10

La granja

Me despertó al cabo de muchas horas un susurro en mi oído.

– No te muevas -era la voz de Gunnar; no me pedía nada, me ordenaba algo.

Repentinamente, sentí un odio intenso hacia él tan potente como poderoso. Era un odio caliente que me hizo revolverme en mi asiento. ¿Qué me ocurría? Deseaba clavar el atame en el cuerpo de Gunnar. Mi mano buscaba con desespero el cuchillo y mi brazo sentía la rabia que infiere la locura del odio. ¿De dónde provenía ese sentimiento?

No me moví, me quedé quieta, con los ojos cerrados, y entonces noté un dolor en mi brazo izquierdo, el mismo dolor que me causaría la aguja de una jeringuilla hurgando en mis venas una y otra vez.

Y de pronto lo comprendí. ¡Era Baalat! Baalat me estaba poseyendo. Mi brazo pertenecía a Baalat, pero el resto de mi cuerpo era todavía mío. Baalat había encontrado resistencia a causa de mi escudo y pugnaba por beber mi sangre como había hecho con comodidad durante semanas. Sentí miedo y repugnancia. Noté cómo se disparaban mis palpitaciones y el sudor me empapaba la frente y la palma de las manos.

Me preguntaba por qué Gunnar me había pedido que no me moviese. Lo obedecí a pesar de que el odio me iba invadiendo. Me mantuve quieta y con los ojos cerrados luchando para impedir que Baalat me poseyese del todo.

Bruscamente, el dolor de mi brazo desapareció y momentáneamente recuperé mi voluntad.

Entonces, un chillido estridente hendió el silencio del atardecer. Era agudo, desagradable y parecía provenir de una garganta que no era humana. Me levanté de un salto. Gunnar había atrapado a Baalat y me la mostraba con rabia, con mucha rabia. Reprimí un sollozo al reconocerla. Gunnar la agitó en el aire gritando:

– ¡Este bicho asqueroso te estaba mordiendo!

Era Lola.

No dudé ni un momento.

– ¡Mátala!

Gunnar debería haberla golpeado contra el suelo del coche, pero vaciló y fue demasiado tarde. Con una fuerza insospechada para un hámster, el roedor clavó salvajemente los dientes en la mano de Gunnar. Así consiguió que lo soltase y luego saltó por la ventanilla que Gunnar llevaba levemente abierta. Y en ese mismo instante el tiempo cambió bruscamente. Las nubes corrieron desbocadas cubriendo las montañas y el cielo se ennegreció. Gruesas gotas de lluvia comenzaron a golpear el coche y un rayo derribó una torre de la electricidad a pocos metros de donde estábamos aparcados. El estrépito fue espantoso. Gunnar no daba crédito a la furia de esa repentina tormenta que se había desatado de la nada.

Por mi parte, yo no había permanecido impasible. Tenía mi atame en una mano y mi vara en la otra. Pronuncié un conjuro potente, el más potente que conocía, y apunté al hámster con la vara. Conseguí inmovilizarla, pero eso no era suficiente. Tenía que reaccionar con rapidez; sólo disponía de unos instantes en los que Baalat estaría paralizada por mi conjuro. Salí fuera del coche y corrí hacia el pequeño bulto marrón inmóvil sobre el suelo mojado. Baalat pugnaba por liberarse de mi hechizo, era cuestión de segundos. Quedé empapada y cubierta de fango porque resbalé en dos ocasiones, pero antes de que Baalat consiguiese deshacerse de mis ataduras y convocar un rayo mortal, la alcancé y, de un certero golpe de mi atame, seccioné su cabeza, que rodó sangrando sobre la piedra negra del volcán Askja.

Actué sin piedad, sin dudarlo. No era un hámster, me repetía, no era la cariñosa mascota de Meritxell, sino su asesina. No era un pequeño roedor sino un monstruo que invocó al fuego y carbonizó al pobre Kristian Mo. No era un animalillo asustado que buscaba refugio y consuelo en mis brazos, era una sanguinaria bruja que había sobrevivido a la muerte usurpando el cuerpo de la entrañable Lola. No era un ser indefenso, era una Odish inmortal que probablemente pretendía encarnarse en mí.

Sin perder un instante la abrí, extraje su corazón y lo atravesé con mi atame. Luego troceé su cuerpo en minúsculos pedazos y les prendí fuego. Enterré sus cenizas y pronuncié un sortilegio para evitar que volviesen a reencontrarse.

Gunnar asistió a todo el proceso sin abrir boca.

Una vez hube acabado con el sangriento ritual, me eché a llorar colgada del cuello de Gunnar y aquejada de una crisis histérica.

Mi vikingo, serio y atónito por todo lo que acababa de suceder, me acunó como a una niña hasta que los sollozos remitieron. Después revisó mi brazo, destrozado a mordiscos, y lo curó con alcohol. Podía haber gritado, pero aunque me hacía daño, ya no me dolía. Nada me dolía ni me importaba, había acabado con la pesadilla de Baalat. Estaba libre. Por fin podría dormir tranquila, descansar.

Pensé en mi pequeña, en mi bebé secreto que se había visto tan amenazado como yo. Imaginé todas las noches en que Baalat, bajo la forma de Lola, había dormido en mi regazo buscando el refugio de mis brazos, y me estremecí al recordar el ronroneo de su cuerpo contra mi piel. Me vino a la cabeza la lucidez de Kristian Mo al detectar el peligro y acorralar a Baalat contra la pared. Estaba claro. El miedo de Baalat desencadenó la tormenta y acabó con la vida de Mo.

¿Había sido poseída como la pobre Meritxell?

Y de pronto lo vi claro. Comprendí lo que le ocurrió a Meritxell.

– ¡Fue ella!

– ¿Quién?

– ¡Meritxell! ¡Ella misma se clavó el cuchillo para destruir a Baalat!

– ¿Baalat? -preguntó Gunnar extrañado.

– Meritxell estaba siendo poseída y decidió acabar con ella en el momento en que supo que su cuerpo ya no le pertenecía…

Gunnar me cogió la cara con sus grandes manos y me obligó a mirarle.

– Selene, ¿qué estás diciendo? ¿Meritxell se suicidó?

– No exactamente, pero fue su propia mano quien clavó su cuchillo.

– ¿Entonces fue ella?

– Sí, pero no…

– No te entiendo… ¿Estás bien? ¿Qué te ha ocurrido? Anda, explícamelo todo.

Había visto mi vara, había visto mi atame, había sido testigo de mi hechizo, de mi ritual. ¿Podía engañarlo? ¿Me creería si le decía la verdad?

– Soy una bruja.

Gunnar suspiró.

– Ya lo sabía.

Consiguió desconcertarme.

– No entiendo. ¿No té asusta? ¿No te asombra?

Gunnar señaló la desolada inmensidad que nos rodeaba. Estábamos en el epicentro de una isla poblada de brumas, fuego, hielo y seres ocultos. Bajo nuestros pies podía sentir la fuerza del magnetismo de los volcanes y a lo lejos el Askja aparecía como una inmensa caldera hirviendo.

– Esta isla es primitiva. Nuestro volcán Hekla es la puerta del infierno; en el lago Lugarin, cerca de aquí, habita un monstruo de las aguas; en este mismo valle, en invierno se oye rugir a los trolls y, si dejas un pastel en la ventana, lo más probable es que lo robe un elfo. Eso sin contar con los fantasmas familiares. ¿Quieres que me asombre de las brujas?

Me quedé sin respuesta. De acuerdo que Gunnar me había hablado con naturalidad de los seres mágicos, de las sagas de sus dioses y sus leyendas, pero aunque aceptase mi condición de bruja, había algo que no me encajaba. ¿Lo sabía? ¿Cómo?

– ¿Lo sabías?

– Me lo dijo Meritxell.

¡Meritxell había vulnerado nuestro secreto sin motivo alguno! Sentí rabia.

– ¿Qué te dijo?

– Que me habías embrujado, y tenía toda la razón.

No sabía si Gunnar hablaba en serio o en broma, así que desistí. Había estado a punto de cometer un sacrilegio y afortunadamente me había contenido a tiempo.

– Mi bruja preferida -musitó Gunnar abrazándome cariñosamente.

– ¿De verdad no te has asustado por todo lo que he hecho con Lola?

Gunnar negó con la cabeza.

– Has destruido su espíritu y así impides que pueda reutilizar ese cuerpo. Has hecho bien. Ese bicho se interponía entre nosotros, estaba poseído.

– Y en cuanto a Meritxell…

– Sé que tú no la mataste, no insistas.

Sonrió enigmáticamente y confieso que me miró de una forma que me desconcertó. ¿Qué sabía Gunnar? ¿Qué ocultaba Gunnar? ¿Qué quería Gunnar? Y de pronto caí en la cuenta: ¿quién era Gunnar?

Descubrí que a Gunnar no le gustaba hablar de él. Prefería narrarme la saga del gran Grettir el Fuerte, que habitaba cerca de Holar, tierra de gigantes, que luchó y venció al fantasma Glamr, y murió víctima del maleficio de una bruja; o las hazañas de Odín en su viaje a los infiernos o en sus andanzas por los nueve mundos.

Apenas conseguí sonsacarle que no tenía hermanos, que su abuelo, el marinero Ingar, viajó por todo el mundo, que su padre murió hacía muchos años y que su madre era una mujer de gran personalidad con la que no se llevaba bien. En esos momentos no estaba en la isla. Así pues nadie esperaba a Gunnar ni ninguna familia prepararía un festín en su honor ni brindaría tres veces por su regreso como mandaba la tradición.

