Capítulo XII

1

Para Boardman, todo aquello era muy desagradable. Pero también era necesario, y no le había sorprendido que los acontecimientos evolucionaran así. En su análisis original había previsto dos posibilidades: o Rawlings conseguía sacar a Muller del laberinto o Rawlings se rebelaba y decía la verdad a Muller. Estaba preparado para las dos.

Ahora, Boardman se había desplazado hasta el centro del laberinto, desde la zona F, Para seguir a Rawlings antes de que el daño fuese irreparable. Podía predecir una de las respuestas posibles de Muller: suicidio. Muller nunca se suicidaría por desesperación, pero podía hacerlo como venganza. Con Boardman estaban Ottavio, Davis, Reynolds y Greenfield. Hosteen, con los demás, vigilaba en las zonas externas. Todos estaban armados.

Muller se volvió. No era fácil mirar la expresión de su rostro.

— Lo siento mucho, Dick — dijo Boardman —. Teníamos que hacerlo.

— No tenéis vergüenza, ¿verdad? — preguntó Muller.

— Cuando la tierra está en juego, no.

— Hace tiempo que sé eso. Pero creí que eras humano, Charles. No llegué a comprender tu esencia.

— Ojalá que no hubiéramos tenido que hacer nada de esto, Dick. Pero tuvimos que hacerlo. Ven con nosotros.

— No.

— No puedes negarte. El chico te dijo cuál es la situación. Ya te debemos más de lo que podremos pagarte nunca, Dick. Aumenta esa deuda un poco más. Por favor.

— No me iré de Lemnos. No me siento obligado hacia la humanidad. No haré tu trabajo.

— Dick.

— A cincuenta metros al noroeste de donde estoy, hay un pozo de llamas. Voy a ir andando hasta allí. En diez segundos no habrá más Richard Muller. Una infortunado calamidad eliminará a otra y la Tierra no estará peor de lo que estaba antes de que yo adquiriera mi habilidad especial. Ya que no apreciasteis esa habilidad anteriormente, no veo ninguna razón para que la utilicéis ahora.

— Si quieres matarte — dijo Boardman —, ¿por qué no esperas unos meses?

— Porque no me interesa haceros un servicio.

— Eso es infantil. Es la última tontería que hubiera imaginado que cometerías.

— También era infantil cuando soñaba con las estrellas — replicó Muller —. Simplemente, soy coherente. Los extragalácticos pueden comerte vivo, Charles. No me importa. ¿No te gustaría ser un esclavo? En algún lugar de tu cerebro estarías gritando, pidiendo que te liberaran, pero los mensajes radiales te dirían qué brazo levantar, qué pierna mover. Me gustaría vivir lo suficiente para ver eso. Pero voy a ir hasta ese pozo de llamas. ¿No vas a desearme un buen viaje? Acércate, deja que toque tu brazo. Toma una buena dosis de mí. La última. Ya no molestaré más.

Muller estaba temblando. Su cara sudaba. Su labio superior se contraía.

— Por lo menos ven a la zona F. conmigo — dijo Boardman —. Nos sentaremos tranquilamente y discutiremos esto bebiendo coñac.-

— ¿Juntos? — Muller rió. — Vomitarías. No podrías soportarlo.

— Estoy dispuesto a hablar.

— Yo no — dijo Muller.

Dio un paso tembloroso hacia el noroeste. Su cuerpo grande y poderoso parecía encogido y reseco; no había más que tendones tirantes sobre un armazón que cedía. Dio otro paso. Boardman vigilaba. A su izquierda estaban Ottavio y Davis; a la derecha, Reynolds y Greenfield se interponían entre Muller y el pozo. Rawlings, olvidado, estaba alejado del grupo.

Boardman sintió un latido en su laringe, un estremecimiento y una tensión en los riñones. Experimentó simultáneamente un gran cansancio y una fiera excitación que no había vuelto a sentir desde su juventud. Dejó que Muller diera un tercer paso hacia la autodestrucción. Después, distraídamente, chasqueó dos dedos.

Greenfield y Reynolds saltaron.

