7

El Norte

Selene zarandeaba cariñosamente a su hija.

– Despierta, despierta, dormilona.

Anaíd se despertó con la sensación de haberse dormido hacía un minuto. Y sin embargo, habían pasado cuatro horas. Eran las diez de la mañana y la lluvia otoñal repiqueteaba con descaro contra los ventanales, un ruido incómodo, como el que hacía Selene, que, duchada, vestida y nerviosa, taconeaba arriba y abajo de la pequeña habitación como una leona enjaulada. «¿Dónde estoy?», pensó Anaíd mirando extrañada las paredes ocres y los cuadros de paisajes neutros que las decoraban. En su sueño reciente había dejado atrás una sensación de vértigo, un beso pendiente, unos ojos negros como el carbón y unas palabras susurradas entre las luces titilantes de una fiesta.

– ¡Ea, a la ducha!

Y recordó de golpe.

– Me bañé anoche.

Pero Selene era implacable.

– No hace falta que te enjabones, te echas agua para despabilarte y sacarte esas legañas.

Dejó sus ensoñaciones y puso los pies en la cruda realidad.

– ¿Y no podemos dormir un poco más?

Selene se puso repentinamente seria.

– No estamos de vacaciones.

La gravedad de su tono fue más efectiva que mil gritos. Anaíd se incorporó en la cama y estiró los brazos.

– Está bien.

Selene daba vueltas frotándose las manos nerviosamente.

– Recuerdas que no tienes que hablar con nadie, ¿no?

– Sí, lo recuerdo.

Selene husmeó como una loba paredes y ventanas.

– ¿Qué pasa?

– No me gusta.

– ¿El qué?

– ¿No lo notas?

– Yo no noto nada.

Selene se quedó pensativa.

– Bajaré yo sola a desayunar. No abras la puerta, no respondas al teléfono y no te muevas hasta que yo regrese, ¿de acuerdo?

Anaíd protestó.

– ¡Es que tengo hambre!

– Te traeré yo misma el desayuno. Dúchate mientras tanto.

Anaíd obedeció, pero a pesar de que sus piernas iban en dirección al baño, en cuanto se quedó sola sus ojos se posaron en la pantalla del ordenador. «Una vez más -se dijo-. Una vez más y basta. Sólo será un momento, enviar un mensaje de buenos días a Roc, decirle que me dormí con su beso.»

Y así lo hizo. A los pocos segundos, descalza y en pijama, tecleaba furiosa y con los ojos brillantes una misiva de amor.


Wenos días.

Son wenos pq tú existes.

Serían tristes si no pudiese soñar contig, leer ts palabras y sabr k m speras. Gracias xexistir.

Wenos días.

Anaíd

P.D. ¿has vist lo k m has hxo? ¡M has cnvrtdo en 1 ñoña del copón! Jejeje. Aun así lo dgo d crazón, tnlo en kuenta. ©©©


Y lo envió sin apuro. Esta vez ya era experta. Había pasado el mal trago de iniciar una correspondencia de amor y había perdido el miedo. Sabía que su mensaje llegaría a Roc, que Roc lo leería y que le respondería con el mismo atrevimiento… o tal vez más.

Y sin embargo, a los pocos segundos le fue retornado el correo que acababa de enviar a Roc: Rockydarko17@ hotmail.com «Dirección desconocida».

– Imposible -exclamó Anaíd-. La dirección de correo es la misma que la de anoche. No puede ser que esa dirección rechace el mensaje.

Así pues volvió a enviarlo. Y esta vez le temblaron las manos. Algo iba mal. Y no era ninguna intuición.

Efectivamente. El e-mail de Roc le fue retornado de nuevo. «Dirección desconocida.» ¿Por qué?

Y como si fuera una respuesta a su pregunta, recibió otro e-mail en su bandeja enviado por Tuiyo15@hotmail. com. El mensaje tenía por título: I love you, Roc.

Lo abrió sin dudarlo nada más leer el nombre de Roc. Decía así:


Anaíd, Anaíd, Anaíd.

Kería cortar cntgo y no puedo. Intenté desaparecer kambiand de mail xo me exé atrás.

Tengo k cortar cntgo y toy mu rallado, me hce polvo…

No puedo dejr de pensar en ti y eso es malo. Pq stoy lejos, pq no sé dnd stás ni dnd vas, pq me tengo que akostumbrar a la mierda de la soledad. ¡Tía, dime alg! Necesito ts palabras para sakar fuerzas y pder decirte adiós y hasta nunca.

Agrégame a tu msn y hablams.

Mientras tanto piensa en mí.

Roc


Estaba patidifusa… ¿Qué mosca le había picado a Roc de repente?

Se sentía dolida y molesta. Roc no tenía palabra. El día anterior abría una puerta al romanticismo y al día siguiente, muerto de miedo, la cerraba. ¿Por qué cambiaba de dirección de correo? ¿Era incapaz de soportar un tiempo sin verse? ¿Acaso tenía lista de espera de novietas? ¿Era incapaz de esperarla ni siquiera un día?

Las pisadas inconfundibles de Selene se acercaron por el pasillo y la hicieron reaccionar con rapidez.

Selene la encontró debajo de la ducha.

– ¿Llevas diez minutos en remojo?

Anaíd disimuló secándose con la toalla.

– ¡Hummm! ¡Qué olorcillo!

Y aunque era una forma de salirse por la tangente, no era ninguna excusa. Un aroma delicioso impregnaba la habitación. Selene había traído una bandeja con un desayuno opíparo: huevos fritos, salchichas, tostadas, mantequilla y mermelada, bollos, zumo y leche.

– ¿Puedo? -preguntó Anaíd envuelta en la toalla lanzándose sobre la bandeja.

– Ser bruja no significa tener licencia para perder las formas. Usa los cubiertos y la servilleta.

Anaíd quería evitar a toda costa que su madre se fijase en el calor que irradiaba el ordenador.

– Y tú te sientas a mi lado y continúas explicándome tu historia mientras desayuno, me seco el pelo y me visto -ordenó más que pidió.

– ¡Vaya!, técnica en gestión y organización del tiempo ajeno -objetó Selene accediendo.

– Quiero saber cómo conseguiste escapar de las Omar y su juicio.

Al tiempo que Selene retomaba su historia, Anaíd se lanzó sobre un huevo armada con un enorme panecillo tierno y lo hundió sin piedad en la yema.


* * *

HUÍ con Gunnar en un tren nocturno, rumbo al Norte.

Yo sólo tenía diecisiete años, era imprudente y estaba un poco loca. Probablemente fui la primera bruja Omar que dejó el clan desobedeciendo las órdenes de la gran matriarca, pero me aferré al viaje como a un clavo ardiendo para escapar de la justicia y evitar enfrentarme a mi madre y a la tribu.

