanco que impulsaban sus embarcaciones por el Nilo, él había mirado hacia el fresco suelo de piedra, donde yacía un escarabajo muerto, con las patas hacia arriba en un montoncito de polvo. Para él, Egipto sería siempre el escarabajo rígido que yacía entre el polvo; para él, Lemnos sería, con seguridad, vientos otoñales y planicies blanquecinas y una ciudad silenciosa. No comprendía cómo una persona tan dotada, tan llena de vida y energía y calor humano como Dick Muller podía haber decidido enterrarse dentro del lúgubre laberinto.

Entonces recordó lo que le había sucedido a Muller en Beta Hydri IV y admitió que hasta un hombre como Muller podía tener buenas razones para refugiarse en un mundo como aquél, en una ciudad como aquélla. Lemnos era perfecto para un fugitivo: un mundo parecido a la tierra, deshabitado, donde tenía casi garantizada la independencia del resto de la humanidad. «Y estamos aquí para hacerle salir y llevárnoslo. — Rawlings frunció el ceño —. Es una jugada sucia, sucia, sucia», pensó. El famoso asunto del fin y los medios. Más adelante, Rawlings veía la robusta figura de Boardman, de pie frente a la gran terminal de datos, agitando los brazos en todas las direcciones para dar órdenes a los hombres que se desplegaban cerca de las murallas de la ciudad. Estaba empezando a comprender que había dejado que Boardman le hipnotizara y le arrastrara a una aventura sórdida. Allá en la Tierra el viejo charlatán no había entrado en detalles acerca de los métodos que usarían para ganarse la cooperación de Muller. Boardman le había hecho creer que estaban emprendiendo una cruzada, y en cambio iba a ser una especie de estafa. Rawlings se estaba dando cuenta de que Boardman nunca daba explicaciones detalladas por anticipado. Regla número uno: Oculta tu estrategia. Nunca dejes ver tus cartas. «De modo que aquí estoy, formando parte de la conspiración», pensó.

Hosteen y Boardman habían desplegado una docena de exploradores mecánicos en las diversas entradas del laberinto. Estaba claro que el único camino seguro para entrar en la ciudad era por la puerta norte, pero tenían muchos exploradores y querían reunir la mayor cantidad posible de información. La terminal que estaba observando Rawlings proyectó en la pantalla un diagrama parcial del laberinto, la sección que estaba justo delante de él, y le dio tiempo para estudiar sus vueltas y revueltas, sus zigzags y sus retorcimientos. Estaba encargado de seguir el avance del explorador en ese sector, cada uno de los demás exploradores era controlado al mismo tiempo por el ordenador y por un observador humano; Boardman y Hosteen estaban en la central controlando simultáneamente toda la operación.

— Que entren — dijo Boardman.

Hosteen dio la orden y los exploradores avanzaron rodando a través de la puerta de la ciudad. Mirando con los ojos de la sonda móvil, Rawlings vio por primera vez la zona H del laberinto. Había una pared ondulada que parecía ser de porcelana y que giraba hacia la izquierda, y una barrera de hilos metálicos que colgaban de una gruesa laja de piedra hacia el otro lado: El explorador mecánico esquivó los hilos, que se estremecieron y resonaron, respondiendo delicadamente a la corriente de aire; se dirigió a la pared de porcelana y la siguió, trazando un ángulo agudo durante unos veinte metros. Allí, la pared se doblaba abruptamente sobre sí misma y formaba una especie de cámara abierta en la parte superior. La última vez que alguien había entrado en el laberinto por esa ruta — durante la cuarta expedición — dos hombres habían llegado hasta la cámara; uno se había quedado fuera y había sido destruido; el otro había entrado y se había salvado. El explorador entró en la cámara. Un momento después un rayo de luz roja surgió del centro de un mosaico decorativo que había en la pared y barrió el área situada inmediatamente fuera de la cámara.

La voz de Boardman llegó hasta Rawlings a través del auricular que estaba fijado en su oreja.

— Perdimos cuatro sondas en cuanto entraron por sus respectivas puertas. Es exactamente lo que esperábamos. ¿Cómo va la tuya?

