8

El ballenero

Nunca había estado a favor de la caza de ballenas. Es más, había participado en manifestaciones contra esa pesca que amenazaba con exterminar a los mayores mamíferos acuáticos del planeta. Pero Gunnar me convenció de que la pesca de las minke era diferente.

– Es una pesca tradicional, familiar, que se ha practicado desde siempre en la costa noruega.

– ¿Y eso mata menos a las pobres ballenas?

– Claro. Se pescan menos y se aprovecha todo: la carne, la grasa, el aceite y las barbas.

– No, si al final los cazadores de ballenas van a ser buena gente y todo…

– No te confundas. Los que casi han exterminado a las ballenas son los pesqueros industriales, que encima sólo aprovechan el aceite y lanzan el resto al mar. Eso es un desperdicio.

– ¿Las minke, dices? -pregunté con cautela.

– Es la ballena barbuda más pequeña de todas, menos de diez metros. Como tres vacas. Con ella se alimenta una familia todo el invierno.

En realidad no había mucha diferencia con nuestra matanza del cerdo.

– ¿Sufren?

– Los fusiles de arpones actuales no tienen nada que ver con los antiguos arpones, que simplemente las herían; su agonía era muy larga. En cambio, ahora mueren casi instantáneamente.

Me convenció de la eficacia de los nuevos métodos.

– ¿Y nos llevarán a Islandia?

– Ése es el trato. Se desviarán de su ruta para dejarnos en Rejkiavik, sin pasar por aduanas ni declarar a la policía, y así se aprovisionarán para el regreso.

Embarcamos esa misma tarde en Reine, un delicioso puerto, al abrigo de los vientos, conocido como la perla de las Lofoten. El encanto de sus montañas y sus costas pobladas por gnomos y pescadores se contagiaba a los balleneros.

En lugar de hombres rudos y tatuados que escupían sobre los tablones de madera del buque, me encontré con una tripulación risueña, afeitada y joven. Se presentaron por sus nombres y, como todos se parecían en las efes y en los ojos azules y eran igual de encantadores, rubios y esbeltos, me parecieron los hermanos pequeños de Gunnar, un ejército de vikingos angélicos. Acabé por bautizarlos como los bersekers del mar. Eran casi divinos, sólo les faltaban las alas blancas para echarse a volar.

Algunos eran estudiantes universitarios que trabajaban como pescadores en verano. Los demás, más curtidos, eran balleneros de siempre, mediana edad y carcajada a punto. Todos ellos miembros de una misma familia cuyo patriarca, el orondo Karl Harstad, nos recibió con efusivos abrazos y nos mostró con orgullo su pequeña embarcación de tan sólo ochenta pies de eslora, como me tradujo Gunnar.

Las perspectivas de viajar con la acogedora familia Harstad, versión masculina, me parecieron la forma más maravillosa de soltar amarras de mi vida anterior e iniciar un nuevo periplo hasta la isla de Gunnar. Una travesía sin mosquitos, sin policía y sin brujas Omar no me pareció una huida desesperada sino algo así como unas vacaciones.

Estaba equivocada.


Minutos antes de soltar amarras se personó el último marinero, un hombre de unos setenta años, delgado como un alfiler, la piel curtida y apergaminada por el sol y el yodo. Venía de beber en la taberna. Se notaba a la legua. Iba cantando y, petate al hombro, subió por la escalerilla con una agilidad inusual para su edad, hasta que, al ver a Gunnar, se detuvo como tocado por un rayo, lo palpó con incredulidad y gritó:

– Ingar, Ingar, soy yo, Kristian Mo, ¿te acuerdas?

Gunnar dibujó una sonrisa y le palmeó la espalda cariñosamente.

– Kristian Mo -deletreó concienzudamente, recordando.

Entonces el viejo marino lo agarró con una fiereza inusual y sus dedos, como ganchos, se prendieron de la camisa de Gunnar.

– ¡Viejo zorro, borrachuzo, no te ahogaste!

Y sus ojillos lagrimeaban de emoción.

O había perdido la razón, o confundía a Gunnar. Y fue Gunnar quien le avisó.

– No soy Ingar -Gunnar nos guiñó un ojo a todos los que contemplábamos la escena-. Ingar era mi abuelo.

El viejo Kristian, enfadadísimo, no aceptaba que le llevasen la contraria.

– ¡Por todos los diablos! Si yo digo que eres Ingar, es que eres Ingar.

Los bersekers del mar reían de la cogorza que llevaba encima el viejo Mo y a sus espaldas se mofaban representando la charada de su ronda tabernaria. Debía de haber vaciado todas las bodegas de Reine.

