Me llamo Tarl Cabot. Mi apellido, según dicen, deriva del nombre italiano Caboto, pero yo no sé de ninguna vinculación al respecto, tanto más que mi familia, unos modestos comerciantes de Bristol, mi familia se caracterizó por tener un color de piel claro y el pelo llamativamente rojo y rebelde. También mi nombre de pila es poco común y, especialmente en mi época estudiantil, me ocasionó más de un disgusto. Este nombre me lo dio mi padre, que desapareció de mi vida cuando yo era aún muy joven. Lo consideraba muerto hasta que, casi veinte años después de su desaparición, recibí de él un extraño mensaje. Mi madre falleció aproximadamente en la época en que comencé a ir a la escuela. Los detalles biográficos suelen ser una lectura fatigosa; por ello me limitaré a comentar que fui un niño inteligente, bastante evolucionado para mi edad, y que me educó una tía, que me dio todo lo que un niño puede desear, todo menos amor.
Pude también terminar decorosamente mis estudios en la Universidad de Oxford y por fin me encontré, adecuadamente educado, en el umbral de la vida, con la convicción de que no podría integrarme sin más en el mundo del que me hablaban los libros. Dado que me había desempeñado bastante bien en mis estudios de historia inglesa me presenté como aspirante al cargo de profesor de Historia, ante varios pequeños colleges norteamericanos. Mis profesores de Oxford tuvieron la amabilidad de confirmar, con recomendaciones escritas, el informe algo exagerado acerca de mi formación y, de este modo, hallé finalmente un pequeño y liberal instituto en New Hampshire dispuesto a admitirme.
Yo estaba seguro de que pronto se enterarían de la verdad, pero, por el momento, tenía un pasaje pagado a los Estados Unidos y un puesto en el que podría desempeñarme por lo menos un año. Esta circunstancia me resultaba muy grata, si bien no podía liberarme de la sospecha de que fundamentalmente me habían incorporado como elemento exótico; con seguridad existían otros aspirantes norteamericanos que, exceptuando mi inconfundible acento británico, me superaban en mucho en cuanto a conocimientos y a recomendaciones.
Los Estados Unidos me gustaron mucho, a pesar de que en el primer semestre tuve que esforzarme bastante para poder aventajar al menos en algo a mis alumnos. Hice el descubrimiento poco grato de que, por el solo hecho de ser inglés, no se es automáticamente también una autoridad en el campo de la historia inglesa. Por suerte, mi superior, un hombre benévolo que usaba anteojos, sabía aún menos que yo sobre el tema, o al menos así me lo hizo creer.
Las vacaciones de Navidad me resultaron sumamente útiles; me proponía aprovechar el tiempo libre para lograr adelantarme algo más con respecto a mis alumnos. Pero después de todas las pruebas y exámenes del primer semestre sentí el deseo irresistible de dejar de lado al Imperio Británico y usar mis días libres para hacer una excursión, pensaba irme de campamento a las White Mountains, próximas a mí lugar de trabajo.
A uno de mis pocos amigos del instituto le pedí prestado un equipo para acampar y el mismo me llevó en su coche hasta las montañas. Nos pusimos de acuerdo en que, exactamente al cabo de tres días, volvería a buscarme en el mismo lugar. Mi primera precaución fue la de revisar mi brújula, como si ya supiera exactamente lo que habría de sucederme; poco después me encontraba caminando en medio del bosque. No temía el encuentro con la naturaleza; más bien me sentía a gusto de hallarme solo entre los pinos verdes y los campos de nieve.
Habría caminado unas dos horas cuando empezó a pesarme la mochila sobre la espalda. Me detuve para ingerir una comida fría y poco después me interné aún más en las montañas.
Al anochecer coloqué mis cosas sobre una meseta rocosa y comencé a juntar leña para hacer fuego. Me había alejado algunos metros de mi campamento provisional cuando me detuve desconcertado. En la oscuridad, a mi izquierda, algo emitía un brillo azul, sereno. Cautelosamente me acerqué al objeto. Parecía tratarse de un sobre de metal, rectangular, apenas más grande que un sobre común. Lo toqué y me pareció que estaba caliente. Mis cabellos se erizaron, mis pupilas se dilataron. En el sobre se leían en letras inglesas antiguas dos palabras: mi nombre, Tarl Cabot.