Gunnar, aunque consternado por la muerte de Meritxell, creyó en mi inocencia, coincidió en que debía burlar a la policía y me ayudó a preparar nuestra fuga. Lo que no sabía era que yo escapaba de otra amenaza más implacable que la ley, mi propia tribu.

Descartamos tomar aviones y pasar aduanas; nuestro viaje debería ser clandestino y secreto. Nadie podría seguirnos la pista a través de rutas improbables hacia Cabo Norte, el lugar donde el sol no se ponía nunca y desde donde, en los días claros, se divisaba el Fin del Mundo, el precipicio por donde caían los barcos de los incautos que se adentraban en el mar. O eso decían las leyendas laponas.

¿Llegaríamos a tiempo de celebrar el solsticio?

Confesé a Gunnar que me gustaría estar en ese Fin del Mundo el día más largo del año y pasar con él la noche blanca. No le expliqué que las Omar celebrábamos el ritual de los fuegos de Beltebre para invocar al sol y su reinado lanzando nuestros viejos atames a la hoguera. Y no le dije tampoco que quería conjurar la magia de esa noche para empezar una nueva vida y olvidarme de mi infancia, de las mujeres de mi clan, de la muerte de Meritxell y de la pregunta que me martilleaba la conciencia noche y día. ¿Quién había clavado mi atame en su pecho?


Escapé de madrugada con una bolsa improvisada, un pasaporte falso y la pequeña Lola, sin dejar siquiera una nota. Gunnar me esperaba en la estación y subimos al tren de incógnito, como dos enamorados furtivos. Nos acomodamos en un minúsculo compartimiento, cogí la mano de Gunnar y cerré los ojos hasta que el silbato del jefe de estación anunció la salida.

El traqueteo monótono de la máquina me fue liberando de la angustia que me había atenazado durante las últimas semanas. Por fin dejaba atrás la pesadilla.

En aquel diminuto universo con literas estrechas, tanto que resultaba imposible compartirlas sin caer al suelo, me sentí libre. Tenía a mi lado el amor con nombre de berseker y ojos de firmamento, y ante mí un viaje frío, blanco, lejano y hermoso.

Impulsivamente lancé mi vara por la ventanilla del tren y en un cuchicheo imperceptible me desprendí del embrujo que me ataba a mi escudo protector y que me unía telepáticamente a las Omar. Aunque intentaran ponerse en contacto conmigo, yo había roto mis ligaduras. Le pedí a Gunnar que me abrazase fuerte, muy fuerte. Y me estrujó tanto que por poco no me ahoga.

– ¿Me notas diferente? ¿Quién soy?

Era una broma. Gunnar no podía saber que por primera vez estaba abrazando a una chica indefensa y no a una bruja.

– Mi diosa fenicia, mi diosa del amor que me conduce fatalmente a sus brazos.

Gunnar fue un poco inoportuno. No hay nada peor que iniciar un viaje invocando muerte o desgracia, y lo que es peor, nombrando a la nefasta Baalat. Y aunque ya no quería ser una bruja, antes de dormir pronuncié un sortilegio y eché sal por encima de mi hombro tres veces procurando que Gunnar no me viese.


A la mañana siguiente empecé una y mil veces una carta a Deméter. Quería escribirle para evitar una persecución inútil, pero no encontraba las palabras. Era una carta complicada porque tenía que ser contundente y convincente. Y cuando al fin, a fuerza de probar y probar, fui encontrando la manera de explicarme, me interrumpió el grito de Gunnar.

– ¡¿Qué es esto?!

Gunnar señalaba la pequeña bolita de algodón temblorosa que se refugiaba en un bolsillo lateral de mi bolsa de viaje.

– Es Lola.

– No me gustan las ratas.

– No es una rata, es un hámster.

– Las ratas son sucias y traidoras, se comen el grano, muerden a los niños y contagian la peste.

Aprensivo. Mi vikingo era aprensivo. La cogí por el cuello, la saqué de su escondrijo y me acerqué a Gunnar.

– ¡Uuuuuuh!

Era una broma, pero no surgió efecto, porque Gunnar se puso repentinamente triste.

– Era la mascota de Meritxell, ¿verdad?

Se me rompieron las palabras.

– Me pidió que me ocupara de ella.

– Pobre Meritxell… -musitó Gunnar.

Ninguno de los dos habíamos afrontado abiertamente el delicado asunto de su muerte y todo lo relacionado con ella era un secreto vergonzoso. Si bien Gunnar creía en mi inocencia, cuando algo nos la recordaba leía en sus ojos un reproche velado. ¿Eran invenciones mías? Tal vez, pero Lola podía llegar a convertirse en el fantasma de Meritxell y, por si acaso, decidí esconderla y sacarla sólo por las noches.

Yo tampoco podía borrar la imagen pálida de Meritxell, con la fina piel acribillada a pinchazos. A veces la imaginaba dejándose caer sobre mi cama, con los ojos cerrados y sin fuerzas para defenderse de la hoja mortal de mi atame que atravesaría su corazón. ¿Quién sostenía el cuchillo? ¿Quién lo clavó? ¿Por qué? ¿Qué aspecto tenía la Odish que la había ido desangrando lentamente? ¿Era Baalat?

No obstante, sabía que si las Omar llegaran a juzgarme y yo explicaba que Meritxell enloqueció por amor -que era la pura verdad-, nadie me creería. Yo misma, minutos antes de nuestra discusión, hubiera declarado que era un ángel. Ni siquiera después de haberla visto destruir objetos y abandonarse al odio con una fuerza inaudita, embrujando a Gunnar, mintiendo, amenazándome y agrediéndome…, acababa de creérmelo.

¿Cometemos barbaridades por culpa del amor?

No podía dar respuesta a esa ni a otras preguntas y por eso prefería borrar a Meritxell de mi memoria. De alguna forma yo me había interferido en su vida y, sin ser la mano que clavó el atame en su pecho, a lo mejor la había conducido a ese final trágico. Por eso me sentía tan mal.

Finalmente acabé la carta para Deméter y la envié desde Lyon, una encrucijada lo suficientemente ambigua como para engañarla dejándole suponer que me dirigía al Este.

Decía así.


Querida madre:

¿Por qué me resulta tan extraño llamarte madre?

Querida mamá.

Tampoco. Nunca te he llamado de esa forma. Siempre preferiste que me dirigiese a ti por tu nombre: Deméter. Hasta en este pequeño detalle me hacías sentir diferente de las otras niñas.

Empezaré de nuevo. Toda carta debe tener el destinatario correcto. Tú bien sabes que un nombre equivocado puede perjudicar un buen hechizo y, por supuesto, en este caso a la sinceridad del firmante. Y yo me propongo, sobre todo, ser muy sincera contigo.

Querida Deméter, pues. Cuando recibas esta carta, yo ya estaré muy lejos. No te molestes en utilizar tus poderes ni tus contactos para encontrarme. Él y yo habremos desaparecido.