Gunnar se reservaba el derecho de sorprenderme. Y lo consiguió. Me dijo que pasaríamos por la granja de sus antepasados, que heredó al morir su padre y que nunca había visitado. Recordé lo que dijo Hólmfrídur sobre esa granja abandonada.

– ¿Mentiste a Hólmfrídur?

Gunnar rió.

– Se lo merecía, por metomentodo. Quería saberlo todo sobre mí y mi ascendencia. Supongo que pretendía asegurarse de mi limpieza de sangre vikinga.

– Y la engañaste.

Gunnar soltó una carcajada.

– Le expliqué que había nacido en esa granja abandonada y conseguí desconcertarla. Todavía debe de estar recabando informes sobre mí.

– Dijo que tenías un acento extraño.

– En la familia de mi madre hablaban noruego. Soy bilingüe -y volvió a reír-. Claro que eso tampoco se lo dije. Así tendrá en qué pensar.

Gunnar tenía razón. La única forma de responder al control exhaustivo de las Omar era confundiéndolas. Tenía que aprender muchas cosas de mi chico. Los ojos le brillaban y silbaba una canción con reminiscencias celtas.

– Estoy impaciente por ver esa granja. Mi padre me habló mucho de ella.


Durante nuestro largo viaje había ido observando las granjas con las que nos cruzábamos. Algunas, las más antiguas, estaban construidas en turba con techumbres de paja y minúsculas ventanas para eludir el frío de los largos meses invernales. Las más actuales tenían tejados a dos aguas, ventanales de vidrio y estaban pintadas de vivos colores, respiraban luz y confortabilidad. Pero la granja de Gunnar era especial.

Su aspecto de fortaleza, con sus torres y sus minúsculas almenas defensivas, recordaba más la estética de un castillo medieval que una granja destinada a la cría de caballos y ovejas. Y ante mi asombro Gunnar me confesó que provenía de la primitiva nobleza vikinga.

Me enorgullecí, pero me duró dos minutos. En cuanto aparcamos el coche y nos acercamos vi que la planta de la casa almenada imponía sólo de lejos. De cerca, la fachada estaba llena de grietas que supuse repletas de lagartijas y serpientes, el jardín había sido invadido por la maleza y al avanzar hacia la puerta los graznidos de los pájaros que habían anidado en la buhardilla me alertaron sobre lo que nos encontraríamos dentro. Peor imposible.

Los goznes de la puerta chirriaron con estrépito al empujarla, estaban oxidados y la vieja madera podrida. Tras varios intentos, Gunnar, sudando por el esfuerzo, consiguió moverla. Pero daba lo mismo, porque el interior era una auténtica ruina. Parte del tejado había caído y la lluvia, la nieve y el frío se habían hecho un magnífico hueco al abrigo de sus muros. Era una casa a medio devorar por la naturaleza, que se había enseñoreado de sus paredes y sus suelos. Era una casa viva, poblada de ruidos, de extraños olores, habitada por seres y presencias desconocidas que nos observaban y nos seguían con la mirada. Lo notaba. Me incomodaban sus ojos clavados en mí, podía oír sus respiraciones y sus pisadas sigilosas.

Gunnar sólo dijo:

– Vaya.

Y ese lacónico «vaya» era un poco ofensivo, porque era la misma expresión que uno dice cuando se olvida de cerrar la puerta o se le quema el cazo de la leche, pero no cuando se hunde una casa entera como era el caso.

¿No pretendería quedarse allí? No había ningún lugar donde sentarse. Todo estaba cubierto de agua, lodo y polvo. Por no haber, no había ni electricidad, ni agua corriente. Únicamente una vieja chimenea nos permitiría secar nuestras ropas y calentarnos. Y la cocina, o lo que había sido una cocina, era antediluviana.

La maravillosa granja de Gunnar resultaba a todas luces inhabitable y las historias que le había explicado sobre ella su padre debían de estar mitificadas. ¿Mentimos para seducir a los demás o la memoria nos juega malas pasadas? Mi casita del verano que pasé en Olimpia, con sus porches emparrados y su aroma a jazmín, ¿era inventada? Deméter me dijo que los niños inventamos paraísos y que luego les añadimos habitaciones que estaban cerradas.

En este caso, milagrosamente, un par de habitaciones de la primera planta, aisladas del resto, se habían mantenido en un estado aceptable. Una de ellas era un inmenso y tétrico dormitorio presidido por una gran cama de hierro con un dosel de terciopelo ajado y sucio. Enfrente, la chimenea. En un rincón cerca de la ventana, a guisa de baño, se conservaba todavía un antiguo lavamanos de porcelana, una bañera de cobre y un gran espejo con marco de plata labrado con filigranas. El mobiliario era de madera noble. Un cofre, una cajonera y un secreter. Y decorando la pared que presidía la alcoba, un sorprendente fresco a tamaño natural de una hermosa dama con atuendo medieval que, estoy segura, fijó sus azules ojos en mí nada más entrar. Lo curioso era que la dama había sido pintada en esa misma sala. Tras ella, inconfundibles, estaban meticulosamente reproducidos el arcón, el secreter y el espejo. Me pareció curioso.

Gunnar me propuso dormir en ese dormitorio. No me seducía nada la idea. Por la chimenea se oía el aleteo de los pájaros, y las arañas habían hecho una laboriosa obra de pasamanería uniendo mediante complicadísimas redes todos los muebles de la sala. Prefería dormir en la tienda de campaña que profanar los dominios turbios de otros.

– No me gusta nada.

– Un par de noches, tres a lo sumo. Encenderé la chimenea y estaremos calientes. Tengo que recoger unas cosas de esta casa.

– ¿Qué cosas?

Gunnar suspiró.

– ¿Me guardarás el secreto?

– Me encantan los secretos -dije, obviando que yo me reservaba uno muy importante.

– Hay un tesoro escondido.

– ¿Aquí?

– En esta casa.

– ¡Un tesoro! -exclamé repentinamente interesada-. ¿De qué tipo?

– Joyas -susurró.

– ¿Y por qué hablas tan bajo?

– Las paredes oyen -afirmó Gunnar con voz lúgubre.

Y sin previo aviso con su mano escondida me pellizcó la pierna a traición. Creí que era una araña, un troll o un ser maligno. Toqué el techo del susto.

– ¡No vuelvas a hacer eso! ¡Nunca más!

Gunnar rió durante un buen rato, pero a mí no se me pasaba el enfado.

– Anda, sonríe.

– Esto es una ruina -repliqué señalando la destartalada habitación.

Gunnar simuló ofenderse.

– Está bien, tú lo has querido. Si no te ríes por las buenas, ¡reirás por las malas!

Me tomó en brazos y me dejó caer sobre la cama; luego me atacó a base de cosquillas y besos hasta que a mí se me pasó el enfado. Era imposible permanecer más de diez minutos peleada con él.

Tras nuestra cariñosa reconciliación, Gunnar se lanzó a la tarea de buscar su tesoro golpeando con los nudillos las paredes y taconeando sobre el suelo de madera. Esperaba hallar una trampilla o un hueco que escondiese su cofre. Por fin había algo emocionante y hermoso en nuestro viaje. Joyas. Y al pensar en ellas, se me aceleró el pulso. Me encantaban las joyas, suspiraba por tener unos pendientes, una pulsera o una sortija, pero Deméter, tan austera, siempre me prohibió tener ninguna.

Y no las tendría. Era improbable, por no decir imposible, encontrar un tesoro en una casa abandonada. Debía de haber sido objetivo de ladrones durante muchos años, como las cámaras mortuorias de las pirámides donde fueron enterrados los faraones con sus tesoros y que acabaron convirtiéndose en el lugar predilecto de los saqueadores de tumbas. No podría encontrar las joyas nunca.

– ¿Qué le pasó a esta casa?

Gunnar revisó con cuidado los cajoncillos del secreter y la cómoda.

– Hubo un terremoto y creo recordar que un par de erupciones del Krafla fueron muy potentes y debieron de afectar la zona.

Me callé. En el Mediterráneo no había terremotos y en mi tierra tampoco había erupciones, pero esa casa parecía abandonada desde hacía cien años o más.

– Ya entiendo por qué tu madre no quiso venir aquí.

– A mi madre no le gustaba Islandia.

Me quedé asombrada.

– ¿Y dónde naciste tú?

– En Noruega.

– ¿No eras islandés?

– Pasé mi infancia en esta isla, junto al océano Ártico, en la costa oeste.

– ¿Sin tu madre?

– Venía a verme algunas veces, pero no aguantaba más de quince días seguidos.

– ¿Con quién vivías?

– Con criadas.

No era yo la persona indicada para compadecerme de la infancia de otros. Gunnar tuvo una casa, sin madre. Yo tuve madre y me faltó una casa. Me juré que mi hija tendría las dos cosas y por supuesto lo que Gunnar y yo tampoco tuvimos: un padre. No quise preguntarle nada sobre la muerte de su padre por miedo a que me preguntase él a mí. Yo no conservaba su apellido y no sabía ni siquiera su nombre. Deméter me dijo una vez que mi padre era un concertista de violín, que lo conoció en una gira por Europa y que desapareció saludando tras las cortinas de los escenarios sin saber que yo existía.

No quise ponerme dramática ni enturbiar el regreso de Gunnar a su pasado. No obstante, sin desearlo, la casa o sus efluvios me incitaban al pesimismo más negro. Quería estar alegre y había motivos para ello: Baalat destruida, el misterio de la muerte de Meritxell resuelto, una vida incipiente dentro de mí y unas joyas esperándome. Volvía a sentirme fuerte, animosa y aunque había huido de las yeguas Omar no les tenía miedo. Y sin embargo aquella casa no me gustaba nada.

