«Oh hipócritas, podéis discernir el rostro del cielo: pero, ¿podéis discernir los signos de los tiempos?»
Las tripulaciones de los barcos de vapor supervivientes habían inventado sus propias leyendas. Grandes historias, todas ellas flagrantemente falsas, y Guilford Law había oído ya la mayor parte de ellas cuando el Odense cruzó el meridiano quince.
Un camarero de cubierta borracho le había hablado del lugar donde se encuentran los dos océanos: el Viejo Atlántico de las Américas y el Nuevo Atlántico de Darwinia. La división, decía el camarero, era tan nítida como una línea de cambio climático y dos veces más traidora. Un mar era más viscoso que el otro, como aceite, y los animales que intentaban cruzar del uno al otro morían inevitablemente. En consecuencia, la zona estaba sembrada con los cuerpos de animales tanto familiares como extraños: delfines, tiburones, rorcuales, ballenas azules; anguilatos, barriles de mar, peces vesicantes, peces bandera. Flotaban con sus lechosos ojos muy abiertos, flanco contra flanco y boca contra cola. Estaban innaturalmente conservados por las heladas aguas, un solemne augurio a los barcos lo bastante temerarios como para cruzar sus apretadas y hediondas filas.
Guilford sabía perfectamente bien que la historia era un mito, una historia de horror para asustar a los crédulos. Pero como cualquier mito, tomado en su momento correcto, era fácil de creer. Se inclinó sobre la desgastada barandilla del Odense al anochecer, en medio del Atlántico. El viento arrastraba latigazos de espuma de un crestado mar, pero al oeste las nubes se habían abierto y el sol arrojaba largos dedos sobre el agua. En alguna parte más allá del horizonte oriental estaba la amenaza y la promesa del nuevo mundo, la Europa transformada, el continente milagro que los periódicos todavía llamaban Darwinia. Puede que no hubiera peces vesicantes junto a la quilla del barco, y la misma agua salada lamía todas las orillas terrestres, pero Guilford sabía que había cruzado una auténtica frontera, y su centro de gravedad cambió de lo familiar a lo extraño.
Se alejó de la barandilla, con las manos tan heladas como el latón sobre el que habían estado apoyadas. Tenía veintidós años y nunca había estado en el mar antes del último viernes. Demasiado alto y delgado para ser un buen marinero, a Guilford no le gustaba maniobrar por los angostos laberintos del Odense, como había hecho como pañolero de guardia para un barco de pasajeros danés en los años anteriores al Milagro. Pasaba la mayor parte del tiempo en la cabina con Caroline y Lily o, cuando el frío no era demasiado intenso, aquí en cubierta. El meridiano quince era el extremo occidental del gran círculo tallado en el globo, y más allá de este punto esperaba poder captar un atisbo de alguna vida marina darwiniana. No un millar de anguilatos muertos «enredados como el cabello de una mujer muerta», sino quizás un pez barril saliendo a la superficie para llenar sus sacos pulmonares. Estaba ansioso por ver alguna muestra del nuevo continente, incluso un pez, aunque sabía que su ansia era ingenua y le costaba ocultarla de los demás miembros de la expedición.
La atmósfera bajo cubierta era opresiva y asfixiante. Guilford y su familia habían conseguido un diminuto camarote en la parte media del buque; Caroline apenas salía de él. Había estado mareada desde el día mismo en que partieron del puerto de Boston. Ahora estaba mejor, insistía, pero Guilford sabía que no se sentía feliz. Nada de aquel viaje la hacía feliz, pese a que había subido de buen grado a bordo.
De todos modos, entrar en el lugar donde ella se hallaba era como enamorarse de nuevo. Caroline estaba sentada con la espalda arqueada en el borde de la cama, peinándose el cabello con un peine de madreperla, y el peine seguía la curva de su cuello en lentos y meditativos golpes. Sus grandes ojos estaban entrecerrados. Parecía una princesa en un sueño de opio: reservada, soñadora, perpetuamente triste. Simplemente, pensó Guilford, era hermosa. Sintió, no por primera vez, la urgencia de fotografiarla. Lo había hecho poco antes de su boda, pero el resultado no le había satisfecho. Las placas secas no reflejaban los matices expresivos, la suntuosidad de su pelo, los siete matices de negro.
Se sentó al lado de ella y resistió el deseo de acariciar su hombro desnudo por encima de su camisola. Últimamente no había recibido muy bien sus contactos.
—Hueles como el mar —le dijo.
—¿Dónde está Lily?
—Respondiendo a una llamada de la naturaleza.
Se adelantó para besarla. Ella le miró, luego le ofreció la mejilla. Estaba fría.
—Deberíamos vestirnos para cenar —dijo.
La oscuridad envolvía el barco en una especie de capullo. Las escasas luces eléctricas estrechaban en sombras los pasillos. Guilford llevó a Caroline y Lily a la poco iluminada estancia que pasaba por comedor y se unieron a un puñado de los científicos de la expedición en la mesa del cirujano del barco, un danés corpulento y alcohólico.
Los naturalistas discutían de taxonomía. El médico estaba hablando de queso.
—Pero si creamos un sistema linneano completamente nuevo…
—¡Que es lo que requiere la situación!
—…está el riesgo de sugerir una conectividad de descenso, la familiaridad de especies por otra parte bien definidas…
—¡Queso gjedsar! En estos días tenemos queso gjedsar incluso en la mesa del desayuno. Naranjas, jamón, salchichas, pan de centeno con caviar rojo. Cada comida es un auténtico frokost. No es que esto signifique indulgencia. ¡Ah! —El doctor vio a Guilford—. Nuestro fotógrafo. Y su familia. ¡Encantadora dama! ¡La pequeña señorita!
Los comensales se pusieron en pie e hicieron sitio. Guilford había hecho amigos entre los naturalistas, en particular el botánico llamado Sullivan. Caroline, aunque evidentemente era una presencia bienvenida, tenía poco que decir en esas comidas. Pero era Lily quien se había ganado la mesa. Lily tenía apenas cuatro años, pero su madre le había enseñado los rudimentos del decoro, y a los científicos no les importaba su carácter inquisitivo…, con la posible excepción de Preston Finch, el naturalista de mayor edad de la expedición, que no tenía buena mano con los niños. Pero Finch se hallaba en el extremo opuesto de la larga mesa, monopolizando a un geólogo de Harvard. Lily se sentó al lado de su madre y abrió metódicamente su servilleta. Sus hombros apenas alcanzaban el plano de la mesa.
El doctor radiaba…, un poco ebriamente, pensó Guilford.
—La joven Lilian parece hambrienta. ¿Te gustaría una costilla de cerdo, Lily? ¿Sí? No es muy abundante, pero está comestible. ¿Y un poco de compota de manzana?
Lily asintió, intentando no titubear.
—Bien. Bien. Lily, estamos a medio camino en medio del gran mar. A medio camino hacia el gran territorio de Europa. ¿Te sientes feliz?
—Sí —condescendió Lily—. Pero nosotras solo vamos a Inglaterra. Es papá quien va a Europa.
Lily, como la mayoría de la gente, había empezado a distinguir entre Inglaterra y Europa. Aunque Inglaterra estaba tan cambiada por el Milagro como Alemania o Francia, eran los ingleses quienes habían hecho valer con mayor efectividad sus reclamaciones territoriales, reconstruyendo Londres y los puertos costeros y manteniendo un estrecho control de su flota naval. Preston Finch empezó a prestar atención. Desde el pie de la mesa, frunció el ceño a través de su bigote recio como si estuviera hecho de alambres.
—Su hija hace una falsa distinción, señor Law.
Las conversaciones en la mesa en el Odense no habían sido tan enérgicas como Guilford había anticipado. Parte del problema era el propio Finch, autor de Apariencia y revelación, el texto seminal de naturalismo noachiano incluso antes del Milagro de 1912. Finch era alto, canoso, carente de humor, e hinchado por su propia reputación. Sus credenciales eran impecables; había pasado dos años a lo largo de los ríos Colorado y Rouge recogiendo evidencias de una inundación global, y había sido una fuerza importante en el renacimiento noachiano desde el Milagro. Todos los demás evidenciaban la avergonzada actitud de los pecadores reformados, en uno u otro grado, excepto el botánico, el doctor Sullivan, que era más viejo que Finch y se sentía lo bastante seguro como para importunarle con una cita ocasional de Wallace o Darwin. Los evolucionistas reformados con menos seguridad en sus convicciones tenían que ser más cuidadosos. En conjunto, la situación exigía una charla un tanto tensa y cautelosa.
El propio Guilford se mantenía en general discreto. No se esperaba que el fotógrafo de la expedición diera opiniones científicas, y quizás eso era lo mejor.
El cirujano del barco frunció el ceño a Finch y llamó la atención de Caroline.
—¿Dispone ya de alojamiento en Londres, señora Law?
—Lily y yo nos alojaremos con un familiar —dijo Caroline.
—¡Vaya! ¡Un primo inglés! ¿Soldado, trampero o tendero? Solo hay esos tres tipos de personas en Londres.
—Estoy segura de que tiene usted razón. Mi familia tiene una tienda de ferretería y mercería.
—Es usted una mujer valiente. La vida en la frontera…
—Es solo por un tiempo, doctor.
—¡Mientras los hombres cazan tiburones! —Algunos de los naturalistas le miraron con ojos inexpresivos—. ¡Lewis Carroll! —les dijo—. ¡Un inglés! ¿Son todos ustedes ignorantes?
Silencio. Finalmente, Finch dijo:
—Los autores europeos no son tenidos en alta estima en América, doctor.
—Por supuesto. Disculpen. Una persona olvida. Si es afortunada. —El cirujano miró desafiante a Caroline—. En su tiempo Londres fue la ciudad más grande del mundo. ¿Sabía usted eso, señora Law? No esa cosa primitiva que es ahora, todo cabañas, retretes comunes y barro. Pero me gustaría poder mostrarle Copenhague. ¡Eso era una ciudad! Eso era una ciudad civilizada.
Guilford había conocido a personas como el cirujano. Había una en cada bar del puerto en Boston. Europeos varados en Norteamérica brindando hoscamente por Londres o París o Praga o Berlín, buscando algún club al que unirse, una Leal Orden de esto o de aquello, un lugar donde pudieran oír hablar su idioma como si no fuera una lengua muerta o agonizante.
Caroline comió en silencio, e incluso Lily se mostró apagada; toda la mesa era sutilmente consciente de que habían cruzado la mediana, y los misterios que se abrían delante gravitaban de pronto más grandes que las grises certidumbres de Washington o Nueva York. Solo Finch no parecía afectado, discutiendo en un tono muy agudo la importancia del pedernal de cuarzo con quien quisiera escuchar.
Guilford había reparado por primera vez en Preston Finch en las oficinas de Atticus and Pierce, un editor de libros de texto de Boston. Liam Pierce los había presentado. Guilford había estado en el Oeste el año pasado con Walcott, fotógrafo oficial para el reconocimiento del río Gallatin y del cañón Deep Creek. Finch estaba organizando una expedición para cartografiar el interior del sur de Europa, y disponía del respaldo de una serie de hombres acomodados y el apoyo del Instituto Smithsoniano. Había un puesto para un fotógrafo experimentado. Guilford estaba cualificado, y probablemente fue por eso por lo que Pierce lo presentó a Finch, aunque era posible que el hecho de que Pierce fuera el tío de Caroline tuviera algo que ver con ello.
De hecho, Guilford sospechaba que Pierce solo quería tenerlo fuera de la ciudad por otro motivo. El editor de éxito y su sobrino político no siempre se habían llevado bien, aunque ambos querían genuinamente a Caroline. De todos modos, Guilford se sintió agradecido por la oportunidad de unirse a Finch en el nuevo mundo. La paga era buena, según los estándares del momento. El trabajo podía proporcionarle una modesta reputación. Y estaba fascinado por el Continente. Había leído no solo los informes de la expedición Donnegan (a lo largo de las estribaciones de los Pirineos, de Burdeos a Perpiñán, 1918) sino (en secreto) todas las historias darwinianas en Argosy y All-Story Weekly, en especial las de Edgar Rice Burroughs.
Con lo que Pierce no había contado era con la testarudez de Caroline. No estaba dispuesta a que la dejaran sola con Lily una segunda vez, ni siquiera por una temporada, no importaba el dinero implicado o las repetidas ofertas de contratar a una doncella durante todo el día para ella. Tampoco Guilford deseaba especialmente dejarla, pero aquella expedición era un punto pivotal de su carrera, quizá la diferencia entre la pobreza y la seguridad.
Pero ella no estaba dispuesta a transigir. Amenazó (aunque aquello no tenía sentido) con abandonarle. Guilford respondió calmada y pacientemente a todas sus objeciones, y ella no cedió ni un milímetro.
Al final ella aceptó un compromiso por el cual Pierce pagaría el viaje de ella a Londres, donde permanecería con unos familiares mientras Guilford continuaba hasta el Continente. Sus padres estaban visitando Londres cuando ocurrió el Milagro, y ella afirmó que deseaba ver el lugar donde habían muerto.
Por supuesto, se suponía que uno no podía decir que la gente había muerto en el Milagro: había sido «arrebatada» o había «pasado a otro lugar», como si hubiera sido trasladada a la gloria entre aliento y aliento. Y, pensaba Guilford, ¿quién sabe? Quizás había ocurrido realmente de esa forma. Pero, de hecho, varios millones de personas se habían simplemente desvanecido de la faz de la tierra, junto con sus granjas y sus ciudades y su flora y su fauna, y Caroline no podía perdonar el Milagro; lo veía como algo duro y violento.
Le hacía sentir peculiar el ser el único hombre a bordo del Odense con una mujer y una hija a su lado, pero nadie había hecho ninguna observación hostil, y Lily se había ganado más de un corazón. Así que se permitió sentirse afortunado.
Después de la cena la gente se dispersó: el cirujano del barco a hacer compañía a una botella de whisky de centeno canadiense, los científicos a jugar a las cartas en destartaladas mesas con el sobre de fieltro en el salón de fumar, Guilford de vuelta a su cabina para leerle a Lily un capítulo de un buen cuento de hadas norteamericano, El mago de Oz. Los libros de Oz estaban por todas partes desde que los hermanos Grimm y Andersen habían perdido el favor del público, por el hecho de arrastrar consigo el aroma de la Vieja Europa. Guilford se había ido encariñando cada vez más con la niñita de Kansas y sus aventuras.
Finalmente Lily echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, Guilford la contempló dormida y sintió una punzada de desorientación. Era extraño cómo la vida embrollaba las cosas. ¿Cómo había llegado a subir a un vapor con destino a Europa? Quizá, después de todo, no había tomado la decisión más juiciosa.
Pero por supuesto no había modo de volverse atrás.
Alisó las sábanas sobre la litera de Lily, apagó la luz y se reunió con Caroline en la cama. Caroline estaba dormida de espaldas a él, un puro arco de calidez humana. Se enroscó contra ella y dejó que el gruñir de los motores lo condujera al sueño.
Despertó poco después de amanecer, inquieto; se vistió y se deslizó fuera del camarote sin despertar ni a su esposa ni a su hija.
El aire en cubierta era desapacible, el cielo matutino tan azul como la porcelana. Solo unos pocos jirones altos de nubes marcaban el horizonte oriental. Guilford se inclinó contra el viento, sin pensar en nada en particular, hasta que un joven oficial se reunió con él en la barandilla. El marinero no ofreció su nombre ni su rango, solo una sonrisa, la camaradería accidental de dos hombres despiertos en la punzante mañana.
Miraron al cielo. Al cabo de un rato el marinero volvió la cabeza y dijo:
—Nos estamos acercando. Puede olerse en el viento.
Guilford frunció el ceño ante la perspectiva de otra historia increíble.
—¿Oler qué?
El marinero era norteamericano; su acento era del Misisipi.
—Un poco como canela. Un poco como gaulteria. Un poco como algo que uno no ha olido nunca antes. Como una vieja especia polvorienta de un lugar en el que ningún hombre blanco ha estado nunca. Podrá olerlo mejor si cierra los ojos.
Guilford cerró los ojos. Era consciente del helor del aire a través de sus fosas nasales. Sería un pequeño milagro si podía oler algo en absoluto en aquel viento. Y sin embargo…
¿Clavo, se preguntó? ¿Cardamomo? ¿Incienso?
—¿Qué es?
—El nuevo mundo, amigo. Cada árbol, cada río, cada montaña, cada valle. Todo el continente, cruzando el océano con el viento. ¿Lo huele?
Guilford creyó que sí.
Eleanor Sanders-Moss era todo lo que Elias Vale había esperado: una recia aristócrata del Sur con la flor de la edad ya marchita, la espalda recta, la barbilla alta, la lluvia resbalando por su paraguas de seda, la dignidad colonizando las ruinas de la juventud. Dejó el cabriolé aguardándola junto a la acera; al parecer el renacimiento del automóvil había pasado por el lado de la señora Sanders-Moss sin tocarla. Los años no. Sufría de patas de gallo y de dudas. Las arrugas habían ido más allá de la posibilidad de ocultarlas; trataba transparentemente de ocultar las dudas.
—¿Elias Vale? —preguntó.
El sonrió, igualando su reserva, fintando por una ventaja. Cada pausa era un arma. Era bueno en ello.
—La señora Sanders-Moss —contestó—. Por favor, entre.
Ella cruzó la puerta, cerró el paraguas y lo depositó sin ceremonias en el paragüero que era una pata de elefante. Parpadeó cuando él cerró la puerta. Vale prefería mantener las luces bajas. En los días oscuros como este los ojos eran lentos en ajustarse. Era un riesgo para la navegación, pero la atmósfera era lo más importante: después de todo, estaba en el comercio de lo invisible.
Y la atmósfera estaba teniendo su efecto en la señora Sanders-Moss. Vale intentó imaginar la escena desde su perspectiva, el ajado esplendor de su casa alquilada en el lado equivocado del Potomac. Aparadores con bronces Victorianos: luchadores griegos, Rómulo y Remo mamando de las tetas de una loba. Pinturas japonesas oscurecidas por sombras. Y el propio Vale, prematuramente canoso (una ventaja, en realidad), recio, con su chaqueta ribeteada de terciopelo, su rostro de facciones ordinarias redimido por la fiereza de unos ojos siempre enfocados. Unos ojos verdes. Había nacido con suerte: el pelo y los ojos lo hacían plausible, pensaba a menudo.
Prolongó el silencio en la habitación. La señora Sanders-Moss se agitó un poco y finalmente dijo:
—Teníamos una cita…
—Por supuesto.
—La señora Fowler me recomendó…
—Lo sé. Por favor, pase a mi estudio.
Sonrió de nuevo. Lo que deseaban aquellas mujeres era algo outré, no terrenal…, un monstruo, pero su monstruo; un monstruo domesticado pero no totalmente manso. Condujo a la señora Sanders-Moss más allá de las cortinas de terciopelo hasta una habitación más pequeña flanqueada con libros. Los libros eran viejos, voluminosos, impresionantes a menos que uno se molestara en descifrar las casi borradas letras doradas de sus ajados lomos: colecciones de sermones del siglo XIX, que Vale había comprado por unos pocos centavos en una subasta en una granja. El arcanum, suponía la gente.
Condujo a la señora Sanders-Moss a una silla, luego se sentó frente a ella al otro lado de una mesa de lustroso sobre. Ella no debía saber que él también estaba nervioso. La señora Sanders-Moss no era una clienta ordinaria. Era la presa que había estado acechando desde hacía ya más de un año. Estaba bien relacionada. Organizaba un salón mensual en su finca de Virginia al que asistían muchas de las lumbreras intelectuales de la ciudad…, y sus esposas.
Deseaba mucho impresionar a la señora Sanders-Moss.
Ella cruzó las manos sobre su regazo y le dirigió una intensa mirada.
—La señora Fowler me recomendó mucho que acudiera a usted, señor Vale.
—Doctor —corrigió él.
—Doctor Vale. —Todavía se mostraba insegura—. No soy una mujer crédula. No consulto a espiritistas, como norma. Pero la señora Fowler estaba muy impresionada por sus lecturas.
—Yo no leo, señora Sanders-Moss. No hay hojas de té aquí. No examino su palma. No hay ninguna bola de cristal. Nada de cartas de tarot.
—No quería decir…
—No me siento ofendido.
—Bueno, ella me habló muy bien de usted. La señora Fowler, quiero decir.
—Recuerdo a la dama.
—Lo que le dijo usted sobre su esposo…
—Me alegra que se sintiera complacida. Ahora, ¿por qué está usted aquí?
Ella apoyó las manos en su regazo. Reteniendo quizá el deseo de echar a correr.
—He perdido algo —susurró.
El aguardó.
—Un mechón de cabello…
—¿Cabello de quién?
La dignidad huyó. Ahora la confesión.
—De mi hija. Mi primera hija. Emily. Murió a los dos años. Difteria, ¿sabe? Era una niñita perfecta. Cuando se puso enferma corté un mechón de su cabello y lo guardé con algunas otras de sus cosas. Un sonajero, el traje de bautizar…
—¿Todo ha desaparecido?
—¡Sí! Pero es el cabello lo que parece… la pérdida más terrible. En realidad es todo lo que me queda de ella.
—¿Y usted desea mi ayuda para hallar esos objetos?
—Si no es algo demasiado trivial.
Él suavizó su voz.
—No es trivial, en absoluto.
Ella le miró con un soplo de alivio: se había vuelto vulnerable y él no había hecho nada para causarle daño; había comprendido. Eso era lo más importante, pensó Vale, esa pequeña melodía de vergüenza y redención. Se preguntó si los médicos que trataban las enfermedades venéreas sentían lo mismo.
—¿Puede ayudarme?
—Con toda honestidad, no lo sé. Puedo intentarlo. Pero tiene usted que ayudarme. ¿Tomará mi mano?
La señora Sanders-Moss adelantó tentativamente su mano por encima de la mesa. Era pequeña y fría, y él la dobló dentro de la suya, más grande y firme.
Sus ojos se encontraron.
—Intente no sorprenderse por nada de lo que pueda ver u oír.
—¿Trompetas parlantes? ¿Ese tipo de cosas?
—Nada tan vulgar. Esto no es una tienda de feria.
—No quería decir…
—No importa. Recuerde también que tal vez deba ser paciente. A menudo toma su tiempo contactar con el otro mundo.
—No tengo que ir a ningún otro sitio, señor Vale.
De este modo quedaban cerrados los preliminares, y todo lo que quedaba era enfocar su concentración y aguardar a que el dios se alzara de sus profundidades interiores…, de lo que los místicos hindúes llamaban «los chakras inferiores». No le gustaba. Siempre era una experiencia dolorosa, humillante.
Había que pagar un precio por todo, pensó Vale.