— De acuerdo a lo previsto — dijo Rawlings —. Por ahora todo va bien.

— Tendríamos que perderla a los seis minutos de entrar. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

— Dos minutos quince segundos.

El explorador había salido de la cámara y se desplazaba velozmente por la zona donde había pasado el rayo rojo. Rawlings conectó el olfativo y sintió el olor a aire quemado; mucho ozono. Más adelante el sendero se dividía. A un lado había un puente de piedra que se curvaba sobre lo que parecía ser un pozo llameante; al otro había un confuso montón de enormes bloques en equilibrio precario. El puente parecía mucho más atractivo, pero el explorador se alejó de él y prosiguió su camino entre los desordenados bloques. Rawlings preguntó la razón y recibió la información de que el «puente» no existía; era una proyección transmitida por unas cámaras ocultas en los entrepaños de la pared. Cuando solicitó una simulación de acercamiento, Rawlings recibió una imagen de la sonda andando hacia el puente y perdiendo el equilibrio al pisar el puente inexistente; mientras trataba de recuperar el equilibrio, el muro se inclinó hacia adelante y la empujó, precipitándola en el pozo. «Muy hábil», pensó Rawlings, estremeciéndose.

Mientras tanto, la verdadera sonda había trepado sobre los bloques y estaba bajando hacia el otro lado, sin haber sufrido daños. Ya habían pasado tres minutos y ocho segundos. Un trozo de camino recto demostró ser tan seguro como aparentaba. Estaba flanqueado a ambos lados por torres sin ventanas de cien metros de altura, construidas con algún material iridiscente y bruñido, cuya superficie parecía estar aceitada, que emitía dibujos temblorosos mientras la sonda pasaba junto a él. Al comenzar el cuarto minuto, la sonda evitó una reja brillante y dentada y se apartó de un martillo pilón en forma de paraguas que bajó con fuerza destructora. Ochenta segundos más tarde dio la vuelta a un volquete que abrió un abismo, eludió rápidamente un quinteto de filos tetraédricos que surgieron del pavimento y emergió en una alfombra mecánica que lo transportó velozmente hacia adelante durante cuarenta segundos más.

Aquel trecho había sido recorrido muchos años antes por un explorador terrestre llamado Cartissant, que había muerto allí. Había dictado un registro detallado de su experiencia en el laberinto. Había durado cinco minutos y treinta segundos; su error había sido no bajar de la alfombra en el segundo cuarenta y uno. Los que habían estado recibiendo la transmisión en el exterior no supieron nunca qué le había sucedido luego.

Cuando su explorador dejó la alfombra mecánica, Rawlings pidió otra simulación y vio una rápida escenificación de lo que suponía el ordenador: en ese lugar la alfombra se abría y tragaba a su pasajero. Mientras tanto, la sonda se dirigía rápidamente hacia lo que parecía ser la salida de la zona más exterior del laberinto. Más allá había una plaza alegre y bien iluminada, rodeada por unas burbujas flotantes de una sustancia irisada y brillante.

— Estoy en el séptimo minuto y seguimos avanzando, Charles — dijo Rawlings —. Parece que justo delante hay una puerta que da paso a la zona G. Quizá sería mejor que vigilara usted mi pantalla.

— Si duras dos minutos más, lo haré — dijo Boardman.

La sonda se detuvo ante la puerta interior. Prudentemente, conectó su gravitrón y acumuló una bola de energía cuya masa equivalía a la suya propia. Arrojó la bola a través de la puerta, no pasó nada. La sonda, satisfecha, se dirigió hacia la puerta. Y, cuando la atravesó, sus lados se cerraron golpeándose, como las fauces de una poderosa prensa, destruyendo a la sonda. La Pantalla de Rawlings se oscureció. Rápidamente hizo conexión con una de las sondas aéreas; ésta le transmitió una toma de su sonda, caída al otro lado de la puerta, transformada en una versión bidimensional de la misma. Rawlings comprendió que un ser humano atrapado por esa misma trampa hubiese quedado convertido en polvo.

— Mi sonda fue destruida — Informó a Boardman —. Seis minutos y cuarenta segundos.

