2

Odín, dios de los vikingos

Y volví a coser el disfraz de Baalat. Si la primera vez fue un acto de rebeldía ingenua, esa vez lo hice aposta. Cosía y cosía deseando con todas mis fuerzas que Deméter se enterara de mi sacrilegio y de que las Omar le echasen en cara mi provocación.

Provocar es eso: buscar el escándalo, la polémica y, sobre todo, convertirse en el centro de las miradas y los comentarios. Y lo conseguí. ¡Vaya si lo conseguí!

No soy discreta ahora y entonces, con diecisiete años, lo era aún menos. Me encantaba llamar la atención. Llevaba el pelo larguísimo y rizado, y ese invierno tan frío me aficioné a las faldas cortas, las mallas, las botas altas y los escotes de vértigo en suéteres de cachemira de colores fríos. En las rebajas me había comprado una capa oscura con capucha que recordaba vagamente a una capa élfica, y poco antes de la fiesta me encerré en los lavabos de la facultad con Shahida, una amiga paquistaní, y le pedí por favor que me enseñara a maquillarme los ojos como lo hacía ella. Desde entonces uso surma negra.

– Hello, Miss Cool -me saludó Carla esa misma noche.

Y me regaló un tornillo oxidado que encontró por el suelo y un calcetín desparejado.

– Seguro que les sacas partido.

Y no sé si para complacerla o para demostrar que no me arredraba, la sorprendí a la hora de la cena con el tornillo colgando en la oreja como un pendiente y el calcetín agujereado en mi mano derecha a guisa de mitón.

Pura apariencia.

Pero estaba claro que prefería ser la protagonista en lugar de mirar la película desde la sala de proyecciones.

Y la noche de Carnaval fui de protagonista. ¡Vaya si lo fui! Sólo te diré que Carla -que iba de sandunguera, con un tocado que no pasaba por la puerta, y pintada de mulata- se negó a ir conmigo.

– Es que no quiero ser transparente.

– ¿Con esos colores? Si pareces el arco iris.

– Por eso. Los chicos primero me mirarán a mí, rebotarán, se mearán de risa y se quedarán contigo.

– ¿Una carambola?

– Yo más bien lo llamo tongo. No se puede tener amigas que estén tan buenorras como tú.

Carla era graciosa y muy clara. Decía lo que pensaba y a mí me reprochaba siempre que, al pasar por delante de cualquier obra, me llevase las miradas y los silbidos de los albañiles. Tuviese razón o no, me dejó plantada y no tuve más remedio que ir sola a la fiesta.

Sola es un decir. La sala de la facultad de ingenieros estaba llena a rebosar, de pelmazos incluidos, y enseguida me vi literalmente aplastada por todo tipo de especímenes disfrazados que me invitaban a copas y me pedían rollo. Lo intentaron un hobbit, un romano, un Spiderman y hasta un Dark Vader. Pero yo me escaqueaba bailando.

Enseguida localicé a mis amigos de la facultad y me quedé con mi grupo armando bulla hasta la hora del desfile. Todos me animaron al subir por las escalerillas de madera, pero no hacía falta; curiosamente estaba muy segura de mí misma, de mi ropa, de mis movimientos, de mi aura; era como si una fuerza ajena me guiara. Y triunfé. A cada paso que daba por la estrecha pasarela me metía al público en el bolsillo. Me aplaudían a rabiar, me silbaban, pateaban, y yo, consciente de ser el punto de mira de miles de ojos, en lugar de sentirme turbada o coaccionada, me sentía crecida por el éxito. Me di cuenta de que las multitudes emborrachan y de lo placentero que resulta proyectar la propia imagen y recibir aprobación a cambio. Comprendí la vanidad de actores y famosos.

Hasta que empezó el jaleo.

Al bajar de la pasarela me asaltaron un montón de babosos, entre ellos uno particularmente insistente que no supe cómo quitarme de encima. Era un fantasma -literal, con sábana y todo- que se encaprichó de mí. Estaba bebido y se le metió en la cabeza que teníamos que ir a dar una vuelta en su coche. Le respondí que no, pero se hizo el loco y me cogió de la mano a la fuerza. No le veía la cara porque iba cubierto por la sábana y arrastraba una pesada cadena. Ésas son las pegas y las gracias del Carnaval, nadie es lo que parece y todos se amparan en su disfraz y su apariencia. O tal vez sea al contrario: a lo mejor buscamos aquel disfraz que mejor nos define. El caso es que el fantasma me quería secuestrar y yo me defendí como pude. Peleé, forcejeé y hasta creo que le mordí la mano, pero sin ningún resultado. El fantasma medía casi dos metros y pesaba casi cien kilos. A punto estuve de utilizar mi vara, pero antes de llegar al extremo de recurrir en público a la magia -algo absolutamente vetado a las Omar-, decidí pedir ayuda y grité con desespero.

Nadie respondió por mí, aunque pronto se formó un corro de mirones a nuestro alrededor. No podía creerlo: nadie me defendía, nadie se atrevía a encararse con el fantasma, que me arrastraba literalmente hacia la salida.

Nadie excepto el vikingo.

– Déjala, no quiere ir contigo.

Me fascinó. Tenía el porte de un príncipe y la majestad de un dios. Alto, piel curtida, ojos acerados. Iba armado con su escudo y su espada, y sobre sus rubios cabellos se alzaban fieros los cuernos de su casco.