No, no he hecho servir ningún embrujo. ¿Te acuerdas de cuando me retiraste mi vara de encina y creíste que sería una pataleta momentánea? Fue un primer intento para acostumbrarme a vivir en libertad. Y creo que lo he conseguido. No me hace falta recurrir más a vuestras artes y no me importa que sean buenas ni malas. Simplemente no me interesan. Todo este tiempo he vivido engañada, creyendo que mi vida me pertenecía, y he acabado por descubrir que tú lo controlabas todo. Pues bien, algo se te escapó. Él no está bajo tu control y me ha permitido comprender que puedo elegir entre el saludo a la tribu y el amor.

Él es Gunnar y lo elijo a él porque lo amo. No, no me digas que amar es doblegarse o perder la identidad, porque no tienes ni idea. Tú nunca has amado a ningún hombre.

Estoy enamorada y voy a emprender un viaje con él muy lejos, donde no puedas encontrarme.

No soy culpable de la muerte de Meritxell, pero tampoco quiero quedarme para defenderme, porque defenderme implicaría jugar a un juego peligroso y presuponer mi culpa.

No pienso acabar mis estudios, ni mantener contacto con el clan ni acatar tus órdenes como matriarca ni presentarme de nuevo ante el consejo para que me juzguen y me castiguen por la muerte de Meritxell, de la que soy inocente.

Ya no soy una bruja Omar. He lanzado mi vara y me he desprendido de mi escudo y mi receptor. No podéis comunicaros conmigo. Quiero romper con todo lo que decidiste sobre mí y dejar atrás lo que he sido durante estos diecisiete años para empezar una nueva vida con Gunnar.

Sé que Gunnar no te gusta, aunque no lo conozcas y ya sea demasiado tarde. No te lo presenté porque sabía que no habría pasado tu examen. Ningún hombre pasaría tu examen ni sería digno de mí ni querría compartir su vida conmigo si tú estabas lo bastante cerca para ahuyentarlo.

Estoy enamorada y no quiero renunciar a las caricias ni a las palabras de amor. No quiero criar sola a mis hijos como tú, ni deberme a la tribu y al clan como tú.

Te equivocas si crees que huyo por miedo o para eludir responsabilidades. Esta vez he sido valiente para emprender sin miedo mi propio viaje, el que he elegido yo misma, el viaje de una mortal.

Olvida que tuviste una hija.

Selene


La envié sin releerla y me sentí mucho mejor. Esa fuga silenciosa me había hecho sentir cobarde; con la carta exponía mis motivos y dejaba muy claras mis condiciones: no quería que me buscase ni que me llamase porque no aceptaba sus reglas del juego. Ya no era una Omar.

Fui muy dura y muy distante y la herí aposta, para que creyese que la odiaba y que no la perdonaba.

Y fui injusta. No le dije que siempre me gustaron los cuentos que me explicaba de niña ni que, cuando tenía pesadillas y cerraba los ojos, recordaba su voz para tranquilizarme. Deméter tenía una voz serena y grave que transmitía seguridad. Como Gunnar.

Fue la voz de Gunnar la que interrumpió mis reflexiones poco antes de llegar a París para hacerme una observación prosaica tras revisar mi caótica bolsa.

– Has olvidado la loción antimosquitos.

– ¿Mosquitos?

– Los hay a millones.

– ¿En el Norte?

– En cuanto se funden los hielos lo invaden todo.

– ¡No los soporto! -lloriqueé.

No se me había ocurrido pensar que los verdaderos héroes de la tundra, los que sobrevivían a las temperaturas extremas y renacían cada primavera ávidos de sangre eran esos horrorosos mosquitos de metro y medio que había visto en fotografías y documentales y que me harían la vida imposible. Pero me juré que ni los mosquitos me harían retroceder. Mi decisión estaba tomada.


El viaje en tren fue monótono. Nunca me han apasionado los paisajes vistos por las ventanillas de los trenes. Hubiera preferido tocarlos, pisarlos y olerlos, en lugar de contemplar y contemplar atardeceres tristes, crepúsculos humeantes, cordilleras envueltas en nubes, pueblecitos de alegres colores, campos sembrados de trigo, de maíz, de vid, de patatas, de remolachas, de girasoles, de melones…, tan aburridos como los bodegones.

A lo mejor es que yo misma me condené a la inmovilidad. Durante dos días no salí apenas del compartimiento para evitar cruzarme con otros pasajeros. Me aterrorizaba la idea de exponerme a sus miradas o de coincidir con un policía o una bruja Omar. Era una fugitiva, estaba de nuevo desnuda e indefensa y sentía cerca de mí una amenaza, una presencia, unos tentáculos buscándome en la oscuridad. Posiblemente la mano de Deméter tanteando el vacío para atraparme.

Y a la paranoia de pasar inadvertida en los cambios de tren, de evitar a la policía en las aduanas y de esquivar a las mujeres con aspecto de brujas Omar que me cruzaba en autobuses y bares, a todo ello, se sumó mi obsesión por eludir las miradas ajenas y esconderme de todos y todo tras las anchas espaldas de Gunnar.

Hasta que una mañana me encontré sentada en un todoterreno alquilado viajando por una estrecha carretera que serpenteaba al borde de vertiginosos acantilados que iban a morir en un océano gris y azulado. Gunnar detuvo el coche y me obligó a contemplar el paisaje.

– Aquí comenzamos nuestro viaje.

– ¿Son los fiordos noruegos? -pregunté con incredulidad contemplando las murallas tapizadas de verde que se inclinaban sobre el mar.

– Hace dos millones de años eran glaciares que bajaban de las montañas.

– ¿Glaciares?

– Sus lenguas fueron avanzando y excavando profundos valles y, cuando el clima cambió y se fundió el hielo, el mar los inundó.

Me estremecí sólo de imaginar aquel territorio cubierto de hielo.

– ¡Qué frío!

– Te equivocas -me corrigió Gunnar-. Los fiordos son cálidos, están bañados por la corriente del golfo.

Los imaginé acogedores como los ojos de Gunnar, acerados y fríos a primera vista, pero cálidos en las distancias cortas.

– Son como refugios.

– Eso han sido siempre. Los vikingos recalaban sus naves, las ballenas pasaban el invierno allí y los rusos escondían sus submarinos.

– Les llamaré los ojos de Gunnar, son preciosos -exclamé sin poder contenerme, extasiada por el paisaje.

– ¡Vaya!, te has vuelto una escalda vikinga. Bienvenida al Norte.

Y al tiempo que de la mano de Gunnar me iba adentrando en esa hermosa tierra siguiendo las rutas de sus antepasados noruegos, no podía quitarme de la cabeza que en Barcelona mi desaparición estaría causando un gran revuelo entre las brujas Omar. ¿Me embrujarían? ¿Enviarían guerreras Omar en mi busca? ¿Me darían caza como a un conejo?