Como dos gatos se lanzaron hacia adelante, listos para eso, y cogieron a Muller por los brazos. Boardman vio cómo sus caras se volvían grises cuando sintieron el impacto del campo mental de Muller, que luchó, tiró, trató de soltarse. Ahora, también Davis y Ottavio estaban encima de él. En la oscuridad, el grupo parecía un Lacocoonte; Muller sólo era visible a medias mientras los demás, más pequeños, se retorcían y se enroscaban sobre su cuerpo flexionado que luchaba. «Una pistola somnífera hubiese facilitado las cosas», razonó Boardman, pero las pistolas somníferas a veces eran peligrosas para los seres humanos. Podían provocar disturbios cardíacos. Y no tenían desfibriladores a mano.

Un momento después, Muller estaba de rodillas.

— Quítenle las armas — dijo Boardman.

Ottavio y Davis lo sujetaban. Reynolds y Greenfield lo registraron. De un bolsillo, sacaron el pequeño globo mortífero.

— Esto es lo único que lleva — dijo Greenfield.

— Revísenlo con cuidado.

Con cuidado lo revisaron. Mientras tanto, Muller quedó inmóvil, el rostro inescrutable, los ojos inexpresivos. Había adoptado la postura y la expresión de un hombre a punto de ser ajusticiado. Finalmente, Greenfield volvió a levantar la cabeza.

— Nada — dijo.

Muller dijo:

— Uno de mis molares superiores contiene un compartimiento secreto, Lleno de carnífago. Contaré hasta diez, morderé fuerte y me disolveré ante vuestros ojos.

Greenfield se volvió y aferró las mandíbulas de Muller.

— Déjelo en paz — ordenó Charles Boardman —. Está bromeando.

— Pero… ¿cómo sabemos que…? — comenzó Greenfield.

— Déjenlo en paz. Retrocedan. — Boardman hizo un hizo un gesto —. Quédense a cinco metros de él. No se acerquen si no se mueve.

Se retiraron; era evidente que se alegraban de alejarse del impacto del campo de Muller. Boardman, que estaba a quince metros de distancia, sintió una punzada de dolor. No se aproximó.

— Puedes ponerte de pie — dijo Boardman —. Pero, por favor, no intentes moverte. Lo lamento, Dick.-

Muller se puso en pie. Su rostro estaba lívido de odio. Pero no dijo nada y no se movió.

— Ya no hay más remedio — dijo Boardman — te ataremos a una litera de espuma y te llevaremos hasta la nave. Te mantendremos allí y estarás envuelto en cuando te enfrentes con los extragalácticos. Estarás totalmente indefenso. No me gustaría tener que hacerte eso, Dick. La otra posibilidad es que estés dispuesto a cooperar. Ven a la nave con nosotros por tu propia voluntad. Haz lo que te pedimos. Ayúdanos por última vez.

— Ojalá se te pudran los intestinos — dijo Muller con un tono casi trivial —. Ojalá vivas mil años con gusanos que te devoren. Ojalá te atores con tu propia complacencia y no mueras nunca.

— Ayúdanos. De buen grado.

— Ponme en la red de espuma, Charles. Si no, me suicidaré en la primera oportunidad.

— Debo parecer un villano, ¿verdad? — dijo Boardman —. Pero preferiría no hacerlo así. Ven voluntariamente, Dick.

La respuesta de Muller fue una especie de gemido.

Boardman suspiró. Aquello resultaba embarazoso. Miró a Ottavio.

— La red de espuma — dijo.

Rawlings, que había estado en una especie de trance, se puso súbitamente en acción. Se lanzó hacia adelante, cogió la pistola que Reynolds tenía en su funda, corrió hacia Muller y puso el arma en su mano.

— Ahí tiene — dijo —. Ahora manda usted.

2

Muller estudió la pistola como si nunca hubiese visto otra, pero su sorpresa no duró más que una fracción de segundo. Deslizó la mano sobre la confortable culata y puso el dedo en el gatillo. Era un modelo familiar, apenas un poco diferente de los que había conocido. Con una sola descarga podía matarlos a todos. O a sí mismo. Retrocedió, para que no pudieran sorprenderlo por detrás. Explorando con su espuela revisó la pared, comprobó que era digna de confianza y apoyó los omoplatos contra ella. Luego movió el arma en un arco de 270º, abarcándolos a todos.