De un gesto contundente apartó al fantasma de mi lado y, al resistírsele, de un puñetazo lo lanzó fuera del círculo de curiosos. Luego me miró a los ojos y me ofreció una mano. Me temblaron las piernas. No me había ocurrido nunca. El guerrero vikingo tenía luz propia y me había hipnotizado.

Y en el preciso instante en que tendí mi mano hacia la suya sentí un dolor caliente y agudo en la sien. Como si me hubiese alcanzado un rayo. Entonces el tiempo se ralentizó, los movimientos se sincoparon, y me aturdieron las luces y la música. Me sentí flaquear y las piernas dejaron de sostenerme.

Fue un momento doloroso y mágico, lo reconozco. Sonaban compases de música celta y, arropada por violines y extrañamente débil, me sentí aislada del bullicio, del resto de los rostros sudorosos que me rodeaban mientras la sala se iba difuminando y quedaba sumida en un sucio humo.

Excepto el rostro del vikingo.

Y de pronto floté en la nada y noté sus manos sosteniéndome la cintura y levantándome en volandas.

Ahí estaba yo, en los brazos del guerrero vikingo y con un enorme chichón en la cabeza que me había causado el ofendido fantasma, que me atacó a traición por la espalda. Pero yo no lo sabía, yo sólo tenía ojos para el vikingo. Lo vi en su esbelta nave con un dragón como mascarón de proa. Lo vi remontando un río amparado en el silencio de la noche. Lo vi asaltar una fortaleza inexpugnable lanzando antorchas de fuego desde las almenas de sus murallas.

Lo cierto es que él me llevaba en sus brazos, huyendo a la carrera, corriendo bajo las luces titilantes y yo sonreía tontamente. ¿Eran las estrellas? ¿Era la noche? ¿Me raptaba? El guerrero vikingo había llegado amparado en las sombras para llevarme con él a su nave.

Me pareció que me decía algo, que me preguntaba algo. Le oía murmurar. No lo comprendía porque su voz se confundía con los sonidos graves de la orquesta y las voces de las miles de personas que nos rodeaban. Entreabrí los labios para decirle mi nombre y entonces, entonces creo que me besó. Pero en el momento en que sentí el contacto cálido de sus labios sobre los míos, el mundo se fundió como una bombilla.

Me desperté con la convicción de haber sufrido una alucinación. La alucinación más real que había tenido en toda mi vida.

Sin embargo al despertarme lo primero que vi fueron sus ojos azules, penetrantes, clavados en mí.

Cerré los ojos y los volví a abrir inmediatamente.

No era ninguna alucinación. Yo estaba en sus brazos y él me llevaba como si fuese una pluma, abriéndose paso entre la multitud.

Me había desmayado como una idiota y mi vikingo estaba intentando sacarme de aquel infierno.

Le sonreí. Me sonrió.

– ¿Cómo estás? -pronunció con claridad, voz grave y un leve acento extranjero.

Lo entendí. Poco a poco me iba retornando el sentido. Me estremecí de placer. Notaba sus manos sujetándome la cintura, sosteniéndome las piernas. Seguramente podría haberme puesto en pie, pero preferí disfrutar unos segundos más de esa maravillosa sensación.

– En la gloria.

– ¿La gloria para la diosa Isthar son mis brazos?

Indescriptible mi sorpresa.

– ¿Me has reconocido?

Nadie hasta el momento había relacionado mi provocador disfraz con la deidad fenicia. Y eso a pesar de mis manos teñidas de rojo, mi atame colgado a mi cintura y mi serpiente bordada en la túnica púnica.

Mi vikingo me guiñó un ojo.

– En cambio tú a mí no.

Admito que me picó la curiosidad.

– ¿No eres un guerrero vikingo?

– ¿Un berseker? -negó con la cabeza.

– Pues llevas armas, escudo, casco -insistí yo.

– ¿Sabes cómo luchaban los bersekers?

– ¿Cómo?

– Desnudos y en trance. Ingerían hongos alucinógenos y se lanzaban a la batalla ofreciendo su pecho a la espada enemiga.

– ¿Entonces qué eres?

– El dios de dioses. Odín para los vikingos, Wotan para los germanos, Woden para los ingleses. Su nombre en las tres lenguas significa «Furia».

– Un dios furioso.

Me corrigió:

– Arrebatado. Concedo la inspiración a los skald, los poetas, el ingenio a los vitkis, los maestros de runas, y la fuerza a los bersekers, los guerreros.

Señalé su ojo tapado.

– ¿Un dios pirata, acaso?

Mi vikingo se echó a reír mientras esquivaba a unos y otros.

– Odín perdió un ojo en el manantial de Mimir a cambio de la sabiduría. Pero sus cuervos, Hugin y Munin, le acompañaban siempre y veían todo aquello que los humanos escondían a la vista de su dios.

Vinieron a mi memoria con nostalgia las maravillosas sagas que Deméter me explicaba de niña y de pronto recordé:

– Y también le acompañaban lobos.

Me contempló con admiración.

– Efectivamente, sus fieles Geri y Freki, leales y valientes. Y su caballo Sleipnir, de ocho patas, sobre el que cabalgaba en sus largos viajes por los nueve mundos.

Su voz era como una caricia. Quería oírlo relatar las hazañas de Odín, quería que las historias de su dios me envolviesen como un arrullo. Me complació sin necesidad de pedírselo.

