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-Supongo que no te acuerdas de mí, ¿eh? -dijo la Cabeza a Antar-. Tu viejo amigo del restaurante tailandés.

-¡Murugan! -exclamó Antar.

-Tú lo has dicho. El mismo.

-¿Eres tú de verdad?

-Pues claro que sí. He esperado mucho tiempo para ponerme en contacto contigo. Imaginé que no habría medio más rápido que aquel viejo carné de identidad.

-Pero hace años que te están buscando -protestó Antar-. ¿Dónde has estado?

-Ya te lo he preguntado antes, y volveré a preguntártelo ahora. ¿Estás seguro de que quieres saberlo?

-Sí -dijo Antar.

-Muy bien, Ant -convino Murugan, riendo-. Allá tú. Para averiguarlo sólo tienes que coger ese cacharro de ahí.

La incorpórea barbilla hizo un movimiento hacia los cascos de visualización simultánea de Antar.

-¿Quieres decir que ahí está todo? -jadeó Antar-. Pero no puede ser: nadie tiene acceso…

-Será mejor que entremos, ahora que todo va bien -aconsejó Murugan-. De todas formas, todo está ahí, esperando que pulses el botón.

Sin apresurarse, pausadamente, Antar cogió los cascos, se los puso y, con un movimiento de la mano, se ajustó el visor adecuadamente, delante de los ojos. Pulsó una tecla y apareció un hombre, caminando por una calle ancha, por delante de una catedral gris. Llevaba pantalones caqui y una gorra verde de béisbol. Era Murugan. Se detuvo y volvió la cabeza: unas nubes negras y amenazadoras se acercaban sobre una gran extensión verde. Un microbús pasó a toda marcha, levantando una cortina de agua de un charco. Murugan echó a correr.

Antar lanzó una rápida mirada a la indicación de «Tiempo de Conversión», en la parte inferior de la representación visual de la imagen en tres dimensiones. Decía: 17.25. Antar jadeó: eso sólo podía significar que alguien había empezado a cargar el sistema Vis Sim más o menos en el momento en que Ava topó con el carné de identidad de Murugan.

Ahora Murugan estaba en el vestíbulo de un gran teatro mientras dos mujeres subían la escalinata a la carrera. Se aproximaron y, de pronto, Antar reconoció a Tara; salvo que llevaba un sari. Hablaba con Maria, que también vestía un sari.

Sintió una mano fresca en el hombro y alzó rápidamente el brazo para quitarse los cascos del Vis Sim.

Pero ahora la mano estaba en su muñeca, reteniéndolo, y una voz, la voz de Tara, le susurraba al oído:

-Sigue mirando; estamos todos aquí, contigo.

Ahora había voces por todos lados, en su habitación, en su cabeza, en sus oídos, como si le rodeara un gentío. Decían:

-Estamos contigo; no estás solo; te ayudaremos a llegar.

Se recostó en la silla y suspiró como no lo había hecho en años.

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