8

El torrencial aguacero se había convertido ahora en una ligera llovizna. Murugan se apresuró a salir del Rabindra Sadan y se encontró ante el atasco de las inmediaciones del Periférico Sur. Sin hacer caso del guardia sitiado en su refugio, se metió en la calzada y cruzó por en medio del tráfico, alzando la mano para detener a los coches y autobuses que venían de frente, y no prestando atención alguna a los chirriantes frenos y estruendosas bocinas.

La acera de enfrente estaba atestada de peatones. Murugan casi fue derribado por la embestida del gentío que se dirigía hacia la avenida Harish Mukherjee y al Hospital G. P. Cuando logró acomodarse al paso de la multitud oyó una voz que le llamaba. Se detuvo de pronto sólo para verse empujado por el incesante flujo de viandantes.

Lanzó una rápida mirada por encima del hombro mientras era impulsado hacia adelante. Volvió a oír el grito:

-Oiga, señor, ¿adónde va?

No cabía duda, a su espalda, saltando por encima del torrente humano, se veía la cabeza de un muchacho demacrado y con pocos dientes, vendedor de alguna mercancía indeterminada, que ya le había abordado aquel día, justo frente al portal de la pensión.

Murugan apretó el paso y el muchacho gritó de nuevo, a pleno pulmón:

-Espere, señor; ¿adónde va?

Llevaba una camiseta descolorida estampada con una playa bordeada de palmeras y las palabras pattaya beach. Murugan se alarmó al verlo de nuevo, tan cerca: antes le había costado casi una hora quitárselo de encima.

Murugan se abrió paso hasta la pared que flanqueaba la acera y esperó a que el muchacho le alcanzara.

-Oye, amigo -le dijo, primero en el bengalí que apenas recordaba, y luego en hindi-. Deja de andar detrás de mí: no vas a sacarme nada.

-¿Cambia dólar? -repuso el muchacho, enseñando los dientes con una sonrisa-. Buen cambio.

-¿Es que no lo entiendes? -estalló Murugan, gritando-. De cuántas maneras quieres que te lo diga: no, na, nahin, niet, nothing, nix. No quiero cambiar dólares, y si quisiera tú serías la última persona del planeta a quien recurriría.

Sacó del bolsillo un puñado de monedas y las depositó en la mano del chico.

-Eso es lo único que vas a sacar de mí -le aseguró-. Así que cógelo y lárgate.

Volvió a zambullirse en la multitud, dejando al chico con la vista fija en las monedas que tenía en la palma de la mano. Se encontraba ahora en la esquina de la avenida Harish Mukherjee. Agachándose, dobló la esquina y se pegó contra la pared. Oculto por la multitud, que avanzaba con rapidez, vio que su perseguidor corría en la otra dirección, escrutando la calle. Luego, el chico torció bruscamente y se metió entre el tráfico, corriendo hacia el monumento de la Reina Victoria, a lo lejos.

-Y que pases buena noche -dijo Murugan, uniéndose de nuevo a la multitud.

El gentío se fue aclarando al pasar la esquina. A la izquierda tenía los edificios de ladrillo rojo del Hospital G. P, bastante retirados del muro circundante, que le llegaba a la altura del hombro, y de la estrecha zanja que corría al pie. Aflojó el paso, buscando en el muro el arco conmemorativo.

Y allí lo tenía de pronto, al otro lado de la zanja, momentáneamente iluminado por los faros de un camión que pasaba: un arco que servía de montante a una oxidada puerta de hierro. En el vértice había un medallón, con el barbado perfil de Ronald Ross. Debajo, a la derecha, se leía una inscripción: En un pequeño laboratorio, a setenta metros al sudeste de esta puerta, el comandante Ronald Ross, del Cuerpo Medico de la India, descubrió en 1898 cómo transmiten los mosquitos la malaria. A la izquierda, grabadas en mármol había tres estrofas de «Exiliado», el poema de Ross:

Este Dios que el día sosiega

ha colocado en mi mano

algo maravilloso; y alabado sea

Dios. A Su mandato,

explorando Sus secretos designios,

agotando lágrimas y esfuerzos,

encuentro tu taimada semilla,

oh, muerte, de millones asesina.

Sé que esta minucia

miles de hombres salvará.

¿Dónde está, oh, muerte, tu aguijón?

