Interludio

La sentiencia-semilla Guilford Law cayó en el Archivo como un núcleo de materia compleja no mayor que un grano de arena.

Una firme lluvia de esos granos caía constantemente al Archivo. Eran sentiencias-semilla extraídas de todos los mundos, de todas las especies cuya historia era puesta en peligro por la incursión de las psividas. Cada grano era a todos los efectos un arma, camuflada contra todo reconocimiento y preparada para interactuar con la subestructura hermética del Archivo de formas que desviaran la atención del enemigo.

Había batallas en curso en todos lados dentro del Archivo. Paquetes de Turing subsintientes vagaban libres, buscando la signatura algorítmica de la psivida e interrumpiendo su reproducción. Los nodos de psivida, a su vez, mutaban o camuflaban sus códigos reproductivos. Los paquetes depredadores florecían por un tiempo, luego morían cuando los invasores los tomaban como blancos e inutilizaban sus secuencias de ataque. La guerra se convertía en una ecología.

El papel de Guilford estaba en otra parte. Sus sistemas autonómicos llamaban a la arquitectura funcional del Archivo, y este lo enviaba a la réplica de la arcaica Tierra. No podía manifestarse como un ser fenomenológico —al menos, no funcionalmente, y no durante mucho tiempo—, pero podía comunicarse directamente con la réplica de Guilford Law.

Lo que ocurría allí era importante. La psivida había alterado radicalmente la ontosfera que era el corazón del Archivo. Las cicatrices de la batalla estaban por todas partes.

El continente de Europa había sido revisado de un solo golpe, abrumado con una historia mutante. La psivida había intentado crear una secuencia evolutiva que permitiría su entrada en la ontosfera a través del vehículo de las criaturas subsintientes insectoides.

El esfuerzo se había encontrado con una resistencia efectiva. Su meta había sido transformar enteramente la Tierra. Habían convertido solo una fracción de ella.

Pero el mundo réplica había resultado cambiado permanentemente. Vidas que habían sido cortadas en seco —como la de Guilford— se habían visto retorcidas en nuevas formas autónomas, completamente sintientes. Muchas de ellas eran conductos permeables de la subestructura del Archivo a la ontología de su núcleo. Es decir, caminos a través de los cuales los espíritus —como el de Guilford, o los nodos parasitarios de la psivida— podían entrar y alterar el plenum de la historia.

La consciencia-semilla que era Guilford Law sintió ira ante el daño ya causado. Y miedo: miedo por las nuevas mentes-semilla creadas por la invasión de la psivida, que podían no ser recuperables: que podían enfrentarse, en otras palabras, al horror de la absoluta extinción.

Entidades que no habían sido más que reconstrucciones del pasado se habían convertido en rehenes: vulnerables, quizá condenados, si la incursión de la psivida a la ontosfera continuaba sin resistencia.


Como una sentiencia-semilla, aislada de su noosfera, Guilford no podía esperar abarcar más que una fracción de la guerra. No era esa su intención. Había acudido, con los demás, con la única finalidad de intervenir en la batalla por la Tierra.

Comprendía lo suficientemente bien la Tierra.

En Europa, los psiones se habían visto inmovilizados (pero solo temporalmente) en su abortivo punto de acceso: un pozo, como aparecía en su plenum, que unía las estructuras ocultas del Archivo a la Tierra ontológica. Los psiones habían utilizado enormes criaturas insectoides como sus avatares, habían investido sus medios y sus motivos en aquellos animales, los habían utilizado para construir una tosca ciudad de piedra para proteger su punto de acceso.

La ciudad había caído en una batalla anterior. El paso había sido sellado con toda efectividad.

Por ahora.

Una nueva actividad lo había atraído. El campo Higgs, barriendo el Archivo para crear tiempo ontológico, empujó hacia una nueva diáspora de la psivida. Otro Armagedón. Otra batalla.

Captó todo aquello directamente: el pozo, y su propio avatar Guilford Law, el continente que algunos llamaban Darwinia, incluso el alterado paisaje marciano, con sus ahistóricas mentes-semilla luchando por la autonomía. Crisis pasadas y crisis futuras.

No podía intervenir, no directamente. Como tampoco podía simplemente capturar y dirigir un avatar, como hacían los psiones. Respetaba la independencia moral de las vidas-semilla. Abordó tentativamente a su avatar. Luchó por precisarse en el espectro mental del avatar, convertirse en la cosa puramente mortal que había sido en su tiempo.

Fue extraño redescubrir aquel núcleo de yo, el caótico amasijo de miedos y necesidades y aspiraciones que era el embrión de toda sentiencia. Entre sus pensamientos:

En su tiempo esto fui yo. En su tiempo esto fue todo lo que existió de mí, desnudo y solo y temeroso, sin otro Yo. Una mota en un mar de materia inanimada.

Se sintió invadido por la piedad.

Entró en las percepciones del avatar como un fantasma, que era todo lo que podía manifestar de sí en la ontosfera del Archivo. Está a punto de producirse una batalla, le dijo a su avatar. Tienes un papel que representar en ella. Necesito tu ayuda.

Su avatar escuchó todas sus difíciles explicaciones. Las palabras eran torpes, primitivas, apenas adecuadas.

Y luego su avatar lo rechazó.


—No me importa lo que digas. —La joven voz de Guilford fue franca y definitiva—. No sé lo que eres o si estás diciendo la verdad. Lo que describes es medieval: fantasmas y demonios y monstruos, como cualquier auto del siglo X.

La sentiencia infantil estaba amargada. Había sido abandonado por su esposa. Había visto mucho más de lo que era capaz de abarcar. Había visto morir a sus compatriotas.

El Guilford más viejo comprendió.

Recordó el bosque de Belleau y Bouresches. Recordó un campo de trigo con amapolas. Recordó a Tom Compton, partido en dos por el fuego de ametralladora. Recordó el dolor.

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