9

El artículo del boletín de Alerta Vital se equivocaba en una cosa. Sólo hubo una reunión entre el representante del departamento de personal y Murugan antes de su marcha a Calcuta.

Antar llegó una mañana a su cubículo de la sede central de Alerta Vital, en la calle Cincuenta y siete Oeste, y vio que tenía un documento en pantalla: contenía un registro completo de las solicitudes de Murugan para un nuevo destino. Antar estaba seguro de que se lo habían enviado por error: sólo en teoría formaba parte del departamento de personal; él se ocupaba casi exclusivamente de la contabilidad. No tardó en consultar al jefe de su sección. Un par de horas después, el director le envió un mensaje para que se pasara por su despacho.

El director era un sueco serio y concienzudo que no desperdiciaba ocasión de recordar a sus subordinados que su verdadera ocupación era el humanitarismo.

-Vamos a apartarle un poco de su pantalla -dijo a Antar-. Hoy tengo para usted un trabajo más humano. -Recuperó en pantalla el expediente de Murugan y se lo fue mostrando a Antar-. Mire a ver si puede inculcar un poco de sentido común a este hombre: sentido común de la economía, me refiero. Háblele de los regímenes de pensión, seguridad social y esas cosas. En la ficha verá que este señor ya emplea la tercera parte de su sueldo en abonar una pensión alimenticia: si se marcha a Calcuta para esa disparatada empresa, se quedará casi sin ingresos.

Aquella misma tarde Antar envió a Murugan un mensaje por correo electrónico. Unos días después, poco antes de la pausa del almuerzo, Antar oyó una voz fuerte y vibrante que resonaba por las mamparas del departamento. Enseguida supo quién era, aunque no podía verlo desde su cubículo.

Murugan iba canturreando salutaciones a sus conocidos.

-Ah, hola, ¿cómo te va con este día tan bueno? Disfrutando del bajo nivel de polen, ¿no?

Antar y su vecino del cubículo contiguo intercambiaron miradas de alarma.

La voz subió unos cuantos decibelios.

-¿Cuál de vosotros se llama Ant…, Ant…?

-Aquí -gritó Antar, poniéndose en pie de un salto. Se dio cuenta de que había alzado la mano, como un colegial, para que se viera sobre la mampara de contrachapado de su cubículo.

-Quédate donde estás, Ant -vociferó alegremente Murugan-. Ya voy yo para allá.

Un momento después apareció en la entrada del cubículo de Antar: un hombre atildado y rechoncho, enfundado en un traje con chaleco y con sombrero de fieltro. Eran más o menos de la misma edad, calculó Antar; por los cuarenta y pocos años.

-Vaya, Ant -dijo Murugan, sonriéndole abiertamente y tendiéndole la mano-. Menudo tenderete te has montado.

Desconcertado por sus modales, Antar le dedicó una leve sonrisa, señalando una silla con un gesto. Sacando una lista de cifras, empezó a soltarle sin más preámbulos el discurso que había preparado, explicándole por qué el traslado a Calcuta sería desastroso para su carrera.

Murugan escuchó todo el monólogo en silencio, acariciándose la perilla, sin apartar de Antar sus ojos vivos y penetrantes. Cuando Antar se quedó sin aliento y se detuvo, le animó con un movimiento de cabeza.

-Sigue, Ant -le dijo-. Te escucho.

Antar se reservaba la mejor carta para el final. Y la jugó entonces.

-¿Y ya has pensado en los pagos que tienes que hacer? -empezó a decir. Sintiendo una momentánea punzada de turbación, se detuvo para aclararse la garganta y añadió-: Me refiero al dinero que tienes que pasar a tu ex mujer. Apenas te quedará bastante para comer si sigues adelante con esto.

Murugan se inclinó de pronto hacia adelante, mirando a Antar a los ojos.

-¿Has estado casado alguna vez, Ant? -preguntó.