Gunnar intentó hacerle razonar.

– Soy Gunnar, nací en Islandia y mi abuelo me habló de ti. Dijo que eras el marino más tramposo y follonero del mar de Noruega.

Pero Kristian Mo era un cabezota.

– Eres Ingar, mi viejo amigo, el mejor bebedor de las Lofoten, el mejor tallador de caballos de Vesteralen, el vikingo descendiente de Erik el Rojo con más mentiras que explicar.

El patrón intervino conciliador. Tomó al viejo Kristian Mo por la espalda y la palmeó cariñosamente.

– Eso que dices de tu amigo Ingar, ¿cuándo sucedió?

Kristian Mo había perdido la capacidad de contar los inviernos. Pero había un indicador que no fallaba.

– ¡Maldita sea! -se rascó la cabeza a la búsqueda de una respuesta-. Tenía todos los dientes, con Ingar abríamos las latas con la boca, como los hombres de verdad.

– Pues si tenías los dientes, calcula. De eso debe de hacer treinta años… ¿Cuarenta? Gunnar no había nacido.

Kristian Mo estaba borracho perdido, pero no era tonto. Se frotó los ojos con incredulidad.

– Es verdad… Ingar sería un viejo, como yo.

Gunnar sonrió.

– Tómate un par de cafés bien cargados y vuelve a mirarme.

Kristian Mo se llevó las manos a la cabeza, dolorida, y en el mismo momento en que los bersekers del mar soltaron amarras se lanzó sobre la borda y vomitó hasta la última gota del aguardiente que había bebido de más.

No fue el único. Durante ese viaje el barco no dejó de moverse y yo estuve permanentemente indispuesta, sin poder ingerir casi nada. Y nuestra indisposición, o la tristeza que se escondía tras los ojillos verdes y vivaces del viejo marino, despertaron mi ternura y nos hicimos buenos amigos. Kristian Mo amenizó mi viaje en el ballenero y me contó tantas historias que ni siquiera hoy puedo recordarlas todas.


Divisamos a las ballenas minke después de unos días de navegación. A diferencia de otras ballenas, no tenían surtidor y se necesitaba muy buena vista para distinguirlas. Los bersekers del mar se turnaron con los prismáticos, enfocando hacia una mancha oscura que se sumergía cíclicamente en las grises aguas. Coincidieron, era una manada de minke.

Inmediatamente, el buque se detuvo y los hombres se prepararon con sus fusiles y sus arpones. Debían pasar inadvertidos y esperar que un número suficiente de ejemplares se acercase al radio de tiro para disparar sobre ellas. Gunnar empuñaba su arpón como uno más y se acercó sigilosamente hasta situarse a mi lado.

– Las atacaremos por sorpresa. Es un espectáculo grandioso -cuchicheó a mi oído.

Tenía los ojos brillantes y se le había contagiado la facilidad de la carcajada. El trato con otros hombres lo había cambiado. Practicaba la camaradería y rehuía los detalles cariñosos conmigo en público, excepto a veces, a oscuras, cuando muy de tarde en tarde nos quedábamos solos en el camarote colectivo; entonces me besaba con ternura y sus labios sabían a salitre y a mar.

Esa tarde Gunnar no se avergonzaba de su debilidad por mi. Estaba ilusionado y quería hacerme partícipe de la emoción de la caza de las minke.

– ¿Quieres que te enseñe a arponear?

No me veía con fuerzas ni de sostener el pesado arpón. Hacía una semana que no comía nada, pero no quería preocuparle. Gunnar no sabía de mi perenne mareo.

– Me da miedo.

– ¿Miedo?

Y me besó con dulzura.

– ¿Y ahora?

Sonreí. Ciertamente a su lado me sentía segura, cálidamente protegida, aun a pesar de mis mentiras.

– Mejor.

Gunnar tensó su brazo bajo la camisa y sus músculos se dibujaron nítidamente, empujando la tela. Era muy fuerte mi vikingo. Me hizo sentar entre sus piernas, como un cachorrillo.

– No te muevas, me traerás suerte.

– ¿Yo?

– Eres mi sirena.

Y me quedé muy quieta, en el suelo, abrazada a sus piernas, procurando no mover ni las pestañas.

Pasaron las horas y descubrí que la inmovilidad cansa. Finalmente, poco a poco, las ballenas se confiaron y se fueron acercando al casco de nuestro buque. Retuve la respiración, como todos, hasta que el patrón dio la orden de disparar. Incluso hoy lo recuerdo perfectamente.