— Quedaos quietos — dijo —. Los seis. Poneos a un metro de distancia, en fila, y mantened las manos donde pueda verlas.

Disfrutó la mirada oscura y furiosa que Boardman dirigió a Rawlings. El chico parecía aturdido, abochornado, confuso; era como una figura de un sueño. Muller aguardó pacientemente a que los seis hombres se colocaran según sus órdenes. Su propia calma le resultaba sorprendente.

— No pareces muy feliz, Charles — dijo —. ¿Qué edad tienes? ¿Ochenta años? Supongo que te gustaría vivir otros setenta, ochenta, noventa. Has planeado toda tu vida, y morir en Lemnos no entra en tus planes. Quédate quieto, Charles. Y ponte derecho. No conseguirás que me apiade de ti pareciendo viejo y encorvado. Conozco ese truco. Estás tan sano como yo, detrás de esa falsa barriga. Más sano. ¡Ponte derecho, Charles!

Con voz vacilante, Boardman dijo:

— Si eso hace que te sientas mejor, mátame, Dick Y luego ve a la nave y haz lo que queremos que hagas. Yo no soy imprescindible.

— ¿Lo dices en serio? — Casi te creo — dijo Muller, admirado —. ¡Me estás proponiendo un trato, viejo traidor! Tu vida a cambio de mi cooperación. Pero ¿donde está el quid pro quo? No me gusta matar. Liquidarte no me serviría de nada. Aún tendría mi maldición.

— La oferta sigue en pie.

— Rechazada — dijo Muller —. Si te mato, no es a cambio de algo. Pero es muy posible que me suicide. ¿Sabes?, en el fondo soy un hombre decente. Un poco inestable, es cierto, pero ¿quién tiene la culpa? Pero decente. Prefiero usar esta pistola contra mí que contra ti. Yo soy el que sufre. Y puedo terminar con eso.

— Podrías haberlo hecho en cualquier momento de los últimos nueve años — señaló Boardman —. Pero sobreviviste. Dedicaste todo tu ingenio a sobrevivir en este lugar asesino.

— Ah, sí. ¡Pero eso era diferente! Un desafío abstracto, el hombre contra el laberinto. Una prueba de mi habilidad. Ingenio. Pero si me matase ahora, desbarataría tus planes. Te metería el dedo en la nariz ante los ojos de toda la humanidad. ¿Dices que soy indispensable? Entonces, ¿qué mejor forma de cobrar mi dolor a la humanidad con la misma moneda?

— Lamentábamos mucho tus sufrimientos — dijo Boardman.

— Sí; estoy seguro de que lloraron amargamente por mí. Pero fue lo único que hicieron. Me dejaron partir enfermo, corrompido, sucio. Ahora ha llegado mi liberación. No es un suicidio, es una venganza.

Muller sonrió. Ajustó la pistola en el rayo más fino y dejó que el cañón se apoyara contra su pecho.

Ahora, una pequeña presión del dedo. Sus ojos escudriñaron las expresiones de los demás. A los soldados no les importaba. Rawlings estaba completamente atontado. Sólo Boardman mostraba miedo y preocupación.

— Supongo que podría matarte a ti primero Charles. Para darle una lección a nuestro joven amigo; el precio del engaño es la muerte. Pero no. Eso lo estropearía todo. Tienes que vivir, Charles. Tienes que volver a la tierra y admitir que dejaste escapar al hombre indispensable. ¡Qué borrón en tu carrera! ¡En la misión más importante! Sí. Será un placer derrumbarme aquí y dejar que tú recojas los pedazos.

Su dedo se crispó sobre el gatillo.

— Ahora — dijo —. Rápido.

— ¡No! — gritó Boardman —. Por el amor de…

— …el hombre — dijo Muller, riendo, y no disparó. Dejó caer el brazo y tiró el arma con gesto de fastidió hacia donde estaba Boardman. Aterrizó a sus pies.

