43

Llovía mucho cuando salieron al porche de columnas de la vieja y destartalada mansión. Las farolas de neón de la calle Robinson tenían un resplandor nebuloso y verduzco, como luces de acuario. Urmila y Sonali se pusieron el sari por la cabeza al salir al pórtico y ver la lluvia torrencial. Murugan echó a correr por el camino de grava. Al llegar a la verja se detuvo a mirar a las dos mujeres, que seguían esperando indecisas en el porche.

-Vamos -gritó con todas sus fuerzas, apremiándolas-. Venga, vámonos.

Su voz llegó al porche como incorpórea, zarandeada por el viento y amortiguada por la lluvia. Urmila tiró del brazo de Sonali y ambas se lanzaron a la carrera, vacilantes al principio, y luego más aprisa, en pos de Murugan, mientras éste corría calle abajo a toda velocidad, hacia el portal del número ocho.

Torciendo a ciegas por la verja del edificio de la señora Aratounian, Murugan chocó de frente con algo que estaba en medio del estrecho camino de entrada. Se incorporó y vio que en medio del paso había dos carritos de bambú, bloqueando la entrada. Parecían tiendas de campaña, cargados hasta arriba con montones de objetos diversos y cubiertos con una lona traslúcida bien estirada.

Murugan se frotaba las rodillas, maldiciendo, cuando Sonali y Urmila le alcanzaron. Urmila pasó rápidamente de costado entre los carritos, llegó a la entrada y se dirigió al ascensor. Cuando estaba en medio del vestíbulo, tenuemente iluminado, vio a dos hombres en cuclillas junto a las escaleras, en camiseta y lungi, que fumaban biris. A su lado había un mueble grande, un pesado aparador de caoba.

Urmila se detuvo en seco, mirando sucesivamente a los hombres y al aparador. Los hombres le devolvieron la mirada sin perder la calma, mientras el humo de los biris ascendía sobre sus cabezas en dilatadas espirales.

Sonali se detuvo al lado de su amiga.

-¿Qué ocurre?

-Eso es de la señora Aratounian -dijo Urmila, señalando el aparador-. Lo tenía en el cuarto de estar. Me acuerdo bien.

-Tienes razón -dijo Murugan-. Anoche lo vi allí.

Dirigiéndose a los dos hombres, Urmila dijo, en hindi:

-¿De dónde han sacado eso?

Uno de ellos movió el pulgar por encima del hombro, señalando la escalera. Un momento después oyeron un fuerte estrépito, seguido de gritos y gruñidos. Tres hombres con el torso desnudo aparecieron por el recodo de la escalera cargando con un enorme sofá de cretona estampada.

-¡Eh! -exclamó Murugan-. Eso también es de la señora Aratounian; ayer estuve ahí sentado viendo la tele.

Alzando la voz, Urmila inquirió:

-¿Qué está pasando aquí?

Uno de los hombres hizo puntería con la colilla del biri y, con un golpecito del dedo, lo lanzó a un rincón. Luego, sin prisa, se puso en pie y se estiró.

-Que alguien se muda -dijo entre un bostezo, apoyando el hombro en el aparador-. Y nosotros nos llevamos los muebles.

-¿Quién se muda? -preguntó Urmila.

El hombre se encogió de hombros y se recostó aún más sobre el aparador.

-¿Cómo quiere que lo sepa?

Urmila fue corriendo al ascensor y abrió la puerta, haciendo señas a Murugan y a Sonali de que la siguieran. Entraron apretándose junto a ella y Urmila pulsó el botón del cuarto piso. Ninguno dijo una palabra mientras el viejo ascensor subía despacio por el hueco de la escalera.

El ascensor se detuvo y Urmila salió. Al mirar a la puerta de la señora Aratounian, se detuvo en seco.

La puerta estaba de par en par, sujeta con un ladrillo. Del piso salía luz a raudales, dando un falso lustre a las estropeadas y polvorientas tablas del rellano. En la pared, junto a la puerta, donde antes colgaban las placas, había ahora dos rectángulos descoloridos.

Lo que había más allá de la puerta atrajo irresistiblemente su mirada. El vestíbulo estaba vacío; el cúmulo de objetos y las baratijas habían desaparecido. Las paredes estaban enteramente desnudas. Mientras estaban allí parados, mirando, salieron dos hombres con dos sacos de yute al hombro: llenos a reventar.

