Ar, si bien todavía estaba sitiada, seguía invicta y presentaba un espectáculo grandioso. Sus maravillosos cilindros relucientes se alzaban orgullosos detrás de las blanquísimas fortificaciones de mármol; sus dos muros, el primero de los cuales tenía una altura de cien metros y el segundo, a veinte metros del anterior, alcanzaba los ciento treinta metros, eran tan anchos que se los podía recorrer con seis carromatos de tharlariones, uno al lado del otro. A intervalos de cincuenta metros se alzaban torres elevadas. Encima de la ciudad, de los muros a los cilindros, y entre éstos, pude ver el reflejo del sol sobre alambres de tarn que se balanceaban, millares y millares de finos hilos de metal que se extendían sobre la ciudad a la manera de una red protectora. Era prácticamente imposible conducir un tarn a través de esa red, ya que los alambres seccionarían las alas del animal.
En la ciudad, los Iniciados que poco después de la huida de Marlenus habían subido al poder seguramente ya habían echado mano de las provisiones que se reservaban para las épocas de sitio y administraban los numerosos graneros. Con un racionamiento eficaz una ciudad como Ar podría soportar un sitio a lo largo de toda una generación.
Los ejércitos de Pa-Kur se habían reunido fuera de los muros y se aprestaban para la lucha bajo las indicaciones de los mejores expertos sitiadores de Gor. A una distancia de unos centenares de metros de los muros, fuera del alcance de las ballestas, millares de esclavos cavaban un inmenso foso. Cuando éste estuviera terminado debería tener un ancho de quince a veinte metros y una profundidad de casi veinticinco. En el borde posterior del hoyo, con la tierra removida, se iba levantando un gran baluarte. En lo alto de ese baluarte se encontraban numerosos agujeros que, detrás de escudos móviles de madera, se proponían albergar a arqueros y piezas de artillería.
Entre ese foso y los muros de la ciudad se habían colocado, en la oscuridad, millares de estacas afiladas, inclinadas hacia la ciudad. Algunas de esas trampas mortales estaban disimuladas o colocadas dentro de hoyos. Detrás del gran foso se extendía, a algunos centenares de metros de distancia, un foso más pequeño, de unos cinco metros de ancho por cinco de profundidad, también provisto de un baluarte. Sobre éste se alzaba una empalizada de troncos afilados en la punta. En esa empalizada se abría, cada cincuenta metros, un portón de madera: accesos a las innumerables carpas del ejército sitiador.
Aquí y allá se construían torres sitiadoras entre las carpas. Podían verse nueve de esas construcciones. Era inimaginable que pudieran sobrepasar los muros de Ar, pero con sus arietes de asalto quizá podrían causar daños a menor altura. Las crestas de los muros serían atacadas por tarnsmanes. Cuando llegara el momento del asalto, se tenderían puentes encima de los fosos; sobre esos puentes avanzarían las hordas de Pa-Kur. Armas livianas, sobre todo catapultas, serían transportadas por encima de los fosos por equipos de tarnsmanes armados.
Un aspecto del sitio debía de ocultarse a mi vista: el violento duelo de los túneles cavados por ambas partes. Probablemente ya se habrían comenzado a cavar numerosos pasajes subterráneos, en los cuales, sin duda, se librarían algunos de los combates más violentos del sitio. Si se observaban los cimientos de los poderosos muros de la ciudad, parecía improbable que pudieran llegar a derrumbarse por la existencia de túneles; pero, era posible que alguno de ellos llegara sin que los sitiados lo advirtieran hasta la ciudad; a través de él podría pasar un destacamento de guerreros valientes que, quizá, podría situarse detrás de las filas de los defensores y, desde allí, atacar la puerta principal.
Entonces noté una circunstancia que me produjo cierta confusión. Pa-Kur había descuidado la protección de su retaguardia y no había construido un tercer foso. Yo veía a proveedores y mercaderes que entraban al campamento y salían de él sin ningún impedimento. Pensé que, seguramente, Pa-Kur no tenía nada que temer y por ello no quería que sus esclavos y prisioneros perdieran el tiempo en un trabajo inútil. A pesar de ello, me pareció que cometía un error, aunque sólo fuera desde el punto de vista de las reglas de la práctica del sitio de una ciudad.
