6

Otra vez el destino

Al regresar con mi maleta estaba dispuesta de una vez por todas a olvidar a Gunnar para siempre y alejar me de Meritxell. Convivir con ella era ver a Gunnar a todas horas. Era un sufrimiento innecesario, una verdadera tortura.

Sin embargo Meritxell no me lo permitió. Me recibió afectuosamente, y me besó diciéndome que me necesitaba y que sin mí el piso parecía triste y vacío.

En apenas una semana Meritxell había desmejorado mucho. Había perdido el color de las mejillas y el brillo de sus ojos dorados. Decidí quedarme hasta que mejorase.

Carla me explicó que ese fin de semana se había quedado en la cama, escuchando música, con la única compañía de Lola. No tenía anorexia, pero estaba deprimida. Presentaba todos los síntomas. No se peinaba, olvidaba ducharse, no acariciaba a su mascota, sufría insomnio y metía la ropa en su armario sucia y arrugada. Había dejado de interesarse por su aspecto, por la comida, por las clases, por la pintura, y una mañana descubrí que había dejado de alimentar a la pequeña hámster, que vagaba hambrienta y abandonada por la casa.

Comenzaba a ser preocupante y pensé en un médico, un mortal, porque yo sólo conocía médicas Omar, pero Meritxell -supongo que para no destapar su embarazo- se negó en redondo a dejarse visitar.

La obligué a comer y, en connivencia con Carla, le preparamos concentrados vitamínicos. Carla había suavizado el trato y daba muestras de preocupación real. Fue ella misma quien propuso ponerse en contacto con el padre de Meritxell y me pidió que, mientras tanto, no la perdiese de vista. Luego intentó animarla y la convenció para asistir a una vernissage en el Paseo de Gracia, como hacía antes. Meritxell asintió, se guardó la invitación en el bolso y salió de casa para, al cabo de unos metros, regresar sobre sus pasos y cambiar el rumbo de su ruta. La seguí con cautela y comprobé que en lugar de acudir a la sala de exposiciones se encerraba en una cafetería mirando las lámparas del techo y disolviendo eternamente un azucarillo en una taza de té mientras controlaba los segundos y los minutos que le faltaban para regresar a casa y mentir a Carla sobre esa visita que no había hecho.

Fue un descubrimiento sorprendente. La dulce Meritxell mentía. Así pues, si le mentía a Carla, bien podía haberme mentido a mí también. A lo mejor continuaba viéndose con Gunnar. Me obsesioné de tal forma que me convertí en su guardiana y en su vigilante.

Por eso no me sorprendió tanto el descubrimiento que hice aquella mañana en que entré en su habitación para alimentar a Lola y encontré la maleta escondida. Dentro del armario estaba su maleta preparada y dispuesta con ropa invernal, gruesas botas, un par de libros, un sobre con dinero y su pasaporte. Ojeé los libros. Uno era una guía de Islandia. El otro, un compendio de sagas islandesas. Me tuve que sentar para no caerme. ¡Estaba preparando la huida con Gunnar!

Disimulé en cuanto entró en su habitación. Le dije que no encontraba a Lola por ningún lado, cosa que por otra parte era cierta. La buscamos juntas y la encontramos encogida de frío y hambre bajo una silla. Meritxell se conmovió, pero no perdió demasiado tiempo con su animalillo. Me lo confió diciendo:

– ¿Cuidarás de ella mientras yo no esté?

– ¿Dónde vas? -se me escapó con tono inquisitorial.

Meritxell miró su reloj, desvió su mirada hacia el perchero y se puso súbitamente nerviosa.

De hurtadillas vi que en el perchero, disimulada entre otras prendas de ropa de Meritxell, había una camisa de Gunnar.

– He quedado con mi padre en una cafetería. Carla le avisó y quiere verme.

Me acerqué al perchero con disimulo y aspiré la fragancia de Gunnar antes de coger a Meritxell por el brazo.

– Estás embarazada y enferma. Tiene que verte un médico.

Pero Meritxell se desasió con una sorprendente agilidad y se despidió.

– Estoy bien. Estoy estupendamente.

En cuanto me quedé sola arranqué la camisa de Gunnar y me la llevé a la cara emborrachándome con su tacto y su olor, y entonces advertí que estaba agujereada. Alguien había recortado una silueta, la forma de un muñeco.

Salí corriendo tras Meritxell. Ya no podía creerla. La seguí sin que me viese. Pasó de largo de la cafetería y paró un taxi. No llegué a tiempo de parar otro e hice una cosa prohibida: estaba tan obcecada con la actitud de Meritxell y tan convencida de que había quedado con Gunnar, que proferí un conjuro de ilusión y la seguí en mi propia moto.

