5. Las luces de la fiesta de la plantación

Subí a mi tarn, esa espléndida ave salvaje. El escudo y la lanza estaban sujetos a la silla de montar; llevaba la espada encima del hombro. Del lado derecho de la silla colgaba una ballesta con una aljaba llena de flechas; y del lado izquierdo, un arco con una segunda aljaba. Las bolsas de la silla de montar contenían el equipo liviano que un tarnsman suele llevar consigo —en particular raciones alimenticias, una brújula, mapas, cordones y cuerdas de repuesto para el arco—. En la silla, delante de mí, se encontraba una muchacha. Estaba encadenada y llevaba una gorra de esclava sobre la cabeza; era Sana, la esclava de la torre, a quien había visto el día de mi llegada a Gor.

Saludé desde mi tarn a Tarl el Viejo y a mi padre, tiré de la primera rienda y de inmediato comencé a volar. Dejé atrás la torre y las diminutas figuras humanas que se encontraban en ella. Solté la cuarta rienda y tiré de la sexta, marcando de este modo la dirección hacia Ar. Cuando pasé el cilindro en el que Torm guardaba sus rollos escritos, creí ver al pequeño escriba de pie junto a su ventana ensanchada Alzó un brazo azul en señal de saludo. Daba una impresión de tristeza. Respondí a su saludo y volví la espalda a Ko-ro-ba. Poco quedaba de la excitación que había sentido al realizar mi primer vuelo. Estaba preocupado y molesto por ciertos aspectos desagradables de la misión que me esperaba. Pensé en la muchacha inocente, sentada delante de mí, en estado inconsciente.

¡Cuán sorprendido me había sentido cuando Sana apareció en la pequeña habitación junto a la sala de reuniones! Se había arrodillado delante de mi padre, que me explicó el plan del Consejo.

El poder de Marlenus —o al menos gran parte de su poder— se basaba en el mito de la victoria que lo rodeaba como un manto mágico, y parecía atraer milagrosamente a los soldados y habitantes de su ciudad. No habiendo sido vencido en ninguna batalla, en su condición de Ubar de todos los Ubares, se había resistido audazmente a devolver su título. Esto había ocurrido hacía unos doce años, al finalizar una guerra de menor importancia en los valles. Sus hombres continuaron jurándole lealtad, y no lo habían abandonado a la suerte normalmente deparada a un Ubar demasiado ambicioso. Los soldados y el Consejo de su ciudad habían cedido a sus amenazas y promesas; deseaba colmar a Ar de poder y riquezas.

En realidad, parecía que habían colocado su confianza en el hombre indicado. Ar no era una ciudad sitiada, aislada, a la manera de muchas en Gor, sino una metrópoli, en la que se conservaban las Piedras del Hogar de numerosas ciudades que hasta hacía poco habían sido libres. Existía un Imperio de Ar, un estado vigoroso, arrogante, aguerrido, que estaba interesado muy a las claras en aniquilar a sus enemigos y extender más y más su hegemonía política a través de las llanuras, montañas y desiertos de Gor.

No podía pasar ya mucho tiempo sin que también Ko-ro-ba tuviera que enviar su relativamente reducido poder bélico compuesto de tarnsmanes, contra el Imperio de Ar. Mi padre, en su calidad de administrador de Ko-ro-ba, había intentado formar una alianza contra Ar, pero las Ciudades Libres se habían opuesto a ello, llenas de orgullo y desconfianza; temían verse afectadas en su propia zona de influencia. Habían llegado al extremo de expulsar a los enviados de mi padre a latigazos, como a esclavos, de sus salas de Consejo, una ofensa que normalmente hubiera desencadenado una guerra. Pero mi padre sabía que un conflicto entre las Ciudades Libres era precisamente lo que Marlenus deseaba: era, pues, preferible que se considerara a Ko-ro-ba una ciudad poblada por cobardes. Pero si ahora se lograba robar la Piedra del Hogar de Ar, símbolo y núcleo del Imperio, podría destruirse también el poder mágico de Marlenus. Se convertiría en objeto de escarnio y sus propios hombres desconfiarían de él, un jefe que había perdido su Piedra del Hogar. Podría considerarse un hombre de suerte si no era empalado públicamente.