Aterricé con mi tarn a una distancia prudente del campamento, a unos ocho o diez pasang de la ciudad. No me sorprendió el hecho de que nadie me detuviera; la arrogancia de Pa-Kur era tan grande que no había centinelas que controlaran el acceso a la ciudad de las carpas. Entré en el campamento como quien entra a una feria. No tenía planes precisos, pero estaba decidido a encontrar a Talena y huir con ella, o a morir en el intento.
Detuve a una joven esclava que pasaba presurosa y le pregunté por el camino que me conduciría al campamento del comerciante Mintar; estaba segura de que habría acompañado de vuelta a las hordas al núcleo de las tierras de Ar. La muchacha escupió en la mano las monedas que llevaba en la boca y me dio la información requerida.
Me había cubierto con un casco que le había quitado al guerrero en las Voltai, y me acerqué nerviosamente al campamento de Mintar. A la entrada había una enorme jaula de alambre, un corral de tarns. Le arrojé un discotarn de plata al guardián y le ordené que se ocupara de mi ave.
Sigilosamente me deslicé alrededor del campamento que, a la manera de muchos campamentos de mercaderes, se hallaba separado del principal por un cerco de ramas entrelazadas. Sobre las instalaciones se extendía una red de tarn que emitía un resplandor plateado, como si se tratara de una ciudad sitiada. El campamento de Mintar tenía una extensión de varios acres; se trataba del campamento de mercaderes más grande.
Miré con precaución a mi alrededor, trepé el cerco y me deslicé hasta el suelo entre algunos tharlariones. Los pesados animales de tiro apenas levantaron la cabeza, mientras me abría paso entre ellos y me acercaba cautelosamente al interior del corral.
Tuve suerte, ya que nadie me vio cuando salté por encima del cerco; me hallaba sobre un sendero que tenía aspecto de ser muy transitado, entre las carpas que servían de vivienda. Normalmente todo campamento de mercader bien organizado se halla dispuesto en forma geométrica, y noche tras noche las carpas están en la misma posición relativa. Los diferentes grupos forman círculos concéntricos: las carpas de los guardianes, el círculo exterior, seguidas por las viviendas de los artesanos, cocheros, supervisores y esclavos; el centro naturalmente le estaba reservado al comerciante, a sus mercaderías y a su guardia personal.
Teniendo en cuenta todo esto, había elegido el lugar adecuado para saltar el cerco; me proponía llegar hasta la carpa de Kazrak, que se hallaba en el círculo exterior, en las proximidades de los corrales de los tharlariones. Mis reflexiones resultaron acertadas, e instantes después me deslizaba dentro de su carpa. Dejé caer sobre su bolsa de dormir mi anillo con el signo de Cabot.
La hora siguiente, mientras esperaba la llegada de Kazrak, me pareció interminable. Por fin, la figura cansada del guerrero se perfiló mientras se agachaba para entrar en la carpa. Llevaba el casco en la mano. Esperé silenciosamente en la sombra. Dejó caer su casco sobre la bolsa de dormir y comenzó a quitarse la espada. Yo seguía callado, ya que mientras portara un arma no podía descartarse la posibilidad de que me atacara en el primer instante de sorpresa. Vi cómo Kazrak removía el fuego y advertí un cálido sentimiento de amistad que brotaba dentro de mí, al distinguir sus rasgos a la luz de las llamas. Encendió la pequeña lámpara de la carpa y se dio la vuelta; al hacerlo descubrió el anillo.
—¡Por los Reyes Sacerdotes! —exclamó.
Corrí a través de la carpa y le tapé la boca con mi mano. Forcejeamos durante un instante.
—¡Kazrak! —exclamé y aparté la mano. Me abrazó y me apretó fuertemente contra su pecho. Vi lágrimas en sus ojos.
—Te busqué —dijo—. Durante dos días cabalgué a lo largo de las orillas del Vosk. Hubiera cortado tus ataduras.
—Eso está prohibido —dije riendo.
—Y aunque así fuera —respondió—, igualmente lo hubiera hecho.
—Estamos juntos otra vez —dije simplemente.
—Encontré el armazón de madera —siguió Kazrak— a medio pasang de distancia del Vosk. Te di por muerto.
El buen hombre lloraba y tuve ganas de llorar con él. Amistosamente le agarré del hombro y lo sacudí. De su baúl, que se encontraba junto a la bolsa de dormir, saqué una botella de Ka-la-na, tomé un buen trago y le puse la botella en la mano. Bebió el resto y se limpió la barba.
