Durante el tiempo que estuve esperando a que naciese Diana, me entretuve dibujando. Aprendí a coger el lápiz y a soñar con él en la mano. Ese carboncillo, al principio rebelde, se fue amoldando poco a poco a mis deseos y complaciendo mi ansia de libertad. Dibujar mundos vividos, mundos imposibles, mundos fantásticos compensaba mi largo enclaustramiento, la agotadora vigilancia a la que me sometía Gunnar y el miedo por lo que ocurriría con mi hijita. Necesitaba escapar de esas cuatro paredes y de mi mano surgieron paisajes estremecedores poblados de volcanes, elfos y glaciares. Balleneros rojos de sangre hundidos por el coletazo de una minke encolerizada. Trineos conducidos por osas blancas volando hacia la luna en cuarto menguante. Yeguas relinchando a la luz pálida del sol de medianoche con las crines al viento.
Y poco a poco fui transformando las imágenes en situaciones, y fui inventando y dibujando una historia protagonizada por una joven colegiala con poderes, llamada Luna, que se encaprichaba de un corzo escurridizo con una marca peculiar en su pata y lo seguía hasta los confines de la tierra. Luna era una niña que comía caramelos y dormía abrazada a su oso de peluche, y con ella viajé por otros mundos y viví otras vidas, hasta que las aventuras de Luna acabaron convirtiéndose en un cómic.
Dediqué mi primera obra a la memoria de Meritxell y lo guardé en mi bolsa. Si alguna vez regresaba a la civilización, ésa sería mi profesión. Intentaría ganarme la vida escribiendo, dibujando viñetas de cómic y creando personajes que, como Luna, se inspirasen en mi propia vida y me permitiesen escapar de mis problemas.
Gunnar se hacía el bueno conmigo y a mí eso me fastidiaba un montón. Cuando mi vientre abultaba tanto que no podía tocarme los pies, se arrodillaba solícito y él mismo se ocupaba de ponerme los calcetines y atar los cordones de mis botas. Tenía que agradecerle su gesto con un gracias y una sonrisa, igual que cuando me servía la sopa y me regañaba para que me la acabase toda, o al auscultar con atención los latidos de Diana. Gunnar intentaba crear la convención de que aún éramos una pareja bien avenida y no sabía que yo lo odiaba con toda mi alma.
Temía y ansiaba el momento del nacimiento de la niña. Diana marcaría un antes y un después.
Nunca creí que un embarazo pudiera hacerse tan largo. Nunca conté con tanta obsesión las horas, los minutos y los segundos que faltaban para que se cumpliese mi plazo. Yo había ido fortaleciendo mis músculos con la gimnasia que Deméter enseñaba a sus pacientes. Había ensayado una y mil veces la expulsión y sabía cómo respirar durante las contracciones. Me sentía, por fin, físicamente fuerte, pero mentiría si dijera que estaba tranquila. A medida que el momento se acercaba, pensaba con más frecuencia en Deméter. Hubiera querido tenerla cerca, notar su mano segura palpando la posición de mi niña, su veredicto al medir mi pelvis, sus consejos sobre la alimentación que me convenía.
Por fin, mi vientre bajó y las patadas se hicieron más dolorosas y contundentes. Eso indicaba que el bebé se había encajado y que estaba dispuesto a emprender su viaje en cualquier momento. No quería que ningún mal pensamiento se cruzase por mi cabeza y procuré relajar mi mente y mi cuerpo para poder enfrentarme al gran momento con todas mis energías intactas.
Estábamos a finales de marzo y fuera de la cabaña comenzaba a hacerse evidente que el mundo renacía bajo los hielos. El silencio y la oscuridad habían sido lentamente sustituidos por el sordo y lejano rumor del hielo al resquebrajarse, por la luz del sol, que calentaba tibiamente las yermas llanuras, y por los primeros vuelos de aves sobre el horizonte. Y un día que contemplaba a través de la puerta el movimiento de una bandada de gaviotas árticas me sorprendió la silueta de mi osa recortada contra el horizonte. Diríase que vigilaba atenta lo que sucedía en la cabaña. Diríase que velaba por mí. Y su presencia protectora y los indicios de vida me llenaron de esperanza. Pero la esperanza se vio truncada enseguida, porque poco antes de salir de cuentas sucedió algo terrible.