Me prometí que no pensaría en ello, que no flaquearía y que sería consecuente con mi decisión pasase lo que pasase.

Y durante unos días, a pesar del miedo que sentía y la inquietud que me hacía temblar, me esforcé en ser feliz. Estuve a punto de serlo. Reí de los chistes de Gunnar, me extasié con las vistas de los acantilados, descubrí encantadores pueblos de madera con las casas pintadas de colores como acuarelas infantiles, me puse pringada de pastel de arándanos y hasta probé los asquerosos arenques… Y después de una semana me confié, creí que estaba a salvo y que Deméter no me encontraría.

Fui una ilusa.


Recalamos en la pequeña isla de Norvoy, a esa hora incierta en que el sol debería esconderse pero no lo hacía, porque Gunnar quiso visitar un cementerio vikingo en el que había unos antepasados suyos enterrados. Llevaba un ramo de siemprevivas para depositarlo sobre una tumba y recuerdo que la atmósfera irreal de ese cementerio me impresionó. La niebla cubría las losas, la humedad empapaba mi ropa y sobre las piedras milenarias los nombres de los muertos estaban grabados en forma de runas, ese alfabeto que tantos quebraderos de cabeza había dado a los estudiosos y que Gunnar parecía comprender.

Por fin nos detuvimos ante un par de tumbas nobiliarias y Gunnar depositó su ramo de siemprevivas sobre una de ellas. Intenté leer la inscripción sin conseguirlo.

– ¿Qué nombre pone aquí? ¿Quién hay enterrado?

– Helga, una antepasada mía. Esta otra tumba junto a ella pertenece a Snorri, su marido.

– Si desciendes de ella también desciendes de él.

– Depende -me guiñó un ojo Gunnar-. A veces los hijos de una esposa no son necesariamente los hijos de su marido.

Lo encontré divertido. Las apariencias engañan.

– Parecen importantes.

– Eran nobles o bondis como se prefiera y eran vasallos del rey Olafr, enterrado también aquí, en esta otra tumba más fastuosa.

Efectivamente, la tumba del rey, unos metros más allá, además de ser más fastuosa incorporaba su escudo de armas, un caballo como los que gustaba de tallar Gunnar.

– Fíjate, es como un caballo tuyo de madera.

Gunnar sonrió complacido.

– Veo que te fijas en todo -y me señaló otro detalle del escudo-. Esa montaña indica que Olafr era el rey del fiordo.

– ¿Es lo mismo una montaña que un fiordo? -exclamé sorprendida.

Gunnar rió.

– Parece absurdo, pero los vikingos así lo consideraban. Los matices de las lenguas sólo se pueden captar con el uso.

Evidente, pero el uso de la lengua vikinga había desaparecido hacía muchos siglos.

De pronto, algo en la tumba de Helga se movió. A lo mejor fue un pajarillo, una lombriz o un pequeño roedor, pero estoy segura de que algo vivo captó mi atención. Quizás el espíritu de Helga agradecía las flores. Me acerqué con curiosidad para estudiarla de cerca.

– Explícame la historia de Helga -le pedí contemplando el lugar donde reposaban los huesos de esa mujer.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿A qué edad murió?

A Gunnar le tembló la voz. Tal vez también había visto lo mismo que yo.

– Tenía treinta y un años.

– ¿Y cuántos hijos tuvo?

– Creo que nueve, pero sólo sobrevivieron dos.

– ¡Nueve hijos! ¡Qué horror!

– Helga, la husfreja, era poetisa y se casó muy joven, mejor dicho la casaron con su primo Snorri, al que no conocía. Entonces sólo tenía catorce años, una voz preciosa y su pelo rubio le llegaba hasta la cintura.

La imaginé alta, fuerte y rodeada de pequeños vikingos, pero no acababa de conformarme.

– ¿Y de quién desciendes tú si sus hijos no eran de su marido? -pregunté.

No podía explicar qué fuerza me empujaba hacia la oscuridad de la tumba.

– Fue la amante del rey Olafr -susurró Gunnar.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunté sorprendida.

Gunnar hizo un gesto vago.

– Eso dice la saga. En una fiesta el rey se alojó en su casa y ella recitó sus poemas con tal emoción que Olafr se enamoró locamente y ella le correspondió. El divorcio no estaba permitido, por eso el rey envió a Snorri, el marido y vasallo suyo, a una expedición tras otra mientras él visitaba a su querida Helga en su ausencia. Luego pidió que lo enterrasen aquí, cerca de ella.

Me pareció injusto. El marido, Snorri, a quien imaginaba con los dedos grasientos, la barba llena de piojos y eructando en la mesa, estaba en medio de los dos. Como el jueves. Intenté imaginármela a ella, hermosa, cultivada.

Algo continuaba empujándome hacia la tumba de Helga. Era una súplica, un ruego inconcreto. Helga me quería decir algo.

Yo era bruja, a pesar de ir desprotegida, y la llamada del espíritu de Helga era insistente. Pocas Omar la habían experimentado, pero no cabía duda alguna. Tenía el don y Helga se comunicaba conmigo. Me olvidé de la presencia de Gunnar, de su estupefacción. Me sumergí en las brumas del atardecer y retrocedí muchos siglos hasta oír la voz de Helga invitándome a ayudarla. Retiré la losa con suavidad y quedó justo el espacio para introducir mis manos en el interior de la tumba obedeciendo a los huesos de Helga. Tanteé la tierra húmeda a ciegas, hasta que di con ellos y los saqué.

Gunnar dio un paso atrás, estaba asustado.

– ¡¿Qué haces?! ¿Estás loca? Deja estos huesos. ¡Estás profanando una tumba!

Pero yo no era consciente de mis actos. Recuerdo que no le hice caso, simplemente me arrodillé frente a la tumba del rey Olafr y con la misma facilidad retiré la losa que la cubría. Deposité los huesos de Helga en ella y luego abrí los ojos incrédula.

Gunnar estaba horrorizado. Intenté razonar mi impulso.

– Me estaban pidiendo algo, me pedían descansar con Olafr.

Gunnar, nervioso, intentó tapar la losa, pero a pesar de su corpulencia no pudo hacerlo.

– ¿Cómo demonios la has abierto?

Pero no le escuchaba. Helga aún no estaba en paz. Lloraba y de nuevo retuvo mi voluntad. Retiré un poco más la losa de la tumba de Olafr y me llevé la mano a la boca. ¡Allí no había restos humanos! Era una tumba vacía y los huesos de la pobre Helga habían topado de nuevo con la soledad.

– ¿Por qué no está el rey Olafr enterrado aquí?

Gunnar no podía quitar los ojos de la cavidad.

– ¿Se puede saber…?

