III. JULIO DE 1945

«Para cada época hay un sueño que muere, o uno que está empezando a nacer.»

—A. W. E. O'haughnessy

26

En las tierras bajas de la Campania muchos de los antiguos nombres habían sido revividos. La bahía de Nápoles todavía se abría al mar Tirreno, estaba limitada por el cabo Miseno y la península de Sorrento, seguía dominada por el volcán activo Vesubio (aunque los primeros colonos solían llamarlo el «Viejo Humeante»). El suelo era arable, el clima razonablemente suave. El seco viento de primavera que soplaba de Asia Menor era conocido todavía como el scirocco, el siroco.

Los asentamientos en las laderas de las colinas adoptaban nombres idiosincráticos: Oro Delta, Palaepolis, Fayetteville, Dawson City. Discípulos del utopista Upton Sinclair habían fundado Mutualville en la isla llamada en sus tiempos Capri, aunque el comercio había moderado su estricto régimen comunal. El puerto había sido mejorado para promover los intercambios comerciales. Ahora era común ver cargueros de África, barcos de refugiados de los revueltos territorios de Egipto y Arabia, petroleros norteamericanos donde en su tiempo solo habían habido botes de pesca y jabegueros.

Fayetteville no era el mayor asentamiento de la bahía. En estos días era menos una ciudad independiente que un dedo de Oro Delta, extendida costa abajo, que suministraba a granjeros y trabajadores del campo. Las tierras bajas producían ricas cosechas de maíz, trigo, remolacha azucarera, olivas, nueces y cáñamo. El mar proporcionaba peces embarrancadores, cangrejos curry y lechugas de sal. No se cultivaban cosechas nativas, pero las tiendas de especias estaban bien surtidas con nueces dingo, pepitillas y genjilino recolectadas en las tierras salvajes.

Guilford aprobaba la ciudad. La había visto crecer del asentamiento fronterizo que había sido en los años veinte hasta convertirse en una floreciente y relativamente moderna comunidad. Ahora había electricidad en Fayetteville y todas las demás ciudades napolitanas. Farolas en las calles, asfalto, aceras pavimentadas, iglesias. Y mezquitas y templos para los árabes y los egipcios, aunque en su mayor parte estaban congregados en Oro Delta, más abajo junto al agua. Un cine, repleto de westerns y las ridículas aventuras darwinianas maquinadas por Hollywood. Y todas las demás diversiones menos elegantes: bares, fumaderos, incluso una casa de putas en Follette Road, más allá del pozo de grava.

Hubo una época en la que todo el mundo en Fayetteville conocía a todo el mundo, pero ese tiempo había pasado. Hoy en día uno podía ver todo tipo de rostros extraños por las calles.

Aunque los familiares eran a menudo los más inquietantes.

Guilford había visto últimamente un rostro familiar.

Se cruzaba con él en las empinadas calles cuando salía a pasear. Durante toda la primavera había visto aquel rostro en los momentos más insospechados: mirando desde un campo de trigo y fundiéndose en la bruma marina.

La figura llevaba un raído uniforme militar pasado de moda. El rostro era muy parecido al suyo. Era su doble: el fantasma, el soldado, el piquete.


Nicholas Law, que tenía doce años y estaba ansioso por disfrutar de lo que quedaba del sol del verano, se disculpó y corrió hacia la puerta. La mosquitera resonó al cerrarse a sus espaldas. Guilford tuvo un atisbo de la figura de su hijo a través de la ventana, una forma imprecisa enfundada en un jersey a rayas que se encaminaba colina abajo. Más allá de él solo estaban el cielo y la punta de tierra y el mar azul al atardecer.

Abby salió de la cocina, donde había estado sacando el postre de la nevera. Algo con helado. Helado comprado en la tienda, todavía una novedad en la mente de Guilford.

Se detuvo en seco cuando vio el plato abandonado.

—¿No ha podido esperar al postre?

—Supongo que no. —Stickball al atardecer, pensó Guilford. El amplio patio verde delante de la escuela de Lafayette. Sintió una punzada de dislocada nostalgia.

—¿Tú tampoco tienes hambre?

Llevaba dos postres en la mano.

—Lo probaré —dijo él.

Ella se sentó al otro lado de la mesa, con su agradable rostro escéptico.

—Has perdido peso —dijo.

—Un poco. No es algo necesariamente malo.

—Sales solo demasiado a menudo. —Probó el helado. Guilford reparó en los finos filamentos grises en sus sienes—. Vino un hombre hoy.

—¿Oh?

—Preguntó si esta era la casa de Guilford Law, y yo le dije que lo era, y él preguntó si eras el fotógrafo que tenía la tienda en Spring Street. Dije que lo eras y que probablemente te podría encontrar allí. —Su cuchara se quedó flotando sobre el helado—. ¿Hice bien?

—Perfecto.

—¿Vino a verte?

—Es posible. ¿Qué aspecto tenía?

—Moreno. Con unos ojos extraños.

—¿Extraños de qué forma, Abby?

—Solo… extraños.

Se sintió inquieto por la historia de aquel desconocido en la puerta y Abby sola para recibirle.

—No hay nada de lo que preocuparse.

—No estoy preocupada —dijo Abby cuidadosamente—. A menos que tú lo estés.

Él no se decidió a mentir. Ella no se dejaba engañar fácilmente. Se limitó a sacudir la cabeza. Evidentemente ella quería saber qué ocurría. Y él no podía decírselo.

Jamás había hablado de ello…, con nadie. Excepto en aquella larga carta a Caroline.

Al menos el hombre en la puerta no había sido el doble de Guilford. Después de tantos años, olvidas, pensó. Cuando un recuerdo es tan extraño, tan lejos del rigor de la vida cotidiana, desaparece de tu cabeza…, o resuena allí, medio olvidado, como la bolita en el silbato. Hasta que algo te lo recuerda. Entonces vuelve fresco como un viejo sueño almacenado en hielo, retirado de su envoltura y brillando a la luz del día.

Hasta entonces solo habían sido atisbos, presagios quizá; augurios; extraños recuerdos. Quizá no significaba nada, aquel rostro joven siguiéndole en una multitud y luego desapareciendo, mirándole como un triste desecho desde los callejones al atardecer. Deseaba pensar que no significaba nada. Temía otra cosa.

Abby terminó el postre y se llevó los platos.

—Hoy llegó el correo de Nueva York —dijo—. Te lo dejé junto a tu silla.

Se alegró de verse liberado de aquella oscura cadena de pensamientos. Se trasladó a lo que Abby llamaba «la sala de estar», aunque solo era el largo extremo sur de la sencilla casa rectangular que Guilford había construido, en su mayor parte a mano, hacía una década. Había señalado la estructura y llenado los cimientos; un constructor local había levantado las paredes de tingladillo y cubierto el edificio. Las casas eran fáciles de hacer en un clima cálido. Fueron Abby y Nicholas quienes dieron vida a la casa, con fotos enmarcadas y tapetes en las mesas y fundas para los sillones, con pelotas de caucho y juguetes de madera acechando debajo de los muebles.

El correo era varios números atrasados de Astounding, más un fajo de periódicos de Nueva York. Los periódicos parecían deprimentes: detalles de la guerra con Japón, mejor informados que la cobertura telegráfica del Fayetteville Herald pero más antiguos.

Guilford se ocupó primero de las revistas. Su gusto por la fantasía había disminuido en los años después de la pérdida de Caroline y Lily, pero las nuevas revistas lo habían reavivado. Enormes máquinas aéreas, viajes planetarios, vida alienígena: todas esas cosas le parecían a la vez más o menos plausibles de lo que acostumbraban antes. Pero las historias le arrastraban.

Excepto esta noche. Esta noche terminó páginas enteras sin recordar lo que había leído. Se contentó con contemplar las chillonas e infinitamente prometedoras ilustraciones de las portadas.

Estaba cabeceando en su silla cuando oyó el coche de bomberos hacer sonar su campana mientras se dirigía velozmente a la ciudad desde el cuartelillo de Lantern Hill.

Luego sonó el teléfono.

Los teléfonos eran relativamente nuevos en Fayetteville, y todavía no se había acostumbrado a tener uno en casa, aunque tenía uno en la tienda desde hacía más de un año. El estridente campanilleo ascendió por su espina dorsal como un cuchillo de limpiar pescado.

La voz al otro lado era la de Tim Mackelroy, su ayudante en el estudio. Venga rápido, dijo Tim, Cristo, es terrible, pero venga rápido, la tienda está ardiendo.

27

Guilford había construido su casa lejos de la ciudad, a casi un kilómetro por un camino de tierra desde la más cercana calle asfaltada. Pudo ver Fayetteville desde la puerta delantera, una distante parrilla de calles y casas, y un penacho de humo que brotaba de lo que probablemente era Spring Street.

