9

Tierra de hielo y fuego

Una noche blanca nos dejaron de incógnito en una cala cercana a Rejkiavik. Desembarcamos a una hora en la que los islandeses aún dormían. Recogimos nuestro equipaje y, tras despedirnos silenciosamente de la familia Harstad y besar a todos y cada uno de los bersekers del mar, que curiosamente olían a lavanda y sabían a pastel de manzana a pesar de haber trajinado quince días con sangre y grasa de ballena, nos dirigimos caminando hacia una parada de taxis del pueblo más cercano.

Lo único que necesitaba yo era un bosque para tallar una vara y conjurar un escudo protector. Pero en aquel pueblo no había árboles. Llovía, el cielo estaba gris y ráfagas de viento helado barrían las calles.

– Celebraremos nuestra llegada a la manera vikinga -me prometió Gunnar guiñándome un ojo al llegar ante la parada.

Nos metimos en un taxi y me arrellané cómodamente en el asiento trasero mientras Gunnar daba conversación al educado taxista, tan diferente de los taxistas vociferantes de mi país. El islandés era dulce y musical, diferente al noruego, pero vagamente emparentado.

Les escuché un rato hasta que el paisaje me fue robando la atención. Islandia, bajo la lluvia y la bruma, estaba desnuda. Atravesamos un extenso campo de lava oscura, sin árboles, sin hierba. Era lava escupida por el Snaefellsjökull, el volcán que conducía al centro de la tierra y que se escondía tras las nubes. Pero faltaba algo. ¡No había bosques!

– ¿Dónde hay bosques? -pregunté con un hilo de voz.

Gunnar y el taxista rieron.

– Islandia está deforestada. No quedan bosques de ningún tipo. Y ésa es su miseria y su grandeza. Pastos y rocas, lava y hielo.

Entonces, pensé, mis posibilidades eran muy pocas. ¿Dónde demonios conseguiría tallar una vara? Tenía que encontrar a Hólmfrídur, era mi única esperanza.

Aquella isla solitaria, cubierta de rocas negras y humeante de geiseres, arropada por la bruma y tenuemente iluminada por un sol engañoso, me inquietó. Gunnar me había advertido de sus fuerzas telúricas. Y ahí estaban. Percibía presencias constantes. Podía oír voces lejanas que se perdían entre la niebla y divisar luces que poco o nada tenían que ver con la electricidad. En efecto, Gunnar tenía razón: lo sobrenatural en Islandia imperaba sobre la razón. Pero no me gustaron las vibraciones de esas fuerzas. Olían a muerte, a podredumbre, como sus aguas sulfurosas.

Gunnar tuvo la gentileza de darme una explicación.

– ¿Ves esa montaña de ahí?

Efectivamente la veía.

– Está habitada por elfos y no hubo manera de cavar un túnel. Los elfos lo impedían y destruían las máquinas. Al final optaron por desviar la carretera.

No me inmuté. Era sabido que algunos seres del mundo opaco utilizaban las raíces de los árboles, los resquicios de las rocas o el cono de los volcanes para visitar nuestro mundo. Todas las Omar aprendíamos de niñas que los caminos que unían los mundos podían ser muchos y diversos. El lago y el rayo de sol eran los que más habían difundido las poesías y las leyendas, pero los geiseres bien podían ser una vía apta de comunicación.

Y de pronto, el sol se oscureció. Los cambios de tiempo eran bruscos y repentinos. El taxista hizo un comentario lacónico que Gunnar tradujo.

– El lobo devoró al sol.

Era cierto. Lo parecía.

– Forma parte de nuestra mitología -me aclaró Gunnar-. Según las creencias vikingas, el fin del mundo se producirá cuando los Ases y los Vans, los dioses enfrentados, se maten unos a otros y el lobo Fenry, cruel y sanguinario como su padre Loki, devore al sol y a la luna.

Lo recordaba. Recordaba esas estremecedoras leyendas y en aquellos momentos me parecían hasta probables. Una tierra fría, inhóspita, que permanece sumida en la oscuridad por cinco largos meses tiene que tener una visión pesimista de las cosas. Y la naturaleza se defendía del acoso. Las montañas, los lagos, los geiseres y los glaciares estaban protegidos mágicamente para defenderse de la mano del empuje de la civilización.

¿Adónde nos dirigíamos?

No quise preguntar cuál era la forma vikinga de celebrar reencuentros. ¿Pescar tiburones? ¿Talar árboles? ¿Beber en una calavera? ¿O lanzarme dentro de un volcán para aplacar la ira de los dioses?

Pronto lo supe y a punto estuve de cocerme viva. Gunnar y yo acabamos metidos en una sauna caliente al aire libre que olía a huevos podridos. Gunnar estaba radiante y se llenaba los pulmones con glotonería de ese aire fétido que despedían las entrañas de la tierra. Se quitó la ropa rápidamente y se metió en el baño humeante con un gemido de placer.

El agua sulfurosa surgía de dentro de la tierra a cuarenta grados de temperatura. No me apetecía nada meterme ahí, pero ante su insistencia me desnudé, metí un pie y lo retiré inmediatamente con un chillido. Demasiado tarde, Gunnar ya se había fijado en mis brazos.

– ¿Qué te ha pasado en los brazos?

Me metí en la poza ardiente; aún me duele al recordarlo.

– Nada, picaduras de mosquito -le quité importancia.