A medida que Meritxell iba cambiando de taxi sucesivamente, yo iba poniéndome más y más nerviosa. Finalmente, el último de los tres vehículos que tomó se detuvo ante las mismísimas puertas de la estación del Norte. La dulce Meritxell pagó al taxista y entró en los antiguos hangares, subió las escaleras y allí, en la cafetería de la estación, en la misma mesa donde me había sentado yo un mes antes, la esperaba Deméter.

Al verla llegar, la abrazó y la besó con una ternura que yo nunca había detectado en su trato conmigo. Contemplé la escena desde la puerta. Ni me atrevía a moverme. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué Meritxell se citaba con mi madre como haría cualquier Omar tras una llamada telepática? ¿Por qué mi madre la había atendido con tanta solicitud, con tanto cariño? ¿De qué hablaban? ¿Qué se traían entre manos?

Di media vuelta y regresé al piso con una certeza sobre la identidad de Meritxell.


Efectivamente, al vaciar sus cajones y su armario, encontré lo que estaba buscando: su atame, su vara de fresno, su pentáculo y el muñequito recortado de la camisa de Gunnar sobre el que había cosido un mechón de su propio cabello. Un embrujo de posesión.

Meritxell era una bruja Omar como yo, como Deméter, como Karen. No era una niña inocente. Había retenido la voluntad de Gunnar con su conjuro. Por eso Gunnar me había rechazado, por eso era prisionero de Meritxell aunque no la quisiese.

Saqué un mechero y quemé el muñeco con rabia.

¿Por qué Deméter me mintió diciéndome que compartiría el piso con dos estudiantes mortales cuando en realidad Meritxell era una bruja Omar? ¿Por qué no pude detectarlo si las brujas Omar nos reconocíamos entre nosotras a través de la mirada y los gestos? ¿Por qué Meritxell no me lo dijo nunca y me hizo creer que no tenía secretos para mí?

Desesperada, hice una última averiguación. Telefoneé a la supuesta dirección en Andorra de Meritxell. Allí no vivía ningún señor Salas ni lo conocían ni conocían a su hija. Colgué y coincidí con Carla, que contemplaba atónita el desastre que yo había provocado en la habitación de Meritxell.

– ¿Qué has hecho? -me reprendió.

– ¿Y tú? ¿Qué has hecho tú? -me revolví-. ¿Con qué padre de Meritxell has hablado?

Carla miró su reloj apurada.

– Ahora no me da tiempo a explicártelo, tengo una reunión.

Pero yo no la dejé marcharse.

– ¿En qué pueblo de Ordino has estado con ella?

Carla echó una rápida ojeada al atame, la vara y el pentáculo y bajó los ojos.

– Pues bien, ya lo sabes. Somos Omar.

No podía creérmelo.

– ¿Tú también?

– ¡Pues claro! Soy la hija de Anna, matriarca del clan de la hormiga. ¿O creías que Deméter te dejaría con una mortal cualquiera?

– ¿Quieres decir que Deméter me envió a vivir contigo y Meritxell para que me vigilarais?

– Más o menos.

– ¿Cómo que más o menos?

Carla se puso repentinamente seria.

– Escúchame, niña mimada: has llevado las cosas demasiado lejos. Deméter decidió que convivir las tres era la mejor solución.

Caí en la cuenta de algunos sucesos que me habían parecido curiosos.

– ¿Fuiste tú quien avisaste a mi madre de mi imprudencia utilizando la magia?

– Claro.

– ¿Y Deméter se puso en contacto contigo para saber si estábamos bien la noche de Imbolc?

Carla asintió.

– Y también fuiste tú quien la avisaste sobre mi disfraz de la dama oscura.

– Ésa fue Meritxell. Estaba muy asustada.

– Fantástico. ¿Y ahora Meritxell está pasando el parte a Deméter sobre mí?

Carla negó.

– He sido yo quien ha pedido a Deméter que se ocupe de Meritxell. Se nos está escapando de las manos.

– No entiendo la relación. ¿Quién cuida a quién? ¿Quién vigila a quién?

Carla comenzó a recoger los objetos personales de Meritxell.

– Tú eres fuerte. Meritxell, débil. Tú eres imprudente y Meritxell temerosa. Tú eres valiente y Meritxell asustadiza. Vuestra combinación ha funcionado. Os habéis ayudado mutuamente.

Comprendí a duras penas.

– ¿Deméter me envió a este piso para que yo protegiese a Meritxell?

Carla matizó mi deducción.

– O para que actuases como escudo de Meritxell. Algo así como un pararrayos.

Me pareció una comparación horrorosa.

– ¿Y tú? ¿Qué pintas tú?

– Yo mando y vigilo.

Me sentí como se deben de sentir los presos que descubren una cámara en su celda. El Gran Hermano controlaba todos mis movimientos.

Carla se encogió de hombros.

– Vosotras os ayudáis y yo mantengo el escudo permanente para que nadie del exterior se interfiera en nuestras vidas.