Le dijo a Abby que iba a ver lo que ocurría. Que no le esperara. Volvería tan pronto como tuviera información sólida. Hasta entonces ella no debía preocuparse innecesariamente; en el peor de los casos, el negocio estaba asegurado en el Oro Delta Trust. Lo reconstruirían.

Abby no dijo nada, solo le besó y aguardó junto a la ventana mientras él conducía el destartalado Ford en medio de una nube de polvo.

Había sido un mes polvoriento. El cielo era chillón, el sol estaba a punto de alcanzar el borde del mar por el oeste.


Guilford rebasó a Nick, que todavía estaba pedaleando hacia la ciudad. Se detuvo el tiempo suficiente para meter su bicicleta en la parte de atrás y hacer sitio delante para el muchacho.

Nick frunció el ceño cuando oyó la noticia, pero Nick fruncía a menudo el ceño. Unos grandes ojos en un rostro pequeño. Su frente estaba constantemente fruncida. No existía la sonrisa para Nick, solo distintos grados de fruncimiento. Incluso cuando se sentía más feliz —jugando, leyendo, trabajando con sus modelos— no abandonaba su fruncimiento de concentración, una firme compresión de sus labios.

—¿Cómo puede haberse incendiado el estudio? —preguntó.

Guilford le dijo que no lo sabía. Era demasiado pronto para las suposiciones. Lo más urgente era asegurarse de que Tim Mackelroy estaba bien y luego ver lo que podía salvarse.

La colina, en su mayor parte sin urbanizar, dio paso a los campos en terraza. Guilford giró hacia la pavimentada High Road. El tráfico era escaso, solo unos pocos automóviles, coches de caballos del asentamiento amish de Palaepolis, un par de carros de granjeros que regresaban vacíos de los graneros. Follette Road era la calle principal de Fayetteville, y vio el humo tan pronto como giró la esquina junto al almacén de piensos y grano. Un camión de bomberos bloqueaba la intersección de Follette y Spring.

No quedaba mucho de Law & Mackelroy, Fotógrafos. Unas cuantas maderas carbonizadas. Un cascarón de ennegrecidos ladrillos.

—Huau —jadeó Nick, con el humo reflejado en sus ojos.


Guilford encontró a Tim Mackelroy de pie bajo la marquesina del Cine Tirreno de Películas Habladas. Su rostro estaba estriado por el humo y las lágrimas.

Al otro lado de la adoquinada calle la bomba del camión de los bomberos lanzaba un firme chorro de agua sobre las humeantes ruinas. La multitud había empezado ya a dispersarse. Guilford reconoció a la mayor parte de la gente: un abogado de la oficina de Tunney; la dependienta de Blake's; Molly y Kate del restaurante Lafayette. Cuando lo vieron le dedicaron un tímido gesto de simpatía. Guilford le dijo a Nick que aguardara en el coche mientras hablaba con Mackelroy.

Tim era su socio desde el 39, cuando se amplió la tienda. Tim llevaba la parte comercial del negocio. Guilford se dedicaba primordialmente a la fotografía estos días y pasaba la mayor parte de su tiempo en el estudio fotográfico. Era —o había sido— un buen negocio. El trabajo era a menudo rutinario, pero eso no le importaba. Disfrutaba en el estudio y en la sala oscura y disfrutaba llevando a casa dinero suficiente para pagar los gastos de la casa y la escuela de Nick y asegurarse un futuro para él y Abby. De tanto en tanto efectuaba también algunas reparaciones electrónicas. Había dispuesto las cosas para importar un amplio stock de tubos receptores Edicron y G.E. cuando se erigió la torre de radio encima de Palaepolis, y había sido un negocio floreciente durante un tiempo, puesto que la mitad de las radios que la gente había comprado de los Estados Unidos llegaron con tubos defectuosos, soldaduras erosionadas por el aire salino o componentes desprendidos por el viaje por mar.

Las cosas habían sido difíciles después de Londres, por supuesto. Guilford había pasado sus cinco años en Oro Delta formando parte de las tripulaciones de los botes del puerto o colaborando en la recolección de las cosechas, un trabajo agotador que dejaba poco tiempo para pensar. Las noches habían sido particularmente duras. Las granjas de la Campania estaban produciendo ya cosechas abundantes de cereal y uva en el 21, de modo que no había carestía de vinos y licores locales, y Guilford había buscado un poco de consuelo —algo más que un poco de consuelo— en la botella.

Dejó a un lado la botella después de conocer a Abby. Entonces ella era Abby Panzeca, una norteamericana-siciliana de segunda generación que había venido a Darwinia con historias familiares del Viejo Mundo resonando en su cabeza. Guilford sabía por experiencia que tales personas se sentían generalmente decepcionadas; la mayor parte de las veces terminaban regresando a los Estados Unidos. Pero Abby había resistido, se había labrado una vida por sí misma. Cuando Guilford la conoció servía mesas en una taberna en Oro Delta llamada Antonio's. Bromeaba con los estibadores napolitanos que frecuentaban el lugar, pero nadie se propasaba con ella. Abby inspiraba respeto. La rodeaba un aura de dignidad que era casi cegadora, como el resplandor alrededor de una luz eléctrica.

Y evidentemente le gustaba Guilford, aunque no le prestó demasiada atención hasta que él dejó de ir al Antonio's con el hedor a pescado envolviéndole. Guilford se aseó a menudo, ahorró de su sueldo, trabajó dobles turnos hasta que pudo permitirse el comprar el equipo necesario para iniciar su propio estudio fotográfico…, el único estudio que hacía retratos en la ciudad, aunque no fuera mucho más, por aquellos tiempos, que un almacén sobre una carnicería.

Se casaron en 1930. Nick nació en el 33. Hubo otro hijo, una niña, en el 35, pero murió de gripe antes de poder ser bautizada.

La tienda había alimentado a su familia durante quince años.

Ahora no quedaba nada de ella excepto ladrillos y madera carbonizada.

Mackelroy miraba pesaroso a través de su máscara de hollín.

—Lo siento —dijo—. No pude hacer nada.

—¿Estabas aquí cuando se inició?

—Estaba en la oficina. Pensé que podía terminar algunas facturas antes de irme a casa. Un poco después de cerrar la tienda. Fue entonces cuando entraron a través de la ventana.

—¿Qué entró a través de la ventana?

—Botellas de leche, parecían, llenas de trapos y gasolina. Olían a gasolina. Entraron a través de la ventana como ladrillos, asustándome terriblemente, y luego bum, la habitación se puso a arder y yo no pude coger el extintor a través de las llamas. Llamé a los bomberos desde el teléfono del restaurante, pero el fuego ardió demasiado aprisa…, todo era una tea antes de que llegaran.

Guilford pensó: ¿Botellas?

¿Gasolina?

Sujetó a Mackelroy por los hombros.

—¿Me estás diciendo que alguien hizo esto a propósito?

—Completamente seguro de que no fue un accidente.

Guilford miró hacia su coche.

Hacia su hijo.


Tres cosas, quizá no una coincidencia:

El incendio premeditado.

El piquete.

El desconocido con el que Abby había hablado aquella mañana.

—El jefe de bomberos quiere hablar contigo —estaba diciendo Mackelroy—, y creo que el sheriff desea tener también unas palabras contigo.

—Diles que me llamen a casa.

Ya estaba corriendo.

—¡Hijos de puta! —dijo Nick en el coche.

Guilford le lanzó una mirada distraída.

—Deberías cuidar este tipo de lenguaje, Nick.

—Tú lo dijiste primero.

—¿Lo hice?

—Unas cinco veces en los últimos diez minutos. ¿No deberíamos ir un poco más despacio?

Redujo la marcha. Un poco. Nick se relajó. Los árboles estivales retrocedían pardos a toda velocidad al otro lado de las polvorientas ventanillas del Ford.

—Hijos de puta —dijo su padre.


Abby estaba bien, aunque preocupada, y Guilford se sintió un poco estúpido por su prisa en volver a casa. Tanto el jefe de bomberos como el sheriff habían telefoneado, le dijo Abby.

—Todo eso puede esperar hasta mañana —respondió él—. Cerremos la casa y durmamos un poco.

— ¿Puedes dormir?

—Probablemente no. No de inmediato. Metamos a Nick en la cama, al menos.

Una vez Nick estuvo arropado en su habitación, Guilford se sentó a la mesa de la cocina mientras Abby preparaba café. Café tan cerca de la medianoche significaba crisis familiar. Abby iba de un lado para otro de la cocina con su economía habitual. Esta noche, al menos, su ceño fruncido se parecía al de Nick.

