17

Al cabo de tantos años Antar seguía haciendo rechinar los dientes al recordar aquel día en el restaurante tailandés, cuando pensaba en cómo se había quedado en la silla, derrumbado bajo el peso de la humillación, tratando de evitar las miradas que le dirigían desde las mesas vecinas.

Al salir hizo acopio de valor para mascullar una disculpa al gerente.

-En realidad no le conozco -le dijo-. Hoy le he visto por primera vez en mi vida. El pobre está loco, no hay más que verlo. Nunca he tenido nada que ver con él, y espero no verlo nunca más.

De vuelta en la oficina se apresuró a incluir todos los datos de que disponía en el expediente de Murugan y se lo devolvió al director sueco.

-Si esto es lo que significa tratar con el aspecto humano de las cosas -recordaba haber dicho-, me parece que prefiero volver a la contabilidad, gracias.

Salió de la oficina con la seguridad de haber dejado atrás todo el asunto. Pero al llegar a casa se encontró con que el contestador parpadeaba furiosamente: había tres mensajes. Sintió una punzada de aprensión: era raro que tuviese siquiera uno; no recordaba haber tenido nunca más de uno. El instinto le dijo que pulsara el botón de rebobinado y borrara la cinta. Sin embargo alargó la mano y tocó el «Play»; sólo para asegurarse, se dijo, sólo para saber quién era.

Sus miedos iniciales se confirmaron de inmediato. Ahí estaba otra vez aquella voz, resonando a través del aparato, con un tono aún más irritante que en la realidad.

-Oye, idiota de los cojones; crees que todo esto no son más que castillos en el aire, ¿eh?

Pulsando la tecla con el pulgar, Antar cortó el primer mensaje y rebobinó la cinta hasta el siguiente.

-Soy yo otra vez -dijo la misma voz-, tu amigo Morgan; tu necio aparato me ha cortado… -Antar rebobinó hacia adelante para escuchar el tercer y último mensaje, y allí estaba de nuevo la misma voz-: ¿Sabías que tu aparato tiene la capacidad de concentración de un pollo congelado?

Antar apretó firmemente el dedo en la tecla del rebobinado hacia adelante hasta casi el final de la cinta. Pero aún oyó la última frase: «en este mismo momento te está esperando un documento en tu correo electrónico…». Se dio la vuelta para ver el monitor, al fondo del cuarto. Y, en efecto, la alarma parpadeaba en la pantalla. Miró nervioso la centelleante superficie elíptica de la anticuada pantalla: era como tropezarse con un ladrón.

Tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse antes de acercarse al teclado. Borró el documento entero sin haber leído una sola línea.

Ahora, sentado al borde de la cama, Antar trató de remontarse a 1995. Recordó que se había deshecho del contestador automático poco tiempo después del incidente: en Alerta Vital tenía correo con voz y desvío de llamadas cuando estaba ausente, así que de todas formas no lo necesitaba realmente. Se rascó la cabeza tratando de acordarse de lo que había hecho con el aparato. Pretendió venderlo o regalarlo, pero nadie lo quería. Tenía un vago recuerdo de haberlo metido en una bolsa de plástico y guardado en un armario, con la ropa y los zapatos viejos.

El armario estaba en el pasillo, entre la cocina y el dormitorio, una cavidad rebosante de cosas donde, a lo largo de los años, había ido vaciando su vida. Levantándose de la silla, se dirigió al armario y miró la puerta cerrada con aire dubitativo. La había abierto por última vez hacía unas semanas, cuando buscaba un viejo ordenador portátil: una avalancha de objetos desechados se derrumbó de los estantes. Puso la mano en el pomo y abrió despacio, haciendo palanca. Un temblor sacudió el armario, pero para su alivio todo permaneció en su sitio.

Empezó a vaciar los estantes, uno por uno, amontonándolo todo en el pasillo: zapatos viejos, tostadoras sin temporizador, paraguas rotos, carpetas de acordeón. Y entonces lo vio, oculto tras un rimero de amarillentos periódicos árabes: un bulto de forma rectangular de color marrón, envuelto en plástico transparente.

Lo sacó del estante y lo llevó al dormitorio, dejando todo lo demás amontonado en el pasillo. Sentado al borde de la cama, lo desenvolvió, soplando el polvo. Pasó un dedo por el rectángulo de plástico transparente que cubría el microcasete del aparato y pulsó el botón de «Eject». Con cierta sorpresa, observó que el mecanismo parecía funcionar. La cinta saltó y la limpió cuidadosamente con la esquina de la sábana.

Volvió a introducir la cinta y enchufó el aparato. La luz intermitente se encendió y la cinta empezó a girar. Y entonces, entre los chirridos de las polvorientas ruedas del casete, oyó una voz, deformada por el paso del tiempo pero aún más o menos inteligible. Subió el volumen.

-Oye, idiota de los cojones -dijo la voz, exactamente igual que la recordaba-; crees que todo esto no son más que castillos en el aire, ¿eh? ¿Crees que no tengo pruebas? Pues déjame decirte algo: no sé a qué llamarán pruebas en tu pueblo, pero tengo algo que a mí me vale.