Desconcertado, Antar se recostó en el asiento. Sin pretenderlo, asintió con la cabeza.

-Pero ¿ya no lo estás?

-No -contestó Antar.

-Ya -dijo Murugan, como confirmando algo para sus adentros-. Era de esperar.

-¿Por qué?

-Porque sí -repuso Murugan-. Bueno, Ant, suéltalo: ¿tú también tienes que pagar una pensión alimenticia? Parece que sabes mucho del tema.

-¡No! -replicó Antar, en tono vehemente-. Mi mujer murió, en su primer embarazo…

-Lo siento. ¿Llevabais mucho tiempo juntos?

-Sí. -Lo directo de la pregunta pilló a Antar desprevenido-. Mira, yo era huérfano, y su familia prácticamente me adoptó en la adolescencia, en Egipto. Ella lo era todo para mí.

Se interrumpió en seco, aturdido. Murugan adoptó una expresión compasiva.

-Qué putada -comentó. Miró su reloj y echó la silla hacia atrás-. Venga, vámonos a papear.

Un aluvión de preguntas se arremolinaba en la cabeza de Antar.

-¿A… papear? -repitió, sin comprender de momento.

Murugan parecía que iba a morirse de risa.

-A almorzar, a comer algo.

Antar se había traído el almuerzo, naturalmente. Lo tenía justo a la espalda, en la cartera; un bocadillo y una manzana. Le gustaba almorzar en su cubículo, solo. Pero no se atrevía a confesarlo ahora.

-De acuerdo -contestó-. Vamos.

En el pasillo, camino del ascensor, Murugan afirmó alegremente:

-Parece que te ha ido bastante mal, ¿eh?

-¿Y qué me dices de ti? -se apresuró a replicar Antar, tratando de desviar la cuestión.

-Mi divorcio fue bastante sencillo -contestó Murugan en tono desenvuelto, mientras se ponían a la cola de los ascensores, junto a la gente que salía a comer. Cuando subieron al ascensor, pareció que su voz sonaba más fuerte-. Todo el asunto fue una equivocación, lo arreglaron nuestras familias. Sólo duró un par de años. No tuvimos hijos.

Murugan soltó una estridente carcajada que resonó por el ascensor en espirales metálicas.

-Pero ¿cómo ha surgido este tema? -se preguntó-. Ah, sí, me decías que si me iba a Calcuta me convertiría en un divorciado arruinado.

Antar sorprendió la mirada de un conocido y bajó la cabeza. Así la mantuvo hasta que salieron del ascensor.

Fueron a un pequeño restaurante tailandés, justo a la vuelta del edificio donde Alerta Vital tenía las oficinas. El camarero anotó su pedido, a lo que siguió un molesto silencio. Fue Antar quien habló primero.

-¿Por qué estás tan empeñado en marcharte a Calcuta? -soltó de pronto. Lo lamentó nada más decirlo; no tenía costumbre de preguntar intimidades a desconocidos, y menos si eran tan vulgares como Murugan. Sin embargo, pese a que le horrorizaban su voz y sus modales, no podía evitar una inexplicable sensación de parentesco con él.

-¿Quieres que te diga por qué tengo que irme, Ant? -dijo Murugan, sonriendo-. Muy sencillo: no sé cuántos años me quedan y quiero hacer algo en la vida.

-¿Hacer algo en la vida? -repitió Antar, con una nota de burla-. Lo que harás será tirar por la borda todas tus oportunidades; por lo menos, en Alerta Vital.

-Al contrario, considéralo de esta manera. Podrá haber mil personas…, no, dos mil, diez mil quizá, capaces de hacer lo mismo que yo hago ahora. Pero no hay nadie en el mundo que sepa más que yo de mi especialidad.

-¿Y cuál es? -preguntó amablemente Antar.

-Ronald Ross -dijo Murugan-. Un bacteriólogo que ganó el Premio Nobel. Créeme, en lo que se refiere al tema de Ronnie Ross, no hay quien me gane.