El dios: solo él podía oírlo hablar (a menos que le prestara su propia lengua corpórea); y cuando hablaba, él no podía oír ninguna otra cosa. Lo había oído por primera vez en agosto de 1914.
Antes del Milagro había llevado una vida marginal con un espectáculo ambulante. Vale y otros dos socios se habían pateado el interior más profundo del país con un cuerpo momificado que habían comprado en la puerta trasera de una funeraria en Racine y que presentaban como el cadáver de John Wilkes Booth. El espectáculo funcionaba mejor en las remotas ciudades donde nunca llegaba el circo, lejos de las líneas del ferrocarril, en las profundidades de la zona algodonera, la zona del trigo, la zona del cáñamo de Kentucky. Vale se las apañaba bien, soltando su discurso y embaucando a la gente. Tenía talento con las palabras. Pero era un negocio agonizante antes incluso del Milagro, y el Milagro acabó de matarlo. Los ingresos rurales cayeron en picado; los pocos que todavía gastaban algo de dinero no estaban dispuestos a desembarazarse de sus centavos solo por ver la correosa carcasa de un asesino. La Guerra Civil era el apocalipsis de otra generación. Esta generación tenía el suyo propio. Sus socios abandonaron al señor Booth en un campo de maíz de Iowa.
En el ampollante agosto de aquel año Vale se encontró abandonado a sus propios medios, buhoneando Biblias de una ajada caja de muestrario y viajando la mayor parte de las veces en vagones de carga. Dos veces fue atacado por ladrones. Luchó: salvó sus Biblias, pero perdió una carga de hermosos collares y la visión parcial de un ojo, cuyo verde iris quedó débil y permanentemente nublado (pero eso iba a ayudarle también).
Aquel día había caminado mucho. Un caluroso día en el valle de Ohio. El aire era húmedo, el cielo blanco, el comercio parado. En el Olympia Diner (en alguna ciudad de olvidado nombre, donde el río se enroscaba hacia el oeste como perezoso humo), la camarera afirmó haber oído truenos en el aire. Vale gastó su último dinero en un bocadillo de pollo con pringue y salió en busca de un lugar donde dormir.
Ya casi anochecido encontró una fábrica de ladrillos abandonada al extremo de la ciudad. El aire en el interior del enorme edificio olía a cerrado y a húmedo y a moho y a aceite de máquina. Los abandonados hornos gravitaban como escabrosos ídolos en la oscuridad. Se hizo una especie de cama en la parte alta de un andamiaje donde imaginó que estaría seguro, y durmió sobre un manchado colchón que arrastró desde un basurero en la ladera de una colina. Pero el sueño tardó en llegar. Un viento nocturno soplaba por los vacíos marcos de las ventanas de la fábrica, pero dentro el aire era cerrado y cálido. Ya bien entrada la noche empezó a llover. Escuchó el golpetear del agua que se filtraba a través de un millar de grietas y formaba charcos en el lodoso suelo. La erosión, pensó, comiéndose hierro y piedra.
La voz —todavía no era una voz, sino un trueno premonitorio lleno de ecos— llegó hasta él sin ninguna advertencia, bien pasada la medianoche.
Lo clavó en su colchón. Literalmente fue incapaz de moverse. Fue como si un tremendo peso lo retuviera en su lugar, pero el peso era eléctrico, pulsaba a través suyo, lanzaba chispas desde las puntas de sus dedos. Se preguntó si no habría sido golpeado por un rayo. Se dijo que iba a morir.
Entonces habló la voz, y habló no con palabras sino, de algún modo, con significados; las palabras equivalentes, cuando intentó enmarcarlas, eran una aproximación carente de vida. Conoce mi nombre, pensó Vale. No, no mi nombre, mi idea secreta de mí mismo.
La electricidad le forzó a abrir los párpados. Sin desearlo, lleno de miedo, vio al dios de pie encima de él. El dios era monstruoso. Era feo, viejo, con un cuerpo como el de un escarabajo, de color verde translúcido, y la lluvia cayendo directamente a través de él. El dios apestaba, un oscuro olor que le recordó a Vale el olor del disolvente para pintura y la creosota.
¿Cómo podía resumir lo que aprendió aquella noche? Fue inefable, inexpresable; apenas podía osar mancharse con el lenguaje.
Sin embargo, forzado, diría:
Aprendí que tengo un propósito en la vida.
Aprendí que tengo un destino.
Aprendí que he sido elegido.
Aprendí que los dioses son varios y que conocen mi nombre.
Aprendí que hay un mundo debajo del mundo.
Aprendí que tengo amigos entre los poderosos.
Aprendí que necesito ser paciente.
Aprendí que seré recompensado por mi paciencia.
Y aprendí —esto por encima de todo— que puede que no necesite morir.
—Tiene usted una sirvienta —dijo Vale—. Una mujer negra.
La señora Sanders-Moss se envaró en su asiento, con los ojos muy abiertos, como una alumna llamada por un intimidante maestro.
—Sí. Olivia…, se llama Olivia.
Vale no era consciente de hablar. Se había entregado a otra presencia. Sentía la cauchutesca peristalsis de sus labios y lengua como algo extraño y desagradable, como si una babosa se hubiera arrastrado al interior de su boca.
—Lleva con usted mucho tiempo… esta Olivia.
—Sí; mucho, mucho tiempo.
—Estaba con usted cuando nació su hija.
—Sí.
—Y ella se ocupó de la niña.
—Sí.
—Lloró cuando la niña murió.
—Todos lo hicimos. Toda la casa.
—Pero Olivia albergaba unos sentimientos mucho más profundos.
—¿De veras?
—Ella sabe lo de la caja. El mechón de cabello, el vestido de bautizar.
—Supongo que sí. Pero…
—Usted lo guardaba todo debajo de la cama.
—¡Sí!
—Olivia limpia el polvo debajo de la cama. Sabe cuándo mira usted dentro de la caja. Lo sabe porque el polvo resulta alterado. Presta mucha atención al polvo.
—Es posible, pero…
—Usted no ha abierto la caja desde hace mucho tiempo. Más de un año.
La señora Sanders-Moss bajó los ojos.
—Pero he pensado mucho en ello. No he olvidado.
—Olivia trata la caja como un algo sagrado. La adora. La abre cuando usted está fuera de casa. Se toma mucho cuidado en no alterar el polvo. La considera como si fuera suya.
—Olivia…
—Ella cree que no hace usted justicia a la memoria de su hija.
—¡Eso no es cierto!
—Pero es lo que ella cree.
—¿Olivia tomó la caja?
—No fue un robo, para ella.
—Por favor, doctor Vale…, ¿dónde está? ¿Está segura?
—Completamente segura.
— ¿Dónde?
—En la habitación de la doncella, en la parte de atrás de un armario. —(Por un momento Vale la vio con su ojo mental, la caja de madera como un pequeño ataúd cubierto con antiguo lino; olía a alcanfor y a polvo y a pesar encerrado.)
—¡Yo confiaba en ella!
—Ella también quería a la niña, señora Sanders-Moss. Mucho. —Vale inspiró profunda y temblorosamente; empezó a reclamar su propio cuerpo, sintió que el dios lo abandonaba y se retiraba de nuevo al mundo oculto. El alivio fue exquisito—. Coja de nuevo lo que le pertenece. Pero por favor, no sea demasiado dura con Olivia.
La señora Sanders-Moss le miró con una enormemente agradecida expresión de maravilla.
Ella le dio efusivamente las gracias. El rechazó su ofrecimiento de dinero. Tanto su tentativa sonrisa como su impresionada actitud eran alentadoras, de hecho muy prometedoras. Pero, por supuesto, solo el tiempo lo diría.
Cuando ella hubo tomado de nuevo su paraguas y se hubo marchado, él abrió una botella de brandy y se retiró a una habitación de arriba donde la lluvia golpeteaba contra la empañada ventana, las luces de gas estaban altas, y el único libro a la vista era un maltratado volumen de una novela pulp titulada Las enaguas de su amante.
En su aspecto externo, el cambio que producía en él la manifestación del dios era sutil. Interiormente se sentía exhausto, casi herido. Había una áspera sensación, no exactamente dolor, que se extendía por todos sus miembros. Le ardían los ojos. El licor ayudaba, pero transcurriría otro día hasta que volviera a ser completamente él mismo.
Con suerte el brandy moderaba los sueños que seguían a una manifestación. En los sueños se descubría inevitablemente en algún frío páramo, algún enorme desierto gris sin límites, y cuando por una curiosidad mal entendida o simplemente por un antojo alzaba una piedra al azar, dejaba al descubierto un agujero del que brotaban incontables insectos de algún tipo horrible y desconocido, con muchas patas, llenos de pinzas, venenosos, que ascendían en enjambre por su brazo e invadían su cráneo.
No era un hombre religioso. Nunca había creído en los espíritus, las mesas parlantes, la astrología o la resurrección de Cristo. No estaba seguro de creer en ninguna de esas cosas ahora; la suma de sus creencias residía en este único dios, el que le había tocado con aquella horrible e irresistible intimidad.
Tenía las habilidades de un timador y ciertamente no era adverso a los beneficios del hurto, pero no había habido confabulación en el caso de, por ejemplo, la señora Sanders-Moss; ella era un misterio para él, como lo era su sirvienta Olivia y el memento mori en la caja de zapatos. Sus propias profecías lo habían tomado por sorpresa. Las palabras, que no eran suyas, habían caído de sus labios como fruta madura de un árbol.
Las palabras le servían bien. Pero también servían para otro propósito.
El hurto, en comparación, sería algo infinitamente más sencillo.
Pero se sirvió otra copa de brandy y se consoló: No alcanzas la inmortalidad por el camino bajo.
Pasó una semana. Nada. Empezó a preocuparse. Luego llegó una nota en el correo de la tarde:
Dr. Vale,
Los tesoros han sido recuperados. Tiene usted mi gratitud más ilimitada.
El próximo jueves tengo invitados a las seis a cenar y charlar un rato. Si pudiera usted venir, sería recibido con todos los honores.
Se ruega confirmación.
Sra. Edward Sanders-Moss.
La nota estaba firmada Eleanor.
El Odense atracó en el puerto provisional en el cenagoso estuario del Támesis, en medio de una masa de carboneros, petroleros, cargueros y veleros reunidos de todos los puntos de avanzada del Imperio. Guilford Law y su familia, junto con el cuerpo de la expedición Finch y todas sus brújulas, alidadas, comida desecada y demás parafernalia, fueron transferidos a un ferry con destino a Londres, Támesis arriba. Guilford personalmente supervisó la carga de su equipo fotográfico: las cuidadosamente embaladas placas de cristal de 20'25, la cámara, las lentes y el trípode.
El ferry era un frío y ruidoso vapor pero estaba bendecido con generosas ventanas. Caroline consoló a Lily, a la que no le gustaban los duros bancos de madera, mientras Guilford se dedicaba a escrutar la orilla.
Era su primera auténtica visión del nuevo mundo. La desembocadura del Támesis y Londres eran el territorio más poblado del Continente: el más conocido, el más visto, el más a menudo fotografiado, pero aún salvaje…, y orgulloso de serlo, pensaba Guilford. La distante orilla mostraba una gran densidad de vegetación extraña, huecos árboles flauta y oscura hierba caña en las crecientes sombras de un helado atardecer. Lo extraño de todo aquello ardía en Guilford como carbón. Después de todo lo que había leído y soñado, allí estaba el tangible e imposible hecho en sí, no una ilustración en un libro sino un mosaico vivo de luz y sombras y viento. El río fluía verde con falsos lotos, colonias de algo parecido a almohadillas que derivaban en el agua: un peligro para la navegación, le habían dicho, en especial en verano, cuando las flores descendían de las Cotswold en densas congregaciones y atoraban las hélices de los vapores. Captó un atisbo de John Sullivan en la acristalada cubierta de paseo. Sullivan había estado en Europa en 1918, había recolectado en la desembocadura del Rin, pero evidentemente esta experiencia no había sido suficiente para él; había una intensidad de observación en los ojos del botánico que hacía impensable cualquier conversación.
Pronto empezaron a verse signos humanos a lo largo de la orilla: toscas cabañas, una granja abandonada, el humeante pozo de un basurero; y luego las afueras del propio puerto de Londres, e incluso Caroline mostró interés.
La ciudad era una aglomeración al azar en la orilla norte del río. Había sido excavada en la selva por soldados y voluntarios lealistas reclamados por lord Kitchener de las colonias, y no se parecía en absoluto al Londres de Christopher Wren: a Guilford le parecía más bien una humeante ciudad fronteriza, una congregación de aserraderos, hoteles, muelles y almacenes. Identificó la silueta del único monumento famoso de la ciudad, una columna de mármol sudafricano erigida para conmemorar las pérdidas de 1912. El Milagro no había sido benévolo con los seres humanos. Había reemplazado rocas con rocas, plantas con otras plantas más extrañas, animales con criaturas vagamente equivalentes… pero de la desaparecida población humana no se había podido hallar ninguna huella.
Más altas que la columna conmemorativa se alzaban las grandes grúas de hierro que formaban las instalaciones portuarias. Más allá de ellas, y lo más sorprendente de todo, se alzaba el esquelético armazón de la nueva catedral de San Pablo, a caballo en lo que debía de ser Ludgate Hill. Ningún puente cruzaba el Támesis, aunque había planes de construir uno; toda una variedad de ferrys se ocupaban del tráfico.
Notó que Lily tiraba de su manga.
—Papá —dijo solemnemente—. Un monstruo.
—¿Qué, Lil?
—¡Un monstruo! Mira.
Los ojos muy abiertos de su hija señalaban hacia la proa del ferry, río arriba.
Guilford le dijo a Lily el nombre del monstruo mientras su corazón empezaba a latir más rápido: serpiente del limo, la llamaban los colonos, o a veces serpiente del río. Caroline apretó con fuerza su otro brazo mientras a su alrededor cesaban todas las conversaciones. La serpiente del limo alzó la cabeza por encima de la proa de la embarcación en un movimiento sorprendentemente suave, dado que su cráneo era una recia cuña del tamaño de un ataúd infantil unida a un cuello de seis metros. Guilford sabía que la criatura era inofensiva —plácida, literalmente una devoradora de lotos—, pero era atemorizadoramente grande.
Por debajo de la línea del agua la criatura debía de estar anclada en el limo del fondo. Las patas de la serpiente del limo eran como espolones cartilaginosos carentes de huesos que le servían para apuntalarse contra las corrientes del río. Su piel era de un color blanco aceitoso, moteada en algunos lugares de un verde alga. La criatura parecía fascinada por la actividad humana de la orilla. Orientaba por turno sus ojos hacia las grúas del puerto, parpadeaba, luego abría la boca sin emitir ningún sonido. De pronto divisó una masa de flotantes almohadillas de falsos lotos y la engulló con un hábil movimiento de su cabeza antes de sumergirse de nuevo en el Támesis.
Caroline enterró la cabeza contra el hombro de Guilford.
—Dios nos ayude —susurró—. Hemos llegado al Infierno.
Lily quiso saber si aquello era cierto. Guilford le aseguró que no; solo era Londres, el nuevo Londres en el nuevo mundo…, aunque era un error fácil de cometer quizá, con el recargado atardecer, el resonante puerto, el monstruo del río y todo lo demás.
Los estibadores procedieron a la descarga del ferry. Finch, Sullivan y el resto de la expedición se encaminaron al Imperial, el hotel más grande de Londres. Guilford contempló pensativo las ventanas emplomadas y los balcones de hierro forjado del edificio mientras se alejaba del puerto con Caroline y Lily. Habían tomado un taxi de Londres, esencialmente un coche de caballos con un tejadillo de lona y una débil suspensión; se encaminaron a casa del tío de Caroline, Jered Pierce. Su equipaje les seguiría por la mañana.
Un farolero recorría las penumbrosas calles entre gente alborotadora. No quedaba mucho del tradicional decoro inglés, pensó Guilford, si aquella multitud de marineros y de mujeres gritonas eran un ejemplo. Londres era a todas luces una ciudad fronteriza, con una población recogida de entre los peores elementos de la Flota Real. Puede que hubiera carestía de carbón y petróleo, pero las tiendas de licores parecían estar haciendo un gran negocio.
Lily apoyó la cabeza en las rodillas de Guilford y cerró los ojos. Caroline estaba despierta y vigilante. Cogió la mano de Guilford y la apretó.
—Liam dice que son buena gente, pero nunca los he conocido —dijo, refiriéndose a su tío y su tía.
—Son familia, Caroline. Estoy seguro de que serán estupendos.
La tienda de los Pierce se hallaba en una calle comercial brillantemente iluminada, pero como todo lo demás en la ciudad daba la impresión de algo provisional hecho a toda prisa. El tío de Caroline, Jered, saltó del portal y dio la bienvenida a su sobrina con un fuerte abrazo, estrechó vigorosamente la mano de Guilford, alzó a Lily del suelo y la examinó como si fuera un saco de harina especialmente satisfactorio. Luego les hizo entrar, los condujo subiendo un tramo de escaleras de hierro a las habitaciones donde vivía la familia encima de la tienda. El piso era pequeño y escasamente amueblado, pero una estufa de leña lo calentaba eficientemente y la esposa de Jered, Alice, les dio la bienvenida con otra ronda de abrazos. Guilford sonrió y dejó que Caroline tomara la voz cantante. Por fin en tierra, se sentía cansado. Jered echó un tronco hueco a la estufa, y Guilford registró que incluso el olor de la madera al quemarse era distinto en Darwinia: el humo era dulce y punzante, como el cáñamo indio o la esencia de attar.
La familia Pierce se había visto ampliamente dispersa cuando golpeó el Milagro. Caroline estaba en Boston con el hermano de Jered, Liam; sus padres estaban en Inglaterra con el abuelo de Caroline, que se estaba muriendo. Jered y Alice estaban en Ciudad del Cabo, habían permanecido allí hasta los problemas de 1916; en agosto de aquel año habían partido en barco hacia Londres con un generoso préstamo de Liam y planes de montar un negocio de mercería y ferretería. Ambos eran del tipo duro, recios y fuertes. A Guilford le gustaron desde el primer momento.
Lily fue la primera en irse a la cama, en una habitación apenas algo más grande que un cuarto para trastos, y Guilford y Caroline ocuparon otra al final del pasillo. Su cama tenía cabecera y pies de latón y era inmensamente confortable. La familia Pierce tenía una idea mucho más generosa de cómo debía de hacerse un colchón que los tacaños proveedores del Odense. Era casi con toda seguridad la última cama civilizada donde dormiría por un tiempo, y Guilford pensó que la disfrutaría al máximo; pero se quedó dormido tan pronto como cerró los ojos, y luego, demasiado pronto, ya era por la mañana.
La expedición Finch aguardó en Londres un segundo embarque de pertrechos, entre ellos cinco botes de fondo plano Stone-Galloway, con motores fuera borda de dieciocho caballos, que debían llegar en el siguiente barco de Nueva York. Guilford pasó dos días en una deprimente oficina de aduanas ocupándose del inventario mientras Preston Finch reponía varios objetos desaparecidos o dañados: un aparejo de poleas, una lona embreada y un prensahojas.
Después de eso Guilford pudo pasar algo de tiempo con su familia. Echó una mano en la tienda, observó cómo Lily engullía sin problemas los huevos del desayuno, las salchichas de la cena, y demasiadas galletas. Admiró el certificado de Voluntario del Imperio de Jered, firmado por el propio lord Kitchener, que ocupaba un lugar de honor en la pared del salón. Todos los ingleses que habían regresado tenían uno, pero Jered se tomaba en serio sus deberes de Voluntario y hablaba sin ironía de reconstruir los Dominios.
Todo aquello era interesante, pero no era la Europa que Guilford ansiaba experimentar…, el auténticamente nuevo mundo no mediado por la intervención humana. Le dijo a Jered que le gustaría pasar un día explorando la ciudad.
—Me temo que no hay mucho que ver. De Candlewick hasta San Pablo es un bonito paseo en un día soleado, o Thames Street más allá de los muelles. Arriba hacia el este las calles son más barro que cualquier otra cosa. Y aléjate de la zona de aduanas.
—No me importa el barro —dijo Guilford—. Supongo que voy a ver un montón de él en los próximos meses.
Jered frunció el ceño, inquieto.
—Espero que tengas razón sobre eso.
Guilford paseó más allá de los puestos del mercado y lejos del ruidoso puerto. El sol matutino era radiante, el aire benditamente fresco. Encontró mucho tráfico de caballos y carros pero pocos automóviles, y la ingeniería civil de la ciudad estaba aún en obras. Cloacas al aire libre recorrían los nuevos barrios; un apestoso carro traqueteaba Candlewick Street abajo, tirado por dos pencos de hundido lomo. Algunos ciudadanos llevaban pañuelos blancos atados sobre boca y nariz, por razones que se le habían hecho evidentes a Guilford desde que atracara el ferry: el olor de la ciudad era a veces abrumador, una mezcla de desechos humanos y animales, humo de carbón y el hedor de los aserraderos al otro lado del río.
Pero era también una ciudad viva y bondadosa, y Guilford fue saludado alegremente por otros peatones. Se detuvo a comer en un pub de Ludgate y salió reconfortado a la luz del sol. Más allá de la nueva San Pablo la ciudad se desvanecía en chozas de papel embreado, granjas y finalmente extensiones de bosque virgen. La calle se convertía en un camino de tierra lleno de roderas; árboles mezquita daban sombra al camino con sus verdes copas, y el aire era repentinamente mucho más fresco.
La explicación generalmente aceptada para el Milagro era que había sido simplemente eso: un acto de intervención divina a una escala colosal. Preston Finch creía eso, y Finch no era un idiota. Y ante la evidencia de todo aquello, el argumento era irrecusable. Se había producido un acontecimiento que desafiaba todo lo comúnmente aceptado como ley natural; había transformado fundamentalmente una generosa porción de la superficie de la Tierra en una sola noche. Sus únicos precedentes eran bíblicos. Tras la conversión de Europa, ¿quién podía mostrarse escéptico ante el Diluvio, por ejemplo, en particular cuando naturalistas como Finch estaban dispuestos a mostrar evidencias de él basándose en el registro geológico? El hombre propone, Dios dispone; Sus motivos pueden ser oscuros, pero Sus obras son inconfundibles.
Pero Guilford no podía permanecer entre aquella vegetación extraña que oscilaba suavemente y creer que no tenía una historia propia.
Ciertamente, Europa se había visto rehecha en 1912; ciertamente también, esos árboles habían aparecido allí en una sola noche, ocho años más jóvenes que los veía ahora. Pero no parecían recién creados. Generaban semillas (esporas más precisamente, o germinae en la nueva taxonomía), que implicaban herencia, historia, descendencia, quizás incluso evolución. Si cortabas transversalmente uno de esos troncos encontrabas anillos de crecimiento que iban mucho más allá de ocho. Los anillos podían ser grandes o pequeños, según las temperaturas estacionales y la luz del sol…, según las estaciones que se habían sucedido antes de que aquellas plantas aparecieran en la Tierra.