Gunnar se puso en pie, soltó un grito salvaje y lanzó su arpón con maestría. Los demás le imitaron casi al unísono, y la algarabía que se produjo fue espantosa. ¡Los gritos de dolor de las minke me taladraron los tímpanos! Morían y pedían auxilio desesperadamente, podía comprender su desconcierto y hasta notar las heridas. Lo peor fue un pequeño ballenato que había quedado solo.

Me tapé los oídos para no oírlo, pero aun así me llegaban con claridad sus llamadas desgarradoras a la madre muerta.

Gunnar me preguntó qué me sucedía. Yo gritaba, sin darme cuenta, y corría de un lado a otro de cubierta con las manos tapándome los oídos.

– ¿No las oyes? -le pregunté.

– ¿A quién? -me preguntó Gunnar, atónito.

– A las minke heridas -respondí.

Gunnar me miró como se mira a los locos.

– ¿Quieres decir que las estás oyendo?

– ¿Tú no?

– Claro que no. Es imposible. Las ballenas se comunican a través de ondas que los humanos no percibimos.

Palidecí. Sin embargo no había ninguna duda. Eran sus sonidos, sus voces. No insistí, pero me di cuenta de que el viejo Mo había oído nuestra conversación y de que me miraba de forma diferente.

Tal vez se trataba de otra treta de Deméter para ponerme en evidencia. No tenía conciencia de que las lobas Omar pudiésemos comunicarnos con las ballenas.

No pude soportar la escena del descuartizamiento. El hedor de la grasa y la sangre me produjo arcadas. Para dar un poco de tregua a mi olfato, me encerré en el camarote de popa acariciando a la pequeña Lola, viva, caliente y cercana. Gunnar entró empapado en sangre de pies a cabeza. Estaba preocupado por mi ausencia.

– ¿Selene? Selene, ¿estás bien?

– Tengo frío -le avisé temblando.

Se sentó a mi lado y me tomó la mano.

– ¿Te pasa algo? ¿Estás enferma?

– No, sólo estoy helada y cansada.

Gunnar no acababa de creérselo. Me sería difícil engañarlo más.

– Te veo muy pálida. Abrígate bien e intenta dormir.

– Anda, ve a ayudarlos -le sugerí al oír que lo llamaban en cubierta.

Gunnar se tenía que marchar, pero estaba preocupado por mí.

– Le diré a Mo que te haga compañía. Ahora duerme, pequeña.

Me dormí, muchas horas, inquieta, oyendo en sueños los llantos del ballenato. Al despertar, no estaba sola. Kristian Mo, el viejo marino, hacía guardia junto a mí. Me sonrió con su boca desdentada y me ofreció una cuchara mohosa que pretendía llenar de un líquido de una cantimplora. Lo rechacé, pero no se dejó acobardar.

– Tienes que comer algo, niña. No has probado bocado.

– No tengo hambre.

– Padeces el mal de mar; si no comes, morirás antes de que lleguemos a puerto.

Y tenía razón, el estómago no me permitía retener la comida y la vomitaba acodada en la barandilla, a espaldas de Gunnar, para que no se alarmase. Había adelgazado y el viejo marino se había dado cuenta.

– Toma, esto te protegerá el estómago de los humores malignos y te ayudará a vencer el mal de las aguas.

Le obedecí con respeto, dejándome llevar por el instinto, e hice bien. El jarabe que me ofreció tenía un sabor fuerte, amargo, y a pesar de que me produjo repugnancia, no pude echarlo fuera de mi estómago. Actuó inmediatamente como si fuese cola de zapatero. Aunque las náuseas me visitaban, ya no vomitaba. Luego me ofreció una ligera sopa de pescado, deliciosa, y unas migajas de bacalao. Se lo agradecí. Era un gran descanso notar cómo la comida permanecía en su lugar y me daba fuerzas.

– Gracias -musité débilmente.

Kristian me tomó el pulso y pasó su mano por mi frente. No le dejé muy tranquilo.

– Estás enferma -me confirmó.

Yo ya lo sabía y ante Mo no podía fingir. No había querido asustar a Gunnar, pero la debilidad y el mareo me iban consumiendo. Mo, atento, me había levantado las mangas de mi camisa y observaba horrorizado mis brazos acribillados de picadas infectadas.

– Mosquitos -dije.

Pero el viejo Mo negó con la cabeza.

– No son mosquitos -afirmó convencido.