Acababa de comprender lo que sienten las pobres langostas cuando las meten en una olla hirviendo y chillé.

Pero no pude engañarlo ni desviar su atención. Me obligó a enseñarle mis heridas y estudió mis brazos con detenimiento. Se preocupó. Miró mis ojos enfebrecidos y chasqueó la lengua.

– ¿Por qué no me habías dicho nada?

– Es que no es nada.

– Te llevaré a un hospital. Tiene que verte un médico.

– Imposible, no tengo documentación. Me descubrirían -supliqué asustada.

Y tenía razón: además de consultar con la policía, probablemente ningún médico entendería el origen de esas heridas. Sólo podía ayudarme una Omar. Y entonces se me ocurrió una idea brillante.

– Pero conozco un médico que vive aquí.

– ¿Un médico?

– Se llama Hólmfrídur y es una amiga de mi madre. Ella me curará sin hacerme preguntas.

– ¿Dónde vive?

Lo ignoraba, aunque recordaba un detalle.

– Tenía una granja.

Gunnar se echó a reír ante mi candidez.

– Todos los islandeses tenemos una granja.

– ¿Tú también? -pregunté asombrada, y me di cuenta de que apenas sabía nada de Gunnar.

Ni siquiera sabía en qué pueblo había nacido, quiénes eran sus padres y si tenía o no hermanos. Pero mi curiosidad podía esperar. Mi vida, en cambio, corría peligro.

– Tomaremos algo y pensaremos -propuso Gunnar.

El baño me relajó y me dejó una agradable sensación de confortabilidad, peligrosa porque invitaba a cerrar los ojos y echar una siesta. Después de tantos días de desear una ducha caliente, los poros se abrían como naranjas maduras y el agua penetraba hasta el fondo arrastrando con ella todos los resquicios de suciedad. Gunnar y yo dejamos atrás el olor a sangre y grasa de minke que había presidido nuestro pequeño barco ballenero durante quince días.


Otro taxi nos dejó en Rejkiavik, una ciudad limpia, moderna y aséptica, pero triste. Gunnar escuchaba el silencio, olía el aire limpio, casi transparente como el cutis de los isleños, y caminaba taciturno; imposible saber qué pasaba por su cabeza, pero estaba preocupado.

Entramos en un bar que bien podía haber estado en la Quinta Avenida de Nueva York e inmediatamente me encontré con la acogedora sonrisa de una bella joven ataviada con un corto delantal. Nos saludó, nos acompañó hasta una mesa y nos ofreció una larguísima carta con el surtido más completo que había visto jamás de todas las marcas de cerveza del planeta. Hacía tan sólo unos meses que habían acabado con una antigua ley seca y se resarcían de décadas de abstinencia. Mientras esperaba a que nos decidiéramos, nos preguntó en un correctísimo inglés si acabábamos de llegar y si ya teníamos alojamiento. Gunnar respondió amablemente que lo teníamos todo resuelto y, para disgusto de la guapísima camarera de rasgos vikingos, yo solo pedí un café bien cargado, porque se me cerraban los ojos. Me trajo un maravilloso expreso italiano. No me atreví a decirle a Gunnar que su ciudad me parecía una escenografía vanguardista más que una isla salvaje en medio del Ártico. Ciertamente era diferente de lo que yo esperaba encontrar.

– Tenemos que buscar a Hólmfrídur.

Gunnar levantó los brazos al cielo.

– ¿Sabes cuántas Hólmfrídur viven en Islandia?

Y como si hubiese invocado una respuesta de los dioses, un listín cayó en sus manos. Gunnar se sorprendió, yo me sorprendí y una risa cristalina nos sorprendió. Era la camarera quien, solícita, había dejado caer la respuesta en las manos del demiurgo Gunnar.

– Aquí están la dirección y el teléfono de todos los habitantes de la isla. Doscientos mil a lo sumo. ¿Os puedo ayudar?

Me sentí confortablemente arropada.

– Busco a una amiga llamada Hólmfrídur.

Inmediatamente la encantadora camarera abrió el listín y buscó hasta dar con la hache.

– ¿El nombre de pila de su padre?

Casi ninguna Omar lo sabíamos, pero me asombró la pregunta.

– ¿Por qué el nombre de pila?

Gunnar intervino:

– Si su padre se llamara Gunnar, por ejemplo, ella se llamaría Hólmfrídur Gunnardottir.

Me quedé de una pieza. Esa forma de designar a las familias era muy antigua y había caído en desuso, excepto en esa isla perdida.

– ¿Un hijo tuyo se llamaría Gunnardottir?

– Eso seria una hija. Un hijo sería Gunnarson.

– ¿Y tu padre cómo se llamaba?

– Einar.

– Así tú eres Gunnar Einarson.

La camarera me guiñó un ojo.

– Lee los nombres, seguro que recuerdas el apellido al repasarlos -y me ofreció el listín.

Dejé resbalar mi dedo índice sobre todas las Hólmfrídur de la lista confiando en mi instinto y me concentré en la fisonomía espectral y los ojos gatunos que recordaba. Mi dedo se detuvo en un nombre y, sin dudarlo, señalé una tal Hólmfrídur Karlsdottir.

– Es ella.

Gunnar marcó el teléfono y pronunció unas amables palabras en islandés; luego me pasó el aparato.