– ¿Dónde está el cuerpo de Olafr? -insistí.

Gunnar estaba confundido.

– Tal vez murió en una incursión guerrera y lanzaron su cuerpo al mar, o fue pasto de los lobos en la montaña o se calcinó con su castillo. ¿Y yo qué sé?

– Entonces, ¿por qué esa farsa de su tumba?

Gunnar se revolvió contra mí.

– ¿Y tú de dónde has sacado esos trucos para mover piedras y comunicarte con los espíritus?

Había en sus palabras un deje acusatorio. Me eché atrás, acobardada. ¿Cómo era posible que me hubiese dejado llevar por ese impulso repentino? No podía explicármelo a no ser que… hubiese sido Deméter.

La duda perenne era la presencia de mi madre. Deméter deseaba alejarme de Gunnar, Deméter me empujaría a cometer errores para que Gunnar desconfiase de mí y me temiese. Deméter me quería sola y sumisa y de regreso al rebaño con la cabeza gacha. Controlaba mi voluntad en la distancia y manejaba los hilos de mi vida.

No, no lo conseguiría. Muchas brujas Omar habían urdido tretas para engañar a sus esposos.

Me eché a reír, haciendo teatro y fingiendo una hilaridad que no sentía.

– Lo he hecho bien, ¿no?

Gunnar aún no estaba convencido de mi supuesta farsa. Puse voz de falsete y gemí como un fantasma.

– ¡Olaafr! ¡Me prometiste que compartirías la eternidad conmigo! Y en cambio me ha tocado de vecino el peñazo de mi marido Snorri que ronca como un cerdo.

Gunnar rió y me palmeó el culo como a una niña mala.

– Eres un trasto, no se te puede llevar a ninguna parte. Te traigo a un cementerio vikingo y me cambias los huesos de tumba.

– No lo haré más, lo prometo.

– A la próxima travesura te embarco de regreso con tu mamá.

Lo besé. Nunca fallaba. Hasta creo que conseguí hacerle olvidar la pregunta que me hizo al principio: ¿cómo demonios había conseguido mover las losas?


Nos alojamos en un diminuto hotel desde cuyas ventanas se divisaba el monte Aksla, pero a pesar de las hermosas vistas esa noche estuve intranquila y nerviosa. Me picaban los brazos; los mosquitos comenzaban a estar presentes en nuestras vidas. Además, tenía la certeza de saberme vigilada. Me despertaba bruscamente con el corazón desbocado y sintiendo el tacto de unas manos en mis entrañas.

Deméter hurgaba en mis recuerdos. Deméter me estaba poniendo cerco. No pude ni quise dormir más. Salí a dar un paseo al amanecer. Los días eran muy largos y nos acercábamos al punto en que el crepúsculo desaparecería por completo.

Me abrigué, di de comer a la pequeña Lola y dejé a Gunnar durmiendo apaciblemente. Al salir, el recepcionista me llamó por mi nombre, lo cual me sorprendió mucho. Pero mi sorpresa no acabó aquí. Me entregó un paquete y una carta. Me temblaron las manos. Nadie sabía mi paradero y la letra que figuraba en el sobre no era la de Deméter; lo rasgué y dentro descubrí diversos sobres a su vez enviados y reenviados por brujas Omar que intentaban darme caza. Hasta conseguirlo, claro.

La carta, inconfundible su letra picuda, era de Deméter, mi madre. ¿Cómo pude ser tan ilusa? Ella lo sabía todo, y si no lo sabía formulaba un hechizo, y si no, movía sus hilos y sus contactos, pero no se le escapaba el control de nada ni nadie. Todos los clanes y tribus de la tierra debían de estar tras mi pista. Esos sobres eran la prueba de su poder.

Antes de leer la carta abrí el paquete. Lo suponía, Deméter me enviaba otra vara. Me indigné, creía que mi carta había sido contundente y que había hablado muy claro. Por qué Deméter intentaba continuar imponiéndome su voluntad. Salí fuera del hotel y lancé la nueva vara al agua, sin ningún remordimiento. Luego leí la carta de un tirón sentada en una roca junto al mar. Sola, rodeada de gaviotas y con la espuma de la olas salpicándome los pies.


Selene, hija, ¿me dejarás que te llame «hija» aunque tú no quieras llamarme «madre»?

No voy a responder a tus muchas provocaciones. No te las tomo en cuenta. Es natural que en un determinado momento de tu vida quieras escoger tu propio camino y decidir por ti misma. Pero ni ahora es el tiempo adecuado ni eso supone la solución a tus problemas.

Tu huida te ha puesto en un difícil aprieto. Si muchas Omar creían en tu inocencia o la presuponían, ahora dudan de ella.

Ninguna Omar antes que tú ha eludido sus responsabilidades con la tribu aduciendo que dejaba de ser una bruja. Estás haciendo trampa, te estás haciendo trampa a ti misma.

Reflexiona y entrégate.

Todas las fatales coincidencias de los últimos tiempos te han empujado a tomar una decisión precipitada.

Regresa al clan.

No me opongo a que te enamores ni me opongo a que dejes los estudios; eres suficientemente inteligente para retomarlos cuando desees. Lo que no puedes es renunciar a tu condición de Omar. Eso no depende de ninguna elección racional ni emocional. Eso forma parte de tu ser. Desde el instante en que fuiste iniciada se desarrollaron en ti unos poderes que jamás, por mucho que lo desees, podrás destruir.

Tu condición no depende de la voluntad ni del libre albedrío. Está vinculada a tu sangre y a tu destino. Escucha a tu instinto, no olvides todo aquello que aprendiste. No reacciones negando precisamente lo que te sirvió para orientarte en la confusión del mundo. Te perderías y serías muy desgraciada.

La comunidad te juzgará con equidad, preservará tus derechos y oirá tu voz. Regresa a la tribu y ponte en manos de nuestra justicia.

La muerte de Meritxell es compleja y tú nos puedes ayudar a desentrañarla. Huir te señala, quien huye algo esconde. No me obligues a utilizar la fuerza contigo. Regresa por tu propia voluntad. No quiero detenerte. Eso sería muy doloroso, aunque si no me dejas otra opción deberé perseguirte y juzgarte a la fuerza.

No es necesario que huyas a los confines de la tierra para encontrarte a ti misma. Eso puedes hacerlo desde una habitación oscura.

Te buscaré porque te quiero.

Deméter


Guardé la carta en mi maleta y se lo oculté todo a Gunnar. Únicamente le pedí que nos fuéramos rápido. Me complació sin preguntar, pero me advirtió que estuviese preparada porque pronto nos atacarían los mosquitos.

Y así fue.

Y fue horrible.

Pero prefería los mosquitos a mi madre y soporté estoicamente sus ataques nocturnos a pesar de lociones y mosquiteras.