Murugan fue el primero en reaccionar. Cruzó corriendo la sala de estar y se precipitó a la habitación donde había dormido la noche anterior. Lo siguió Urmila, caminando como en trance, con Sonali pegada a sus talones.

Un momento después un aullido resonó en la habitación de Murugan:

-Todas mis cosas han desaparecido. Todo: mi ordenador portátil, mi ropa, mi maleta de Vuitton, todo… -Volvió a salir corriendo, frenético-: Hasta la cama y la mosquitera han desaparecido; todo…

A su espalda se oyeron pasos por el corredor que llevaba a la cocina. Los tres se volvieron al unísono y se encontraron ante un individuo delgado, con gafas, y camisa y pantalones raídos. Llevaba un lápiz tras la oreja, y en una mano tenía un sujetapapeles y un montón de documentos grapados. En la otra, un puñado de cacahuetes.

Les lanzaba una mirada iracunda, con los ojos enormemente agrandados por las gafas.

-¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí? -inquirió, con un parpadeo confuso.

-¿Y quién es usted? -replicó Urmila-. ¿Y qué está haciendo en el piso de la señora Aratounian?

El hombre se irguió y le aparecieron unas arrugas en la frente. Sus ojos pasaron coléricamente de Urmila a Murugan. Luego miró a Sonali y sus facciones se ablandaron. Alzó el brazo despacio, temblando, desperdigando cacahuetes por el suelo. Se quedó con la boca abierta y se le agrandaron aún más los ojos, que parecían derramársele por encima de las gafas.

-Pero si… -balbució, señalando en su dirección con el índice extendido-. Pero si usted…, usted es…, usted es Sonali Das.

Sonali le respondió con un movimiento de cabeza y una sonrisa distante. El hombre tragó convulsivamente, con la nuez oscilando como el flotador de una caña de pescar.

-¿Sabéis quién es? -preguntó a los demás, farfullando de agitación, soltando una fina rociada de saliva en su dirección-. Es Sonali Das…, la gran actriz… Nunca soñé…

Se puso a brincar sobre la punta de los pies, con el rostro rebosante de placer y entusiasmo.

-Ah, señora -dijo a Sonali-, en el Círculo Cinematográfico Bansdroni vemos sus películas al menos dos veces al año. Debido a mi insistencia, si me permite decirlo; soy tesorero, cofundador y secretario. Pregúntele a cualquiera de Bansdroni y le dirán: Bolaida no deja pasar un año sin proyectar por lo menos dos veces cada película de Sonali Das. Una vez incluso presentaron una moción de censura sobre eso, pero…

Se interrumpió, falto de palabras, los ojos llenos de lágrimas.

-Ay, Madame Sonali -prosiguió-, para mí es usted más grande que Anna Magnani en Roma città aperta; más grande que Garbo en La dama de las camelias; más grande incluso que…

Tragó saliva, como haciendo acopio de valor.

-Sí -concluyó, con cierto aire temerario-. Lo diré, ¿por qué no? Más grande aún que la incomparable Madhabi en Charulata.

Sonali le contestó con una sonrisa azorada.

Murugan no pudo contenerse más.

-¿No podemos dejar todo ese rollo de club de admiradores para después? -estalló, agitando el puño.

El hombre retrocedió, golpeándose el cráneo con los nudillos, como para despertarse de un sueño.

-Lo siento -se excusó-. No he debido dejarme llevar por el entusiasmo.

Urmila le dio unas suaves palmaditas en el hombro.

-No importa -le aseguró-. Tiene usted toda la razón sobre Sonali-di. Pero de momento tenemos otra cosa en que pensar. Hemos venido a ver a la señora Aratounian. ¿Puede decirnos dónde está?

-¿La señora Aratounian? -repitió en tono soñador el hombre de las gafas, volviendo a mirar a Sonali-. Se ha ido.

-¿Adónde? -preguntó Murugan.

-Se ha marchado, simplemente. -El individuo de las gafas se encogió de hombros, perdiendo interés en la conversación. De pronto se le ocurrió algo, se volvió a Sonali y, con el rostro iluminado, le sugirió-: Quizá accedería usted a presentarse en nuestro Círculo. ¿Es posible, señora?