La joven que estaba sentada delante de mí comenzó a moverse; el efecto de la droga iba desapareciendo. Se quejó en voz baja y se reclinó en la silla. Al partir le había soltado las ataduras de sus pies y manos y sólo le había dejado el ancho cinto que la sostenía sobre el lomo del tarn. No me proponía cumplir con el plan del Consejo hasta los últimos detalles —por lo menos no en lo que concernía a esa muchacha, a pesar de que se había hecho cargo de su papel y sabía que no saldría con vida de esa empresa—. Apenas sabía de ella algo más que su nombre —Sana— y que era una esclava de la ciudad de Thentis.

Tarl el Viejo me había contado que Thentis era conocida por sus bandadas de tarns y que el nombre procedía de las montañas que la rodeaban. Guerreros de Ar habían asaltado en cierta oportunidad las bandadas de tarns y las torres exteriores de Thentis y en esa ocasión se habían apoderado de la muchacha. El día de la fiesta del amor había sido vendida en Ar y la había comprado un agente de mi padre. Ese hombre tenía el encargo de adquirir, de acuerdo con el plan del Consejo, una muchacha dispuesta a dar su vida para llevar a cabo la venganza contra la ciudad de Ar.

La joven me daba lástima. Había sufrido mucho e indudablemente no pertenecía a la misma especie que las jóvenes de la taberna; seguramente no le había resultado fácil vivir como esclava. De algún modo yo sentía que, a pesar de su collar de esclava, era un ser libre —ya desde el instante mismo en que mi padre le había ordenado que se sometiera a mí y me aceptara como su nuevo amo—. En esa oportunidad se había levantado, había atravesado la habitación hasta llegar al lugar donde yo me encontraba y se había arrodillado delante de mí; al hacerlo bajó la cabeza y me ofreció las manos con los antebrazos cruzados, No se me escapó el sentido ritual de este gesto: me ofrecía sus muñecas como indicándome que la encadenara. Su papel en el plan era sencillo, pero mortal.

La Piedra del Hogar de Ar se conservaba, como en la mayoría de las ciudades cilíndricas, sobre la torre más elevada de la ciudad; se encontraba desprotegida sobre el techo, como un desafío para los tarnsmanes de ciudades rivales. Naturalmente el objeto sagrado estaba bien custodiado y ante la menor señal de peligro era colocado a buen recaudo. Todo ataque a la Piedra del Hogar era considerado por los pobladores de una ciudad como terrible sacrilegio y se castigaba indefectiblemente con la muerte al atacante; paradójicamente constituía la mayor proeza concebible traer a la propia ciudad la Piedra del Hogar de otra ciudad; al guerrero que lo lograra se hacía acreedor a las mayores honras y era considerado un hombre favorecido por los Reyes Sacerdotes.

La Piedra del Hogar de una ciudad constituye el punto central de diversos rituales. El que estaba más próximo era la fiesta vegetal del grano Sa-Tarna, la hija de la vida que se celebraba cada primavera para asegurar una buena cosecha. Es una fiesta compleja, que se conoce en la mayoría de las ciudades goreanas, y se compone de numerosos rituales complicados. Generalmente son preparados y realizados por los Iniciados de una ciudad. Sin embargo, ciertos momentos de la ceremonia a menudo les son reservados a miembros de otras castas elevadas.

En Ar, por ejemplo, un miembro de la Casta de los Constructores sube temprano por la mañana al techo, donde se guarda la Piedra del Hogar, y coloca delante de ella un símbolo primitivo de su profesión, un rectángulo de metal, y reza a los Reyes Sacerdotes rogándoles bienestar para su casta en el próximo año; a continuación un Guerrero coloca sus armas delante de la piedra, seguido por representantes de las otras castas. Es parte importante de esta ceremonia que los guardias de la Piedra del Hogar se retiren al interior del cilindro, mientras los representantes de las castas elevadas cumplen con el ritual. Se dice que el suplicante respectivo debe quedar solo con los Reyes Sacerdotes.

Como culminación de la fiesta vegetal en Ar, y muy importante para el plan del Consejo de Ko-ro-ba, un miembro de la familia del Ubar asciende al techo de noche, bajo las tres lunas llenas, con las cuales se relaciona la fiesta. Arroja granos de cereal sobre la Piedra y la rocía con algunas gotas de una bebida roja semejante al vino, que se extrae del fruto del árbol llamado Ka-la-na. El miembro de la familia del Ubar reza entonces a los Reyes Sacerdotes y les pide una abundante cosecha. Luego regresa al interior del cilindro, después de lo cual los guardias de la Piedra del Hogar vuelven a ocupar su puesto.

Ese año el honor del sacrificio de los granos le correspondía a la hija del Ubar. Yo no sabía nada de ella, sólo que se llamaba Talena, que era considerada una de las beldades de Ar y que yo debía matarla.