— Tal como estaba previsto — le dijo —. Sólo quedan dos sondas. Cambia de frecuencia y observa.

El diagrama general apareció en la pantalla de Rawlings; era una vista simplificada y estilizada de todo el laberinto, visto desde arriba. Había una pequeña X en todos los sitios donde una sonda había sido destruida. Después de buscar un momento, Rawlings halló el sendero que había recorrido su sonda, con la X marcada en la frontera entre las zonas, en el lugar donde la puerta la había aplastado. Le pareció que la sonda había llegado más lejos que las demás; tuvo que sonreír por el orgullo infantil que le proporcionó su descubrimiento. De cualquier forma, dos de las sondas seguían avanzando. Una de ellas estaba dentro de la segunda zona del laberinto y la otra atravesaba un pasaje que daba acceso a ella.

El diagrama se desvaneció y Rawlings vio el laberinto tal como aparecía a través de los visores de una de las sondas. La columna metálica del tamaño de un hombre se abría camino con delicadeza a través de las barrocas complicaciones del laberinto, más allá de un pilar dorado que emitía una vibrante melodía en una clave extraña, más allá de un charco lodoso, más allá una telaraña de rayos metálicos, más allá de puntiagudos montones de huesos blanqueados. Rawlings apenas pudo mirar los huesos, mientras seguía los movimientos de la sonda, pero estaba seguro de que pocos eran reliquias humanas. Aquel lugar era un cementerio galáctico de seres audaces.

Su excitación aumentó a medida que el explorador mecánico continuaba su avance. Estaba tan absorto por la situación, que era como si él mismo estuviera dentro del laberinto, evitando una celada mortal tras otra; sintió la emoción del triunfo a medida que pasaban los minutos. Ya habían transcurrido catorce. El segundo nivel del laberinto no era tan desordenado como el primero; había avenidas espaciosas y largos pasadizos que nacían del camino principal. Rawlings se tranquilizó; se sentía orgulloso de la agilidad de la sonda y de la agudeza de sus dispositivos sensoriales. Sintió una emoción enorme y punzante cuando un segundo segmento del pavimento se abrió de forma inesperada e hizo caer a la sonda por un largo túnel que desembocaba en un sitio donde los engranajes de un enorme molino giraban activamente.

No habían esperado que esa sonda llegara tan lejos. La que los demás observaban era la que había entrado por la puerta principal, la puerta más segura. La misma cantidad de información que se había acumulado al precio de muchas vidas la había guiado haciéndole evitar los peligros y ahora estaba en la zona G, muy cerca de la F. Hasta ahora, todo había sucedido tal como se esperaba; las experiencias del explorador mecánico eran similares a las de quienes habían elegido aquella ruta en las expediciones anteriores. La sonda había seguido fielmente su camino, girando aquí, esquivando allá y hacía dieciocho minutos que estaba en el laberinto.

— Muy bien — dijo Boardman —. Aquí es donde murió Mortenson, ¿no?

— Sí — respondió Hosteen —. Lo único que dijo fue que estaba junto a esa pequeña pirámide. Después se interrumpió.

— Aquí es donde comenzamos a obtener información nueva, entonces. Lo único que hemos averiguado hasta ahora es que nuestros registros son exactos. Este es el buen camino. Pero de ahora en adelante…

La sonda, desprovista de pautas de movimiento, se desplazaba mucho más lentamente y dudaba después de cada paso, extendiendo en todas las direcciones su red de dispositivos para obtener información. Buscaba puertas ocultas, aberturas escondidas en el suelo, proyectores, rayos láser, detectores de masa, fuentes de energía. Comunicaba al ordenador central todo lo que aprendía, aumentando la cantidad de información disponible cada vez que avanzaba un centímetro.

En total, avanzó veintitrés metros. Mientras pasaba junto a la pequeña pirámide, examinó los restos del explorador Mortenson, perdido en ese sitio setenta y dos años antes. Transmitió la noticia de que Mortenson había sido atrapado por una calandria sensible a la presión, activada por una pisada demasiado próxima a la pirámide. Más allá, la sonda evitó dos trampas menores antes de fracasar ante una pantalla distorsionadora que confundió sus sensores y la hizo vulnerable al descenso de un pistón que la pulverizó.