Sonali le contestó con un gesto ensayado que no significaba ni confirmación ni negativa.

Murugan cogió al hombre por el brazo y lo zarandeó con fuerza.

-¡Después! -gritó-. Ya tendrá tiempo de hablar de eso. Primero díganos: ¿dónde está la señora Aratounian? ¿Y dónde están sus cosas; sus muebles, sus plantas y todo? ¿Y dónde están las mías: mi maleta, mi ordenador y lo demás?

El hombre se desprendió de los dedos de Murugan con un resoplido de fastidio.

-A propósito, no hace falta que alce la voz -le advirtió.

-Lo siento -dijo Murugan-. Sólo quería llamar su atención antes de que se despistara otra vez. Como iba diciendo: ¿dónde está todo: mis cosas, sus cosas?

Tras los destellos de las gafas, el hombre lo miró con expresión perpleja.

-¿Es que no lo sabe? Lo ha vendido todo. Al New Russell Exchange. Por eso he venido: yo soy el encargado de recogidas y tasaciones.

-Pero si esta mañana estaba todo aquí -gritó Murugan, sin aliento-. Anoche dormí en esta casa, ¿sabe usted? Cuando he salido esta mañana no faltaba nada. No puede haberlo vendido todo hoy.

-Por supuesto que no -repuso el encargado, con una sonrisa de conmiseración-. ¡Una venta así no se arregla en un día! Sólo las formalidades legales…, hay que considerar el registro de venta, y las declaraciones juradas y el derecho de timbre. -Agitó el sujetapapeles en dirección a Murugan y, señalando con el lápiz, añadió-: Mire, ahí lo tiene. Éste es el contrato.

Mirando por encima de su hombro, Murugan y Urmila vieron una copia en papel carbón de un largo documento mecanografiado. El encabezamiento decía: New Russell Exchange, Subastas y Tasaciones. El margen de cada página estaba cubierto con un revoltijo de sellos legales, iniciales y firmas.

El encargado murmuraba al pasar las páginas del documento. Finalmente se detuvo y, con aire de triunfo, exclamó:

-Ahí está. ¿Lo ve? El contrato se firmó y selló hace exactamente un año, día por día. La señora Aratounian vendió todo lo que había en el piso, tal como estuviera, a condición de que la recogida se hiciese exactamente un año después.

Volvió a hojear el documento, dando golpecitos en las páginas con la goma del extremo del lápiz.

-Todo está justificado en la lista -afirmó-. Esta mañana, la señora Aratounian me ha indicado personalmente la situación de cada cosa que figura en la lista. Todo quedó registrado aquí en el momento de la tasación, poco antes de la venta del piso.

Urmila emitió un grito de incredulidad.

-¿La venta del piso?

-Sí -confirmó el encargado-. Hoy mismo tomarán posesión los nuevos propietarios.

Murugan lo miró fijamente, perplejo.

-Pero… mis cosas no pueden estar en esa lista: yo ni siquiera estaba presente.

El encargado le dirigió una mirada inquisitiva.

-¿Pretende usted introducir una reclamación con respecto a determinados artículos? Debo informarle de que, con arreglo a este contrato, legalmente tenemos todo el derecho a retirar todo lo que se encuentre en estos locales.

-No pretendo reclamar nada -insistió Murugan-. Sólo quiero saber qué ha pasado con mis cosas.

-¿Cuáles eran? ¿Puede describírmelas?

Murugan asintió con la cabeza.

-Una maleta, un ordenador portátil…, esa clase de cosas.

El encargado recorrió la lista con el lápiz, murmurando para sí.

-¡Aquí! -exclamó, señalando a una línea-. Maleta, de cuero, más diversos artículos de viaje y equipo electrónico importado.

Murugan guardó silencio, mirando fijamente al sujetapapeles y sacudiendo la cabeza sin comprender.

-Pero esto es demencial -exclamó-. Mire usted, hace un año ni siquiera se me había pasado por la imaginación que hoy iba a estar aquí.