»¿Recuerdas que mencioné a un tal W. G. MacCallum, un doctor e investigador que hizo uno de los mayores descubrimientos sobre la malaria en 1897? Pues escucha esto: lo que hizo ese tío fue demostrar que los “bastoncillos” que Laveran había visto no eran flagelos, tal como pensaba el gran hombre. En realidad eran exactamente lo que parecían, es decir, esperma; y hacían lo que hace el esperma, o sea, niños. Se podría pensar que no hace falta ser Galileo para descubrir una cosa así: pero ¿qué es lo que parecen, por amor de Dios? El caso es que MacCallum fue el primero en averiguarlo. No el primero en verlo, sino el primero en descubrirlo. Laveran lo vio antes que él, pero no lo comprendió: supongo que el gran Laveran no pensaba mucho en asuntos sexuales. Ronnie Ross lo vio un año antes que MacCallum y creyó haber visto a su padre. Fuera de bromas: pensó que el flagelo era una especie de soldado que iba a la guerra, como papá Ross en su caballo blanco. En serio, piénsalo: Ronnie ve esa cosa en forma de pene que cruza a nado su platina y empieza a fecundar un óvulo, ¿y qué le sugiere? Le parece la carga de la Brigada Ligera. La moraleja es que el hecho de que un tío haya salido de la Inglaterra victoriana, no significa que la Inglaterra victoriana haya salido de él.

Entonces se oyó una señal sonora y la voz se interrumpió bruscamente. Un momento después prosiguió:

-Soy yo otra vez, tu amigo Morgan; tu necio aparato me ha cortado. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí; MacCallum.

»De todas formas, MacCallum no era más que un crío, un yanqui pletórico de vigorosas hormonas, y sabía bien lo que había visto. Se apresuró a escribir un artículo y lo presentó en un importante congreso de medicina en Toronto, en 1897. Cayó tan bien que tuvo que hacer jogging con Mr. Germicida en persona, lord Lister.

»Bueno, así que MacCallum fue el primero en descubrirlo. Pero cuando empezó a dedicarse a la investigación, trabajaba con todo un equipo en la Johns Hopkins de Baltimore. Los demás componentes del equipo eran Eugene L. Opie y un individuo llamado Elijah Monroe Farley. MacCallum y Opie eran los barandas, mientras Farley hacía las veces de chico de los recados. No duró mucho. Justo cuando el equipo empezó con la malaria, a Farley le entró el prurito de ver mundo. Ofreció sus servicios a un grupo misionero de Boston, y antes de que nadie se diera cuenta se embarcó para la India.

Ahí hubo otra interrupción. Con un comentario ofendido, la voz de Murugan prosiguió:

-Vale, así que quieres saber cómo me he enterado de todo esto, ¿eh? Ocurrió así: hace un par de años fui a Baltimore a hojear los archivos particulares de Eugene L. Opie. Estaba comprobando sus notas de laboratorio, y ¿con qué crees que me encontré? Con una carta del doctor Elijah Monroe Farley dirigida a Opie. Era como si la hubiesen puesto allí para que yo la encontrara. Farley escribió esa carta después de una visita a un laboratorio de Calcuta: un laboratorio dirigido por un tal D. D. Cunningham. Ése era el laboratorio donde Ross completó la última vuelta de su carrera, en 1898. Pero la carta estaba fechada en 1894, y fue lo último que Elijah Farley escribió en su vida.

»Para resumir la historia: ¿sabes qué había en la carta? Pues un montón de cosas, quiero decir páginas y más páginas de datos, pero oculta bajo toda la basura había una frase que demuestra que Farley ya había averiguado la función de los llamados “flagelos” en la reproducción sexual, mucho antes de que MacCallum. Es decir, ya sabía lo que MacCallum no había descubierto aún. Y cuando cotejé fechas y documentos, resultó que el único sitio donde podía haberlo averiguado era en Calcuta. Pero ¿por quién se habría enterado? D. D. Cunningham ni lo sabía ni le importaba, y en aquella época el nivel de investigador de Ronnie Ross podía compararse con el de una escuela Montessori. El caso es que Ronnie nunca logró resolver el asunto de los flagelos por sí mismo: simplemente no podía ponerse a estudiar toda aquella actividad sexual que se desarrollaba bajo su microscopio. No lo descubrió hasta 1898, cuando Doc Manson le envió por correo un resumen de los hallazgos de MacCallum.

»Y eso no es todo. ¿Te acuerdas del asistente de Ross: Lutchman, Laakhan o como quieras llamarle? Pues bien, tengo la corazonada de que Farley lo conoció mucho antes que él: en realidad Farley pudo haberle frecuentado demasiado para su propio bien.

»El problema es que la carta de Farley no estaba catalogada, y yo sólo la vi aquella vez. Volví a ponerla en su sitio y rellené un formulario de solicitud para fotocopiarla. Pero cuando volví, ya no estaba. El bibliotecario no me creía, porque no constaba en los catálogos. Nunca he logrado encontrarla otra vez, de manera que, estrictamente hablando, no poseo esa prueba irrefutable. Pero la vi y la tuve en mis manos, y cuando aquel día volví al motel la escribí tal como la recordaba. ¿Y sabes una cosa? La puedes leer ahora mismo: si miras a tu monitor, verás que en este mismo momento te está esperando un documento en tu correo electrónico…


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