– Odín, a lomos de Sleipnir, encabezaba la cacería salvaje que se repetía año tras año durante la celebración de Jolblot. La noche del solsticio de invierno -su voz se fue haciendo ronca como un murmullo- Odín dirigía una horda de espíritus humanos, perros y caballos que salían a la caza de las almas de los muertos. Pero ¡ay! de los vivos que contemplasen ese espectáculo.

Me impresionó.

– ¿Era peligroso?

– Podían volverse locos o incluso morir.

– ¿Y para qué quería Odín las almas de los muertos?

– Para renovar las fuerzas espirituales de la tierra, que de otro modo estarían negativamente afectadas por los espíritus que vagaban sin rumbo.

– Un ritual de fertilidad -apunté.

Volvió a mirarme con admiración. Ya habíamos salido de la sala. Una brisa suave me refrescó el rostro. Mi vikingo me depositó sobre el césped del campus, bajo las ramas de un castaño. Me sostuvo la cabeza con suavidad y tanteó mi cráneo, palpando con pericia el lugar del impacto y provocándome un grito involuntario.

– ¡Ay!

– No hay fisura, pero te ha pegado un buen porrazo.

Entonces me enteré de lo que me había sucedido.

– ¿Quién?

– El fantasma. Te ha dado con la cadena… ¿No te habías dado cuenta?

Relacioné el dolor súbito con la agresión y la debilidad, pero me pareció decepcionante. Era mucho más romántico creer que me había desvanecido de amor al verlo a él. Y así me lo explico a mí misma alguna vez. Lo cierto es que me enamoré desde el primer momento en que lo vi. Y eso no me había ocurrido nunca.

– Y ahora háblame de tu diosa fenicia.

Me acobardé. ¿Cómo podía comparar su heroico Odín con la aborrecible dama de Biblos?

– Los fenicios no pronunciaban su nombre. Temían invocarla.

Él mismo me sacó del apuro.

– Su belleza era tal que deslumbraba a cuantos la contemplaban.

La identificaba con la diosa Tanit, una versión de Venus. Aproveché su error para no asustarlo.

– Peligrosa para los hombres. Era mejor no contemplarla.

– ¿Y esas manos teñidas de sangre?

Me inventé rápidamente una excusa. Me avergonzaba de la crueldad de la diosa.

– La fatalidad.

Mi vikingo me contempló largamente.

– Ciertamente, la fatalidad siempre acompaña a la belleza. Lo debes de saber bien.

¿Me estaba diciendo que era bella? No acabé de asimilarlo. Su mirada me envolvía como sus palabras. Volvía a sentirme muy mareada.

– ¿Tu nombre? -le pregunté acercando mi cara a la suya.

– Gunnar.

– ¿Qué significa?

– Guerrero de la batalla.

– ¿De dónde vienes, Gunnar? ¿De dónde has venido para raptarme en plena noche?

– De muy lejos, de la tierra de los hielos, Iceland.

Un islandés. Gunnar, mi dios vikingo, era un hijo del hielo y la bruma. Me estremecí. Vivía una alucinación.

– Yo soy Selene -murmuré-. Mi nombre en griego significa luna. Mi familia proviene del Peloponeso.

Gunnar me acarició pausadamente con su mirada.

– La luna, cambiante, antojadiza. ¿Sales por las noches para embrujar a los dioses?

Nos miramos con intensidad. Y le besé. Para mí fue tan natural como si hubiese nacido en sus brazos. Creo que aquella noche, desde mi desmayo, volví a nacer y desperté en sus brazos. Desde entonces nunca más fui la misma.

Nos besamos durante tanto rato que perdí el aliento y la noción del tiempo. Hasta que Gunnar me detuvo.

– Es una locura.

Evidentemente lo era. Nunca me había sucedido nada igual. Era una locura tan deliciosa que no quería ni perder el tiempo pensando en ella. Era posible que si pensaba todo se desvaneciese. Y eso fue precisamente lo que pasó.

Gunnar se levantó, me acarició el pelo, me miró a los ojos con ternura y me susurró unas palabras horribles:

– Olvida esto, Selene. No puede ser.

– ¿Por qué?

– No está bien.

¿No estaba bien besarse? ¿No estaba bien caer rendidamente enamorada? ¿No estaba bien sentirme en la gloria? ¿Qué era lo que no estaba bien?

Enseguida lo supe.

En cuanto entramos de nuevo en la sala, Meritxell, disfrazada de violeta silvestre, corrió hacia nosotros agitando un frasquito en su mano.

– ¡Selene! ¡Selene! ¿Dónde estabas?

Señalé vagamente.

– He salido fuera, para tomar el aire.

Me ofreció el frasco.

– ¡Ten, huele esto!

Me dejé ayudar por mi amiga y accedí a aspirar una y otra vez el aroma de colonia de lavanda que me ofrecía con una sonrisa.

Luego el mundo se hundió bajo mis pies. Meritxell tomó a Gunnar de la mano y lo acercó a mí.

– Bueno, creo que ya os conocéis. Ha sido providencial que Gunnar y yo llegásemos cuando ese tipo se te llevaba. Iba a presentártelo.

Gunnar se inclinó sobre mí y me besó en las mejillas, castamente, primero un beso, luego otro. Y yo me convertí en piedra. Me quedé insensible, helada e inmóvil.

Y muda.

Gunnar tampoco dijo nada.

Meritxell habló por los dos.