—Estamos juntos otra vez, Tarl de Bristol, mi hermano de espada.
Kazrak y yo nos sentamos y le relaté mis aventuras. Sacudió la cabeza:
—El destino te favorece —dijo—. Los Reyes Sacerdotes te han elegido para llevar a cabo grandes empresas.
—La vida es corta —respondí—. Hablemos de otras cosas.
En ese instante se abrió la entrada de la carpa de Kazrak y yo me oculté entre las sombras.
El hombre que entró era uno de los palafreneros de Mintar: el que conducía los animales que arrastraban la litera del mercader.
—¿Podrían Kazrak y su huésped, Tarl de Bristol, hacer el favor de acompañarme a la carpa de Mintar, de la Casta de los Mercaderes? —preguntó.
Kazrak y yo nos quedamos mudos, pero nos levantamos y seguimos al hombre. Había oscurecido, y como tenía cubierta mi cabeza con el casco, no corría peligro de ser reconocido por un observador casual. Antes de abandonar la carpa coloqué en mi bolso el anillo de metal rojo. Hasta entonces había llevado la alhaja abiertamente, pero en ese momento consideré que convenía ser más prudente.
La carpa de Mintar era redonda y muy grande, un palacio hecho de telas de seda. En la entrada pasamos junto a los guardianes. En el medio del gran espacio interior, dos hombres se hallaban sentados sobre almohadones, delante de una pequeña fogata, con un tablero en medio de los dos. Uno era Mintar, de la Casta de los Mercaderes, cuyo cuerpo descansaba sobre las almohadas como si fuera un saco de harina. El otro, un ser gigantesco, se hallaba envuelto en los harapos de un leproso, pero los llevaba como un rey. Estaba sentado sobre los almohadones con las piernas cruzadas y la cabeza bien erguida, en la posición de un guerrero. Lo reconocí de inmediato. Era Marlenus.
—No interrumpáis el juego —ordenó Marlenus.
Mintar estaba absorto; sus ojos pequeños se dirigían a los cuadrados rojos y amarillos del tablero. También Marlenus volvió a concentrarse en él juego. Los ojos de Mintar relampaguearon brevemente y su gruesa mano se demoró un instante, titubeando sobre una de las piezas del juego, un Tarnsman. Tocó la figura, lo que le comprometía a moverla. A esto siguió un breve cambio de piezas, casi una reacción en cadena, durante la cual ninguno de los dos hombres pareció reflexionar mucho. Un Primer Tarnsman venció a un Primer tarnsman, un Segundo Luchador de Lanza eliminó al Primer Tarnsman, la Ciudad venció al Luchador de Lanza, un Asesino se apoderó de la Ciudad, el Asesino fue víctima del Segundo Tarnsman, éste fue eliminado por un Esclavo con Lanza y este último, a su vez, por otro Esclavo con Lanza.
Mintar se reclinó sobre los almohadones:
—Tomaste la Ciudad —dijo— pero no la Piedra del Hogar —sus ojos centellearon—. La perdí para poder apoderarme del Esclavo con Lanza. Terminemos el juego. El Esclavo con Lanza me otorga el punto necesario, un punto pequeño, pero decisivo.
Marlenus sonrió ferozmente. Con un gesto imperioso envió a su Ubar al claro que se había formado por la última jugada de Mintar; el Ubar protegía ahora la Piedra del Hogar.
Mintar se inclinó irónicamente:
—Una debilidad de mi juego —dijo—. Siempre presto demasiada atención a la ganancia, no importa cuán pequeña sea.
Marlenus nos miró a Kazrak y a mí:
—Mintar —dijo— me enseña a tener paciencia. Es por lo general un experto en cuanto a la defensa.
—Y Marlenus en cuanto al ataque —respondió Mintar sonriendo.
—Un juego absorbente —dijo Marlenus y señaló el tablero. Yo utilicé al Asesino para tomar la Ciudad, luego el Asesino fue eliminado por un Tarnsman… una combinación poco ortodoxa, pero interesante…
—Y el Tarnsman a su vez es eliminado por un Esclavo con Lanza —comenté.
—En efecto —dijo Marlenus sacudiendo la cabeza—, y de este modo soy yo quien vence.
—Y Pa-Kur —dije— es el Asesino.
—Sí —prosiguió Marlenus— y Ar la Ciudad.