– ¿Quieres decir que estamos conjuradas las tres? ¿Por eso no os reconocí como Omar?

Carla sonrió.

– Hasta ahora ha funcionado, a pesar de tus impertinencias y tu exceso de sociabilidad. Pero con eso ya contábamos. Lo que no estaba previsto es esa tontería enamoradiza de Meritxell y su anorexia.

Me sentí como una marioneta, un objeto en manos de mi madre, que ya contaba con mis imprudencias y mis actitudes personalistas.

– Nuestra obligación es protegerla -añadió Carla.

– ¿Proteger a Meritxell? ¿De qué?

– Su madre murió violentamente defendiéndola. Es evidente que las Odish la buscaban.

– Entonces, la muerte de la madre de Meritxell era cierta.

No era un gran consuelo, pero la que yo creía mi amiga no había sido una completa mentirosa.

– Está sola, quedó muy afectada, tiene una salud débil y los oráculos vaticinaron que su destino era sumamente crucial para las Omar. Tenemos que preservar su futuro.

Fui entendiendo poco a poco. Meritxell era importante. Era una Omar con un destino brillante, no como yo, que había nacido con la mancha de un destino mezquino y que bien podía servir simplemente de coraza para la gran Meritxell. Mi madre me había utilizado como cebo, como pararrayos, como… sparring.

Y exploté.

– Pues se acabó. ¿Me oyes? Se acabó. Estoy harta de que decidáis quién soy y qué debo hacer. A partir de ahora que cada cual se defienda solo. Que Meritxell se ocupe de sí misma y se apañe con su destino.

Carla se asustó.

– ¿Qué vas a hacer?

Tenía muy claro lo que quería hacer desde que conocí a Gunnar y ahora nada ni nadie se interpondría.

– Desaparecer.

Metí cuatro piezas de ropa en una bolsa, recogí mis documentos y, cuando estaba introduciendo mi atame en la bolsa, un grito me interrumpió.

– ¡No! ¡No lo hagas!

Era Meritxell. Tenía la cara desencajada, los ojos inyectados en sangre y la mano se aferraba como una garra al pomo de la puerta. Lo sabía. Sabía que yo era la amante de Gunnar, sabía que yo había roto definitivamente mi lealtad hacia ella e iba a reunirme con él. Lo sabía. Lo leí en su mirada y supe que me había estado engañando todo ese tiempo.

– ¡No te vayas con él, no puedes hacerme eso!

Carla intervino intentando calmar a Meritxell.

– Tranquilízate, no te conviene…

Pero Meritxell, con una fuerza incomprensible para su fragilidad, se deshizo de Carla.

– ¡Vete!

– Soy responsable de vosotras. No puedo irme y dejarte así.

Meritxell insistió con desespero.

– Déjanos, Carla, déjanos solas. Gunnar es cosa de Selene y mía.

Si bien la dulzura era el signo que caracterizaba a Meritxell, en ese instante su cuerpo estaba poseído por la rabia y en sus gestos percibía una violencia contenida que me asustó.

Conservé mi atame en la mano y Carla nos miró a ambas, sin acabar de decidirse. Ella también notaba la agresividad flotando en el ambiente. Pero yo misma decanté la balanza.

– Es un asunto entre Meritxell y yo.

– Es que…

– Vete a tu reunión. Preferimos estar solas.

Meritxell y yo nos quedamos cara a cara. Ella sujetaba la puerta con las manos crispadas y la mandíbula tensa. Yo, con mi atame en mi mano derecha, a la defensiva, la miraba a los ojos sin atemorizarme, procurando que la culpabilidad no me quitara arrestos. Y en el mismo instante en que se oyó el brusco golpe con el que Carla cerró la puerta del piso, Meritxell enloqueció.

Sin darme tregua, como un tornado, comenzó a lanzarme todos los objetos que encontraba a su paso por la habitación, a desgarrar las cortinas, a vaciar los cajones, a tirar los libros de las estanterías y a arrancar sus páginas. Intenté impedírselo, pero tenía la fuerza de mil brujas y me lanzó de un manotazo contra la pared. Asistí con una cierta impotencia a esa explosión contenida de odio. La comprendí hasta cierto punto, pero no podía dejarme intimidar. Durante demasiado tiempo fui víctima de su supuesta indefensión.

– Gunnar es mío -exclamó Meritxell finalmente, jadeando por el esfuerzo.

Me planté ante ella, sin acobardarme.

– Gunnar me quiere a mí y lo sabes.

Meritxell, incapaz de soportar la verdad, se arrancó un mechón de cabello y de su garganta salió un grito desgarrado.

– ¡Yo te maldigo! ¡Os maldigo a ti y a Gunnar!