No podía creerlo. Temblaba de emoción al reconocer la melodía de la suave voz de Hólmfrídur. Hablé en inglés, puesto que estaba ante Gunnar, pero intercalé una frase de petición de ayuda en la lengua antigua. Cambié de nuevo al inglés en cuanto detecté la arruga que había surgido en el entrecejo de Gunnar al no comprender el significado de la frase.

– Tengo que verte. Traigo un regalo de mi madre, pero me temo que no aguantará muchos días más.

Hólmfrídur fue rápida y en la lengua antigua me convocó inmediatamente. Colgué reteniendo el nombre del pueblo.

– Vive en Djúpivogur. Un pueblo de la costa este.

– Lo conozco -repuso Gunnar repentinamente serio.

– Me espera mañana, o sea esta noche, para la cena.

Gunnar pareció contrariado.

– Eso está a quinientos kilómetros de aquí por carreteras difíciles.

Hólmfrídur era mi única esperanza, la única luz en mi camino, y a Gunnar la idea parecía que le contrariaba. Iría hasta allí aunque fuese sola y así lo planteé.

– ¿Estás segura de que no nos meterá en líos esa amiga de tu madre?

Gunnar desconfiaba de una desconocida como Hólmfrídur. Y tenía sus razones: al fin y al cabo éramos fugitivos. Pero para mí significaba la vida.

– Dime cómo llegar y luego regreso. Será un día y basta.

Enseguida Gunnar cambió de opinión.

– Te llevaré. Luego continuaremos hasta mi granja.

Lo abracé con tal ímpetu que sin querer tiré al suelo el vaso de cerveza de Gunnar. Se hizo añicos y me negué a mirarlos. La camarera acudió rápidamente y se llevó la mano a la boca asustada por el estropicio, o por la superstición. Los islandeses eran muy supersticiosos. A pesar de ello nos deseó buena suerte y nos agradeció la propina que le habíamos dejado.


Alquilamos un todoterreno, el único vehículo apto para movernos por la abrupta y sorprendente isla, y salimos de Rejkiavik.

– Los puentes caen con facilidad tras las inundaciones, los glaciares invaden el pavimento de las carreteras y los terremotos y las erupciones acaban con autopistas enteras -comentó Gunnar.

No sabía si aquello era una isla o un juego de la oca en el que cada tres jugadas podías volver al inicio por culpa de tirar el dado equivocado y topar con un desastre natural. Sentí otra vez que la naturaleza empujaba desde sus raíces y desbordaba la civilización. La fuerza de los elementos permitía que fluyeran los espíritus y las energías allí donde los humanos no conseguían enraizarse.

– Te sorprenderá el este. No es una ruta turística.

Gunnar, acodado en la ventanilla, manejaba el volante con pericia, casi con la misma delicadeza con la que acariciaba mi rostro, y condujo a través de la franja que serpenteaba entre los sorprendentes glaciares del interior y la costa atlántica. Pasamos entre imponentes cascadas que se producían con el deshielo del glaciar en primavera. El agua caía por doquier, desde alturas impresionantes, agua clara y cristalina en abundancia. Hasta que el agua dejó de ser una novedad para percibirla como una rutina, como la tez y los ojos de los islandeses a los que en solamente unas horas ya me había acostumbrado.

Tras pasar el pueblo de Vik todo cambió. Apenas alguna granja dispersa al principio y luego el paisaje se fue transformando en desiertas y amenazadoras explanadas de arena negra, sin rocas, sin nada. Tierra de fuego, de agua, de contrastes absolutos. Eran los dominios del Vatnajökull, el glaciar más grande e inhóspito de Europa. La desolación de unas tierras casi despobladas fue aumentando la desazón que sentía por la proximidad de mi cita con las Omar. ¿Cómo me recibirían? ¿Como a una traidora? ¿Como a una hija pródiga?

Estaba exhausta, al borde del agotamiento, cuando por fin, en lontananza, divisé el pequeño pueblecito que inauguraba un paisaje más amable, una larga ristra de fiordos que invitaban a los habitantes del país a construir sus casitas de madera y echar sus redes al mar. Estábamos en Djúpivogur.

Reservamos una habitación en el pequeño hotel, dejamos el equipaje y, tras preguntar, nos dirigimos hacia casa de Hólmfrídur. En el pueblo todos se conocían, pero curiosamente a nadie extrañó nuestra visita.

Hólmfrídur esperaba que yo me presentase sola, y de ahí su apuro al aparecer con Gunnar. Había preparado una exquisita cena, un plato tradicional de bacalao con patatas, y sólo había colocado dos cubiertos, para ella y para mí. El olor del guiso inundaba la acogedora casita de madera con grandes ventanales, alegres cuadros en las paredes y potente calefacción.

El gesto de Hólmfrídur al ver a Gunnar fue de contrariedad. No me sorprendió. Las Omar no admiten interferencias y Gunnar lo era. Pensé que las aclaraciones vendrían luego. Lo importante era haber conseguido llegar hasta ella y lo secundario, la presencia de un intruso. Sin embargo no había contado con su antipatía mutua.

Gunnar la propició tomando la iniciativa sin consultarme. Interpeló a Hólmfrídur:

– Selene me ha dicho que eres médico. Quiero que veas esto.

Y ante mi sorpresa me remangó las mangas del jersey y le mostró a Hólmfrídur mis brazos. Yo me sentí incómoda. Y más aún cuando Hólmfrídur se caló las gafas y fingió una tranquilidad pasmosa.

