Kazrak y yo regresamos a la carpa y hasta el amanecer discutimos acerca de las posibilidades de salvar a Talena. Discurrimos varios planes, pero ninguno parecía tener grandes probabilidades de éxito. Era suicida arriesgar un contacto directo y, sin embargo, me parecía que no había otra salida. Hasta que cayera la ciudad o Pa-Kur modificara sus planes, consideré que Talena estaría relativamente a salvo, pero soportaba apenas imaginarla en las carpas de Pa-Kur y tenía conciencia de que ya no podría controlarme durante largo tiempo. Sin embargo, por el momento prevaleció la reflexión serena de Kazrak.
Los días siguientes permanecí a su lado y esperé que llegara la ocasión apropiada. Teñí de negro mi pelo y conseguí el casco y uniforme de un Asesino. En el costado izquierdo del casco negro sujeté la franja dorada de los mensajeros. Con ese disfraz me movía entre las carpas, observaba el sitio y los movimientos de tropas. De vez en cuando, escalaba una de las torres de sitio que estaba en construcción y contemplaba la ciudad de Ar y las luchas que se libraban entre el primer foso y el muro de fortificación exterior.
A intervalos regulares se oían silbidos de alarma cuando las fuerzas de ataque de la ciudad efectuaban alguna salida. Tales luchas se libraban casi diariamente y finalizaban con resultados diversos. A pesar de ello, no cabía ninguna duda de que la gente de Pa-Kur se encontraba en una posición más favorable. El refuerzo de soldados y de material para Pa-Kur parecía inagotable; además tenía a su disposición una eficiente caballería de tharlariones, un arma de la que carecían por completo los defensores de la ciudad.
A menudo el cielo estaba poblado de tarnsmanes provenientes de Ar o del campamento, que disparaban sobre los soldados que marchaban en hileras apretadas, o que se batían a duelo a algunos centenares de metros de altura. Pero con el pasar del tiempo el ejército de tarnsmanes de la ciudad disminuyó, debió ceder cada vez más a la supremacía de Pa-Kur. Al noveno día de sitio, Pa-Kur había conquistado el predominio aéreo; también cesaron las salidas por tierra por parte de los soldados de la ciudad. No les quedaba ya ninguna esperanza a los sitiados de poner fin al sitio por medio de la lucha. Los moradores de Ar permanecían detrás de sus muros, se escondían debajo de sus redes de tarn y esperaban los ataques, mientras los Iniciados ofrecían sus sacrificios a los Reyes Sacerdotes.
El décimo día de sitio, pequeñas catapultas fueron transportadas por tarns por encima de los fosos y comenzaron de inmediato sus duelos de artillería con armas equivalentes que se encontraban sobre los muros de Ar. Simultáneamente, los esclavos empujaban hacia adelante la hilera de estacas afiladas. Después de un bombardeo de alrededor de cuatro días, que probablemente no tuvo grandes consecuencias, se procedió al primer ataque general.
Algunas horas antes del amanecer las enormes torres sitiadoras se pusieron en movimiento. Estaban rodeadas por placas de acero para resistir el efecto de flechas de fuego y alquitrán ardiente de los defensores. A mediodía se encontraban al alcance de los proyectiles de los arqueros. Al anochecer la primera torre avanzó hasta los muros a la luz de las antorchas. En el curso de una hora, otras tres torres habían llegado a la meta. Alrededor de ellas pululaban los guerreros. Encima de éstos, en el aire, los tarnsmanes se enfrentaban en duelo mortal. En escalas de cuerda, los defensores de la ciudad descendían unos cuarenta metros por los muros para alcanzar las puntas de las torres. A través de pequeñas puertas, los habitantes de la ciudad atacaban asimismo las torres desde abajo, pero eran rechazados por las hordas de Pa-Kur. Desde la parte superior de los muros llovían piedras y otros proyectiles sobre las torres. Dentro de éstas, esclavos sudorosos se inclinaban bajo los látigos de sus supervisores y tiraban con violencia de las cadenas que balanceaban de un lado a otro los poderosos arietes de acero.
Una de las torres sitiadoras fue socavada y cayó hacia un lado, otra fue capturada e incendiada. Pero otras cinco rodaban lentamente hacia los muros de la ciudad. Un grupo de tarnsmanes logró eliminar a varios arqueros de la ciudad que provocaban numerosas bajas. El vigésimo día reinaba gran alegría en el campamento de Pa-Kur, ya que en cierto lugar de la ciudad se habían cortado los alambres de tarn y un destacamento de luchadores de lanza había llegado hasta el depósito principal de agua de Ar y lo había envenenado. Ahora la ciudad vivía esencialmente de una cisterna privada, y se esperaba que el agua y los víveres escasearan pronto, y así los Iniciados, que no habían procedido con mucha habilidad durante el sitio, se verían enfrentados a una población hambrienta y desesperada.
Yo ignoraba qué había sido de Marlenus. Suponía que había encontrado un acceso para entrar en la ciudad y que esperaba el momento oportuno para actuar. Pero a la cuarta semana llegaron malas noticias. Por lo visto Marlenus había sido descubierto y lo habían encerrado en el cilindro de las Piedras del Hogar, en el edificio que una vez fuera su palacio.
Parecía que Marlenus y sus guerreros dominaban el piso superior y el techo del cilindro, pero no podía servirse de las Piedras del Hogar que ahora estaban tan cerca. Él y sus hombres carecían de tarns, y les habían cortado la retirada. Además las redes de tarn eran particularmente espesas en las proximidades de la torre central y frustrarían todo intento de salvarlo.