Nunca hubiera creído que el dolor pudiera expresarse con tanta contundencia. Pero no conseguiría hacerme cambiar de opinión, era demasiado tarde. Además, aquel encuentro no conducía a nada. Meritxell no estaba en condiciones de hablar, de razonar ni deseaba consuelo. Y si me quedaba acabaría cayendo en las redes de la compasión. Cogí mi bolsa y me dirigí hacia la puerta. Meritxell me cerró el paso.

– Déjame pasar -le pedí.

– ¡No quiero!

– Pasaré lo quieras o no -le advertí.

Meritxell señaló mi arma.

– ¿Me clavarás tu atame? ¿Por eso eres tan valiente?

Y entonces hice algo de lo que siempre me arrepentiría. Hay gestos heroicos prescindibles y ése lo fue. Le entregué mi puñal sagrado, el que me había sido concedido a mí y sólo a mí. Pensé que era una forma de liberarme del clan, de las Omar y del deber, y puse mi destino en sus manos. Reconozco que fue una imprudencia. Tenté a la suerte con bravuconería. Se lo entregué por la empuñadura, con la hoja apuntando a mi pecho.

– Mátame, pero no impedirás que Gunnar me ame.

Meritxell, con los ojos desorbitados, asió la empuñadura dorada de mi atame y alzó su brazo con determinación. Yo la miré fijamente, al fondo de sus pupilas y leí miedo, indefensión, duda. Estaba sosteniendo una lucha terrible contra ella misma, temblaba como una hoja y sus dientes castañeteaban, pero yo no podía ayudarla. Finalmente el brazo cayó y Meritxell, llorando, bajó el arma y me cedió el paso.

Y salí sin mirar atrás. Sin despedirme, sin disculparme. Estaba ofuscada por todas las revelaciones que había tenido. Mi vida era una farsa. Mi madre me engañaba, mi amiga me engañaba y yo me engañaba a mí misma.

Y mientras caminaba por la calle se fue encendiendo una luz que iluminó el escenario de mis confidencias con Meritxell desde el ángulo opuesto. Siempre supuse que Meritxell era la inocencia personificada y que ignoraba mi secreto. Pero ahora ya no lo veía de esa forma. ¿Desde cuándo lo sabía? ¿Tal vez…? Me cayó la venda de los ojos al recordar la conversación que Meritxell tuvo conmigo la noche que Gunnar y yo nos enamoramos. Lo supo desde el primer instante. Meritxell jugó conmigo, con mi sentimiento de culpa y con una treta sucia como la del embarazo para alejarme de Gunnar. Yo, que me compadecía de ella ignorante de que era una Omar que había desobedecido las normas sagradas de las Omar de no usar la magia en beneficio propio y había embrujado a Gunnar con la ayuda de su ropa. ¿Por qué había sido tan ciega?

Sólo me hacía falta una confirmación. Una simple confirmación.


Llamé al timbre con el corazón desbocado. Me abrió la puerta Gunnar, pero apenas le reconocí. También estaba muy desmejorado, había adelgazado, tenía el pelo revuelto y la barba espesa, descuidada. En cuanto me vio, sin embargo, los ojos le brillaron con una intensidad que le traicionó. Estaba liberándose lentamente de las ataduras que yo había roto quemando el muñeco con el que Meritxell le tenía prisionero.

– Dime una cosa, una sola cosa -le supliqué-. ¿Meritxell sabía que yo era la otra?

Gunnar asintió.

– Se lo dije la primera noche.

Me inundó la rabia.

– No está embarazada, nos ha mentido.

La revelación también sorprendió a Gunnar. Era la palabra de Meritxell contra la mía, pero recompuso su propio esquema y me creyó a mí. Inmediatamente me asió por la muñeca y me atrajo hacia él con incredulidad, como si fuera una aparición esperada. Me tomó entre sus brazos y me fue besando con ternura, con pasión, con desesperación. Y todo el tiempo que nos habíamos negado el uno al otro surgió de pronto arrebatándonos los sentidos.

No respondimos a las llamadas de la puerta ni del teléfono, no reparamos en que hubo una tormenta, no recuerdo ni el resplandor de los rayos ni el fragor de los truenos. Esa noche el mundo dejó de existir.


Me quedé en su casa. A lo mejor fueron dos días, a lo mejor fueron tres. ¿Para qué contar el tiempo? No nos importaban las horas, ni las estaciones, ni el curso de los días y las noches. No nos preocupaba si en la ventana lucía el molesto sol primaveral o las estrellas se enseñoreaban del firmamento. Nos era indiferente que lloviese, tronase o se hundiese el mundo. No existía nada excepto nosotros y nuestro amor.

Gunnar me arrullaba con sus canciones y me relataba hermosas sagas de su isla cubierta de glaciares y volcanes. Su voz era tan dulce que yo cerraba los ojos y me transportaba a los escarpados fiordos medio ocultos en las brumas, a las cambiantes colinas pobladas de trolls y dragones, y me bañaba junto a esos sorprendentes geiseres que surgían por ensalmo de la tierra e inundaban con sus chorros de vapor los valles helados. Y me fui enamorando poco a poco de esos paisajes inquietantes que él tanto añoraba.