— ¡Espuma! ¡Rápido!

— No te molestes — dijo Muller —. Soy tuyo.

3

A Rawlings le llevó bastante tiempo entenderlo.

Primero tuvieron que afrontar el problema de salir del laberinto. Aun con Muller dirigiéndolos fue un trabajo abrumador. Tal como habían sospechado acercarse a las trampas desde el lado interno no era lo mismo que sortearlas desde afuera. Cautelosamente, Muller los condujo a través de la zona E; ellos conocían bastante bien la F y, después de desmantelar el campamento, entraron en G. Rawlings seguía esperando que Muller saltara súbitamente y se arrojara en alguna trampa espantosa. Pero Muller parecía tan ansioso por salir del laberinto con vida como cualquiera de ellos. Y, curiosamente, Boardman se había dado cuenta de eso. Aunque vigilaba de cerca a Muller, lo dejó en libertad.

Sintiendo que había caído en desgracia, Rawlings, se mantuvo apartado de los demás durante la silenciosa marcha hacia fuera. Consideraba que había arruinado su carrera. Había puesto en peligro las vidas de sus compañeros y el éxito de la misión. Pero sentía que había valido la pena. Llega un momento en que un hombre debe actuar contra lo que considera incorrecto.

El simple placer moral que experimentaba era contrarrestado por la conciencia de que había actuado ingenua, romántica, tontamente. No podía enfrentarse con Boardman. Más de una vez pensó que debía permitir que uno de las trampas mortales de las zonas exteriores le atrapara. Pero decidió que eso también sería ingenuo, romántico y tonto.

Miró a Muller, que avanzaba a zancadas…, alto, orgulloso, con sus conflictos resueltos y sus dudas cristalizadas. Y se preguntó mil veces por qué Muller había entregado la pistola.

Finalmente Boardman se lo explicó, cuando acamparon para pasar la noche en una precaria plaza, cerca del borde externo de la zona G.

— Mírame — dijo Boardman —. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no me miras?

— No juegue conmigo, Charles. Hágalo de una vez.

— Que haga, ¿qué?

— Que me insulte. Quiero oír la sentencia.

— Todo está bien, Ned. Nos ayudaste a obtener lo queríamos. ¿Por qué iba a estar enfadado?

— Pero… la pistola… Yo le di la pistola.

— De nuevo confundes el fin y los medios. Viene con nosotros. Está haciendo lo que queríamos que hiciera. Eso es lo único que cuenta.

Atropelladamente, Rawlings preguntó:

— ¿Y si se hubiera matado…, o nos hubiera matado?

— No hubiera hecho ninguna de las dos cosas.

— Eso lo dice ahora. Pero en aquel momento, cuando tenía la pistola…

— No — dijo Boardman —. Te dije al principio que trabajaríamos sobre la base de su sentido del honor. Tuvimos que volver a despertarlo. Tú lo hiciste. Mira: aquí estoy yo, el brutal representante de una sociedad brutal y amoral, ¿no es así? Yo confirmo las peores ideas de Muller sobre la humanidad… ¿Por qué iba a ayudar a una manada de lobos? Y aquí estás tú, joven e inocente, lleno de sueños y esperanzas. Le recuerdas a la humanidad a la que conoció antes de que el cinismo lo corroyera. Torpemente, tratas de ser moral en un mundo que no muestra trazas de ética ni de sensatez. Demostraste simpatía y amor por un semejante y la capacidad de hacer un gesto dramático por lo que creías correcto, le demostraste a Muller que todavía hay esperanzas para la humanidad, ¿te das cuenta? Me desafías y le das un arma y lo conviertes en el árbitro de la situación. Podía haber hecho lo más obvio y matarnos. Podía haber hecho algo menos obvio y matarse. O podía ponerse a tu altura, superarte, renunciando deliberadamente y demostrando su superioridad moral. Lo hizo. Arrojó el arma. Fue decisivo, Ned. Fuiste el instrumento a través del cual conseguimos su cooperación.

