Cuando el tarn alcanzó cierta altura, vi el gran campamento, los fosos, los dobles muros de Ar y la imponente procesión de Pa-Kur; el sol matinal brillaba sobre las armas de los soldados. Pensé en Marlenus, quien, si es que todavía vivía, podía contemplar ese espectáculo desde su torre. Deseaba que no supiera qué destino aguardaba a su hija. Yo haría lo posible para salvarla. ¡Qué habría dado en ese momento por tener a mi lado a Marlenus y a sus tropas, no importa cuán reducidas fueran!
Como si repentinamente las piezas de un rompecabezas encajaran, empecé a ver claro. Marlenus, por algún camino, había entrado en la ciudad. Durante días había meditado acerca de esto, y ahora la solución parecía estar a la vista. ¡Los harapos de los leprosos! ¡Las cuevas de Dar-Kosis detrás de la ciudad! Una de esas cuevas debía de ser una pista falsa, debía de ocultar un acceso subterráneo a la ciudad. Probablemente, hacía años, el astuto Ubar se había preparado esa posibilidad de fuga. Tenía que encontrar la cueva y el túnel y, de alguna manera, unirme a Marlenus.
Pero antes tenía que resolver otro asunto. Dejé que mi animal volara en línea recta hacia los muros de la ciudad. Apenas un minuto más tarde me encontraba, montado sobre mi tarn, encima del muro interior en la proximidad de la gran puerta. Los soldados se dispersaron frenéticamente cuando aterricé con mi tarn. Nadie se atrevió a atacarme. Yo llevaba el uniforme de un guerrero de la Casta de los Asesinos y, en el lado izquierdo de mi casco, resplandecía la franja dorada de mensajero.
Sin descender, pedí hablar con el oficial al mando. Un hombre canoso se acercó cabizbajo; no le alegraba ser llamado por un enemigo de la ciudad.
—¡Pa-Kur se acerca a la ciudad! —exclamé. Ar le pertenece.
Los hombres callaron.
—Le dais la bienvenida —dije despectivamente— abriéndole la gran puerta, pero no habéis retirado las redes de tarn. Bajadlas de inmediato para que sus tarnsmanes puedan entrar sin tropiezos en la ciudad.
—Eso no figuraba entre las condiciones de capitulación —dijo el oficial.
—Ar ha caído —dije—. Obedece la palabra de Pa-Kur.
—Bien —dijo el oficial, y se volvió hacia un subordinado—. Baja la red.
La orden recorrió el muro de boca en boca, de torre en torre. Poco después se ponían en movimiento los grandes cabrestantes, y metro tras metro fue descendiendo la espantosa red. En cuanto cayó al suelo, fue desmontada y enrollada. Por supuesto que a mí no me interesaba facilitarles el acceso a los tarnsmanes de Pa-Kur, que por lo que yo sabía ni siquiera se contaban entre las tropas de ocupación, sino que quería que el cielo sobre la ciudad estuviera libre para que yo y otros tuviéramos posibilidad de huir.
Seguí hablando con tono arrogante:
—Pa-Kur desearía saber si el ex Ubar Marlenus vive aún.
—Sí —dijo el oficial—, en el cilindro central.
—¿Está preso?
—Como si lo estuviera.
—Procurad que no huya.
—No huirá —dijo el hombre—. Cincuenta guardias se ocupan de ello.
—¿Y qué pasará ahora con el techo del cilindro? —pregunté—. Las redes de tarn han sido bajadas.
—No creo que Marlenus pueda volar —respondió el oficial.
—¿Adónde llevará Pa-Kur a la hija del ex Ubar, dónde será ejecutada?
El oficial señaló un cilindro lejano:
—En el Cilindro de la Justicia. La ejecución se realizará lo antes posible.
El cilindro era blanco, un color que en Gor es símbolo de imparcialidad. El color también indicaba que la justicia practicada en esa torre era la justicia de los Iniciados.