Abby había envejecido con suprema gracia. Era recia pero no gruesa. Excepto el gris que empezaba a asomar en sus sienes, hubiera podido tener muy bien veinticinco años.

Clavó en Guilford una larga mirada, debatiendo algo consigo misma. Finalmente dijo:

—Será mejor que hables de ello.

—¿De qué, Abby?

—Durante el último mes has estado más nervioso que un gato. Apenas tocas la cena. Y ahora esto. —Hizo una pausa—. El jefe de bomberos me dijo que no fue un accidente.

Ahora fue el turno de él de vacilar.

—Tim Mackelroy dice que un par de bombas incendiarias caseras entraron por la ventana.

—Entiendo. —Cruzó las manos—. Guilford, ¿por qué?

—No lo sé.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

El no dijo nada.

—¿Es algo que ocurrió antes de que nos conociéramos?

—Lo dudo.

—Porque no hablas mucho de esos tiempos. No te lo reprocho, no tengo por qué saberlo todo de ti. Pero si estamos en peligro, si Nick está en peligro…

—Abby, sinceramente, no lo sé. Es cierto, estoy preocupado. Alguien incendió mi negocio, y quizá fue un lunático actuando al azar, o tal vez alguien que me tiene alguna especie de inquina. Todo lo que puedo hacer es cerrar la casa por esta noche y hablar con el sheriff Carlyle por la mañana. Ya sabes que no permitiré que os ocurra nada ni a ti ni a Nick.

Ella le miró durante largo rato.

—Vamos a la cama entonces.

—Duerme si puedes —le dijo Guilford—. Yo me quedaré un rato sentado aquí.

Ella asintió.


El incendio premeditado.

El desconocido en la puerta.

El piquete.

Dejaste algo atrás, pensó Guilford, y el tiempo pasa, diez, quince, veinticinco años, y eso debería de ser el fin.

Lo recordaba vívidamente todo, con todos los brillantes colores de un sueño, el invierno asesino en la antigua ciudad, la agonía de Londres, la pérdida de Caroline y Lily. Pero Cristo, aquello había sido hacía un cuarto de siglo…, ¿qué podía quedar de aquel tiempo que hacía que ahora valiera la pena matarle?

Si lo que el piquete le dijo entonces era cierto…

…pero él había desechado aquello como un sueño febril, un recuerdo distorsionado, una semialucinación…

Pero si lo que le había dicho el piquete era cierto, quizá veinticinco años fueran un mero parpadeo. Los dioses tenían largas memorias.

Guilford fue a la ventana. La bahía estaba a oscuras, solo unos pocos buques comerciales mostraban sus luces. Un seco viento agitaba las cortinas de encaje que había colgado Abby. Las estrellas parpadeaban en el cielo.

Es tiempo de ser honesto, pensó Guilford. Nada de pensamientos nostálgicos. No cuando tu familia está en juego.

Era posible —admítelo— que viejas deudas estuvieran a punto de ser cobradas.

La difícil pregunta: ¿Hubiera podido impedirlo?

No.

¿Anticiparlo?

Quizás. A menudo se había preguntado si no iba a haber algún día un arreglo de cuentas. Por todo lo que sabía el mundo, la expedición Finch simplemente había desaparecido en las tierras salvajes entre el Bodensee y los Alpes. Y el mundo había seguido perfectamente adelante sin ella.

Pero, ¿y si eso había cambiado?

Abby y Nicholas, pensó Guilford.

No debe ocurrirles nada.

No importaba lo que los dioses desearan.


Siguió a Abby a la cama un par de horas antes de amanecer. No deseaba dormir, solo cerrar los ojos. La presencia de ella, la suave música de su respiración, relajaban sus pensamientos.

Despertó a la luz del sol a través de la ventana del este, a Abby, completamente vestida, una mano sobre su hombro.

Se sentó en la cama.

—Ha vuelto —dijo ella—. Ese hombre.

28

Pensó en todas las formas en que el continente había cambiado en el último cuarto de siglo.

Nuevos puertos, asentamientos, bases navales. Ferrocarriles y carreteras al interior. Minas y refinerías. Aeródromos.

El nuevo sistema de distritos, los gobernadores electos, las cadenas de radio. Fincas en las estepas rusas, a este lado de la zona volcánica que dividía Darwinia de la Antigua Asia. Escaramuzas con los árabes y los turcos. El bombardeo de Jerusalén, esta nueva guerra con los japoneses, los disturbios contra el reclutamiento arriba al norte.

Y tanta tierra todavía vacía. Tanta vastedad de bosque y llanura en la cual un hombre podía, a todos los propósitos, desaparecer.

Abby había proporcionado al desconocido una silla frente a la mesa del desayuno. Estaba dando cuenta de un plato de tortitas hechas por Abby. Manejaba el cuchillo y el tenedor como un niño de cinco años. Una gotita de jarabe de maíz colgaba del matorral de su barba.

Guilford miró al hombre con un torrente de emoción: shock, alivio, miedo renovado.

El hombre de la frontera mordió un último bocado de desayuno y alzó la vista.

—Guilford —dijo lacónicamente—. Ha pasado mucho tiempo.

—Mucho tiempo, Tom.

—¿Le importa si fumo?

Una nueva pipa de brezo. Una desgastada bolsa de tela de hierbas fluviales.

—Salgamos fuera —dijo Guilford.

Abby apoyó una mano inquisitiva en el brazo de Guilford.

—La policía del distrito y el jefe de bomberos quieren que los llames. Necesitamos hablar también con la compañía de seguros.

—Está bien, Abby. Tom es un viejo amigo. Todos esos otros asuntos pueden esperar un poco. Lo que se ha quemado se ha quemado. Ahora ya no hay prisa.

Los ojos de ella expresaron una grave reserva.

—Supongo que no.

—Haz que Nick se quede en casa hoy.

—Muchas gracias por el desayuno, señora Law —dijo Tom Compton—. Estaba delicioso.


El hombre de la frontera no había cambiado en veinticinco años. Había recortado algo su barba desde aquel horrible invierno, y se le veía más corpulento —más saludable—, pero nada fundamental había cambiado. Un poco más curtido, pero ningún síntoma de edad.

Exactamente como yo, pensó Guilford.

—Tiene usted buen aspecto, Tom.

—Los dos estamos tan sanos como caballos, por razones que debe de haber usted imaginado. ¿Qué le dice a la gente, Guilford? ¿Miente acerca de su edad? Nunca fue un problema para mí…, yo nunca permanecí el tiempo suficiente en un mismo lugar.

Se sentaron juntos en el crujiente porche delantero de la casa. El aire matutino ascendía por la ladera desde la bahía, fresco como el agua fría y con el aroma de las cosas que crecen. Tom llenó su pipa pero no la encendió.

—No sé lo que quiere decir —murmuró Guilford.

—Sí, sí lo sabe. También sabe que yo no estaría aquí si no fuera importante. Así que no paleemos demasiada mierda, ¿de acuerdo?

—Ha sido un cuarto de siglo, Tom.

—No es que no comprenda la urgencia. Me tomó diez años, personalmente hablando, antes de que cediera y dijera de acuerdo, el mundo se está jodiendo y yo he sido elegido para ayudar a remendarlo. No es una cosa fácil de creer. Si es cierta es jodidamente aterradora, y si no es cierta entonces todos nosotros deberíamos estar encerrados.

—¿Todos nosotros?

El hombre de la frontera aplicó un fósforo a la cazoleta.

—Hay cientos como nosotros. Me sorprende que no lo sepa.

Guilford permaneció sentado en silencio durante un tiempo a la luz de la mañana. No había dormido mucho. Le dolía el cuerpo, le dolían los ojos. Hacía apenas doce horas había estado en Fayetteville contemplando las cenizas de su negocio. Dijo:

—No quiero parecer poco hospitalario, pero tengo muchas cosas en la cabeza.

—Tiene que parar usted esto. —La voz del hombre de la frontera era solemne—. Jesús, Guilford, mírese, viviendo como un hombre mortal, casado, por el amor de Dios, y con un chico además. No es que le culpe por desearlo. A mí también me hubiera gustado este tipo de vida. Pero somos lo que somos. Usted y Sullivan solían felicitarse por ser de mentes tan jodidamente abiertas, no como el viejo Finch, que convertía en historia sus deseos. Pero aquí está, Guilford Law, un sólido ciudadano, no importa las muchas pruebas que hay de lo contrario, y Dios ayude a cualquiera que no le siga el juego.