Debía de haber cierto aire de escepticismo en las facciones de Antar, porque Murugan se apresuró a añadir:

-Sé que parece un farol, pero en realidad no es una pretensión exagerada. Ross no era ni Pasteur ni Koch: sencillamente no tenía tantos méritos. Su investigación sobre la malaria fue lo único importante que hizo en la vida. Pero fue algo demencial. ¿Sabes cuánto tiempo le llevó?

Antar contestó negando cortésmente con la cabeza.

-La investigación en sí, el trabajo práctico, le llevó tres años justos, ni más ni menos; tres años que pasó íntegramente en la India. Tomó la salida en el verano de 1895, en un pequeño cuchitril de un campamento militar, en un sitio llamado Secunderabad, y corrió los últimos metros en Calcuta en el verano de 1898. Y en el laboratorio sólo pasó la mitad de ese tiempo. El resto lo pasó combatiendo epidemias, jugando al tenis y al polo, yendo a la montaña de vacaciones, esas cosas. Según mis cálculos, en total pasó quinientos días trabajando sobre la malaria. ¿Y sabes una cosa? Estoy al corriente de lo que hizo cada uno de esos días: sé dónde estaba, lo que hacía, qué miraba por el microscopio; sé lo que esperaba ver y lo que veía realmente; quién estaba con él y quién no. Como si le hubiese seguido a todas partes. Si su mujer hubiese preguntado: «¿Qué tal el día, cariño?», yo se lo podría haber dicho.

-¿Y cómo te has enterado de todo eso? -inquirió Antar, enarcando una ceja.

-Mira -contestó Murugan-, lo bueno de un individuo como Ronald Ross es que lo escribe todo. No lo olvides: ese tío ha decidido que va reescribir la historia. Quiere que todo el mundo conozca la historia como él va a contarla; no está dispuesto a dejar nada al azar si puede evitarlo, de ningún modo. Piensa que algún día aparecerá un individuo como yo, y yo le complazco con mucho gusto. Bien pensado, no hay que adquirir una enormidad de conocimientos: quinientos días de la vida de una persona.

-¿Era Ross tan interesante?

-¿Interesante? -Murugan soltó una carcajada-. Sí y no. Era un genio, desde luego, pero también un soplapollas.

-Sí, continúa. Te escucho.

-Vale -dijo Murugan-. Para que te hagas una idea, imagínate a un genuino representante de la época colonial, aficionado a la caza, la pesca y las armas, como en el cine; juega al tenis y al polo y va a cazar jabalíes con venablo; un individuo atractivo, de grueso bigote, mejillas carnosas y sonrosadas, que de vez en cuando le gusta pasarse una noche en la ciudad; que algunas mañanas se desayuna con whisky; que pasó mucho tiempo sin saber qué hacer en la vida; que pensaba que le gustaría escribir novelas y lo intentó, escribiendo un par de novelas góticas; y luego se dice a sí mismo: «Diablos, esto no marcha como había pensado, vamos a escribir poemas.» Pero eso tampoco cuaja y entonces papá Ross, que es un prestigioso general del ejército británico en la India, le dice: «¿Qué coño te crees que estás haciendo, Ron? Nuestra familia está en la India desde que se inventó, y no hay un puñetero cuerpo que no tenga un Ross, el que quieras, Cuerpo de Funcionarios, Cuerpo Geológico, Cuerpo Provincial, Cuerpo Colonial… Los conozco todos, pero nadie me ha hablado todavía del Cuerpo Poético. Necesitas enfriarte la sesera, muchacho, y voy a decirte dónde lo vas a hacer, así que escúchame bien. Hay un servicio en el que ahora mismo no hay ningún Ross, el Cuerpo Médico de la India. Tiene tu nombre escrito en letras tan grandes que se puede leer desde una lanzadera espacial. Así que despídete de esas gilipolleces poéticas, la poesía no va a ningún sitio.»

