—No le hagáis daño —dijo Kazrak—. Es mí hermano de espada, Tarl de Bristol.
La advertencia de Kazrak respondía al extraño código de los guerreros de Gor, reglas que les eran tan naturales como la respiración. Los hombres que han derramado la sangre de un contrincante se convierten en sus hermanos de espada, a menos que se maldiga la sangre sobre el arma. Esta es una regla que, desligada de toda vinculación con la Piedra de Hogar, sólo concierne a los dos guerreros en cuestión.
El muro de lanzas se abrió para ceder el paso al comerciante Mintar. Una litera adornada con alhajas estaba suspendida entre dos tharlariones, que se balanceaban lentamente de un lado a otro. Cuando los monstruos se detuvieron, se entreabrieron las cortinas de la litera. Sobre unos cojines bordados se hallaba sentado un hombre enorme; su cabeza era redonda como un huevo de tarn y sus ojos casi se perdían en los rollos adiposos de su rostro. Un penacho de pelo raído colgaba de su gordo mentón.
—Así que Kazrak de Puerto Kar ha encontrado a su igual —dijo el comerciante captando rápidamente la escena.
—Esta es la primera vez que he sido vencido —respondió Kazrak con orgullo.
—¿Quién eres tú? —preguntó Mintar, dirigiéndose a mí.
—Tarl de Bristol —dije—. Y ésta es mi mujer, sobre la que hago valer mis pretensiones por el derecho de la espada.
Mintar no dejó entrever que no había oído jamás mencionar la ciudad de Bristol. Cerró los ojos por un instante, y dirigiéndose luego a los jinetes que me rodeaban:
—¿Acaso alguno de los que se encuentra a mi servicio desea luchar por la mujer de Tarl de Bristol?—preguntó.
Los guerreros, montados en sus cabalgaduras, parecían nerviosos. Mintar rió despectivamente, luego su rostro se ensombreció:
—Tarl de Bristol —dijo—, has puesto fuera de combate a mi mejor guerrero. En consecuencia me debes algo. ¿Puedes pagarme el elevado precio que corresponde a semejante guerrero?
—No tengo más bienes que esta muchacha —dije—, y no estoy dispuesto a entregarla.
Mintar resopló:
—En los carros tengo cuatrocientas muchachas tan hermosas como ella. —Examinó a Talena detenidamente, pero no se inmutó—: Ella no aportaría ni siquiera la mitad del dinero que yo debería gastar para adquirir un guerrero como Kazrak.
Talena se sobresaltó como si le hubieran golpeado la cara.
—Entonces no puedo pagarte lo que te debo —dije.
—Soy un comerciante —respondió Mintar—, y es parte de mis principios exigir el pago de todas las deudas.
Me preparé para vender cara mi vida. Extrañamente lo que más me preocupaba era la suerte que correría Talena.
—Kazrak de Puerto Kar —dijo Mintar—, ¿estás dispuesto a dejarle a Tarl de Bristol el resto de tu precio de alquiler, si se pone a mi servicio en tu lugar?
—Sí —respondió Kazrak—. Él me honró: es mi hermano de espada.
Mintar me examinó satisfecho:
—Tarl de Bristol, ¿te pones al servicio de Mintar, perteneciente a la Casta de los Mercaderes?
—¿Y si me niego? —pregunté.
—Entonces ordenaré a mi gente que te mate —suspiró Mintar—, y ambos sufriremos una pérdida.
—¡Oh! Ubar de todos los mercaderes —dije—, ¿cómo habría de permitir yo que menguaran tus ganancias?
Mintar se relajó a ojos vista:
—¿Y qué pasa con la muchacha? Si así lo deseas, te la compro.
—No está en venta. Tiene que acompañarme —repuse.
—Veinte discotarns —dijo Mintar.
Me reí.
Mintar también sonrió:
—Cuarenta —dijo.
—No —respondí.
Mintar ya no sonreía:
—Cuarenta y cinco —ofreció con tono oprimido.
—Ni lo pienses.
—¿Procede de una casta elevada? —preguntó el comerciante.
—Soy la hija de un rico mercader —anunció Talena orgullosamente—, el más rico de todo Gor. Fui raptada por este tarnsman. Han matado a su tarn, y él me lleva ahora a… a Bristol, donde seré su esclava.
—Yo soy el mercader más rico de Gor —dijo Mintar en voz baja.
Talena se estremeció.
—Si tu padre es un comerciante, dime su nombre —continuó—, seguramente lo conozco.
—Poderoso Mintar —tercié en el diálogo—, disculpa a este tharlarión vestido de mujer. Su padre es un pastor de cabras en los bosques pantanosos de Ar y yo la he raptado. En Bristol cuidará de mis cabras.
Los soldados soltaron una carcajada y Kazrak fue quien más se rió. Durante un instante temí que Talena descubriera su verdadera identidad.