¿Dónde, oh, tumba, tu victoria?

Ronald Ross

Murugan se echó a reír. Girando en redondo abrió los brazos y, del mismo poema, empezó a declamar con una voz profunda, alegremente estentórea:

Medio aturdido miro en torno

y veo un reino de muerte:

huesos muertos que caminan por el polvo

y huesos muertos en lo hondo;

raza de infelices atrapados,

en manos de la estrechez

hasta la pura nada triturados,

de la semilla humana la hez.

Le interrumpió un ruido de palmadas procedentes del otro lado de la ancha calle.

-Muy bien, señor -dijo una voz.

Murugan dejó caer los brazos y atisbó entre las sombras de los árboles al fondo de la calle. Vislumbró una camiseta estampada y un rostro sonriente y desdentado.

-¿Me estás persiguiendo, hez de la semilla humana? -gritó, haciendo bocina con las manos-. ¿Para qué? ¿Por qué, qué sacas con ello?

El muchacho respondió agitando la mano y se adentró en el tráfico. Murugan distinguió un camión que avanzaba retumbando desde el hipódromo hacia él. Esperó hasta que pasó por su lado, tapándole de la vista del muchacho. Entonces se volvió, trepó por la valla y se dejó caer al otro lado del arco.

Fue a dar en algo blando que cedió a sus pies. Al principio creyó que era barro; sintió que la humedad calaba el suave cuero de sus zapatos nuevos. Un momento después le llegó el olor.

-Mierda -dijo en un murmullo, mirando alrededor.

Se encontraba en un angosto descampado cubierto de hierba, en la parte trasera del edificio principal del hospital. Enfrente tenía unas dependencias informes y una pequeña estructura de cemento que albergaba una bomba hidráulica. Al destello de las salas del hospital, que sobresalían de todo lo demás, Murugan vio una jauría de perros que rebuscaba en un basurero cercano. Haciendo pantalla con las manos atisbó en la penumbra: no había nadie a la vista salvo un viejo en cuclillas que, de espaldas a la pared, se limpiaba las nalgas a cierta distancia. Delante de él había montones de ladrillos rotos, entre los cuales se diseminaba ordenadamente un buen número de cagadas, cenicientas bajo el reflejo de las farolas de neón de la calle.

Murugan se tapó la nariz con la mano y pegó la espalda al muro. Oyó pasos que se acercaban a la carrera por el otro lado: se detuvieron, volvieron atrás y se aproximaron de nuevo. Oyó que el chico mascullaba para alejarse corriendo después.

Respirando de nuevo, Murugan empezó a avanzar de lado, apoyándose en el muro con las manos abiertas. Siguiendo por la pared, su mano izquierda dio por casualidad con el borde de una grieta en la áspera superficie de ladrillo. Murugan se agachó a mirar y descubrió que la grieta era en realidad un hueco: o más bien un boquete que habían hecho quitando unos ladrillos de la parte trasera del arco conmemorativo.

Metió la mano con cautela. Rozó algo, un objeto pequeño. Cerró los dedos en torno a él y lo sacó. Era una pequeña figura de barro.

Estirando el brazo, la observó al tenue resplandor de la lejana farola. La figura estaba hecha de arcilla pintada, y era lo bastante como para encajar en la palma de la mano. Le recordó las pequeñas imágenes de dioses que su madre llevaba consigo en los viajes.

El cuerpo central de la figura era un sencillo bulto redondo, toscamente modelado y sin rasgos distintivos salvo por unos ojos grandes y estilizados, simplemente pintados en blanco y negro sobre la arcilla cocida. Le produjeron un momentáneo sobresalto; al tenue resplandor de neón, daba la impresión de que irradiaban luz, de que le miraban desde la palma de su mano. Parecía que se clavaban en sus ojos, que mantenían su mirada: para apartar la vista tuvo que pestañear.

Le dio vueltas en la mano. En el costado derecho del cuerpo había un pájaro diminuto, una paloma, sin lugar a dudas, clara y cuidadosamente modelada: plumas, ojos y todo. En la espalda crecía una protuberancia, como el muñón de un brazo amputado. Del brazo sobresalía un pequeño objeto metálico; no lo distinguía bien, sólo veía un pequeño cilindro de metal. Se acercó la estatuilla a los ojos para examinarla en detalle, tratando de descubrir lo que representaba el objeto metálico.