– Una erupción cutánea. Aplicaremos una pomada antihistamínica.

Gunnar me señaló.

– Ha perdido mucho peso, vomita continuamente y padece insomnio. Tócala.

Así pues, Gunnar me había estado observando. Hólmfrídur acercó su mano a mi frente. Debía de estar ardiendo, porque la retiró inmediatamente, casi molesta.

– Un resfriado.

Entonces Gunnar la increpó en islandés. Creo que la amenazó con llevarme a un hospital si no me atendía debidamente. La pálida islandesa salió de la sala y volvió al cabo de poco con un antibiótico que mostró a Gunnar antes de ofrecérmelo y una pomada que me aplicó en los brazos.

– ¿Da el señor su aprobación?

Gunnar asintió con un gesto de cabeza.

La cena fue tensa y difícil. Hólmfrídur consultaba continuamente su reloj de pulsera y se mostraba seca e impertinente. A ratos Gunnar y ella hablaban en islandés, y Gunnar parecía incómodo por el tipo de preguntas con que Hólmfrídur lo bombardeaba. Yo tenía que mediar entre ambos y relataba, de la forma más amena posible, nuestra aventura en el ballenero y nuestro viaje hasta Cabo Norte. Hablé de los fiordos, de los mosquitos, de los renos y los sami. Hacia los postres, Gunnar comenzó a bostezar sospechosamente. Se levantó a duras penas y se disculpó por estar agotado. Y era absolutamente cierto. Había conducido a lo largo de más de once horas sin apenas descanso. Nos despedimos de Hólmfrídur y ella me hizo la señal convenida.

De camino al hotel, Gunnar tropezaba con todas las piedras y perdía frecuentemente el equilibrio. Temí que no llegaríamos a tiempo, pero lo conseguimos por los pelos. Gunnar cayó vestido sobre la cama. Le quité los zapatos, lo abrigué con la colcha y salí de nuevo en dirección a casa de Hólmfrídur. La poción que le había suministrado la yegua Omar, en venganza a su insolencia, debía de ser para dormir a un paquidermo.

Esta vez, cuando volví a llamar a su puerta, la mujer fría que me había despedido minutos antes se había transformado en un rostro lleno de ansiedad que me arrancó la ropa a tirones y me obligó a mostrarle de nuevo mis brazos.

– Niña loca, irresponsable, cabezota, ¿cómo te has podido dejar hacer esto?

Cubrió mi piel de cataplasmas y me hizo tomar una fuerte infusión que me quemó la lengua y abrasó las entrañas. Al momento sentí cómo alrededor de mi cintura se ceñía el escudo protector tras el conjuro de Hólmfrídur.

– Lancé mi vara, lo siento, no pude tallar ninguna.

– No hables, no digas nada. Luego te haré muchas preguntas.

Y a pesar de la tranquilidad de saberme protegida, no me gustó la expresión de Hólmfrídur. Sus ojos amarillentos brillaban en la semioscuridad y sus pupilas dilatadas radiografiaban mi cuerpo mientras las palmas de sus manos calientes palpaban mi piel temblando como las varas de una zahori. ¿Había caído en una trampa?

La mujeres a quienes esperaba Hólmfrídur, y a causa de las cuales consultaba su reloj, fueron llegando silenciosamente a partir de la medianoche. Un par de ellas, una campesina robusta y una anciana vestida como la reina de Inglaterra y que atendía por el nombre de Björk, Abedul, habían viajado desde aldeas remotas; otra, con gafas y aire de intelectual trasnochada, vivía en un pueblo cercano; pero fue la última de todas la que me produjo un escalofrío. Era ni más ni menos que la joven y bella camarera vikinga que me atendió en el único bar en el que puse los pies en Rejkiavik. La misma que me ofreció un café cargado que me mantuvo despierta hasta ese momento, la que sonrió a Gunnar mientras yo lo convencía de la necesidad de visitar a Hólmfrídur, la que proporcionó el listín a Gunnar y que finalmente guió mi dedo hasta el número correcto. Todo había sido demasiado fácil, demasiado sencillo. Pero nada era casual a mi alrededor. Me movía por un mundo programado, pautado, controlado. Deméter había alertado a las brujas islandesas de mi próxima llegada. De nuevo me perseguía, me vigilaba y gobernaba los hilos de mi vida. Aunque yo no hubiese tomado la decisión de acudir a las Omar, ellas me hubieran encontrado a mí y me hubieran apresado como a un ratón.

Las amigas de Hólmfrídur, que habían acudido a su llamada, eran cuatro mujeres de diferente edad, profesión y clase social. Pero todas tenían un nexo en común: eran brujas Omar del clan de la yegua y, como tales, se debían a la comunidad y dejaban sus vidas privadas y públicas a un lado para salir corriendo en ayuda de cualquier otra Omar. A pesar de mi rebeldía, reconozco que se lo agradecí, aunque tal vez, unas horas más tarde se convirtieran en mis verdugos.

– ¿Y bien, Selene? -inició su parlamento Hólmfrídur como portavoz de la comunidad-. ¿Has decidido entregarte?

Las miré alternativamente. El único papel que podía permitirme era el de la sumisión.

– Me equivoqué escapando de la tribu -admití compungida.

Hólmfrídur suspiró.

– Tendrás un juicio justo, ha habido novedades.