»De modo que el joven Ronnie se cuadra y se larga a Londres, a la Facultad de Medicina. Se dedica a pasárselo bien durante unos años, escribiendo algún poema, participando en sesiones musicales, imaginando argumentos para su siguiente novela. Lo que menos le interesa es la medicina, pero de todos modos entra en el Cuerpo Médico y de buenas a primeras se encuentra de nuevo en la India, cargando con un estetoscopio y desmembrando veteranos. Así que se lo vuelve a tomar con calma durante unos años, dedicándose al tenis, a montar a caballo, igual que antes. Y entonces se levanta una mañana de la cama y descubre que le ha picado el microbio de la ciencia. Está casado, con hijos, está a punto de tener la crisis de la madurez; debería ahorrar para un cortacéspedes a motor, pero ¿qué hace, en cambio? Se mira al espejo y se pregunta: “¿Qué está de moda ahora mismo en medicina? ¿Qué está pasando al margen de lo corriente? ¿Con qué pueden darme el Nobel?” ¿Y qué le contesta el espejo? Lo has adivinado: malaria; eso es lo que se lleva esta temporada.

»De manera que a Ronnie se le empiezan a encender bombillas en la cabeza hasta que termina pareciéndose al puente de Brooklyn en una noche clara: “Pues claro”, dice, “¿por qué no se me ha ocurrido antes? Fenomenal: malaria.”

-¿Tuvo Ross la malaria? -preguntó Antar.

-La cogió mediado su trabajo -contestó Murugan, lanzando a Antar una mirada inquisitiva y perspicaz-. ¿Por qué lo preguntas? ¿La has tenido alguna vez?

-Sí -dijo Antar, afirmando con la cabeza-. Hace mucho tiempo, en Egipto.

-Qué curioso -contestó Murugan, levantándose de la silla-. En Egipto los índices de malaria son muy bajos.

-Sería una excepción, supongo.

-Así que lo tuyo fue un caso raro, ¿no? ¿O es que hubo un brote aislado?

-No sé -repuso secamente Antar.

-¿Has tenido recaídas? -insistió Murugan.

-A veces.

-Eso es lo que pasa -afirmó Murugan con una sonrisa burlona-. Uno cree que ha desaparecido para siempre y de pronto dice hola, cuánto tiempo sin verte.

-¡De modo que tú también la has tenido! -exclamó Antar, enarcando las cejas.

-¡Que si la he tenido! -rió Murugan-. Pero no me preocupa demasiado, ¿sabes? Supongo que porque la malaria no es simplemente una enfermedad. A veces también es una cura.

-¿Una cura? -se extrañó Antar-. ¿De qué?

-¿Has oído hablar alguna vez de Julius von Wagner-Jauregg?

-No.

-También ganó el Nobel; por sus trabajos sobre la malaria. Nació el mismo año que Ronnie Ross, pero en Austria. Era psicólogo: tuvo algún que otro encontronazo serio con Freud. Pero el motivo por el que se hizo famoso es que descubrió algo sobre la malaria que Ross ni siquiera podía imaginar.

-¿Qué?

-Descubrió que la malaria inoculada artificialmente podía curar la sífilis; al menos en la fase de demencia paralítica, cuando ataca al cerebro.

-Parece increíble -comentó Antar.

-Sí -convino Murugan-, pero a pesar de eso le dieron el Nobel en 1927. La malaria provocada por medios artificiales fue el tratamiento corriente de la paresia sifilítica hasta los años cuarenta. El caso es que la malaria produce reacciones en el cerebro que aún no comprendemos.

-Pero volviendo a Ross -le interrumpió Antar-. Has dicho que no cogió la malaria hasta bien avanzado su trabajo. Entonces, ¿qué le hizo interesarse por ella?