Naturalmente, se trataba de una broma. De alguna manera mi amigo me había seguido y se escondía en la oscuridad. Me reí y lo llamé por el nombre, pero no hubo respuesta. Después de una búsqueda infructuosa, que me irritó bastante, llegué a la conclusión de que había dejado el sobre con el fin de que yo lo encontrara. Lo tomé en la mano. Me pareció más frío, si bien seguía irradiando cierto calor. A decir verdad, era un objeto extraño.
Lo llevé a mi campamento y encendí el fuego que debía protegerme del frío y de la oscuridad. Respiraba con dificultad; el corazón me latía violentamente. Tenía miedo.
Moviéndome lentamente calenté una lata de habas y las comí para desviar, mediante una actividad rutinaria, mis pensamientos del sobre inquietante. Cuando por fin volví a observarlo ya no estaba caliente. ¿Cuánto tiempo había estado allí en el bosque? Casi parecería que su brillo sólo hubiera tenido como propósito atraer mi atención, y ese propósito se había logrado.
La escritura, que parecía incrustada en el metal, me recordaba las reproducciones de documentos en mis libros de Historia. El sobre no tenía junturas; al pasar mi pulgar por encima de él no dejó ninguna huella. De mala gana cogí el abridor de latas y traté de atravesar el sobre con la punta de metal. A pesar de lo liviano que parecía ser, opuso tal resistencia al metal, como si tuviera que vérmelas con un yunque. El abridor se torció hacia un lado, mientras el extraño objeto no denotó ni un simple rasguño.
Confundido, volví a observarlo. Sobre el reverso se advertía un pequeño círculo, en el que se veía la impresión de un pulgar. Lo limpié con mi manga, pero la mancha no desapareció. Lo apreté con el dedo índice y no sucedió nada.
Cansado de estas adivinanzas decidí acostarme. Durante mucho tiempo no pude conciliar el sueño, pues me sentía solo, experimentaba una extraña soledad, como si fuera el único ser vivo sobre el planeta. Casi tenía la impresión de que mi destino se hallaba fuera de nuestro pequeño mundo, en otra parte, en otros lejanos, extraños mundos del Universo.
Y de repente se me ocurrió algo y supe qué debía hacer. Ese sobre no era una broma ni un truco. Algo en mi fuero interno sabía la verdad, la había sabido desde el principio. Medio dormido coloqué más leña sobre el fuego crepitante, tomé el sobre y apreté lentamente el pulgar derecho sobre el círculo. Y tal como esperaba, como lo había temido, el sobre, que aparentemente constaba de una sola pieza, se abrió con un crujido.
Un objeto cayó de él: un anillo de metal rojo con un sencillo signo, una «C». En mi estado de excitación apenas reparé en ello. Un texto cubría la parte interior del sobre, con la misma letra que había visto en la parte exterior.
Me quedé helado cuando observé la fecha. La carta había sido escrita el 3 de febrero de 1.640, hace más de trescientos años. Extrañamente, el día en que esto acontecía también era un 3 de febrero. La firma debajo de la carta estaba escrita en caracteres modernos.
Yo conocía esa letra, la había visto una o dos veces sobre cartas que conservaba mi tía, aunque no recordaba a la persona: se trataba de la firma de mi padre, Matthew Cabot, que había desaparecido en mi temprana juventud.
El bosque giraba a mi alrededor. Sentí que no podía moverme. Por un instante perdí el sentido, pero de inmediato di una sacudida, apreté los dientes y me dije que todavía estaba vivo, que no soñaba, que aquí, en mi mano, tenía una carta, que había llegado a destino trescientos años después de haber sido enviada, escrita por un hombre que, según nuestra cronología, debía tener unos cincuenta años.
Aún hoy recuerdo cada palabra de esa carta:
Escrito el 3 de febrero del año de Nuestro Señor de 1.640
Tarl Cabot, hijo mío:
Perdóname, pero no existe otra alternativa. La decisión ha sido tomada. Haz siempre lo que consideres justo según tu propio interés, pero has sido elegido y no puedes eludir tu destino. Te deseo lo mejor a ti y a tu madre. Lleva contigo el anillo de metal rojo y tráeme, por favor, un puñado de tierra verde.
No conserves esta carta. Debe ser destruida.