En Gor existen dos sistemas de derecho, el de la ciudad, bajo la jurisdicción de un Administrador o Ubar, y el de los Iniciados, bajo la jurisdicción del Iniciado Supremo de cada ciudad. La división corresponde aproximadamente a la que existe en nuestro mundo entre derecho civil y canónico.
Advertí aterrorizado que sobre el techo del Cilindro de la Justicia relucía una lanza de casi quince metros de largo. En la distancia parecía una aguja brillante.
Volví a remontarme a las alturas. Había logrado eliminar las redes de tarn de la ciudad, sabía que Marlenus vivía y controlaba una parte del cilindro central, y sabía además dónde y cuándo tendría lugar la ejecución de Talena.
Dejé a mis espaldas los muros de Ar y, al hacerlo, observé consternado que la procesión de Pa-Kur ya casi había llegado a la ciudad. Vi al tharlarión que montaba Pa-Kur y, junto a él, a la muchacha vestida de blanco.
Los tres minutos siguientes me parecieron interminables; pero al cabo me encontré detrás del campamento de Pa-Kur y comencé a buscar las temidas cuevas de Dar-Kosis, aquellas prisiones a las que los leprosos podían acudir por su voluntad. Había varias de esas cuevas, fácilmente reconocibles desde arriba, cavidades grandes, circulares, como un pozo de agua hundido en la tierra. Al terminar mi búsqueda había encontrado sólo una cueva no habitada por leprosos. Sin perder tiempo en reflexionar acerca de un posible peligro de contagio, aterricé con el tarn en la cueva abandonada.
El gigante llegó hasta el suelo rocoso; mirando hacia arriba eché un vistazo a lo largo de las paredes artificialmente alisadas, que de todos lados se alzaban hasta una altura de unos trescientos metros. Hacía frío allí abajo. En el centro de la cueva había una cisterna llena hasta la mitad de agua podrida. Por lo que podía comprobar no existía ninguna posibilidad de abandonar la cueva de Dar-Kosis, excepto sobre el lomo de un tarn. Si existía una salida secreta, preparada por Marlenus, al menos no era visible. Y yo no tenía tiempo de mirar detenidamente a mi alrededor.
Descubrí algunas de las cavidades que habían sido abiertas en las paredes rocosas de la cueva y que servían de morada a los leprosos. Desesperado, examiné varias de esas cavidades; algunas eran pequeñas, otras constaban de tres o cuatro cámaras conectadas entre sí. Encontré esteras de dormir medio podridas, trozos herrumbrados de utensilios como sartenes y ollas, pero el pasaje buscado seguía oculto.
Al abandonar unas de esas cavidades vi que mi tarn se encontraba en el otro extremo de la cueva, con la cabeza reclinada hacia un costado con gesto desconcertado. El ave picoteaba en una roca aparentemente lisa, luego retiraba el pico y repetía varias veces el movimiento. Después comenzó a moverse de aquí para allá, mientras sacudía impacientemente las alas.
Corrí a través de la cueva hacia el lugar donde se encontraba el tarn, y comencé a examinar detenidamente la roca. Miraba fijamente cada centímetro cuadrado y deslizaba sobre él mis dedos. Pero no aparecía nada, aunque por cierto flotaba en el aire un leve olor a tarn.
Durante varios minutos examiné el muro liso, seguro de que allí se encontraba el secreto. Desesperado, retrocedí con la esperanza de distinguir, en alguna parte, una prominencia o cavidad poco común, donde podría encontrarse el mecanismo de apertura del túnel. Pero no apareció ninguna palanca, manivela u otro dispositivo.
Extendí mi búsqueda y recorrí los muros de piedra, los que empero parecían completamente intactos e impenetrables.
Con una exclamación repentina corrí hacia donde se encontraba la cisterna poco profunda en el centro de la cueva, me arrojé de bruces al suelo, hundí mi mano en el agua fresca y maloliente, y palpé desesperadamente la roca.