-El espíritu de su tiempo -contestó Murugan-. La malaria era la fusión fría de su época; los periódicos dominicales se peleaban por sacarla en portada. Y se explica: la malaria probablemente sea la enfermedad más asesina de todos los tiempos. Junto con el resfriado común, es la plaga más extendida del planeta. No se trata de una enfermedad que aparece de pronto en un siglo y se dispara en las estadísticas, como la peste, la viruela o la sífilis. La malaria empezó a propagarse por el planeta desde el big bang o poco después, y siempre se ha mantenido casi al mismo nivel. No hay sitio en la tierra donde la malaria no esté presente: círculo ártico, helada cumbre de montaña, ardiente desierto, lo que tú quieras, ahí está la malaria. Y no se trata de millones de casos; más bien de centenares de millones. Ni siquiera sabemos cuántos, porque está tan extendida que no siempre se incluye en las estadísticas. Y, además, es una maestra del disfraz. Puede imitar los síntomas de más enfermedades de las que te puedas imaginar: lumbago, gripe, hemorragia cerebral, fiebre amarilla. Y aunque se diagnostique certeramente, con quinina no siempre se cura. Con determinadas clases de malaria uno se puede inyectar quinina en vena todo el día y al anochecer encontrarse en la nevera del depósito de cadáveres. Sólo es mortal en una pequeña parte de los casos registrados, pero como se trata de centenares de millones, una pequeña parte equivale a la población de un país de tamaño familiar.

-De manera que cuando Ross empezó, ¿había un nuevo interés por la malaria? -preguntó Antar.

-Ya lo creo -contestó Murugan-. A mediados del siglo xix, la comunidad científica empezó a tomar conciencia de la malaria. Recuerda que en ese siglo la vieja Madre Europa estaba colonizando los últimos territorios desconocidos: África, Asia, Australia, las Américas, e incluso lugares despoblados de su propia geografía. Bosques, desiertos, mares, indígenas belicosos son fáciles de dominar cuando se tiene dinamita y fusiles automáticos; bagatelas, comparados con la malaria. No olvides que no hace mucho casi todos los colonos del Mississippi estaban de baja un día sí y otro no por un ataque de temblores. En los pantanos de los alrededores de Roma la situación era casi igual de mala; o en Argelia, donde los colonos franceses estaban realizando un gran avance. Y eso en un momento en que nuevas ciencias como la bacteriología y la parasitología empezaban a causar sensación en Europa. La malaria se convirtió en uno de los principales objetivos de los programas de investigación. Los gobiernos empezaron a invertir montones de dinero en la materia; en Francia, en Italia, en Estados Unidos, en todas partes menos en Inglaterra. Pero ¿detuvo eso a Ronnie? No, señor, simplemente se quitó la ropa y se tiró al agua sin pensarlo dos veces.

-¿Quieres decir que el gobierno británico no prestó a Ross apoyo oficial alguno? -inquirió Antar, frunciendo el ceño.