Pa-Kur, por supuesto, se sentía satisfecho de saber a Marlenus en manos de sus contrarios. Yo me preguntaba durante cuánto tiempo Marlenus soportaría esa situación. De todos modos, mi plan con respecto a las Piedras del Hogar había fracasado y Marlenus, en quien había confiado, estaba neutralizado o bien completamente descartado, utilizando el lenguaje del juego.
Desesperados, Kazrak y yo discutíamos esa situación. Nos parecía improbable que Ar resistiera el sitio, pero por lo menos, debíamos intentar una cosa. Salvar a Talena. Se me ocurrió un nuevo plan.
—Quizá podría levantarse el sitio —dije— si Pa-Kur fuera atacado por sorpresa, o sea desde atrás, del lado desprotegido de su ejército.
Kazrak sonrió:
—Efectivamente. ¿Pero de dónde sacamos un ejército?
Titubeé un instante y dije:
—De Ko-ro-ba o quizá de Thentis.
Kazrak me miró incrédulo:
—¿Has perdido la razón? —preguntó—. Las Ciudades Libres se cuidarán de hacerlo. Desean la caída de Ar.
—¿Y qué ocurrirá —pregunté— cuando Pa-Kur reine sobre la ciudad?
Kazrak frunció el ceño.
—Pa-Kur no destruirá a Ar —dije— y hará lo posible para que no se desbande su horda. Marlenus soñó con un imperio, la ambición de Pa-Kur sólo puede llevar a una pesadilla de sometimiento.
—Tienes razón —dijo Kazrak.
—¿Por qué no se habrían de unir entonces las Ciudades Libres de Gor para vencer a Pa-Kur? Marlenus ya no representa un peligro; aun si llegara a sobrevivir, no dejaría de ser un proscrito.
—Pero las ciudades nunca se unirán.
—No lo han hecho hasta ahora —dije—, pero espero que sean lo suficientemente razonables como para reconocer el momento oportuno. Toma este anillo —proseguí, y le di el aro rojo de metal con el sello de Cabot—. Muéstraselo a los administradores de Ko-ro-ba, Thentis y otras ciudades. Diles que deben levantar el sitio, y que este pedido procede de Tarl Cabot, guerrero de Ko-ro-ba.
—Probablemente me empalarán —dijo Kazrak y se levantó—. Pero iré a pesar de todo.
Apesadumbrado, vi cómo Kazrak se pasó por encima del hombro el cinto de su espada y tomó el casco:
—Adiós, hermano de espada —dijo, se dio la vuelta y abandonó la carpa.
Pocos minutos después, yo también recogí mis cosas, me puse el casco negro de los Asesinos y me dirigí hacia el campamento de Pa-Kur. Estaba compuesto de algunas docenas de carpas de seda negra, situadas sobre una pequeña elevación detrás del segundo foso.
Ya me había acercado centenares de veces a ese grupo de carpas, pero ahora quería algo más. Mi corazón comenzó a palpitar; al fin iba a actuar. Hubiera sido suicida penetrar a la fuerza en el campamento, pero como Pa-Kur por el momento se encontraba en las afueras, cerca de la ciudad, quizá podría hacerme pasar por su mensajero.
Sin titubear me presenté ante los guardias.
—Un mensaje de Pa-Kur —dije— para ser entregado a Talena, su futura Ubara.
—Yo se lo llevaré —respondió uno de los guardianes con desconfianza.
—El mensaje es para la futura Ubara —dije enojado— ¿Le impides el acceso a un mensajero de Pa-Kur?
—No te conozco —gruñó.
—¡Dime tu nombre! —le exigí.
Siguió un silencio angustiante; luego el guardián me dejó pasar. Atravesé el portón y miré a mi alrededor. De inmediato llegué a un segundo portón y fui nuevamente interrogado; un esclavo de la torre me acompañó a través de las carpas, seguido por dos guardias.
Nos detuvimos delante de una carpa resplandeciente de seda amarilla y roja. Me di la vuelta:
—Esperad aquí —dije—. Mi mensaje está destinado a la futura Ubara y sólo a ella. —El corazón me latía violentamente. Me sorprendió que mi voz no delatara tal emoción.
Entré en la carpa. En el gran espacio interior se encontraba una jaula. Era un cubo de unos tres metros. Las pesadas barras de metal estaban cubiertas de plata y adornadas con piedras preciosas. Una joven estaba sentada sobre un trono, llevaba los pesados ornamentos de una Ubara.
Una voz interior me previno. No sé por qué tenía la sensación de que algo extraño ocurría. Reprimí el impulso de llamarla por su nombre, de correr hasta la jaula, de tocarla y abrazarla. Tenía que ser Talena, mi amada, a quien pertenecía mi vida. Y sin embargo me acerqué lentamente, casi sigilosamente. La figura, de algún modo, me resultaba extraña. ¿Acaso estaría herida o aletargada? ¿Acaso no me reconocía? Me coloqué delante de la jaula y me quité el casco. No dio señales de reconocerme.
Mi voz sonaba apagada:
—Soy un mensajero de Pa-Kur —dije—. Te manda decir que la ciudad caerá con brevedad y que entonces reinarás a su lado sobre el trono de Ar.
—Pa-Kur es bondadoso —dijo la muchacha.
Me sentí aturdido, prácticamente aplastado en el momento por la astucia de Pa-Kur. Podía estar agradecido por no haber desoído los consejos de Kazrak. Sí, hubiera sido un error querer liberar a Talena por la fuerza. La voz de esa joven no era la voz de mi querida Talena. La muchacha que estaba en la jaula era una desconocida.