Me asusté. Había pretendido olvidar las palabras de la hechicera sami, pero por segunda vez una idea horrible pasó por mi cabeza. ¿Estaba siendo víctima de una Odish? Recordé las palabras de la nutria. Creí que eran un chantaje, una amenaza para que regresara, pero la vieja Omar me había advertido de que Baalat me estaba desangrando.

No recordaba haber mirado a los ojos a ninguna mujer. No sentía el pinchazo agudo en mi corazón. Y sin embargo, la debilidad, las pesadillas, la presencia constante y amenazadora que yo había atribuido a Deméter… ¿Y si no fuese Deméter? Esos tentáculos…

¡Qué estúpida! Los signos eran evidentes. ¡Una Odish! ¡¡¡Baalat!!!

Comencé a temblar como una hoja.

Kristian Mo me acariciaba la cara con una ternura inusual.

– ¿Las oíste de verdad?

No podía mentirle.

– Sí, oí gritar a las ballenas.

– Sabía que eras especial, como ella.

– ¿Como quién?

– Como Camilla. Ella también las oía.

– ¿A las ballenas?

– Me avisaba cuando se acercaban, nunca fallaba y lloraba cuando las arponeaba. Te pareces mucho a ella.

– ¿A Camilla? -pregunté con miedo.

– En tu mirada, en tu secreto.

– ¿Mi secreto? -pregunté atemorizada.

El viejo marino se inclinó sobre mí murmurando:

– Camilla tenía un secreto, por eso la mataron.

– ¿Quién?

– Alguien. La policía dijo que había sido un asesinato. Estaba blanca, sin sangre. Cuando desembarco llevo flores a su tumba y hablo con ella. Y me responde. Me dice que me espera pronto.

– ¿Quién era?

– Mi prometida, nos íbamos a casar.

Tuve una intuición inmediata. Tal vez su novia, Camilla, fuera… una Omar. Y decidí pedir ayuda al bueno de Mo. Era el tipo de persona que no me traicionaría, que no haría preguntas indiscretas, que aceptaría cualquier explicación por absurda que fuese.

– Kristian, tienes que ayudarme.

– Sí, bonita, Kristian te ayudará.

– Quieren acabar conmigo.

– ¿Quién?

– Las brujas malvadas.

Tal y como esperaba, no se inmutó.

– No temo a las brujas.

– Esperan que yo duerma para atacarme; estas marcas me las han hecho ellas. Me están robando la sangre y la fuerza.

Mo me cogió las manos.

– El viejo Mo no te dejará como dejó a Camilla. Duerme. Yo velaré por ti.

Antes de cerrar los ojos, le hice una última pregunta:

– ¿Ingar era tan guapo como Gunnar?

Mo me enseñó las encías de nuevo en una mueca que pretendía ser una sonrisa.

– Más aún. Las muchachas se arrojaban al mar por un beso suyo.

Me dormí soñando con el apuesto Ingar que no conocí y en mi sueño acabé por confundirlo con Gunnar. Me sucedía como a Kristian Mo, que equivocaba a unos y otros. El viejo marino, trastocado por la soledad, deseaba recuperar a sus muertos, a su amigo ahogado, a su novia asesinada…, y creía verlos en las pupilas de los vivos. Pero de una cosa estaba segura: de su fidelidad.


Me desperté a causa de los bandazos que daba la embarcación. O quizá no fue sólo eso. Tal vez tuve la premonición de que algo sucedía. Abrí los ojos y descubrí a Kristian Mo con una silla levantada a punto de golpear la cabeza de la pequeña Lola.

– ¡No! -chillé.

Y mi grito fue providencial, puesto que Kristian Mo se desconcertó y Lola pudo escapar por milímetros.

– ¡Esa rata estaba en tu cama! -gritó señalándola.

– No es una rata, es un hámster.

– Roedor repugnante. Se comen el grano, propagan la peste y muerden a los niños. Al agua con ellas.

Me sorprendió que emplease las mismas palabras que Gunnar, pero no me entretuve en reflexiones. Había acorralado a Lola contra uno de los ángulos del estrecho camarote. Yo ya había saltado de la litera y me interpuse entre ambos.

– Es mi mascota, duerme conmigo.

Y de nuevo el buque se escoró peligrosamente haciéndonos perder el equilibrio a ambos y facilitando que Lola se escabullese por debajo de nuestras piernas y se dirigiese hacia la puerta entornada.

Un fuerte trueno me paralizó. En ese instante Lola saltó hacia la cubierta, la puerta se abrió con estrépito y por ella alcanzamos a ver un intenso resplandor y una espesa cortina de agua.