Björk, la anciana, me miró desde detrás de sus lentes.

– ¿Ya sabes lo de Meritxell?

Sentí que el corazón me daba un vuelco.

– ¿El qué?

Cualquier descubrimiento que me aligerase la conciencia o iluminase el oscuro incidente sería bien recibido.

– Estaba poseída -susurró la joven camarera con espanto.

– ¿Poseída? ¿Por quién?

– Por Baalat -afirmó Hólmfrídur-. Eso es lo que han deducido las expertas. Ingrid, la erudita, había estudiado muchos casos parecidos.

Me pareció más inquietante que tranquilizador.

– ¿Y eso qué aporta?

– Cambia la perspectiva de su muerte.

– El atame no estaba destinado a Meritxell.

– ¿Ah, no? -me permití objetar.

– El atame se clavó en el corazón. Es el lugar donde se conjura el poder de las Odish reencarnadas.

Empezaba a entender lo que insinuaban. Me acordé de la serpiente que yo misma troceé y cuyo corazón destruí con mi atame antes de quemarla.

– ¿Queréis decir que Meritxell ya había muerto y que el cuerpo de Meritxell estaba poseído por Baalat?

– Exacto.

– Entonces…

– Entonces -me cortó Hólmfrídur- tu acción fue heroica, nos salvaste de Baalat.

Me indigné. Daban por supuesto que yo había clavado el cuchillo.

– ¡No fui yo! Yo no le clavé mi atame, ni siquiera sabía que estuviese poseída.

Recordé su violencia, sus argucias impropias de una Omar, su furia, pero también recordé su gesto al bajar el brazo y no clavarme el atame a mí. No. A pesar de que ese dato me exculpara, cuando yo dejé a Meritxell en mi habitación, una hora antes de morir, la conciencia de Meritxell aún existía. Baalat no la había poseído completamente.

– Está bien -me cortó Hólmfrídur-. Dejemos eso para el tribunal. Ahora tenemos que ayudarte.

Levantó las mangas de mi jersey y mostró mis brazos a las otras brujas, que se llevaron las manos a la boca horrorizadas.

– Rápido -exclamó la robusta campesina, poco dada a las elucubraciones.

Y sin mediar ni una palabra más me cogieron en volandas y me llevaron con ellas hasta lo alto de una roca iluminada por el dorado sol de medianoche, un promontorio que dominaba el océano grisáceo. Me hicieron tenderme en el suelo y encendieron las velas en un perfecto pentágono. Permanecí inmóvil durante largo rato mientras cinco pares de manos expertas exploraban a conciencia todos los rincones de mi cuerpo y mi mente y me proporcionaban la energía que había ido perdiendo durante ese tiempo.

Reconstituida, con nuevas fuerzas, abrí los ojos y lo que vi no me gustó nada. Conocía sus expresiones sombrías. No auguraban ninguna buena noticia, eran el preámbulo de una desgracia.

Hólmfrídur oficiaba la ceremonia con tristeza. Me ofrecieron piedra de jade y reforzaron mis debilitadas defensas con hierro. Me invitaron a beber un sorbo de su potente poción y al poco me inundó un bienestar que se extendió como un cosquilleo fluyendo a través de mi sangre. Mi mente se iluminó hasta adquirir una lucidez inusual. Me uní a su danza y bailé con ellas, con el pelo suelto, flotando al viento, sin frío, sin sueño, sin hambre, relinchando ante ese sol ceniciento que me desconcertaba y sintiéndome etérea como una pluma. A lo lejos, en las montañas, creí distinguir unas lucecillas que bien podrían ser los ojos curiosos de unos elfos que nos espiaban. Me pareció natural.

Luego, tras el canto ritual, llegó el momento del diálogo. Yo era el objeto de debate. Yo y mi enfermedad.

Ninguna se atrevía a hablar. Era como asistir a la lectura del diagnóstico de un médico que acaba de descubrirnos una enfermedad terminal. Por fin Hólmfrídur rompió el hielo.

– Estás embarazada.

Si me hubiesen pegado con una maza no me hubieran dejado más atontada. Me esperaba cualquier cosa menos eso. Era cierto que llevaba cierto retraso con mi regla, pero era normal en mí, tenía sólo diecisiete años y nunca daba importancia a un retraso de unos pocos días.

– No puede ser -balbuceé-. He tomado mis hierbas.

– ¿Siempre?

Hice memoria. Siempre masticaba las hierbas que las Omar conocíamos bien para evitar embarazos. Era una costumbre que cumplía cada noche, nunca me olvidaba de hacerlo a no ser que… me durmiese antes. Como fue el caso de la noche del solsticio que pasé en el monte Domen. Esa noche se había borrado de mi mente, no recordaba nada. Era muy posible que no masticase mis hierbas.

– ¿Tienes mareos y vómitos?

Palidecí. Qué estúpida. Los atribuí al viaje por mar, pero comenzaron antes. Entonces…, mi debilidad, mis vómitos, mi insomnio eran síntomas de embarazo. Hólmfrídur leyó mis pensamientos.

– No te confundas.

Claro que estaba confundida. Mucho. Me acababan de decir que tenía una nueva vida en mi interior, que mi vientre se hincharía, que un pequeño ser crecería dentro de mí y me haría madre. Era tan absurdo y extraño que simplemente no me lo podía creer. ¡Claro que estaba confundida! Confundida era poco. Estaba mareada por la revelación.