De acuerdo con el plan del Consejo de Ko-ro-ba, yo debía aterrizar en el instante del sacrificio, alrededor de la vigésima hora goreana —equivalente a nuestra medianoche— sobre el techo del cilindro más elevado de Ar, debía matar a la hija del Ubar y llevarme su cuerpo y la Piedra del Hogar. Tenía que arrojar a la muchacha a la zona pantanosa, al norte de Ar y llevar la Piedra a Ko-ro-ba. Sana, la joven que se encontraba delante de mí en la silla, tendría que ponerse las pesadas vestiduras y velos de la muerta y regresar, en su lugar, al interior del cilindro. Probablemente pasarían algunos minutos antes de que se descubriera su identidad y entonces debía tomar el veneno que le había sido suministrado por el Consejo.

Dos muchachas tenían que morir esa noche, con el único fin de que yo pudiera huir con la Piedra del Hogar antes de que cundiera la alarma. Sabía que no llevaría a cabo ese plan. Abruptamente cambié de rumbo y conduje mi tarn hacia la reluciente cordillera azul. Sana se quejó, se sacudió y sus manos palparon inseguras la capucha de esclava que cubría su cabeza.

Le ayudé a quitarse el gorro y me sentí encantado cuando su largo cabello rubio, agitado por el viento, rozó mi mejilla. Lo coloqué dentro de la bolsa de mi silla de montar y la contemplé admirado, no sólo por su belleza, sino también por su evidente intrepidez. Cualquier joven normal hubiera tenido motivos para mostrarse asustada: la altura a que nos encontrábamos, el animal salvaje que montaba, y la perspectiva del destino terrible que la esperaba al final de ese vuelo. Pero se trataba de una joven de Thentis, la ciudad rodeada de montañas; allí las muchachas no se asustaban con tanta facilidad.

Sana no se dio la vuelta, sino que observó sus muñecas y las frotó cuidadosamente.

—Me has desatado —dijo—, y me has quitado el gorro. ¿Por qué?

—Pensé que te sentirías más cómoda —respondí.

—Tratas a una esclava con mucha consideración. Te lo agradezco.

—¿Será posible que no sientas miedo? Te lo pregunto pensando en el tarn; seguramente ya habrás montado alguna vez un tarn. Yo sentí mucho miedo al hacerlo por primera vez.

La joven volvió el rostro desconcertada.

—Las mujeres pocas veces pueden montar sobre el lomo de un tarn —dijo—. Pueden hacerlo en una canasta, pero no como un guerrero —de repente se calló—. Dijiste que sentiste miedo —agregó después.

—Y es verdad —reí, y recordé la excitación y el extraño cosquilleo del peligro.

—¿Por qué le dices a una esclava que sentiste miedo?

—Pues, no lo sé —respondí—. Lo que sí sé es que sentí miedo.

Volvió a mirar hacia adelante.

—Yo ya había montado una vez sobre el lomo de un tarn —dijo amargamente—. Encadenada a una silla, rumbo a Ar, donde fui vendida.

Contempló el horizonte y de repente se puso tensa:

—Este no es el camino a Ar —exclamó.

—Ya lo sé —dije.

—¿Qué haces? —se volvió hacia mí y me miró sumamente sorprendida— ¿Adónde vuelas, señor?

La palabra «señor» me confundió, aunque la utilizaba adecuadamente, ya que la muchacha era efectivamente de mi propiedad.

—No me llames «señor» —dije.

—Pero tú eres mi dueño —respondió.

Saqué de mi túnica la llave del collar de Sana. Abrí la cerradura del aro de acero, lo arranqué de su cuello y lo arrojé a las profundidades.

—Eres libre —le dije—. Estamos volando hacia Thentis.

Se puso rígida y sus manos palparon incrédulas el cuello desnudo.

—¿Por qué? —preguntó— ¿Por qué?

¿Cómo habría de responderle? ¿Que yo procedía de otro mundo, y estaba decidido a no aceptar todo lo que en Gor se daba por supuesto, que ella no me había resultado indiferente en su desamparo, que simplemente no podía verla como un instrumento del Consejo, sino sólo como a una muchacha joven, llena de vida, una muchacha que no debía ser sacrificada en un juego político…?

—Tengo mis razones —dije—, pero no sé si las entenderías.

—Mi padre y mis hermanos te recompensarán.

—No —respondí.

—Si así lo deseas tienen que entregarme a ti sin que les pagues nada.