– ¡Lola, espera!

Y salí en pos de la asustada hámster, que prefería la tormenta a la ira del viejo Kristian Mo.

Apenas podía mantenerme en pie. La furia del viento se aliaba con la sangre y la grasa de ballena derramada que habían convertido la cubierta del buque en una peligrosa pista de patinaje. Los pies resbalaban involuntariamente y era imposible conservar el equilibrio. Lola huía derrapando y yo caí repetidas veces tras ella, incapaz de atraparla.

La tripulación ballenera había tenido que interrumpir sus tareas de despiece y se habían puesto todos a la faena de dominar la pequeña embarcación para impedir que la fuerza del oleaje la hiciese naufragar. Los marinos iban protegidos con gruesos impermeables amarillos con capucha y apenas distinguía a unos de otros. Los bersekers del mar, como rayos de sol en medio de la tormenta, achicaban el agua y destensaban cuerdas a las órdenes del patrón. Mi Gunnar trabajaba con ahínco y con mucha más habilidad que los demás. Al verme me indicó que me retirase, pero yo no le hice caso. Si no recogía a la pequeña hámster, una de las olas que barrían periódicamente el suelo de la cubierta se la llevaría con ella.

Y de pronto la vi. Estaba trepando al mástil. Mi pequeñina era una superviviente, aunque si el barco daba un bandazo brusco, caería sin remedio al mar. Así que trepé en pos de ella. Una voz intentó darme el alto, pero en vistas de que no obedecía unas manos fuertes me agarraron por la camisa y me echaron al suelo. Caí torpemente y me froté los ojos para protegerme de la cortina de lluvia que me impedía ver nada.

Una sombra borrosa trepaba por el mástil en busca de la pequeña Lola, una silueta delgada y extraordinariamente ágil que extendía sus manos como garfios para agarrarla. Ahogué un grito. Era Kristian Mo. ¿Pretendía salvarla o acabar con ella?

Nunca lo supe.

El resplandor fue repentino y el ruido ensordecedor. Mis tímpanos estuvieron a punto de reventar y tardé un buen rato en asimilar el fenómeno al que había asistido. La tripulación y yo habíamos sobrevivido al rayo que cayó sobre el mástil y acabó con la vida del viejo Kristian Mo.

Kristian Mo estaba muerto.


El fuerte temporal fue remitiendo. Gunnar, conmovido, cerró sus ojos chamuscados y el bueno del patrón lo vistió con su mejor ropa y lo amortajó con su propia manta. Los bersekers del mar colocaron su petate al hombro y le ofrecieron una botella de aguardiente, vertieron unas gotas en sus labios entreabiertos y luego la pusieron bajo sus manos yertas.

Yo le besé en la mejilla y lloré. Nadie entendió mi pena, y era normal, casi no lo conocía. Pero fuese cual fuese su intención, me había salvado la vida. Unos minutos antes era yo quien trepaba por el mástil.

Al poco rato, la tormenta amainó; unas horas más tarde el mar se calmó completamente. En una sencilla ceremonia que ofició el capitán, echamos el cuerpo del viejo Kristian Mo por la borda y luego me invitaron a comer y a beber en su nombre. Ésa era la manera de despedirse de los lobos de mar.

Gunnar me abrazó sin saber por qué lloraba y me consoló a su manera.

– Ahora es feliz, por fin ha podido reunirse con su Camilla.

Me sorprendió.

– ¿Cómo lo sabes?

– ¿El qué?

– El nombre de su novia.

– ¿Camilla? Mi abuelo me habló de ella. Fue su gran amor.

– Sí. Murió muy joven, asesinada.

– Eso decía Kristian.

No podía hacer partícipe a Gunnar de mis sospechas. Por un momento había pensado en la posibilidad de que su Camilla hubiese sido una Omar y hubiese muerto a manos de alguna Odish. Había coincidencias: Camilla oía a las ballenas, guardaba secretos y murió desangrada. ¿Me estaba volviendo fantasiosa?

Y me di cuenta de que en los últimos meses me habían rodeado muchas historias fantasiosas, de amores trágicos e imposibles: Helga, Bridget y Camilla me perseguían. Las brujas no creemos en las casualidades, así pues ¿querían decirme algo? Tres muertas me susurraban al oído palabras de aviso. ¿De qué me avisaban?

Pero su aviso era inútil, yo no quería escucharlas. Como tampoco quise entender a Lola, que apareció empapada y chamuscada bajo unos tablones de la cubierta. Temblaba como una hoja y buscaba mi calor y mi compañía. Había sobrevivido a la tormenta y al rayo. Como yo.