– Me siento como un heinejar, en el Valhalla, muriendo cada noche en la batalla del amor y despertando al sonido de tu llamada de valquiria cada mañana.

– ¿Un heinejar? ¿El Valhalla? -preguntaba yo, que ya comenzaba a acostumbrarme a las metáforas vikingas de Gunnar.

– Soy un guerrero que he llegado al paraíso y tú eres una valiente hija de Odín que me amarás eternamente.

– ¿No eras Odín?

– Si lo prefieres puedes ser mi caballo.

– No, gracias, que tiene ocho patas.

– Pues sube y agárrate fuerte.

Y en nuestros sueños yo cabalgaba por los cielos a lomos del veloz Sleipper abrazada a Gunnar y él me mostraba el lago Lögurin habitado por un monstruo, el volcán Snaefellsjökull que conduce al centro de la tierra, las aguas hirvientes de las cuevas de Grjótagjá y las cascadas de Godafoss por las que los islandeses lanzaron a sus dioses paganos. Todos esos lugares ya me eran familiares de tanto oírlos nombrar y sentía la misma añoranza que Gunnar por verlos.

Luego cabalgué por los sueños de Gunnar al lugar que descubrió su antepasado Eric el Rojo. A la fría Groenlandia donde llegaron los vikingos en sus barcos mil años atrás, inscribieron sus runas y conocieron a los inuits, los esquimales que viajaban en trineos conducidos por perros y cazaban focas y osos para comer su carne, calentarse con su grasa y abrigarse con sus pieles.

Y nuestros sueños culminaban en un territorio blanco, incólume, inhóspito y hermoso.

Un desierto helado.


Pero nuestro encierro duró poco. A pesar de que Gunnar descolgó el teléfono y no contestó al timbre de la puerta, yo comencé a recibir insistentes llamadas telepáticas de Deméter a las que en un principio me negué a responder, pero que acabaron por ser tan agudas que me causaron jaqueca. No podía bloquearlas, no podía aislarme y me vi forzada a abandonar la calidez de los brazos de Gunnar y a enfrentarme con mi madre.

Temía salir de esas cuatro paredes. Algo me decía que, en cuanto pusiera los pies fuera del refugio de madera, la tormenta se desataría. Y así fue.

Antes de marchar, le pedí a Gunnar que me esperase. Volvería.


Deméter estaba airada y abatida. Pude leer en su mirada que había pasado algo terrible. Me recibió con recelo, grandes medidas de seguridad y una frialdad exasperante. Tenía en su mano un recorte de prensa, pero antes de enseñármelo me preguntó a bocajarro.

– ¿Fuiste tú? -y su pregunta contenía un deje acusatorio que no le conocía.

– ¿Yo?

– ¿Te peleaste con Meritxell?

No podía negarlo, pero su agresividad me puso a la defensiva.

– No te importa, yo no te importo.

– Sí que importa y tú me importas mucho.

Me sublevé.

– ¿Por eso me has usado como escudo de una Omar importante que está destinada a grandes heroicidades?

– Ya no.

– ¿Ah, no? ¡Qué lástima! Debe de ser que las oráculos confundieron su destino.

Mi madre estaba extrañamente rígida, hierática.

– Tal vez sí.

La miré retándola.

– ¿Y puede saberse qué destino tiene reservado la tierna Meritxell que todas debemos proteger?

Deméter se tensó en su silla.

– Concebir a la elegida.

– ¿Quieres decir que será la madre de la elegida de la profecía?

– Eso dijeron los oráculos, eso indicaba su carta astral.

Creo que sufrí un mareo. ¿Meritxell estaba señalada para ser la madre de la elegida de la profecía? Entonces, a lo mejor su embarazo era cierto… Me asusté. El rostro de Deméter no presagiaba nada bueno.

– ¿Por qué me has llamado?

Deméter volvió a desconcertarme.

– Antes de que sea definitivo, dime la verdad, Selene. ¿Fuiste tú?

Aunque me sentía culpable por lo sucedido, mi desconcierto pudo más y fui incapaz de decir nada.

Deméter desplegó el recorte de prensa y me advirtió:

– Tienes que esconderte inmediatamente. A partir de ahora no podrás hablar con nadie ni moverte de donde yo te diga.

Le arranqué el recorte de prensa de las manos y topé con una fotografía de Meritxell bajo el titular:


Joven muerta en extrañas circunstancias


La escueta crónica que seguía la devoré en pocos segundos.