Hice lo que pude para sentirme menos incómoda en aquella habitación. Limpié el polvo y las telarañas, arranqué las cortinas y la colcha enmohecida de la cama, y cubrí el colchón con nuestros sacos de plumas esponjosas. Baldeé el suelo con agua y abrí las ventanas para que el aire fresco la librase del olor a rancio. Pero a pesar de la mejora evidente, había dos detalles inquietantes: la chimenea y el retrato. El oscuro tiro de la chimenea estaba lleno de ruidos y aleteos y la dama de la pintura no me quitaba los ojos de encima. ¿Podría dormir ahí?

Lo hice y ni siquiera sé cuántas horas o días dormí. La luz dorada y triste que iluminaba esa extraña isla me hacía dudar sobre si las horas que marcaba el reloj correspondían a la noche o al día.

El caso es que cuando desperté estaba sola en la cama. Gunnar había desaparecido y a mi lado quedaba el hueco caliente y vacío de su cuerpo.

Me levanté. Estaba descansada y tenía mucha hambre. Me abrigué y husmeé por la habitación. Abrí las bolsas y saqué un paquete de galletas. Las tragué con glotonería y llamé a Gunnar insistentemente. No respondió. ¿Habría encontrado ya las joyas? ¿Estaría tal vez cavando en el jardín? Miré por la ventana pero no vi a nadie.

Intenté pensar como si yo fuera una mujer que esconde un cofre de joyas preciadas. ¿Dónde las guardaría? ¿En la cocina dentro del tarro de la mermelada? ¿Cosidas en el refajo de mi vestido? ¿Bajo las baldosas de la sala? Todo me parecía peliculero y absurdo. Me dejé llevar por mi instinto de bruja y me concentré.

Mis ojos fueron a parar raudos sobre el secreter. Como su nombre indicaba, ese tipo de muebles guardaba un secreto y…, fuese cual fuese, lo encontraría. Siempre me habían gustado, jugaba a abrirlos en todas las casas en las que recalábamos Deméter y yo. Así pues, me puse manos a la obra y me enfrasqué en ello. Me enfadé conmigo misma un montón de veces. No era nada fácil. Y precisamente por eso me empeñé en resolverlo. Me llevó mi tiempo, el sol palideció mientras estaba absorta en la tarea, las horas fueron pasando sin contarlas hasta que di con el mecanismo. Pulsé en el lugar adecuado, empujé el fondo de un cajón y descubrí el minúsculo espacio donde las señoras guardaban sus cartas de amor y las llaves de sus cajas fuertes. Metí la mano tanteando el hueco vacío y topé con un minúsculo cofrecillo repujado de marfil. Lo abrí con manos temblorosas y me quedé sin aliento. Dentro había una minúscula llave de apenas el grosor de una aguja. La tomé con cuidado entre el pulgar y el índice. ¿Qué podía abrir esa miniatura de llave? Era evidente que alguna importancia debía de tener si la dueña la había colocado con tanto esmero en el rincón más inaccesible de la casa.

Con la llavecita en la mano y temiendo que se me resbalase entre los dedos y se perdiese irremediablemente en el resquicio de los tablones de abedul del suelo, inspeccioné las patas del secreter, sus cajones, sus resortes…, sin hallar ni rastro de ninguna cerradura en miniatura.

Iba a desistir cuando me sentí observada. Alcé la vista y noté los ojos azules de la dama del fresco clavados en mi mano. Fue una intuición, pero me fijé en el secreter pintado sobre la pared. Me aproximé con pasos vacilantes y a punto estuve de reprimir un grito. Efectivamente, en el secreter pintado uno de los cajones estaba cerrado con cerradura, cosa que no sucedía con el original. Entonces, era probable que esa cerradura oscura y pintada fuese real y no una reproducción. Acerqué una silla, me subí encima y quedé cara a cara con la blanca señora. Estaba tan cerca que veía perfectamente las venas translúcidas de su cuello bajo la gargantilla de perlas que lo vestían. Y sus ojos. Sus ojos brillaban y parecían estar vivos. Evité coincidir con ellos y con mucho cuidado acerqué la pequeña llave a la pequeña cerradura. La introduje y la llave se hundió con suavidad en la pintura de la pared.

El corazón me dio un brinco. Con manos temblorosas giré la llave a la derecha y la cerradura me obedeció. Al instante tiré del cajón hacia fuera, suavemente, y pareció deslizarse mágicamente. Tras el fresco se escondía una caja fuerte. Contuve la respiración. Dentro del cajón había un cofre. Lo saqué con cuidado, lo abrí y por poco no me caigo de la silla.

No daba crédito. Estaba repleto de joyas deslumbrantes. Anillos, broches, collares y pendientes. Sumergí mis manos en ellas y las acaricié extasiada. Gunnar tenía razón. Era un verdadero tesoro. Por esas piedras preciosas muchos habrían dado la vida. Cerré con cuidado el cajón de la pared y me guardé la llavecita en mi bolsillo. Bajé de la silla, me senté ante el secreter y allí, sobre la mesa de caoba, vacié el cofre. Era como un sueño. Me enloquecían las joyas y me las probé todas. Llené mis dedos de sortijas y jugué a aletear mis manos cubiertas de turquesas y esmeraldas engarzadas en oro. Me puse unos preciosos pendientes de rubíes y me colgué un broche de diamantes al cuello.

Llevaba encima una verdadera fortuna. Era un tesoro maravilloso, pero era de Gunnar y su familia. Aunque…, si me quedaba con un recuerdo, nadie se daría cuenta de ese detalle. Y me quedé con una sortija de esmeralda. No sé por qué, pero me gustó y me la coloqué en el dedo anular. Me quedaba precioso, elegante, había sido hecha para mí. Al fin y al cabo, pensé, nadie me ha visto. Pero me equivocaba.

Junto a la puerta de la habitación, de pie y sonriente, como esperando una orden mía, apareció una sonrosada muchacha vestida como una campesina medieval. Tenía el aspecto saludable de quien regresa del gallinero con la cesta llena de huevos frescos para el desayuno. Era tan rolliza y tan sana que ni por un instante se me pasó por la cabeza su verdadera naturaleza.

Me miraba con muchísima curiosidad. Fingí naturalidad y cerré el cofre, lo metí en el cajón y cerré el secreter como habría hecho una señora.

– Hola. ¿Cómo te llamas? -le pregunté sin ningún miedo.

Del respingo creo que tocó al techo.

– ¿Me está hablando?

– Claro.

– Entonces… ¿me está viendo?

– Como tú a mí.

La joven sonrosada puntualizó:

– Perdone, yo estoy muerta; a mí no me puede ver nadie, o casi nadie.

El respingo lo pegué yo. Me hice cargo enseguida de la situación. Estaba muy sorprendida. Era mi primer fantasma, mi primera visión. En realidad casi ninguna Omar tenía la facultad de visionar a los espíritus errantes, excepto alguna médium capaz de ponerse en contacto con ellos. De niña, junto con Deméter, visitamos a un par de videntes que charlaron con mi abuela Yocasta, la madre de Deméter, pero acabaron discutiendo. Mi abuela Yocasta, que era de la vieja escuela, reprendió a su hija por no maquillarse el cutis, por no teñirse el cabello y por comerse las uñas. Mi abuela Yocasta era muy coqueta y Deméter la fastidió vistiendo siempre como una pordiosera -palabras textuales de Yocasta- y negándose a pisar jamás una peluquería. El caso es que Deméter se enfadó con ella, dijo que ya había tenido bastantes reprimendas cuando estaba viva y desde entonces no volvió a comunicarse más con la abuela.

La muchacha me miraba con los ojos como platos.

– Aún no me has dicho tu nombre -la increpé.

– Arna, señorita.

– Soy Selene.

Hizo una graciosa reverencia y me presentó sus respetos.

– Lo que usted mande, señorita Selene.

Debía de estar acostumbrada a servir.

– ¿De dónde sales si se puede saber?

– Viví y morí en esta casa. ¿Y usted?

– He venido con Gunnar.

– ¿Gunnar?

– El dueño de esta casa.

– No se llama Gunnar.

– ¿Ah, no?

– No.

– Ha dormido aquí a mi lado.

– Ése es Harald.

Estaba atónita.

– ¿Harald?

Arna suspiró.

– Lo he reconocido enseguida. Es como él.

– ¿Como quién?

– Como mi pequeño Harald. Era tan guapo y tan travieso. Mi pequeño Harald. Cómo ha crecido.

Me resultaba extraño que Arna llevase aquella ropa tan antigua: esa cofia, ese pañuelo, esa falda de lana hasta el suelo y el delantal bordado. Hasta el mismo peinada con el moño trenzado sobre la coronilla resultaba antiquísimo. Era un atuendo vikingo.

– No estamos hablando del mismo niño -objeté-. Tu Harald fue un antepasado de Gunnar.

– Mi Harald -me confesó con nostalgia- tallaba caballitos de madera y se disfrazaba de Odín.

Me reí. Gunnar también había heredado esa afición por el disfraz y la artesanía. Entonces estaba en lo cierto. Esa muchacha limpió los mocos al tatarabuelo de Gunnar, le lavó las rodillas y le dio sus primeras cucharadas de sopa.

– Háblame de Harald -le pedí.

Arna no deseaba hablar de otra cosa.