– Aún no estabas recuperada del todo. Ha sido una imprudencia que vinieses esta noche. Será mejor que vayas a descansar.

Y mis piernas se movieron una tras otra sin que yo colaborase especialmente. No quería ir a ninguna parte, no quería despedirme de Gunnar, no quería que Meritxell existiese.

Pero Meritxell existía y, además de mi mejor amiga, era, por definición, una buena amiga y como tal velaba por mí y por mi felicidad, tenía confianza en mí. Meritxell me arrastró hasta el guardarropa, recuperó mi abrigo y me ofreció un casco.

– Gunnar te acompañará con la moto. ¿Verdad, Gunnar?

Sentí su incomodidad tan notoria como la mía. Sentí que a Gunnar le pasaba exactamente lo mismo que a mí. Yo deseaba que aceptase y al mismo tiempo sabía que, si aceptaba acompañarme, sucedería algo inevitable de lo que luego me arrepentiría.

Lo que son las cosas. Creía en la fatalidad, pero la deseaba.

Y la deseé tanto que la fatalidad entró en mi vida.

– A lo mejor la moto no le va bien -se excusó Gunnar-. Selene está mareada, ¿verdad, Selene?

Gunnar me dejaba y yo no me resigné.

– Me irá bien tomar el aire -murmuré mirando fijamente a Gunnar-. Preferiría que me acompañases.

Estoy segura de que moví mi vara y de que mis labios pronunciaron un embrujo. Aunque, si lo hice, lo olvidé, puesto que no debería haberlo hecho.

Esa noche Gunnar y yo nos amamos a pesar de la amistad que me unía con Meritxell y a pesar de la culpa que me embargaba.

No pudimos luchar contra la atracción que sentíamos el uno por el otro. Y si él lo intentó, yo no se lo permití. Le di a beber un filtro de amor que me enseñó a preparar de niñas la prima Leto a escondidas de nuestras madres, como una travesura. Un filtro que acabó de rendir su voluntad y dejar a un lado sus principios.

Y fue una locura.

Gunnar fue tierno, complaciente y apasionado, y a pesar de mi inexperiencia supo despertar mi sensualidad.

Me enamoré con locura porque no hay nada más excitante que un amor prohibido.

Deméter estaba en lo cierto. La diosa me había poseído.


Al día siguiente creí haberlo soñado.

– Lo siento. ¿Te he despertado?

Apenas si era mediodía, no había dormido más de cinco o seis horas y tenía el cuerpo entumecido, la boca seca y la conciencia chamuscada. Meritxell se había recostado a mi lado acurrucando su cabeza en el hueco de mi brazo. Buscando mi calor. Tenía los ojos enrojecidos y su voz temblaba ligeramente.

– ¿Qué te ha parecido?

Me asustó. Meritxell me interrogaba y yo aún no había tenido tiempo de asimilar mi culpa, admitirla y digerirla.

– ¿El qué?

Y lo dije asustada. No estaba segura de si todo lo que había sucedido esa noche había sido un sueño.

– Gunnar, mi novio. ¿Te gusta?

Quise llorar. ¿Si me gustaba? ¿Cómo era posible que Meritxell no se diese cuenta de que me había enamorado de él?

– Es fantástico -respondí sin mentir lo más mínimo.

Meritxell sonrió con tristeza.

– Entonces, ¿a ti también te lo parece?

Asentí sin palabras. La ingenuidad de mi amiga me conmovía y me afectaba.

– Creía que me lo había inventado -confesó Meritxell.

– ¿A Gunnar?

– Es tan maravilloso que no podía ser real. Por eso no os lo presentaba, por si acaso se desvanecía, como un sueño.

Eso era exactamente lo mismo que me sucedía a mí. Meritxell continuó con su soliloquio.

– Y a lo mejor lo ha sido. ¿Existe? Tú lo conociste. Dime: ¿existe Gunnar?

Estaba atónita ante las revelaciones de mi amiga. Estaba expresando en palabras todo lo que yo sentía.

Me disculpé como pude, necesitaba aclararme.

– No sé, Meritxell, casi no lo conozco, fue un momento…

Me interrumpió.

– Gunnar es islandés, de una familia muy rica, creo. Está doctorándose en Filología y es un experto en sagas vikingas, por eso quiso sorprenderme con su disfraz de Odín. ¿Sabes quién es Odín?

– ¿Un dios? -aventuré vacilante.

No sabía cuál era el juego de Meritxell y estaba a la defensiva.

– Su nombre significa Odio.

– Furia -la corregí con rapidez.

– ¿Furia? -preguntó sorprendida-. ¿Cómo lo sabes?

En ese momento podría haber sido valiente y haber confesado a mi amiga que me lo había explicado Gunnar, y que nos habíamos besado, y que habíamos hecho el amor, y que luego él desapareció y ahora no sabía a ciencia cierta qué pasaría. Pero no lo hice. Sentía una secreta complacencia por saber que Gunnar me había dado más claves a mí que a ella para comprender la metáfora del poder de su Odín. Y decidí mantener el secreto.

– Por la traducción. Es algo así como arrebato o inspiración. Odín imprime luz y fuerza a los actos heroicos, como la poesía, la guerra y la sabiduría.

– Qué envidia me das.

– ¿Yo?

– Me gustaría haber leído tanto como tú.

– ¿Por qué?

– Para poder explicarle historias a Gunnar.