La joven Meritxell Salas, estudiante de Bellas Artes, fue hallada muerta en el piso de estudiantes que compartía con dos compañeras. Presentaba herida por arma blanca, y en la habitación y el cuerpo de la víctima había signos de violencia. Los vecinos alertaron a la policía, que, tras hallar el cadáver y precintar el recinto, tomó declaración a la estudiante Carla Rossell, que se encontraba ausente en el momento de su muerte. Si bien no se descarta el robo u otros móviles, la policía busca a Selene Tsinoulis, la otra joven que compartía el domicilio con Meritxell Salas y que, hasta el momento, se encuentra en paradero desconocido.


Creí que era una broma, una broma macabra, algo así como un montaje de mentira. La fotografía de Meritxell era antigua y estaba sonriente, llena de vida. En cambio los titulares hablaban de una joven muerta hacía tres días, de un arma blanca, de una herida mortal, y de mí como sospechosa. Se habían confundido. Rogué a Deméter en silencio que me sacase de ese error, pero Deméter asintió gravemente.

– Una vecina llamó a la policía al oír gritos y golpes, una pelea. Cuando la policía llegó a la casa encontró a Meritxell con tu atame clavado en el corazón, sobre tu cama.

– No puede ser…, es imposible -creo que musité sin poder llorar.

Mi madre continuó.

– En la habitación no quedaba títere con cabeza, todo estaba revuelto y fuera de lugar. Meritxell presentaba arañazos en la cara y en sus uñas tenía restos de mechones del pelo. Allí había habido una pelea.

– Peleamos, sí, discutimos, sí, pero… -balbuceé- yo no la toqué…

– Carla dijo que cuando os dejó tú tenías tu atame en la mano.

Me indigné.

– ¿Carla cree que fui yo?

Deméter callaba. Temblé. ¿Ella también dudaba?

– ¿No creerás a Carla?

– Ha sido muy duro y tú no respondías a nuestra llamada.

Yo no podía asimilarlo. Una muerte nunca es fácil de asimilar, pero aún lo es menos si la culpa te remuerde la conciencia y tu madre hurga en ella.

– ¿Crees que he sido yo?

Deméter no se alteró.

– ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué te escondiste?

– No me escondí, me olvidé de todo.

– Intenta pensar con tranquilidad, Selene, todo te inculpa.

Lo intenté, pero la cabeza me bullía y no podía razonar con claridad.

– Es imposible, Meritxell no puede estar muerta… Es horrible…

Deméter asintió.

– Yo la vi. Efectivamente, era horrible.

No podía ser que mi propia madre dudase, tendría que haber pruebas, algo que delatase al verdadero culpable.

– ¿Y la autopsia?

– La doctora Bauman se presentó para realizar la autopsia haciéndose pasar por médico de la familia. El atame se clavó en su corazón. Pero Meritxell estaba acribillada a pinchazos. El primer diagnóstico de los forenses apuntaba drogadicción; apenas le quedaba sangre.

– ¿Una Odish?

– Eso parece.

Eso significaba que toda su decadencia y su debilidad no eran atribuibles a su pena de amor ni a su supuesta anorexia. Estaba siendo víctima de una Odish que había ido robando lentamente la vida de sus venas.

– ¿Baalat? -musité con un hilillo de voz.

– Creemos que sí -afirmó Deméter-. Pero eso ahora es lo de menos. Tenemos que cambiar tu aspecto y darte una nueva identidad.

Eran demasiadas cosas para digerirlas. Meritxell muerta, una Odish muy cerca de nosotras y yo sospechosa de asesinato.

Deméter se levantó de la mesa de la cafetería, me cogió del brazo y, con muchas precauciones, me llevó a un piso franco. Yo caminaba como una sonámbula y la dejaba hacer. La dejaba conducirme, guiarme y llevarme donde ella quería. Como siempre.

Carla estaba clasificando las pertenencias de Meritxell con los ojos enrojecidos de tanto llorar. Había amontonado sus cosas sobre una cama. Allí estaban sus pinturas, sus cómics a medio dibujar, sus libros de Islandia y su pequeña Lola, asustada y hecha un ovillo en un rincón de la jaula. Me acordé de su petición. Lo último que me pidió cuando aún estaba viva: «¿Cuidarás de Lola mientras yo no esté?»

No estaría nunca más. Saqué a Lola de su jaula y la acaricié mojándola con mis lágrimas. Por fin estaba llorando.

– ¿Cómo puedes fingir pena? -me acusó Carla-. ¿Cómo puedes ser tan mezquina?

Yo palidecí y busqué la connivencia de Deméter, pero Deméter se mantuvo al margen, observando mi reacción, sin intervenir.

– ¿Me estás acusando?

Carla estaba enardecida.

– Tú tenías el atame en la mano cuando os dejé. Una hora después, Meritxell aparece muerta con tu atame en su corazón.

– No fui yo.

– Ella estaba en tu habitación, en tu cama, con la cara llena de arañazos, el pelo arrancado a mechones y las mejillas húmedas de lágrimas…

Me sentí mal, muy mal, pero me revolví contra Carla y Deméter.