Así que, ¿de dónde habían venido?
Se detuvo a un lado de la calle donde crecía un macizo de barrancosas que le llegaban hasta la altura del hombro. En un capullo en forma de copa, un hiloaguja se arrastraba entre las púas azules de los estambres. Con cada movimiento del insecto, pequeñas nubes de materia germinal brotaban al cálido aire de primavera. Llamar a esto «sobrenatural», pensó Guilford, era contradecir la idea misma de la naturaleza.
Por otra parte, ¿qué límites se aplicaban a la intervención divina? Presumiblemente ninguno. Si el Creador del universo deseaba dar a una de sus creaciones la falsa apariencia de una historia, simplemente podía hacerlo; la lógica humana era con toda seguridad la última de Sus preocupaciones. Dios podía haber hecho el mundo justo ayer, reunido a partir del polvo estelar y la voluntad divina, y completarlo con la ilusión de la memoria humana. ¿Quién lo sabría? ¿Habían vivido realmente César y Cleopatra? Entonces, ¿qué decir de la gente que había desaparecido la noche de la Conversión? Si el Milagro hubiera englobado todo el planeta en vez de una parte de él, seguramente la respuesta habría sido no…, nada de Guilford Law, nada de Woodrow Wilson, nada de Edison o Marconi; nada de Roma, ni Grecia, ni Jerusalén; nada del hombre de Neanderthal. Y, ciertamente, nada de Adán ni de Eva.
Y si es así, pensó Guilford, entonces vivimos en una casa de locos. No podría haber una genuina comprensión de nada, nunca…, excepto quizás en la Mente de Dios.
En cuyo caso simplemente deberíamos renunciar. En el mejor de los casos el conocimiento era provisional, y la ciencia una impracticabilidad. Pero se negaba a creerlo.
Fue distraído de las barrancosas y la filosofía por el olor a humo. Siguió el camino que subía una suave pendiente hasta un campo abierto donde habían sido talados árboles mezquita y campana, apilados junto con la maleza seca, y se les había prendido fuego. Un grupo de tiznados trabajadores estaban de pie al lado del camino cuidando los fuegos.
Un hombre fornido con mono de faena y un jersey de marinero —el jefe del equipo, supuso Guilford— le hizo gestos impacientes.
—El fuego acaba de empezar. Será mejor que permanezca detrás de los batidores o dé la vuelta. Uno o dos pueden ir más allá de nosotros.
—¿Uno o dos qué? —quiso saber Guilford.
Aquello suscitó un coro de risas de los hombres, media docena de los cuales llevaban gruesos palos de madera con una de las puntas roma.
—¿Es usted norteamericano? —dijo el jefe del equipo.
Guilford asintió con la cabeza.
—¿Nuevo aquí?
—Completamente nuevo. ¿Qué es lo que se supone que debo vigilar?
—Los corretocones, por el amor de Dios. ¡Mírese, ni siquiera lleva botas hasta la rodilla! Manténgase lejos de los desmontes hasta que esté vestido adecuadamente. Es bastante seguro mientras cortamos y apilamos, pero los fuegos siempre los hacen salir. Permanezca detrás de los batidores hasta que hayamos terminado y estará bien.
Guilford se quedó allá donde el jefe del equipo le indicaba, con los trabajadores formando una línea irregular entre el camino y el terreno despejado. El sol era cálido, el humo asfixiante cada vez que el viento cambiaba de dirección. Guilford empezaba a preguntarse si la espera iba a prolongarse toda la tarde cuando uno de los trabajadores gritó: «¡Cuidado!» y se enfrentó al claro, con las rodillas ligeramente encogidas, su palo de madera preparado.
—Los muy jodidos viven bajo tierra —dijo el jefe del equipo—. El fuego los hace salir. No querrá usted ponerse en su camino.
Vio movimiento más allá de los trabajadores en el ennegrecido suelo del claro. Los corretocones, si Guilford recordaba correctamente, eran insectos perforadores que vivían en colmenas, de aproximadamente el tamaño de un escarabajo grande, y que comúnmente se hallaban entre las raíces de los árboles mezquita viejos. Raras veces eran un problema para el transeúnte casual, pero resultaban venenosos si se les provocaba. Y terriblemente tóxicos.
Debía de haber una docena de florecientes nidos en el terreno despejado.
Los insectos brotaron del suelo a montones y llenaron los humeantes espacios entre los fuegos como negro y brillante petróleo. El claro vomitó varios enjambres distintos, que giraban de un lado para otro, chocaban entre ellos y se dirigían en todas direcciones.
Los batidores empezaron a golpear el suelo con sus gruesos palos. Golpeaban al unísono, alzando nubes de polvo y cenizas y gritando como posesos. El jefe del equipo aferró con firmeza el brazo de Guilford.
—¡No se mueva! —rugió—. Está seguro aquí. Nos atacarían si pudieran, pero su primera preocupación es trasladar sus sacos de huevos lejos de las llamas.
Los batidores, con sus botas altas, siguieron castigando el suelo hasta que los corretocones prestaron atención. Los enjambres giraron alrededor de la maleza en llamas como ciclones vivientes, se apretaron unos contra otros hasta que el suelo fue invisible bajo su masa combinada, luego se alejaron del tumulto de los batidores y huyeron a las sombras del bosque como agua vertiéndose de un estanque.
—Una colmena así no durará mucho. Son presa de serpientes, ratones barrenadores, halcones pico largo, cualquier cosa que pueda tolerar su veneno. Rastrillaremos los fuegos durante un día o dos. Si vuelve dentro de una semana, no reconocerá el lugar.
El trabajo continuó hasta que la última de las criaturas hubo desaparecido. Entonces los batidores se reclinaron jadeantes sobre sus palos, exhaustos pero aliviados. Los insectos habían dejado su propio olor en el humoso aire, un deje de moho, pensó Guilford, o de amoníaco. Se secó la nariz con el dorso de la mano, se dio cuenta de que su rostro estaba cubierto de hollín.
—La próxima vez que se aleje de la ciudad, vaya preparado para estas cosas. Esto no es Nueva York.
Guilford sonrió cansadamente.
—Estoy empezando a comprenderlo.
—¿Va a estar aquí mucho tiempo?
—Algunos meses. Aquí y en el Continente.
—¡El Continente! No hay nada en el Continente excepto selva y locos norteamericanos, discúlpeme por decirlo.
—Formo parte de una investigación científica.
—Bueno, espero que no planee caminar mucho con botas hasta los tobillos como estas en sus pies. Los animales lo matarán y mondarán sus piernas.
—Quizá solo caminar un poco —dijo Guilford.
Se alegró de hallar el camino de regreso a casa de los Pierce, lavarse y pasar la tarde a la mantecosa luz de las lámparas de aceite. Después de una generosa cena, Caroline y Alice desaparecieron en la cocina, Lily fue enviada a la cama, y Jered tomó de su estante un atlas de 1910 de Europa encuadernado en piel, la vieja Europa de soberanos y naciones. En qué cosa más carente de significado se habían convertido, pensó Guilford, y en tan solo ocho años, todos aquellos diagramas de soberanías impuestas sobre la tierra como los caprichos de un dios loco. Se habían librado guerras por aquellas líneas divisorias. Ahora eran mera geometría, un conjunto de sueños.
—No ha cambiado tanto como podrías pensar —dijo Jered—. Las antiguas lealtades no mueren fácilmente. Ya conoces a los partisanos.
Los partisanos eran bandas de nacionalistas, hombres duros que habían acudido de las colonias para reclamar unos territorios que todavía consideraban como alemanes o españoles o franceses. La mayoría desaparecían en los bosques darwinianos, reducidos a la mera subsistencia o devorados por la vida salvaje. Otros practicaban una forma de bandolerismo, asaltando a los colonos, a los que consideraban como invasores. Los partisanos eran ciertamente una amenaza potencial: la piratería costera, incitada por varias naciones europeas en el exilio, hacía que el reaprovisionamiento fuera a menudo problemático. Pero los partisanos, como otros colonos, todavía tenían que penetrar en el interior desprovisto de caminos del continente.
—Puede que eso no sea cierto —dijo Jered—. Algunos de ellos están bien armados, y he oído rumores de ataques partisanos a mineros ilegales en el Saar. No se muestran bien dispuestos hacia los norteamericanos.
Guilford no se sintió intimidado. El grupo de Donnegan no había encontrado más que unos pocos partisanos harapientos viviendo como salvajes en las tierras bajas de Aquitania. La expedición Finch desembarcaría en el continente en la desembocadura del Rin, un territorio ocupado por los norteamericanos, y seguiría el río mientras fuera navegable, más allá de la Rheinfelden y hasta el Bodensee, si era posible. Luego explorarían los Alpes en busca de un paso navegable allá por donde habían circulado las viejas carreteras romanas.
—Ambicioso —dijo Jered con voz llana.
—Estamos equipados para ello.
—Pero seguro que no podéis anticipar todos los peligros…
—Ese es el punto. La gente ha estado cruzando los Alpes durante siglos. No es un viaje tan duro en verano. Pero nunca esos Alpes. ¿Quién sabe qué puede haber cambiado? Es eso lo que queremos descubrir.
—Solo quince hombres —dijo Jered.
—Iremos en barco hasta donde podamos Rin arriba. Luego hay botes de fondo plano y porteo.
—Necesitaréis a alguien que conozca el Continente. Y nadie conoce mucho de él.
—Hay tramperos y guías en Jeffersonville, en el Rin. Hombres que han estado allí prácticamente desde el Milagro.
—Eres fotógrafo, me ha dicho Caroline.
—Sí, señor.
—¿Es tu primera expedición?
—La primera en el Continente, pero estuve con Walcott en el río Gallarín el año pasado. No me falta experiencia.
—¿Liam te ayudó a conseguir este puesto?
—Sí.
—Sin duda pensó que estaba haciendo lo correcto. Pero Liam se halla aislado por el océano Atlántico. Y por su dinero. Puede que no comprenda la posición en la que te ha puesto. Las pasiones corren altas en el Continente. Oh, lo sé todo acerca de la Doctrina Wilson, Europa es un lugar salvaje abierto a la recolonización por todos y etcétera, y es una idea noble a su manera…, aunque me alegra que Inglaterra sea capaz de defender una excepción. Pero fue preciso hundir unas cuantas cañoneras francesas y alemanas antes de que sus obcecados gobiernos cedieran. Y aún así… —Golpeó su pipa—. Vas a emprender un camino peligroso. No estoy seguro de que Liam sepa esto.
—No le tengo miedo al continente.
—Caroline te necesita. Lily te necesita. No hay nada cobarde en protegerte tú y tu familia. —Acercó su rostro al de él—. Puedes quedarte aquí durante tanto tiempo como sea necesario. Puedo escribirle a Liam y explicárselo. Piensa en ello, Guilford. —Bajó la voz—. No quiero ver a mi sobrina convertida en una viuda.
Caroline entró en aquel momento por la puerta de la cocina. Miró solemnemente a Guilford, con su encantador pelo ligeramente revuelto, luego abrió las llaves de las luces de gas una tras otra hasta que la habitación se vio inundada de luz.
Pasar el tiempo en la finca Sanders-Moss era casi como ver que a uno le extirpaban los testículos. Entre las mujeres era una mascota; entre los hombres, un eunuco.
No muy halagador, pensó Elias Vale, pero no inesperado. Entró en la casa como un eunuco porque no había ninguna otra entrada abierta para él. Con el tiempo, se convertiría en el propietario de las puertas. Derribaría el palacio, si eso le complacía. El harén sería suyo y los príncipes se disputarían su favor.
Esta noche había una soirée que celebraba alguna ocasión que ya había olvidado: un cumpleaños, un aniversario. Puesto que no se le había requerido que ofreciera un brindis, no importaba. Lo que importaba era que la señora Sanders-Moss le había invitado una vez más para que adornara una de sus funciones; que admitía el que fuera aceptablemente excéntrico, que hechizara pero no avergonzara. Es decir, que no bebiera con exceso, no hiciera avances con las viudas o tratara a los poderosos como iguales.
En la cena se sentó donde le indicaron, entreteniendo a la hija de un congresista y a un joven administrador del Smithsoniano con historias de golpes en las mesas y manifestaciones de espíritus, todo ello de una forma interpuesta e irónica. El espiritismo era una herejía en aquellos tiempos últimamente piadosos, pero era una herejía norteamericana, más aceptable que el catolicismo, por ejemplo, con sus misas en latín y sus ausentes papas europeos. Y una vez había cumplido con su función como curiosidad simplemente sonreía y escuchaba la conversación que fluía alrededor de su no obstructiva presencia como un río alrededor de una roca.
La parte más difícil, al menos al principio, había sido mantener su aplomo en presencia de tanto lujo. Eso no quería decir que fuera un completo extraño al lujo. Había sido educado en un hogar lo suficientemente bueno de Nueva Inglaterra…, había caído de él como un ángel rebelde. Sabía distinguir un tenedor para la carne de un tenedor para el postre. Pero había dormido bajo muchos fríos puentes desde entonces, y la finca Sanders-Moss tenía un orden de magnitud mucho más grandioso que cualquier otra cosa que recordara. Luces eléctricas y sirvientes; ternera asada cortada fina como papel; cordero servido con salsa de menta.
Atendiendo a la mesa estaba Olivia, una hermosa y tímida mujer negra cuya cofia siempre estaba ladeada sobre su cabeza. Vale había insistido en que la señora Sanders-Moss no la castigara una vez recuperado el vestido de bautizar, lo cual había conseguido dos propósitos a la vez, poner de relieve su buen corazón y congraciarse con la criada, lo cual nunca estaba de más. Pero Olivia seguía evitándole siempre que podía; parecía creer que era un espíritu maligno. Lo cual no estaba muy lejos de la verdad, aunque Vale no estaba muy de acuerdo con el adjetivo. El universo estaba alineado a lo largo de ejes más complejos que los que la pobre y simple Olivia llegaría a conocer nunca.
Olivia trajo el postre. La charla en la mesa derivó hacia la expedición Finch, que había alcanzado Inglaterra y se preparaba para cruzar el Canal. La hija del congresista a la izquierda de Vale creía que todo aquello era muy valiente e interesante. El joven administrador de moluscos, o lo que fuera, pensaba que la expedición estaría más segura en el continente que en Inglaterra.
La hija del congresista se mostró en desacuerdo.
—Es de Europa de lo que deberían tener miedo. —Frunció decorosamente el ceño—. Ya saben lo que dicen. Todo lo que vive allí es horrible, y la mayoría es mortífero.
—No tan mortífero como los seres humanos. —El joven funcionario, al otro lado, deseaba parecer cínico. Probablemente imaginaba que eso lo hacía parecer más adulto.
—No sea escandaloso, Richard.
—Y raras veces tan horribles.
—Son valientes.
—Valientes es cierto, pero en su lugar yo me preocuparía más por los partisanos. O incluso por los ingleses.
—No hemos llegado a eso.
—Todavía no. Pero los ingleses no son nuestros amigos. Kitchener está aprovisionando a los partisanos, ¿saben?
—Eso es un rumor, y no debería usted repetirlo.
—Están poniendo en peligro nuestra política europea.
—Estábamos hablando de la expedición Finch, no de los ingleses.
—Preston Finch puede recorrer un río, es cierto, pero predigo que sufrirán más bajas a causa de las balas que de los rápidos. O de los monstruos.
—No diga monstruos, Richard.
—Castigos de Dios.
—Solo pensar en ello me hace estremecer. Los partisanos solo son gente, después de todo.
—Mi querida niña. Pero supongo que el doctor Vale no tendría nada que hacer si las mujeres no se inclinaran hacia el punto de vista romántico. ¿No es así?
Vale exhibió su mejor y más untuosa sonrisa.
—Las mujeres son más capaces de ver el infinito. O menos temerosas de él.
—¡Ahí está! —La hija del congresista enrojeció felizmente—. El infinito, Richard.
Vale deseó poder mostrarle el infinito. Haría arder sus hermosos ojos hasta convertirlos en cenizas, pensó. Haría caer la piel de su cráneo.
Después de cenar, los hombres se retiraron a la biblioteca con brandys y Vale se quedó con las mujeres. Hubo considerable charla acerca de sobrinos en el ejército y sus problemas de comunicación, de maridos retenidos hasta altas horas en el Departamento de Estado. Vale sintió una cierta resonancia en esos augurios pero no pudo sondear su significado final. ¿Guerra? ¿Guerra con Inglaterra? ¿Guerra con Japón? Nada de aquello parecía plausible…, pero Washington, desde la muerte de Wilson, era un pozo profundo, oscuro y fácilmente envenenado.
Presionado a que expresara su sabiduría, Vale se refugió en las profecías de salón. Gatos perdidos y niños errantes: los terrores de la fiebre amarilla, la polio, la gripe. Sus visiones eran benignas y difícilmente sobrenaturales. Las preguntas privadas podían ser planteadas en su consultorio, y de hecho su clientela se había incrementado considerablemente en los dos meses desde su primer encuentro con Eleanor. Estaba bien encaminado hacia convertirse en el Padre Confesor de una generación de herederas de mediana edad. Mantenía cuidadosas notas.
La velada siguió arrastrándose sin mostrar signos de hacerse especialmente productiva: no habría mucho con lo que alimentar su diario esta noche, pensó Vale. Sin embargo, era aquí donde necesitaba estar. No solo para impulsar sus ingresos, aunque este era ciertamente un bienvenido efecto secundario. Estaba siguiendo un instinto más profundo, quizá no completamente suyo. Su dios lo quería allí.
Y uno hace lo que un dios desea, porque esa es la naturaleza de un dios, pensó Vale: ser obedecido. Eso por encima de todo.
Cuando se marchaba, Eleanor sujetó a un hombre claramente borracho y lo empujó hacia él.
—¿Doctor Vale? Este es el profesor Randall. Ya han sido presentados, ¿verdad?
Vale estrechó la mano del venerable de pelo blanco. Entre la colección de académicos y nulidades de la administración pública de Eleanor, ¿quién era este? Randall, ah, sí, algo del Museo de Historia Natural, un conservador de…, ¿podía ser paleontología? Esa ciencia huérfana.
—Llévelo hasta su automóvil, ¿quiere? —pidió Eleanor—. Eugene, vaya con el doctor Vale. Un paseo por los terrenos le aclarará un poco la cabeza.
El aire nocturno olía a flores y a rocío, al menos cuando el profesor estaba a favor del viento. Vale miró más atentamente a su compañero, imaginó que veía estructuras pálidas bajo la superficie del cuerpo de Randall. Crecimientos coralinos de la edad (piel apergaminada, nudillos artríticos) oscurecían la enterrada alma. Si los paleontólogos poseían alma.
—Finch está loco —murmuró Randall, continuando alguna conversación abandonada— si piensa que…, si piensa que puede probar…
—No hay nada que probar esta noche, señor.
Randall sacudió la cabeza y miró de reojo a Vale, viéndole quizá por primera vez.
—Usted. Ah. Usted es el adivino, ¿no?
—En cierto modo.
—¿Ve el futuro, de veras?
—A través de un cristal —dijo Vale—. De una forma oscura.
—¿El futuro del mundo?
—Más o menos.
—Hablemos de Europa —dijo Randall—. Europa, la Sodoma tan corrupta que fue arrojada al fuego purificador. Y así arrancamos las semillas del europeísmo allá donde las encontramos, signifique esto lo que signifique. Una enorme hipocresía, por supuesto. Una moda política. ¿Quiere ver usted Europa? —Barrió con la mano las blancas columnas de la mansión Sanders-Moss—. ¡Aquí está! La corte de Versalles. Podría muy bien serlo.
Las estrellas brillaban nítidas en el cielo primaveral. Últimamente Vale había empezado a percibir una especie de profundidad en los cielos estrellados, una disposición a capas o una recesión que le hacía pensar en bosques y prados, en enmarañada maleza entre la cual acechaban animales depredadores. Tanto arriba como abajo.
—Este Creador del que no dejan de hablar hombres como Finch —dijo Randall—. Uno quiere creer, por supuesto. Pero no hay huellas dactilares en un fósil. Supongo que fueron lavadas por el Diluvio.
Evidentemente Randall no debería de estar diciendo nada de aquello. El clima de opinión había cambiado desde el Milagro, y hombres como Randall no eran más que una especie de fósiles vivientes…, mamuts atrapados por una era glacial. Por supuesto Randall, un recolector de huesos, difícilmente podía saber que Vale era un recolector de indiscreciones.
¿Quién pagaría por saber lo que pensaba Randall de Preston Finch? ¿Y en qué moneda, y cuándo?
—Lo siento —dijo Randall—. Evidentemente a usted esto no le interesa.
—Al contrario —dijo Vale, caminando con su presa por la noche cubierta por el rocío—. Me interesa enormemente.
Los botes fluviales de fondo plano llegaron de Nueva York y fueron transferidos a un vapor que cruzaba el Canal, el Argus. Guilford, Finch, Sullivan y el inspector, Chuck Hemphill, supervisaron la carga e irritaron hasta tal punto al jefe de carga del barco que fueron echados a cajas destempladas al embreado embarcadero. La luz del sol primaveral bañaba y ablandaba las embreadas planchas; masas de falsos lotos se pudrían contra los pilotes; las gaviotas trazaban círculos sobre sus cabezas. Las gaviotas habían formado parte de los primeros inmigrantes terrestres a Darwinia, seguidos por turno por los seres humanos, el trigo, la cebada, las patatas; las flores silvestres (salicaria, correhuela); las ratas, el ganado vacuno, las ovejas, los piojos, las pulgas, las cucarachas…, todo el guiso biológico de los asentamientos costeros.
Preston Finch estaba de pie en el muelle, con sus enormes manos unidas a la espalda, el rostro ensombrecido por su casco tropical que lo protegía del sol. Finch era una paradoja, pensó Guilford: un hombre duro, poderoso pese a su edad, un avezado explorador fluvial cuyo buen juicio y valor eran incuestionables. Pero su geología noachiana, de moda aunque hubiera brotado de la nerviosa estela del Milagro, le parecía a Guilford un guiso de medias verdades, dudoso razonamiento y ansioso protestantismo. Implausible, no importaba cómo vistiera el asunto con teorías de sedimentación y citas de Berkeley. Además, Finch se negaba a discutir esas ideas y no aceptaba las críticas de sus colegas, y mucho menos de un mero fotógrafo. ¿Cómo debía de ser, se preguntaba Guilford, poseer una arquitectura tan barroca atestada dentro del cráneo? ¿Una catedral tan extraña, tan bien apuntalada, tan bien defendida?