El viaje en barco duró todavía una larga semana más de lluvia, viento y marejada. Fue un tiempo desesperante, pero no por culpa de la climatología. Las sospechas de Kristian Mo no eran infundadas. Descubrí definitivamente que mis heridas no eran picaduras de mosquito. Tenía la intuición de que las marcas en brazos y piernas, algunas infectadas, habían ido multiplicándose durante el viaje por mar, y puesto que los mosquitos no sobreviven sin tierra, decidí comprobarlo. Para cerciorarme, marqué con un bolígrafo todos los pinchazos. A la mañana siguiente dos nuevas heridas decoraban mi brazo izquierdo. Ésa fue la primera corroboración. Cada día debía añadir una o dos cruces nuevas a las muchas acumuladas.

¿Quién me atacaba? ¿Cómo? ¿Cuándo? De las tres preguntas tenía una respuesta clara para una de ellas: cuándo. Los pinchazos aparecían al despertarme, por lo tanto me atacaban mientras dormía. Y sobre QUIÉN, tenía casi una certeza: era Baalat. Cuanto más pensaba en ello, más claramente veía las coincidencias. Baalat había atacado a Meritxell durante dos largos meses desangrándola lentamente y provocándole debilidad y vómitos. Aunque, ¿por qué no acababa conmigo de una vez como hizo con tantas Omar? ¿Esperaba morbosamente el momento para carbonizarme como intentó con el rayo que acabó con Kristian Mo? Estaba segura, cada vez más segura, de que ese rayo iba destinado a mí y que lo había provocado Baalat.

Una idea empezó a visitarme con más frecuencia. ¿Y si Baalat fue quien hundió mi atame en el pecho de Meritxell? ¿Y si Baalat pretendía hacer lo mismo conmigo?

Me asusté. No tenía a nadie con quien compartir mis miedos y no quería que Gunnar se enterase de mi secreto. Ni lo comprendería ni lo aceptaría. Las Omar sabíamos por experiencia que los hombres no aceptan a sus mujeres brujas. Sienten miedo y las abandonan o las traicionan. Eso me habían dicho desde siempre y yo seguía la tradición de mis antecesoras llevando mi condición de bruja en el mayor secreto. Aunque ese secreto pudiera costarme la vida como a ellas.

En alta mar, sin mi vara, sin ninguna Omar a quien recurrir, sin nadie a quien poder confiar mi miedo, me sentía terriblemente sola. Me juraba a mí misma que la noche siguiente no me dormiría, pero a pesar de que intentaba mantenerme despierta no podía dejar de cabecear unos instantes, a intervalos. Aunque fueran segundos, bastaban para que Baalat actuara. Un día no despertaría, el día que Baalat quisiera acabar conmigo. Y eso podía pasar en cualquier momento.

Me estiraba a descansar a ratos con el atame de la vieja Paltoö bajo la almohada y mi mano derecha aferrada a su empuñadura, dispuesta a rebanar un cuello, pero ¿de quién?

Necesitaba desesperadamente ayuda y, finalmente, tras darle muchas vueltas, decidí dar marcha atrás de mis juramentos y conjurar un escudo para protegerme. Sin embargo, ante mi asombro, no lo conseguí. La angustia o la debilidad impedían que mi hechizo surgiera efecto. Sin mi vara y sin la ayuda de otras Omar, no tenía fuerzas. Intenté lanzar una llamada telepática a mi madre que tampoco tuvo éxito. Algo lo impedía. No me había sucedido nunca antes. Me desesperaba por mi impotencia y contaba los días para llegar a Rejkiavik.

Afortunadamente tenía un atame Omar. Una vez tocase tierra, acudiría a un bosque, tallaría inmediatamente una nueva vara y pediría ayuda a un coven de Omar. El ataque de Baalat me exculpaba. Yo era una víctima, como Meritxell, y eso daba nueva luz sobre su caso.

Me convencí de que las Omar no me juzgarían duramente. Carla retiraría su acusación y Deméter me defendería… Necesitaba a las brujas Omar. No me importaba mi castigo. Si moría, nada tendría sentido.

Intenté recordar qué clan habitaba en la isla. ¡Las yeguas! Vino a mi memoria la imagen de una altísima yegua islandesa que una vez visitó a mi madre. Era de piel tan blanca que parecía muerta y tenía las pupilas de un color verde luminoso y amarillento, como los gatos, aunque lo más característico de ella era la cadencia de su voz, pura música; oírla hablar era escuchar una partitura de Schumann. Se llamaba Hólmfrídur.