– Estás siendo víctima de una Odish. Tu debilidad es por ese motivo. El embarazo no baja las defensas del cuerpo; al revés, las aumenta, estás más fuerte. Por eso has resistido más tiempo el embate de esa Odish.

A lo mejor era cierto. Si algo tenía claro era que no estaba dispuesta a rendirme. Quería luchar, resistir, continuar viva. ¿Y eso era a causa de esa nueva vida que llevaba en mi interior? Yo lo atribuía a mi enamoramiento.

– ¿Es Baalat? -pregunté con reparo.

A diferencia de las brujas mediterráneas, las islandesas de piel clara no se estremecieron al oír nombrar a la diosa fenicia. Al revés, fruncieron el ceño asombradas.

– Eso creemos, pero es muy extraño.

– Baalat nunca se ha atrevido a atacar en nuestros dominios -afirmó Hólmfrídur con convencimiento.

– Son los dominios de la dama de hielo -ratificó la de gafitas.

– ¿La dama de hielo? -pregunté inquieta. Ese nombre me trajo a la memoria algunas leyendas que aprendí de niña.- Helaba el corazón de los hombres a los que enamoraba -recordé de pronto.

– Y quemaba las pupilas de las muchachas que se atrevían a mirarla a los ojos -susurró la viejecilla Björk.

Y las yeguas Omar, con un temblor en la voz, fueron cosiendo retazos de la misteriosa Odish.

– La mitología la asimiló con algunas diosas como la bella Freijaa o la misteriosa esposa de Odín.

– Sus dominios son los árticos.

– Ninguna otra Odish se atrevió nunca a adentrarse en su territorio.

– Baalat no pudo nunca contra ella.

– Se refugió en los hielos eternos y se adormeció.

– Como la condesa.

Yo misma planteé el dilema:

– Sin embargo, Baalat, la dama oscura, atacó duramente en territorio de la condesa la noche de Imbolc. ¿No es posible que también se haya decidido a invadir las tierras de la dama de hielo?

Callaron. No se habían planteado esa cuestión. Para mí era muy importante que dispusieran de información. Sin ella, luchar contra la nigromancia de Baalat era casi imposible.

– Conjura a los muertos -recordé.

– Pero necesita un cuerpo, un cuerpo aunque sea de un muerto -dijo Björk, la adorable abuelita, que se había encasquetado de nuevo su horroroso sombrero.

– Puede haber utilizado una treta, un cuerpo para trasladarse -aventuró la intelectual.

– ¿Cuál? -me pregunté en voz alta.

– Un animal no puede adaptarse a tantos lugares ni viajar tan lejos por sus propios medios -objetó la campesina.

– A no ser que viaje con humanos -puntualizó Hólmfrídur.

– O a no ser que se haya encarnado en un ser humano vivo como… -la joven camarera vikinga que había comenzado esa frase se llevó la mano a la boca mirándome horrorizada.

Sus compañeras siguieron la trayectoria de sus ojos, con aprensión, y respiraron hondo, como desprendiéndose de un mal pensamiento. Inconscientemente se alejaron algunos milímetros de mí. Lo sentí. Volvía a tener mis facultades en pleno rendimiento. Me estaban rechazando. Conocía el mecanismo que me enseñó mi madre para activar el rechazo ante la sospecha de la presencia de cualquier Odish. Las Omar creían que yo en persona podía ser Baalat. O que parte de Baalat se había instalado en mí. Lo notaba.

Ante esa sospecha habían bloqueado sus vivencias. Tenía que convencerlas de que era Selene. Si no lo hacía, no sólo no me ayudarían sino que me destruirían.

Yo era impulsiva, inmediata, y así como mi temperamento podía darme muchos quebraderos de cabeza y a veces meterme en líos tremendos, también era mi mejor arma. Les arrojé la verdad a la cara para cortarles la posible retirada.

– ¿Qué prueba necesitáis para que os convenza?

Hólmfrídur habló en nombre de todas:

– ¿Convencernos de qué? -preguntó incómoda.

– De que soy Selene, de que no soy Baalat, de que no me ha poseído.

Rieron forzadas. Leí en sus risas que la consigna que se pasaban con sus gestos isleños y endogámicos era reír.

– ¡Qué tontería!

Pero no era ninguna tontería. O el embarazo había agudizado mis sentidos o yo podía leer con claridad sus pensamientos a pesar de la coraza que se esforzaban en levantar. Todas coincidían. Se decían a ellas mismas que yo tenía sangre Odish en mis venas. La habían detectado. Baalat no me estaba desangrando, Baalat me estaba poseyendo como a Meritxell.

Estaban locas de remate. Pero tuve miedo a que optaran por destruirme para librarse del peligro que una infiltrada como yo podía suponer.

– Quiero ponerme en contacto con mi madre Deméter. Ella os convencerá de que Baalat no me ha poseído. Ella me conoce -lo dije exigiendo como exige la hija de una matriarca o de una primera ministra.

– Ahora no es oportuno -comentó lacónicamente Hólmfrídur.

Y leí una dureza de pedernal en los reflejos dorados de sus ojos. Imposible insistir sin perder los papeles. Había perdido mi primera batalla y no podía continuar embistiendo de frente. Opté por una retirada.

– ¿Mañana entonces? -pregunté simulando obediencia.