—El vuelo a Thentis es largo —dije.

Sana respondió orgullosa:

—Mi precio de novia correspondería a cien tarns.

Silbé por lo bajo, mi antigua esclava me hubiera costado mucho. Con mi sueldo de guerrero no hubiera podido permitirme semejante lujo.

—Si quieres aterrizar —dijo Sana, que evidentemente deseaba indemnizarme de alguna manera—, yo estoy dispuesta.

—¿Quieres disminuir el valor del regalo que te hago? —pregunté.

Reflexionó un instante y me besó suavemente en los labios.

—No, Tarl de Ko-ro-ba —dijo—, pero tú sabes que siento cariño por ti.

Me di cuenta de que me había hablado como mujer libre, al llamarme por mi nombre. La abracé tratando de protegerla del soplo fresco del viento.

Más tarde la dejé sobre una torre en Thentis, la besé una vez más y aparté sus brazos de mi cuello. Sana lloraba. Hice ascender el tarn y saludé a la pequeña figura que todavía vestía la túnica rayada de esclava. Había levantado su brazo blanco, y sus rubios cabellos ondeaban agitados por el viento que barría el techo de la torre.

Tomé el rumbo de Ar.

Al cruzar el Vosk, aquel poderoso río de unos cuarenta pasang de ancho, que constituye el límite de Ar y desemboca en el Golfo de Tamber, tomé conciencia de que finalmente había llegado al Imperio de Ar. Sana había insistido en darme la cápsula de veneno que el Consejo le había suministrado para su propio uso, pero no quise conservarla y la había tirado. Era una tentación a la que no quería sucumbir. Si la muerte fuera tan fácil, quizás la vida no me importaría tanto, aunque, tal vez, llegara un momento en que me arrepintiera de esa decisión.

Pasaron tres días hasta que llegué a la ciudad de Ar. Poco después de cruzar el Vosk había descendido y había acampado. Desde ese momento sólo viajaba de noche; durante el día soltaba a mi tarn, que podía alimentarse a su gusto.

El primer día descansé a la sombra de una pequeña arboleda, una de las muchas que se encuentran en la región limítrofe de Ar. Dormí, comí de mis raciones, me ejercité con mis armas y traté de mantenerme ágil —a pesar de los esfuerzos que significaban los largos viajes en tarn—. Pero me aburría. Al principio hasta el paisaje resultaba deprimente, ya que los habitantes de Ar habían devastado una zona de unos trescientos pasang para delimitar su imperio; habían talado árboles frutales, cegado pozos de agua y arrojado sal sobre zonas fértiles. Por razones militares, a Ar se la había rodeado de un muro invisible, un cinturón descolorido, que difícilmente podría ser atravesado por peatones.

El segundo día tuve más suerte; acampé en una llanura cubierta de pasto, donde crecían algunos árboles Ka-la-na. Durante la noche había volado por encima de campos de cereales, que brillaban con un color amarillo plateado a la luz de las tres lunas. A lo largo de mi vuelo me orientaba gracias a la aguja reluciente de mi brújula goreana, que siempre señalaba en dirección a las Montañas Sardar, la fortaleza de los Reyes Sacerdotes. A veces también dirigía a mi tarn hacia las estrellas, las mismas estrellas fijas que ya había visto desde otro ángulo en las montañas de New Hampshire.

El tercer día acampé en el bosque pantanoso que limita la ciudad de Ar por el norte. Elegí esa región porque es la menos poblada en las inmediaciones de Ar. Durante la última noche había visto demasiados fuegos en los poblados, y en dos oportunidades había oído los silbatos de tarn de patrullas cercanas, que constaban, cada una de ellas, de tres guerreros. Pensé en la posibilidad de abandonar el proyecto, de expulsarme yo mismo de la sociedad como un desertor. Quería evadirme de ese plan descabellado.

Pero una hora antes de la medianoche del día en que se celebraba la fiesta vegetal de Sa-Tarna, volví a montar en mi tarn, tiré de la primera rienda y me elevé por encima de los árboles frondosos del bosque pantanoso. En el mismo instante escuché el grito ronco de un jefe de patrullas:

—¡Ahí está! ¡Ya lo tenemos!

Habían perseguido a mi tarn mientras volaba en busca de alimentos. A continuación, tres guerreros de Ar se acercaron desde diferentes direcciones. Evidentemente no tenían el propósito de prenderme, porque un instante después del grito un pivote de ballesta pasó por encima de mi cabeza. Antes de que pudiera reponerme, apareció delante de mí una oscura sombra alada y, a la luz de las tres lunas, distinguí a un guerrero sobre un tarn que trataba de alcanzarme con una lanza.