Me repetí una y otra vez que yo era fuerte, que no quería morir, que buscaría la forma de defenderme, y no me permití ni un instante de desfallecimiento.

Conseguí pasar tres días sin dormir, manteniéndome despierta a fuerza de abofetearme las mejillas, beber litros de café y mojarme la cara con agua de lluvia y de mar. Hasta que no pude más y le pedí a Gunnar que me abrazase mientras me tendía en la litera. Gunnar se mostró muy extrañado y en vano le juré que no pasaba absolutamente nada y que únicamente quería descansar sin sufrir pesadillas, que eso me sucedía cada noche desde que murió Kristian Mo…

– Duerme, pequeña, duerme.

Gunnar me acunó como a una niña, con delicadeza. Al acurrucarme en sus brazos y notar la calidez de su piel, el vaivén tranquilizador de su respiración y la caricia de su mano en mi pelo, los ojos se me cerraron instantáneamente.

No sé qué soñé exactamente, pero sé que en mi sueño odiaba a alguien. A punto estuve de cometer una locura. Desperté a causa de un tirón brusco y de un dolor en la muñeca. Era Gunnar que me agarraba con fuerza gritando en una lengua extraña, en islandés supongo, hasta que consiguió que yo soltara lo que tenía en la mano. Un objeto metálico cayó al suelo con estrépito. Era el atame de Paltoö, mi cuchillo de doble filo. Me levanté, atolondrada, y de una sola ojeada me hice cargo de la situación. Había intentado clavar a Gunnar el atame en sueños. Gunnar se pasó los dedos por el cuello y me enseñó una minúscula gota de sangre.

– Un segundo más y me rebanas el cuello.

No supe qué decir.

– Lo siento, lo siento de verdad.

Aún sentía dentro de mí algo parecido al odio. En mi sueño algo había concitado la rabia y el deseo de destruir. Estaba asustada conmigo misma y Gunnar, con razón, estaba alterado.

– ¿Y se puede saber por qué duermes con un cuchillo bajo la almohada?

Mentí, claro:

– Kristian Mo me dijo que en un barco lleno de hombres tenía que tener un buen cuchillo a mano.

– ¿Durmiendo en mis brazos?

– Lo tenía debajo de la almohada, fue inconsciente…

Gunnar se agachó y recogió mi atame.

– Este cuchillo es el que compraste a la vieja sami.

– Sí, un cuchillo lapón supongo… -mentí de nuevo.

Gunnar lo estudió con curiosidad y palpó la hoja.

– Hechizado. Tiene doble filo y corta como un demonio.

Lo cogí inmediatamente y lo escondí. Gunnar me obligó a mirarlo a los ojos.

– Me odiabas.

– ¿Yo? -musité con culpa.

– Tenías los ojos abiertos y me mirabas con odio.

Me asusté. ¿Era yo? ¿Estaba realmente dormida?

– Estás loco. No te atacaba a ti.

– ¿Estás segura?

Me dolió más esa pregunta insidiosa sin respuesta que una discusión agria. Me daba cuenta de que, tras cada suceso inexplicable, Gunnar me miraba con más recelo y su confianza en mí se iba enfriando. Lo palpaba, lo sentía. Mi condición de bruja alejaba a Gunnar de mi lado. Y si algo temía más que a la propia Baalat era perderlo a él. Cada vez más secretos se interponían entre los dos.

Necesitaba ayuda urgente.


* * *

Selene se detuvo.

– Tenemos que irnos. Antes de las doce tenemos que entregar las llaves de la habitación.

Llevaba un buen rato hablando y Anaíd, que ya había desayunado, también estaba vestida, peinada y lista para partir.

– Es una porquería -refunfuñó Anaíd afectada por lo que su madre le estaba explicando.

– ¿El qué, cariño? -preguntó Selene acarreando la maleta.

– Ser bruja. No puedes escapar nunca. El destino nos persigue, es horroroso.

Selene la abrazó.

– Lo siento; a lo mejor he sido muy cruda, pero lo que me ocurrió a mí no significa que tenga que ocurrirte a ti. Ninguna Odish te atacará mientras yo esté contigo.

Anaíd se sentía conmocionada por otros motivos. Roc había decidido cortar con ella por lo sano, sin darle explicaciones. Estaba indignada con Roc, pero se lo hizo pagar a Selene.

– Tu novio tenía motivos para desconfiar de ti. ¿No crees? El pobre no sabía ni la mitad de los líos que te traías entre manos.

