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Antar sintió un escalofrío: ahora se sentía verdaderamente enfermo. Tenía que encontrar la manera de hacerle saber a Tara que no estaba en condiciones de cenar con ella.

Afortunadamente, desde hacía unas semanas ella llevaba un buscapersonas. Cambiando de pantalla, tecleó unas palabras: Lamento tener que cancelar la cena; te lo explicaré después. Marcó su número y envió el mensaje.

El buscapersonas formaba parte del nuevo trabajo que había encontrado Tara unas semanas atrás. La mujer a quien prestaba sus servicios ahora era una corredora de bolsa que solía trabajar hasta tarde: le gustaba estar en contacto permanente con su hijo de cuatro años y había insistido en que Tara llevase un buscapersonas.

El trabajo era estupendo, según decía Tara, mucho mejor que el que había perdido: la paga era decente y, además, el niño era bueno y su madre poco exigente. Tara nunca perdía ocasión de agradecer a Antar que la hubiese ayudado a encontrarlo.

Pero lo cierto era que si Antar la había ayudado, había sido de manera muy indirecta. Una mañana, hacía alrededor de un mes, Antar había notado que Tara seguía en casa a una hora en que normalmente ya había salido a trabajar. Abriendo la ventana de la cocina, gritó:

-¿Qué ocurre? ¿No vas a trabajar hoy?

Ella sacó la cabeza por el patio y le dirigió una sonrisa pesarosa. Llevaba los delicados cabellos recogidos en un moño desaliñado y al parecer no se había molestado en vestirse al levantarse de la cama.

-Iría si pudiera -contestó-. Pero me han despedido.

-¿Qué ha pasado?

-Pues, bueno, me doraron un poco la pildora diciéndome que de buena gana me dejarían quedarme. Pero el caso era que necesitaban a alguien con los papeles en regla para poder desgravar impuestos.

Se encogió de hombros e hizo una mueca.

-Ah, pues qué lástima -comentó Antar, que tardó un momento en asimilar la noticia, añadiendo-: ¿Y todavía no has encontrado otra cosa? Creía que las niñeras estaban muy solicitadas.

-Los mejores trabajos vienen en la Red -dijo Tara, moviendo resignadamente la cabeza-. Y yo no puedo permitirme el lujo de suscribirme. Y ahora que lo pienso, tampoco puedo permitirme un ordenador, y si pudiera, no sabría qué hacer con él.

-¿En la Red? -Antar se quedó pasmado-. ¿Trabajos de niñera? ¿En serio? Estás de broma.

-Ojalá lo estuviera -repuso ella-. Pero es cierto. He mirado en el Irish Echo y en el India Abroad: nada, tampoco. -Dirigiéndole una sonrisa desolada y un movimiento de cabeza, añadió-: Tengo que irme o se me enfriará el té. Y según están las cosas, sospecho que no sería prudente malgastar una bolsita.

Se volvió a meter dentro.

La conversación resonó todo el día en la mente de Antar mientras miraba a la pantalla de Ava: la precariedad de la situación de Tara pesaba en él de una manera que no lograba entender del todo. Se pasó la mañana siguiente entrando y saliendo de la cocina cada pocos minutos hasta que la vio, deambulando por el apartamento.

Se inclinó sobre la pila, gritando:

-Oye, se me ha ocurrido una idea.

-¿Sí? -contestó ella, con una débil sonrisa.

Era evidente que, preocupada, se había acostado tarde.

-En el armario tengo un viejo ordenador portátil -le dijo-. Puedo conectarlo a Ava y pasar un cable a tu casa. Podrías navegar por la Red el tiempo que quisieras. Lo he modernizado varias veces y funciona. El Consejo me da veinte horas gratis a la semana y yo apenas utilizo una pequeña parte de ese tiempo. Tengo derecho a mil horas por lo menos. Te las regalo.

-¿En serio? -sus delgadas y finas facciones se iluminaron-. ¿De verdad puedes hacerlo? -Titubeó, como si no pudiera creer en su suerte, y añadió-: ¿Seguro que no pasará nada? No quisiera meterte en un lío.

-Va contra las normas, desde luego -repuso Antar, tratando de adoptar un tono despreocupado-. En asuntos de seguridad el Consejo es un poco paranoico. Pero puedo arreglarlo. Si tienes cuidado y no haces tonterías, no nos pasará nada.

-Tendré mucho cuidado -prometió ella formalmente-. Te doy mi palabra: no haré nada que pueda meterte en líos.

Antar estableció la conexión aquel mismo día.

Sintió una punzada al dejarle su viejo portátil: era un modelo de principios de los noventa fabricado en Corea, negro y liso, con las esquinas suavemente redondeadas. Siempre le había encantado: su volumen y su peso en las manos, el mudo chasquido del teclado, sus anticuados detalles cromados.

Se ofreció a darle unas lecciones, pero ella no lo consintió.

-Ya te he dado bastantes molestias -le dijo-. No quiero importunarte más. Lucky me enseñará: sabe un poco de estas cosas.

-¿Lucky?

Así se llamaba el joven del quiosco de Penn Station. Antar trató de imaginárselo, con su sonrisa permanente y su boca extrañamente desdentada, sentado frente a su portátil, tratando de guiar a Tara por la Red. Tenía sus dudas, pero decidió guardarlas para sí.

Y resultó que, al parecer, Lucky era buen profesor, porque Tara pronto aprendió a navegar por la Red. Antar le siguió los pasos los primeros días. Pero luego se aburrió de perseguirla por los anuncios de niñeras y la dejó tranquila.

Al cabo de unos días Tara consiguió su nuevo trabajo y desde entonces le estaba desmesuradamente agradecida. Por eso quería ir a su casa esa noche.

-No puedo invitarte a cenar fuera -le dijo-. Pero al menos podré ocuparme de que comas decentemente de vez en cuando.


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