14. La muerte del tarn

Me habían obligado a arrodillarme y, en esa posición, me habían encadenado; mi espalda sangraba, lastimada por numerosos latigazos. Llevaba ya nueve días prisionero en el campamento de Marlenus torturado y maltratado, cuando me condujeron ante la presencia del Ubar, por primera vez desde que le había salvado la vida. Quizá se proponía poner fin a los sufrimientos del guerrero que había robado la Piedra del Hogar de su ciudad.

Uno de sus tarnsmanes me asió por el pelo y me obligó a inclinarme hasta que mis labios tocaron su sandalia. Levanté la cabeza sin encorvar la espalda y no dejé traslucir nada en mi mirada que pudiera depararle satisfacción. Estaba arrodillado sobre el suelo rocoso de una caverna poco profunda en alguna parte de la Cordillera Voltai; a la izquierda y a la derecha ardían fogatas. Marlenus estaba sentado sobre un trono compuesto de trozos de roca apilados. Su pelo suelto le caía sobre los hombros y su gran barba casi le llegaba hasta el cinto de la espada. Era un hombre enorme, más grande que Tarl el Viejo, y en sus salvajes ojos verdes ardía el fuego que también había encontrado en los ojos de su hija Talena. A pesar de que moriría a manos de ese bárbaro gigantesco, no sentía aversión por él.

Alrededor del cuello, llevaba la cadena dorada del Ubar, una reproducción del tamaño de un medallón de la Piedra del Hogar de Ar. Sus manos sostenían la Piedra verdadera, aquella diminuta fuente de tanto derramamiento de sangre. Sus dedos la palpaban suavemente.

A la entrada de la cueva, dos hombres habían colocado una lanza de tharlarión en un hoyo. Probablemente iba a ser empalado. Existen diversas maneras de llevar a cabo esta cruel ejecución, y, por supuesto, algunas son más consideradas que otras. Yo apenas contaba con la posibilidad de que se me concediera una muerte rápida.

—Tú robaste la Piedra del Hogar de Ar —afirmó Marlenus.

—Sí —respondí.

—Lo hiciste bien —dijo Marlenus y contempló la piedra.

Yo estaba arrodillado delante de él y me sorprendía ante el hecho de que ni él ni los demás hombres allí presentes mostraran el menor interés por el destino de su hija.

—Por supuesto sabrás que debes morir —agregó Marlenus sin mirarme.

—Eres un guerrero joven, valiente y tonto —dijo y se inclinó hacia adelante. Durante un buen rato me miró a los ojos y luego volvió a acomodarse en su trono—. Hubo una época en la que yo fui igualmente joven y valiente, y quizás igualmente tonto.

Marlenus miró fijamente al vacío por encima de mi cabeza:

—Arriesgué mil veces mi vida y sacrifiqué mi juventud en aras de un imperio unido de Ar, para que en Ar no hubiera más que un idioma, un comercio, un tipo de ley. Para que los caminos y desfiladeros de las montañas fueran seguros, y los campesinos cultivaran sus campos en un clima de paz, y hubiera un solo Consejo que decidiera sobre la política; para que sólo existiera una ciudad suprema, bajo cuya influencia se unieran los cilindros de cien ciudades enemigas. Y tú has destruido todo eso.

Marlenus me miró

—¿Qué puedes saber tú acerca de todo eso, tú, un simple tarnsman? Pero lo puedo saber yo, Marlenus, que era algo más que un simple guerrero. Donde los demás sólo veían las reglas de sus castas, donde los demás no sentían más responsabilidad que la relacionda con su Piedra del Hogar yo me atreví a soñar el sueño de Ar, me atreví a imaginar que podría ponerse fin al absurdo derramamiento de sangre, que se podrían desterrar temores y peligros, campañas de venganza y crueldades que ensombrecen nuestra vida, soñé que de las cenizas de mis conquistas surgiría un mundo nuevo, un mundo de honor y de orden, de poder y justicia.

—De tu justicia —dije.

