Tomé rumbo hacia Ko-ro-ba. En mi alforja llevaba el trofeo, que entretanto se había vuelto inútil, por lo menos para mí. Ya hacía tiempo que ese trofeo había cumplido su cometido. Su desaparición había hecho tambalear un imperio y había asegurado, al menos por algún tiempo, la independencia de Ko-ro-ba y sus hostiles ciudades hermanas. Y sin embargo mi victoria, si es que puede llamársela así, no me deparaba ninguna alegría. Había perdido a la mujer que amaba, a pesar de su crueldad y desagradecimiento.
Dejé ascender al tarn, hasta que pude abarcar con la vista un territorio de unos doscientos pasang. Muy a lo lejos podía reconocer una franja plateada, que debía corresponder al gran Vosk; delante de él se veía el límite entre la planicie cubierta de pasto y la franja devastada. Dominaba con la vista una parte de la Cordillera Voltai; descubrí en el sur el reflejo de la luz crepuscular sobre las torres de Ar y observé en el norte, en las proximidades del Vosk, el brillo de innumerables fogatas. Era el campamento nocturno de Pa-Kur.
Cuando tiré de la segunda rienda para dirigir al tarn hacia Ko-ro-ba, descubrí algo inesperado, directamente debajo de mí. Me sentí desconcertado. Al abrigo de las ásperas rocas de la Cordillera Voltai, solamente reconocibles desde lo alto, distinguí cuatro o cinco pequeñas fogatas, como se encuentran quizás en el campamento de una patrulla en las montañas o encendidas por un pequeño grupo de cazadores que van tras la ágil cabra goreana de los montes o el peligroso larl, una fiera semejante al leopardo, de un color marrón amarillento que a menudo se encuentra en las montañas goreanas. Este monstruo en posición vertical alcanza una altura de dos metros, y se lo teme por sus ocasionales incursiones en las llanuras civilizadas. Impulsado por la curiosidad, hice descender al tarn; me pareció improbable que en ese momento una patrulla de Ar se encontrara en la Cordillera Voltai, y ni qué hablar de un grupo de cazadores.
Al acercarme se confirmaron mis sospechas. Quizá los hombres del misterioso campamento escucharon el batir de las alas del tarn, quizá durante una fracción de segundo pudo verse mi silueta delante de una de las tres lunas goreanas, lo cierto es que las fogatas desaparecieron de repente tras una lluvia de chispas y las cenizas ardientes, fueron extintas de inmediato. Quizá se trataba de forajidos, quizá de desertores del ejército de Ar. Podrían ser muchos los que buscaran su seguridad en las montañas. Mi curiosidad estaba satisfecha y sentí pocos deseos de aterrizar allí abajo en la oscuridad, donde fácilmente podía alcanzarme una flecha, disparada desde cualquier dirección; tiré, pues, de la primera rienda y me apresté a regresar a Ko-ro-ba, de donde había partido hacía algunos días, hacía una eternidad.
Cuando el tarn ascendió a las alturas, escuché el terrible e inquietante grito de caza del larl. Mi tarn pareció estremecerse en su vuelo. El grito encontró respuesta y poco después se escuchó un tercer eco desde otro lugar a cierta distancia. Cuando el larl sale sólo de caza se mueve en silencio y no emite ningún sonido hasta que aúlla repentinamente, en el momento anterior al ataque, con lo cual se propone paralizar a la víctima. Pero esa noche toda una horda de larls había salido a cazar y los gritos tenían la finalidad de hacer huir a la presa —que generalmente se compone de varios animales— hacia el lugar donde reinaba el silencio. Allí, por lo general, aguardaba el resto de la manada.
Las tres lunas brillaban con luz clara, y en el exótico caos de luz y sombra entreví a uno de los larls que trotaba en silencio; su cuerpo casi parecía blanco a la luz de la luna. El monstruo se detuvo, alzó husmeando la ancha cabeza y volvió a emitir un grito de caza, que de inmediato encontró respuesta en el oeste y sudoeste. De pronto, volvió a detenerse y paró sus orejas puntiagudas. Pensé que quizás había escuchado a mi tarn, pero no se preocupó por nosotros.
Hice descender a mi ave describiendo grandes círculos sin perder de vista al larl. La cola del animal comenzó a golpear fastidiada hacia un lado y otro. Luego el larl se agachó y salió corriendo.
Por lo visto allí abajo ocurría algo desacostumbrado. Algún animal parecía intentar romper el cerco del larl, que no estaba dispuesto, de ninguna manera, a que se le escapara una sola presa, a pesar de que se arriesgaba de ese modo a que se rompiera el cerco de las fieras cazadoras. El larl, aun en manada, sigue siendo siempre un cazador solitario.
Con horror, distinguí de repente la presa: se trataba de un ser humano que se movía con rapidez sorprendente en el terreno desnivelado. Desconcertado, observé que llevaba los harapos amarillos de un leproso que sufre de Dar-Kosis, aquella enfermedad goreana contagiosa e incurable.
Sin pensarlo más tomé mi lanza, tiré precipitadamente de la cuarta rienda y logré de ese modo un descenso abrupto. El pájaro se posó entre el hombre enfermo y el larl que se le iba acercando.