-No, señor, el Imperio hizo todo lo posible por estorbarle. Además, en lo que se refería a la malaria los británicos no tenían futuro: los trabajos de primera línea se realizaban en Francia y en las colonias francesas, Alemania, Italia, Rusia, Estados Unidos; en todas partes menos donde estaban ellos. Pero ¿crees que a Ross le importaba eso? Hay que reconocérselo, tenía cojones, el muy cabrón. Ahí lo tienes: está en una edad en la que la mayoría de los científicos empiezan a pensar en cobrar la pensión; no tiene ni pajolera idea de la malaria (ni de nada); está en el quinto infierno, en un sitio donde ni siquiera saben lo que es un laboratorio; no ha puesto las manos en un microscopio desde que salió de la Facultad de Medicina; trabaja en ese servicio insignificante, el Cuerpo Médico de la India, que recibe unos cuantos ejemplares de Lancet y nada más, ni siquiera las Actividades de la Sociedad Real de Medicina Tropical, por no mencionar el Boletín de la Universidad Johns Hopkins ni los Anales del Instituto Pasteur. Pero a nuestro Ronnie le importa un carajo: se levanta de la cama un día soleado en Secunderabad o donde sea y, con su curioso acento inglés, se dice a sí mismo: «Santo cielo, no sé qué voy a hacer hoy, me parece que voy a ponerme a resolver el enigma científico del siglo, para matar un poco el tiempo.» Dejemos aparte a todos esos espléndidos bateadores que han salido al campo. Olvidémonos de Laveran, de Robert Koch, el alemán, que acaba de armar un escándalo con su numerito del tifus; omitamos a los dos rusos, Danilevski y Romanovski, que llevaban dando vueltas con el microbio desde que el joven Ronald se cagaba en la cuna; no contemos a los italianos, que tenían toda una puñetera fábrica de pasta trabajando en la malaria; no hagamos caso de W. G. MacCallum, de Baltimore, que está patinando al borde de un verdadero descubrimiento en las infecciones hematozoicas de las aves; pasemos por alto a Bignami, Celli, Golgi, Marchiafava, Kennan, Nott, Canalis, Beauperthuy; ignoremos al gobierno italiano, al gobierno francés, al gobierno estadounidense, que han invertido un acojonante montón de dinero en investigar la malaria; olvidémonos de todos ellos. Ni siquiera ven venir a Ronnie hasta que empieza a pulverizar todos los cronos.

-¿Así, sin más? -dudó Antar.

-Eso es. Al menos así empezó. ¿Y sabes una cosa? Lo consiguió; ganó a toda la pandilla de italianos; adelantó a los gobiernos de Estados Unidos, Francia, Alemania y Rusia; a todos dejó atrás. O en cualquier caso ésa es la historia oficial: el joven Ronnie, el genio solitario, atraviesa velozmente la pista y se lleva la Copa del Mundo.

-Me parece que no estás de acuerdo con eso -comentó Antar.

-Tú lo has dicho, Ant. Esa historia no me la trago.

-¿Por qué no?

Apareció un camarero y les sirvió unos tazones de sopa. Frotándose las manos, Murugan inclinó la cabeza hacia la nube con olor a limón que ascendía de la sopa.

-Me parece -insistió Antar- que tienes tu propia versión de cómo hizo sus descubrimientos Ronald Ross, ¿no es así?

-Ésa es, desde luego, una manera de expresarlo.

-Entonces, ¿cuál es tu versión de la historia?

-Te diré una cosa, Ant -repuso Murugan, cogiendo la cuchara-. Algún día te leeré tres volúmenes enteros, cuando hagamos un crucero alrededor del mundo: tú invitas, yo hablo.

-De acuerdo -dijo Antar, riendo-. ¿Qué tal un par de páginas, de aperitivo?

Con los palillos, Murugan se llevó a la boca una larga y goteante coleta de tallarines. La ingirió con un ruidoso sorbido y se recostó en la silla, dándose toques en la perilla con una servilleta de papel. Hubo una breve pausa y, cuando volvió a hablar, lo hizo en voz queda y sin apasionamiento.

-¿Puedo hacerte una pregunta filosófica, Ant?

Antar se removió en el asiento.

-Adelante -accedió-, aunque debo decirte que no soy aficionado a las grandes cuestiones.

-Dime, Ant -empezó Murugan, clavándole su penetrante mirada en el rostro-. Dime: ¿te parece natural que uno quiera pasar la página, que tenga curiosidad por saber qué pasa después?

-Bueno -repuso Antar, incómodo-. No estoy seguro de lo que quieres decir.

-Permíteme decirlo de esta manera, entonces. ¿Crees que todo lo que puede saberse debería saberse?

-Pues claro -contestó Antar-. No veo por qué no.

-Muy bien -dijo Murugan, metiendo la cuchara en el tazón-. Pasaré unas páginas para ti, pero recuerda que me lo has pedido. Allá tú.


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