—Sí, de mi justicia, si quieres llamarla así —dijo Marlenus—. Depositó la Piedra del Hogar en el suelo y desenvainó su espada, que colocó transversalmente sobre sus rodillas. Parecía un terrible dios de la guerra.

—¿No sabes acaso, tarnsman —dijo— que no existe justicia sin espada?—. Sonrió ferozmente. —Esta es una verdad terrible —agregó— ¡Piénsalo bien! Sin esta espada no hay nada, no hay justicia, ni civilización, ni sociedad, ni comunidad, ni paz. Sin la espada no hay nada.

—¿Pero con qué derecho es precisamente la espada de Marlenus la que otorga la justicia a Gor?

—No me entiendes —dijo el Ubar—. También el derecho del que hablas con tanto respeto debe su existencia a la espada.

—Pienso que eso es falso —respondí—. Por lo menos tengo la esperanza de que lo sea.

Marlenus no perdió la calma:

—Frente a la espada nada es falso o verdadero, frente a la espada sólo existe la realidad. No existe justicia mientras la espada no la cree, establezca, garantice, le dé sustancia y significado.

—Pero —objeté— ¿qué ocurre con el sueño de Ar, del que tú hablaste, del sueño que tú considerabas bueno y verdadero?

—¿Qué le pasa?

—¿Es un sueño bueno? —pregunté.

—Sí, es un sueño bueno.

—Y sin embargo, tu espada aún no ha encontrado la fuerza necesaria para convertirlo en realidad.

Marlenus me miró pensativamente y se rió:

—Por los Reyes Sacerdotes —dijo— creo que he perdido esta controversia. Pero si tus palabras son ciertas ¿cómo separamos entonces los sueños buenos de los sueños malos?

Me pareció una pregunta difícil.

—Yo te lo diré —rió Marlenus. Orgullosamente golpeó su espada— ¡Con esto!

Entonces el Ubar se levantó y envainó su espada. Como respondiendo a una señal, algunos de sus tarnsmanes entraron en la cueva y me apresaron.

—¡Empaladlo! —dijo Marlenus.

Los hombres comenzaron a quitarme las cadenas para ser empalado libremente, ofreciendo tal vez un mejor espectáculo que si estuviera encadenado.

—Tu hija Talena vive —le dije a Marlenus. No pareció interesarse mucho por el tema. Sin embargo, si era un ser humano, tenía que preocuparle el destino de su hija.

—Me hubiera aportado mil tarns —dijo Marlenus—. Continuad con la ejecución.

Los guerreros sujetaron mis brazos. Otros dos hombres sacaron la lanza de tharlarión del hoyo y la acercaron. Ahora habrían de introducirla en mi cuerpo, que luego sería levantado junto con ella.

—Al fin y al cabo es tu hija —le dije a Marlenus—. Está viva.

—¿Se te sometió? —preguntó Marlenus.

—Sí —dije.

—Entonces valoró más su vida que mi honor.

De repente desapareció la extraña parálisis que pesaba sobre mí y sentí una furia intensa:

—¡Al diablo con tu honor! —grité.

Sin pensarlo más, me liberé de los dos tarnsmanes como si se tratara de unos niños, me arrojé sobre Marlenus y le propiné un violento puñetazo en la cara. Desconcertado, retrocedió tambaleante. Apenas tuve tiempo para darme la vuelta y eludir la lanza que, sostenida por dos hombres, estaba por atravesarme la espalda. Traté de apoderarme de ella, la giré y la utilicé como una barra sostenida por ambos hombres. Salté por el aire y al hacerlo pateé a mis contrincantes. Los oí gritar doloridos y me encontré en posesión de la lanza. Unos cinco o seis tarnsmanes aparecieron corriendo en dirección a la ancha entrada de la cueva, pero los ataqué de inmediato, sosteniendo la lanza en posición paralela a mi cuerpo, acometí con fuerzas casi sobrenaturales y forcé a los hombres a salir de la caverna. Sus gritos se mezclaron con los bramidos de cólera de los otros tarnsmanes que venían a atacarme.