– Un verdadero terremoto. Le picaron las abejas por disputarle la miel a un oso y, aunque llegó a casa hinchado y cubierto de heridas, trajo el panal consigo.

– ¿Era bueno en la escuela?

– ¿La escuela? -se sorprendió Arna-. Harald tenía maestro de armas y un instructor.

– Como un rey.

– Claro, un rey necesita su instrucción. La señora lo dispuso así.

– ¿Qué señora?

Arna se puso nerviosa repentinamente. Con un gesto me indicó la pintura de la pared. La mirada profunda de los ojos azules me traspasó como una daga.

– ¿Ella era la madre de Harald?

– La señora.

Me levanté intrigada y contemplé el retrato desde otra perspectiva nueva, procurando esquivar su mirada. ¡Claro que me recordaba a alguien! Gunnar se parecía mucho a ella: esos pómulos angulosos, esa frente despejada, los ojos de un azul acerado, el cuello esbelto.

– ¿No te gustaba?

Arna se sintió incómoda.

– Prefiero no hablar en su presencia.

– Sólo es un fresco, una pintura.

– Ella lo oye todo.

– ¿Le tienes miedo?

Y Arna, la alegre muchacha que enseñó a caminar a Harald, se echó a llorar.

– Me hizo caer al río.

– ¿La madre de Harald?

– Me ahogué en el agua helada.

No dije nada. Tenía que ser horroroso morir de frío, con la ropa empapada aprisionándote las piernas e impidiéndote moverte, con el agua transformándose en hielo y el hielo atenazándote la vida.

– Debió de ser un accidente.

– No lo fue. Harald no estaba en su cama y la señora me obligó a ir a buscarlo al río y de noche. Era invierno, no había luz. No veía nada.

– ¿Y resbalaste?

– No. Me empujó el troll.

Vaya. Una muchacha embrollada.

– ¿Qué motivos tenía el troll para empujarte?

– Odiaba al pequeño Harald y quería estropear su juguete.

– ¿Qué juguete?

Arna se enfadó.

– Yo era el juguete de Harald, mi rey; yo era su juguete preferido. Conmigo reía, chapoteaba, cantaba, era lo que más le gustaba. Y el troll me tiró al río para fastidiar a mi rey.

No sabía si reír o llorar por aquella patética y absurda historia.

– ¿Y te maldijo el troll?

– La cocinera. Mi pequeño Harald estuvo veintiséis días llorando y pataleando sin parar y no la dejó dormir.

Un graznido de pájaro nos interrumpió. Arna, a pesar de ser un fantasma, no parecía tenerlas todas consigo y miró con prevención la chimenea. A pesar de estar encendida, dijo:

– Tenga cuidado, tenga mucho cuidado. Se cuelan por todas partes y, si se confía, le picotearán los ojos.

– ¿Quiénes?

– Los pájaros: cuervos, avefrías, frailecillos… Todos viven aquí. ¿No los oye?

Efectivamente, oía sus aleteos y sus pasos apresurados resonando en las maltrechas vigas de la buhardilla.

– La vigilan. A mí también me vigilaban. Luego se lo explicaban a ella. Y me reñía.

Un escalofrío me recorrió el espinazo.

– ¿Ella?

– La señora.

Palidecí mirando el retrato. Aquellos ojos azules estaban clavados en mí, acusándome de intrusa y ladrona. Señalaban mi indiscreción al guardarme la sortija de esmeraldas y querer saber demasiadas cosas. Me invitaban a marcharme. Gunnar no había tenido una buena idea llevándome a esa granja.

Oí pasos en la casa. El ruido inequívoco de un arma al cargarse y la voz ronca de un hombre gritando por el hueco de la escalera o lo que quedaba de ella.

– ¿Hay alguien ahí?

Salté de la cama y me vestí decentemente a la carrera mientras gritaba:

– ¡Un momento!

Al abrir la puerta, la sonrosada Arna ya había desaparecido como por ensalmo. En la planta baja me encontré encañonada por un arma.

– ¿Qué pasa?

– Yo hago las preguntas, señorita. ¿Quién es usted y qué hace aquí?

Era un granjero calvo, con barriga y papada, al que los años le habían añadido kilos y mala baba. Olía a colonia fresca y tenía el pelo salpicado de paja, pero empuñaba el arma con mucha determinación.

– He venido con Gunnar, el dueño de esta granja.

– ¿Gunnar? Aquí no vive ningún Gunnar.

– Esta casa es de su familia. Llegamos ayer.

– No es cierto, su coche entró en la finca hace una semana. Lo he estado controlando.

No podía creerlo. ¿Había estado durmiendo una semana? ¿Era acaso la Bella Durmiente? ¿Y qué había comido y bebido durante todo ese tiempo?

– No puede ser -repetí.

– Desde luego. Gunnar o como se llame su marido la ha engañado. Esta casa está abandonada desde hace mucho tiempo y nadie ha pasado por aquí desde que yo tengo uso de razón. Y de eso hace más de cincuenta años.

– Su abuelo era un tal Ingar. ¿No ha oído hablar de él?

El vecino bajó el arma.

– ¿Ingar? Sí, lo conocí cuando yo era un niño, pero dicen que desapareció en el mar.

– ¿Y a su hijo Einar? El padre de Gunnar.

El hombre dudó, y definitivamente se puso el arma a la espalda y no me respondió. Sólo me amenazó con el dedo.

– Si no se van, tendré que llamar a la policía.

Y se fue tan expeditivamente como había llegado, dejándome sola y confusa. ¿Dónde estaba Gunnar? ¿El fantasma de Ama era real o había sido una alucinación? Miré en torno a la casa. Ni me enteré de que había oscurecido y comenzaba a llover. Lo noté al mojarme y oír el silbido del viento. Corrí a buscar refugio para guarecerme y fue entonces cuando oí un ruido de pasos en la planta superior.

– ¿Quién anda ahí? -grité.

No obtuve respuesta. Simplemente el ruido aumentó de intensidad.

– ¿Gunnar? -aventuré sin tenerlas todas conmigo.

Si estaba acompañada en aquella casa, quería conocer por quién: subí a tientas la vieja escalera de madera y, al alcanzar la última planta, me quedé horrorizada. Centenares de estorninos, frailecillos, cuervos y avefrías se amontonaban y se confundían en una mancha borrosa y palpitante de la que sólo se distinguían los ojos. Todos clavados en mí.

Era una buhardilla apestosa y cubierta de guano y plumas, con el techo hundido y la madera podrida. Yo estaba literalmente rodeada de ojos, ojos feroces que me escrutaban, que me estudiaban con frialdad mientras el monótono sonido de la lluvia al caer amortiguaba un sordo rumor de alas. Me estremecí. Me recordó el sonido de los cargadores que precede a la infantería. No llevaba conmigo ni mi vara ni mi atame. Estaba indefensa, así que poco a poco fui retrocediendo. Los pájaros tomaban posiciones, me acorralaban, iban a por mí.

Instintivamente intenté proteger mi espalda contra la pared, pero al apoyarme contra una viga carcomida noté claramente cómo algo sinuoso reptaba por mi cuello y se escondía entre mi pelo. Muerta de asco, hurgué entre mis rizos y atrapé al repugnante bicho. Era una serpiente de tacto viscoso y, con auténtica histeria, la lancé lejos, de un manotazo, y grité.

Y como si mi grito hubiera sido la señal que esperaban para atacar, un cuervo bajó en picado desde el cielo oscuro y, graznando, se echó sobre la serpiente, la apresó limpiamente y la lanzó sobre la marabunta, que dio buena cuenta de ella en pocos segundos. Luego sobrevoló mi cabeza en círculos concéntricos, mareantes, intimidadores, hasta que, sin previo aviso, también se lanzó contra mí y clavó su pico en mi cara. Por suerte bajé la cabeza y me hirió en la frente en lugar de en el ojo contra el que había dirigido el ataque. Golpeé al cuervo con la mano, pero al levantar la vista para ahuyentarlo contemplé cómo en el tejado herido de la casa cientos de pájaros afilaban sus picos dispuestos a echarse sobre mí.

Arna me había advertido. Las Omar me habían advertido.

En los ojos de ese cuervo reconocí la mirada fría de Baalat.

Baalat se había reencarnado de nuevo y, puesto que como cuervo no podía arrebatarme la vida, había conseguido embrujar a todos los pacíficos habitantes de la buhardilla. Estaba rodeada de enemigos y la Odish acabaría conmigo y mi niña.

Quise huir pero no atinaba a dar con la salida. Las paredes, los pájaros, el suelo, los peldaños de las escaleras se me venían encima. Completamente aturdida, me agaché haciéndome un ovillo y los pájaros se echaron sobre mí. Primero uno, luego otro y otro. Me picotearon las manos con las que yo me cubría la cara para protegerme los ojos. Sentía la sangre caliente correr por mis brazos y los graznidos enloquecidos de las aves. En mi cabeza comenzaron a bailar imágenes y palabras, confundía años, cifras, edades y nombres y comprendí que, si me quedaba allí, moriría.

– ¡Selene! -oí como en un sueño-. ¡Selene! -reconocí la voz de Gunnar llamándome.

Y aunque no podía contestarle porque los chillidos de las aves tapaban mi voz, repté desesperadamente hacia el lugar de donde surgía su llamada, arrastrándome sobre la montaña de guano y tanteando a ciegas el hueco de la escalera.

– ¡Selene! -volvió a gritar Gunnar, esta vez más cerca.