—Mire, Tom…

—Mire usted. Su tienda ha ardido. Tiene enemigos. La gente dentro de esta casa corre peligro. A causa de usted. De usted, Guilford. Mejor enfrentarse a la dura verdad que a una esposa y a un hijo muertos.

—Quizá no debiera usted haber venido.

—Le echaremos la culpa a mi peludo culo. —Agitó la cabeza—. Por cierto, Lily está en la ciudad. Se aloja en un hotel en Oro Delta. Quiere verle.

El corazón de Guilford dio un doble latido.

—¿Lily?

—Su hija. Si es que todavía la recuerda.


Abby no supo lo que el recio montañés le había dicho a su esposo, pero pudo leer la impresión en el rostro de Guilford cuando este cruzó de nuevo la puerta.

—Abby —dijo—, creo que quizá fuera mejor que tú y Nick empaquetarais algunas cosas y fuerais a pasar una semana con tu primo en Palaepolis.

Ella se arrojó a sus brazos, se recompuso, alzó la vista hacia él.

—¿Por qué?

—Solo por seguridad. Hasta que sepamos qué es exactamente lo que está pasando.

Vives tanto tiempo con un hombre, pensó Abby, que aprendes a escuchar más allá de sus palabras. No habría ninguna discusión. Guilford estaba asustado, profundamente asustado.

El miedo era contagioso, pero ella lo mantuvo atado en un nudo justo debajo de su esternón: Nicholas no debía verlo.

Se sintió como una actriz en una obra recordada solo a medias, luchando por memorizar sus líneas. Durante años había anticipado, bueno, no esto ciertamente, pero sí algo, algún clímax o crisis invadiendo sus vidas. Porque Guilford no era un hombre ordinario.

No era solo su aspecto juvenil, aunque eso se había hecho muy obvio —sorprendentemente obvio— en los últimos años. No solo su pasado, del que raras veces hablaba y que guardaba celosamente. Algo más que eso. Guilford era alguien aparte de la raza ordinaria de hombres, y él lo sabía, y no le gustaba.

Ella había oído historias. Cuentos de viejas. La gente hablaba de los Hombres Viejos, con cuyo nombre que daban a entender a los venerables hombres de la frontera que todavía vagaban por la ciudad de tanto en tanto. (Este Tom Compton era un espléndido ejemplo.) Las historias hablaban de las largas noches entre Navidad y Pascua: los Hombres Viejos sabían más que lo que decían. Los Hombres Viejos guardaban secretos.

Los Hombres Viejos no eran enteramente humanos.

Ella nunca había creído en estas cosas. Escuchaba lo que hablaban los otros y sonreía.

Pero hacía dos inviernos Guilford estaba fuera cortando leña, y su mano había resbalado en el mango de la vieja hacha, y la hoja se había clavado profundamente en la carne de su pierna izquierda por debajo de la rodilla.

Abby estaba en la ventana orlada de escarcha, mirando. El pálido sol todavía no se había puesto. Lo había visto todo con perfecta claridad. Había visto la hoja cortar la carne —él mismo la había arrancado de su pierna, del mismo modo que la habría arrancado de un tronco de húmeda madera—, y ella había visto la sangre en la hoja y la sangre en el apisonado suelo. Por unos momentos pareció como si su corazón fuera a pararse. Guilford dejó que el hacha escapara de su mano y cayó, con el rostro repentinamente blanco.

Abby corrió a la puerta de atrás, pero cuando hubo cruzado la distancia que la separaba de él Guilford ya había conseguido, imposiblemente, ponerse de nuevo en pie. La expresión de su rostro era extraña, apagada. La miró con lo que hubiera podido interpretarse como vergüenza.

—Estoy bien —dijo. Abby se sobresaltó. Pero cuando él le mostró la herida esta ya estaba cerrada…, solo una débil línea de sangre allá donde se había clavado el hacha.

No es posible, pensó Abby.

Pero él no quiso hablar de ello. Era solo un rasguño, insistió; si ella había visto alguna otra cosa se trató de un engaño de la luz del atardecer.

Y por la mañana, cuando se vistió, ni siquiera había una cicatriz allá donde la hoja había cortado.

Y Abby había alejado aquello de su mente, porque Guilford así lo deseaba y porque ella no comprendía lo que había visto…, quizás él tuviera razón, tal vez no era lo que ella había pensado, aunque la sangre en el suelo había sido real, y la sangre en el hacha también.

Pero tú no ves algo así, pensó Abby, y lo olvidas. La memoria persistía.

Persistía como un sutil conocimiento de que las cosas no eran lo que parecían, de que Guilford era quizás algo más de lo que a ella le había permitido saber; y de que, por implicación, su vida nunca podría ser una vida enteramente normal. Llegaría alguna mañana, se había dicho Abby, en la que habría que pagar.

¿Era esta la mañana?

No podía decirlo. Pero la piel de la ilusión se había rasgado. Y esta vez puede que la sangre no dejara de manar.

Los dos hombres estaban sentados en la herbosa ladera más allá del olmo que Guilford había plantado hacía diez años.

Abby preparaba una maleta. Nick preparaba otra, feliz ante la perspectiva de un viaje pero consciente del cambio que se había producido en la casa. Guilford vio al muchacho en el umbral, mirando a su padre y a la barbuda aparición a su lado. La aprensión coloreaba sus ojos.

—Yo tampoco quise esto —dijo Tom Compton—. Lo último que deseé nunca fue ver cómo mi vida era jodida por un fantasma. Pero más pronto o más tarde tienes que enfrentarte a los hechos.

—«Las cosas y las acciones son lo que son, y las consecuencias de ellas serán lo que serán; ¿por qué deberíamos pues desear ser engañados?»

—¿No era ese uno de los sermones de Sullivan?

—Sí, lo era.

—Echo en falta a ese hijoputa.

Nick salió de la casa con una pelota de béisbol y un guante, jugando a lanzársela a sí mismo mientras esperaba a su madre, lanzando la pelota muy alta sobre su cabeza y corriendo para interceptarla. Su sucio pelo rubio caía sobre sus ojos. Te toca un corte de pelo, muchacho, pensó Guilford, si quieres jugar de medio.

—No me gustó mi propio aspecto en ese raído uniforme del ejército —dijo el hombre de la frontera—. No me gustó este fantasma pisándome los talones y diciéndome cosas que yo no deseaba oír. Ya sabe lo que quiero decir. —Miró firmemente a Guilford—. Todo eso acerca del Archivo y tantos y tantos millones de años de esto y aquello. Escuchas un poco y estás a punto de patear el jodido gong. Pero luego hablé con Erasmus, recordará a esa vieja rata del río, y él me dijo la misma maldita cosa.

La pelota de béisbol de Nick atravesó el cielo azul, cruzó una pálida luna. La silueta de Abby pasó al otro lado de la ventana del piso de arriba.

—Muchos de nosotros morimos en esa Guerra Mundial, Guilford. No todo el mundo recibió una llamada de un fantasma en la puerta. Vinieron detrás de nosotros porque nos conocen. Saben que al menos hay una posibilidad de que nosotros nos hagamos cargo del peso, de que quizá salvemos algunas vidas. Eso es todo lo que desean hacer, salvar vidas.

—Eso dicen.

—Y esos otros idiotas, su Enemigo, y los jodedores que ellos reclutaron, son genuinamente peligrosos. Tan difíciles de matar como nosotros, y ellos matan hombres, mujeres, niños, sin pensárselo dos veces.

—¿Sabe esto seguro?

—Segurísimo. Averigüé unas cuantas cosas…, no he tenido la cabeza metida en un agujero en el suelo estos últimos veinte años. ¿Quién cree que quemó su negocio?

—No lo sé.

—Debieron imaginar que estaba usted aquí. No son gente limpia. Tiran con metralla, ese es su método. Lástima si alguien se pone en su camino.

Abby salió a la luz del sol para recoger la ropa de un tendedero. Había una suave brisa del mar que hinchaba las sábanas como si fueran velas.

—La gente contra la que luchamos…, los psiones la tomaron por la misma razón que nuestros fantasmas van detrás de nosotros, porque tienen posibilidades de cooperar. No son auténtica gente moral. Carecen de algunas necesidades en el departamento de la conciencia. Algunos de ellos son timadores, otros son simplemente asesinos.

—Dígame qué está haciendo Lily en Oro Delta.

El hombre de la frontera volvió a llenar su pipa. Abby dobló sábanas en un cesto de mimbre, sin dejar de lanzar miradas hacia Guilford.

Lo siento, Abby, pensó Guilford. No es así como deseaba que ocurriera. Lo siento, Nick.

—Está aquí por usted, Guilford.

—Entonces sabe que estoy vivo.

—Desde hace un par de años. Halló sus notas entre las cosas de su madre.