Una noche, los perros, normalmente tranquilos, exceptuando la hora de la comida en la que se disputaban salvajemente su ración, se alborotaron más de lo acostumbrado y nos despertaron.
Yo podía distinguir los ladridos de Lea por encima de los otros ladridos; marcaba su territorio a los demás perros y exigía distancia. Pero Gunnar no los entendió. Él cogió su rifle, se calzó las botas y se puso su abrigo.
– ¿Adónde vas?
– A acabar con esa osa.
Palidecí. Durante ese tiempo no había nombrado en absoluto a la osa y yo creía que se había olvidado de ella.
– ¿Qué te hace suponer que es la osa?
– Ha salido de caza para alimentarse. Está amamantando, tiene hambre y le resulta más fácil cazar a mis perros que a las focas en sus agujeros.
¡Oh, no! Si Gunnar mataba a la osa, yo nunca podría volver al clan y ponerme a salvo con Diana.
– Pero -protesté- ¿la has visto?
Y la respuesta de Gunnar me heló el corazón:
– La vi hace una semana. Rondaba por esa montaña y no debe de estar lejos. Llevaré conmigo a Glok para que la olfatee.
Glok era el husky más salvaje y con mejor olfato de todo el tiro. Me asusté.
– Te puede hacer daño. Es peligrosa y tiene un cachorro.
– No te apures, tengo el rifle y he matado a osos más grandes.
– ¿Y si me pongo de parto? Estoy a punto.
Gunnar se detuvo un instante. Pensó en alguna alternativa y la encontró:
– Si tienes dolores, suelta a la perra Lucy, que está en celo. Glok la olfateará y me avisará.
Si tuviese la sortija al menos… Necesitaba desesperadamente mi sortija. Durante semanas había ido revolviendo con cuidado en la ropa de Gunnar, en las medicinas, en los arcones, en todos los lugares donde hubiera podido esconderla y no la había hallado. Sin la esmeralda, no podía pedir la ayuda de Aruk.
Tan pronto Gunnar desapareció con Glok, los ladridos de los perros, en lugar de cesar, se intensificaron. Volví a salir con mi linterna y lo que apareció ante mis ojos fue un espectáculo dantesco y terrible. Lea luchaba desesperadamente por proteger a los pequeños cachorrillos que acababa de parir y que Narvik, ayudado por dos machos jóvenes, le arrebataba para devorarlos. Sólo le quedaban dos pequeños, uno de ellos malherido. Con decisión, avancé hacia ella para alejar a la jauría de ese festín caníbal. ¿Cómo podían destruir a su propia especie? ¿Cómo podían devorar a esos perrillos indefensos? Según Gunnar, Narvik era su padre. ¿Y el instinto? Tuve que amenazarlos con un bastón y, tras apalear a Narvik, que era el cabecilla del acoso, rescaté a los cachorrillos con vida y solté la correa de Lea de un certero golpe de mi cuchillo curvo, el ulú que me ofrendó la foca ciega, el único que encontré en la cabaña. Lea gemía, pero no se arredraba y mostraba sus colmillos con ferocidad desafiando a Narvik para proteger mi retirada. Me encerré en la cabaña con la perra y sus crías y enseguida me percaté de que uno de ellos ya había muerto. En cambio el otro sólo tenía un rasguño en su patita. Limpié como pude las heridas de Lea. Luego sequé cuidadosamente al cachorrillo vivo, apenas una bolita de carne rosada con los ojos cerrados y la boca ávida en busca del pezón de su madre. Lo abrigué con una manta y, cuando sentí que su pulso vital se restauraba, lo acurruqué contra el vientre de Lea, que se había tendido, exhausta por la pelea y el parto, junto a la lumbre. En pocos segundos, el pequeño superviviente encontró el pezón de su madre y succionó con desesperación. Los dejé a los dos recuperándose y conociéndose. Lea se repondría, el cachorrillo victorioso también. Decidí bautizarlo como Víctor, en honor a su victoria contra la muerte en el difícil trance de nacer. Envolví cuidadosamente el cuerpecillo de su hermano muerto y me senté masajeando mi vientre. Había notado un súbito tirón. Como si los músculos se tensaran. Y aunque ya sabía que era una contracción de prueba y que mi cuerpo se estaba preparando para el parto, me angustié.