– Mañana, sí. Hoy será mejor que descanses.

Les dirigí una nerviosa sonrisa a todas enfatizando mi apuro.

– Lo siento. Son los nervios. Me han pasado tantas cosas y estoy tan asustada. Necesito una vara para sentirme tranquila.

Pero ya sabía la respuesta. No me darían ninguna vara porque desconfiaban de mí.

– Mañana, hoy no hay tiempo.

Hólmfrídur me ofreció su mano fría y resbaladiza. Sudaba y no ofrecía garantías ni confianza. Era una mano traidora.

– Ve a dormir, Selene. Necesitas descansar.

– Hace una semana que no duermo -confesé-. Necesito dormir en territorio Omar y necesito tomar algo potente.

Y era cierto.

Me acompañaron de nuevo hasta la casa y en la cocina Hólmfrídur me ofreció una infusión cargada de dormidera, supuse que cargadísima. Se lo agradecí con una sonrisa y, al darse la vuelta, la arrojé al tiesto que había en la ventana.

Luego me despedí y Hólmfrídur me acompañó al hotel. Naturalmente hice teatro. Cada tres pasos tropezaba y fingía trastabillar. Hólmfrídur me sujetaba con fuerza y quizá por la proximidad se permitió un comentario muy directo.

– Ha sido muy mala idea traer a tu novio hasta aquí.

– Es islandés y conoce la isla -justifiqué yo.

– Te ha mentido.

Esa vez tropecé de veras. Me había cogido desprevenida.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que su acento es extraño y que la granja de la que me ha hablado, la de su familia, está abandonada desde mucho antes de que él naciera. La vieja Björk -se refería a la yegua del ridículo sombrero- conoce bien la zona.

No podía creer lo que me decía, pero su actitud era claramente beligerante. Sabía que pondrían problemas a Gunnar fuese quien fuese, viniese de donde viniese; siempre había Omar dispuestas a hurgar en genealogías y sagas familiares y dispuestas a realizar informes intachables para permitir uniones con mortales.

De nuevo seguí el doble juego. Bostecé fingiendo que su somnífero me estaba haciendo efecto y le pedí su opinión.

– ¿Así pues qué me aconsejas respecto a Gunnar?

Fue tajante.

– Aléjate de él hasta nueva orden.

Me asombró su contundencia.

– Pero -protesté- él me cuida, me quiere y me ha protegido de la policía.

Entramos en el hotel y Hólmfrídur bajó el tono de voz:

– Estarás mucho tiempo retenida durante el juicio. Cuando venga Deméter, no le gustaría nada encontrárselo a tu lado.

Era eso. Tenía miedo de la ira de Deméter. Me querían a mí sola, manipulable, sumisa, prisionera. Gunnar era un engorro y lo mejor era despedirlo con viento fresco. Abrí con la tarjeta la puerta de la habitación y ahí yacía Gunnar como una piedra, ajeno a todas las conjuras que se cernían sobre su cabeza. Bostecé otra vez con mucha más exageración.

– La cama…

Y me dirigí con caminar torpe e inseguro hasta dejarme caer ruidosamente sobre el mullido colchón, como lo había hecho Gunnar horas antes. A los pocos segundos unas manos solícitas me quitaron los zapatos y me arroparon. Luego, los pasos se alejaron y la puerta se cerró suavemente.


Lo había conseguido. Creían que estaba profundamente dormida y hablarían de mí con la tranquilidad que da la certeza de que no podría oírlas. Esperé unos minutos. Después salí sigilosamente y me aproximé sin hacer ruido a la casa de Hólmfrídur. Agudicé mis instintos y pegué la oreja a la pared hasta conseguir dar con el lugar exacto donde sus voces resonaban con claridad.

Las mujeres del clan de la yegua estaban reunidas en conciliábulo.

Sólo sabía dos de sus nombres, pero podía leer perfectamente sus recelos.

– Me di cuenta nada más verla. Está poseída -afirmaba Hólmfrídur.

– Creí que era una Odish. Su descripción se correspondía con la que había recibido sobre Selene, pero su mirada y sus vibraciones me asustaron -exclamó la joven camarera de Rejkiavik.

– ¿Creéis que el proceso está muy avanzado? -preguntó la granjera.

– Yo más bien creo que acaba de comenzar, que es incipiente -consideró Björk.

El viento movió las cortinas de la ventana y vi cómo la ancianita había dejado su ridículo sombrero sobre la mesilla y se estaba poniendo morada de pastitas dulces mojadas en leche.

– Tenemos que ponernos en contacto con Ingrid -propuso la yegua de las gafas.

– ¿Por qué?

– Ella sabrá cómo exorcizarla.

– ¿Y el embarazo? ¿Es oportuno exorcizar con un embarazo?

– No lo resistirá. Perderá el bebé.

Me estremecí. ¿Consideraban la posibilidad de someterme a un exorcismo para expulsar de mí a Baalat? ¿Lo harían a pesar de que mi bebé no resistiría el conjuro?

– Es igual, es muy joven -afirmó Hólmfrídur-. Puede tener más embarazos.

Tuve un mareo. Hólmfrídur era una mujer dura, implacable y a lo mejor celosa de las jóvenes embarazadas. No le importaba lo que le sucedería a mi bebé.

– Necesitamos el permiso de Deméter -objetó la camarera.