Uno de los guerreros alzó la ballesta y yo arrojé la lanza. El hombre cayó de espaldas; el asta de la lanza podía verse clavada en su pecho y el pivote de su arma chocó contra el techo, sobre mi cabeza, arrancando chispas. Uno de los hombres yacía a mis pies. Precipitadamente desenvainé su espada. Comencé a defenderme, maté al primer hombre que se me acercó y herí al segundo, pero poco a poco fui empujado al interior de la caverna. No tenía posibilidades de sobrevivir, pero estaba decidido a vender cara mi vida.

Durante la lucha escuché detrás de mí la risa desenfrenada de Marlenus, que se alegraba de que un simple empalamiento hubiera derivado en una de esas luchas que tanto lo regocijaban. En una pausa de la lucha me volví hacia él, con la esperanza de poder cogerlo por sorpresa, pero en el mismo instante mis propias cadenas golpearon mi rostro. Marlenus las había arrojado como un lazo, de modo que se enrollaron alrededor de mi cuello. Traté de tragar y sacudí la cabeza, para evitar que mis ojos se llenaran de sangre, pero de inmediato fui dominado por algunos tarnsmanes.

—Has sabido luchar, joven guerrero —dijo Marlenus apreciativamente—. Realmente no quisiste morir como un esclavo. Se volvió hacia sus hombres:

—¿Qué os parece? —preguntó riendo—. ¿No ha conquistado el derecho de morir la muerte del tarn?

—¡En efecto! —exclamó uno de los tarnsmanes, que se estaba curando una herida en el pecho.

Me arrastraron hacia afuera y encadenaron las articulaciones de mis pies y de mis manos. Los extremos sueltos de las cadenas fueron sujetados con anchas tiras de cuero a dos tarns, uno de los cuales era el mío.

—¡Morirás despedazado! —dijo Marlenus—. No es agradable, pero de todos modos es preferible al empalamiento.

Me ataron firmemente. Un tarnsman montó el primero de los tarns; otro, el segundo.

—Todavía no estoy muerto —dije. Era un comentario algo tonto, pero presentía que mi hora aún no había llegado.

Marlenus permaneció serio:

—Has robado la Piedra del Hogar de Ar. Tuviste suerte.

—Nadie se salva de la muerte del tarn —dijo uno de los hombres.

Los guerreros del Ubar retrocedieron e hicieron sitio para el tarn.

Marlenus volvió a examinar personalmente los nudos y los apretó aún más.

—¿Prefieres que te mate enseguida? —preguntó en voz baja—. La muerte del tarn no es un fin agradable.

Su cuerpo se interponía entre sus hombres y su mano, que colocó sobre mi cuello.

—¿A qué viene esta consideración repentina? —pregunté.

—Se debe a una joven —dijo—. Al amor que siente por ti.

—Tu hija me odia —respondí.

—Sólo cedió a los requerimientos de Pa-Kur, el Asesino, para que tuvieras una posibilidad de sobrevivir en el armazón.

—¿Cómo sabes eso? —pregunté.

—Lo sabe todo el mundo en el campamento de Pa-Kur —respondió Marlenus—. Sentí que sonreía. —Yo mismo, en mi condición de leproso, se lo escuché decir a Mintar, que pertenece a la Casta de los Mercaderes. Los mercaderes deben tener amigos en ambos bandos, pues ¿quién puede saber si Marlenus, algún día, no vuelve a ocupar el trono de Ar?

Debí de haber lanzado un grito de alegría, pues Marlenus me tapó rápidamente la boca con su mano.

No volvió a preguntarme si deseaba que me matara, y se marchó.