Meritxell me confiaba sus temores, sus inseguridades. Podría haberme negado a escucharlos, pero sus flaquezas eran mis privilegios. O eso pensaba yo en aquel momento. Me estaba comportando como una miserable araña atrayendo a mi red a la pobre mariposa para aprisionarla.

– ¿Le gustan las historias?

– Se sabe muchas. A veces a su lado me siento un poco estúpida. Yo sólo sé dibujar.

Meritxell se arrebujó a mi lado como una niña pequeña. La abracé.

– ¿Le quieres mucho?

– Si Gunnar me dejara, me moriría.

Me asustó su convicción.

– No seas trágica.

Meritxell me miró con sus ojos moteados de amarillo, como una florecilla.

– Me moriría de pena.

La imaginé exánime, blanca como el papel, desangrándose de tristeza.

– No digas tonterías.

– No digo ninguna tontería. Cuando murió mi madre, comencé a adelgazar, a adelgazar hasta quedar convertida en un esqueleto. Estuve a punto de morir, me tuvieron que internar y alimentar por sonda. Continué viviendo por obligación, hasta que conocí a Gunnar. Con él recuperé las ganas de vivir.

La imagen me golpeó con más fuerza que todas sus palabras anteriores y surgió de dentro de mí esa absurda actitud proteccionista hacia los más débiles. En aquellos instantes me sentía muy unida a la pena de Meritxell e inconmensurablemente más fuerte que ella para enfrentarme a la adversidad. Yo, una bruja iniciada, era más capaz que la tierna Meritxell de superar la ausencia de Gunnar. Yo había sido educada para sobrevivir sin la compañía de un hombre, como mi madre, como mi tía, como tantas y tantas Omar. Yo no moriría de pena. Yo sentiría rabia y gritaría, pero no me abandonaría hasta morir.

Y me comprometí:

– No te dejará.

– ¿Cómo lo sabes?

– Yo no le permitiré que te deje.

Meritxell estaba admirada.

– Eres muy capaz. Eres valiente y atrevida.

Y no me di cuenta de que acababa de comprometer mi palabra con mi rival. Me tomó de las manos.

– ¿Hablarías con él?

Entonces comencé a comprender.

– ¿Quieres que hable con Gunnar?

Meritxell asintió y me abrazó.

– Anoche regresó muy tarde a la fiesta y estaba distante…

Me quedé helada. ¿Intuía algo Meritxell de lo que había sucedido entre Gunnar y yo? ¿Me estaba tendiendo una trampa? ¿Me pedía realmente que intercediese entre su amor y ella? ¿A mí, a la persona que se había interpuesto?

– ¿Te dijo algo?

Meritxell afirmó.

– Que había estado dando un largo paseo, que había pensado mucho y que quizá nos habíamos precipitado.

Me llevé la mano al corazón. Palpitaba con tanta intensidad que a la fuerza Meritxell tenía que oírlo. Retumbaba. Golpeaba mis costillas, se me quería salir por la boca.

Gunnar me prefería a mí, y me quería.

Pero… ¿y yo? ¿Qué haría yo sabiendo que estaba privando a mi amiga de lo único que la había hecho revivir tras la muerte de su madre?

Me debatía entre el deber y el deseo. Pero también me aliviaba pensar que el destino, a través de Meritxell, me ofrecía una segunda oportunidad para actuar como una Omar y restituir mi falta. No tendría que haber intervenido con mi vara torciendo la voluntad de Gunnar. No tendría que haberle ofrecido mi filtro. Jugué sucio y conseguí su amor con malas artes. Y de pronto lo vi todo fácil, sencillo. Había vivido una maravillosa noche de amor, pero había sido una noche robada. Le pertenecía a Meritxell. Se la devolvería y así yo recuperaría la paz, y ella, la estabilidad.

Con la connivencia de Meritxell, telefoneé a Gunnar y quedamos para vernos en un lugar tranquilo y charlar. Gunnar me invitó a su casa.

Sin embargo las cosas nunca son tan sencillas como las planeamos.

Gunnar vivía solo, en un loft cálido con suelos de madera de abedul y paredes cubiertas de estanterías repletas de libros.

Me abrió vestido despreocupadamente con unos vaqueros, unas sandalias y una camisa de cuadros sin abotonar, con las mangas dobladas por encima del codo, los brazos robustos, cubiertos de un vello rubio. Me rodeó la cintura con su mano derecha y me atrajo hacia él con firmeza mientras con la izquierda cerraba la puerta tras de mí. Me flaquearon las piernas y se me nubló la vista. Todos los propósitos que me había hecho de devolverlo a los brazos de Meritxell se esfumaron. Sin mediar palabra nos besamos. Sólo le oí murmurar, mientras me cogía en brazos, que era un hombre con hamindje por haberme conocido. Luego supe que quería decir suerte.

¿Suerte?

Gunnar se consideraba afortunado por haberse enamorado de mí. Meritxell se creía afortunada por ser mi amiga. Y yo los quería a los dos y me negaba a renunciar al uno o al otro. Deméter lo hubiera considerado codicia. Tía Criselda lo hubiera bautizado como gula. La prima Leto lo hubiera llamado capricho. Yo sabía que era un dilema.

Cuántas equivocaciones cometemos. A cuántos infelices arrollamos en nuestra loca carrera por sobrevivir.

Me veía obligada a atropellar a uno o a otro. Y lo peor, lo más complicado era que tenía que resolverlo yo sola. No podía contar con Deméter ni con el clan. Las había traicionado. El uso indebido de la magia estaba duramente castigado.