– Natural. Ninguna Omar se sincera con su amor.

Anaíd sólo tenía quince años. Era radical y se indignó.

– ¿Y cómo vas a poder enamorar a un mortal si tienes que mentirle y engañarle?

Selene suspiró.

– Las mortales también lo hacen.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– En general los hombres no quieren saberlo todo acerca de las mujeres; prefieren creer que son como ellos las imaginan. Por eso las mujeres les engañan.

– ¿Cómo?

– Se maquillan y no les hablan de sus deseos, de sus anhelos y sus miedos.

Anaíd se desconcertó.

– ¿Tan diferentes somos los hombres y las mujeres?

– No, bonita, no lo somos tanto, pero ellos quieren que lo seamos.

– No lo entiendo.

– Con los años lo entenderás mejor. Vivimos en un mundo de hombres, hecho por y para los hombres.

Anaíd se enfadó.

– Estás buscando excusas. Tú usaste a Gunnar para huir de las Omar.

– No es cierto. Yo huí de las Omar para estar con Gunnar.

Anaíd no podía formularlo con claridad, pero en la historia de su madre había aspectos confusos sobre Gunnar. Además, ni siquiera sabía lo que más le interesaba saber.

– ¿Gunnar es mi padre o no?

Selene dudó, pero optó por aplazar la cuestión con un movimiento de la mano que indicaba a las claras que todo llegaría a su tiempo.

– Espera un poco. Continuaré la historia en el coche.

Y Selene abrió la puerta del pasillo con sigilo, echó una ojeada y luego se dirigió a Anaíd.

– Ahora escúchame: iremos juntas al coche, pero bajaremos por el montacargas. Te sentarás en el asiento trasero y esperarás a que yo regrese. No quiero que nadie te vea ni que nadie te mire ni que nadie hable contigo. ¿De acuerdo?

Anaíd suspiró y apretó con fuerza el papel donde había apuntado la dirección del Messenger que le permitiría charlar con Roc y enfrentarse a su miedo.

– OK! Tú mandas.

Fue una huida poco heroica y hasta deshonrosa. Salieron por el montacargas de la cocina, que olía a desperdicios y tenía el suelo resbaladizo de grasa, sangre y peladuras de patatas. En el corto trayecto por el patio trasero se cruzaron con un gato y un cocinero chino, y finalmente llegaron al coche. Selene metió las maletas y le abrió la puerta.

– Enseguida vengo.

Y antes casi de que Selene acabara su frase y desapareciera, en la ventanilla trasera, junto la cara de Anaíd, unos pequeños nudillos comenzaron a repiquetear contra el cristal con insolencia infantil. En efecto, el propietario de la mano que golpeaba era un chaval descarado que la miraba con una sonrisa traviesa. Anaíd dudó un instante, pero sentía tanta rabia por lo que le había sucedido con Roc y se sentía tan desgraciada por ser una bruja, que su reacción al bajar la ventanilla y pegar cuatro gritos al mocoso fue más una cura profiláctica que un acto sensato.

– ¿Te has creído que esto es una batería?

Por toda respuesta el chinito, ahora lo veía bien, le alargó un pequeño paquete.

– Feliz cumpleaños -recitó sonriéndole y mostrándole unas encías faltas de dientes.

A lo sumo tendría siete años… Anaíd se quedó sin habla.

– ¿Cómo sabes que es mi cumpleaños?

– Me lo ha dicho un chico.

– ¿Qué chico?

– El que me ha dado esto.

– ¿Te lo ha dado un chico? ¿Para mí?

– Sí.

Anaíd no dudó, no pensó, no desconfió: abrió el paquete ansiosa. ¡Y se quedó sin habla! Dentro había unos maravillosos pendientes de rubíes.

– ¿Dónde está el chi…?

No acabó la frase porque el niño había volado. En su lugar se acercaba Selene con paso ligero. Anaíd, instintivamente, escondió los pendientes tras ella.

– ¿Se puede saber por qué has bajado esta ventanilla?

La respuesta fue absurda, pero coló:

– Estaba muerta de calor.

– ¿Calor? -se asombró Selene con un estremecimiento, mirando el cuadro de mandos-. Estamos a nueve grados.

– Por eso será -insistió Anaíd-. En Urt estábamos a tres.

Selene sonrió.

– Naciste en el Norte, no puedes negarlo.

– ¿Nací en el Norte?

Selene se arrellanó en el asiento delantero, tomó el volante y palmeó el asiento del copiloto.

– Anda, pasa aquí, a mi lado, y continuaré con la historia.

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