Mis dedos apresaron una manivela, que hice girar apresuradamente. Al mismo tiempo oí detrás de mí un ruido suave; en alguna parte, un gran peso era levantado hidráulicamente y mantenido en equilibrio. Ante mi desconcierto, se abrió un enorme boquete en el muro rocoso. Un imponente trozo de roca se había deslizado hacia arriba y dejaba al descubierto un gran túnel sombrío, rectangular, que parecía suficientemente grande como para que en él volara un tarn. Tomé las riendas de mi animal y lo hice pasar a través de la abertura. Detrás de ella distinguí una segunda manivela, que hacía juego con el dispositivo de la cisterna. La hice girar y la gran puerta se cerró detrás de mí. Pensaba guardar el mayor tiempo posible el secreto del túnel.
Allí abajo no reinaba una oscuridad total; el túnel estaba iluminado por focos redondos, protegidos por alambre, que brillaban cada cien metros. Esos focos, inventados hacía aproximadamente cien años por la Casta de los Constructores, brindan una luz clara, suave y sólo deben ser remplazados cada dos años.
Monté mi tarn, que evidentemente se sentía nervioso en ese ambiente extraño. Lo acaricié y le hablé para tranquilizarlo, aunque no logré que se calmara. Cuando tiré de la primera rienda, el animal no reaccionó, pero al hacerlo por segunda vez alzó el vuelo y, al ascender, casi tocó el techo y rozó los muros con las puntas de sus alas. Mi casco me protegió del granito del techo del túnel. Por último, el tarn descendió un poco y comenzó a volar con mayor agilidad a través del túnel; los focos brillaban a mi paso como una cadena centelleante.
Al final de nuestro vuelo el túnel se ensanchó, convirtiéndose en una cámara enorme, iluminada por centenares de focos. En la cavidad se encontraba una enorme jaula de tarns que contenía unos veinte animales gigantescos medio muertos de hambre. Levantaron la cabeza al vernos y nos examinaron atentamente. El suelo de la jaula estaba cubierto por los huesos y plumas de aproximadamente quince tarns. Supuse que debía de tratarse de los animales de Marlenus y sus hombres, que se encontraban encerrados arriba, en el cilindro central. Privados de alimentos durante semanas, los tarns finalmente se habían abalanzado sobre sus compañeros más débiles. El hambre los había convertido en fieras incontrolables.
Quizá yo podría servirme de esto.
De alguna manera tenía que liberar a Marlenus. Sabía que si aparecía en el palacio, mi presencia debía resultarles inexplicable a los guardias, y que allí no podía hacerme pasar por mensajero de Pa-Kur. De alguna manera debía dispersar o abatir a sus guardias. De repente se me ocurrió un plan. Sin duda me encontraba ya debajo del cilindro central, y Marlenus y sus hombres debían de hallarse en alguna parte por encima de mí. Miré a mi alrededor. Una ancha escalera conducía hacia una puerta que seguramente constituía el acceso a la torre central. Satisfecho, comprobé que también era lo suficientemente grande como para el paso de un tarn. Por suerte, una de las puertas de la jaula de tarns se encontraba frente a la escalera.
Tomé el aguijón de tarn y desmonté. Subí las escaleras que conducían al portón del cilindro, hice girar la manivela y, en cuanto comenzó a moverse la pared, bajé apresuradamente la escalera, abrí la puerta de la jaula y me refugié detrás de ella. Pocos segundos más tarde, el primero de los enflaquecidos tarns asomó su cabeza por la puerta de la jaula. Me miró fijamente con ojos centelleantes. Para él yo significaba alimento, algo que podía matar y devorar. Caminó alrededor de la puerta y se dirigió hacia mí. Golpeé al agresor con el aguijón de tarn, pero el instrumento no parecía surtir efecto. El peligroso pico me volvía a embestir una y otra vez; el animal levantó sus poderosas garras. El aguijón de tarn me fue arrancado de la mano.
En ese instante una gran sombra negra terció en la lucha embistiendo con el pico y con las garras protegidas por el acero; mi tarn negro, en unos pocos segundos, trasformó al agresor en un triste montón de plumas. Apoyando una de sus garras sobre el enemigo vencido, mi tarn lanzó el grito de guerra propio de su raza. Los demás tarns, que deseaban abandonar la jaula, titubearon. Entonces advirtieron la puerta abierta que conducía hacia el cilindro.