El hueco de la escalera estaba ahí, no conseguí ponerme en pie y me dejé caer rodando sobre los peldaños de madera, sin calcular el impacto de la caída. Fue más o menos como tirarse a una piscina sin agua. Rodé protegiéndome el vientre, más preocupada por mi pequeña que por mi cabeza, hasta que algo duro me golpeó la sien y me desmayé en los brazos de Gunnar, que a pesar de su rapidez no pudo evitar el golpe.

No llegué a oír los disparos del granjero que, con el alboroto, había dado media vuelta y que llegó poco después que Gunnar. A pesar de ser un malcarado y un metomentodo, gracias a su coche me salvó la vida.


Desperté dolorida en un hospital y en lo primero que me fijé fue en un tubo de plástico sujeto a una bolsa que se introducía en una vena de mi brazo. Me habían hecho analíticas de sangre y me alimentaban por suero. Aún estaba bajo el impacto del susto y una idea me martirizaba. Baalat podría reencarnarse en cualquier animal. Baalat podría ser un simpático frailecillo, un bonito gato o un leal perrillo faldero. No se me había ocurrido pensar que deshaciéndome de Lola no me deshacía de Baalat. Ingrid, la gran experta en la Odish nigromante, apuntó que también podía usurpar los cuerpos de muertos o niños. No estaría segura en ningún sitio, excepto en un lugar tan desolado en el que no hubiese vida. Ni siquiera cementerios.

Tenía que huir, tenía que irme lejos para salvar a mi hijita.

La puerta se abrió y entró por ella Hólmfrídur. Clavó sus ojos gatunos y amarillentos en mí.

– Estupendo, ya te has recuperado.

Desesperada, miré hacia todos lados. Imposible salir corriendo. Estaba encadenada a un poste y Hólmfrídur me cortaba la retirada. ¿Cómo me había encontrado? ¿Y Gunnar? ¿Dónde estaba Gunnar?

Me acarició la frente y me tomó la mano.

– Mi querida niña, qué susto nos has dado. Suerte que ya pasó todo.

Björk, la encantadora abuelita, asomó la cabeza detrás de ella. Al verme despierta me dedicó una sonrisa fingida. En lugar de una anciana pacífica, me pareció una carnicera sedienta de sangre.

– Bienvenida de nuevo, Selene. Lo tenemos todo dispuesto ya.

Me invadió un sudor frío. Habían dispuesto mi fin. Habían preparado el exorcismo contra Baalat. Mi cuerpo, en esa ceremonia, sería un simple pelele sin importancia, porque la batalla que librarían las brujas Omar contra Baalat tendría a mi cuerpo como adversario y yo sufriría las heridas que infringirían a Baalat: yo lloraría, yo suplicaría tregua, yo caería desmayada y mi pequeña no lo resistiría. Y tal vez yo tampoco. Siempre les quedaba el último recurso, que era acabar con mi cuerpo y clavar un cuchillo en mi corazón como hizo Meritxell. Pero todo eso no tenía ningún sentido porque yo ya no estaba poseída.

– ¡Maté a Baalat, se escondía bajo la forma de un hámster! -dije intentando hacerles comprender que no estaba poseída.

Pero en lugar de la sorpresa de Hólmfrídur, me encontré con su actitud arrogante. Estaba tan convencida de mi posesión que mis palabras le sonaban a desvaríos de loca. No me escuchaba.

– Tranquilízate, Selene, tienes que estar tranquila.

Lo último que podía estar era tranquila.

– Baalat intentaba poseerme pero no lo consiguió.

Hólmfrídur notó mi agitación y me tomó las manos.

– No te asustes, Selene, estás a salvo con nosotras. Te llevaremos a un lugar seguro y te libraremos de la Odish fenicia que te posee.

– ¡¡¡No me posee!!!

Hólmfrídur y Björk intercambiaron una mirada cómplice, una mirada de inteligencia que disfrazaba su convencimiento de que yo no sabía lo que me decía.

– Claro que sí, bonita. Baalat ya no te posee. Estás libre de la posesión.

Intenté razonar con ellas.

– Meritxell se clavó el atame a sí misma porque estaba a punto de perder su voluntad. Baalat la había poseído casi por completo.

– Eso lo dirás ante el tribunal.

– ¡No quiero ningún tribunal! ¡Explicádselo a mi madre, ella lo entenderá!

– Llamaremos a Deméter, no te preocupes.

– No quiero que me exorcicéis.

– No lo haremos -mintieron.

Cada vez me sentía más acorralada. Necesitaba a Gunnar. Pálida y muy asustada, formulé mi pregunta con un hilillo de voz.

– ¿Y Gunnar?

Hólmfrídur sonrió.

– Gunnar se ha portado estupendamente. No sólo cuidó de ti sino que fue él quien nos avisó.

Se me partió el alma.

– ¿Gunnar os avisó?

Hólmfrídur me guiñó el ojo.

– Está muy enamorado. Has tenido suerte.

Gunnar era mi última oportunidad. No podía dejarme en manos de esas brujas. Apuré mi último cartucho.

– Por favor, quiero ver a Gunnar, a solas.

Hólmfrídur se retiró y me dejó temblando de miedo. Tenía que actuar deprisa. Por la puerta, en cualquier momento, podía volver a aparecer Hólmfrídur o cualquier bruja Omar. Me mirarían como a una apestada y me acusarían de ser Baalat, de estar poseída por ella y de representar un peligro para la comunidad por haber clavado mi atame en el pecho de Meritxell. Pero si me quedaba sola, Baalat, la sanguinaria, transformada en pájaro, serpiente o roedor me daría caza y acabaría poseyéndome de verdad. ¿Qué podía hacer? Y la angustia de la búsqueda inconcreta tomó nombre. Gunnar era mi único refugio.

Pero estaba en una camilla y, cuando quise incorporarme, una mano me lo impidió.

– No te muevas.

Era Gunnar. Quise gritar de alegría pero tenía la garganta seca. Mi vikingo vertió unas gotas de agua en una gasa y me humedeció los labios. Sentí alivio y poco a poco me fui acordando de todo. Así pues estaba viva aunque magullada.

– Gunnar, por favor, vámonos ya, llévame a Groenlandia.

– Tranquilízate.

– ¿Por qué las llamaste?

– No hables.

Lo intenté. Intenté respirar con normalidad.

– ¿Me he roto algo?

– Eres de goma.

A pesar del reproche cariñoso, tenía una mirada sombría. ¿Qué había hecho mal? ¿No tendría que haber subido a la buhardilla?

– ¿Qué me pasó?

– Era una colonia de pájaros y los incomodaste. Nunca atacan pero se sintieron invadidos.

– Eran muy agresivos -me defendí.

– En cuanto te saqué de su territorio te dejaron en paz.

Y me respondió con otra pregunta:

– ¿No tienes nada que decirme?

– ¿Sobre qué?

– Algo que yo tenga que saber.

Todo había sido un sueño. No podía ser cierto todo lo que me había sucedido. No podía hablarle de Arna, aunque…

– Encontré las joyas.

Gunnar se sorprendió.

– ¿Dónde estaban?

Me enorgullecí de mi descubrimiento.

– En la pintura de la pared, dentro de un cajón. Las dejé en el secreter.

Gunnar no asimilaba mis noticias.

– Vaya, guardas más de un secreto.

– ¿Yo?

– No me dijiste que estabas embarazada.

¡Era eso! Gunnar se había enterado por los análisis.

– Te lo quería decir.

– ¿Cuándo?

– Aún no estaba segura.

Gunnar parecía triste.

– Podría haber sido una magnífica noticia, pero ahora lo has echado todo a perder.

Se me encogió el corazón.

– ¿El qué?

– El viaje, Selene. Lo tengo todo dispuesto y no puedo volverme atrás.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Gunnar estaba sufriendo. Lo notaba. Pugnaba por abrazarme, pero mantenía la distancia para conservar la cordura.

– No puedes venir conmigo.

Estaba horrorizada. ¿Cómo podía decir eso? El que hablaba no era Gunnar. Le había salido una arruga en medio de la frente. Los hombres pacientes cuando se enfadan lo hacen sin paliativos. Se les endurecen las facciones.

– ¡No puedes hacerme eso! -grité.

Y Gunnar se enfureció.

– Tú tampoco y ya es la segunda vez, Selene. ¡La segunda vez que tuerces mi vida a tu antojo!

Yo callé avergonzada. Sabía a lo que se refería y me di cuenta de que no lo había olvidado. Ni yo. Meritxell y su triste recuerdo eran como un iceberg a la deriva que acabaría por hundir nuestro barco. Habíamos empezado mal, lo admitía, pero yo era tozuda y por encima de todo quería a Gunnar.

– ¿No quieres saber nada de nuestro bebé? Será una niña.

Gunnar tembló levemente.

– Será hermosa y valiente, como tú. La estoy viendo.

Vislumbré una esperanza. Gunnar estaba emocionado por la perspectiva de ser padre.

– Tendrá tus ojos.

Gunnar sonrió y añadió:

– Y tus piernas.

– Se llamará Diana.

– Bonito nombre.

Me quería. Quería a mi niña. No podía dejarme.

– ¿Entonces por qué no quieres que te acompañe?

– ¿No comprendes que las cosas han cambiado? Tendrás un bebé, necesitarás cuidados, el lugar adonde vamos es inhóspito, despoblado…

Yo estaba dispuesta a entenderlo todo. Gunnar estaba pálido y miraba lejos.

– Llévame contigo, por favor.

Gunnar apretó los nudillos y esperé a que continuara.

– Hólmfrídur te cuidará y procurará que vuelvas con tu madre.