John Sullivan, la otra eminencia gris de la expedición, se reclinó contra la pared de un almacén del puerto, con los brazos cruzados, sonriendo débilmente bajo un sombrero de paja de ala ancha. Dos hombres viejos, Finch y Sullivan, pero Sullivan sonreía…, esa era la diferencia.
La última de las cajas bajó a la bodega del Argus. Finch firmó un manifiesto para el sudoroso jefe de carga. Había un aire de finalidad en el acto. El Argus partiría por la mañana.
Sullivan dio unos golpecitos a Guilford en el hombro.
—¿Tiene algunos minutos libres, señor Law? Hay algo que me gustaría que viera.
Museo de monstruosidades, anunciaba el cartel encima de la puerta.
El edificio apenas era algo más que una cabaña, pero era un edificio viejo, quizás una de las primeras construcciones permanentes erigidas a lo largo de las lodosas orillas del Támesis. Guilford tuvo la impresión de que había sido usada y abandonada muchas veces.
—¿Aquí? —preguntó. Habían recorrido un corto trecho desde los muelles, detrás de las tabernas de ladrillo, donde el aire era lóbrego y estancado.
—Dos peniques para ver los monstruos —dijo Sullivan. Su acento era de Arkansas no reconstruido, pero en sus labios sonaba como Oxford. O al menos lo que Guilford imaginaba que podía haber sido un acento de Oxford—. El propietario es un borracho. Pero tiene un objeto interesante.
El «propietario», un hombre hosco que apestaba a ginebra, abrió la puerta a la llamada de Sullivan, tomó el dinero de Sullivan en su mugrienta mano, y desapareció sin una palabra detrás de una cortina de lona, dejando que sus clientes contemplaran a su aire los trofeos taxidérmicos alineados en toscas estanterías en las paredes de la estrecha habitación delantera. Los objetos más pequeños eran legítimos, en el sentido de que eran animales darwinianos reconocibles, mal disecados y montados: un pájaro abotonador, una miscelánea de carroñeros de seis patas, una serpiente leopardo con sus mandíbulas abiertas. Sullivan alzó la cortina de una ventana, pero la luz extra no sirvió de gran cosa, en opinión de Guilford. Los ojos de cristal brillaban y miraban en extrañas direcciones.
—Esto —dijo Sullivan.
Señaló el erguido esqueleto que languidecía en un rincón. Guilford se acercó, escéptico. A primera vista parecía el esqueleto de un oso: toscamente bípedo, con la caja torácica unida a una espina ventral, el temible cráneo largo y múltiplemente unido, los dientes como cuchillos de pedernal. Atemorizador.
—Pero es falso —dijo Guilford.
—¿Cómo ha llegado a esta conclusión, señor Law?
¿Acaso Sullivan no podía verlo por sí mismo?
—Todo son cuerdas y cable de embalar. Algunos de los huesos son más frescos que otros. Eso se parece a un fémur de vaca, aquí…, las articulaciones no encajan.
—Muy bien. El ojo del fotógrafo.
—No se necesita un fotógrafo.
—Tiene usted razón, por supuesto. La anatomía es una broma. Pero lo que me interesa es la caja torácica, que está correctamente articulada, y en particular el cráneo.
Guilford miró de nuevo. Las costillas y la espina dorsal eran claramente darwinianas; era la disposición estándar de atrás a adelante, la espina en forma de U, con una profunda muesca cordal. El cráneo era largo, débilmente bovino, la bóveda craneana alta y capaz: un carnívoro astuto.
—¿Cree usted que eso es auténtico?
—Auténtico en el sentido de que son huesos genuinos, no de cartón piedra, y evidentemente no mamíferos. Nuestro anfitrión afirma que se los compró a un colono que los desenterró de un tremedal en alguna parte arriba del Lea, mientras buscaba algo más barato que el carbón para quemar.
—Entonces son relativamente recientes.
—Relativamente, aunque nadie ha visto a ningún animal vivo como esto o algo remotamente equivalente. Los grandes depredadores son escasos en el Continente. Donnegan informó de un carnívoro del tamaño de un leopardo en el Macizo Central, pero nada más grande. Así que, ¿qué representa este amigo, señor Law? Esta es la pregunta interesante. ¿Un gran cazador recientemente extinto?
—Espero que esté extinto. Parece formidable.
—Formidable y, a juzgar por el cráneo, quizás inteligente. Como lo son los animales. Si hay alguno de esta tribu todavía vivo, puede que necesitemos algunas de esas pistolas que tanto le gustan a Finch. Y si no…
—¿Si no?
—Bueno, ¿qué significa hablar de especies extintas, cuando el continente solo tiene ocho años de edad?
Guilford decidió tratar el asunto cautelosamente.
—Está suponiendo usted que el continente tiene una historia.
—No lo estoy suponiendo. Lo estoy deduciendo. Oh, es un argumento familiar…, simplemente me preguntaba en qué lado se sitúa usted.
—El problema es que tenemos dos historias. Un continente, dos historias. No sé cómo reconciliarlas.
Sullivan sonrió.
—Esto es un buen primer paso. ¿Obligado a conjeturar, señor Law? ¿De qué se trata? ¿De Isabel Primera, o de nuestro óseo amigo de aquí?
—He pensado en ello, evidentemente, pero…
—No dé rodeos. Haga su elección.
—Ambas cosas —dijo Guilford llanamente—. De alguna forma…, ambas.
—Pero, ¿no es eso imposible?
—Aparentemente no.
La sonrisa de Sullivan se convirtió en una mueca.
—Muy bien por usted.
Así que Guilford había pasado una prueba, aunque los motivos del viejo seguían siendo oscuros. Aquello estaba bien: a Guilford le gustaba Sullivan, y se sintió complacido de que el botánico hubiera decidido tratarlo como un igual. Sobre todo, sin embargo, le alegró salir de la cabaña del taxidermista y a la luz del sol. Aunque los muelles de Londres no olían mucho mejor.
Aquella noche compartió su cama con Caroline por última vez.
Por última vez hasta otoño, se corrigió Guilford, pero había poco consuelo en el pensamiento. Frustrantemente, ella se mostró fría con él aquella noche.
Era la única mujer con la que se había acostado en toda su vida. La había conocido en las oficinas de Atticus and Pierce cuando estaba preparando sus placas para Esquistos fósiles de las Montañas Rocosas. Guilford se había sentido atraído de forma inmediata e instintiva hacia la reservada y adusta muchacha Pierce. Consiguió una breve presentación de su tío y, en las semanas siguientes, empezó a calcular las apariciones de ella en la oficina: almorzaba con su tío, le dijo una secretaria, cada miércoles al mediodía. Guilford la interceptó después de una de esas reuniones y se ofreció a acompañarla hasta el tranvía. Ella aceptó, tras mirarle desde debajo de la corona de su cabello como una desconfiada princesa.
Desconfiada y herida. Caroline no se había recobrado de la pérdida de sus padres en el Milagro, pero ese era un dolor muy común por aquel entonces. Guilford descubrió que podía provocarle una sonrisa, al menos de tanto en tanto. En aquellos días sus silencios habían sido más un aliado que un enemigo; alentaban una sutil comunicación. En ese lenguaje invisible había dicho algo así como: Estoy dolida pero soy demasiado orgullosa para admitirlo…, ¿puedes ayudarme? Y él había respondido: Prepararé para ti un lugar seguro. Prepararé para ti un hogar.
Ahora permanecía tendido despierto, con el sonido de algún ocasional coche de caballos pasando en medio de la noche y un valle de sábanas de algodón entre él y la mujer a la que amaba. ¿Era posible romper una promesa no formulada? La verdad es que finalmente no le había proporcionado a Caroline el lugar seguro que le había prometido. Había viajado demasiado lejos y demasiado a menudo: primero hacia el oeste, y ahora aquí. Le había dado una hermosa hija pero la había conducido hasta aquella orilla extranjera, donde estaba a punto de abandonarla…, en nombre de la historia, o de la ciencia, o de sus propios sueños inquietos.
Se dijo a sí mismo que esto era lo que hacían los hombres, lo que habían hecho los hombres durante siglos, y que si los hombres no hicieran eso la raza todavía seguiría viviendo en los árboles. Pero la verdad era más compleja, implicaba asuntos en los que el propio Guilford no se atrevía a pensar, quizá contenía algún eco de su padre, cuyo estólido pragmatismo había sido el camino que lo había conducido a una temprana tumba.
Caroline estaba dormida ahora, o casi dormida. Apoyó una mano en la curva de su cadera, una suave presión que pretendía decir: Pero volveré. Ella respondió con un movimiento dormida, casi un encogerse de hombros, no del todo indiferente. Quizá.
Por la mañana eran unos desconocidos el uno para el otro.
Caroline y Lily fueron con él hasta el muelle, donde el Argus se bamboleaba con la marea. Una fría bruma se enroscaba alrededor del casco lleno de manchas de óxido del barco.
Guilford abrazó a Caroline, sintiéndose torpe e incapaz de decir nada; luego Lily trepó a sus brazos, apretó su suave mejilla contra la de él y le dijo:
—Vuelve pronto.
Guilford prometió que lo haría.
Lily, al menos, lo creía.
Luego subió por la pasarela, se dio la vuelta en la barandilla para decir adiós con la mano, pero su esposa y su hija se habían perdido ya entre la multitud que llenaba el muelle. Tan rápido como eso, pensó Guilford. Tan rápido como eso.
El Argus cruzó el Canal en medio de la niebla. Guilford no dejó de meditar bajo cubierta hasta que salió el sol y John Sullivan le pidió que subiera a ver el continente a la luz de la mañana.
Lo que vio Guilford fue una densa tierra húmeda y verde peinada por un viento del oeste, las marismas de agua salada de la enorme desembocadura del Rin. Los estromatolitos se alzaban como monumentos ultraterrenos, y los árboles flauta habían colonizado el delta por todas partes allá donde el sedimento se había alzado lo suficiente como para sostener sus aracnoides raíces. El paquebote siguió un canal poco profundo pero libre de vegetación —lentamente, porque los sondeos eran toscos y el limo del fondo derivaba a menudo tras una tormenta— hacia una distancia más densa y verde. Jeffersonville era un débil penacho de humo en el llano horizonte verde, luego una mancha, luego una parda aglomeración de chozas construidas sobre montecillos de cañas o perchadas sobre zancos allá donde el terreno era lo bastante firme, y por todas partes toscos muelles y pequeños botes y por todas partes el hedor de la sal, el pescado, los desechos y la basura humana. Caroline había pensado que Londres era primitivo; Guilford se sintió agradecido de que no viera Jeffersonville. La ciudad era como una clara advertencia: aquí termina la civilización. Más allá de este punto, la anarquía de la Naturaleza.
Había gran cantidad de botes de pesca, canoas, y lo que parecían balsas armadas con madera darwiniana, todo ello cegando los muelles llenos de redes, pero solo otra embarcación tan grande como el Argus, una cañonera norteamericana anclada y ondeando sus colores.
—Aquí empieza nuestro viaje río arriba —dijo Sullivan, de pie junto a Guilford en la barandilla—. No estaremos aquí mucho tiempo. Finch prestará juramento de obediencia a la Marina mientras nosotros contratamos un explorador.
—¿Nosotros? —se sorprendió Guilford.
—Usted y yo. Luego podrá preparar sus lentes. Inmortalícenos a todos en el muelle. Embarcación en Jeffersonville. Debería de ser una fotografía impresionante. —Sullivan le dio una palmada en el hombro—. Alégrese, señor Law. Este es el auténtico nuevo mundo, y está usted a punto de poner el pie en él.
Pero había pocos lugares lo bastante firmes para poner el pie allá en las marismas. Uno tenía que mantenerse estrictamente en los caminos de tablas o arriesgarse a ser engullido. Guilford se preguntó cuánto de Darwinia sería así…, el cielo azul, el peine del viento, la tranquila amenaza.
Sullivan notificó a Finch que él y Guilford iban a contratar un guía. Guilford se sintió perdido tan pronto como perdió de vista los muelles, ocultos por las cabañas de los pescadores y un alto bosquecillo de árboles mezquita. Pero Sullivan parecía saber adónde iba. Había estado allí en 1918, dijo, catalogando algunas de las especies de las marismas.
—Conozco la ciudad, aunque ahora es más grande, y tengo relación con algunos de sus antiguos habitantes.
La gente con la que se cruzaban parecía tosca y peligrosa. El gobierno había empezado a entregar concesiones de tierras y a pagar pasajes no mucho después del Milagro, pero se necesitaba un cierto tipo de persona para presentarse voluntario a la vida de la frontera, incluso en esos difíciles días. No pocos de ellos eran fugitivos de la justicia.
Vivían de la pesca y como tramperos y gracias a su ingenio. A juzgar por las evidencias visibles, el agua y el jabón eran bienes escasos. Tanto hombres como mujeres llevaban toscas ropas y habían dejado que su pelo creciera largo y enmarañado. Pese a lo cual varios de estos harapientos individuos miraban a Sullivan y a Guilford con el divertido desdén de un nativo hacia un turista.
—Iremos a ver a un hombre llamado Tom Compton —dijo Sullivan—. Es el mejor rastreador de Jeffersonville, suponiendo que no haya muerto o esté fuera en los bosques.
Tom Compton vivía en una choza de madera lejos del agua. Sullivan no llamó a la puerta sino que empujó la hoja entreabierta…, a la manera darwiniana, quizá. Guilford le siguió cauteloso. Cuando sus ojos se ajustaron a la semioscuridad del interior descubrió que la choza estaba bien arreglada y olía a limpio, las planchas del suelo estaban recubiertas con una alfombra de algodón, las paredes exhibían colgados varios tipos de utensilios de pesca y caza. Tom Compton estaba sentado plácidamente en una esquina de la única habitación, un hombre robusto con una enorme y enmarañada barba. Su piel era oscura, su raza obviamente mestiza. Llevaba una cadena de garras alrededor del cuello. Su camisa estaba tejida con alguna áspera fibra local, pero sus pantalones parecían ser de dril convencional, medio ocultos por unas botas altas a prueba de agua. Parpadeó sin entusiasmo ante sus visitantes y tomó una pipa de largo tubo de la mesa junto a su codo.
—Es un poco temprano para eso, ¿no? —preguntó Sullivan.
Tom Compton prendió un fósforo de madera y lo aplicó a la cazoleta de la pipa.
—No cuando le veo a usted.
—¿Sabe por qué estoy aquí, Tom?
—He oído rumores.
—Vamos a ir tierra adentro.
—Eso no me concierne.
—Me gustaría que viniese con nosotros.
—No puedo.
—Vamos a cruzar los Alpes.
—No estoy interesado. —Le pasó la pipa a Sullivan, que la tomó e inhaló una bocanada. No era tabaco, pensó Guilford. Sullivan le pasó la pipa, y Guilford la miró con desánimo. ¿Podía rechazarla educadamente, o era algo como una conferencia en la cumbre cherokee, una pipada en vez de un apretón de manos?
Tom Compton se echó a reír. Sullivan dijo:
—Son hojas secas de una planta del río. Suavemente embriagadoras, pero en absoluto opio.
Guilford tomó el retorcido brezo. El humo sabía a raíces podridas en un sótano. Perdió la mayor parte en un acceso de tos.
—Es nuevo —dijo Tom Compton—. No conoce el territorio.
—Aprenderá.
—Todos aprenden —dijo el hombre de la frontera—. Nadie deja de hacerlo. Si el territorio no los mata primero.
El humo de la pipa de Tom Compton hizo que Guilford se sintiera más ligero y simple. Los acontecimientos redujeron su ritmo a un arrastrarse o saltaron hacia adelante sin ningún intervalo. Cuando consiguió llegar a su litera a bordo del Argus solo conseguía recordar fragmentos del día.
Recordaba haber seguido al doctor Sullivan y a Tom Compton a una taberna junto al muelle donde se servía una cerveza oscura en picheles hechos con troncos secos de cañas flauta. Los picheles eran porosos y empezaban a rezumar si los dejabas demasiado tiempo. Alentaban un estilo de beber que no conducía precisamente a la claridad de pensamiento. También habían comido, un pescado darwiniano presentado en bandeja con el aspecto de una fláccida raya negra. Sabía a sal y a lodo; Guilford apenas lo probó.
Discutieron acerca de la expedición. El hombre de la frontera se mostraba desdeñoso, insistiendo en que el viaje no era más que una excusa para exhibir la bandera y expresar las reivindicaciones norteamericanas sobre el interior del territorio.
—Usted mismo lo ha dicho: este hombre, Finch, es un idiota.
—Es un clérigo, no un científico; simplemente no conoce la diferencia. Pero no es un idiota. Rescató a tres hombres del agua en el Cataract Canyon…, transportó a un hombre con pleuresía doble a la seguridad del Lee's Ferry. Eso fue hace diez años, pero estoy seguro de que haría lo mismo mañana. Planeó y aprovisionó esta expedición, y yo le confiaría mi vida.
—Si le sigue al interior profundo del territorio, le estará confiando su vida.
—Bien, así es. No podría pedir un mejor compañero. Podría pedir un mejor científico…, pero incluso en eso Finch tiene su utilidad. Hay un cierto clima de opinión en Washington que frunce el ceño ante la ciencia en general: no pudimos predecir y no podemos explicar el Milagro, y en la mente de ciertas personas esto es lo más próximo a la responsabilidad. Los ídolos con pies de barro tienen poca incidencia en el presupuesto público. Pero podemos presentar a Finch ante el Congreso como un genuino ejemplo de la llamada ciencia reverencial, que no es ninguna amenaza al hogar o al púlpito. Vamos al interior, aprendemos unas cuantas cosas…, y francamente, cuanto más aprendemos, más tambaleante se vuelve la posición académica de Finch.
—Está siendo usted utilizado. Como Donnegan. De acuerdo, recoge usted algunas muestras. Pero la gente del dinero quiere saber hasta dónde han llegado los partisanos, si hay carbón en el valle del Ruhr o hierro en Lorena…
—Y si reconocemos a los partisanos o identificamos la existencia de algo de antracita…, ¿qué importa? Esas cosas ocurrirán tanto si cruzamos los Alpes como si no, Al menos de esta forma conseguimos algo de conocimiento en el intercambio.
Tom Compton se volvió hacia Guilford.
—Sullivan cree que este continente es un acertijo que él puede resolver. Es una idea tan valiente como estúpida.
—Usted ha llegado más tierra adentro que la mayoría de los tramperos, Tom —insistió Sullivan.
—No tanto como eso.
—Sabe qué esperar.
—Yendo tan lejos, nadie sabe qué esperar.
—De todos modos, tiene experiencia.
—Más que usted.
—Sus habilidades son valiosísimas.
—Tengo cosas mejores que hacer.
Bebieron en silencio durante un rato. Otra ronda de cerveza trajo un sesgo filosófico a la conservación. El hombre de la frontera se enfrentó a Guilford, con su curtido rostro tallado por la intemperie feroz parecido al hocico de un oso.
—¿Por qué está usted aquí, señor Law?
—Soy fotógrafo —dijo Guilford. Deseó tener consigo su cámara; le hubiera gustado fotografiar a Tom Compton en aquel momento. Era un animal salvaje curtido por el sol, sumergido en su barba.
—Sé lo que hace —dijo el hombre de la frontera—. ¿Por qué está usted aquí?
Para impulsar su carrera. Para hacerse un nombre. Para traer de vuelta imágenes atrapadas en cristal y plata de remansos fluviales y prados montañosos que ningún ojo humano había visto.
—No lo sé —se oyó decir—. Curiosidad, supongo.
Tom Compton miró a Guilford con ojos entrecerrados, como si hubiera confesado que tenía la lepra.
—La gente viene aquí para alejarse de algo, señor Law, o para perseguir algo. Para hacer un poco de dinero o quizá incluso, como Sullivan, para aprender algo. Pero los no lo sé…, esos son los auténticamente peligrosos.
Otro recuerdo acudió a Guilford mientras era acunado al sueño por el bamboleo del Argus en la marea creciente: Sullivan y Tom Compton hablando del interior del territorio, con el hombre de la frontera lleno de advertencias: los ríos del nuevo continente habían excavado sus propios lechos, que no siempre coincidían con los viejos mapas; la vida salvaje era peligrosa, la comida tan difícil de hallar que sin provisiones era como si uno estuviera cruzando un desierto. Había fiebres innombradas, a menudo fatales. Y en cuanto a cruzar los Alpes: bien, dijo Tom, unos pocos tramperos y cazadores habían pensado en cruzar por la antigua ruta del San Gotardo; no era una idea nueva. Pero habían llegado historias, fantasmagóricas historias, rumores —absolutas tonterías, dijo Sullivan burlonamente—, quizá sí, pero las suficientes como para hacer que un hombre juicioso reconsiderara las cosas…, lo cual le excluye a usted, dijo Sullivan, y Tom sonrió ampliamente y dijo: y a usted también, viejo loco, dejando a Guilford preguntándose qué acuerdo tácito se había alcanzado entre los dos hombres y qué podía estar esperándoles en el profundo interior de aquella enorme tierra no cartografiada.
Inglaterra al fin, pensó Colin Watson; pero, ¿era realmente Inglaterra? El carguero canadiense ascendía el amplio estuario del Támesis echando vapor por las chimeneas, con la proa cortando las aguas del color del té verde: un lugar tropical, al menos en aquella época del año. Como visitar Bombay o Bihar. Ciertamente, no como volver a casa.
Pensó en la carga que se bamboleaba en las bodegas allá abajo. Carbón de Sudáfrica, India, Australia, una mercancía preciosa en aquella época de rebelión y de un Imperio que se deshilachaba. Herramientas y troqueles de Canadá. Y cientos de rifles Lee-Enfield de la fábrica de Alberta, todos con destino a la Locura de Kitchener, Nuevo Londres, para convertirlo en un lugar seguro en medio de aquella zona salvaje, para el día en que un rey inglés fuera restaurado a un trono inglés.
Los rifles eran responsabilidad de Watson. Tan pronto como el barco estuvo anclado en el primitivo muelle ordenó a sus hombres —unos cuantos sijs y algunos gruñentes canadienses— que aseguraran y alzaran las plataformas de carga mientras iba a la orilla a firmar los manifiestos para la Autoridad Portuaria. El calor era bochornoso, y aquella tosca ciudad de madera no era ni con mucho el Londres de su imaginación. Y sin embargo, estar allí situó en su lugar la realidad de la Conversión de Europa, que para Watson había sido hasta entonces un acontecimiento lejano, tan extraño y tan inherentemente implausible como un cuento de hadas, excepto por el hecho de que habían muerto tantos.