—Entonces…, Caroline ha muerto.

—Me temo que sí. Lily es una mujer fuerte. Descubrió que su padre quizá no murió en la expedición Finch, tal vez estaba vivo en alguna parte, y le había dejado su pequeña y extraña historia acerca de fantasmas, asesinos, una ciudad en ruinas… Bueno, la cosa es que ella lo creyó. Empezó a hacer preguntas. Lo cual puso a los tipos malos contra ella.

—¿Por hacer preguntas?

—Por hacer preguntas demasiado públicamente. No solo es lista, también es periodista. Quería publicar sus notas, si podía autentificarlas. Fue a Jeffersonville a desenterrar esas viejas historias.

Abby se retiró a la casa. Nick se cansó de su pelota de béisbol, tiró su guante al césped. Se refugió en la sombra del olmo, mirando a Tom y Guilford, curioso, sabiendo que no debía acercarse a ellos. Asuntos de adultos, graves y extraños.

—¿Intentaron hacerle daño?

—Lo intentaron —dijo Tom Compton.

—¿Usted los detuvo?

—La saqué fuera del camino. Ella me reconoció por la descripción que de mí hizo usted. Fui como el Santo Grial…, la prueba de que no todo era una locura.

—¿Y usted la trajo hasta aquí?

—Fayetteville hubiera sido su próxima parada de todos modos. Es a usted a quien está buscando realmente.

Abby llevó una maleta al coche, la metió en el maletero, miró a Guilford, caminó de vuelta a la casa. El viento agitaba tras ella su oscuro pelo. Su falda danzaba sobre los contornos de sus piernas.

—No me gusta esto —dijo Guilford—. No me gusta que ella esté implicada.

—Demonios, Guilford, todo el mundo está implicado. No se trata de usted y yo y unos cuantos cientos de tipos hablando con espíritus. Se trata de si sus hijos o los hijos de sus hijos morirán para siempre, o peor aún, terminarán como esclavos de esos jodidos animales del Otro Mundo.

Una nube cruzó el sol.

—Ha estado usted fuera del juego durante un tiempo —dijo el hombre de la frontera—, pero el juego sigue. Ha muerto gente de ambos lados, aunque seamos más difíciles de matar que la mayoría. Su nombre apareció y no puede usted ignorarlo. Entienda, a ellos no les preocupa si decide usted sentarse a un lado a ver pasar la guerra, eso no importa, es usted un peligro potencial para ellos y desean tacharlo de la lista. No puede seguir en Fayetteville.

Guilford miró involuntariamente toda la longitud de la calle de tierra, buscando enemigos. No se veía a nadie. Solo un remolino de polvo agitando el seco aire.

—¿Qué elección tengo? —preguntó.

—Ninguna elección, Guilford. Esa es la parte dura. Si se queda aquí, lo pierde todo. Si se instala en alguna otra parte, volverá a ocurrir lo mismo más pronto o más tarde. Así que… esperamos.

—¿Esperamos?

—Todos los viejos soldados. Ahora nos conocemos los unos a los otros, directamente o a través de nuestros fantasmas. La auténtica batalla todavía no se ha producido. La auténtica batalla será dentro de algunos años en el futuro. Así que en general nos mantenemos apartados de la gente. No tenemos direcciones fijas, ni familias, ejercemos trabajos anónimos, quizá en el campo, quizá en las ciudades, lugares donde uno pueda estar aislado, prestar atención, ya sabe, vigilando a los tipos malos, pero sobre todo… esperando.

—¿Esperando qué?

—La gran lucha. La resurrección de los demonios. Básicamente esperando hasta que seamos llamados.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Quién sabe? Diez años, veinte años, treinta años…

—Eso es inhumano.

—Es un frío hecho. Inhumano es lo que somos nosotros.

29

Subió las escaleras del hotel de Oro Delta y entró en el comedor con Tom Compton. Era un hombre alto, de rostro llano, no exento de atractivo, según todas las apariencias de la misma edad que ella, y Lily olvidó de inmediato todo lo que había planeado decir.

En cambio se descubrió intentando evocar un auténtico recuerdo de Guilford Law, un recuerdo propio, es decir, no las historias que le había oído a su madre o con las que había tropezado en su investigación. Solo podía recuperar unas pocas sombras. Una figura en la cabecera de su cama. Los libros de Oz, la forma en que él acostumbraba a pronunciar «Dorothy» con sílabas lentas, redondas. Do-ro-thy.

Evidentemente, él la recordaba. Se detuvo ante su mesa, con el hombre de la frontera a su lado, exhibiendo una expresión que combinaba maravilla y duda y —a menos que ella se lo estuviera imaginando— el estrujar de un antiguo pesar. Su corazón martilleó. Dijo, de forma idiota:

—Oh, tú debes de ser Guilford Law.

—Y tú eres Lily —croó él.

—Ustedes dos hablen —dijo Tom—. Yo necesito una copa.

—Vigile la puerta por nosotros —dijo Lily.


Las cosas no fueron suaves, no al principio. Él parecía querer saberlo todo y explicarlo todo: hacía preguntas, interrumpía sus respuestas, se interrumpía a sí mismo, iniciaba reminiscencias que se arrastraban hacia el silencio. Volcó una taza de café al suelo, maldijo, luego enrojeció y se disculpó por sus palabras.

Ella dijo:

—No soy frágil. Y no tengo cinco años. Creo que sé lo que estás pasando. No es fácil para mí tampoco, pero, ¿podemos empezar desde un principio? ¿Como dos adultos?

—Como dos adultos. Por supuesto. Es solo que…

—¿Qué?

Él se puso en pie.

—Es solo que estoy tan contento de verte, Lil.

Ella se mordió el labio y asintió.

Esto es duro, pensó, porque yo sé lo que él es. Está sentado aquí como un hombre ordinario, tironeando de los puños de su camisa, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Pero no era un hombre más ordinario de lo que lo era Tom Compton: habían sido tocados por algo tan inmenso que hacía tambalear la imaginación.

Su semihumano padre.

Esbozó su vida para él. Se preguntó si él aprobaría su trabajo, extraños cometidos en un periódico de Sydney, investigación, algunos artículos en revistas, todo ello firmado con su nombre. Era una mujer de carrera de treinta años, soltera, una descripción no muy halagadora. En la mente de Lily sugería incluso la imagen de una solterona reseca, probablemente mal maquillada y con un montón de gatos. ¿Era eso lo que veía Guilford, sentado al otro lado de la mesa frente a ella?

Él parecía más bien preocupado por su seguridad.

—Siento que te hayas metido en todo esto, Lil.

—Yo no lo siento. Sí, es aterrador. Pero también es la respuesta a un montón de preguntas. Mucho antes de que comprendiera nada de esto estaba fascinada por Darwinia, por la idea de Darwinia, incluso cuando era niña. Asistí de oyente a algunas clases en la universidad: geología, teoría del génesis, lo que llaman «historiografía implícita», el registro fósil darwiniano y todo eso. Hay tanto que saber sobre el continente, pero siempre hay un misterio en el centro mismo de él. Y nadie tiene ni siquiera el fantasma de una respuesta, a menos que tomes en cuenta a los teólogos. Cuando tropecé con tus notas, y luego conocí a Tom, bueno, quiero decir que allí había una respuesta, por muy extraña que fuera, por muy difícil que resultara de aceptar.

—Quizá hubiera sido mejor para ti no saber nada.

—La ignorancia no es una bendición.

—Temo por tu vida, Lil.

—Yo temo por la vida de todo el mundo. No puedo dejar que eso me detenga.

Él sonrió. Lily añadió:

—No estoy bromeando.

—No, por supuesto que no. Es solo que por un segundo me recordaste a alguien.

—¿Oh? ¿A quién?

—A mi padre. A tu abuelo.

Ella vaciló.

—Me gustaría saber de él.

—Me gustaría contártelo.


Lo que vio en ella, en realidad, fue mucho de su madre. Excepto su tez más clara, hubiera podido ser Caroline: parecía tan voluntariosa como Caroline, ciertamente, pero sin ese núcleo duro de ansiedad y duda. Caroline siempre se había sentido inclinada a alejarse del mundo. Lily deseaba meterse en él de cabeza.

Tom sugirió que el comedor del hotel era un lugar demasiado público para el bien de Guilford, en especial con toda la gente que acudía a cenar, pero había una playa de guijarros colina abajo no lejos del hotel y al norte de los muelles, y Guilford caminó hacia allí con Lily.

El sol del atardecer formaba un entramado de sombras entre las rocas. Ristras de algas se aferraban a un pilote de madera roto. Un brillante gusano de la sal azul culebreaba su camino en busca de la marea menguante.