Hablaba lentamente, casi empujando las palabras, como si fueran niñas miedosas que se negaban a bajar por el tobogán.

Yo sentí el gusto de las lágrimas, pero no lloré.

– No quiero. Quiero estar contigo.

Gunnar lo intentó de nuevo, sin convencimiento.

– Es peligroso para ti.

Masticaba las palabras como si las escupiera, como si no le saliesen del estómago sino de un dictado telefónico. Repliqué con rabia:

– ¡No puedes decirme eso de verdad! ¡Dime que no quieres decírmelo!

Gunnar no me miraba. Retiró la cara y suspiró.

– Selene, por última vez: coge tus cosas y vete lejos, ahora, sin mirarme. Después será demasiado tarde.

Y lo dijo con tal falta de convicción que supe que tenía la partida ganada. Hice lo contrario.

– Dime que me quieres.

Y le cogí la mano. Temblaba como una hoja.

– Te quiero -musitó-, con locura.

Era justo lo que quería oír.

– Me quedaré contigo.

Gunnar me apretó tan fuerte que me hizo daño.

– Selene, te arrepentirás.

Me importaba un pimiento. Sin hacer caso del suero ni de mis heridas, me incorporé y lo besé. Gunnar me besó arrebatadoramente, como si fuera a echarme a volar como un pájaro y quisiera retenerme, pero también vi cómo caía una lágrima por su mejilla. Yo era muy joven y muy tonta. Creí que lloraba de emoción y que la pasión era la brújula de nuestras vidas.

Gunnar me acarició el cabello tiernamente, como sólo sabía hacerlo él.

– Prométeme que no me harás preguntas.

Acepté sus condiciones sin rechistar.

– Lo prometo -dije mordiéndome la lengua de curiosidad por todo aquello que no me había dicho.

– Y que pase lo que pase, no me odiarás.

– Lo prometo -dije estúpidamente.

Y tampoco sabía que nunca podemos comprometer nuestros sentimientos futuros.

– Conmigo estarás a salvo -susurró Gunnar.

Y me tranquilizó. Eso era lo que yo quería. La certeza de que alguien me protegiera. A mí y a mi hija.

– Nos refugiaremos en los hielos eternos, en un lugar deshabitado.

– ¿Sin nadie?

– Solos tú y yo. Los dos solos.

Ni siquiera pregunté dónde. Yo creía ingenuamente que el único lugar seguro del mundo era junto a Gunnar y mi pequeña Diana.

Y ahí empezó mi verdadera pesadilla.


* * *

Selene frenó el coche en una callejuela sombría. Estaban en una pequeña ciudad de provincias y Anaíd ni siquiera se había fijado en el nombre, de tan absorta como estaba con las explicaciones de Selene. Su madre se dispuso a aparcar.

– Descansaremos aquí. Tengo que hacer un trámite.

– ¿Y me dejas así colgada? -protestó Anaíd.

– ¿Colgada?

– Aún no he nacido.

Selene carraspeó.

– Ya lo sé.

– Quiero saber quién soy. Dónde nací. Si Gunnar es mi padre. Porque ahora estoy hecha un lío. Creía que yo… Pero… ¿quién es Diana?

Selene no respondió directamente a la pregunta de Anaíd. En lugar de eso metió la marcha atrás, aparcó impecablemente y señaló con la cabeza hacia un restaurante.

– Comeremos algo primero.

Anaíd se revolvió contra ella.

– Antes de comer me gustaría saber quién soy.

Selene fue dura.

– Te dije que no te gustaría saberlo.

– Vale, supongamos que no soy hija tuya. ¿Por qué esperas tanto para decírmelo? ¿Tan difícil es?

Selene cerró las llaves del contacto y bajó la cabeza avergonzada.

– Es difícil decirte de buenas a primeras quién eres y de dónde vienes. Por eso voy a ser muy meticulosa y a explicártelo todo por orden. ¿Me oyes? Aunque me chinches o te enfades, no conseguirás que me salte ningún episodio. Si lo hiciese, te confundirías.

Anaíd palideció.

– ¿No lo soportaré?

– ¿El qué?

– Saber quién soy.

Selene suspiró y salió del coche invitando a Anaíd a acompañarla.

– Es importante que entiendas tu misión y te responsabilices tú misma de lo que te toca hacer. Y para eso necesitas conocer tu historia y los peligros que te acechan.

– Y cuando los conozca y asuma quién soy…, ¿qué haremos?

– Te adiestraré y te mostraré el camino que debes seguir.

– ¿Adiestrarme?

– En la lucha contra las Odish.

– Ya sé luchar contra las Odish. Aprendí con Aurelia, una serpiente luchadora.

– Lo sé, pero no es suficiente.

– ¿Por qué? ¿Tú qué sabes de luchar contra las Odish? Sólo huías de ellas y de las Omar.

– Te equivocas. A mí me adiestró una Odish.

Anaíd se quedó inmóvil mirando a Selene y tras ella vio un rótulo luminoso que la fascinó. Un café-Internet. Se quedó embobada hasta que Selene le dio un empujón cariñoso.

– ¿Has visto un fantasma?

Anaíd reaccionó y volvió a la realidad.

– Entonces… ¿tenían razón?

– ¿Quiénes?

– Gaya, Elena y otras. Dijeron que habías pactado con las Odish, que habías sido una de ellas.

Entraron en el restaurante y Selene escogió una mesa de un rincón y obligó a Anaíd a sentarse en la esquina más sombría. Casi pasaba inadvertida.

– Anda, pide.

– No tengo hambre.

– Pediré por ti.

Anaíd dejó la carta sobre la mesa. Le quemaba la dirección del chat donde podría encontrar a Roc. Estaba rabiosa con Roc.

– No te molestes.

– No es molestia, tendrás que aprender muchas cosas además de aprender a luchar. Tendrás que aprender a sobrevivir, a quererte, a ser valiente y a aceptar las derrotas.

Anaíd se revolvió.

– ¿Valiente como tú, que escapaste de la justicia? ¿Responsable como tú, que quedaste embarazada con diecisiete años? ¿Honrada como tú que hiciste trampas a tu mejor amiga y embrujaste a su novio para enamorarlo?

Selene dio un fuerte golpe sobre la mesa.

– ¡Basta!

– ¿No te gusta? ¿Y por qué me lo has explicado?

Selene se encaró.

– Porque tenías que saberlo y, aunque me perdieras el respeto, tenías que aprender de mis errores y mis equivocaciones. No quiero que los repitas.

– ¿Por qué tú podías equivocarte y yo no?

– Porque tú eres la elegida.

Comieron en silencio. Anaíd masticó la carne una y mil veces hasta conseguir una bola imposible de tragar, pero Selene, con los ojos echando chispas, le obligó a tragarla.

Salieron juntas del restaurante. Selene la agarró por el brazo y caminaron pegadas contra el muro y resguardándose en la sombra. Se detuvieron ante la puerta de un cine y Selene se dirigió a la taquilla. Regresó con una entrada y se la ofreció a Anaíd.

– Siéntate en un lugar apartado. Quédate quieta en tu asiento y no hables con nadie. ¿De acuerdo?

– ¿Qué película ponen?

– Ni lo sé ni me importa.

Anaíd miró la cartelera de reojo. A ella también le daba lo mismo porque se le acababa de ocurrir una gran idea. Era peligroso, pero en ese momento le daba todo igual.

– ¿Y si me duermo?

– Duerme, mejor para ti.

Entró en el cine sin besar a Selene. Le hubiera sabido a beso traidor. No llegó ni a sentarse en la butaca. Simplemente esperó unos segundos tras la cortina y, en cuanto su madre desapareció, Anaíd se escabulló de la sala de proyecciones donde apenas unas cuantas parejas aprovechaban para besarse a oscuras.

Evitó hablar con nadie y comprobó la hora de finalización de la sesión. A las seis y media. Se prometió que a las seis y veinte estaría en la puerta del cine.

No le hacía falta ninguna averiguación especial, ni siquiera preguntar a nadie. Lo había visto de camino hacia el restaurante. Era un café de internautas.


Se sentó ante un ordenador con un refresco delante, entró en el Messenger y se agregó a Tuiyo15@hotmail.com.

Su nick «¡Bailemos astal amanecer!, lokamente, absurdamente tuyo» consiguió hacerla sonreír y hacerle olvidar momentáneamente su enfado. Roc era genial.

– Hola, Anaíd -se adelantó Roc- Bailemos astal amanecer… raudo a saludarla.

– ¿Tiens prisa x deirme adiós? -tecleó coqueta Anaíd.

– Staba sperándote.

– ¿M as sperado tol día?!!

– Hace mxo tmpo k t spero.

– ¿No m as dxo hoy k kerías cortar? ©

– Lo e dixo xk soy egoísta.

– ¿Egoísta?

– T kiero enterika, kiero vrte y kiero k m kieras. ©

– ¿Sabías k m stoy arriesgndo x hablar contgo?

– M gusta. M enknta. ¿Soy importnte para ti entonces?

– Pos klaro.

– Dme dnde stás y vngo a verte.

– No pde ser. ¡Impsible!

– Humo.

– ¿Eign? ¿¿Humo??

– ¡No t arriesgas! Tiens miedo. ¿Has pensado en mí?

– ¡Pos klaro, tonto! ©

– Hazlo ahora. Pnsa en mí ahora mismo. Kncentrate.

– T stoy viendo. Ts ojos ngros, tu pío rizado. ¡¡Siempre lo hago!!

– No… Mira dntro d mí. Cierra ls ojos. ¿K ves?