No aspiraba a deshacerme de Deméter, sino a resistir más que ella, a alejarme tanto que las dificultades se multiplicasen y acabase por abandonar su juego de perseguirme. ¿Era seria su amenaza? ¿Realmente sería capaz de detenerme a la fuerza, encerrarme y juzgarme? ¿Y si me declaraban culpable? Si pensaba en ello acabaría por volverme loca.


Pronto nos adentramos en Nordland, un nombre que por si solo provocaba escalofríos. Allí comenzaba el verdadero paisaje del Ártico. Tundra, horizontes ilimitados, lagos oscuros e inmóviles, fiordos brumosos que se perdían en extensos meandros, viento frío cargado de nubes plomizas que recorrían el cielo como una losa que impedía ver el sol. Perdimos rápidamente cualquier vestigio de civilización, dejamos atrás Europa y me olvidé del Mediterráneo y de los aromas intensos para sustituirlos por un cierto vértigo de vacío.

Aquella tierra de soledad lunar estaba casi deshabitada, justo lo que yo quería. Le pedí a Gunnar sortear los pueblos y prescindir por unos días de las comodidades para evitar los controles policiales hoteleros. Me creyó. Dormimos en la tienda de campaña, cocinamos en un hornillo de gas y viajamos como los tramperos del Canadá, sucios y con los dedos grasientos, orientando nuestra brújula al Norte mientras con nuestro todoterreno atravesábamos bosques de abedules, praderas y riscales. Nuestra única compañía fueron los rebaños de renos que esquivábamos y que nos dejaban el recuerdo de los insectos que los acompañaban. Sobre todo los mosquitos.

Yo continuaba durmiendo mal y a intervalos. Deméter me seguía, notaba la presencia inquietante de su poder muy cerca. Y los mosquitos me atacaban de noche. Mis brazos especialmente.

Al alcanzar el Círculo Polar estaba literalmente acribillada y dudo que me quedase una sola gota de sangre. Mi cansancio era tal que Gunnar me obligó a tomar un asqueroso jarabe vitamínico y hasta se ocupó él mismo de alimentar a la pequeña Lola, que temblaba de frío y siempre buscaba el calor de mi cuerpo por las noches.

A pesar de todos los percances estaba extasiada por la fuerza del Ártico, vivía con extrañeza la presencia constante del sol que no se ponía jamás y me dejaba contagiar por la magia de la luz que iluminaba permanentemente nuestro desolado camino, paradójicamente cada vez más frío.

En Finmark la mirada se pierde en espacios infinitos y yermos y la única carretera conduce al Fin del Mundo, al Cabo Norte. Deseaba tanto llegar, que quizá por eso mi desilusión fue mayor. El llamado Fin del Mundo resultó ser una roca de granito de trescientos metros de altura que caía en picado sobre las frías aguas del océano y estaba concurrida por curiosos que, como yo, cámaras al hombro, pretendían celebrar a su manera el solsticio de verano.

En cuanto comencé a notar las miradas de mujeres que bien podían ser Omar y a sentirme acosada por todos aquellos ojos desconocidos, no pude soportarlo y rogué a Gunnar que nos fuésemos a un lugar solitario y a ser posible hermoso.

Me llevó bordeando la costa norte, a través de la tierra de los sami -que es como se llaman a sí mismos los lapones-, hasta la pequeña ciudad de Vardo, y me propuso celebrar el solsticio desde lo alto de un monte que se alzaba junto a la fortaleza.

– Aquí estaremos solos.

– ¿Me lo juras?

– Es un monte mágico -me susurró-. Tus deseos se verán cumplidos si los formulas esa noche. También dicen que ciertas hierbas recogidas durante el solsticio tienen el poder de curar males incurables.

Me hizo gracia. Gunnar me explicaba cómo conjurar la magia de la noche de Beltebre en la que los fuegos que desde siempre habían encendido las Omar alimentaban los hechizos. Era un encanto mi Gunnar. Si hubiese sabido que yo era una bruja, o que lo había sido, otro gallo cantaría. Así que accedí a acompañarlo, a pesar del frío, del ascenso y del cansancio. Gunnar transportó los sacos de dormir, una exquisita cena fría de salmón y caviar y una bebida que me aseguró que no tenía nada que envidiar al néctar de los dioses.

Posiblemente, pasar la noche blanca del solsticio en lo alto de un monte mágico junto a Gunnar, bebiendo el delicioso brebaje embriagador de su cantimplora y sintiendo la soledad del Ártico mordiendo mi piel, fuese la experiencia más maravillosa que había vivido hasta ese momento. Pero no puedo asegurarlo; ni pude llegar a formular mi hechizo porque me dormí. Y por primera vez en muchos días dormí profundamente, sin despertar, sin alterarme, sin pesadillas.

A la mañana siguiente, si se podía llamar mañana a ese sol eterno, no recordaba casi ninguna de las cosas de las que Gunnar me hablaba. Por suerte no tenía jaqueca ni resaca, al contrario, me sentía maravillosamente bien: etérea, volátil y sorprendentemente optimista. Algo extraño me había sucedido aunque no podía precisar qué era. Algo nuevo, desconocido, que no tenía parangón en mi experiencia anterior.

Indagué, pero no salí de dudas.

– ¿Qué ocurrió anoche?

Gunnar, por toda respuesta, sonrió enigmáticamente.

– Es imposible que no lo recuerdes. Para mí fue y será inolvidable.

– ¿Dije tonterías?

– No dijiste nada. Me mirabas y suspirabas.

– ¡Qué tonta!

– No me lo pareciste cuando te metiste en mi saco de dormir porque tenías frío.

Fue eso. Habíamos pasado una inolvidable noche de amor, pero a diferencia de otras yo había perdido la memoria. No le di más importancia, pero al regresar a Dorvö y permitirnos el lujazo de alojarnos en un acogedor hostal junto al puerto y cenar un delicioso guisado de pescado y una sopa humeante me llevé una gran sorpresa. El camarero, curioso, nos preguntó de dónde veníamos, y al explicarle que habíamos pasado la noche en el monte, le tembló el pulso y derramó su sopa sobre el mantel.

– ¿En el mon… mon… te Domen? -repitió incrédulo y con un tartamudeo que me puso nerviosa.

Me sonaba ese nombre. ¿Cuándo y dónde lo había oído?

– Sí, ¿ocurre algo?

El camarero no se atrevió a responder de buenas a primeras.

– ¿Habí… bía… a al… al… guien?

Gunnar respondió por mí.

– Estuvimos solos.

– Cla… cla… ro. Nadie va por allí -dijo de un tirón, cosa que agradecí.

– ¿Por qué?

– Está em… embrujado -susurró atemorizado y cerciorándose de que nadie le oía.