—¿Y yo soy el Tarnsman? —pregunté.
—Sí —dijo Marlenus.
—¿Y quién es el Esclavo con Lanza?
—¿Acaso importa? —preguntó Marlenus—. Tomó a varios Esclavos con Lanza y los dejó caer uno tras otro sobre el tablero. Cualquiera de ellos sirve.
—Cuando los Asesinos tomen la Ciudad —dije— , el dominio de los Iniciados habrá llegado a su fin y la horda se dispersará con el botín y dejará en la ciudad una guarnición para ocuparla.
Mintar se movió con cierta inquietud sobre su cojín:
—El joven tarnsman juega bien —dijo.
—Y —proseguí— cuando caiga Pa-Kur las tropas de ocupación se pelearán entre sí y puede producirse una revolución…
—Bajo la conducción de un Ubar —dijo Marlenus asintiendo, y examinó la pieza que tenía en su mano: era un Ubar. La dejó caer sobre el tablero, dispersando de este modo las demás piezas— ¡Bajo la conducción de un Ubar! —repitió.
—¿Estás dispuesto a entregar la ciudad a Pa-Kur? —pregunté— ¿Permitirás que sus hordas se apoderen de los cilindros, saqueen y destruyan la ciudad, maten o esclavicen a sus habitantes?
Los ojos de Marlenus centellearon. —No —dijo—. Pero Ar caerá. Los Iniciados sólo saben murmurar plegarias y organizar los detalles de sus inútiles ceremonias de sacrificio. Ambicionan el poder político, pero no entienden nada al respecto, no lo saben manejar. No soportarán durante largo tiempo un sitio bien organizado. No pueden defender la ciudad.
—¿Pero no podrías entrar tú en la ciudad y tomar el poder? Podrías devolver la Piedra del Hogar y reunir un séquito a tu alrededor.
—Sí —dijo Marlenus—. Podría devolverle la Piedra del Hogar a la ciudad y pronto contaría nuevamente con partidarios. Pero no serían suficientes. ¿Cuántos seguirían el estandarte de un proscrito? No, primero el poder de los Iniciados debe ser destruido.
—¿Cuentas con un acceso a la ciudad? —pregunté.
Marlenus me miró y me guiñó el ojo:
—Quizá —contestó.
—Entonces te propongo lo siguiente: trata de apoderarte de las Piedras del Hogar de las ciudades dominadas por Ar, que se encuentran en la torre central. Cuando estén en tu poder puedes sembrar la discordia entre las hordas de Pa-Kur, devolviendo las piedras a las delegaciones de las diferentes ciudades, bajo la condición de que se retiren inmediatamente. Si se niegan a hacerlo puedes destruir las Piedras.
—Los soldados de las doce ciudades sometidas —repuso— buscan el botín y a las mujeres de Ar y no sólo sus Piedras.
—Quizás algunos de ellos luchen por su libertad, por el derecho de conservar su Piedra del Hogar —dije—. Seguramente las hordas de Pa-Kur no están compuestas sólo de aventureros y mercenarios.
Advertí el interés del Ubar y proseguí:
—Además, pocos soldados goreanos, a pesar de su posible salvajismo, arriesgarían la destrucción de su Piedra del Hogar, que a fin de cuentas es el símbolo de su patria.
Marlenus frunció el ceño:
—Pero si se pone fin al sitio, el poder seguiría en manos de los Iniciados.
—Y Marlenus no podría reconquistar el trono de Ar —dije—. Pero por lo menos se salvaría la ciudad. ¿Qué es lo que tú más quieres Ubar, tu ciudad o tu título? ¿Te preocupa el bienestar de Ar o sólo tu gloria?
Marlenus se levantó de un salto, se despojó de sus harapos amarillos y desenvainó su espada reluciente:
—¡Un Ubar responde con la espada semejante pregunta!
Yo también había desenvainado mi espada. Durante un largo, terrible instante nos mirarnos fijamente, luego Marlenus retrocedió un paso, lanzó una gran carcajada sonora y envainó la espada:
—Tu plan es bueno —dijo—. Esta noche entraré en la ciudad con mis hombres.
—Y yo os acompañaré —agregué.
—No —replicó Marlenus—. Los hombres de Ar no necesitan la ayuda de un guerrero de Ko-ro-ba.