Anaíd dudó unos instantes.

– ¡Eo!! ¿K tas??? Dime: ¿k ves?

– Oscuridad.

– ¿k+?

– Niebla.

– Pídemelo.

– ¿Pedírtelo?

– Sí, pídemelo. Pídme verme. Dime ven…

– ¡Kiero verte! ¡¡Ven!! ©

– Lo haré, muy prnto apareceré.

– ¿Kmo? ¿Stas loko? ¡¡Ni skiera te dixo dnd stoy!!

Y en ese mismo instante Anaíd sintió un calambre en su mano y su pantalla se oscureció. Menuda porquería de aparatos. Se había interrumpido la conexión. ¿Qué pretendía Roc con ese juego tan atrevido? ¿Pensaba realmente aparecer en cualquier momento y sorprenderla? No sabía cómo tomárselo. Si bien su ímpetu la complacía, le daba un pelín de miedo su carácter lunático. Hoy blanco, mañana negro. Te machaco porque te quiero. ¿Y si Roc no era como ella creía que era? Le daba igual. Estaba muy, pero que muy colgada.

Y aunque lo intentó, le fue imposible volver a conectarse. Demasiado tarde. Su reloj indicaba las seis y diez.

Salió zumbando del café-Internet y entró en el cine a tiempo de confundirse con la salida de los espectadores. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta desperezándose y frotándose los ojos como si se acabase de levantar de una butaca en una sala oscura.

Selene la esperaba con una sonrisa picara.

– Tengo un par de sorpresas.

Anaíd le siguió el juego.

– ¿Cuáles?

Selene le mostró unas llaves.

– Ahora tenemos una autocaravana. Seremos independientes.

Y la acompañó hasta el aparcamiento donde las esperaba un magnífico vehículo con cocina, baño, dormitorio y salón. Todo en uno. Ideal para vivir, para viajar, para esconderse.

– Venga, sube.

Anaíd subió a su nueva vivienda. Sabía que durante mucho tiempo constituiría su refugio y su casa.

– Nadie te verá, nadie hablará contigo innecesariamente.

Anaíd asintió.

– ¿Qué tal la película?

Pero Anaíd contraatacó con otra pregunta:

– ¿Cuál es la otra sorpresa?

– Esta noche, cuando acampemos, te haré tu regalo de cumpleaños. Pero antes tienes que saber más cosas de tu historia.


11

El desierto helado


Todo sucedió muy rápido. La huida de Islandia, mi cumpleaños, los primeros movimientos de mi bebé y la llegada del invierno. A lo mejor hubo un mes de diferencia entre cada suceso, pero en mis recuerdos casi todo está entremezclado. Y el motivo de la confusión fue ese color blanco que lo impregnaba todo.

Desde que pusimos los pies en el continente helado que Erik el Rojo, tramposo como él solo, bautizó como tierra verde, Groenlandia, o sea Greenland, los colores dejaron de existir. Sólo reinaba el blanco. La tierra era blanca, la costa era blanca, los valles eran blancos, el mar blanco, las montañas blancas y hasta el horizonte destellaba de blanco. Yo había puesto mi vida en manos de Gunnar y confiaba plenamente en él. Había sido leal a mi promesa y no sólo no le hice preguntas, sino que desestimé hacérmelas yo. La supervivencia me obligaba a creer en alguien y Gunnar era mi única garantía para protegerme de Baalat y las Omar. Escondí el anillo de esmeraldas, mi vara y mi atame, y me escondí de los cuervos. Burlé al clan de las yeguas, que hasta el último momento intentaron retenerme y devolverme al redil, acepté la mano de Gunnar y navegué con él a través del océano Polar antes de que el invierno cerrase los puertos y cortase definitivamente cualquier tentación de regreso.

– ¿Estás dispuesta a viajar muy lejos?

– Sí -respondí sin dudarlo.

– ¿Te ves con fuerzas de llegar al fin del mundo?

Si la felicidad tenía una línea que marcaba la plenitud, en ese momento la rebasé y sonó mi campanilla. Por fin Gunnar había comprendido que mi deseo era llegar, de su mano, a los confines de la civilización.

– ¿No te importarán el frío, las privaciones ni los peligros?

No me importaban. En ese momento no.

Y tras vender parte de las joyas que le pertenecían para financiar la expedición, comenzamos nuestro último viaje. El definitivo.

Los inuits de la aldea cercana a Ittoqortoomlít, junto al mar helado, nos alojaron en la escuela, como era tradición hacer con los viajeros.

– Siempre que vengo siento lo mismo. Me apabulla -afirmó Gunnar mostrándome con orgullo la inmensidad blanca.

Me pareció mágico. Habíamos dejado atrás la turbulencia volcánica de Islandia y la blancura que cubría la nueva tierra me pareció una promesa de paz, de tranquilidad.

– Es un blanco distinto de nuestro propio blanco.

– Cada estación, cada relieve y cada hora del día permite que el blanco sea diferente.

Señalé hacia la imponente cima de Gunnbjorn Fjeld, casi un cuatro mil que coronaba emblemáticamente la costa este y le quise explicar que tenía otra tonalidad, pero me faltaban adjetivos.

– Necesito palabras para distinguir los matices del blanco.

– Los inuits los tienen. Tienen hasta mil distintivos del color blanco.

Me pareció hermoso. Quise ser una esquimal, sonreír siempre con esa sonrisa tan abierta que los caracterizaba y distinguir las mil tonalidades de ese blanco inmaculado que me aseguraba la bondad de esa tierra.

Ahí, en esos hielos eternos era imposible que Baalat apareciese. Por fuerza el color blanco, que en nuestra tradición se asociaba al nacimiento y a la pureza, no podía contener en sí mismo nada amenazador. Una vez más me equivocaba. No tenía en cuenta que el blanco, en otras culturas, era sinónimo de tristeza, luto y muerte.


Los inuits se rieron de Gunnar cuando les dijo que queríamos comprar un trineo, provisiones y perros para realizar un largo viaje hacia el Norte. Dos extranjeros incautos que pretendían recorrer las desiertas llanuras heladas durante el invierno estaban, por fuerza, locos de remate. Y eso que no sabían que yo esperaba un bebé para principios de primavera. Sin embargo dejaron de reír cuando Gunnar examinó los arreos, la dentadura de los animales, arrancó puñados de pelo enmarañado y devolvió tres samoyedos por encontrarse en mal estado.

Muchos inuits acudieron en tropel a contemplar cómo Gunnar probaba un tiro de perros después de haber hecho algunos ajustes en el trineo. A sus órdenes tajantes, pronunciadas en un perfecto esquimal, los perros respondían con prontitud. Gunnar detectó problemas con el estilo del líder del grupo, el malcarado Narvik, que mordía a diestro y siniestro y en sólo una hora había herido a dos machos desobedientes. Lo sustituyó por una joven hembra animosa, Lea, que aportó a los perros la ilusión y la determinación que les haría falta para la dura prueba que les esperaba.

Tras la exhibición de Gunnar, los inuits dejaron de considerarnos turistas excéntricos y ya no nos llamaron más despectivamente qallunaat, que significa algo así como «extranjero» y que en su forma de pronunciarse lleva consigo la connotación de torpe e inútil. La amabilidad de los esquimales me abrumó. Nos ofrecieron sus casas y pelearon para que compartiésemos su pobre cena y su agradable compañía. Los niños me hicieron jugar con ellos al qimuseq y las mujeres me enseñaron a coser kamiks, las únicas botas que conservaban el calor del cuerpo sin quedar rígidas a causa de la humedad del hielo. El problema -me explicaron- era que estaban hechas con piel de foca, para conservar la flexibilidad, y que a los perros les encantaban. ¡Qué horror! Si me descuidaba, me arrancarían los pies a dentelladas para tragarse mis botas.

Mientras Gunnar regateaba el precio del pescado y el queroseno y llenaba el trineo hasta los topes, yo intentaba ganarme la confianza de los perros ayudada por los niños, que me enseñaban palabras en esquimal. La idea de viajar acompañada por aquellas bestias que se abalanzaban aullando sobre la carne fresca, dormían abrigadas bajo la nieve y mojaban sus hocicos en sangre, me puso la piel de gallina, pero al confesarle mi miedo a Gunnar me sugirió que aprendiese a conocerlos y a quererlos. ¿Quererlos? ¿Y si Baalat se encarnaba en alguno de ellos y una noche se abalanzaba sobre mí? Lo descarté para no desanimarme, pero se me hacía difícil la tarea de intimar con los perros. Los alimenté, los acaricié uno a uno, memoricé sus nombres y observé sus comportamientos para detectar en ellos cualquier anomalía y descubrir en sus ojos a Baalat. Y me gustaron. En su ladrido hallé el eco del aullido del lobo. Habían sido domesticados hacía un tiempo relativamente corto y en muchos de sus rasgos samoyedos planeaba la sombra salvaje de las montañas y la libertad perdida.

Fue emocionante descubrir sus relaciones. En el reducido tiro había amistades, rencores, amoríos y odios. Ayudada por los pequeños inuits y dejándome llevar por mi instinto, fui descodificando sus gestos y sus ladridos y conseguí casi comprender sus estados de ánimo. Los pequeños inuits, además, me deleitaron con un montón de historias. Me gustó especialmente la leyenda de una osa blanca que, tras salvar a un bebé de la muerte, lo amamantó junto con su cría y lo protegió con su calor.