Sentí un tirón doloroso cuando ambos tarns levantaron el vuelo. Durante un instante me balanceé libremente entre las dos aves. Cuando hubimos alcanzado una altura de aproximadamente cien metros, los dos jinetes de acuerdo con una señal previamente convenida, a saber, el silbido agudo de un silbato de tarn, comenzaron a guiar a sus animales en direcciones opuestas. Un dolor repentino pareció destrozar mi cuerpo y creo que grité sin proponérmelo. Las aves siguieron su curso, tratando de separarse. De vez en cuando, cejaban en su empeño y las sogas se aflojaban. Escuchaba las maldiciones de los tarnsmanes que se encontraban por encima de mí y distinguí en dos ocasiones las chispas de los aguijones de tarn. A continuación las aves retomaron su curso y volví a sentir un dolor insoportable.

De repente, resonó un ruido áspero y advertí que se había roto una de las esposas. Sin pensarlo más, traté de soltar la del otro brazo, y cuando el ave volvió a emprender el vuelo, el lazo fue arrancado dolorosamente de mi mano y la soga desapareció en la oscuridad, colgando de cabeza de las sogas del otro tarn. Pasarían algunos instantes hasta que los tarnsmanes se dieran cuenta de lo ocurrido, ya que naturalmente debían suponer en un primer momento que habían despedazado mi cuerpo.

Hice un esfuerzo por elevarme y comencé a trepar por una de las sogas que me conducían hasta la gran ave que se hallaba encima de mí. En pocos segundos alcancé la cincha de la silla de montar y me aferré a los aros que sostenían las armas.

En ese instante el tarnsman me descubrió Y lanzó un grito de rabia. Desenvainó su espada y trató de alcanzarme con ella, pero me deslicé sobre una garra del animal, que de inmediato cambió de rumbo. Momentos después aflojé la cincha de la silla; la montura, a la que estaba sujeto el jinete, se desprendió del lomo del tarn y cayó en la oscuridad insondable que había debajo de mí.

Escuché el grito del tarnsman, un grito que, de pronto, se apagó.

El otro tarnsman debía de haber advertido algo. Yo no tenía ni un segundo que perder. Lo aposté todo a una sola carta, busqué a tientas las riendas del tarn y finalmente logré agarrar la correa de cuero que rodeaba el cuello del animal. La presión de mi mano repentinamente dirigida hacia abajo tuvo el efecto deseado. El ave creyó que yo había tirado de la cuarta rienda y de inmediato comenzó a descender. Al cabo de unos instantes volví a pisar tierra firme; me encontraba sobre una áspera meseta. Un resplandor rojo apareció por encima de las montañas y me di cuenta que estaba amaneciendo. Las articulaciones de mis pies seguían encadenadas al tarn y solté las sogas precipitadamente.

El primer resplandor matinal me permitió descubrir a cierta distancia lo que estaba buscando: la silla y el cuerpo destrozado del tarnsman. Me alejé del tarn, corrí hacia donde se encontraba la silla y me apoderé de la ballesta, advirtiendo con alegría que estaba intacta. También la aljaba especialmente preparada estaba llena. Tendí el arma y coloqué un proyectil. Escuché por encima de mí al otro tarn. Cuando el jinete descendió para atacarme, descubrió demasiado tarde mi ballesta. El proyectil lo alcanzó y el guerrero se desplomó en la silla.

El tarn, mi negro gigante de Ko-ro-ba, aterrizó y se acercó majestuosamente. Lo esperé con cierta inquietud, hasta que apoyó su cabeza confiadamente sobre mi hombro y extendió el cuello. Amistosamente le saqué un puñado de piojos de entre las plumas y los coloqué sobre su lengua como si se tratara de golosinas. Luego le acaricié afectuosamente la pata, trepé a la silla, arrojé al suelo al jinete muerto y me sujeté a la montura.

Me sentí magníficamente bien. Contaba nuevamente con armas y con mi tarn, y además con un aguijón de tarn y con una montura completa. Me elevé a las alturas, sin pensar en Ko-ro-ba o en la Piedra del Hogar. Con gran optimismo dejé que mi tarn se elevara por encima de la Cordillera Voltai y tomé el rumbo de Ar.

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