El encargado tendió a Murugan el sujetapapeles y, apartándose de él, se dirigió a Sonali. Se sacó un papel del bolsillo del pantalón y, entregándoselo, le pidió:

-Se lo ruego, señora, si pudiera darme su autógrafo, por favor…, sólo para enseñarlo en el Círculo…

Sonali cogió el papel y el lapicero que le tendía el encargado. Garabateó su nombre y se lo dio. Él lo recogió ahuecando las manos, con aire reverente.

-No sabe lo que esto significa para mí -jadeó-. Dos personajes famosos en un solo día… es más de lo que nunca podía haber imaginado.

Murugan volvió a entrar en escena, interponiéndose entre ambos.

-Tengo que hacerle otra pregunta -dijo al encargado-. ¿Ha dejado algún papel la señora Aratounian? ¿Fotocopias, viejos recortes de periódicos, cualquier cosa?

El encargado ladeó la cabeza, observando a Murugan con expresión confusa.

-Es curioso que me lo pregunte. Normalmente, cuando vaciamos un piso suele haber un montón de papeles desechados por todas partes. Pero aquí no había nada. Ni periódicos, ni libros viejos ni nada. He mirado porque quería envolver esto en un trozo de papel. -Abriendo el puño, les mostró los últimos cacahuetes que le quedaban-. Pero no he encontrado uno solo en toda la casa. Y por eso para el autógrafo de Madame he tenido que utilizar otra vez el papel que la señora Aratounian me ha dado antes de marcharse.

-¿Qué papel? -inquirió Murugan.

El encargado abrió las manos despacio para mostrar el trozo de papel en el que Sonali acababa de escribir su autógrafo.

-¿Cuándo le ha dado eso la señora Aratounian? ¿Y por qué? -le preguntó Murugan.

-Ha dicho que si venía alguien, le dijese…

-¿Le dijese qué?

El encargado miró el papelito guiñando los ojos.

-Que iba a coger un tren a las ocho y media. En Sealdah, para Renupur.

-¡Cómo! -exclamó Murugan-. Rápido, ¿qué hora es?

Cogiendo al encargado de la muñeca, Urmila le miró el reloj.

-Las siete cuarenta y cinco -anunció-. Podemos llegar a tiempo si encontramos un taxi ahora mismo.

Soltó la mano del encargado y añadió:

-¿Por qué no nos lo ha dicho antes?

-Pues no sé -contestó tímidamente el encargado-. Creía que se refería a otra persona.

-¿A quién? -preguntó Murugan.

-A Phulboni -dijo el encargado.

-¡Phulboni! -exclamó Sonali.

-Sí, el mismo -corroboró el encargado-. El gran escritor; ha estado aquí hace poco. Ha dicho que alguien había ido a su casa anoche, muy tarde, y le dejó una nota donde le decía que pasara por aquí. Mire…

Dio la vuelta al papel y señaló otro autógrafo garabateado.

Murugan se dirigió a la puerta.

-Venga. Vámonos -dijo a Urmila.

Urmila y Sonali le siguieron corriendo, dejando al encargado momentáneamente perplejo. Iban por la mitad de la escalera cuando, agarrado a la barandilla, gritó:

-Madame…, mi invitación…

No recibió respuesta.

Al llegar al vestíbulo, Urmila se detuvo un momento a tomar aliento.

-¿Por qué vienes con nosotros, Sonali-di? -dijo-. No es necesario que vengas.

Sonali soltó una carcajada.

-Claro que voy con vosotros -afirmó.

-Pero ¿por qué? -quiso saber Urmila-. No sabes nada de este asunto.

-Hay algo que vosotros tampoco sabéis -le advirtió Sonali.

-¿Qué?

-Que Phulboni es mi padre -informó Sonali-. Con Phulboni y Romen desaparecidos, ¿para qué me voy a quedar?

Un grito de asombro resonó por la escalera.

-¡Ay Dios mío! -jadeó la voz del encargado-. ¿Que Phulboni es su padre, Madame? ¡Ay Dios! ¿Qué dirán en el Círculo Cinematográfico?

Oyeron resonar sus pasos escaleras abajo y salieron corriendo a la calle.

Murugan ya había parado un taxi.

-Rápido -dijo al taxista-. A Sealdah; jaldi, lo más rápido que pueda.


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