Ciertamente, aquel no era el país del que había partido embarcado hacía una década. Se había graduado de la escuela privada sin méritos y había recibido entrenamiento del Cuerpo de Oficiales en Woolwich: intercambiado un cuartel por otro, las declinaciones latinas por las maniobras de artillería. En su ingenuidad había esperado ser un George Alfred Henty, un dignificado héroe, con los rebeldes ndebelé huyendo ante la punta de su espada. En vez de ello había llegado a unos polvorientos cuarteles en El Cairo para hacerse cargo de una chusma de aburridos soldados de infantería, hasta aquella noche en que el cielo se iluminó con un fuego coruscante y la temblorosa tierra se estremeció bajo el Protectorado Británico en Egipto, entre tantas otras cosas. Una vida sin objetivo, pero había tenido el consuelo de la amistad y el mucho beber o, más tenuemente, de Dios y Patria, hasta que 1912 dejó claro que Dios era una entelequia y que si realmente existía seguramente despreciaba a los ingleses.
El poder militar británico restante se había concentrado en mantener sus posesiones en la India y Sudáfrica. Rodesia del Sur había caído, Salisbury había ardido como una hoguera en otoño; Egipto y Sudán se habían perdido a los rebeldes musulmanes. Watson había sido rescatado de las hostiles ruinas de El Cairo y metido en un horriblemente atestado transporte de tropas con destino a Canadá. Pasó meses en cuarteles de reubicación en la región maderera de la Columbia Británica, fue transferido al fin a una ciudad en la pradera donde el gobierno de Kitchener en el exilio había establecido una fábrica de armas ligeras.
No había sido un oficial excepcional antes de 1912. ¿Había cambiado, o era el ejército el que había cambiado a su alrededor? Sobresalió como una especie de dirigente obrero del Cuerpo de Oficiales; vivió monásticamente, sobrevivió a duros inviernos y a secos y enervantes veranos con un sorprendente grado de paciencia. El conocimiento de que hubiera podido ser fácilmente decapitado por los mahdistas trajo consigo una cierta humildad. Finalmente se le ordenó ir a Ottawa, donde se necesitaban ingenieros militares a medida que la reconstrucción ganaba impulso.
Se la llamó «reconstrucción», pero también la Locura de Kitchener: la fundación de un nuevo Londres en las orillas de un río que solo era aproximadamente el Támesis. Construir Jerusalén en una tierra verde y desagradable. Solo un gesto, decían los críticos, pero incluso el gesto hubiera sido imposible de no ser por la tullida pero aún poderosa Marina Real. Los Estados Unidos habían presentado su reclamación de que Europa debía de ser «libre y abierta a la recolonización y sin fronteras», la llamada Doctrina Wilson, que en la práctica significaba una hegemonía norteamericana, un Nuevo Mundo norteamericano. Los restos de los regímenes alemán y francés, destripados por conflictivas reclamaciones de legitimidad y la pérdida de los recursos europeos, retrocedieron después de que se intercambiaran algunos disparos. Kitchener había podido negociar una excepción para las Islas Británicas, lo cual provocó más protestas. Pero los desplazados restos de la Vieja Europa, carentes de toda auténtica base industrial, difícilmente podían enfrentarse al poder combinado de la Marina Real y la Flota Blanca.
Y así se estableció un empate. Pero no, creía Watson, un empate estable. Por ejemplo: este carguero civil y su carga militar. Él había sido asignado a supervisar un cargamento clandestino de armas de Halifax a Londres. Suponía que las armas serían almacenadas allí, pero no había sido el primero de tales cargamentos enviado bajo órdenes privadas de Kitchener, y probablemente no sería el último. Watson no podía adivinar por qué el Nuevo Mundo necesitaba tantos rifles y ametralladoras Maxim y morteros…, a menos que la paz no fuera tan pacífica como parecía.
El viaje había transcurrido sin incidentes. El mar estuvo tranquilo, los días fueron tan brillantes que parecían martilleados sobre metal azul. Watson había usado su abundante tiempo libre en reconsiderar su vida. Comparado con algunos otros, había emergido de la tragedia de 1912 relativamente bien. Sus padres habían muerto antes de la Conversión y él no tenía hermanos, ni esposa ni hijos a los que llorar. Solo una forma de vida. Un equipaje de recuerdos que se iban desvaneciendo. El pasado se había visto interrumpido y los años, ausentes de brújula o lastre, habían pasado terriblemente rápidos. Quizá lo mejor había sido volver finalmente a Inglaterra: a esta nueva Inglaterra, a esta febril pseudolnglaterra. A esta febril y prosaica Autoridad Portuaria en una casa de ladrillo gris a causa del polvo. Se identificó, se le indicó una habitación de atrás, y fue presentado a un corpulento comerciante sudamericano que había ofrecido sus almacenes para guardar las municiones hasta que estuviera listo el Arsenal para recibirlas. Pierce, se llamaba el hombre. Jered Pierce.
Watson tendió su mano.
—Encantado de conocerle, señor Pierce.
El sudafricano estrechó la mano de Watson con su enorme zarpa.
—Lo mismo digo, señor, se lo aseguro.
Caroline estaba asustada de Londres pero aburrida en la atestada madriguera de la tienda de su tío. Se hacía cargo de las tareas de tía Alice de tanto en tanto, y eso estaba bien, pero también estaba Lily de la que ocuparse. Caroline no quería que jugara sola en la calle, donde el polvo era denso y el alcantarillado inexpresable, y dentro era un constante terror, persiguiendo al gato o jugando a tomar el té con las figurillas de porcelana de Alice. Así que cuando Alice se ofreció a cuidar de Lily mientras Caroline llevaba a Jered su almuerzo a los muelles, Caroline se sintió agradecida por el cambio. Se sintió bruscamente librada de sus cadenas y deliciosamente sola.
Se había prometido a sí misma que no pensaría en Guilford aquella tarde, e intentó enfocar su atención hacia otros lados. Un grupo de mugrientos niños ingleses —¡pensar que el más pequeño de ellos era probable que hubiera nacido en aquel lugar de pesadilla!— pasaron corriendo por su lado. Uno de ellos arrastraba tras él un saltamatas atado con una cuerda; las seis patas verde pálido del animal se agitaban frenéticamente y sus ojos oscuros giraban llenos de miedo. Quizá fuera bueno, aquel miedo. Bueno que en aquel mundo medio humano el terror funcionara en ambos sentidos. Esos eran pensamientos que nunca hubiera compartido con Guilford.
Pero Guilford se había ido. Bien, admítelo, pensó Caroline. Solo un desastre podía traerlo de vuelta antes del otoño, y probablemente ni siquiera eso. Suponía que ya debía de estar en las tierras del interior de Darwinia, un lugar más extraño todavía que esta hosca sombra de lo que había sido Londres.
Se detuvo preguntándose por qué. Él se lo había explicado pacientemente una docena de veces, y sus respuestas tenían una especie de sentido superficial. Pero Caroline sabía que tenía otros motivos, no expresados, tan poderosos como la marea. Aquel territorio salvaje había llamado a Guilford y Guilford había acudido corriendo, y no habían importado ni los animales salvajes, ni los tumultuosos ríos, ni las fiebres y los bandidos. Como un niño pequeño infeliz, había huido de casa.
Y la había dejado a ella allí. Odiaba aquella Inglaterra, odiaba incluso llamarla así. Odiaba sus ruidos, tanto el resonar del comercio humano como los sonidos de la naturaleza (¡peores!) que se filtraban a través de la ventana por la noche, sonidos cuyos orígenes eran absolutamente misteriosos para ella: un charlotear como de insectos, un lamento como el de algún pequeño perro herido. Odiaba el hedor de todo, y odiaba sus bosques venenosos y sus obsesionantes ríos. Londres era una prisión guardada por monstruos.
Se dirigió hacia el camino que corría paralelo al río. Zanjas y cloacas derramaban su carga de desechos en el Támesis; estridentes gaviotas trazaban círculos sobre el agua. Caroline contempló desde la distancia el tráfico fluvial. Muy lejos al otro lado de la amarronada agua una serpiente del limo alzó la cabeza, con su abollonado cuello curvado como un signo de interrogación. Observó las grúas del puerto descargar un barco de vela recién llegado…, el precio del carbón había revivido la Era de la Vela, aunque esas velas en particular estaban tendidas sobre un intrincado armazón de mástiles. Hombres sin gorro o con turbantes empujaban pesadas cajas y las cargaban sobre enormes carretones; las plataformas que las contenían brotaban de las penumbrosas bodegas de carga. Penetró en la sombra del edificio de la Autoridad Portuaria, donde el aire era denso pero algo más fresco.
Jered acudió a su encuentro y tomó la caja del almuerzo de su mano. Le dio las gracias a su manera abstraída y señaló:
—Dile a Alice que estaré en casa a la hora de cenar. Y que ponga otro plato en la mesa. —Un hombre alto con un limpio pero desgastado uniforme estaba de pie detrás de él, con los ojos francamente enfocados en ella. Jered se dio cuenta finalmente de la mirada—. ¿Teniente Watson? Esta es Caroline Law, mi sobrina.
El delgado rostro del teniente hizo una inclinación hacia ella.
—Señorita —dijo gravemente.
—Señora —le corrigió ella.
—Señora Law.
—El teniente Watson se alojará en la habitación de atrás de la tienda por un tiempo.
Oh, ¿de veras?, pensó Caroline. Dedicó al teniente una mirada más atenta.
—Los cuarteles de la ciudad están atestados —dijo Jered—. Aceptamos huéspedes ocasionalmente. Rey y Patria y todo eso.
No mi rey, pensó Caroline. No mi patria.
—¿Sabe? —dijo el profesor Randall—, creo que prefería el Dios antiguo, el que se refrenaba de hacer milagros.
—Hay milagros en la Biblia —le recordó Vale. Cuando el profesor bebía, lo cual era la mayor parte del tiempo, se decantaba hacia una agria teología. Hoy Randall estaba sentado en el estudio de Vale exponiendo sus pensamientos, los botones tensos en su chaleco y la frente perlada de transpiración.
—Los milagros debieran haberse limitado allí. —Randall dio un sorbo a su copa de caro bourbon. Vale lo había comprado pensando en el profesor—. Dejemos que Dios fulmine a los sodomitas. Pero fulminar a los belgas parece un tanto ridículo.
—Vaya con cuidado, doctor Randall. Él puede fulminarle a usted.
—Seguro que hubiera ejercido ese privilegio hace mucho tiempo si se hubiera sentido inclinado a ello. ¿He cometido una blasfemia, señor Vale? Entonces déjeme blasfemar un poco más. Dudo que la muerte de Europa fuera un acto de intervención divina, no importa lo que al clero le guste que pensemos.
—Esa no es una opinión popular.
Randall miró a las corridas cortinas, las hileras de libros en los estantes.
—¿Estoy en público aquí?
—No.
—A mí me parece un desastre natural. El Milagro, quiero decir. Evidentemente un desastre de algún tipo desconocido, pero si un hombre no hubiera visto o oído hablar nunca de, digamos, un tornado, ¿no le parecería también un milagro?
—Todo desastre natural es calificado como un acto de Dios.
—Cuando de hecho un tornado es solo un fenómeno meteorológico, no más sobrenatural que la lluvia de primavera.
—Ni más ni menos. Pero es usted un escéptico.
—Todo el mundo es un escéptico. ¿Se inclinó Dios y puso su pulgar sobre la Tierra, doctor Vale? William Jennings Bryan se preocupó mucho acerca de la respuesta a esta pregunta, pero yo no.
—¿De veras?
—No en ese sentido. Oh, mucha gente ha hecho carrera en política basándose en la piedad religiosa y el miedo a los extranjeros, pero eso no durará. No hay suficientes extranjeros o milagros para sostener la crisis. La auténtica cuestión es cuánto sufriremos mientras tanto. Me refiero a intolerancia política, mezquindad fiscal, incluso guerra.
Vale abrió ligeramente los ojos, el único signo visible de la excitación que saltó dentro de él como una llama. Los dioses habían alertado sus orejas.
—¿Guerra?
Randall podía saber algo acerca de la guerra. Era un conservador del Smithsoniano, pero también era uno de los que recaudaban fondos para esa institución. Había hablado a comités del Congreso y tenía amigos allí.
¿Era por eso por lo que el dios de Vale había tomado interés en Randall? Una de las ironías de servir a un dios era que uno no necesitaba comprender ni sus medios ni sus propósitos. Solo sabía que había algo en juego allí, comparado con lo cual sus propias ambiciones eran triviales. La resolución de algún plan con eones de antigüedad requería que él se ganara la confianza de aquel corpulento cínico, y así lo haría. Seré recompensado, pensó Vale. Su dios se lo había prometido. La vida eterna, quizá. Y una vida decente mientras tanto.
—La guerra —dijo Randall—, o al menos algún ejercicio marcial para mantener a los bretones en su lugar. La expedición Finch…, ¿ha oído hablar usted de ella?
—Por supuesto.
—Si la expedición Finch sufre algún ataque partisano, el Congreso desatará el infierno y culpará a los ingleses. Sonarán los sables. Morirán jóvenes. —Randall se inclinó hacia Vale, la carnosa piel de su cuello colgante—. No hay ninguna verdad en lo que hace, ¿eh? ¿Puede realmente hablar con los muertos?
Era como abrir una puerta. Vale se limitó a sonreír.
—¿Usted qué piensa?
—¿Que qué pienso yo? Pienso que estoy mirando a un hombre muy confiado en sí mismo que huele a jabón y sabe cómo encandilar a una viuda. No se ofenda.
—Entonces, ¿por qué pregunta?
—Porque…, porque las cosas son diferentes ahora. Creo que entiende usted lo que quiero decir.
—No estoy muy seguro.
—Yo no creo en milagros, pero…
—¿Pero?
—Han cambiado tantas cosas. Política, dinero, moda…, los mapas, evidentemente…, pero más que eso. Veo a la gente, alguna gente, y hay algo en sus ojos, en sus rostros. Algo nuevo. Como si tuvieran un secreto que mantienen para sí mismos. Y eso me preocupa. No lo comprendo. Así que entienda, señor Vale, empecé como un escéptico y termino como un místico. Cúlpele al bourbon. Pero déjeme preguntárselo de nuevo. ¿Habla usted con los muertos?
—Sí. Lo hago.
—¿Honestamente?
—Honestamente.
—¿Y qué le dicen los muertos, señor Vale? ¿De qué hablan los muertos?
—De la vida. Del destino del mundo.
—¿Con detalles?
—A menudo.
—Bien, eso es críptico. Mi esposa está muerta, ya sabe. Murió el año pasado. De neumonía.
—Lo sé.
—¿Puedo hablar con ella? —Depositó su copa sobre el escritorio—. ¿Es eso realmente posible, señor Vale?
—Quizá —dijo Vale—. Veremos.
La Marina tenía un vapor de poco calado en Jeffersonville para llevar a la expedición Finch hasta los límites navegables del Rin, pero su partida se vio retrasada cuando el piloto y buena parte de la tripulación cayeron con fiebre continental. Guilford sabía muy poco de la enfermedad.
—Una fiebre de los pantanos —explicó Sullivan—. Consuntiva, pero raras veces fatal. No nos retrasará mucho tiempo.
Y unos pocos bochornosos días más tarde la embarcación estuvo lista para partir. Guilford instaló sus cámaras en el muelle flotante de madera, tanto su voluminosa cámara de placas secas como la de rollo de película. La fotografía no había avanzado mucho desde el Milagro; los prolongados disturbios laborales de 1915 habían cerrado la Eastman Kodak durante la mayor parte del año, y la Hawk-Eye Works en Rochester había ardido hasta los cimientos. Pero, como suele ocurrir con estas cosas, ambas cámaras eran modernas y de elegante mecanismo. Guilford había coloreado varias de sus placas de la expedición de Montana y pensaba hacer lo mismo con su trabajo darwiniano, y con eso en mente tomó cuidadosas notas:
Catorce miembros de la expedición, muelle en Jeffersonville, Europa: de izquierda a derecha de pie: Preston Finch, Charles Curtis Hemphill, Avery Keck, Tom Gillvany, Kenneth Donner, Paul Robertson, Emil Swensen; de izquierda a derecha arrodillados: Tom Compton, Christopher Tuckman, Ed Betts, Wilson W. Farr, Marion («Diggs») Digby, Raymond Burke, John W. Sullivan.
Más allá: barco de la Marina Weston, casco gris metálico; lado ciudad agua del puerto turquesa bajo cielo azul profundo; las marismas del Rin con un ligero viento del norte, oro y verde y sombras de nubes, 8 a.m. Partimos.
Y así empezó el viaje (siempre parecía estar empezando, pensó Guilford; empezando y empezando de nuevo) bajo un desapacible cielo azul, con las telarañas agitándose como trigo en las tierras húmedas. Guilford organizó su equipo en el diminuto espacio sin ventanas que le fue adjudicado y subió para comprobar si la vista había cambiado. A la caída de la noche las marismas dieron paso a una orilla fluvial más seca y arenosa, y las hierbas de agua salada fueron sustituidas por densos arbustos pagoda y tallos tubo de órgano en los que el viento interpretaba átonas notas de órgano de vapor. Tras un chillón atardecer, el paisaje se convirtió en una inmensa e ilimitada oscuridad. Demasiado grande, pensó Guilford, demasiado vacía, y demasiado evidente de la indiferente maquinaria de Dios.
Durmió de forma intermitente en su hamaca y despertó febril. Cuando se levantó se notó inseguro sobre sus pies —las planchas de la cubierta bailaban un vals—, y los olores de la cocina le hicieron huir del desayuno. Al mediodía se sentía lo bastante enfermo como para llamar al médico de la expedición, el doctor Wilson Farr, que diagnosticó fiebre continental.
—¿Me moriré? —preguntó Guilford.
—Puede que llame a esa puerta —dijo Farr, frunciendo los ojos a través de unas gafas con unos cristales no mucho más grandes que la anilla de un cigarro puro—, pero dudo que sea admitido.
Sullivan acudió a verle por la tarde, mientras la fiebre seguía subiendo y un eritema rosado cubría los brazos y piernas de Guilford. Le resultó difícil enfocar sus ojos en Sullivan, y sus palabras derivaban como un barco sin timón, mientras el hombre intentaba distraerle con teorías sobre la vida darwiniana, la estructura física de sus invertebrados comunes. Finalmente Sullivan dijo:
—Estoy seguro de que está usted cansado… —Lo estaba: inexpresablemente cansado—. Pero le dejaré con un último pensamiento, señor Law. Como sea que esta, como sin duda supondrá, es una enfermedad puramente darwiniana, un microbio milagroso, ¿puede vivir y multiplicarse en el cuerpo de mortales ordinarios como nosotros? ¿No le parece eso algo más que coincidente?
—No sabría decirlo —murmuró Guilford, y volvió el rostro hacia la pared.
En lo más álgido de su enfermedad soñó que era un soldado que recorría los márgenes de algún sofocante y polvoriento campo de batalla: el miembro de un piquete destacado entre los muertos, aguardando a un enemigo invisible, arrodillándose ocasionalmente para beber de los charcos de tibia agua en los que su propio reflejo le devolvía la mirada, una imagen especular inexpresablemente anciana y llena de hastiados secretos.
El sueño lo sumergió en un largo vacío puntuado por destellos de náusea, pero el lunes empezó a recuperarse, la fiebre cedió, pudo tomar alimentos sólidos y librarse de su confinamiento bajo cubierta a medida que el Weston avanzaba cada vez más tierra adentro. Farr le trajo una edición actualizada de la Geognosia diluviana y noachiana de Finch, y Guilford consiguió perderse durante un tiempo en las distintas épocas de la Tierra, el Gran Diluvio que había dejado su marca en los cataclísmicos cambios en el manto, por ejemplo el Gran Cañón…, a menos que, como admitía Finch, esos rasgos fueran «creaciones anteriores, dotadas por su Autor con la apariencia de una determinada edad».
La Creación modificada por una inundación a escala planetaria, que había depositado fósiles animales a distintas altitudes o los había enterrado en lodo y légamo, como debió de ser enterrado el propio Edén. Guilford había estudiado mucho sobre aquello antes, aunque Finch parapetaba su argumentación con una gran riqueza de detalles: las cien clasificaciones de deriva y diluvio; ruedas geológicas en las cuales los animales extintos eran reflejados en claras categorías separadas. Pero esa frase en particular («la apariencia de edad») le turbaba. Convertía todo conocimiento en provisional. El mundo era un decorado —podría haber sido construido ayer, recién equipado con montañas y huesos de mastodonte y recuerdos humanos—, lo cual daba al Creador un improbable interés en engañar a sus creaciones humanas y en no hacer ninguna distinción útil entre la obra del tiempo y la obra de un milagro. Le parecía a Guilford innecesariamente complejo, aunque, ¿por qué, si pensaba en ello, tenía que ser sencillo el mundo? Más sorprendente quizá si uno podía reducir el universo y todas sus estrellas y planetas a una sola ecuación (como se decía que el matemático europeo Einstein había intentado hacer).
Finch decía que era por eso por lo que Dios había entregado a la humanidad las Escrituras, para dar sentido a un mundo desconcertante. Y Guilford tenía que admirar el peso y la poesía, la retorcida lógica de la obra de Finch. No sabía lo bastante de geología como para discutir con él…, aunque se había quedado con la impresión de una encumbrada catedral erigida sobre unos pocos pilotes crujientes de madera.
Y la pregunta de Sullivan le roía. ¿Cómo había contraído Guilford una enfermedad darwiniana, si el nuevo continente era una creación realmente separada? Y en la misma tónica, ¿cómo era que los hombres podían digerir algunas plantas y animales darwinianos? Algunos eran venenosos —demasiados—, pero algunos eran comestibles, incluso deliciosos. ¿No implicaba eso una oculta similitud, un origen común, aunque fuera distante?
Bueno, un Creador común, al menos. Una ascendencia común, había implicado Sullivan. Pero, si lo examinabas atentamente, era imposible. Darwinia existía desde hacía apenas más de una década…, o puede que hubiera existido mucho más tiempo, pero no de ninguna forma sensible a la Tierra.
Esa era la paradoja de la Nueva Europa. Busca milagros, encontrarás historia; busca historia, te tropezarás de cabeza con el romo borde de un milagro.
La lluvia retuvo a la expedición durante un día y medio, con las tierras bajas brillando bajo una fina bruma plateada. El Rin ondulaba por entre densos bosques, bosques darwinianos de un verde particularmente oscuro y musgoso, hasta que finalmente dio paso a una suave llanura alfombrada con una planta de hoja ancha que Tom Compton llamó hierbadedo. La hierbadedo había empezado a florecer, diminutas flores doradas que proporcionaban a los prados el resplandor de un otoño prematuro. Era una vista invitadora, según los estándares darwinianos, pero si querías caminar por entre la hierbadedo, decían los hombres de la frontera, o llevabas botas hasta las rodillas o te arriesgabas a sufrir un severo acceso de urticaria causado por la astringente savia amarilla de las plantas. Insectos voladores llamados moscas ortiga formaban auténticos enjambres sobre los campos durante el día, pero pese a su espinosa apariencia no mordían la carne humana e incluso se posaban inofensivas sobre la punta de un dedo, con sus cuerpos translúcidos finamente afiligranados, como adornos de Navidad en miniatura.