Entonces le interrumpieron otra vez.

-Le he encontrado, señor. ¿Qué está haciendo aquí?

El chico espiaba por encima del muro, riendo, con la cara justo encima de la cabeza de Murugan.

Murugan perdió los estribos.

-¡Fuera de mi vista, hijo de puta! -gritó.

El muchacho hizo una mueca maliciosa y meneó la cabeza. Entonces vislumbró la figura, alargó rápidamente el brazo y se la arrancó a Murugan de la mano.

Murugan se abalanzó sobre la estatuilla, pero su mano chocó con el puño del muchacho, que dejó escapar el objeto. La figura cayó al suelo, al otro lado de la pared. Soltándose del muro, el chico se arrodilló junto a ella.

Estirando el cuello, Murugan miró al otro lado de la pared. El muchacho estaba agachado, recogiendo los trozos de arcilla rota. Miró a Murugan por encima del hombro y soltó una maldición.

-Te lo tienes merecido -dijo Murugan-. No es culpa mía.

De espaldas al muro, Murugan empezó a avanzar hacia la izquierda, sorteando con cuidado excrementos y escombros. Se detuvo frente a una ruinosa construcción de ladrillo, tan baja que casi estaba completamente oculta por la cerca que la rodeaba. La estructura parecía una cáscara vacía, con ramas de ficus que salían entre el yeso cuarteado y boqueantes agujeros donde antes había ventanas y puertas.

Murugan asomó cautelosamente la cabeza por el hueco de una ventana.

-Hola -dijo-. ¿Hay alguien?

De pronto se oyó el ruido de un aleteo y sintió un golpe en la cara. Una bandada de palomas pasó como un remolino, rozándole la cara con las plumas.

Murugan dio un respingo protegiéndose la cabeza con los brazos. Algo resonó en sus oídos; sólo al cabo de unos segundos comprendió que había gritado. Oyó que un guijarro caía al suelo, a su lado. Alzó la vista y vio al muchacho que, inclinado sobre la pared, flexionaba el brazo para arrojarle otra piedra.

Murugan se escabulló por una senda, salió al camino principal y se dirigió corriendo a la entrada del hospital. Varios taxis esperaban delante del muro, en Gokhale Road. Murugan saltó a uno, cerrando la puerta de golpe.

-¡Vámonos! -gritó-. Venga, vamos.

El taxista sij se volvió a mirarle, sin prisa.

-¿Adónde? -preguntó en hindi.

-A la calle Robinson -contestó Murugan, sin aliento-. Hace esquina con Loudon y Rawdon.

El taxista giró la llave de contacto. El viejo Ambassador arrancó con un rugido y se alejó despacio.

Murugan se agazapó junto a la ventanilla y fue escudriñando la calle y las aceras. Al no ver rastro del muchacho, volvió a recostarse en el respaldo. Su mirada cayó sobre sus zapatos; estaban cubiertos de manchas marrones. Le llegó una vaharada de mal olor y metió los pies bajo el asiento delantero, esperando que el tufo no llegase al conductor. Pero la fetidez persistió; no podía librarse de aquella peste. Se envolvió la mano con un pañuelo, se quitó los zapatos y los arrojó por la ventanilla.

Se hundió en el asiento, exhalando un suspiro de alivio. Pero un momento después se oyó un golpe en el parabrisas trasero. Se volvió a mirar justo a tiempo para ver su otro zapato, que venía volando hacia el coche. Dio en la ventanilla y rebotó, dejando una alargada mancha marrón en el cristal.

El taxista asomó la cabeza por la ventanilla y se puso a gritar al muchacho, que corría hacia ellos entre los coches. Entonces cambió el semáforo, los coches de detrás empezaron a tocar el claxon y el taxi arrancó.

Cuando el taxi torció hacia el Periférico Sur, Murugan miró la fachada brillantemente iluminada del teatro Rabindra Sadan. Vio a dos mujeres que bajaban presurosas la escalinata y asomó la cabeza por la ventanilla. El taxi iba entonces un poco más deprisa y sólo las divisó brevemente, cuando se encontraban cerca de la entrada.

Estaba casi seguro de que se trataba de las dos mujeres con las que había hablado antes.


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