La imagen de Narvik con el hocico ensangrentado y devorando a los cachorrillos me asaltaba constantemente. Mi instinto de bruja me advertía de que ésa era una señal, un indicio muy claro de que, si no actuaba, algo similar podría ocurrirme a mí, pero me sentía tan afectada por la brutalidad de la carnicería que no pude reaccionar hasta pasadas unas cuantas horas.
Lea lamió mis manos con devoción. En el suelo, sobre la manta, dormía su cachorrillo saciado y la perra, tras olisquear entristecida el bulto de su otro perrillo muerto, se enroscó a mis pies, agradecida. La consolé palmeando su lomo. No llegué a contar cuántos cachorrillos parió, a lo mejor fueron cinco o seis, o más. Pensé que Lea era afortunada porque la decepción y la tristeza por no ver colmada una expectativa son sentimientos que los animales no comparten con los humanos. Lea no soñaba con su parto ni había puesto nombre a sus hijitos, ni calculaba cuándo nacerían ni siquiera sabía que estaba embarazada. Su sufrimiento fue menor, mucho menor que el que hubiera sentido ninguna mujer, pero la compadecí. Lea sufrió cuando la muerte se interfirió en su camino y su instinto maternal se vio truncado por la violencia.
– Muy bien, bonita, ya pasó todo.
La consolé con cariño, le puse comida para que repusiera fuerzas y la perra ladró de agradecimiento.
Lea se repondría enseguida y concentraría su apego a la vida en ese único perrito gordezuelo que se vería compensado por un exceso de leche y una atención privilegiada. Como el cachorro de la osa. Como mi Diana.
Pero yo había aprendido una lección. Gunnar quería devorar a mi niña y yo tenía que huir lejos de él antes de que naciera Diana. Era descabellado, pero era mi única posibilidad: escaparía con la osa antes del nacimiento de Diana.
Si Gunnar cazaba a la osa, ni yo ni Diana saldríamos nunca del territorio del hielo. Lea podría encontrarla. Era la única que conocía su olor y de la que la osa no se escondería. Era una petición delicada, pero confiaba en la fidelidad de la perra. El tiempo ya no era tan crudo; las ventiscas, las nevadas y las tormentas eran infrecuentes; las temperaturas habían subido y, si me aprovisionaba bien, podría sobrevivir.
Una vez tomada la difícil decisión, me sentí fuerte. Acaricié a Lea y le susurré al oído:
– Busca a la osa y tráela aquí. Ten cuidado con Glok y Gunnar. Yo cuidaré de tu cachorro.
Lea amamantó una vez más a su perrito y, cuando Víctor quedó frito y con la leche saliéndole por las orejas, abandonó la cabaña y salió en pos de mi última esperanza. La vi alejarse y confié en su instinto y su fidelidad.
Me sorprendió otra contracción, esta vez un poco más tensa y dolorosa. Me detuve, respiré, esperé a que mi vientre volviese a destensarse y me apresuré a preparar un equipaje que contuviese todo aquello que necesitaría para abrigar a mi bebé y alimentarme a mí durante un tiempo.
Estaba nerviosa y excitada. Después de una larga espera, después de una vigilancia exhaustiva, después de un encierro opresivo, vislumbraba mi libertad lejos de Gunnar y su cerco.