El Weston ancló en mitad del río. Guilford, recién recuperado pero todavía algo débil, fue a la orilla para ayudar a Sullivan a recoger muestras de hierbadedo y una docena de otras especies del prado. Los especímenes de muestra fueron preparados entre los marcos de la prensa para plantas de Sullivan, y una vez secas y aplastadas colocadas en capas en una caja envuelta con tela aceitada. Sullivan le mostró una flor naranja particularmente vívida común a lo largo de la arenosa orilla.
—Por su estructura, podría ser prima de la amapola inglesa. Pero estas flores son masculinas, señor Law. Los insectos dispersan el polen devorando literalmente los estambres. La flor femenina, aquí hay una, ¿la ve?, apenas puede llamarse flor en el sentido convencional del término. Más bien es un hilo empapado en miel. Un inmenso pistilo, con una estructura ciliada para arrastrar el polen masculino hasta el gineceo. Los insectos quedan a menudo atrapados en ella, y el polen con ellos. El esquema es común en Darwinia, y no existe entre las plantas terrestres. El parecido físico es real pero fortuito. Como si el mismo proceso de evolución hubiera actuado a través de diferentes canales…, como este río, que se aproxima en general al Rin pero no en sus detalles específicos. Drena aproximadamente las mismas tierras altas hasta aproximadamente el mismo océano, pero sus recodos y meandros son enteramente impredecibles.
Y sus remolinos, pensó Guilford, y sus rápidos, aunque el río había discurrido bastante plácidamente hasta entonces. ¿Planteaba el río de la evolución azares similares?
Sullivan, Guilford, Finch y Robinson dominaban las horas diurnas: Digby, el cocinero de la expedición, los llamaba «Flores y colores, piedras y hiedras». La noche pertenecía a Keck, Tuckman y Burke, pilotos y oficiales de derrota, con sus sextantes y sus estrellas y sus mapas a la luz de las lámparas. A Guilford le encantaba preguntarle a Keck dónde estaba exactamente la expedición, porque sus respuestas eran inevitablemente extrañas y maravillosas:
—Estamos entrando en la ensenada de Colonia, señor Law, y deberíamos de ver Dusseldorf antes de mucho si el mundo no se hubiera dado la vuelta como un calcetín y se hubiera parado de cabeza.
Weston ancló en un amplio y lento recodo del río que T. Compton llama Estanque Catedral. El Rin fluye saliendo de la suave hendidura de un valle, con la montañosa Bergischland al este de nosotros, la Garganta del Rin en alguna parte al frente. Un terreno generosamente arbolado: árboles mezquita (más altos que las especies inglesas), inmensos pinos salvia de color caqui, un complejo sotobosque. Puede que el fuego sea una amenaza en tiempo seco. Este era un territorio carbonífero de lignito en la otra Europa; Compton dice que se han divisado buscadores de petróleo aquí, accesos a minas poco profundas ya en funcionamiento (marginalmente), y hemos visto toscas carreteras y un poco de tráfico fluvial. Finch afirma haber hallado evidencias de coque, dice que esta zona será algún día un importante centro de hierro y acero, con la voluntad de Dios, con hierro en bruto de las escarpas del Oolítico de las Cotes du Moselle, en particular si los Estados Unidos siguen evitando que el continente sea «alambrado con fronteras».
Sullivan dice que el carbón de hulla es una evidencia más de una antigua Darwinia, una secuencia estratigráfica causada por el levantamiento terciario de la meseta del Rin. La auténtica cuestión, dice, es si la geología darwiniana es idéntica a la antigua geología europea, con los cambios debidos únicamente a los diferentes elementos corrosivos y a los meandros del río; o sí la geología darwiniana es solo aproximadamente la misma, diferente en sus detalles…, lo cual puede afectar nuestra exploración de los Alpes: una garganta inesperada en los montes Genèvre o Brenner nos enviaría derrotados de vuelta a Jeffersonville.
El tiempo es bueno, el cielo azul, la corriente del río es más fuerte ahora.
No podía durar, sabía Guilford, ese crucero fluvial de placer, con una cocina bien aprovisionada y largos días con la cámara y la prensa para plantas, playas de guijarros libres de molestos insectos o animales, noches tan llenas de estrellas como Guilford nunca había visto en Montana. El Weston avanzó más allá de la hendidura del valle del Rin y las paredes de la garganta se hicieron más verticales, las pendientes más espectaculares, hasta que le resultó fácil a Guilford imaginar a la vieja Europa allí, los desaparecidos castillos («Eberbach», entonaría Keck, «Marksburg, Sooneck, Kaiserpfalz…»), masas de guerreros teutones con púas en sus cascos.
Pero aquello no era la Vieja Europa, y las evidencias estaban por todas partes: peces púa agitándose en los bajíos, el olor a canela de los bosques de pinos salvia (ni pinos ni salvia sino un árbol alto cuyas ramas crecían formando una terraza en espiral), los gritos nocturnos de criaturas aún no bautizadas. Los seres humanos recorrían aquel camino —Guilford había visto alguna balsa ocasional, así como evidencias de cuerdas de sirga, chozas de tramperos, humo de fogatas, diques para atrapar peces—, pero solo muy recientemente.
Y había, descubrió, una especie de consuelo en el vacío del territorio que le envolvía, con su propio terrible y maravilloso anonimato, marcando huellas allá donde nunca había habido huellas y sabiendo que el terreno las borraría pronto. El territorio no exigía nada, no daba nada más que a sí mismo.
Pero los días fáciles no podían durar. La Rheinfelden estaba allá delante. El Weston tendría que dar media vuelta. Y entonces, pensó Guilford, veremos lo que significa estar auténticamente solos, en todo este mundo desconocido de rocas y bosque.
La Rheinfelden Cascade, la cascada del Rin, principio del tramo navegable. Hasta aquí es donde llegó Tom Compton. Algunos tramperos, dicen, afirman haber ido por tierra hasta tan lejos como el lago Constanza. Pero los tramperos suelen exagerar.
La cascada no es espectacular si la comparamos con, digamos, las del Niágara, pero es una puerta del río muy efectiva. La bruma flota densa, una gran masa de cúmulos por encima de las empapadas rocas y las boscosas colinas. Un rápido fluir verde de agua, el cielo oscurecido por las nubes de lluvia, todas las rocas y grietas invadidas por plantas como musgo con delicadas flores blancas.
Tras observar y fotografiar la cascada nos retiramos a un punto de porteo: Tom Compton conoce a un tratante en pieles local que podría estar dispuesto a vendernos animales de carga.
P.S. a Caroline y Lily: Os echo mucho en falta, tengo la sensación de estar hablando con vosotras a través de estas páginas aunque estoy muy lejos…, en las profundidades del Nuevo (o Perdido) Continente, extraño de horizonte a horizonte.
El tratante de pieles resultó ser un truculento germano-americano que se hacía llamar «Erasmus» y que criaba, en una tosca granja a una cierta distancia del río, una enorme manada de serpientes de pelo.
Las serpientes de pelo, explicó Sullivan, eran el recurso más explotable del continente, al menos por ahora. Eran animales herbívoros que vivían en manada, comunes en las praderas de las tierras altas y probablemente en las estepas orientales; Donnegan las había encontrado en las estribaciones de los Pirineos, lo cual sugería que estaban ampliamente distribuidas. Guilford se sintió fascinado y pasó buena parte del resto del día en el corral de Erasmus, pese al penetrante olor, que era uno de los puntos menos atractivos de las serpientes de pelo.
Los animales, pensó Guilford, se parecían más bien a gusanos que a serpientes: hinchadas, con pálidos «rostros» con ojos de vaca, cuerpos cilíndricos, seis patas oscurecidas bajo trenzas de enmarañado pelo. Como recurso, eran un catálogo virtual de Sears-Roebuck: pelo para tejer ropa, pieles para curtir, grasa para sebo, y una carne sosa pero comestible. Las serpientes de pelo eran el principal recurso comercial del Rin, e incluso, afirmaba Sullivan, habían hecho su aparición en los círculos de moda de Nueva York. Guilford supuso que el olor no sobreviviría al esquilado, o de otro modo ¿quién querría un abrigo de pelo de serpiente de pelo, incluso en el duro invierno de Nueva York?
Más importante aún, las serpientes de pelo eran útiles animales de carga, sin los cuales la exploración de los Alpes iba a ser algo mucho más difícil. Preston Finch ya se había retirado a la cabaña de Erasmus a negociar la compra de quince o veinte animales. Y Erasmus debía de ser un negociante duro, puesto que cuando Diggs tuvo preparada su tienda comedor, Finch y Erasmus todavía seguían negociando…, sus voces eran claramente audibles.
Finalmente Finch salió hecho una furia de la choza de barro, ignorando la cena.
—Es un hombre horrible —murmuró—. Simpatizante de los partisanos. Es inútil.
El piloto y la tripulación de la Marina permanecían a bordo del Weston, preparándose para regresar Rin abajo con especímenes, recolecciones de muestras, notas de campo, cartas a casa. Guilford se sentó con Sullivan, Keck y el hombre de la frontera Tom Compton en una prominencia encima del río, disfrutando de los platos de cecina picada reconstituida de Digby y contemplando ponerse el sol.
—El problema con Preston Finch —dijo Sullivan— es que no sabe cómo ceder ni un palmo.
—Tampoco Erasmus —dijo Tom Compton—. No es un partisano, solo un borrico para todo. Se pasó tres años en Jeffersonville negociando con pieles, pero nadie pudo tolerar su compañía durante mucho tiempo. No está hecho para la compañía humana.
—Los animales son interesantes —dijo Guilford. Como los thoats, en la novela de Burroughs. Las mulas marcianas.
—Bien, entonces quizá debería tomar usted una foto de ellos —dijo Tom Compton, e hizo girar los ojos.
Por la mañana resultaba evidente que las negociaciones se habían roto del todo. Finch no quiso hablar con Erasmus, aunque suplicó al piloto del Weston que aguardara un día más. Sullivan, Gillvany y Robinson se dedicaron a recoger especímenes en los bosques cerca de los pastos de Erasmus, evidentemente con la esperanza de que por algún milagro las cosas se resolvieran antes de su regreso al campamento. Y Guilford preparó su cámara junto a los corrales.
Lo cual trajo a Erasmus en estampida desde su retorcida cabaña de barro como un enano furioso. Guilford no había sido presentado al criador de serpientes e intentó contenerse y no echar a correr.
Erasmus —no mucho más de metro y medio de estatura, el rostro perdido en los rizos bíblicos de su barba, vestido con un remendado mono de dril y un poncho de piel de serpiente de pelo, se detuvo a una cautelosa distancia de Guilford, con el ceño fruncido y respirando fuertemente. Guilford hizo una educada inclinación de cabeza y se dedicó a ajustar su trípode. Dejemos que el Viejo de la Montaña haga el primer movimiento.
Se tomó su tiempo, pero finalmente dijo:
—¿Qué demonios cree que está haciendo exactamente?
—Fotografiar a los animales, si no hay inconveniente.
—Hubiera debido pedirlo antes.
Guilford no respondió. Erasmus respiró ruidosamente unos minutos más, y luego:
—Así que esto es una cámara, ¿eh?
—Sí, señor —dijo Guilford—. Una Kodak de placa.
—¿Toma sus fotos con placa? ¿Como en el National Geographic?
—Exactamente así.
—¿Conoce esa revista…, el National Geographic?
—He trabajado para ella.
—¿Eh? ¿Cuándo?
—El año pasado. En el Deep Creek Canyon, Montana.
—¿Esas fotos eran suyas? ¿En diciembre de 1919?
Guilford lanzó una larga mirada al criador de serpientes.
—¿Es usted miembro de la Sociedad, señor, esto, Erasmus?
—Llámeme simplemente Erasmus. ¿Y usted es?
—Guilford Law.
—Bien, señor Guilford Law, no soy miembro de la National Geographic Society, pero la revista llega ocasionalmente río arriba. La intercambio. Resulta difícil conseguir material de lectura aquí. Tengo sus fotografías… —Vaciló—. Estas fotografías de mi ganado…, ¿serán publicadas?
—Quizá —dijo Guilford—. Yo no tomo esas decisiones.
—Entiendo. —Erasmus ponderó las posibilidades. Luego inspiró una profunda bocanada del denso aire de los corrales—. ¿Le importaría venir a mi cabaña, Guilford Law? Ahora que Finch no está, quizá podamos hablar.
Guilford admiró la colección del National Geographic del criador de serpientes en un estante de madera: quince números en total, la mayoría de ellos manchados por el agua y con las puntas dobladas, algunos atados con bramante para retener las hojas que se habían soltado, compartiendo espacio con igualmente maltratadas tarjetas postales obscenas, westerns baratos, y un Argosy reciente que Guilford todavía no había visto. Alabó la parca biblioteca y no dijo nada acerca del suelo de tierra apisonada, el hedor de las pieles toscamente curtidas, el calor casi de estufa y la débil luz, o la sucia mesa de caballete decorada con evidencias de comidas consumidas hacía mucho tiempo.
A instancias de Erasmus, Guilford recordó durante un tiempo el Deep Creek Canyon, el río Gallatin, los diminutos crustáceos fósiles de Walcott: cangrejos de río de los esquistos silíceos, increíblemente antiguos, a menos que uno aceptara las teorías de Finch acerca de la edad de la Tierra. La ironía era que Erasmus, un viejo colono darwiniano que había nacido en Milwaukee y vivido en las orillas de la nueva Rheinfelden, encontrara la idea de los lechos de los arroyos de Montana intensamente exótica.
La charla derivó finalmente al tema de Preston Finch.
—No pretendo ofender —dijo Erasmus—, pero es un pomposo fanfarrón, y eso es todo. Quiere veinte cabezas de serpiente a diez dólares la cabeza, ¿puede llegar a imaginarlo?
—¿El precio no es justo?
—Oh, el precio es justo…, en realidad más que justo; no es ese el problema.
—¿No quiere vender usted veinte cabezas?
—Claro que sí. Veinte cabezas a ese precio me mantendrán boyante todo el invierno.
—Entonces, ¿puedo preguntarle cuál es el problema?
—¡Finch! ¡Finch es el problema! Viene a mi casa con esos aires de grandeza y me habla como si yo fuera un niño. ¡Finch! No le vendería a Preston Finch ni una manzana recogida del borde del camino por una fortuna aunque me estuviera muriendo de hambre.
Guilford consideró la situación.
—Erasmus —dijo finalmente—, podemos hacer mucho más e ir mucho más lejos con esos animales que sin ellos. Cuanto mayor sea el éxito de nuestra expedición, más posibilidades tendrá usted de ver impresas mis fotografías. Quizás incluso en el Geographic.
—¿Mis animales?
—Sus animales y usted mismo, si quiere posar.
El criador de serpientes se acarició la barba.
—Bueno. Bueno. Puedo posar. Pero eso no significa ninguna diferencia. No venderé a mis animales a Finch.
—Comprendo. ¿Y si yo le pidiera que me los vendiera a mí?
Erasmus parpadeó y sonrió lentamente.
—Entonces quizá pudiéramos hacer negocio. Pero mire, Guilford Law, hay más que eso. Los animales transportarán sus botes hasta por encima de la Cascada y probablemente seguirán ustedes el río hasta tan lejos como el Bodensee, pero si desean animales de carga en los Alpes, alguien tendrá que llevarlos desde arriba de la cascada hasta la orilla del lago.
—¿Puede usted hacer eso?
—Lo he hecho antes. Montones de manadas invernan aquí. De ahí es donde procede la mayor parte de mis animales. Estaría dispuesto a hacerlo por usted, por supuesto…, a un cierto precio.
—No estoy autorizado para negociar, Erasmus.
—Y una mierda. Establezcamos las condiciones. Luego puede ir usted a regatear con el tesorero o lo que tenga que hacer.
—De acuerdo…, pero una cosa más.
—¿Qué?
—¿Está usted dispuesto a desprenderse de ese Argosy que hay en su estantería?
—¿Eh? No. Difícilmente. No a menos que tenga usted algo que cambiar por él.
Bueno, pensó Guilford, quizás el doctor Farr no echara en falta su ejemplar de Geognosia diluviana y noachiana.
La granja de Erasmus está ya lejos Rheinfelden abajo. Sus corrales, las serpientes de pelo. Erasmus con sus animales. Se acumulan nubes de tormenta por el noroeste; Tom Compton predice lluvia.
P.S. Con la ayuda de nuestras «mulas marcianas» podremos acarrear las lanchas a motor plegables —unas construcciones ingeniosas y ligeras, roble blanco y pino de Michigan, cinco metros con compartimento estanco para almacenaje y codastes desprendibles— y viajar por encima de las cascadas probablemente hasta tan lejos como el lago Constanza (que Erasmus llama el Bodensee). Todo lo que hemos recogido y aprendido hasta la fecha viaja de vuelta a Jeffersonville con el Weston.
Creo que Preston Finch está resentido por el hecho de que yo hablara con Erasmus —me mira desde debajo de su casco tropical para el sol como un irritable Jehová—, pero Tom Compton parece impresionado: al menos está dispuesto a hablar conmigo últimamente, no solo a sufrir mi presencia por cuenta de Sullivan. Incluso me ofreció una calada de su notable pipa empapada de saliva, cosa que decliné educadamente, aunque quizá eso volvió a situarnos en la Casilla Uno…, desde entonces no ha dejado de agitar su bolsa encerada de hojas secas en mi dirección y reírse de una forma en absoluto halagadora.
Avanzamos por la mañana si el tiempo es razonable. El hogar parece más lejano que nunca, y el terreno se vuelve más extraño a cada día que pasa.
Caroline se ajustó a los ritmos de la casa de tío Jered, por extraños que fueran esos ritmos. Como Londres, o la mayor parte del mundo estos días, había algo provisional en el hogar de su tío. Mantenía unos horarios extraños. A menudo dejaba a Alice (y con frecuencia a Caroline ahora) el cuidado de la tienda. Así aprendió los usos de tornillos y tuercas, de llaves inglesas y clavos y cal viva. Y estaba el interesante enigma de Colin Watson, que dormía en un camastro en el almacén de la tienda y salía y entraba en el edificio arrastrándose como un espíritu inquieto. Periódicamente cenaba en la mesa de los Pierce, donde era impecablemente educado y casi tan hablador como un ladrillo. Era delgado, en absoluto glotón, y enrojecía con demasiada facilidad, pensaba Caroline, para un soldado: la charla en la mesa de Jered era a menudo un tanto vulgar.
Lily se había ajustado bastante bien a su nuevo entorno, menos bien a la ausencia de su padre. Todavía preguntaba de tanto en tanto dónde estaba papá.
—Al otro lado del canal de la Mancha —le respondía Caroline—, donde nadie ha estado nunca antes.
—¿Está bien?
—Muy bien. Y es muy valiente.
Lily preguntaba por su padre la mayor parte de las veces a la hora de acostarse. Era Guilford quien siempre le leía antes de dormirse, un ritual que en sus tiempos había hecho que Caroline se sintiera irrazonablemente un poco celosa. Guilford le leía a Lily con un entusiasmo que Caroline no podía igualar, debido a la desconfianza que sentía hacia los libros que le gustaban a Lily y su constante preocupación con hadas y monstruos. Pero Caroline aceptó la tarea en ausencia de su esposo, intentando reunir tanto entusiasmo como le fue posible. Lily necesitaba la reafirmación de una historia antes de poder relajarse completamente, abandonar la vigilancia y dormir.
Caroline envidiaba la simplicidad del ritual. Demasiado a menudo arrastraba su propia carga de dudas hasta bien entrada la madrugada.
Pese a todo, las noches de verano eran cálidas, y el aire estaba lleno de una fragancia que, aunque extraña, no era del todo desagradable. Ciertas plantas nativas, decía Jered, florecían solo de noche. Caroline imaginaba extrañas amapolas de grandes cabezas, intensamente narcóticas. Se acostumbró a dejar abierta la ventana de su dormitorio y a dejar que la brisa cargada con el aroma de las flores jugueteara sobre su rostro. Consiguió, a medida que avanzaba el verano, dormir mejor.
Fue el insomnio de Lily, a finales de julio, lo que le hizo darse cuenta de que algo había cambiado en casa de Jered.
Lily con bandas oscuras debajo de los ojos. Lily con aspecto ausente en el desayuno. Lily silenciosa y apagada en la mesa durante la cena, temerosa del tío de Caroline.
Caroline no se atrevía a preguntar qué ocurría, no quería que ocurriera nada, odiaba la idea de otra crisis. Una noche reunió todo su valor tras otro capítulo de «Dorothy», como Lily llamaba esas repetitivas fábulas, al advertir la inquietud de la niña.
Lily tiró de la sábana por encima de su barbilla.
—Me despiertan cuando se pelean.
—¿Cuando se pelean quiénes, Lily?
—Tía Alice y tío Jered.
Caroline no quiso creerlo. Lily debía de oír otras voces, quizá de la calle.
Pero la habitación de Lily solo tenía una ventanita pequeña, y daba a un callejón trasero, no a la concurrida calle comercial. De hecho la habitación de Lily era un cuarto trastero readaptado en la parte de atrás de la casa, un cuarto trastero que Jered había convertido en un diminuto pero confortable dormitorio para su sobrina. Con espacio suficiente para una niña, su osito, su libro, y para que su madre se sentara en la cama para leerle.
Pero el cuarto compartía una pared con el dormitorio de Jered y Alice, y las paredes no eran especialmente gruesas. ¿Discutían Jered y Alice, a altas horas de la noche, cuando pensaban que nadie les oía? A Caroline le parecían bastante felices…, un poco reservados quizá, moviéndose en esferas separadas, de la forma en que las parejas ya mayores lo hacen a menudo, pero fundamentalmente contentos. No podían haber discutido a menudo antes o Lily se habría quejado o al menos habría mostrado síntomas.
Las discusiones debieron de empezar después de la llegada de Colin Watson.
Caroline le dijo a Lily que ignorara los sonidos. Tía Alice y tío Jered no estaban realmente enfadados, solo se contaban sus desacuerdos. En realidad se querían mucho el uno al otro. Lily pareció aceptar aquello, asintió y cerró los ojos. Su comportamiento mejoró un poco durante los días siguientes, aunque seguía mostrándose huraña hacia su tío. Caroline olvidó el asunto y no pensó de nuevo en él hasta la noche en que se quedó dormida a medio leerle su capítulo de Dorothy a Lily y despertó, bien pasada la medianoche, envarada e incómoda, al lado de Lily.
Jered había salido. Fue el sonido de la puerta lo que la despertó. El teniente Watson había ido con él; Jered le dijo algunas palabras inaudibles antes de que el teniente se retirara a su sótano. Luego se oyeron los pesados pasos de Jered en el corredor, y Caroline, temerosa sin ninguna razón que pudiera definir, cerró la puerta de Lily, que siempre dejaba entreabierta.