Lily recogió una baya de la arena, del amasijo vegetal que se formaba por encima de la línea de la marea.

—La bahía es hermosa —dijo.

—La bahía es un estercolero, Lil. Todo va a parar aquí. Resina de pino, aguas negras, aceite de motor, combustible diesel. Nosotros llevamos a Nicholas a nadar en las playas al norte de Fayetteville, donde el agua todavía es clara.

—Tom me habló de Nicholas. Me gustaría conocerle alguna vez.

—Me gustaría que lo conocieras. Aunque no sé si es prudente. Si Tom tiene razón, te has puesto en una posición peligrosa. Así que tengo que preguntártelo, Lil. ¿Por qué estás aquí?

—Quizá tan solo deseaba verte.

—¿Es realmente así?

—Sí.

—Pero eso no es todo.

—No. Eso no es todo.

Se sentaron juntos en un cuarteado bloque de cemento del rompeolas.

—Tenías razón, ¿sabes? Mamá pensaba que estabas loco, o se sintió impresionada de que todavía estuvieras vivo, lo cual la convertía, supongo, en adúltera o algo parecido. No le gustaba hablar de ti, ni siquiera después de que él se fuera.

—Ese Colin Wilson, quieres decir.

—Sí.

—¿Fue bueno contigo?

—No fue un mal hombre. Pero no era un hombre feliz. Quizá vivía en tu sombra. Quizá todos los hacíamos.

—¿La dejó?

—Al cabo de unos años. Pero lo superamos.

—¿Cómo murió Caroline?

—La gripe, ese año fue muy mala. Nada dramático, simplemente… no se recuperó.

—Lo siento.

—La querías, ¿verdad?

—Sí.

—Pero nunca fuiste tras nosotras.

—Esto no os hubiera hecho ningún bien a ninguna de las dos. —Exactamente lo opuesto, pensó Guilford. Mira a Abby. Mira a Nick—. ¿Y ahora qué? No puedes publicar nada sobre todo esto. Lo sabes muy bien.

—Puedo ser mortal, pero no carezco del todo de poder. Tom dice que hay trabajo para mí en los Estados Unidos. Nada peligroso. Solo observar. Decirle a la gente lo que veo.

—Harás que te maten.

—Hay una guerra en curso —dijo Lily.

—Dudo de que Tokio pueda resistir mucho más tiempo.

—No esa guerra. Ya sabes a lo que me refiero.

La Guerra en el Cielo. La psivida, el Archivo, la maquinaria secreta del mundo. Sintió que los años y la frustración hervían en él.

—Por tu propio bien, Lil, no te inmiscuyas. Fantasmas y dioses y demonios…, es alguna pesadilla surgida de la Edad Media.

—¡Pero no es así! —Frunció ansiosamente el ceño hacia él. Su frente era un poco como la de Nick—. Eso es lo que creía John Sullivan, y tenía razón: no es una pesadilla. Vivimos en un mundo real, quizá no lo que parece ser, pero un mundo real con una historia real. Lo que le ocurrió a Europa no fue un milagro, fue un ataque.

—Así que somos hormigas en un hormiguero, y alguien decidió pisotearnos.

—¡No somos hormigas! Somos seres pensantes…

—Signifique esto lo que signifique.

—Y podemos luchar.

Él se puso rígidamente en pie.

—Tengo una familia. Tengo un hijo. Quiero llevar adelante mi negocio y criar a mi hijo. No quiero vivir cien años. No quiero que me descoyunten en una rueda.

—Pero eres uno de los desafortunados —dijo Lily suavemente—. No tienes elección.


Guilford se dio cuenta de que deseaba poder rebobinar los días hasta que su vida estuviera intacta de nuevo. Restablecer a Abby y Nick y la tienda de fotografía y la casa en el promontorio, status quo ante, la ilusión que tan fervientemente había amado.

Alquiló una habitación en el hotel en Oro Delta. Pagó en efectivo y usó un nombre falso. Necesitaba tiempo para pensar.

Llamó para asegurarse de que Abby y Nick estaban bien con el primo de ella, Antonio, en las afueras de Palaepolis. Tony se puso al teléfono. Tony explotaba unos viñedos en las colinas y era propietario de una destartalada casa de ladrillo cerca de la propiedad, llena de espacio para Abby y Nick incluso con los dos chicos de Tony pululando por el lugar.

—¡Guilford! —dijo Tony—. ¿Qué es esta vez?

—¿Esta vez?

—Dos llamadas en quince minutos. Me siento como una telefonista. Creo que tendrías que explicarme algo de esto. No consigo sacarle a Abby nada coherente.

—Tony, yo no te llamé antes.

—¿No? No sé con quién hablé entonces, pero sonaba como si fueras tú, y me dio tu nombre. ¿Has bebido esta noche, Guilford? No es que te lo reproche. Si va algo mal entre tú y Abby estoy seguro de que podrás arreglarlo…

—¿Está Abby aquí?

—Abby y Nick volvieron a la casa. Como tú dijiste que hicieran. ¿Guilford?

Guilford había colgado bruscamente el teléfono.

30

La noche era oscura, los caminos rurales no estaban iluminados. Los faros del coche rastreaban campos de trigo y muros de piedra. Están ahí fuera en la oscuridad, pensó Guilford: enemigos sin rostro, sombras surgidas del inexplicable pasado o del imposible futuro.

Tom había insistido en ir con él, y Lily también, pese a las objeciones de Guilford. Ella no estaría más segura en la ciudad, dijo el hombre de la frontera.

—En estos momentos somos su mejor protección.

A lo que Lily añadió:

—Soy una chica de granja. Sé manejar un rifle, si es necesario.

Guilford tomó una curva y notó que la parte trasera del coche derrapaba antes de poder enderezarla. Aferró con fuerza el volante. Había muy poco tráfico en la carretera de la costa a aquella hora de la noche, gracias a Dios.

—¿Contra cuántos deberemos enfrentarnos?

—Al menos dos. Probablemente más. Quien fuera que incendió su tienda probablemente no era del lugar, o hubieran hecho algo mucho más directo. Pero están aprendiendo aprisa.

—Quien fuera que llamo a casa de Tony usó mi voz.

—Sí, pueden hacer eso.

—Así que son…, ¿cómo los llama usted? ¿Controlados por el demonio?

—Puede llamarlo así.

—¿Y no se les puede matar?

—Oh, puede usted matarlos —dijo Tom—. Solo que tendrá que esforzarse un poco más para conseguirlo.

—¿Por qué van detrás de Abby y Nick?

—No van detrás de Abby y Nick. Si desearan hacerles daño a Abby y Nick, hubieran ido hasta la casa de su primo y hubieran desencadenado el infierno. Abby y Nick son el cebo. Lo cual les da a los tipos malos la ventaja, a menos que los hallemos antes de lo que esperan.

Guilford apretó el pie contra el pedal del acelerador. El motor del Ford rugió; las ruedas traseras escupieron polvo a la oscuridad.

Tom dijo:

—Tengo un par de pistolas en mi talego —que había echado al asiento de atrás—. Las sacaré. Guilford, ¿hay algún arma en la casa?

—Un rifle de caza. No, dos…, hay un viejo Remington guardado en el desván.

—¿Munición?

—Montones. Lily, nos acercamos. Será mejor que mantengas la cabeza baja.

Ella tomó una de las pistolas de Tom.

—Eso estropearía mi puntería —dijo tranquilamente.


El coche de Tony, un viejo dos plazas, estaba aparcado delante de la casa, apenas visible a la luz de los faros. El coche de Tony: Abby debía de haberlo tomado prestado. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la llegada de Abby y Nick? No podía haber sido mucho, dado el trayecto desde Palaepolis. ¿Cuarenta y cinco minutos, una hora?

Pero la casa estaba a oscuras.

—Para el motor —dijo Tom—. Danos un poco de margen. Acércate…, sin luces.

Guilford asintió y cortó el contacto. El Ford flotó en la aterciopelada noche, sin el menor sonido excepto el crujir de la grava bajo los neumáticos cuando frenó hasta detenerse.

La puerta delantera de la casa se abrió a un parpadeo de luz: Abby en el umbral, con una vela en la mano.

Guilford saltó del coche y corrió a meterla de nuevo en la casa. Lily y el hombre de la frontera le siguieron.

—Las luces no funcionan —estaba diciendo Abby—. Y tampoco el teléfono. ¿Qué ocurre? ¿Por qué estáis aquí?

—Abby, yo no llamé. Fue alguna especie de truco.

—¡Pero yo hablé contigo!

—No —dijo él—. No lo hiciste.