Salí al exterior bien abrigada y solté a Narvik, el asesino. No lo quería en mi trineo, no quería llevármelo conmigo y lo azucé para que escapase. Luego, con mucha paciencia y dejando muy claro que yo era la autoridad, trajiné para preparar el trineo y colocar a los perros en el tiro. No era fácil. Intentaban agredirme, pero les enseñaba el látigo y les increpaba con ladridos autoritarios que los dejaban tan sorprendidos que acabaron por obedecerme. Cargué el trineo con provisiones, ropa y medicinas, y reservé el liderazgo del tiro para Lea.
Por último me encerré en la cabaña con el perrillo y aguardé pacientemente el regreso de Lea. Sabía que volvería. Lo sabía.
Y esperé una hora, dos, tres. Me adormecí hasta que me despertaron los ladridos de los perros. Alguien se acercaba. Escuché con atención. No reconocía a Lea, ni oía el gruñido de la osa. Me angustié. Tuve una contracción súbita, un palpito de que las cosas podían empeorar, y mientras contenía el incipiente dolor respirando pausadamente y con las manos en mi enorme vientre, se abrió la puerta con brusquedad.
Era Gunnar.
Su semblante era sombrío. En su mano llevaba el rifle, estaba humeante y caliente. Sudé de miedo. ¿Había matado a la osa? Gunnar dio un paso en mi dirección y me señaló con su dedo.
– ¿Adónde te crees que vas?
No contesté porque me quedé embobada contemplando su dedo índice, el que me señalaba y me acusaba. Estaba ornamentado con la sortija de esmeraldas. Lo lucía él y, en cambio, no había ningún espíritu solícito sirviéndolo. Eso significaba que su poder era limitado, que su capacidad de convocar a Aruk no era la misma que tenía yo o su propia madre.
Me envalentoné a pesar de mi situación desesperada. Probaría algún recurso.
– Iba a buscarte, Gunnar. ¡Estoy de parto, necesito ayuda!
Lo desconcerté.
– ¿Y la perra Lucy? ¿Por qué no la soltaste?
– Solté a Narvik. Lucy no se movía del campamento, estaba asustada por lo que había pasado…
– ¿Qué ha pasado?
– Narvik devoró a los cachorros de Lea. Éste es el único superviviente.
Y Gunnar reparó en el pequeñín que daba muestras de inquietud. Hacía más de tres horas que su madre había desaparecido y necesitaba su ración de leche.
– ¿Y Lea?
– Quedó malherida, huyó.
Gunnar no tragó.
– ¿Y dejó aquí a su cachorro?
Ya era demasiado tarde para rectificar. Podría haber dicho que había muerto, pero asentí, y Gunnar no me creyó. ¡Tonta de mí! Sabía como Gunnar que Lea no abandonaría a su cachorro vivo.
– ¡Me engañas! ¿Dónde ibas? -y me sujetó una muñeca.
Tragué saliva. Gunnar era fuerte, poderoso, tenía músculos de acero y, si quería, podía retorcerme los brazos y hacerme crujir los huesos con un simple gesto.
– A buscarte -dije sin convencimiento.
– ¡Mentira! -gruñó Gunnar rabioso.
– Me haces daño -musité.
– Tú también me haces daño, Selene, mucho daño.
Su tono de voz y el dramatismo que imprimía a su dureza me asustaron más que su fuerza.
– Por favor, déjame -supliqué.
Y el miedo empezó a invadirme como un cosquilleo. El miedo a su falta de compasión, el miedo a su maldad, el miedo a sus turbias maquinaciones y a su supuesta afición por la sangre, como el sangriento hocico de Narvik.
Gunnar movió su cabeza con aflicción.
– No puedo dejarte, Selene, ya no, no te dejaré. Si te escapas, lo estropearás todo.
– Soy tu prisionera -exploté, y como siempre me arrepentí enseguida de haberlo dicho.
Se encolerizó.
– ¡Estúpida! No eres mi prisionera. Mientras estés conmigo, estarás segura, soy tu única baza, Selene. ¿No te das cuenta?
Quise llorar, pero me di cuenta de que el miedo también impedía las lágrimas. Estaba paralizada.