— Todo parece horrible cuando usted lo explica así, Charles. Como si también hubiese planeado eso. Empujándome tanto que tuviera que darle el arma, sabiendo que…

Boardman sonrió.

— ¿Lo hizo? — preguntó Rawlings de golpe —. No. No puede haber calculado todos esos vericuetos. Ahora, cuando todo terminó, está tratando de hacerme creer que lo tenía todo previsto. Pero yo le miré en el momento en que di el arma a Muller. Había temor en su cara, e ira. Usted no estaba seguro de lo que iba a hacer. Pero como todo salió bien ahora dirá que lo tenía planeado. ¡No me engaña, Charles!

— Es delicioso ser tan transparente — dijo alegremente Boardman.

4

El laberinto no parecía interesado en retenerles. Cuidadosamente, recorrieron el camino de salida, pero encontraron pocos desafíos y ningún peligro serio. Rápidamente se dirigieron hacia la nave.

Dieron a Muller una cabina a proa, alejada del alojamiento de la tripulación. Pareció aceptarlo como una consecuencia de su condición y no se ofendió. Se mantenía apartado, solo, lacónico. A menudo, una sonrisa irónica vagaba por sus labios y la mayor parte del tiempo sus ojos tenían un brillo despectivo. Pero estaba dispuesto a hacer lo que se le ordenaba. Había tenido su momento de supremacía; ahora pertenecía a los demás.

Hosteen y sus hombres hicieron a toda prisa los preparativos para el despegue. Muller permanecía en su cabina. Boardman fue a verle, solo y sin armas. El también podía tener actitudes nobles.

Se miraron por sobre una mesa baja. Muller aguardó, en silencio, sin mostrar la menor emoción en su cara. Después de un rato, Boardman dijo.

— Te estoy muy agradecido, Dick.

— Ahórrate eso.

— No me importa que me desprecies. Hice lo que tenía que hacer. Igual que el chico. Y ahora lo harás tú. Después de todo, no podías olvidar que naciste en la Tierra.

— Ojalá pudiera.

— No digas eso. Es amargura retórica, fácil, barata, Dick. Los dos somos demasiado viejos para hacer retórica. El universo es un lugar peligroso. Hacemos lo que podemos. Lo demás no importa.

Estaba sentado bastante cerca de Muller. La emanación le daba de lleno, pero, deliberadamente, no se movió. Esa onda de desesperación que lo hacía sentir como si tuviera mil años de edad La decadencia del cuerpo, el derrumbe del alma, la muerte térmica de la galaxia…, la llegada del invierno…, vacío…, cenizas.

— Cuando lleguemos a la Tierra — dijo tajante — haré que recibas todas las informaciones pertinentes. Cuando las asimiles sabrás tanto como nosotros sobre los extragalácticos, lo que no es decir gran cosa. Después, harás lo que te parezca. Pero estoy seguro que sabes, Dick, que los corazones de millones de terráqueos rezarán por ti y por tu éxito.

— ¿Quién hace retórica? — preguntó Muller.

— ¿Hay alguien a quien te gustaría ver cuando lleguemos a la Tierra?

— No.

— Puedo avisar con antelación. Hay gente que nunca dejó de quererte, Dick, Estarán esperándote, si yo se lo pido.

Lentamente Muller dijo:

— Veo el esfuerzo en tus ojos, Charles. Mi proximidad te está destrozando, la sientes en las entrañas, en la frente, en el estómago. Tú piel está gris. Tus mejillas se han aflojado. Te quedarías ahí sentado aunque te mueras, porque es tu estilo. Pero es infernal. Si en la Tierra hay alguien que nunca dejó de quererme, lo menos que puedo hacer por esa persona es ahorrarle ese infierno. No quiero ver a nadie. No quiero hablar con nadie.

— Como quieras — dijo Boardman. Gotas de sudor colgaban de sus cejas tupidas y caían sobre sus mejillas. Quizá cambies de idea cuando te acerques a la Tierra.

— Nunca más estaré cerca de la Tierra — replicó Muller.

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