No supe qué cara poner. Gunnar sin embargo me guiñó un ojo mientras preguntaba al pobre camarero.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

El camarero nos sirvió y, con un gesto lleno de familiaridad, como si se sentase cada noche a cenar con los clientes y explicarles historias, nos indicó que fuésemos tomando la sopa mientras él acercaba una silla a nuestra mesa, y con una expresión parecida a la de las abuelas que narran cuentos de miedo a sus nietos, comenzó su relato. Por suerte sin tartamudeos.

– El Domen es el monte de las brujas. Ahí se reunían las brujas noruegas año tras año para celebrar sus ceremonias. Centenares de brujas horrendas. Mujeres volando por los cielos y dándose cita en lo alto del monte Domen, para bailar sus bailes, cantar sus terroríficas canciones y encender sus hogueras.

Gunnar se partía de la risa; yo no. De pronto había recordado la trágica historia del monte Domen. Qué ingenua había sido. ¿Cómo no lo había relacionado con la historia de la noche de Beltebre? Pero Gunnar azuzaba al pobre camarero fingiendo un enorme interés en el relato.

– ¿Alguien las vio?

– Pues claro, toda la población de Vardo las veía invierno tras invierno y esa noche las madres escondían a sus niños para que las brujas no les contagiasen el mal de ojo, y los pastores guardaban sus rebaños para que no muriesen de peste.

Eran Omar. Hablaba de las citas anuales en el monte escandinavo de las Omar, que habían reunido a miles de ellas en los tiempos antiguos. Hasta que sucedió la tragedia.

– Una noche, hace ya más de trescientos cincuenta inviernos, un joven capitán destinado a la región reunió a los hombre más valientes de Vardo y les propuso desenmascararlas de una vez para acabar con ellas.

Yo quería irme sin escuchar aquella historia triste, pero Gunnar tomaba cucharada tras cucharada de su plato humeante y atendía socarrón y curioso a las explicaciones del atribulado camarero.

– ¿Les tendieron una trampa?

– Efectivamente. Eso hicieron. Mientras estaban celebrando su horrible fiesta subieron en silencio el monte armados con brochas y pinturas. Y en medio del desconcierto se lanzaron sobre ellas pintando a todas las que pudieron. Luego hicieron correr la noticia de que todas las mujeres pintadas eran brujas y tenían que ser quemadas en la hoguera. ¿Y saben quién fue la primera?

Yo lo sabía y me tapé los oídos. Gunnar ni se inmutaba.

– ¿Cuál fue la primera bruja que quemaron?

– La mujer del capitán del ejército que comandó la expedición. Se llamaba Bridget y era muy poderosa y muy mala. Había embrujado al capitán. Él mismo encendió la pira con su antorcha, pero la bruja comenzó a cantar, él no pudo resistir su llamada maligna y se lanzó al fuego con ella.

La historia que yo conocía era diferente. Hablaba de un pobre amante desesperado y culpabilizado que dudaba entre su honor como miembro del ejército y su amor por aquella hermosa bruja Omar. Acabó lanzándose a las llamas por amor.

– Y entonces ocurrió lo peor.

– ¿Lo peor? -preguntó Gunnar curioso.

– Mientras la bruja y su capitán se quemaban, ella maldijo a gritos el monte Domen.

Se me hizo un nudo en la garganta. Esa maldición no la conocía. ¿La bella y arrogante Bridget, quemada junto a su capitán, había lanzado un conjuro contra el monte Domen antes de morir?

– ¿Y cuál fue la maldición?

El camarero los miró con una cierta lástima.

– No sé si decirla, parecen tan enamorados.

Yo rogué que callara.

– Prefiero no saberlo.

– Yo sí -se arriesgó Gunnar, bravucón.

– Maldijo a todos los amantes que se reunieran en el monte la noche de Beltebre. Serían tan infelices como ella y su capitán.

Me levanté corriendo de la mesa sin poder aguantar ni una cucharada de sopa más en el estómago. La historia me había removido las tripas y lo vomité todo, hasta la última gota. Regresé pálida y ojerosa y encontré a Gunnar solo, sorbiendo su última cucharada.

– Lo siento, creía que te divertía.

– No me gustan nada esas historias de brujas quemadas. ¿La conocías?

– No, pero sabía que el monte Domen estaba embrujado.

– ¿Lo sabías?

– Es una leyenda.

– ¿Y me llevaste a sabiendas de la maldición?

– No, te llevé porque sabía que estaríamos solos, tú y yo. Nadie pone los pies en el monte Domen por culpa de la leyenda de las brujas.

– No me gusta.

– Ahora me dirás que crees en las leyendas.

No sabía cómo decirle a Gunnar que esas mujeres existieron y murieron por culpa de irresponsables como el camarero, que hubiera jurado sin dudarlo haberlas visto degollando renos o raptando niños. Esas mujeres eran Omar que celebraban pacíficamente sus rituales de purificación año tras año. Eran comadronas, herboristas, poetisas y músicas, mujeres sensibles, inteligentes, preparadas y dispuestas a ayudar a las demás mujeres, como las pobres amigas de Helga, que vivían encerradas en sus casas, a merced del humor de su guerrero vikingo.

No podía decirle todo eso a Gunnar porque no me hubiera entendido. Pero Gunnar no era tonto y percibía que se había equivocado.

– Lo siento.

– Gracias de todas formas, ya sé que lo hiciste por mí.

Lo hizo por complacerme, pero por culpa de eso había provocado que la maldición de un amor infeliz cayese sobre nuestras cabezas. Y si eso era cierto, si Bridget había conjurado el sortilegio antes de morir, nadie excepto su espíritu podría anularlo.


A la mañana siguiente la maldición comenzó a manifestarse. El dueño del hotel devolvió su pasaporte a Gunnar, pero fingió haber extraviado el mío.

– Lo siento, no lo encuentro ahora. Si son tan amables de esperar un poco…

Yo palidecí y miré a Gunnar suplicante. Me entendió y me sacó del apuro.

– Teníamos pensado pasar a Finlandia y necesitaremos el pasaporte.

– Es que el encargado de noche no está y no sé dónde lo ha puesto -mintió el dueño.

Gunnar miró el reloj.

– Bueno, pues aprovecharemos para hacer una excursión a la isla y regresaremos para la cena. ¿Le parece que ya lo habrán encontrado?

El dueño sonrió.

– Seguro.

Salí del hotel con las piernas temblorosas. Gunnar tenía claro lo que debíamos hacer.

– Vámonos de aquí.

– ¿Qué crees que ha pasado?

– Tu pasaporte lo tiene la policía y estarán contrastando tus datos con los que tiene la Interpol. Es posible que acaben por cruzar tu foto con tu auténtico nombre y que en ese caso te retengan.

– Pero… ¿por qué?

– Tu aspecto de niña no les ha convencido o han descubierto algo raro en tu pasaporte falso o… A lo mejor hay una orden de búsqueda y captura contra ti. Quién sabe.

Me quería morir.