Se sintió un poco absurda, y más que un poco claustrofóbica, sentada con las piernas cruzadas en aquella habitación a oscuras vestida solo con su camisa de dormir. Escuchó el pausado ritmo de la respiración de su hija, suave como un suspiro. Jered recorrió su camino por el pasillo hasta su cama, arrastrando tras de sí un olor a tabaco y cerveza.
Entonces oyó la voz de Alice recibirle, casi tan profunda como la de un hombre, y la de Jered, todo pecho y barriga. Al principio Caroline no pudo distinguir las palabras, y no pudo oír más que alguna frase aislada ni siquiera cuando empezaron a alzar sus voces. Pero lo que oyó fue estremecedor.
…no creía que te implicaras… (la voz de Alice).
…hago mi maldito deber… (Jered).
Entonces Lily despertó y necesitó ser reconfortada, y Caroline acarició su rubio cabello y la calmó.
…sabes que puede resultar muerto…
¡…en absoluto!
¡…el esposo de Caroline! ¡El padre de Lily!
…yo no dirijo el mundo… Yo no… puedo…
Y entonces, repentinamente, las voces guardaron silencio. Caroline imaginó a Jered y Alice dividiendo la gran cama en territorios, estableciendo fronteras con hombros y caderas, como ella y Guilford habían hecho a veces, tras una discusión.
Saben algo, pensó. Algo acerca de Guilford, algo que no quieren decirme.
Algo malo. Algo aterrador.
Pero estaba demasiado cansada, demasiado impresionada para extraer sentido de aquello. Besó mecánicamente a Lily y se retiró a su habitación, a su abierta ventana y a sus perezosamente agitadas cortinas y al extraño perfume de la noche inglesa. Dudó que pudiera dormir, pero durmió pese a sí misma; no quiso soñar, pero soñó incoherentemente con Jered, con Alice, con el joven teniente de ojos tristes.
El verano de 1920 fue frío, al menos en Washington, y la gente culpó de ello a los volcanes rusos, la ígnea línea de alteraciones geológicas que marcaban la frontera oriental del Milagro y que habían estado entrando esporádicamente en erupción desde 1912, al menos según los refugiados que abandonaron Vladivostok ante los trastornos japoneses. Culpa a los volcanes, pensaba Elias Vale, a las manchas solares, a Dios, a los dioses…, todo es lo mismo. Simplemente se alegraba de salirse de la deprimente lluvia, aunque fuera para entrar en la aún más deprimente Sala Principal del Museo Nacional, en aquellos momentos bajo renovación, un trabajo que se había pospuesto en 1915 y en cada uno de los cuatro años siguientes, pero para la cual Eugene Randall había conseguido al fin extraer fondos del tesoro nacional.
Randall resultó ser un administrador que se tomaba en serio su trabajo, la peor clase de patán. Y un hombre solitario, lo cual aún complicaba más el vicio. Había insistido en llevar a Vale al museo de la misma forma que las madres insisten en exhibir a sus hijos: se espera admiración, y su ausencia podría ser considerada un insulto.
No soy tu amigo, pensó Vale. No te humilles.
—Tanto de este trabajo fue pospuesto durante tanto tiempo —estaba diciendo Randall—. Pero al menos estamos abriendo camino. El problema no es lo que nos falta sino lo que tenemos, el enorme volumen de todo ello, como querer cargar un camión de tamaño más pequeño que la carga que queremos meter en él. Esqueletos de ballena en la Sala Sur, segundo piso, ala oeste, y eso significa invertebrados marinos en la Sala Norte, lo cual significa que la galería de pinturas tiene que ser ampliada, la Sala Principal renovada…
Vale miró inexpresivamente el andamiaje, las lonas que protegían el suelo de mármol. Hoy era domingo. Los trabajadores se habían ido a casa. El museo estaba oscuro como la sala de un velatorio, y el cadáver a la vista era el del Hombre Y Todas Sus Obras. La lluvia ponía cortinas de agua en la parte exterior de las ventanas emplomadas.
—No es que seamos ricos. —Randall lo condujo subiendo un tramo de escaleras—. Hubo un tiempo en el que casi teníamos dinero suficiente, los viejos días, con tantas donaciones como moscas, nos parece ahora. El fondo permanente es una sombra de sí mismo, solo unos pocos legados residuales, inútiles bonos de ferrocarril, un goteo de intereses. Las asignaciones del Congreso es todo con lo que podemos contar, y el Congreso ha sido parco desde el Milagro, aunque pagan las reparaciones, las estanterías de acero para la biblioteca…
—La expedición Finch —añadió Vale, movido por un impulso que tal vez fuera de su dios.
—Sí, y ruego porque estén a salvo, tal como está la situación. Tenemos a seis congresistas sentados en la Junta de Regentes, pero en asuntos de estado dudo que nos alineemos con la Cuestión Inglesa o la Cuestión Japonesa. Aunque puede que esté calumniando al señor Cabot Lodge.
Durante semanas el dios de Vale lo había dejado más o menos tranquilo, y eso era agradable: agradable enfocarse en asuntos meramente mortales, sus «indulgencias», como calificaba el beber e ir de putas. Ahora, al parecer, la atención divina había sido provocada de nuevo. Sintió su presencia en su vientre. Pero, ¿por qué allí? ¿Por qué aquel edificio? ¿Por qué Eugene Randall?
Y, puestos a preguntar, ¿por qué un dios? ¿Por qué yo? Auténticos misterios.
Y así se había metido en el laberinto, en la oficina panelada con roble de Randall, donde este tenía papeles que recoger, una parada entre el último salón vespertino de la señora Sanders-Moss y una sesión por la noche, la última estrictamente privada, como una cita con un abortista.
—Sé que hay tensión con los ingleses sobre el tema de armar a los partisanos. Espero fervientemente que Finch no sufra ningún daño, por poco improbable que eso pueda parecer. Ya sabe, Elias, que existen facciones religiosas que desean mantener a Norteamérica completamente fuera de la Nueva Europa, y que no dudan en escribirle al Comité de Asignaciones… Ah, aquí está. —Extrajo de encima de su escritorio una carpeta archivadora de papel manila—. Eso es todo lo que necesito. Ahora supongo que es hasta el infinito… No, no puedo bromear con estas cosas. —Un poco avergonzado—: No pretendo insultarle, Elias, pero me siento como un estúpido.
—Le aseguro, doctor Randall, que no está siendo usted en absoluto estúpido.
—Perdóneme si no estoy convencido. Todavía no. Yo… —Hizo una pausa—. Elias, parece usted pálido. ¿Se encuentra bien?
—Necesito…
—¿Qué?
—Un poco de aire.
—Bueno, yo… ¿Elias?
Vale salió corriendo de la habitación.
Lo hizo porque su dios estaba creciendo y aquello iba a ser malo, eso era obvio, una visita completa, lo sentía, y la manifestación había obstruido su garganta y llenado de ácidos su estómago.
Quiso volver sobre sus pasos hasta la puerta —Randall lo estaba llamando en vano a sus espaldas—, pero Vale se equivocó al girar y se halló en una galería no iluminada donde los huesos de algún gran pez extraño, algún monstruo béntico darwiniano, había sido suspendido del techo con cuerdas.
Contrólate. Consiguió detenerse. Randall no tenía paciencia para los gestos operísticos.
Pero deseaba desesperadamente estar a solas, al menos por un momento. A su debido tiempo la desorientación pasaría, el dios manipularía sus brazos y piernas, y Vale se convertiría en un observador pasivo, semiconsciente, en el caparazón de su propio cuerpo. La agonía se retiraría y finalmente sería olvidada. Pero ahora todo era demasiado inminente, demasiado violento. Todavía seguía siendo él mismo —vulnerable y asustado— y sin embargo estaba en una presencia, rodeada por un otro Yo virulentamente peligroso.
Se dejó resbalar hasta el suelo suplicando el olvido; pero el dios era lento, el dios era paciente.
Las inevitables preguntas corrieron alocadas por su torturada mente: ¿Por qué yo? ¿Por qué he sido elegido para esa tarea, sea cual sea? Y ante su sorpresa, esta vez el dios ofreció respuestas: certidumbres sin palabras, a las cuales Vale prendió palabras inadecuadas.
Porque moriste, respondió el dios fantasma.
Aquello era estremecedor. Yo no estoy muerto, protestó Vale.
Porque te ahogaste en el océano Atlántico en 1917 cuando un barco norteamericano lleno de tropas recibió un torpedo alemán.
La voz del dios sonaba como la del abuelo de Vale, el poderoso tono que adoptaba el viejo cuando contaba la batalla de Bull Run. La voz del dios estaba hecha de recuerdos. Sus recuerdos. Los recuerdos de Elias Vale. Pero las palabras estaban equivocadas. Aquello no tenía sentido. Era una locura.
Moriste el día que yo te tomé.
En un edificio de ladrillo vacío y en ruinas junto al río Ohio. ¿Cómo podían ser ciertas todas aquellas cosas? ¿Una vieja fábrica junto a un río, una muerte violenta en el Atlántico?
—¿Morí? —susurró.
Un silencio angustioso, excepto los tímidos pasos de Randall en la oscuridad más allá de la galería rodeada de huesos.
—Entonces —preguntó Vale—, ¿esto es la Otra Vida?
No recibió ninguna respuesta excepto una visión: el museo en llamas, y luego una ruina ennegrecida, y apestosos dioses verdes caminando como conquistadores insectoides entre los ladrillos derrumbados y las cenizas apagadas.
—¿Señor Vale? ¿Elias?
Alzó la vista hacia Randall y consiguió esbozar el rictus de una sonrisa.
—Lo siento. Yo…
—¿Está usted enfermo?
—Sí. Un poco.
—Quizá debiéramos aplazar la, esto, reunión de esta noche.
—No es necesario. —Vale sintió que se ponía en pie. Miró a Randall de frente—. Solo son pequeños problemas ocupacionales. Tan solo necesito un poco de aire fresco. No pude encontrar la puerta.
—Hubiera debido decirme algo. Bien, sígame.
Fuera, al frescor de primera hora de la tarde. A la lluviosa y vacía calle. Al Vacío, pensó Elias Vale. En algún rincón muy dentro de él, sintió una urgente necesidad de gritar.
Keck y Tuckman no podían decir qué peligros les aguardaban allá delante. Según sus instrumentos, la nueva Rheinfelden estaba aproximadamente en el mismo lugar que la vieja cascada europea, pero la aproximación era relativa, y los rápidos de blanca agua que solían discurrir por debajo de la cascada o bien estaban ausentes o estaban enterrados bajo un Rin más profundo y lento. Sullivan veía aquello como otra evidencia más de una Darwinia que había evolucionado de alguna manera en paralelo con la vieja Europa, en la que la antigua caída de una sola roca podía haber cambiado el curso de un río, al menos hasta ciertos límites. Finch lo atribuía a la ausencia de intervención humana. «El viejo Rin fue pescado, represado, navegado y explotado durante más de mil años. Naturalmente, tuvo que terminar siguiendo un curso diferente.» Mientras que esta Europa estaba intocada, era edénica.
Guilford se reservaba su opinión. Cualquiera de las dos explicaciones parecía plausible (o igual de implausible). Solo sabía que estaba cansado: cansado de distribuir los pertrechos entre las toscas alforjas de las serpientes de Erasmus; cansado de manejar los grandes botes Stone-Galloway, cuya muy alardeada «ligereza» resultó ser algo más bien relativo; cansado de seguir el paso de las serpientes de pelo y su carga mientras cruzaban la Rheinfelden en medio de una miserable llovizna.
Finalmente llegaron a una playa de afilados guijarros desde la cual podían echarse con seguridad los botes al agua. Las provisiones fueron divididas equitativamente entre los compartimentos estancos de proa y popa de los botes y las alforjas de las serpientes de pelo. Erasmus llevaría los animales hasta sus pastos de verano en el extremo oriental del lago Constanza, y acordó reunirse con la expedición allí.
Meter los botes en el agua tendría que aguardar hasta por la mañana. Solo quedaba luz suficiente para plantar las tiendas, aliviar los múltiples dolores corporales, abrir las latas de raciones y contemplar el hinchado río, verde como el caparazón de un escarabajo y ancho como la bahía de Boston, mientras avanzaba hacia la cascada.
Guilford no confiaba demasiado en los botes.
Los había encargado Preston Finch, y los había bautizado también: el Perspicacity, el Orinoco, el Camille (por la difunta esposa de Finch) y el Ararat. Los motores eran prototipos, pequeños pero potentes, con las hélices protegidas de las rocas por los codastes y los compartimientos de los motores del agua por una serie de cubiertas de lona. Los botes funcionarían bien, pensó Guilford, si el Rin permanecía relativamente plácido hasta el lago Constanza. Pero serían algo peor que inútiles contra aguas espumosas. Y su ventaja en peso quedaba invalidada por la necesidad de cargar latas de gasolina, una carga difícil de transportar y un desperdicio de espacio potencialmente útil.
Pero los botes serían ocultados en el Bodensee y funcionarían más que adecuadamente en el viaje de regreso, despojados de sus motores y de su gasolina, con la corriente del río para impulsarlos. Y funcionaron satisfactoriamente el primer día de marcha, aunque el ruido de los motores era ensordecedor y el olor de los gases de escape aborrecible. Guilford disfrutaba estando cerca del agua más que viajando por encima de ella: formar parte del río, vencer la resistencia de su corriente, bambolearse al ritmo de sus remolinos, una cosa insignificante en medio de un gran territorio. La lluvia cesó, el día se aclaró, y las paredes de la garganta estaban recubiertas por plantas parecidas a lianas y coronadas con retorcidos árboles pagoda. Seguro que hemos rebasado a Erasmus y sus serpientes, pensó, y era posible que Erasmus fuese el único ser humano aparte ellos en un radio de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados, excepto algunos pocos partisanos errantes. La tierra nos pertenece ahora, pensó Guilford. La tierra, el agua, el aire.
Acampamos donde un afluente sin nombre vierte sus aguas en el Rin. Un remanso de aguas tranquilas. Keck pesca peces locos espinosos y azules. Pinos salvia en miniatura crecen entre las rocas, de follaje casi turquesa, empequeñecidos por los vientos y un suelo rocoso.
P.S. La pesca es abundante y nos proporcionará una exquisita cena, aunque Diggs se hace el mártir mientras limpia el pescado. Los desperdicios van a parar al río…, las moscas toro dan cuenta de ellos río abajo. (Las moscas toro muerden si son provocadas; esta noche dormimos bajo mosquiteras. Los demás insectos no son especialmente comunes o venenosos, aunque una criatura parecida a un cangrejo se llevó uno de los pescados de Keck: ¡lo mordisqueó encima de una roca húmeda y luego lo arrastró consigo hasta el agua! «Sus pinzas eran como las de una langosta —dijo Keck alegremente—. ¡Cuenten los dedos de sus pies, caballeros!»).
Al día siguiente se vieron obligados a recorrer por tierra un tramo de rocosos rápidos, una tarea desagradable sin animales de carga. Los botes fueron izados a fuerza de músculos hasta la orilla y se examinó la ruta: afortunadamente, la guijarrosa orilla era bastante amplia y había una abundante provisión de madera —secos y huecos troncos flauta que habían caído por las paredes de la garganta arrastrados por las lluvias primaverales— que podían servir como rodillos improvisados. Pero el trayecto agotó a todo el mundo e hizo perder un día; a la puesta del sol Guilford apenas fue capaz de arrastrar sus doloridos huesos debajo de la mosquitera y echarse a dormir.
Por la mañana cargó y ayudó a meter el Perspicacity en el agua, junto con Sullivan, Gillvany y Tom Compton. El Perspicacity fue el último bote en entrar en el agua; cuando alcanzaron el centro del río el bote en cabeza, el Ararat de Finch, ya estaba fuera de la vista más allá del próximo recodo. El río avanzaba rápido y poco profundo allí, y Guilford se sentó en la parte delantera vigilando las rocas, dispuesto con un remo a alejar la quilla de los obstáculos.
Estaban efectuando un firme progreso contra la corriente cuando el motor tosió y se paró.
El repentino silencio sobresaltó a Guilford. Pudo oír el motor del Camille a cien metros más adelante, y el chapotear del agua, y a Sullivan maldiciendo en voz baja mientras retiraba la lona de protección y abría el compartimiento del motor.
Sin el motor, el Perspicacity disminuyó al instante su marcha, equilibrado entre su impulso y la corriente del río. La garganta del Rin se volvió repentinamente estática. Solo el agua se movía. Nadie dijo nada.
Luego Tom Compton señaló:
—Suelte los otros remos, señor Gillvany. Necesitamos dar la vuelta y dirigirnos a la orilla.
—Solo un poco de agua en el compartimiento —dijo Sullivan—. Creo que puedo volver a poner el motor en marcha.
Pero Tom Gillvany, al que nunca le había gustado demasiado el viaje fluvial, asintió con la cabeza y soltó los remos.
Guilford usó su propio remo para hacer girar el bote. Se tomó un instante para hacer gestos al Camille, indicando el problema, y Keck agitó la mano en respuesta y empezó a dar la vuelta. Pero el Camille estaba ya alarmantemente lejos. Y ahora la orilla había empezado a girar, a alejarse. El Rin se había hecho con el control del Perspicacity.
La guijarrosa playa de la que habían partido pasó por su lado.
—Oh, Jesús —gimió Gillvany, remando agitado. Sullivan, con el rostro pálido, abandonó el motor y tomó un remo.
—Remen al unísono —dijo Tom Compton, y su baja voz no sonó muy distinta al ruido del agua—. Cuando estemos lo bastante cerca frenaré el bote. Denme el cabo de proa.
Guilford pensó en los rápidos. Supuso que todos en el bote estaban pensando ya en los rápidos. Ahora podía verlos, una línea de espuma blanca en la que se desvanecía el río. La orilla no parecía estar más cerca.
—¡Con firmeza! —ladró el hombre de la frontera—. ¡Maldita sea, Gillvany, lo que hace usted es aletear como un jodido pájaro! ¡Clave el remo en el agua!
Gillvany era un hombre menudo y se sintió ofendido por el estallido. Se mordió el labio y hundió el remo en el río. Guilford trabajaba en silencio, tensando los brazos. El sudor empapaba su rostro, y cuando se humedeció los labios notó el sabor de la sal. El día ya no era frío. Los pájaros darwinianos de la orilla, parecidos a gorriones negros como el carbón, trazaban alegremente círculos sobre sus cabezas.
El fondo del río era dentado ahora, con rocas como aletas de tiburón formando estelas blancas de espuma a medida que el Perspicacity se acercaba a la orilla. Hubo un repentino crac hueco en la parte de atrás del bote.
—Hemos perdido un codaste —dijo Sullivan sin aliento—. ¡Tiren!
El siguiente restallar fue la hélice, supuso Guilford; envió un rechinante estremecimiento a lo largo de todo el bote. Gillvany jadeó, pero nadie dijo nada. El rugir del agua era fuerte.
La orilla se convirtió en un amasijo de peñascos, cercanos pero imponentes, que se deslizaban peligrosamente rápido por su lado. Tom Compton maldijo y agarró el cabo de proa, se puso en pie y saltó del bote. Se posó con aplastante dureza sobre una resbaladiza roca plana, con la cuerda desenrollándose como una furiosa serpiente a su lado mientras Guilford remaba en vano contra la corriente. El hombre de la frontera se afirmó precipitadamente en la roca y pasó la cuerda alrededor de un saliente de granito justo en el momento en que el Perspicacity la tensaba. La cuerda cantó y chasqueó fuera del agua. Guilford se sujetó como pudo mientras el bote cabeceaba y giraba locamente hacia las rocas. Sullivan cayó contra el bloque del motor. Gillvany, desprevenido, rodó sobre sí mismo por encima de la borda de estribor y cayó a la espuma.
Guilford arrojó un cabo al agua allá donde Gillvany había desaparecido, pero el entomólogo no estaba allí…, se había desvanecido en las rápidas y verdes aguas sin dejar ninguna estela o remolino que señalara su paso.
Entonces el Perspicacity golpeó contra las rocas y escoró bajo la feroz presión del Rin, con Guilford aferrado a una chumacera con todas las fuerzas que le quedaban.
Por encima de los rápidos sin nombre, varados desde hace dos días. El Perspicacity está siendo reparado. Codaste y hélice pueden reemplazarse de las piezas de repuesto.
Tom Gillvany no.
P.S. No conocía bien a Tom Gillvany. Era un hombre tranquilo y estudioso. Según el doctor Sullivan, era un erudito respetado en su campo. Se perdió en el río. Buscamos corriente abajo pero no pudimos recuperar su cuerpo. Recordaré su tímida sonrisa, su sobriedad, y su jamás ocultada fascinación por el Nuevo Continente.
Todos lamentamos su muerte. El ambiente general es lúgubre.
Un hueco donde la garganta del Rin es rocosa y escarpada, una especie de caverna natural, poco profunda pero alta como una iglesia: la Caverna Catedral, la ha llamado Preston Finch. Un santuario de piedra en honor al doctor Gillvany. Clavamos una madera con unas palabras grabadas por Keck: Dr. Thomas Markland Gillvany, in memoriam, y la fecha.
P.S. Silenciosos como estamos, no hay mucho que oír: el río, el viento (la lluvia nos envuelve una vez más), Diggs canturreando Rock of Ages mientras agita el fuego.
Hemos sido sangrados por esta tierra.
Mañana, si todo va bien, partiremos de nuevo. Seguiremos. Echo en falta a mi esposa y a mi hija.
Puesto que no podía dormir, Guilford salió de su tienda después de la medianoche y caminó más allá de las murientes ascuas del fuego hasta la boca de la cueva, silueteada por la acerada luz de la luna. Sullivan estaba sentado allí, observando el cielo nocturno con un pequeño telescopio de latón. La lluvia había cesado. La luna estaba medio oculta por los cirros. La mayor parte del cielo por encima de la garganta del Rin brillaba con estrellas. Guilford carraspeó y se hizo un espacio entre la roca y la arena.
El otro hombre le miró brevemente.
—Hola, Guilford. Cuidado con las moscas toro. Aunque no hay muchas esta noche. No les gusta el viento.
—¿Es usted astrónomo además de botánico, doctor Sullivan?
—Estrictamente un contemplador de estrellas aficionado. Y en realidad estoy mirando a un planeta, no a una estrella.
Guilford preguntó qué planeta había atraído la atención de Sullivan.
—Marte —dijo el botánico.
—El planeta rojo —murmuró Guilford, lo cual era más o menos la suma de todos sus conocimientos relativos a aquel cuerpo celeste, excepto que poseía dos lunas y que había sido el fondo de algunas excelentes historias de Burroughs y de aquel escritor inglés, Wells.