– Déjame marchar.
Gunnar me retorció un poco más la muñeca.
– Me he portado bien contigo, Selene, te he cuidado, te he protegido, ¿y me lo pagas así? Eres una desagradecida.
Había algo extraño en su voz, un lamento, un sufrimiento que yo no podía ni quería asumir.
– Yo te quiero, Selene, más de lo que imaginas.
Intenté no contribuir a su violencia, intenté tranquilizarlo.
– Yo también te quiero, Gunnar, te quiero.
Pero no soltó mi muñeca.
– No es verdad, me mientes, no sabes lo que es querer. No tienes ni idea. Eres egoísta, inmediata y caprichosa. Sólo piensas en ti.
– Lo siento.
– Yo también, porque a lo mejor ya no tengo tiempo de enseñártelo.
El miedo me surgió a borbotones, me atenazó las piernas y agudizó mi vista. Clavé mis ojos en su anillo. Si pudiese alcanzarlo. Todo era tan sencillo y complicado a la vez… Tenía el anillo allí, a la vista, a Lea buscando a la osa, a Gunnar, amenazante ante mí. Tenía que conseguir el anillo. Y extendí mi mano para atrapar la suya, la que sujetaba mi muñeca. Toqué el anillo, lo froté con fuerza y determinación, y Gunnar me soltó…, porque en ese mismo instante la puerta se abrió violentamente.
La enorme osa se alzó sobre sus patas traseras mostrando todo su poderío y, sin mediar palabra, se abalanzó sobre el sorprendido Gunnar.
Reaccioné antes de que acabara con él. Le pedí que se detuviera cuando estaba a punto de partirle la espalda. Gunnar, inconsciente, estaba malherido por los zarpazos y tenía fracturados los brazos y algunas costillas. Pero no podía curarlo, no podía compadecerme, no podía hacer más de lo que hice: salvarle la vida.
Hurté la sortija de su dedo y la dejé resbalar en mi índice mientras ataba a Lea al trineo, envolvía al cachorrillo en una manta y azuzaba al tiro para que se pusiera en marcha tras la osa que guiaba la extraña expedición. Aruk, el leal inuit, viajaba junto a mí.
– ¿Me protegerás, Aruk?
El espíritu estaba confundido.
– Me dejas admirado, tienes mucho coraje.
– El coraje no me servirá de nada si la dama de hielo me caza. No tengo mi vara ni mi atame y el parto debilitará mis fuerzas.
Aruk sonrió.
– Me tienes a mí.
– ¿Qué puedes hacer?
Aruk miró atrás y comprobó las huellas que nuestro trineo dejaba tras de sí.
– Necesitas invisibilidad para tener a tu hija y protegerla. Velaré por vuestra invisibilidad.
Y tras nuestras huellas la niebla espesa cubrió la nieve y fundió nuestro rastro. El trineo, los perros y yo penetramos en un territorio mágico y viajamos durante días y noches tras la incansable osa. Nos deteníamos a comer y a reponer fuerzas y yo llegué a olvidar hasta mi embarazo.
Diana se encargó de recordármelo.
Selene se detuvo y se llevó la mano al pecho sin quitar los ojos de Anaíd. Durante el tiempo que duró su relato, la inquietud la había ido atenazando. La corazonada que acababa de sentir le confirmaba que el peligro se había ido aproximando. Estaban rodeadas.
– Tenemos que hacer algo. ¿Lo sientes, verdad?
Anaíd apenas podía hablar. Sentía, lo mismo que su madre, una amenaza incierta.
Selene abrió con cuidado su bolso y entregó una cajita a Anaíd.
– Esperaba regalártela al final de esta historia, pero será mejor que la estrenes ya.
Anaíd, asombrada, sacó la sortija de esmeraldas.
– ¡Es la sortija mágica! -exclamó.
Selene miró hacia la puerta. Suspiró y confió en su intuición.
– Tienes que pedir ayuda a los espíritus. Son los únicos que pueden ayudarnos.
– ¿Por qué yo?