Entonces uno de los guardias descubrió la misteriosa abertura que de repente había aparecido en la pared y dio la señal de alarma. Uno de los tarns famélicos se arrojó sobre él, y el hombre gritó aterrorizado. Un segundo tarn llegó hasta la puerta y trató de quitarle su presa al primero. Otros hombres llegaron corriendo y de inmediato los tarns, casi enloquecidos por el hambre, se precipitaron hacia el cilindro. Desde la gran sala llegaron hasta mí terribles ruidos de luchas, gritos de hombres y tarns, silbidos de flechas, golpes violentos de alas y garras.
Después de algunos minutos conduje a mi tarn por la escalera y a través de la abertura. La gran sala, en la planta baja del cilindro, presentaba un aspecto espantoso. Quince tarns se encontraban posados sobre los restos de unos doce guardias. Varias aves estaban muertas; otras, alcanzadas por flechas, se movían convulsivamente en el suelo. No se veía un solo guardia vivo. Los supervivientes seguramente habían huido, quizá por la ancha escalera que, por la parte interior del cilindro, conducía hacia arriba.
Dejé mi tarn y subí los escalones con la espada desenvainada. Al acercarme a la parte del edificio reservada para uso particular del Ubar, distinguí a unos veinte guardias delante de una barricada compuesta de basuras y alambre de tarn. Algunos soldados habían luchado abajo contra los tarns; estaban bañados en sudor; sus ropas, destrozadas; sus armas, manchadas de sangre. Me veían como al responsable del peligroso ataque. Sin preguntarme acerca de mi identidad y sin ningún tipo de protocolo se abalanzaron sobre mí.
—¡Muere, Asesino! —gritó uno de los hombres, y me atacó con su espada.
Logré eludirlo y hundir mi espada en su pecho. Los otros hombres se me habían acercado. No recuerdo claramente los siguientes minutos; los recuerdo como fragmentos de sueño inconexos, absurdos. Los hombres me atacaron; mi espada, como guiada por el brazo de un dios, hacía frente a sus aceros, se abría camino hacia arriba. Uno, dos, tres contrincantes cayeron al suelo, y luego otro y otro. Yo atacaba, paraba los golpes, y volvía a atacar, mi espada relucía y bebía sangre nueva. Me parecía como si yo me hallara junto a mí mismo y me observara, Tarl Cabot, un simple guerrero, un solo hombre. En ese violento delirio de la lucha me parecía también que yo era muchos hombres a la vez, un ejército, que nadie podía hacerme frente, como si no me combatieran a mí, sino a algo intangible y a la vez irresistible, algo que tampoco yo podía percibir claramente, un alud, una tormenta, una fuerza de la naturaleza, el destino de su mundo, algo a lo que no lograba dar un nombre, pero que en aquellos instantes no se podía negar ni controlar.
De pronto me encontré solo en la escalera, rodeado de muertos. Tomé conciencia de que sangraba por varias heridas poco profundas.
Lentamente subí la escalera hasta alcanzar la barricada. Grité en voz alta:
—¡Marlenus, Ubar de Ar!
Con alegría escuché la voz del Ubar.
—¿Quién quiere hablar conmigo?
—¡Tarl de Bristol! —exclamé.
Silencio.
Limpié mi espada, la envainé y trepé por encima de la barricada. Lentamente descendí del otro lado y subí los escalones con las manos vacías; pasé la curva de la escalera y varios metros encima de mí apareció una puerta ancha, obstruida por muebles. Detrás de ese baluarte protector apareció el rostro macilento y la mirada siempre fogosa del Ubar Marlenus. Me quité el casco y lo coloqué sobre la escalera. Enseguida Marlenus se abalanzó a través de los obstáculos, como si no fueran otra cosa que leña menuda.
Nos abrazamos en silencio.