Abby se llevó una mano a la boca. Nick estaba detrás de ella en el sofá, soñoliento y confuso.

—Corra esas cortinas —dijo Tom—. Quiero todas las puertas y ventanas cerradas y aseguradas.

—¿Guilford? —Abby tenía los ojos muy abiertos.

—Vamos a tener algún problema aquí, Abby.

—Oh, no… Guilford, sonaba como si fueras tú, era tu voz…

—Estaremos bien. Solo tendremos que mantener las cabezas un poco agachadas. Nick, no te muevas.

Nicholas asintió solemnemente.

—Tome su rifle, Guilford —dijo el hombre de la frontera—. Señora Law, ¿tiene más velas?

—En la cocina —dijo ella, ofuscada.

—Bien. Lily, abra mi talego.

Guilford vio munición, binoculares, un cuchillo de caza en una funda de cuero.

—¿No podemos… simplemente irnos? —preguntó Abby.

—Ahora que estamos aquí —respondió el hombre de la frontera—, no creo que nos dejen hacer eso, señora Law. Pero somos más de los que ellos esperaban, y estamos mejor armados. Así que las posibilidades no son malas. Por la mañana buscaremos una forma de salir.

Abby se envaró.

—Oh, Dios…, ¡lo siento tanto!

—No es culpa suya.

Es mía, pensó Guilford.


Abby se recompuso dedicando su atención a Nick: tranquilizándole, preparando una cama para él en el sofá, que Guilford había retirado de la puerta y había colocado en una esquina de la habitación, con el respaldo mirando hacia fuera.

—Un fuerte —lo llamó Nick.

—Un espléndido fuerte —le dijo Abby.

Contuvo la respiración entre dientes crispados y calculó las horas hasta el amanecer. La gente de ahí fuera quiere hacernos daño, y han cortado la electricidad y el teléfono. No podemos irnos y no podemos pedir ayuda y no podemos luchar…

Guilford la llevó aparte, junto a la joven que Tom Compton había traído a la casa. Aunque a Guilford no le gustaba hablar de su pasado, Abby sabía la existencia de su hija, la hija que había dejado en Londres hacía veinticinco años. Abby la reconoció antes incluso de que Guilford dijera: «Esta es Lily.» Sí, evidentemente. Tenía los ojos de Law, del azul de las mañanas de invierno, y el mismo ceño fruncido.

—Me siento encantada de conocerla —dijo Abby; luego, dándose cuenta de cómo debía de sonar aquello—: Quiero decir, me hubiera gustado…, en otras circunstancias…

—Sé lo que quiere decir —respondió Lily gravemente—. Gracias, señora Law.

Y Abby pensó: ¿Qué sabes acerca de los Hombres Viejos? ¿Quién te introdujo en sus secretos? ¿Cuánto sabe Guilford? ¿Quién está ahí fuera en la oscuridad deseando matar a mi esposo, a mi hijo?

No había tiempo para eso ahora. Estas cosas se habían convertido en lujos: miedo, ira, asombro, dolor.


Nicholas alzó la vista al rostro de su padre cuando Guilford alisó las mantas sobre él.

La luz de las velas hacía que todo pareciera extraño. La propia casa parecía más grande —más vacía—, como si se hubiera expandido hacia las sombras. Nick sabía que algo iba muy mal, que las puertas y ventanas estaban cerradas contra alguna amenaza. «Tipos malos», había oído decir a Tom Compton. Lo cual hacía a Nick pensar en las películas. Usurpadores de tierras, buscavidas, hombres robustos con oscuras ojeras alrededor de los ojos. Asesinos.

—Duerme si puedes —le dijo su padre—. Arreglaremos todo esto por la mañana.

El sueño estaba muy lejos de él. Nick alzó la vista hacia el rostro de su padre con una sensación de pérdida que fue como una puñalada.

—Buenas noches, Nick —dijo su padre, y le revolvió el pelo.

Nicholas se oyó decir:

—Adiós.


Lily hizo la guardia de la cocina.

La casa tenía dos puertas, delantera y trasera, una sala de estar y una cocina. La cocina era más defendible, con su única pequeña ventana y su estrecha puerta. La puerta estaba cerrada con llave. La ventana estaba asegurada también, pero Lily comprendió que ni puerta ni ventana presentarían mucho obstáculo a un enemigo decidido.

Se sentó en una silla de madera con el viejo rifle Remington apoyado en su regazo. Puesto que la habitación estaba a oscuras, Lily había entreabierto una rendija las persianas y había acercado su silla a la ventana. No había luna esta noche, solo unas pocas brillantes estrellas, pero podía ver las luces de los cargueros en la bahía, una constelación terrestre.

El rifle era reconfortante. Aunque ella nunca había disparado contra nada más grande que un conejo.

Bienvenidos a Fayetteville, pensó. Bienvenidos a Darwinia.

Durante toda su vida Lily había leído sobre Darwinia, había hablado de Darwinia —soñado dormida y despierta en Darwinia— con gran consternación de su madre. El continente la fascinaba. Desde su infancia había deseado sondear por sí misma su extrañeza. Y allí estaba ahora: sola en la oscuridad, defendiéndose contra demonios.

Ve con cuidado, muchacha, con lo que deseas.

Conocía virtualmente toda la ciencia natural sobre Darwinia, lo cual no era mucho. Detalles en abundancia, por supuesto, e incluso alguna teoría. Pero la gran pregunta central, el simple y afligido por qué humano, permanecía sin respuesta. Era interesante, sin embargo, que al menos otro planeta en el sistema solar hubiera sido tocado por el mismo fenómeno. Tanto el Observatorio Real en Ciudad del Cabo como el Observatorio Nacional en Bloemfontein habían publicado fotografías de Marte mostrando una diferenciación estacional y un indicio de grandes masas de agua. Un nuevo mundo en el cielo, una Darwinia planetaria.

Las cartas de su padre habían dado sentido a todo aquello, aunque ella difícilmente parecía comprenderlo. Guilford y Tom y todos los Hombres Viejos habían hecho lo que el amigo de Guilford, Sullivan, no pudo: explicar el Milagro en términos seculares. Era una explicación extravagante, ciertamente, y no podía imaginar qué tipo de experimento podía confirmarla. Pero toda esta extraña teografía de Archivos y ángeles y demonios no podía haber surgido en tantos lugares o concordar en tantos detalles si no fuera sustancialmente cierta.

Al principio había dudado…, desechado las notas y cartas de Guilford como las alucinaciones de un superviviente medio muerto de hambre. Jeffersonville había cambiado su modo de pensar. Tom Compton había cambiado su modo de pensar. Había recibido la confianza de los Hombres Viejos, y eso no solamente había cambiado su modo de pensar sino que la había convencido de la futilidad de escribir sobre nada de aquello. No se le permitiría, y aunque lo consiguiera no sería creída. Porque, por supuesto, no había ninguna ciudad en ruinas en las montañas alpinas. Nunca había sido cartografiada, fotografiada, sobrevolada o vista desde ninguna distancia, excepto por la desaparecida expedición Finch. Los demonios, decía Tom, la habían cosido como una manga desgarrada. Podían hacer eso.

Pero, al menos de alguna forma intangible, todavía estaba allí.

Se mantuvo despierta imaginando esa ciudad en las profundidades de Darwinia: el antiguo y desalmado ombligo del mundo. El eje del tiempo. El lugar donde los muertos se reunían con los vivos. Deseó poder verla, aunque sabía que el deseo era absurdo; aunque pudiera encontrarla (y no podía, ella solo era mortal), la ciudad era un lugar peligroso, posiblemente el lugar más peligroso en la superficie de la Tierra. Pero se sentía atraída por la idea de su extrañeza de la misma forma que, cuando niña, había amado en un tiempo ciertos nombres en el mapa: el monte Kosciusko, la gran Cuenca Artesiana, el mar de Tasmania. La atracción de lo exótico, y bendita fuera aquella niña de Wollongong por desearlo. Pero aquí estoy ahora, pensó, con este rifle en mi regazo.

Nunca vería la ciudad. Aunque Guilford la vería de nuevo. Tom se lo había dicho. Guilford estaría allí, en la Batalla…, a menos que su obcecado amor por el mundo lo retuviera.

—Guilford ama demasiado el mundo —le había dicho Tom—. Lo ama como si fuera real.

¿No lo es?, había preguntado ella. Aunque el mundo esté hecho de números y de máquinas…, ¿no es lo bastante real para amarlo?

—Para usted —había admitido Tom—. Algunos de nosotros no podemos permitirnos pensar de ese modo.