— La próxima tendrá que desconectar los sensores hasta que haya sobrepasado ese punto — murmuró Hosteen —. Tendrá que pasar a ciegas. Bueno… ya nos arreglaremos.

— Un hombre sería mejor que una máquina en ese sitio — dijo Boardman —. No sabemos si esa pantalla confundiría a un hombre tanto como a un puñado de sensores.

— Todavía no estamos listos para enviar a un hombre — señaló Hosteen.

Boardman estuvo de acuerdo, pero no muy cortésmente, pensó Rawlings que estaba escuchando la conversación. La pantalla se iluminó nuevamente; otro explorador mecánico entraba en el laberinto. Hosteen había ordenado que una nueva batería de máquinas penetrara, siguiendo la ruta que ahora se sabía con certeza era la más segura. Varias de ellas estaban ya en el punto de los dieciocho minutos, donde se encontraba la pirámide mortal. Hosteen hizo avanzar una sonda y situó las demás en posición de guardia. La sonda llegó hasta la pantalla distorsionadora y desconectó sus sensores; se balanceo por un momento como si estuviera borracha, al carecer de la posibilidad de saber dónde se hallaba, pero se estabilizó rápidamente. No estaba en contacto con el entorno, de modo que no prestó atención al canto de sirena de la pantalla de distorsión que había engañado a su predecesora y la había puesto al alcance del pistón pulverizador. La falange de sondas que vigilaba la escena se encontraba fuera del alcance del distorsionador y transmitía una imagen clara y real al ordenador, que la comparaba con la ruta fatal de la última sonda, y trazó un camino que evitaba el peligroso pistón. Unos momentos más tarde la sonda ciega comenzó a moverse, guiada por impulsos internos. Careciendo de toda información ambiental, dependía totalmente del ordenador, que la guió lentamente hasta que hubo rodeado el obstáculo. Entonces se conectaron de nuevo los sensores. Para comprobar el procedimiento, Hosteen mandó una segunda sonda ciega dirigida por el ordenador. Pasó. Y luego envió una tercera sonda, con los sensores conectados, para que sufriera la influencia de la pantalla distorsionadora. El ordenador intentó dirigirla por el buen camino, pero la sonda, enloquecida por la información que enviaba la pantalla, viró bruscamente hacia el costado y fue aplastada.

— Muy bien — dijo Hosteen —. Si podemos guiar una máquina por ahí, podemos guiar a un hombre. Cierra los ojos y el ordenador calcula sus movimientos paso a paso. Nos las arreglaremos.

La sonda guía comenzó a moverse nuevamente. Avanzó diecisiete metros más allá del distorsionador antes de ser atrapada por una reja plateada que, súbitamente, despidió un par de electrodos y la envolvió en llamas. Rawlings contempló, desolado, cómo la próxima sonda evitaba ese obstáculo para caer poco después víctima de otro. Había muchas sondas aguardando pacientemente su turno.

«Y de pronto, también los hombres tendrán que ir — pensó Rawlings —. Nosotros entraremos allí».

Apagó su terminal y se acerco a Boardman.

— ¿Qué impresión tiene? — preguntó.

— Es difícil, pero no imposible — dijo Boardman —. No puede ser que todo el camino sea tan difícil.

— ¿Y si lo es?

— Tenemos muchísimas sondas. Haremos un mapa de todo el laberinto, para saber dónde están los puntos peligrosos y entonces lo intentaremos nosotros.

— ¿Va a entrar allí? — Preguntó Rawlings.

— Claro. Tú también.

— ¿Con qué posibilidades de salir?

— Buenas — dijo Boardman —. Si no fuera así, dudo que lo afrontara. Oh, es un viaje peligroso, Ned, pero no lo sobreestimes. Apenas hemos empezado a explorar el laberinto. Dentro de unos días lo conoceremos bien.

Rawlings consideró eso durante un momento.

— Muller no tenía sondas — dijo, finalmente —. ¿Cómo pudo sobrevivir?

— No estoy seguro — murmuró Boardman —. Supongo que es un hombre de suerte.

Загрузка...