Mintar sonrió divertido:
—Mientras estás a mi servicio, puedes sujetarla a mi cadena —dijo.
—Mintar es generoso —respondí.
—No —dijo Talena—. Deseo compartir la carpa con mi guerrero.
—Como quieras —dijo Mintar, y no se ocupó más de ella. Dio indicaciones para que volvieran a cerrar las cortinas de su litera.
Kazrak nos llevó a Talena y a mí a lo largo de la extensa caravana para encontrarle un lugar a la joven. Junto a un largo carromato, cubierto de seda a rayas amarillas y azules, le quité las esposas y la dejé a cargo del guardián.
—Tengo un grillete disponible —dijo, tomó a Talena del brazo y la empujó hacia el interior del carromato. Dentro se encontraban sentadas unas veinte muchachas, diez a cada lado. Estaban encadenadas a una barra de metal que pasaba por el centro del carromato. Estaban vestidas como esclavas. Antes de que sujetaran a Talena, me gritó por encima del hombro:
—¡No te librarás tan fácilmente de mí, Tarl de Bristol!
—Trata de deshacerte del aro —rió Kazrak y se dispuso a marcharse.
Apenas nos habíamos alejado unos diez pasos, cuando oímos los gritos de una muchacha, y a continuación, chillidos y exclamaciones. El carromato estaba alborotado y se escuchaba ruido de cadenas. El guardián saltó con su látigo debajo de la lona, y agregó al estrépito sus maldiciones y latigazos. Poco después volvió a aparecer furioso y sin aliento, arrastrando a Talena por los cabellos. Ella se resistía y se retorcía furiosa. Las jóvenes desde el carromato alentaban con sus gritos al guardián, que, rabioso, arrojó a Talena en mis brazos. Sus cabellos estaban desgreñados, sus espaldas, cubiertas de ronchas y sus hombros, rasguñados. Tenía un brazo lastimado y sus ropas colgaban hechas jirones.
—¡Consérvala en tu carpa! —resopló el guardián.
—Los Reyes Sacerdotes son testigos de que lo ha logrado efectivamente —dijo Kazrak admirado—. ¡Un auténtico tharlarión vestido de mujer!
Talena alzó su nariz ensangrentada mostrándome una sonrisa radiante.
Los días que siguieron se contaron entre los más felices de mi vida. Talena y yo nos convertimos en parte de la larga y chirriante caravana de Mintar, una procesión interminable y de increíble colorido. Parecía como si ese viaje agradable nunca llegara a su fin, y me encontré a gusto entre las largas hileras de carromatos, cargados con los productos más diversos, con metales misteriosos y piedras preciosas, con fardos de telas, comestibles, vinos y Paga, armas y armaduras, cosméticos y perfumes, medicamentos y esclavos.
Cada mañana nos poníamos en movimiento mucho antes de que amaneciera y viajábamos hasta la hora de más calor. Temprano por la tarde nos deteníamos para acampar. Se les daba de comer y de beber a los animales de tiro, se colocaban guardianes, se aseguraban los carromatos, y los miembros de la caravana se ocupaban de las fogatas para preparar la comida. Al atardecer cocheros y guerreros se divertían con sus cuentos y canciones, contaban aventuras inventadas y reales, y bajo los efectos del Paga entonaban sus rudas canciones, a voz en cuello.
Fue en esos días cuando aprendí a manejar un tharlarión alto. Esos lagartos gigantescos se crían en Gor desde mil generaciones atrás. Reaccionan frente a señales verbales, pero en ocasiones también hay que ayudarlos un poco con la punta de la lanza.
Los tharlariones altos son carnívoros, pero su metabolismo es más lento que el del tarn, que parece estar pensando constantemente en la comida. Además necesitan muy poca agua.
La silla del tharlarión se fabrica teniendo en cuenta el propósito de mitigar las sacudidas debidas a los saltos irregulares de esos animales. Ello se logra; fundamentalmente, sujetando la silla de montar a un armatoste hidráulico que nada en un líquido espeso. De ese modo también se mantiene la silla en posición horizontal. A pesar de este invento, quienes montan un tharlarión llevan además un cinturón de cuero ancho y grueso que los sujeta a la silla, así como unas botas altas y blandas. El cuero protege las piernas del jinete de la piel áspera del animal. Cuando un tharlarión galopa su piel puede desgarrar la carne de la pierna desprotegida del jinete.
Como había prometido, Kazrak me dejó el resto de su salario: ochenta discotarns, una bonita suma. Tuve que convencerlo para que conservara parte de esa cantidad para sus propias necesidades: a fin de cuentas yo era su hermano de espada. Los dos compartíamos una carpa con Talena, y bajo la mirada burlona de Kazrak separé, con una cortina de seda, una parte de la carpa para la muchacha.