– Meritxell enloqueció. No quería dejarme marchar y comenzó a romperlo todo y a arrancarse el pelo desesperada.

– ¿Por qué? -inquirió Deméter.

– Gunnar me quiere a mí.

Carla me señaló.

– Era su novio y ella se lo quitó, por eso discutieron y acabó clavándole el atame.

Quise morirme. No era posible que algo que yo había vivido pareciese tan falto de argumentos, tan poco sólido que hasta yo misma dudase de mis palabras. Cómo era posible que otra persona -excepto yo- odiase a la dulce Meritxell. ¿Quién discutió con día? ¿Quién se peleó? ¿Quién le quitó su amor? ¿De quién era el atame? Todo me acusaba.

Deméter recitó la versión oficial con voz cansina:

– Los vecinos alertaron a la policía por los golpes y los gritos… Dijeron que había alguien con ella cuando murió. Dijeron que pedía auxilio, que gritaba, pero no vieron a nadie.

Vi el cielo abierto. Nadie me había visto.

– ¿Lo ves? Yo no estaba, yo me fui enseguida.

Sin embargo Carla me acusó con su dedo índice.

– ¡Fuiste tú!

Me tapé los oídos con las manos. No quería escuchar más acusaciones. No podía resistir ese embate.

– ¿Y tu atame? ¿Qué hacía tu atame en su cuerpo? -preguntó Deméter-. Una Omar nunca se desprende de su atame ni se lo deja a otra bruja.

Carla dio un paso amenazador hacia mí.

– Tú la mataste. Responderás ante las matriarcas.

Me dirigí a Deméter:

– Di que no es cierto.

Pero Deméter no lo desmintió.

– Tienes que dar tu versión. Carla está dando la suya. Tendrás un juicio justo.

– No quiero ningún juicio. Soy inocente.

Deméter me miró con dureza.

– Recuerda que la policía te está buscando y que ya me has causado muchos problemas. Demasiados.

– Los problemas son míos.

– Y yo los soluciono, pero antes lo hacía porque creía en ti.

– ¿Y ahora ya no crees en mí? Soy la misma, digo la verdad, no he matado a nadie, no he usado la fuerza ni la magia. Dejé a Meritxell con vida.

– Demostraremos tu inocencia si tienes pruebas, aunque mi reputación quedará manchada para siempre.

Era eso. Deméter me involucraba en sus guerras, me usaba como peón, me metía en el ojo del huracán y me reprochaba sus fracasos. Lo único que le importaba eran el poder, la tribu y el clan.

– Prepara tus cosas, Selene, nos iremos inmediatamente de aquí.

– ¿Adónde?

– A un lugar seguro hasta que seas juzgada por la tribu.

Sentí angustia. Si las Omar formaban un tribunal para llevar mi caso, tendría que permanecer incomunicada durante meses, me interrogarían y toda mi vida sería motivo de sospecha. Diseccionarían mi relación con Gunnar minuto a minuto, saldrían a la luz mi engaño, mi embrujo, mi provocación, mi culpa. No podría soportarlo.

– ¡No quiero que me juzguéis!

– No me obligues a actuar por la fuerza -me advirtió Deméter-. Todo se llevará con mucha discreción.

La odié.

Yo no quería ser como ella ni quería pasar el resto de mi vida sacrificándome ante la conveniencia de la política.

Yo quería huir lejos, amar a Gunnar y olvidar que fui una bruja.

Y eso hice.


* * *

Selene detuvo el coche bruscamente y dejó caer la cabeza sobre el volante.

– Estoy agotada.

Anaíd comprobó que su madre llevaba mucho rato conduciendo y que se había parado en el aparcamiento de un motel de carretera. Se desperezó lentamente y movió las piernas y los brazos entumecidos. La historia de Selene la había absorbido tanto que no se había percatado del paso de las horas.

La muerte trágica de Meritxell todavía la tenía conmocionada.

– No comprendo una cosa. Si Meritxell era la destinada a ser la madre de la elegida…, ¿por qué lo fuiste tú?

Selene calló y se apeó del coche. Recogió con sumo cuidado una pequeña maleta y respondió evasivamente.

– A veces los destinos se interfieren.

– Pero… ¿estaba embarazada Meritxell?

Selene arrastró la maleta y suspiró.

– Nunca lo pregunté.

– ¿Por qué?

– Porque hay cosas que preferimos no saberlas. ¿No te ha pasado nunca?

Anaíd recordó todo el tiempo en el que creyó que Selene, su madre, era la elegida y que a su alrededor las sospechas sobre su traición se multiplicaban. Era cierto. No quiso preguntar, no quiso saber para no desesperarse y para no dejar de quererla.


Antes de entrar en el pequeño hotel, Selene le hizo una advertencia.