Los hindúes hablaban de desprendimiento, ¿o eran los budistas? Abandonar el mundo. Abandonar el deseo. Qué horrible, pensó Lily. Era horrible preguntárselo a alguien, y mucho menos a Guilford Law, que no solo amaba al mundo sino que sabía lo frágil que era.

El viejo rifle estaba cruzado sobre sus piernas con un peso terrible. Nada se movía más allá de la ventana excepto las estrellas encima del agua, distantes soles deslizándose a través de la noche.


Abby, sin armas, estaba acurrucada en un rincón de la estancia penumbrosamente iluminada por las velas. En algún momento después de medianoche Guilford se acercó y se sentó en el suelo a su lado. Puso una mano en su hombro. La piel de ella estaba fría bajo el calor de su palma.

—Nunca volveremos a estar seguros aquí —dijo ella.

—Si tenemos que hacerlo, Abby, nos iremos. Nos trasladaremos más arriba del territorio, adoptaremos otro nombre…

—¿Servirá de algo? Aunque vayamos a alguna otra parte, a un lugar donde nadie nos conozca…, ¿qué entonces? ¿Te quedarás mirando mientras yo me voy haciendo vieja? ¿Me verás morir? ¿Verás a Nicholas envejecer también? ¿Esperarás que el milagro que fuera que te puso aquí acuda y se te lleve de nuevo?

Él se echó hacia atrás, sorprendido.

—No hubieras podido ocultarlo mucho más tiempo. Todavía pareces como si recién hubieras cumplido los treinta.

Él cerró los ojos. No morirás, le había dicho su fantasma, y él había contemplado cómo sus cortes curaban milagrosamente, había observado la gripe pasar por su lado sin hacerle nada mientras se llevaba consigo a su hija pequeña. Se odiaba por ello, muy a menudo.

Pero la mayor parte de las veces simplemente fingía. Como con Abby: Abby envejeciendo, Abby muriendo…

Sanaba rápidamente, pero eso no significaba que no pudiera morir. Algunas heridas eran irrevocables, e incluso Tom era muy consciente de ello. No podía imaginar un futuro más allá de Abby, aunque eso significara arrojarse desde un acantilado o meterse el cañón de una pistola en la boca. Todo el mundo tenía derecho a morir. Nadie merecía un siglo de dolor.

Abby pareció leer sus pensamientos. Tomó su mano y la mantuvo entre las suyas.

—Haz lo que tengas que hacer, Guilford.

—No dejaré que te hagan ningún daño, Abby.

—Haz lo que tengas que hacer —repitió ella.

31

El primer disparo rompió una ventana de la sala de estar.

Nicholas, que había estado dormitando, se sentó envarado en el sofá y se echó a llorar. Abby corrió hasta él, le hizo bajar la cabeza.

—Agáchate —dijo—. ¡Agáchate, Nicky, y cúbrete la cabeza!

—¡Quédate con él! —gritó Guilford. Más balas atravesaron la ventana, agitando las cortinas como un viento huracanado, abriendo agujeros del tamaño de puños en la pared opuesta.

—Protege esta habitación —dijo Tom—. Lily, arriba conmigo.

Deseaba una ventana que mirara al este y tuviera una cierta elevación. El amanecer estaba solo a veinte minutos. A estas horas ya habría luz en el cielo.


Guilford se acurrucó detrás de la puerta delantera. Disparó un par de tiros al azar a través de la rendija para el correo, con la esperanza de desanimar a quien fuera que estuviese al otro lado.

Una andanada de balas atravesó como respuesta la puerta de madera de mezquita encima de él. Se agachó bajo una lluvia de astillas.

Las balas fracturaron la madera, el yeso, los muebles, las cortinas. Una de las velas de la cocina de Abby se apagó. El olor de madera quemada se hizo punzante e intenso.

—¿Abby? —llamó—. ¿Estás bien?


La habitación que miraba al este era la de Nick. Sus modelos de aviones de madera de balsa estaban alineados en un estante con su radio de galena y su colección de conchas marinas.

Tom Compton arrancó las cortinas de la ventana e hizo saltar de una patada el cristal del panel inferior.

La casa resonaba todavía con los ecos del sonido de cristales rotos.

El hombre de la frontera se agachó bajo el umbral, alzó brevemente la cabeza y volvió a agacharse.

—Veo cuatro de ellos —dijo—. Dos ocultos detrás en los coches, al menos dos más fuera junto al olmo. ¿Tiene buena puntería, Lil?

—Sí. —No tenía ningún sentido ser modesta. Aunque nunca había disparado con aquel Remington.

—Dispare hacia el árbol —dijo Tom—. Yo cubriré los blancos más cercanos.

No había tiempo para pensar. No dudó, simplemente se apoyó en el marco de la ventana con la mano izquierda y empezó a disparar su pistola a un ritmo firme y rápido.

El perlino cielo arrojaba una débil luz. Lily fue a la ventana, exponiendo la cabeza tan poco como le fue posible, y tomó puntería sobre el olmo, y luego sobre la forma imprecisa a su lado. Disparó.

No era un conejo. Pero podía imaginar que lo era. Pensó en la granja en las afueras de Wollongong, disparando contra los conejos con Colin Watson cuando todavía lo llamaba «papá». En aquellos días el rifle había parecido más grande y pesado. Pero se sentía firme con él. Colin le enseñó a anticipar el ruido, el retroceso.

La hacía sentir mal cuando morían los conejos, y eran colocados en fila como arrugadas bolsas de papel sobre la seca tierra. Pero los conejos eran una plaga; aprendió a reprimir la simpatía.

Y la de aquí era otra plaga. Disparó calmadamente el rifle. Le golpeó el hombro. Un cartucho resonó al rebotar contra el suelo de madera de la habitación de Nick y se metió debajo de la cama.

¿Había caído la figura-sombra? Creía que sí, pero la luz era tan pobre…

—No se detenga —dijo Tom mientras recargaba su arma—. No se derriba a esa gente con un solo disparo. No son tan fáciles de matar.


Guilford había perdido la sensibilidad de su pierna izquierda. Cuando bajó la vista vio una oscura humedad por encima de su rodilla y olió a sangre y carne magullada. La herida ya estaba sanando, pero sin duda había sido seccionado un nervio; repararlo tomaría su tiempo.

Se arrastró hacia el sofá, dejando un pequeño reguero de sangre.

—¿Abby? —dijo.

Más balas atravesaron las arruinadas puerta y ventana. Al otro lado de la habitación las cortinas de tela de Abby empezaron a arder sin llama, rezumando oscuro humo. Algo golpeó repetidamente contra la puerta de la cocina.

—¿Abby?

No hubo respuesta del sofá.

Oyó los disparos de Tom y Lily arriba, gritos de dolor y confusión fuera.

—¡Háblame, Abby!

El respaldo del sofá había sido alcanzado varias veces. Partículas de tapicería y del relleno de algodón colgaban en el aire como sucia nieve.

Apoyó su mano en un charco de sangre; no era suya.


—Cuento cuatro derribados —dijo Tom Compton—, pero no seguirán así a menos que terminemos con ellos. Y puede que haya más en la parte de atrás. —Pero ninguna ventana del primer piso miraba en esa dirección.

Se apresuró escaleras abajo. Lily le siguió de cerca. Sus manos temblaban ahora. La casa olía a cordita y a humo y a sudor masculino y a cosas peores.

Abajo en la sala de estar, el hombre de la frontera se detuvo en seco en el arco de la entrada y dijo:

—¡Oh, Cristo!

Alguien había entrado por la puerta de atrás.

Un hombre gordo con el uniforme gris de la Policía Territorial.

—Sheriff Carlyle —dijo Guilford.

Guilford estaba evidentemente herido y ofuscado, pero había conseguido mantenerse en pie. Una mano aferraba su ensangrentado muslo. Tendió la otra implorante. Había dejado caer su pistola junto al sofá…

Junto al sofá empapado en sangre.

—Están heridos —dijo Guilford en un lamento—. Tiene que ayudarme a llevarlos a la ciudad. Al hospital.

Pero el sheriff se limitó a sonreír y a alzar su pistola.

El sheriff Carlyle: uno de los tipos malos.

Lily luchó por apuntar con su rifle. Su corazón latía alocado, pero su sangre se había convertido en un frío cieno.

El sheriff disparó dos veces antes de que Tom lo enviara de un solo tiro girando sobre sí mismo contra la pared.

El hombre de la frontera se acercó al caído sheriff. Le disparó tres balas más a quemarropa hasta que su cabeza estuvo tan roja e informe como uno de los conejos de Colin Watson.

Guilford estaba tendido en el suelo, y la sangre manaba como una fuente de la herida en el pecho.

Abby y Nicholas estaban detrás de la inútil fortaleza del sofá, inexpresablemente muertos.

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