De momento decidí parchear la situación.

Al salir de casa de Gunnar le rogué que no le dijese nada a Meritxell sobre lo nuestro, que lo mantuviéramos en secreto hasta que Meritxell estuviese preparada para asimilarlo.

Gunnar mordisqueó mi cuello. Me tomó la cara con sus grandes manos y me obligó a mirarlo.

– No me gusta mentir.

Sus ojos azules centelleaban. Me hizo sentir mal.

– No te pido que mientas, sólo te pido que no le digas la verdad.

Gunnar chasqueó la lengua.

– La verdad es necesaria siempre. En mi tierra no se admite la traición.

Me sentí peor que un gusano, pero mi miedo a enfrentarme con el dolor de Meritxell me obligó a insistir.

– No te pido que seas traidor, te pido que no digas nada. Déjame que hable con ella y…

– Y prolongues su sufrimiento -sentenció Gunnar con acierto.

Yo sabía que no iba errado, pero también que a veces la verdad hiere como un cuchillo y en cambio el tiempo ayuda a diluir el dolor. Por eso insistí.

– Ahora Meritxell respira a través de tu amor. Si se lo quitas de golpe quedará sin oxígeno. Se tiene que ir acostumbrando poco a poco a prescindir de ti.

Gunnar era tozudo.

– Duele menos una mano cortada que una espada bailando sobre tu mano eternamente.

Sus metáforas guerreras me asustaban. Mi vikingo era impetuoso y leal, pero si blandía la espada de la verdad con la furia de un berseker despedazaría el corazón de la pobre Meritxell.

– Por favor te lo pido, hazlo por mí. Mantén en secreto mi nombre. Aléjate lentamente de Meritxell.

Y accedió.


A Meritxell le planteé que Gunnar tenía una crisis de nostalgia por su tierra y que dudaba entre echar raíces en el Mediterráneo o regresar a las brumas del Norte y al hielo de donde procedía; que quería tomar una decisión pronto y que no quería involucrar a nadie.

Meritxell parpadeó asombrada.

– ¿Y por qué no me lo dijo?

– Para no preocuparte.

– Es absurdo.

– Los hombres son bastante absurdos.

Meritxell sonrió.

– Si quiere volver a Islandia, le acompañaré.

Me quedé de una pieza.

– ¿Estás loca? Ese viento gélido, el largo invierno, la noche eterna…

– ¿Y qué?

– Te marchitarías como un lirio en la nevera. No puedes trasplantarte a otra latitud, a otro clima.

– Te equivocas. Nací en los valles de Ordino, mi tierra es el Pirineo.

Y aunque Meritxell parecía delicada como una flor de invernadero, era cierto. Había crecido entre montañas, nieve y temperaturas extremas. Seguramente aprendió a esquiar sin apenas saber caminar y jugó con el trineo en el patio de la escuela.

– ¿Y la lengua? Jamás te acostumbrarías a su lengua.

– ¿Es muy difícil?

– Dificilísima: escandinava con influencias germanas y sajonas.

Meritxell palideció. Había encontrado su talón de Aquiles.

– Soy negada para las lenguas.

La vi dudar e insistí en el punto que me parecía más frágil.

– ¿Y la luz? Durante seis meses no verías la luz.

Meritxell, pintora y amante de la luz, perdió pie.

– ¿Cuánto tiempo?

Fui yo quien no comprendí la pregunta.

– ¿El qué?

– ¿Cuánto tiempo necesita Gunnar para pensar?

– Un mes -respondí sin titubear.

Meritxell asintió.

– Está bien.

Me asombré de mi capacidad de mentir, de mi aplomo para resolver un problema que había creado yo misma.

Tenía un mes para decidir qué hacía con mi amor y mi amiga. Y, estúpida de mí, creí que era la única que tenía la voluntad para decidir. No concebía que los demás tomasen decisiones por su cuenta.


* * *

Selene calló y Anaíd se dio cuenta de que había oscurecido y de que Clodia, con los brazos en jarras y un estilo muy siciliano, las había interrumpido.

– Mamma mia! ¿Aún estás así?

Selene miró su reloj y se quedó atónita.

– Es tardísimo.

Anaíd se angustió. Faltaban unos minutos para la fiesta. Pronto comenzaría a llegar la gente. Los bocadillos estaban acabados y el local a punto, pero ella no se había cambiado.

Y mientras corría de la mano de Clodia hacia su casa para embutirse a toda prisa un top y unos pantalones de licra, iba degustando lentamente la historia de amor imposible que le estaba explicando Selene.

– Si tú te enamorases de mi novio sin saberlo, ¿qué harías? -le preguntó a Clodia a bocajarro.

– Ya me ha pasado.

Anaíd palideció.

– ¿Qué dices?

Clodia le señaló una figura que descendía de una moto y las saludaba con la mano.

– Me acabo de colgar de ese chico. Está como un queso.

Anaíd enrojeció como un tomate.

– Me parece… que es Roc, ¿no? -añadió Clodia guiñándole un ojo.

Era Roc.

– ¡Y si no te lo ligas rápido, me lo quedo yo!


Pero Anaíd no era rápida ligando. Estaba tan nerviosa en su fiesta, en su primera fiesta, que se veía obligada a charlar todo el rato, a servir, a hacer de anfitriona, a moverse de aquí para allá y a tener las manos ocupadas. Eludía las sombras y los silencios y apenas salía a la pista de baile.