– ¿Y qué haremos? ¿Cómo saldremos del país?

– Por barco.

– Pero me pedirán la documentación.

– Donde yo te llevo no.

Confié plenamente en Gunnar y nos alejamos del fatídico monte Domen sin recoger mi documentación falsa. Atrás quedó mi nombre, Lorena Casas, y mi supuesta edad, veintidós años.

Nos detuvimos en un campamento de verano sami para comprar provisiones. Los sami eran los ancestrales pobladores de aquellas tierras yermas que habían sido arrinconados y desplazados a lo largo de los siglos. Son muy diferentes a los escandinavos de origen germánico y eslavo. Tienen un aspecto oriental, pelo negro y ojos rasgados, baja estatura y complexión robusta, y hablan una lengua que proviene de los Urales.

Nos perdimos entre el laberinto de tiendas. Los sami se trasladaban junto a sus rebaños en busca de pastos frescos y los niños corrían y jugueteaban con los perros samoyedos rodeados por nubes de mosquitos sin inmutarse. Yo, en cambio, cada día tenía nuevas picaduras y algunas de ellas hinchadas y dolorosas. Gunnar propuso proveernos de ropa de abrigo artesanal.

– Es la mejor, la que más aisla y protege.

Ellos mismos curtían pieles de reno y armiño, y cosían luego prácticos ropajes invernales: abrigos, pantalones y botas, que más tarde agradecí.

– Compraré carne de reno -murmuró Gunnar.

Y entró en una tienda donde fue hospitalariamente recibido por el que parecía ser el jefe de la comunidad.

Me dejó regateando el precio de una bonita gorra de armiño con un par de chavalines listos como el hambre. Y de pronto oí hablar en la lengua antigua. La lengua de las Omar. Me di la vuelta y me topé cara a cara con una vieja y venerable nutria. Era una bruja Omar de cabello blanco y ojos rasgados llenos de sabiduría. Se acercó a mí, susurrante, y me tomó por el brazo con una mano nervuda y acerada como una garra. Los niños dieron media vuelta y salieron corriendo. La respetaban y la temían. Posiblemente fuese conocida como la hechicera de la comunidad y eso los intimidase.

Yo me había quedado paralizada de la sorpresa. Lo último que esperaba encontrar era otra emisaria de mi madre. Y ahí estaba, reteniéndome y amenazándome.

– Selene, entrégate a la vieja Paltoö. Entrégate a la justicia Omar.

Fingí no comprenderla.

– No huyas, Selene, será peor.

Le negué el saludo que me brindaba, pero la vieja nutria me retorció el brazo con fuerza y contempló mi muñeca.

– Ha probado tu sangre, acabará contigo.

– ¿Quién? -pregunté asustada.

– Baalat.

Me estremecí. No podía creerla, no podía hacerle caso. La vieja Omar insistió.

– Igual que Meritxell.

¡¿Qué estaba diciendo aquella nutria Omar?! Intenté desasirme, pero la vieja Paltoö tenía la fuerza de cien mujeres y me hizo lanzar un grito de dolor.

– Regresa con Deméter, tu clan te busca.

– Soy inocente, yo no maté a Meritxell.

– Baalat te persigue, ha dado contigo, niña. Únete al coven y lucharemos contra ellas.

– No quiero luchar contra nadie. Soy una mortal.

– No lo eres, Selene, eres una bruja. No me obligues a utilizar mi fuerza contra ti.

Y la vieja Paltoö sacó su atame y me lo mostró amenazadoramente. Me aterró, la imagen del atame hizo que me flaquearan las piernas. El atame era el arma que mató a Meritxell y ahora la nutria me amenazaba con clavármelo.

Forcejeamos, sentía los tentáculos de su fuerza presionándome e intentando imponerme de nuevo mi escudo, y me sentí prisionera e incapaz de huir. Paltoö me estaba conjurando y atándome con fuertes cuerdas. Había caído prisionera de las Omar. Deméter por fin había usado la fuerza contra mí. Apenas podía moverme, pero grité:

– ¡Gunnar!

Fue lo único que atiné a decir.

Y Gunnar salió al instante de la tienda del jefe Aläk cargado de carne seca. Al verme peleando con la anciana que sostenía el cuchillo corrió hacia nosotras y, en un par de zancadas y sin atender a razones, arrebató el atame de manos de la vieja Paltoö, la separó de mí de un empujón y la contuvo.

– Quieta.

Me quedé fascinada. Estaba libre, podía mover los brazos y las piernas sin problemas. Gunnar había roto el embrujo que Paltoö estaba tejiendo, como una telaraña, alrededor de mi cuerpo.

– Vámonos de aquí -le supliqué acobardada, sin atreverme a mirar a Paltoö.

Gunnar me protegía con su brazo.

– ¿Te ha hecho daño?

– No, pero vámonos.

– ¿Lo quieres? -me preguntó ofreciéndome el cuchillo.

Gunnar creía erróneamente que me peleaba por el atame, pero si se lo dejaba a la vieja Paltoö, ésta podría utilizarlo en mi contra.

– Sí, quería comprarlo.

Sin dejar de abrazarme, él mismo le lanzó unas monedas a la hechicera, que, con los ojillos entornados, canturreaba entre dientes alguna letanía, seguramente para avisar a las Omar de mi presencia.

Gunnar me vio tan alterada que me dio a beber un poco de licor, me hizo respirar profundamente y luego arrancó el vehículo. Conducía con sumo cuidado y mirándome de reojo para comprobar que estuviese bien. Pero yo no respiré tranquila hasta que pasaron unas horas y nos distanciamos lo suficiente de la nutria Omar.

En mi mano aún sostenía el atame, y tentada estuve de lanzarlo por la ventanilla. Sin embargo, si lo tiraba, Gunnar no entendería nada. Así pues, lo guardé en mi bolsa y, al hacerlo, Gunnar me sonrió condescendiente.

– ¿Es un cuchillo encantado?

Me quedé pasmada. ¿Cómo lo sabía?

– ¿Por qué?

– Esa mujer era la hechicera. Es mejor no enemistarse con ellas, son peligrosas.

– Gracias por sacarme del apuro.

– Y tú procura no meterte en más líos. Recuerda que escapamos de la policía.

Gunnar tenía razón, pero yo también, aunque no podía decirle que esa mujer era una bruja Omar enviada por mi madre para detenerme. Me sentía impotente.

– No quiero ver a más mujeres a mi alrededor. Las odio.

– No las verás durante mucho tiempo.

– ¿Por qué?

– Embarcamos en un ballenero.

– ¿Un ballenero?

– Es la única manera de trasladarnos a Islandia sin documentación.

– Pero…

– ¿No recuerdas que somos fugitivos?

Y en su interrogación retórica, un reproche implícito me hizo callar. ¿Acaso Gunnar dudaba de mi inocencia?

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