Kazrak y yo adquirimos para Talena un vestido rayado, de los destinados a las esclavas, lo que me pareció una medida adecuada para evitar preguntas acerca de su verdadera identidad. Además Kazrak, por cuenta propia, compró dos objetos que consideró importantes, un collar grabado y un látigo para esclavas.
Regresamos a la carpa y le entregarnos su nuevo atuendo. Furiosa, se mordió el labio inferior. A no ser por la presencia de Kazrak, seguramente me hubiera dado a conocer otras manifestaciones de su enojo.
—¿Acaso pensabas vestirte como una mujer libre? —la increpé.
Me miró fijamente, consciente de tener que desempeñar su papel. Echó la cabeza hacia atrás:
—Naturalmente que no —dijo, y agregó irónicamente—: Señor.
Bien erguida, desapareció detrás de su cortina de seda, para volver a aparecer de inmediato en su corto manto sin mangas. Coquetamente dio una vuelta delante de nosotros.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Arrodíllate —le dije y tomé el collar de esclava.
Talena palideció, pero cuando Kazrak comenzó a reírse, obedeció. Le acerqué el collar de hierro, que llevaba la siguiente inscripción: «YO PERTENEZCO A TARL DE BRISTOL».
Luego dejé que el fino aro de metal se cerrara alrededor de su cuello y metí la llave en mi bolso.
—¿Quieres que mande traer el hierro candente? —preguntó Kazrak.
—No —suplicó Talena, que ahora, por primera vez, parecía realmente asustada.
—Todavía no la marcaré —dije con expresión seria.
—¡Por los Reyes Sacerdotes! —rió Kazrak—. ¡Casi me haces creer que te interesas por ese tharlarión salvaje!
—Déjanos solos, guerrero —le dije.
Kazrak volvió a reír, me guiñó el ojo y se retiró haciendo una reverencia irónica.
—¡Cómo puedes atreverte! —bramó Talena— ¡Encadenar a la hija del Ubar de Ar!
Desesperadamente trató de desprender el aro.
—La hija del Ubar de Ar —dije— lleva el collar de Tarl de Bristol.
Tembló de rabia, pero enseguida se controló y trató de no perder la calma:
—Quizá sea realmente adecuado que un tarnsman le ponga su collar a la hija cautiva de un rico mercader.
—O a la hija de un pastor de cabras —corregí.
Sus ojos centellearon:
—Sí, quizá —dijo—. Bien, reconozco que tu plan es razonable.
Con gesto dominante me tendió su pequeña mano.
—Pero dame la llave —continuó— para que pueda quitarme el collar cuando quiera.
—Yo conservaré la llave —dije—. Y el collar se quitará cuando lo quiera yo, si es que se quita.
Se irguió furiosa:
—Muy bien —respondió. Entonces su mirada recayó sobre el segundo objeto que Kazrak me había regalado, el látigo para esclavos—. Y eso ¿a qué viene?
—¿Acaso no estás familiarizada con un látigo para esclavas? —pregunté.
—Sí —dijo en voz baja—. Lo he usado muy frecuentemente con mis esclavas. Pero ¿tú también quieres…?
—Si es necesario —respondí.
—Te faltaría el valor para hacerlo —comentó.
—Pero quizá no las ganas —contesté.
Sonrió. Su próximo comentario me desconcertó:
—Utilízalo tranquilamente cuando yo no te guste, Tarl de Bristol —dijo, y se apartó.
Los próximos días vi con sorpresa que Talena se mostraba alegre y comunicativa. Se interesaba por la caravana y marchaba durante horas junto a los carromatos coloridos, dejaba que los cocheros de vez en cuando la llevaran un trecho consigo, les pedía una fruta o un dulce. Conversaba animadamente con las pasajeras de los carros azules y amarillos, les trasmitía novedades y chismes y bromeaba con ellas acerca del aspecto de sus futuros amos.
Se convirtió en la favorita de toda la caravana. En una o dos ocasiones algunos guerreros de la caravana se mostraron interesados por ella, pero cuando leían la inscripción del collar se retiraban malhumorados y soportaban de mala gana sus comentarios irónicos. Por la tarde, cuando acampábamos, nos ayudaba a Kazrak y a mí a armar la carpa, y a continuación juntaba leña para el fuego. También cocinaba para nosotros, se arrodillaba junto al fuego, los cabellos recogidos, para que no fueran presa de las llamas, el rostro cubierto de sudor, la mirada fija en el pedazo de carne, que a pesar de ello, por lo general, terminaba medio chamuscado. Después de la comida limpiaba nuestros utensilios y se sentaba sobre la alfombra de la carpa junto a nosotros para contarnos las cosas agradables e intrascendentes ocurridas durante la jornada.
—Parece que la esclavitud le sienta bien —le dije a Kazrak.
—No precisamente la esclavitud —contestó y sonrió. Yo no entendí qué quería decirme. Talena enrojeció, bajó la cabeza y pulió con particular empeño mis botas de tharlarión.