– Tenemos una nueva identidad. A partir de ahora te llamas Julia Faure y yo soy Teresa Mur.

Anaíd confesó una flaqueza.

– ¿Sabes?, por un momento, por un momento, había creído que yo era la hija de Meritxell.

Esa vez Selene se quedó boquiabierta.

– ¿Por qué?

– Porque tú y yo somos muy diferentes.

Selene le cogió la cara con ambas manos y la obligó a mirarla.

– Mírame bien, mírame bien y escucha: te quiero por encima de todo, hasta de mí misma.

Y la besó con fuerza, con desesperación.

– ¡Mamá! -se avergonzó Anaíd separándola.

Y dio una ojeada a su alrededor para cerciorarse de que nadie las estuviera viendo. Se avergonzaba de esos arrebatos pasionales de su madre. Seguro que Selene hubiera besado a Roc en lugar de quedarse tiesa como una escoba calculando probabilidades y mirando al infinito.


La habitación era espaciosa. Dos camas, un despacho recibidor, un televisor, un ordenador y un baño con una bañera enorme.

– ¿Me puedo bañar? -preguntó Anaíd completamente desvelada.

– Haz lo que quieras, yo me voy a dormir.

– ¿Dónde estamos?

Anaíd oteaba por la ventana con la esperanza de descubrir un indicador.

– No te lo pienso decir. Prefiero que no sepas dónde estamos.

– ¿Por qué?

– Nadie tiene que saberlo. Es para protegernos.

Anaíd se llevó la mano a la boca.

– ¿Y el cetro?

Selene señaló la pequeña maleta de donde sacó sus neceseres.

– Somos inseparables. De momento está bien protegido y nosotras también.


Cuando Anaíd salió de la bañera, Selene dormía profundamente. El reloj marcaba las seis de la mañana, pero ni se le pasó por la cabeza meterse en la cama. No tenía ni pizca de sueño y la cabeza le bullía como nunca. Todo había sucedido tan deprisa que la fulminante despedida de Roc todavía le agriaba el recuerdo de la que podía haber sido la gran noche de su vida.

Al doblar sus pantalones, palpó el papel arrugado en el bolsillo. Lo sacó temblando. Era una premonición. Ahí estaba la dirección de e-mail de Roc.

Miró el ordenador, apretó fuerte el papel que Roc le había confiado y se sentó ante la pantalla. Todo era una cadena de casualidades. Era bruja y las brujas actuaban por intuiciones, se movían por cadenas de acontecimientos. El papel con el e-mail de Roc había aparecido en sus manos en el momento en que ella había sentido necesidad de verlo y teniendo delante un ordenador conectado a Internet.

Escribiría una nota a Roc.

No le diría dónde estaba, no le daría información sobre su viaje ni sobre su itinerario. Sólo hablaría de sus sentimientos y le pediría disculpas por su timidez.

Se conectó con el corazón encogido y escribió en unos segundos un escueto mensaje titulado: T debo 1 beso.


Lo siento, soy demasiado tímida, demasiado stúpida xa atreverme a decirt cara a cara ke me gustas. Si estuvieras akí y ahora, te besaría. ¡No sé km m he atrevido a dcrte sto! Xo ske xmail es más fácil, jeje.

Anaíd.


Lo envió con los ojos cerrados y aguantando la respiración.

Calculó que a esas horas Roc estaría durmiendo. Imaginó la cara que pondría al día siguiente, cuando lo leyese. Se horrorizó por su atrevimiento y comenzó a invadirla un sudor frío. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había dado ese paso? ¿Y si Roc se reía de ella? ¿Y si el beso que le pidió se refería únicamente a un beso casto de despedida entre dos amigos? ¿Y si le dio su e-mail para que le ayudase con las clases de Matemáticas? ¿Por qué no había reprimido sus impulsos? ¿Estaba intentando imitar a su madre? ¿Es que no había aprendido a ser más cauta con la experiencia pasada?

Con las manos sudadas y ante el teclado, intentó escribir alguna disculpa que matizase su declaración de amor. Pero no se le ocurría nada. «Lo hecho, hecho está», se repetía. Y justo entonces, recibió un e-mail de Roc. El título: Beso robado.

Lo abrió con manos temblorosas.


Estás ahora y akí, conmig, en mis pensamientos, y estoy robándot ese beso que no me diste. Sabe muy, muy dulce.

P.D. ¿Me mandas otro? ©

Roc.


Se le desbocó el corazón. Algo así como una manada de caballos indómitos galopando salvajemente.

Releyó el mensaje una y mil veces. Lo copió en su libreta, lo memorizó, acarició las letras de la pantalla y, avergonzada, llegó a besarla. Luego apagó el ordenador y se metió en la cama sin tener la más mínima conciencia de haber desobedecido las órdenes de Selene.

Anaíd, la elegida, tenía quince años y estaba enamorada.

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