La fiesta era un éxito. Había marcha, buena música, mogollón de bebidas y buen rollo. La gente bebía, reía, bailaba y algunas parejas comenzaban a perderse por los rincones. Clodia fue a incordiarla.

– ¿Ésa de los pantalones piratas es Marion?

– Sí.

– Pues no le quita el ojo de encima a tu Roc.

– ¿Y a mí, qué?

Anaíd estaba arreglando una fuente de canapés y manoseaba compulsivamente los de foie-gras y queso.

– Lo tuyo es patológico -le susurró Clodia al oído-. Los has cambiado de orden cinco veces. Deja de marear los bocatas y vete con Roc.

Anaíd lo miró a hurtadillas. Como siempre, estaba rodeado de chicas y de amigos. Explicaban algo divertido, reían.

– Está ocupado, ¿no lo ves?

Clodia tomó a Anaíd de la mano y la llevó hasta el rincón donde estaba instalado el equipo de música. Allí, entre los bailes, el sintonizador y centenares de discos, se parapetaba un pringado con tendencias autistas y aparato corrector en los dientes, que miraba la fiesta de lejos.

– ¿Cómo te llamas? -le entró Clodia.

– Jonatan.

– Es un nombre muy bíblico, muy majo. Oye, Jonatan, ¿me podrías llenar un vaso con naranjada y una pizquita de vodka y esperarme ahí, junto al foco?

Jonatan, hipnotizado, fue incapaz de asentir. Simplemente salió volando a cumplir los deseos de Clodia.

– Has ido a saco -se admiró Anaíd.

Pero entonces Clodia, de un manotazo, lanzó todos los compact discs al suelo. Anaíd se enfadó.

– ¿Tú estás tonta? ¿Por qué los tiras?

– Para que te entretengas con algo. Es tu castigo por no saber divertirte.

Y desapareció riéndose y dejando a Anaíd confusa y desconcertada. ¿Se había vuelto loca Clodia? ¿Había bebido alguna poción extraña?

Se agachó con ganas de estrujar el cuello a su amiga y maldijo la hora en que la invitó a su fiesta. Lo único que había podido comprobar es que Clodia continuaba tan simpática y sociable como cuando la conoció, mientras que ella aún miraba la vida desde la barrera, sin atreverse a dar el salto. ¿De dónde sacó las fuerzas para enfrentarse a los peligros de las brujas Odish y liberar a su madre del mundo opaco si luego era incapaz de enfrentarse a ese pánico escénico que sentía en presencia de un chico?

Arrodillada, ofuscada y tanteando el suelo con las manos, buscaba inútilmente el disco de Lorenna MacKennit que tocaba pinchar enseguida cuando el timbre grave de una voz conocida la paralizó.

– Clodia me ha dicho que estás en apuros.

Anaíd levantó la cabeza lentamente y se le fundieron los plomos: a pocos centímetros de su cara, los ojos negros de Roc la inspeccionaban desde la oscuridad. Podía notar su aliento, oía su respiración.

– ¿Qué ha pasado?

Afortunadamente estaba muy oscuro y Roc no pudo darse cuenta de su apuro.

Iba a inventarse alguna excusa convincente pero no hizo falta. Roc se agachó a su lado y comenzó a ayudarla.

– Menudo follón.

– Ha sido un accidente -murmuró Anaíd avergonzándose de su poca imaginación y de lo absurdo que era calificar de «accidente» la caída aparatosa de un centenar de compact disc perfectamente ordenados.

– Un accidente afortunado -pronunció lentamente Roc.

– ¿Afortunado? -repitió tontamente Anaíd sintiéndose doblemente tonta por no entender la indirecta a la primera y por no sentirse lo suficientemente interesante como para ser considerada causa de esa «fortuna».

– Estaba intentando buscar una excusa para estar a solas contigo y… por casualidad… ya la tengo.

Anaíd pensó que Roc estaba hablando con otra persona. Era imposible que Roc hubiese estado urdiendo una estrategia para encontrarse a solas con ella. ¿Por qué? ¿Para qué?

– ¿Y por qué? -preguntó sin caer en la cuenta de que la pregunta en sí entrañaba una cierta dosis de ingenuidad perversa.

Su desconcierto era tan sincero y tan falto de coquetería que Roc lo recibió como un jarro de agua fría.

Anaíd se dio cuenta de que había equivocado el tono y el estilo inmediatamente.

– Quería decirte que te estoy muy agradecido por las clases de Matemáticas -dejó caer Roc con un tono extrañamente formal y protocolario, con frialdad, como si su voz llegase a través de un hilo telefónico.

Se alejó unos centímetros de ella y sus manos ya no se encontraron más.

Anaíd quiso recuperar la intimidad perdida. Esa magia que se truncó por una respuesta equivocada, por esa maldita falta de autoestima suya que invalidaba sus impulsos.

– Me gustó darte clases, lo pasé bien. Me gusta… enseñar… Matemáticas.

Se hubiese pegado una bofetada. Le gustaba Roc. ¿Por qué no se lo decía en lugar de divagar? A la de una, a la de dos… Pero Roc se levantó del suelo y se sacudió las rodilleras de los pantalones. Ahora era imposible decirle nada. Anaíd también se puso en pie. Se quedaron los dos frente a frente, hieráticos, cortados, secos.