—Quizás el joven tarnsman podría ocuparse de Talena, la hija de Marlenus —dijo Mintar en voz baja.
—¿Dónde está? —pregunté.
—No lo sabemos con exactitud —respondió Mintar—. Pero se supone que se halla en las carpas de Pa-Kur.
Kazrak habló por primera vez:
—El día que caiga Ar, se casará con Pa-Kur y reinará a su lado. Él abriga la esperanza de que esto inducirá a los sobrevivientes de Ar a reconocerlo como Ubar legítimo. Se proclamará libertador de la ciudad, el hombre que puso fin al despotismo de los Iniciados, y restablecerá el esplendor del imperio.
Mintar movía pensativamente de un lado a otro las figuras sobre el tablero:
—Tal como la situación se presenta actualmente —dijo— la joven carece de importancia, pero sólo los Reyes Sacerdotes pueden prever todas las variaciones posibles. Podría resultar ventajoso eliminar a la muchacha del juego.
Marlenus miraba fijamente el suelo con los puños cerrados:
—Sí —dijo—, tiene que desaparecer, pero no sólo por motivos estratégicos: me ha deshonrado. —Me miró con el ceño fruncido—. Estuvo a solas con un guerrero, se le sometió y ahora le ha prometido a un Asesino que reinaría a su lado.
—Ella no te deshonró —afirmé.
—Se sometió —gruñó Marlenus.
—Sólo para salvar la vida —respondí.
—Y por lo que se dice —dijo Mintar sin levantar la vista —aceptó a Pa-Kur sólo para ofrecerle una oportunidad de supervivencia a cierto tarnsman que ama.
—Como novia habría aportado mil tarns —dijo Marlenus amargamente—. Ahora vale menos que una esclava educada.
—¡Es tu hija! —repuse acaloradamente.
—Si ahora estuviera aquí —dijo Marlenus—, la estrangularía.
—Y yo te mataría —exclamé.
—Bueno —dijo Marlenus sonriendo—, quizá sólo la azotaría y se la entregaría a mis tarnsmanes.
—Y yo te mataría —repetí.
—En verdad —dijo Marlenus—, uno de los dos mataría al otro.
—¿Acaso no la quieres? —pregunté.
Marlenus me miró confundido:
—Soy un Ubar —repuso—. Recogió el manto amarillo, se lo echó encima y ocultó su rostro tras la capucha amarilla de leproso. Antes de irse, me golpeó amistosamente el pecho con su bastón nudoso —Que los Reyes Sacerdotes te acompañen —dijo riéndose.
Marlenus se encorvó y abandonó la carpa, simulando ser un leproso desesperado que con el bastón iba buscando el camino.
Mintar levantó la vista:
—Hasta ahora eres el único hombre que se ha salvado de la muerte de tarn —dijo, y en su voz había algo de veneración—. Quizá sea cierto lo que se cuenta acerca de ti: que eres uno de esos guerreros que se traen a Gor sólo una vez cada mil años para modificar el mundo, y son los Reyes Sacerdotes quienes los traen.
—¿Cómo sabías que vendría a tu campamento? —le pregunté.
—Por la muchacha —respondió Mintar. Era una suposición lógica que en primer lugar visitarías en su carpa a Kazrak, tu hermano de espada.
Mintar hurgó en su bolso y sacó un discotarn de oro. Se la arrojó a Kazrak. Supongo que deseas dejar de prestarme servicios —dijo.
—Tengo que hacerlo —respondió Kazrak.
—¿Dónde están las carpas de Pa-Kur? —pregunté.
—Se encuentran en el lugar más alto del campamento, cerca del segundo foso, directamente frente a la gran puerta de la ciudad de Ar. No se te escapará el estandarte negro de la Casta de los Asesinos.
—Muchas gracias —dije—. A pesar de pertenecer a la Casta de los Mercaderes eres un hombre valiente.
—Un comerciante puede ser tan valiente como un guerrero, joven tarnsman —repuso Mintar sonriendo. Casi parecía turbado—. Veámoslo desde este ángulo. Si Marlenus reconquistara la ciudad, ¿acaso Mintar no obtendría todos los monopolios que desee?
—Sí, pero en eso Pa-Kur, seguramente, no seria menos generoso que Marlenus.
—Sería aún más generoso —rectificó Mintar, volviendo a mirar el tablero—, pero desgraciadamente Pa-Kur no interviene en este juego.