Afectuosamente
Leí el texto una y otra vez y mientras lo hacía me iba sintiendo extraordinariamente tranquilo. Estaba seguro de que todavía estaba en mi sano juicio. Metí la carta en la mochila. Debía regresar inmediatamente a la ciudad. No sabía de cuánto tiempo disponía, pero si se trataba de algunas horas, quizá aún lograría llegar a una carretera, un río o una choza.
Lleno de inquietud miré a mi alrededor. De algún modo tenía la sensación de ser observado, una sensación bastante desagradable. Me puse las botas y el abrigo, recogí mi mochila y apagué el fuego.
Algo relumbraba en la ceniza. Me agaché y recogí el anillo. Estaba caliente por el fuego, pero era duro y sólido; un pedazo de realidad. Existía. Lo deslicé dentro del bolsillo de mi abrigo.
Apremiado por el impulso indefinido de abandonar el campamento me marché en la oscuridad. Era algo así como desafiar al destino, porque apenas podía ver mi mano delante de los ojos. Había avanzado a tientas entre los árboles unos veinte minutos cuando advertí horrorizado que se incendiaban la bolsa de dormir y la mochila sobre mi espalda. Con un movimiento precipitado arrojé lejos de mí la carga quemante. Parecía como si estuviera contemplando un alto horno. Yo sabía que la carta era la causa de este infierno y me estremecí al imaginar qué habría ocurrido si hubiera guardado el sobre en el bolsillo del abrigo.
Si reflexiono acerca de esto en la actualidad, resulta en realidad extraño que no haya huido despavorido. Por el contrario, examiné los restos de mi bolsa de dormir con una pequeña linterna y comprobé que, en apariencia, el sobre se había disuelto sin dejar ningún rastro. Al mismo tiempo se percibía un perfume desconocido en el aire.
Reflexioné acerca de si el anillo podría incendiarse de la misma manera, pero aunque parezca extraño, lo puse en duda.
¿Acaso no me habían indicado expresamente que llevara el anillo y me deshiciera de la carta? Una advertencia que, por imprudente, había desoído.
De todos modos, todavía me quedaba la brújula, que representaba un fuerte vínculo con la realidad. La silenciosa llamarada me había confundido; había perdido el sentido de la orientación. Mi brújula me auxiliaría. Pero al tomar la bitácora, me pareció que mi corazón dejaba de latir: la aguja se movía ciegamente trazando un círculo, como si de repente ya no existieran las leyes de la naturaleza.
Por primera vez después de haber hecho el extraño hallazgo perdí la serenidad. La brújula había sido mi ancla, mi apoyo, algo en que confiar. Se escuchó un ruido intenso: indudablemente mi propia voz, que estalló en un alarido repentino y asustado que siempre recordaré con vergüenza.
Momentos después salí corriendo como un animal aterrorizado. Ya no recuerdo cuánto tiempo corrí. Quizá durante algunas horas, quizá sólo unos minutos. Innumerables veces tropecé o caí, y otras tantas veces las ramas de pino se me clavaban en la carne y me retenían.
De repente salió la luna e iluminó la pendiente con su fría luz. Caí al suelo exhausto. Por primera vez en mi vida había sentido un miedo incontrolable, al que me había sometido por completo, como a una fuerza a la que no puede ofrecérsele ninguna resistencia. Debía cuidarme de este poder. Miré a mi alrededor y distinguí la meseta rocosa sobre la que había instalado mi campamento, y las cenizas del fuego. Había regresado al campamento.
Sentí la tierra debajo de mí, la presión contra mis músculos doloridos, el cuerpo bañado en sudor. Y sabía que era bueno sentir dolor. Era importante poder sentir: eso me indicaba que estaba vivo.
Entonces, vi descender la nave. Durante un breve instante pareció una estrella fugaz, luego la distinguí con claridad, como un ancho y grueso disco plateado. Silenciosamente aterrizó sobre la meseta rocosa. Un leve soplo estremeció las hojas en el suelo y me levanté. Al mismo tiempo se abrió una puerta en el costado de la nave. Tenía que entrar en ella. Recordé las palabras de mi padre: «No puedes eludir tu destino». Antes de embarcarme, permanecí un instante de pie y recogí un puñado de tierra verde, en respuesta al pedido de mi padre. También para mí mismo era importante tener algo que representara mi patria. Tierra de mi planeta, de mi mundo.