– Gracias de todas formas. ¿Cuándo te vas?

– No lo sé.

– ¿Dónde irás?

– Pues… está por decidir.

Anaíd se desesperó. No podía darle ninguna dirección, ninguna fecha, ningún dato. Ni siquiera sabía si lo volvería a ver.

– ¿Qué vas a hacer con el curso?

Anaíd no pudo responder siquiera a esa pregunta tan lógica.

– Lo haré a distancia -improvisó.

– ¿Por Internet? -se interesó Roc.

Anaíd creyó que no comprometía su futuro inmediato si aventuraba esa posibilidad.

– Sí.

Roc sacó un papel de su bolsillo.

– Cuando te conectes para tus ejercicios…, escríbeme y así podré contestarte.

Apuntó su e-mail y se lo entregó.

Anaíd lo recogió de sus manos y lo guardó en su bolsillo. Se encogió de hombros, apurada.

– Te puedo dar mi dirección -balbuceó Anaíd haciendo memoria sobre si era Anaiiid14, o 14Anaiiid. La usaba tan poco…

– No hace falta. Ya me escribirás.

– Pues yo no tengo nada que darte.

– Yo creo que sí.

Anaíd hizo memoria.

– No tengo móvil, ya lo sabes.

Roc dio un paso hacia ella y Anaíd, esa vez, no se movió. Las piernas no la sostenían, y los ojos de Roc, fijos en los suyos, le impedían moverse.

– ¿Me das un beso de despedida?

La fracción de segundo durante la cual Anaíd estuvo pensando sobre lo que debía hacer o decir fue la más larga de su vida.

Pero en ese mismísimo momento, para bien o para mal, un zumbido insistente en su cabeza la hizo reaccionar con una rapidez sorprendente, dar un salto alejándose de Roc y salir corriendo hacia la puerta al tiempo que agitaba la mano disculpándose.

– Hasta luego, ciao, me tengo que ir, te escribiré. Estaba recibiendo una llamada telepática urgente de Selene. Algo sucedía.


Llegó a casa sudorosa y excitada. Los semblantes graves de las mujeres que la esperaban no admitían dilación. Entre Karen, Elena y Valeria la metieron en el coche, le entregaron su vara, su atame y su pentáculo, y duplicaron la protección de su escudo. Selene arrancó inmediatamente.

– ¿Y Apolo?

– No podemos llevárnoslo, Karen cuidará de tu gato.

Partían, se iban, no vería más a Roc ni a Clodia. No había podido despedirse correctamente, ni siquiera había podido besar a Roc, y eso que había estado a punto. Se sentía muy desgraciada. Si ése era su sino, a lo mejor no estaba a la altura de las circunstancias.

Tras ellas, las tres brujas pronunciaron un ensalmo de ocultación y Anaíd se percató de que gracias a eso una niebla las ocultaba a los ojos de los mortales y un poderoso embrujo las protegía de ataques Odish. Luego, tendrían que apañárselas solas.

– ¿Qué ha pasado?

Selene asía el volante con fuerza y le hizo una sola pregunta.

– ¿Has abierto la caja del cetro?

Anaíd se llevó la mano al pecho.

– Se lo he enseñado a Clodia.

Selene la advirtió.

– Nunca más lo enseñes a nadie. Nos han descubierto.

– ¿Quién?

– No lo sé. Sólo sé que han intentado arrebatárnoslo.

– ¿Cómo?

– La caja estaba abierta y el cetro junto a la ventana.

Anaíd se estremeció y se arrebujó en el coche. Selene encendió la calefacción.

– ¿Quieres oír música?

– Haga lo que haga está mal, ¿no?

– No necesariamente.

– Me siento culpable.

Selene no la consoló.

– Te sientas como te sientas, una Odish ha intentado arrebatarnos el cetro. Ni tan siquiera se ha manifestado. No sabemos quién es, pero al abrir la caja del cetro y mostrárselo a Clodia descubriste el secreto a la Odish… ¿Sabes lo que quiere decir eso?

– Sí, que soy una inconsciente, una boba, una estúpida, que sólo pienso en mi fiesta y mis amigos y no tengo para nada en cuenta a las Omar que dependen de mí…

Y definitivamente Anaíd se echó a llorar.

Selene se conmovió y le ofreció un pañuelo de papel.

– Suénate.

Selene dejó que se tranquilizase. Cuando notó que su respiración se había acompasado, susurró:

– Lo siento. No quiero hacerte sentir mal. Pero es muy difícil corregir un comportamiento sin crear culpabilidad. Deméter me hacía sentir siempre fatal. Era su estilo y yo me juré que nunca lo repetiría con una hija mía.

– No me compares -protestó Anaíd-. Tú no te podías sentir mal, no estabas agobiada por la responsabilidad que yo tengo, no tenías un cetro de poder.

– Te equivocas en algunas cosas. Yo sí tenía una gran responsabilidad que entonces desconocía y sí que me sentí mal, muy mal, porque por mi culpa murieron muchas inocentes.

Anaíd se quedó sin respiración.

– ¿Cómo dices?

Y Selene comenzó a hablar de nuevo.

– Continuaré mi historia justo donde la habíamos dejado. Al día siguiente de la fiesta de Carnaval. Después de que yo me enamorase de Gunnar, me enterase de que era el novio de mi mejor amiga e intentase renunciar a él sin conseguirlo.

Загрузка...