No me atreví a arrojar mi lanza desde la silla segura pero oscilante del tarn; antes bien salté al suelo. Momentos después el larl emitió su grito de caza y pasó al ataque. El espanto que sentí al escuchar ese grito salvaje me produjo un reflejo incontrolable que me paralizó. Pero tan rápidamente como había llegado, la paralización desapareció y alcé la lanza para enfrentar el ataque del larl. Quizá mi repentina aparición lo desorientó o hizo vacilar sus instintos, porque debió de proferir su grito asesino antes de tiempo, de manera que pude volver a controlar los músculos y los nervios. Cuando la enorme fiera, todavía a una distancia de cinco metros, dio un gran salto, mi lanza ya estaba colocada en el suelo como una pica. La punta desapareció en el pecho peludo del larl y el asta comenzó a hundirse en él, ya que el peso del animal la hacía penetrar más profundamente en su cuerpo. Salté a un lado y, al hacerlo, apenas pude escapar de las convulsiones de las peligrosas patas delanteras. El asta de la lanza se quebró y el monstruo cayó al suelo. Emitía gritos salvajes y penetrantes, mientras trataba de liberarse del pequeño objeto puntiagudo que lo atormentaba. Con un estremecimiento, la gran cabeza rodó finalmente hacia un costado y los ojos se cerraron, hasta que sólo se vio un tajo lechoso de muerte entre los párpados.
Me di la vuelta y examiné al hombre cuya vida había salvado. Se encontraba acurrucado delante de mí. Su capuchón le cubría el rostro.
—Aquí hay más fieras de este tipo —dije—. Deberías venir conmigo. Aquí no estás seguro.
La figura, envuelta en sus harapos amarillos, parecía volverse aún más pequeña.
—La Enfermedad Sagrada —susurró, y señaló su cara.
Esa era la traducción literal de la palabra Dar-Kosis, Enfermedad Sagrada. El nombre se origina en la creencia de que esa enfermedad es sagrada para los Reyes Sacerdotes, y que todos los que la sufren están consagrados a ellos. Por consiguiente también es considerado un pecado el derramar su sangre. De todos modos, los leprosos tenían poco que temer por parte de sus semejantes; su enfermedad era tan aborrecida en el planeta que aun el delincuente más audaz hacía un gran rodeo para evitarlos.
En diferentes lugares existen cavernas de Dar-Kosis donde los enfermos pueden permanecer voluntariamente y donde se los provee de víveres, arrojados desde el lomo de tarns que vuelan a grandes alturas. Si un leproso habita semejante cueva, ya no puede abandonarla. Ese pobre hombre debía de haber huido de una de ellas.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Soy un leproso —gimió el inquietante personaje. Los leprosos están muertos. Los muertos no tienen nombre.
Me sentía agradecido a la oscuridad reinante y a que el hombre se hubiera cubierto con el capuchón, pues sentía pocas ganas de ver su rostro devastado por la enfermedad.
—No temas —le dije y señalé al tarn, que sacudía las alas impaciente—. Apresúrate. Hay más larls por aquí.
—La Enfermedad Sagrada —volvió a decir el hombre.
—No puedo abandonarte aquí —dije. Me estremecía al pensar en alzar a ese ser terrible para colocarlo en mi silla. Cierto que temía a la enfermedad, pero al mismo tiempo no podía dejar al enfermo a merced de las fieras.
La figura emitió un ruido débil, quejumbroso:
—Hace tiempo que estoy muerto —rió salvajemente—. ¿Deseas contraer la Enfermedad Sagrada?— preguntó y extendió una mano, como si quisiera estrechármela.
Retrocedí aterrado.
El enfermo tropezó, trató de apoyarse en mí y cayó al suelo con un débil gemido. Estaba sentado allí, delante de mí, envuelto en harapos amarillos; la imagen de la desesperación bajo las tres lunas goreanas. Se hamacaba de un lado a otro y emitía débiles sonidos que parecían provenir de un loco.
A cierta distancia escuché el aullido de un larl.
Levántate —dije—. No tenemos mucho tiempo.
—Ayúdame —gimió.
Reprimí mi asco y extendí la mano.
—Ven, apóyate —dije—. Yo te ayudo.
De entre el montón de harapos me extendió una mano cuyos dedos estaban encorvados como las puntas de las garras de una fiera. Cerré los ojos para levantar a ese ser desgraciado.
Con sorpresa advertí que la mano del hombre era firme y dura como el cuero de una montura. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba pasando, mi brazo fue arrastrado hacia abajo y me encontré a los pies del hombre, que se puso de pie de un salto, y colocó una de sus botas sobre mi cuello. Su mano empuñaba una espada, cuya punta iba dirigida hacia mi pecho. El hombre se rió a carcajadas y echó su cabeza hacia atrás, dejando caer el capuchón. Pude distinguir una cabeza maciza, semejante a la de un león, con largos pelos desgreñados y una barba tan salvaje como la Cordillera Voltai. El hombre que parecía ir aumentando de estatura mientras se encontraba de pie delante de mí, sacó de entre sus ropas amarillas un silbato de tarn y emitió un silbido agudo. De inmediato, desde diferentes direcciones en las montañas, ese sonido fue retomado por otros silbidos. Apenas un instante después, el aire resonaba con un salvaje aleteo y aproximadamente medio centenar de salvajes tarnsmanes aterrizaron sobre la llanura.
—Yo soy Marlenus Ubar de Ar —dijo el hombre.