Hólmfrídur se negó. Se puso en pie, tan alta como era, y las exhortó a tomar una decisión.

– No hay tiempo para esperarla, tenemos que actuar. Hay algo en Selene que no me gusta. Sus poderes son mayores de lo que ella cree. Nuestra ventaja es que no tiene vara, pero el embarazo potenciará sus poderes, aunque le impedirá comunicarse.

– ¿Y el novio?

– Ése es el problema, debemos deshacernos de él.

Ahora entendía por qué querían deshacerse de Gunnar. Para ellas era un engorro. Sin Gunnar, actuarían sobre mí con total impunidad. Yo era una Omar apestada y prisionera de sus embrujos.

– Me gustaría ver a ese tal Gunnar -murmuró la entrañable viejecita-. Una ojeada me bastaría para saber si es un nieto del Ingar que yo conocí.

Pude oír el nombre de Ingar y me hubiera gustado escuchar más cosas, pero el frío me iba calando los huesos y tenía ganas de estornudar. Debía de estar a dos o tres grados bajo cero, o tal vez menos, y las manos se me estaban quedando azuladas y sin tacto. Además, ya había oído suficiente para tomar una decisión rápida. Sólo necesitaba solucionar un problema.

Aterida y temblorosa me dirigí a un jardín que divisé al entrar en el pueblo. Allí se erigía un único árbol. Un fresno. Necesitaba cortar una vara para protegerme. No era mi árbol, pero en el norte no encontraría encinas. Saqué el atame de la vieja Paltoö, me arrodillé ante el fresno y practiqué el ritual con devoción. Pedí al árbol que me permitiera disponer de su savia y su fuerza para utilizarlas benéficamente. El árbol dudó hasta que me concedió su favor. Corté una rama agradeciendo su colaboración y la tallé concienzudamente hasta conseguir una vara nueva y joven. Era flexible y procedía del norte, se había alimentado con tierra volcánica y agua sulfurosa y había crecido al calor del sol de medianoche. No me rendiría sin luchar y no podía luchar sin armas.

De regreso al hotel probé mi vara nueva. Al pasar ante la casa de Hólmfrídur me detuve un instante y formulé un conjuro de sueño para que las yeguas allí reunidas durmieran largamente.

Entonces, hablé por primera vez con mi bebé, mí niña, y le dije que no se preocupara, que nadie le haría daño, que ninguna Odish la atraparía en sus garras y que ninguna bruja Omar me obligaría a perderla ni la separaría de su padre.

Y con mi vara y mi secreto me crecí. Mi bebé sería una niña y tendría los ojos azules de Gunnar y mis largas piernas. Fue concebida la noche del solsticio y heredaría lo mejor de sus progenitores, por encima de maldiciones y malos augurios.

Había llegado la mañana, si se podía llamar mañana a ese sol tímido que se escondía vergonzosamente entre los nubarrones que ensuciaban el cielo. Lo importante era conseguir tiempo y pensar con detenimiento la jugada.

Desperté a Gunnar. Estaba relajado, tranquilo y había dormido tan plácidamente que me abrazó como un oso y peleó conmigo para meterme en la cama a su lado y hacerme cosquillas.

De buena gana hubiera accedido a su juego, de buena gana me hubiese acurrucado en el hueco de sus brazos y me hubiera abandonado al sueño, pero teníamos que huir rápidamente. Y de nuevo le mentí.

– Hólmfrídur se había enterado de la muerte de Meritxell y me ha hecho muchas preguntas. No me gusta, no me gustaría que enviase a la policía tras mi pista.

No hizo falta insistir. Gunnar se puso en pie inmediatamente.

– Vámonos -propuso sin vacilar.

– ¿Dónde? -pregunté esperanzada.

Gunnar miró a través de la ventana.

– Mi isla es salvaje y solitaria, pero no está lo suficientemente aislada del mundo. Si la policía te busca, acabará por encontrarte.

– ¿Entonces? -me inquieté.

Gunnar me tomó la cara con sus manos, sonriendo.

– ¿Te acuerdas de nuestro propósito de viajar a través de los hielos?

Me acordaba, claro. Se me desbocó el corazón.

– ¿El viaje de tu antepasado Erik el Rojo?

Gunnar me besó.

– Te llevaré a un sitio tan hermoso que te dejará sin aliento. Volaremos en un trineo conducido por perros.

Y me acarició el cabello tiernamente.

– Y estaremos solos, tú y yo.

Con Gunnar no sentía ningún miedo. Suspiré.

– Y nada ni nadie nos encontrará nunca.

– Nunca -ratificó Gunnar con énfasis.

En pocos minutos habíamos desayunado y cargado el coche. Yo, confiada, me sentaba junto a Gunnar, que había tomado las riendas de la situación y el volante del coche. Era su isla y él sabría qué camino tomar. Me abofeteé las mejillas para mantenerme despierta.

– Duerme -me aconsejó Gunnar.

Se lo agradecí. Volvía a estar protegida con mi escudo, tenía una vara y estaba llena de energía, pero necesitaba dormir. El cansancio era tan fuerte que los párpados me pesaban como losas y la boca se me desencajaba en un eterno bostezo.

Me tendí en el asiento trasero y desconecté.

Gunnar continuó sin mirar hacia atrás y sin saber si yo dormía sola o acompañada por una presencia que no me había abandonado en todo el largo viaje y que me estaba robando la vida poco a poco.

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