La noche antes de nuestra partida nos sorprendieron con una fiesta. Nos reunimos con todos los habitantes del poblado y se sumaron algunos cazadores en ruta de regreso hacia el sur. Venían cargados de su travesía veraniega y traían los trineos repletos de pieles. Era natural que no todos se conociesen y que yo, con tanta gente, no me fijase en los extraños. Por ello no reparé en la mujer de los ojos blancos, la inuit ciega que llegó en un trineo con su marido y su hija. Fue una fiesta entrañable que, lamentablemente, finalizó de una forma triste.

Estábamos bebiendo y riendo cuando vimos caer a la mujer al suelo retorciéndose y echando espuma por la boca. Estaba aquejada de convulsiones, como si sufriese epilepsia. A pesar de haber visto trances parecidos, me impresionó. Gunnar se acercó para ayudarla, pero lo retuvieron. Poco a poco las convulsiones fueron espaciándose hasta desaparecer. Luego la mujer, tendida todavía en el suelo, levantó sus ojos ciegos a la noche estrellada y musitó unas palabras que sólo yo pude entender.

– Veo la blancura de las nieves engulléndola.

Hablaba la lengua antigua de las Omar. Era una Omar del clan de la foca que me había pasado inadvertida hasta que fue presa de la clarividencia, un estado que vincula el presente con el futuro sin necesidad de realizar sacrificios ni ayudarse de brebajes ni pociones.

Todos los presentes hicieron corro a su alrededor. Esperaban que la vidente eligiera a uno de ellos para augurar su futuro. Excepto yo, que intenté escabullirme porque sabía que la Omar iría a por mí. Y efectivamente, así fue. Tanteando la oscuridad de su ceguera y orientándose por algo parecido al olfato, se puso en pie y fue directa hasta donde yo me encontraba. Una vez delante de mí hizo algo insólito, inesperado. No intentó aprisionarme ni retenerme, no me amenazó, no me recordó que debía declarar en el juicio por la muerte de Meritxell.

La Omar vidente se arrodilló a mis pies, reverenciándome, y con la cabeza inclinada sobre mis pies alzó sus manos temblorosas y acarició mi vientre. Por suerte nadie la entendía y creían que farfullaba incoherencias.

– ¡Oh, Selene, joven incauta que llevas en tu vientre el fruto de la elegida del cabello de fuego!

Me quedé muda. Aquella vidente Omar estaba vaticinando que mi bebé era la elegida de la profecía. Me acometió un sudor frío y un temblor. Sabía mi nombre, mi estado, se había dirigido a mí y tenía la facultad de VER. ¿Era cierto lo que decía? ¿Yo era la madre de la elegida? ¿Mi hija sería la Omar del cabello de fuego que pondría fin a la guerra de las brujas? No podía ser. Mi destino era otro. Ése era el destino de Meritxell, no el mío.

– Las damas te persiguen por su causa. La dama oscura desea robar tu cuerpo; la dama blanca robará tu alma.

Intenté descodificar la visión. La dama oscura era Baalat, que deseaba robar mi cuerpo. Así pues… Baalat no había intentado matarme, había intentado poseer mi cuerpo para concebir a la elegida y ser su madre. Entonces comprendí el porqué de esa lenta agonía en la que poco a poco Baalat iba penetrando en mí a través de mi sangre. Y de ahí el rechazo de las yeguas Omar al detectar sangre Odish en mis venas.

La revelación fue espantosa. Baalat pretendía hacer conmigo lo que hizo con Lola, tomar mi cuerpo y confundirlos a todos. Arrebatarme mi vida usurpando mi carné, mi piel y mi apariencia. Hablando con mi voz, caminando con mis piernas, besando a Gunnar con mis labios y amamantando a mi hija con mi leche. Y ahora sabía por qué. El motivo era claro… Baalat juró concebir a la elegida.

Mis piernas temblaron e instintivamente me llevé la mano al vientre, para proteger a mi niña, tan pequeña y tan codiciada. Mi hija no nata, y no yo, era el objeto del deseo de Baalat.

Fui comprendiendo más cosas. Todo empezaba a encajar en ese puzle que había sido mi vida durante los últimos meses.

Meritxell, según las profecías, estaba destinada a convertirse en la madre de la elegida. Baalat me utilizó a mí, con mi disfraz y mi provocación, para acumular la energía necesaria para su regreso. La carnicería de la noche de Imbolc y la fuerza que consiguió con la sangre de sus víctimas no fue gratuita; usurpó el pequeño cuerpo de Lola y vampirizó a la dulce Meritxell, la futura madre de la profecía. Baalat perseguía un objetivo: encarnarse en el cuerpo de Meritxell y concebir a la elegida. Y así lo hizo. Fue poseyéndola poco a poco, bebiendo su sangre e inoculando su veneno, fue penetrando en sus células y apropiándose de su cuerpo. Hasta que… Meritxell, en un instante de lucidez, acabó con Baalat clavándose ella misma mi atame. Y al morir Meritxell, yo fui marcada por el destino y Baalat vino tras de mí. Baalat quería quedarse con mi niña, la elegida, modelarla a su gusto y así conseguir el poder del cetro y la vida eterna.

Comprendía muchas cosas. Empezaba a comprender demasiadas cosas. La reaparición de Baalat tras su largo silencio. La muerte de Meritxell. Mi persecución. Pero ¿quién era la dama blanca? ¿La dama de hielo quizá?

– Teme la blancura de sus manos y el hielo de su corazón o serás devorada por ella.

La vidente ciega continuaba hablando de mi futuro, aunque yo apenas podía retener sus advertencias. La revelación que me había sido dada era excesiva.

– ¡Oh, Selene, que descenderás a las profundidades por el camino sin regreso de los muertos!

Me estremecí. El Camino de Om era una leyenda y ninguna Omar lo había recorrido. ¿Tendría que hacerlo?

– ¡Oh, Selene, no dudes en manchar de sangre tu mano para proteger a tu cachorro de loba!

Me horroricé.

– ¡Oh, Selene, permite que la gran reina de las nieves la amamante y le dé la fuerza de los árticos!

Traté de retener sus auspicios, temía olvidarlos, porque no los entendía. ¿A quién se refería? ¿Quién amamantaría a mi hija?

De pronto la vidente, con sus pupilas translúcidas fijas en el firmamento, lanzó un grito desgarrador. Había visto algo, estaba viendo algo terrible.

– ¡Oh, Selene, detente, no continúes! Aún estás a tiempo, Selene, de regresar a la manada. ¡Aún estás a tiempo de renunciar a tu destino!

Me abrazó y me retuvo histéricamente hasta que Gunnar intervino y apartó a la mujer de mí. La foca ciega se dirigió a Gunnar.

– Tu amor no será suficiente para evitar su dolor…

Di un paso atrás, instintivamente, y me abracé a Gunnar, el padre de mi hija, de la elegida de la profecía si la vidente estaba en lo cierto. ¿Por qué las Omar intentaban apartarme del amor? ¿Por qué no podía ser feliz junto a Gunnar?

De pronto, la mujer puso en mi mano un cuchillo curvo, un ulú. Me obligó a tomarlo por la empuñadura y, ayudándome a levantarlo en el aire, acompañó mi mano para mostrarme su uso.

– La dama de hielo procura su presa, pero no espera el arma.

Y, sin pretenderlo, mi mano se aferró con fuerza al cuchillo. Quizá por miedo, quizá por un instinto natural de defensa. Eso era. La dama blanca era la dama de hielo, el nombre que las Omar del clan de la yegua habían empleado para referirse a la Odish que reinaba en el Gran Norte. La dama de hielo, dijeron, no permitiría nunca que Baalat disputase sus dominios.

Me quedé con el cuchillo en la mano, temblando y hecha un lío, y la mujer cayó al suelo exhausta. La foca Omar ciega fue atendida por las mujeres del poblado. Tras una visión tan prolongada había quedado muy débil y necesitaba descansar. La llevaron a una casa y la fiesta se disolvió. Nadie tuvo risas después de la revelación. Y a pesar de que no habían comprendido las palabras de la vidente, todos habían captado que sobre mí se cernía un gran peligro y que me aventuraba a enfrentarme con alguien más poderoso que un simple oso blanco.

Busqué a los niños para que me ayudasen a burlarme de mi miedo, pero me esquivaron como si estuviese apestada y salieron corriendo hacia sus casas.

Quedamos Gunnar y yo solos, con nuestros regalos y con un amargo sabor de despedida trágica.

– ¿Qué te ha dicho? -me preguntó Gunnar dando por sentado que yo la había comprendido.

– No sé -mentí.

– Claro que sabes -suspiró-, pero no le hagas caso.

No quise pensar. Si pensaba más me volvería loca. Sin embargo, a medida que me tranquilizaba y recuperaba el control, más me iba convenciendo de que lo que la vidente había dicho sobre mi hija era verdad. Algo me estaba sucediendo desde mi embarazo. Tenía una sensibilidad diferente. Podía oír y ver cosas que antes no existían para mí. Los espíritus, por ejemplo. Arna no había sido la única. Poco a poco los fantasmas invisibles se manifestaban silenciosos a mi alrededor. Y la voz de los animales era cada vez más nítida y comprensible, cada vez más clara. ¿Debía hacer caso a los auspicios? ¿Debía regresar con el clan y obedecer a mi madre? ¿Estaba cometiendo una imprudencia? Si así fuera, ya la había cometido al enamorarme de Gunnar y cruzarme en el destino de Meritxell.

Como decía Deméter cuando de niña me lamentaba por haber suspendido un examen o haberme roto los pantalones, a lo hecho pecho. Y así actué. Confié en mi instinto y continué mi camino.

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