Con seguridad hubiera dado en el blanco, si en ese instante mi tarn no se hubiera apartado bruscamente hacia la izquierda; al hacerlo faltó poco para que chocara con otro, con su jinete a cuestas. Éste disparó un pivote de ballesta, que golpeó ruidosamente la bolsa de mi silla de montar. El tercer guerrero se acercó por detrás. Me di la vuelta, alcé el aguijón de tarn, sujeto alrededor de mi muñeca y traté de defenderme contra la espada. Espada y aguijón entrechocaron con estrépito, y una lluvia de chispas amarillas voló en todas direcciones. De alguna manera, sin darme cuenta, había conectado el instrumento. Mi tarn y el del agresor retrocedieron instintivamente ante la descarga y, sin proponérmelo, pude contar con un breve respiro.

Con rapidez saqué mi arco del lazo, preparé una flecha e hice girar repentinamente a mi tarn. El primero de mis perseguidores no había contado, tal vez, con esta maniobra, sino que se había preparado para darme caza. Cuando pasé a su lado, vi sus ojos desencajados a través de la «Y» de su casco, ya que debía reconocer que a tan corta distancia era imposible que yo errara el blanco. Vi cómo de repente se puso rígido sobre la silla y pude divisar a su tarn que se alejaba, emitiendo chillidos.

Ahora los otros dos hombres de la patrulla esperaban una oportunidad para el ataque. Se acercaron montados sobre sus tarns, a unos cinco metros de distancia uno del otro, y trataron de meterme dentro de una especie de pinza. Se proponían levantarle las alas al mío y aprovechar el momento en que yo me encontrara completamente desvalido.

No me quedaba tiempo para reflexionar, pero al instante advertí que blandía la espada y había colocado el aguijón de tarn en el cinturón. Cuando chocamos en el aire, tiré violentamente de la primera rienda y puse en juego las garras reforzadas de acero de mi tarn de combate. Y hasta el día de hoy les estoy agradecido a los criadores de tarns de Ko-ro-ba por el cuidadoso entrenamiento a que sometieron a mi magnífica ave. Quizá también debería alabar el espíritu de lucha de mi gigante alado, a quien Tarl el Viejo había llamado el tarn entre los tarns. El pico y las garras se movieron bruscamente hacia adelante y con un chillido ensordecedor, mi tarn se arrojó sobre las otras dos aves.

Mi espada chocó con la del guerrero que se hallaba más próximo; la lucha no duraría más que unos pocos segundos. De repente, advertí que uno de los tarns enemigos comenzaba a desplomarse, mientras batía violentamente las alas. El otro guerrero hizo girar a su animal, como si pretendiera volver a atacarme, pero en ese instante debió de haberse dado cuenta de que ahora su deber consistía en llamar a rebato. Irrumpió en un grito rabioso, giró y se alejó velozmente en dirección a las luces de la ciudad.

El guerrero estaba seguro de que no lo alcanzaría, pero yo conocía a mi tarn. Le aflojé las riendas y lo aguijoneé. Cuando nos acercarnos al guerrero en fuga, preparé una segunda flecha. Como no me proponía matarlo, apunté al ala de su tarn, el cual se volvió y comenzó a ocuparse de su ala herida. El guerrero ya no lograba mantener a su ave bajo control, y vi cómo el tarn iba cayendo lentamente, en torpes movimientos giratorios.

Volví a tirar de la primera rienda y cuando ya habíamos alcanzado una altura adecuada, tomamos nuevamente el rumbo de Ar. Quería volar por encima de las patrullas comunes. Al acercarme a la ciudad, me incliné sobre el cuello del ave, con la esperanza de que lo tomaran por un tarn salvaje que volara a gran altura por encima de la ciudad.

La ciudad de Ar debía constar de más de cien mil cilindros adornados con luces por la fiesta vegetal. No puse en duda el hecho de que Ar fuera la ciudad más grande de todo el planeta, al menos de lo que se conocía de Gor. Era grandiosa y bella, un digno marco para la joya del imperio —una joya que se había convertido en la tentación del Ubar, el victorioso Marlenus—. Y en algún lugar allí abajo, en medio de una impresionante claridad, se encontraba una piedra insignificante, la Piedra del Hogar de esa gran ciudad, y yo debía apoderarme de ella.

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