– Es tuya. Es tu sortija. Eres la única que puede usarla.
– ¿Tú no?
– Ya no. Enseguida lo comprenderás.
– ¿Y qué quieres que haga?
– En cuanto te pongas la sortija, aparecerá un espíritu protector dispuesto a servirte. Tal vez crea que eres una Odish. No le desmientas. Actúa con arrogancia y ordena que nos proteja.
– ¿Protegernos de quién?
– Anda, póntela.
Anaíd no hizo más preguntas y obedeció a su madre. Efectivamente, al ponérsela apareció ante ella un altivo guerrero almorávide de nobles rasgos bereberes. Selene no podía verlo y Anaíd le interpeló:
– Bienvenido. Has respondido rápido a mi llamada.
Se sorprendió de hallarse en aquel lugar.
– Mis respetos, señora. ¿En qué siglo estamos?
– El veintiuno.
– ¿He sido convocado tras un milenio de inactividad guerrera?
– Te necesito.
– A su servicio, mi señora. Ardo en deseos de conquistar una taifa en estas fértiles tierras de Levante.
Anaíd se asustó de su impetuosidad y, tal como le había indicado Selene, se propuso impresionarlo.
– Soy Anaíd, tu reina. ¿Cuál es tu nombre?
El curtido guerrero la estudió con desenfado.
– Yusuf Ben Tashfin, victorioso jefe de las batallas de Sagrajes y Zalkaqa, de la tribu guerrera Sahanga que puebla los territorios del Sahara, emir de Al-Andalus y vencedor de Aledo.
Anaíd se vio obligada a situarlo en la realidad.
– Han sucedido muchas cosas desde la conquista de Al-Andalus.
– Lo supongo.
– Estoy en peligro. Ha sido una suerte topar con un guerrero como tú.
Ben Tashfin se creció como un pavo real.
– ¿Debo suponer también que me deseáis como estratega y jefe de vuestra tropa?
Anaíd suspiró y meditó. No había considerado esa posibilidad, pero no le pareció descabellado. Intentó imprimir un tono duro a su voz. El que utilizaban en las películas de soldados.
– ¿Con qué fuerzas contamos, Ben Tashfin?
– ¿Curtidos almorávides?
Anaíd asintió. Por probar no perdía nada.
– Reorganizando a mis hombres conseguiré reunir a un millar de bravos espíritus guerreros.
Anaíd se llevó las manos a la boca. Los fantasmas también podían constituir una fuerza contra las Odish. No había contemplado esa posibilidad.
– Y llevando la sortija me obedeceréis ciegamente…
Yusuf Ben Tashfin bajó respetuosamente la cabeza y se inclinó ante Anaíd.
– Sí, mi reina.
Selene interrumpió la conversación.
– Anaíd, el espíritu puede protegernos, pero tienes que saber contra quién. Pregúntale.
– ¿El qué?
Selene adelantó los pendientes y los mostró a Anaíd.
– No fue Roc quien te regaló estos pendientes.
Anaíd estaba inquieta.
– ¿Entonces?
Selene se mostró implacable.
– El que te los ha regalado es quien nos persigue. Tu espíritu nos defenderá.
Anaíd sabía pero no quería saber. Se dirigió al fantasma.
– ¿Quién me ha regalado estos pendientes?
Ben Tashfín no dudó ni un instante.
– Gunnar, mi reina. ¿Le atacamos?
Anaíd los dejó caer, anonadada. No había reparado en la coincidencia. Eran los mismos pendientes de rubíes que Gunnar regaló a Selene al cumplir dieciocho años. Formaban parte del tesoro de la granja de Islandia. Se revolvió contra su madre.
– ¿Quieres que destruya a Gunnar?
– Escúchame, Anaíd, tienes que saberlo todo, todo.
– ¿Por qué?
– Ahora no callaré hasta acabar con nuestra historia.
Anaíd se acurrucó temblando junto a su madre. Frente a la puerta, etéreo pero poderoso, Ben Tashfin montaba guardia y defendía la pequeña fortaleza.