—Menos rojo de lo que era en su tiempo —dijo Sullivan—. Marte se ha oscurecido desde el Milagro.
—¿Oscurecido?
—Marte tiene estaciones, Guilford, exactamente igual que la Tierra. Los casquetes polares se retiran en verano, las áreas más oscuras se expanden. El planeta tiene un aspecto rojizo porque probablemente sea un desierto de hierro oxidado. Pero últimamente el rojo se ha paliado. Últimamente —dijo, apoyando el telescopio sobre sus rodillas— hay asomos de azul. El cambio ha sido medido espectrográficamente; el ojo es algo menos sensible.
—¿Y eso significa?
Sullivan se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe.
Guilford contempló el cielo plateado por la luna. La Conversión de Europa ya era suficientemente misteriosa. Era intimidante pensar en otro planeta sufriendo el mismo fenómeno salvaje y extraño.
—¿Puedo usar el telescopio, doctor Sullivan? Me gustaría ver Marte por mí mismo.
Miraría al misterio de frente con sus propios ojos: al menos era tan valiente como eso.
Pero Marte tan solo era un flotante punto de luz, perdido en los cielos darwinianos, y el viento era helado y el doctor Sullivan no estaba hablador, y al cabo de un rato Guilford regresó a su tienda y durmió inquieto hasta la mañana.
El producto final del miedo, el miedo no sin base pero sí sin ningún objeto tangible, era la anestesia. Cada nuevo presagio parecía más desolado, hasta que la desolación se convertía en el paisaje a través del cual debía avanzar Caroline, con los ojos desviados, sin registrar nada. O al menos tan poco como fuera posible.
Le dijo a su tía que Lily estaba teniendo problemas para dormir. Alice se volvió y miró con aire ausente hacia las profundidades de la tienda, más allá de las hileras de blancos sacos de grano, al entramado de rayos del sol que se filtraban por la alta ventana de atrás. Se secó las manos en el delantal.
—Jered vuelve a horas extrañas. Puede que la haya despertado al ir hasta el cuarto. Hablaré con él.
Seguía manteniendo el secreto, ella no era copartícipe de él, y Caroline se sintió privadamente aliviada. Lily dormía mejor últimamente, aunque había adquirido una serie de tics nerviosos en ausencia de su padre: se tiraba del labio inferior hasta que le dolía, se retorcía el pelo entre los dedos. No soportaba que la dejaran sola.
Colin Watson seguía frecuentando la casa, una humosa presencia. Caroline intentó varias veces entablar conversación con él, pero hablaba muy poco de su vida o de su trabajo; solo que el Servicio parecía haberle olvidado, que tenía pocos deberes que realizar excepto las rondas de guardia en el Arsenal; lo habían echado a un lado, parecía sugerir, en el obsesivo barajar de Kitchener de las fuerzas británicas. No podía decir por qué había tantos soldados en Londres aquellos días. «Es como una plaga», dijo Caroline, pero el teniente no se dejaba provocar. Se limitó a sonreír.
Soldados y barcos de guerra. Caroline detestaba bajar al puerto ahora; la mayor parte de la Marina británica parecía haber anclado allá en las últimas semanas, maltrechos acorazados erizados de cañones. Las mujeres hablaban de guerra por las calles.
Guerra contra quién, y con qué propósito, era algo que Caroline no podía adivinar. Puede que tuviera algo que ver con los partisanos, las heces de Europa que habían regresado, sus ridículas exigencias y sus amenazas; o los norteamericanos; o los japoneses; o… Intentaba no prestar atención.
—Echo en falta a papá —anunció Lily. Era domingo. La tienda estaba cerrada; Jered y Alice hacían inventario, y Caroline había llevado a Lily al río, al río azul bajo un cálido cielo azul, para que viera los barcos o algún monstruo fluvial. A Lily le gustaban las serpientes del limo casi tanto como Caroline las odiaba. Sus grandes cuellos, sus fríos ojos negros.
—Papá volverá pronto —le dijo a su hija, pero Lily se limitó a fruncir el ceño, endurecida contra cualquier consuelo. La fe es una virtud, pensó Caroline, pero nada es seguro. Nada. Fingimos, por el bien de los niños.
Qué perfecta era Lily, sentada con las piernas extendidas en un largo banco con su muñeca en el regazo. «Lady» se llamaba la muñeca. «Lady, lady», canturreaba Lily para sí misma, una canción de solo dos notas. La pintura color carne de la muñeca se había desgastado a un color porcelana hueso en sus mejillas y frente. «Lady, baila», cantaba Lily.
Fue en aquel momento, una paz incierta tan breve como el repicar de una campana, que Caroline vio a Jered apresurándose a lo largo de un malecón de suelo de troncos hacia ella. Su corazón se saltó un latido. Algo iba mal. Podía ver el problema en sus ojos, en su andar. Sin pensar, apoyó las manos en los hombros de Lily; Lily exclamó:
—¡Mamá, duele!
Jered se detuvo delante de ella, sin aliento.
—Quería hablar contigo, Caroline —dijo—, antes de que leas el Times.
Fue paciente y compasivo, pero al final Caroline lo recordó como si lo hubiera leído en las brutales cadencias del titular de un periódico:
Los partisanos atacan un vapor de los Estados Unidos
El «Weston» regresa dañado a Jeffersonville.
y luego, mucho más aterrador:
Se desconoce la suerte de la expedición Finch
Pero eso eran solo los hechos desnudos. Mucho peor era el conocimiento de que Guilford estaba más allá de su ayuda, imposiblemente lejos, tal vez herido, quizá muerto. Guilford muerto en un lugar desconocido, y Caroline y Lily solas.
Formuló a su tío la terrible pregunta.
—¿Está muerto? —susurró, mientras el suelo se retorcía bajo sus pies y Lily corría al banco donde había dejado abandonada a Lady, los ojos cerrados, la falda subida sobre su cabeza.
—Caroline, nadie lo sabe. Pero los barcos fueron atacados mucho después de que dejaran la expedición en la orilla en la Rheinfelden. No hay ninguna razón para creer que Guilford haya sufrido algún daño.
Todos me mentirán ahora, pensó Caroline; me convertirán en una viuda y me dirán que él está bien. Volvió su rostro hacia el cielo, y la luz del sol a través de sus párpados era del color de la sangre.
Para la sesión fueron al apartamento de Eugene Randall, un triste alojamiento de viudo en Virginia, con toda una pared convertida en un santuario a su difunta esposa Louisa Ellen. Entrar allí era como entrar en la arqueología de una vida, con las décadas reducidas a fragmentos de cerámica y tablillas de arcilla. Randall mantuvo las luces bajas y se dirigió directamente al armario de los licores.
—No quiero emborracharme —explicó—. Pero no quiero estar sobrio.
—Creo que yo tomaré también un poco —dijo Elias Vale.
Inevitablemente, Vale se abandonó a su dios.
Pensaba en ello como en «llamar» al dios, pero de hecho era Vale quien era llamado, Vale quien era usado. Nunca se había presentado voluntario para este deber. Nunca había tenido ninguna oportunidad. Si se hubiera resistido…, pero no servía de nada pensar en ello.
Randall quería hablar con su perdida Louisa Ellen, la mujer de rostro caballuno de las fotografías, y Vale hizo todo un espectáculo de llamarla a través de la Gran Barrera, haciendo girar los ojos para ocultar su propia agonía. De hecho estaba retirándose en sí mismo, saliéndose del camino del dios, volviéndose pasivo. Ya no era él, y necesitaba contener la respiración, las rebeldes mareas de bilis y sangre.
Solo fue consciente de forma distante de las tímidas y frías preguntas de Randall, aunque su esencia emotiva era dolorosamente obvia. Randall, el racionalista de toda una vida, deseaba desesperadamente creer que podía hablar con Louisa Ellen, que le había sido arrebatada por una maligna neumonía hacía menos de un año; pero no podía abandonar fácilmente el hábito de pensamiento de toda una vida. Así que formuló preguntas que solo ella podía contestar, deseando así una prueba pero aterrado de que no pudiera conseguirla.
Y Vale, por primera vez, sintió otra presencia además de su dios. Esta era una entidad parcial, torturada…, un cascarón de sufrimiento que tal hubiera sido realmente en algún momento Louisa Ellen Randall.
Su voz brotó ahogada de la laringe de Vale. Su dios moduló el tono.
Sí, dijo Vale, recordaba aquel verano en Maine, mucho antes del Milagro de la Nueva Europa, un cottage junto al mar, y había llovido durante todo aquel frío julio, pero eso no había empañado su felicidad, se sentía agradecida por aquellos paseos por la playa cuando las nubes se despejaban, por el fuego en la chimenea por la noche, por su colección de conchas, por el edredón de patchwork y la cama de plumas.
Y así.
Y cuando Randall, enrojecido por el pulsar de la sangre a través de sus cegadas venas, preguntó: «Louisa, eres tú, ¿verdad?», Vale dijo: «Sí.» Cuando preguntó: «¿Eres feliz?», Vale dijo: «Por supuesto.» Allá su voz vaciló una fracción de segundo, porque la Louisa Ellen Randall en su mente gritó su sufrimiento y su odio hacia el dios que la había abducido, que la había traído contra su voluntad desde… desde…
Pero esos eran los Misterios.
No era la voz de Louisa Ellen (aunque todavía sonaba como la suya) cuando el flaqueante escepticismo de Randall empezó a recuperarse y el dios de Vale lanzó una especie de coup de grâce, un oráculo, una profecía: una advertencia a Randall de que la expedición Finch estaba condenada y de que Randall debería protegerse de las consecuencias políticas. «Los partisanos ya han disparado contra el Weston», dijo Vale, y Randall palideció y miró.
Fue una profecía concisa y milagrosa. Los servicios telegráficos difundieron la historia la noche siguiente. Ocupó todos los titulares de los periódicos de Washington.
Vale no sabía nada de aquello ni le importaba. Su dios lo había abandonado, y eso era un hecho digno de agradecer. Su dolorido cuerpo era suyo de nuevo, y quedaba en la casa licor suficiente para sumirle en un olvido terapéutico.
El lago Constanza. El Bodensee.
Geográficamente hablando, no era mucho más que un gran ensanchamiento del río. Pero en las brumas matutinas hubiera podido ser un gran océano plácido, suave como la seda, con la luz del sol penetrando entre la bruma en plateadas láminas. La orilla norte, apenas visible, era una rocosa tierra virgen con un denso bosque silencioso, árboles mezquita y pinos salvia y grupos de árboles de hojas anchas y troncos blancos para los que ni siquiera Tom Compton tenía un nombre. Los halcones polillas se agitaban sobre la resplandeciente agua en girantes bandadas.
—Hace más de un millar de años —dijo Avery Keck—, había un fuerte romano en estas orillas. —Keck, que había ocupado el lugar de Gillvany en el Perspicacity, habló por encima del sincopado ruido del pequeño motor del bote—. En la Edad Media fue una de las ciudades más poderosas de Europa. Una ciudad lombarda, en la ruta comercial entre Alemania e Italia. Ahora es como si nunca hubiera existido. Solo agua. Solo rocas.
Guilford se preguntó en voz alta qué les había ocurrido a los europeos desaparecidos. ¿Simplemente habían muerto? ¿O habían viajado a una Tierra especular, en la cual Europa había sobrevivido intacta y el resto del mundo se había vuelto feral y extraño?
Keck era un hombre delgado de unos cuarenta años, con el rostro de empresario de pompas fúnebres de una pequeña ciudad. Miró tristemente a Guilford.
—Si es así, entonces los europeos tienen su propio Milagro del que ocuparse y sus propias tierras que explorar e investigar y sus propias guerras que librar. Exactamente igual que nosotros, Dios les ayude.
Acampamos en el Bodensee. Diggs se ocupa del fuego. Sullivan, Betts y Hemphill de las tiendas. Estamos en un verde prado alfombrado por una pequeña planta hojosa como clavos color turquesa. El cielo está nublado, sopla a ráfagas un viento frío.
P.S. O quizá debería dejar de fingir que estas notas son «postscriptums» y admitir que son cartas a Caroline. Caroline, espero que puedas verlas algún día, pronto.
El viaje ha seguido sin incidentes desde la trágica muerte de Gillvany, aunque este suceso flota sobre nosotros como una nube. Finch en particular se ha vuelto hosco y poco comunicativo. Creo que se culpa de ello. Escribe incansablemente en su libro de notas, habla muy poco.
Establecemos nuestro campamento en los prados que describió Erasmus. Hemos visto manadas de serpientes de pelo salvajes en profusión, avanzando por tierra firme como sombrías nubes en un día soleado. Siempre lleno de recursos, Tom Compton incluso ha acechado y matado una, así que cenamos carne de serpiente, grasientos bistecs que saben como gallina salvaje, pero un bien recibido cambio después de las raciones enlatadas. Nuestros botes han sido ocultados a buen recaudo muy arriba en la playa, bajo lonas embreadas y al amparo de un saliente de musgoso granito, ocultos a cualquier inspección excepto a la búsqueda más exhaustiva. Aunque, suponemos, ¿quién los hallará en este territorio vacío?
Aguardamos la llegada de Erasmus con nuestras serpientes de carga y provisiones. Tom Compton insiste en que podemos tener cualquier número de animales sin pagar nada por ellos —están (¡a menudo literalmente!) a todo nuestro alrededor—, pero los animales de Erasmus están entrenados para llevar carga y acostumbrados a la brida y nos han aliviado ya de la necesidad de trasladar todo nuestro equipo por bote.
Esto suponiendo que Erasmus se presente según lo prometido.
Todos nos conocemos muy bien ahora los unos a los otros —todas nuestras peculiaridades e idiosincrasias, que son legión—, e incluso he tenido algunas conversaciones interesantes con Tom Compton, que me ha mostrado más respeto desde el casi naufragio del Perspicacity. A sus ojos todavía sigo siendo el mimado tipo del este que se gana cómodamente la vida con una caja de fotos (como él la llama), pero he mostrado iniciativa suficiente como para impresionarle.
Ciertamente su vida ha sido lo bastante dura como para justificar su escepticismo. Nacido en San Francisco en el seno de una empobrecida familia mestiza, descendiente de esclavos, indios y fracasados buscadores de oro, consiguió aprender a leer por sí mismo y halló empleo en la marina mercante, abriéndose finalmente camino hasta Jeffersonville, una tosca ciudad capaz de utilizar sus toscos talentos y con la tolerancia suficiente hacia sus toscos modales.
Sé que tú lo considerarás basto, Caroline, pero es un hombre fundamentalmente bueno y útil en una crisis. Estoy contento con su compañía.
Llevamos ya una semana aguardando a Erasmus, y aguardaremos al menos otra. Afortunadamente tengo un ejemplar de Argosy que intercambié por el tomo de geología de Finch. La revista contiene una entrega de El reino perdido de Darwinia de E. R. Burroughs, una nueva revisitación de esas imaginadas «antiguas tierras perdidas» llenas de dinosaurios, nobles salvajes, y una colonia de malvados junkers para gobernarlos.
Una princesa necesita ser rescatada. Ya conozco tu desdén hacia ese tipo de ficción, Caroline, y tengo que admitir que incluso la salvaje Darwinia de Burroughs palidece ante el contacto con esta realidad: esas montañas demasiado sólidas y esos sombríos y fríos bosques. Pero la revista es una deliciosa distracción, y soy muy envidiado por los demás expedicionarios, puesto que he sido muy cuidadoso a la hora de prestar el ejemplar.
Estoy ansiando volver a la civilización…, los altos edificios, los quioscos de prensa y todo lo demás.
Erasmus llegó con los animales y aceptó el pago en forma de un cheque librado contra un banco de Jeffersonville. Pasó una tarde en el campamento y expresó sus condolencias, aunque no su sorpresa, por la muerte de Gillvany.
Pero su llegada se vio ensombrecida por el descubrimiento de Avery Keck. Keck y Tom Compton habían partido a otra cacería de serpientes, al tiempo que Keck observaba tanto la geografía local como las habilidades de rastreo del hombre de la frontera. No era que las serpientes requirieran mucho rastreo, como explicó Keck ante la fogata del campamento. Simplemente habían cortado el paso de una serpiente separándola del resto de la manada y la habían abatido con un único disparo del rifle de Tom Compton. Arrastrar el cuerpo hasta el campamento fue la parte más difícil.
Lo más interesante, dijo Keck, fue que tropezaron con un nido de insectos y con su osario.
Los insectos, dijo Keck, eran carnívoros invertebrados de diez patas, lejanamente relacionados con los corretocones que Guilford había encontrado en las afueras de Londres. Hacían sus túneles en las zonas bajas pantanosas donde el suelo era blando y húmedo. Una serpiente de pelo o cualquier otro animal que se adentrara en el territorio de los insectos sería repetidamente mordido por los venenosos zánganos de la colonia, y después todos los demás caerían sobre él y lo despojarían de toda su carne. Los huesos mondos eran luego trasladados meticulosamente al borde de la colonia…, el famoso osario.
—Cuanto más antigua es una colonia, más grande es su osario —dijo Keck—. Vi un nido en las tierras bajas del Rin que había crecido hasta convertirse en un banda circular de casi cien metros de ancho. El que hemos encontrado Tom y yo es más bien mediano, según mi experiencia. Un círculo perfecto de mondos huesos blancos. En general huesos de desafortunadas serpientes de pelo, pero… —Keck desenvolvió el paquete de tela encerada que había traído de vuelta al campamento—. Hallamos esto.
Era un cráneo largo, de bóveda alta, con dientes como púas. Era tan blanco como el marfil pulido, pero brillaba rojizo a la luz del fuego.
—¡Bien, mierda! —exclamó Diggs, lo cual le hizo ganarse una severa mirada de Preston Finch.
Guilford se volvió hacia Sullivan, que asintió con la cabeza.
—Similar al cráneo que vimos en Londres. —Explicó lo del Museo de Monstruosidades—. Interesante. Me parece el cráneo de un gran depredador, y debió de haber estado muy ampliamente distribuido, al menos en su tiempo.
—¿En su tiempo? —preguntó burlonamente Finch—. ¿Se refiere a 1913? ¿O a 1915?
Sullivan lo ignoró.
—¿Qué antigüedad calcula que puede tener este espécimen, señor Keck?
—No me aventuraría a hacer una suposición. Evidentemente, no está ni fosilizado ni muy atacado por los elementos, así que… es relativamente reciente.
—Lo cual significa que podríamos tropezamos con una de esas bestias en cualquier lado —intervino Ed Betts—. Mantengan cargadas sus pistolas.
Tom Compton, sin embargo, nunca había visto un ejemplar vivo de la criatura en toda su experiencia por los territorios salvajes, como tampoco lo había visto el comerciante en serpientes, Erasmus.
—Pero hay gente que desaparece en la espesura.
—Se parece a un oso —dijo Diggs—. Un oso gris de California, si es un espécimen adulto. Puede que se sintiera atraído hacia la basura o algo así. ¿Qué tal si protegemos el campamento un poco más científicamente a partir de ahora?
—Quizás eviten a la gente —dijo Sullivan—. Tal vez los asustemos.
—Tal vez —admitió Tom—. Pero esa mandíbula podría engullir la pierna de un hombre hasta la rodilla y probablemente partirla por la articulación. Si nosotros los asustamos, el sentimiento tendría que ser mutuo.
—Doblaremos la guardia nocturna —decidió Finch.
Incluso el Edén tiene su serpiente, pensó Guilford.
Por la mañana partieron siguiendo los suavemente ondulados prados, hacia el sur, hacia las montañas. Las serpientes de pelo eran unos aceptables animales de monta —no les importaba llevar carga humana, e incluso respondían a la dirección de una tosca brida—, pero sus cuerpos eran simplemente demasiado anchos para montarlos confortablemente a horcajadas (sin mencionar el grasiento y desagradable olor), y nadie había inventado todavía una silla para serpiente de pelo funcional. Guilford prefirió caminar, incluso después del segundo día, cuando la marcha pareció infinitamente más agotadora, cuando pantorrillas y tobillos y muslos protestaban de forma concertada.
La línea de prados iba ascendiendo lentamente. El agua era más difícil de encontrar ahora, aunque las serpientes podían captar la presencia de un arroyo o un pozo desde kilómetros de distancia. Y las montañas en el horizonte, sometidas a la incansable triangulación de Keck, eran claramente una barrera: el final del camino, aunque Finch y compañía hallaran un paso accesible donde habían estado el Brennero o el monte Genèvre. Entonces daremos media vuelta, pensó Guilford, y llevaremos nuestras plantas prensadas y nuestros bichos atravesados con alfileres de vuelta a Norteamérica, y la gente dirá que ayudamos a «domar» el continente, aunque sea un chiste: no somos más que un pequeño alfilerazo de conocimiento en la dura piel de este territorio desconocido.
Pero estaba orgulloso de lo que habían conseguido. Hemos caminado, le dijo al hombre de la frontera, donde nadie más había caminado, hemos desentrañado al menos unos pocos secretos darwinianos.
—No hemos jodido al continente —admitió Tom Compton—, pero supongo que le hemos levantado las faldas.
Guilford avanzaba penosamente en la fría tarde con Compton y Sullivan y sus animales de carga. Nubes bajas derivaban cruzando el cielo, cegadoramente blancas en los bordes, lanudamente grises por debajo. Sus botas dejaban breves huellas en la esponjosa hierba de la pradera. Debajo de la ladera occidental Keck había divisado otro nido de insectos, con un anillo de huesos alrededor de una engañosamente pacífica extensión verde, como el jardín de un troll, pensó Guilford. Dieron un amplio rodeo.
Tom Compton estaba preocupado por otro asunto.
—Ha habido fogatas detrás de nosotros durante el último par de noches —dijo—. A ocho, diez kilómetros de distancia. No sé lo que significan.
—¿Partisanos? —preguntó Sullivan.
—Probablemente solo cazadores, que quizá nos vienen siguiendo desde la Rheinfelden…, siguiendo más probablemente a Erasmus, siguiéndole en su territorio. Los partisanos son en su mayor parte piratas costeros salidos de los asentamientos. Como regla general no van tierra adentro, a menos que estén cazando o prospectando, lo cual hace menos probable que practiquen una política de punta de pistola.
—De todos modos —dijo Sullivan—, me gustaba más cuando estábamos solos.
—A mí también —reconoció el hombre de la frontera.
Acampamos en la montaña junto a un arroyo sin nombre. El terreno asciende ahora visiblemente. Hay una distante cordillera alpina con las cimas nevadas. Bosques, en su mayor parte de árboles mezquita, y una nueva planta, un pequeño arbusto de bayas duras e incomestibles. (No son auténticas bayas, dice Sullivan, aunque eso es lo que parezcan.) Un viento fuerte y frío mantiene lejos a las moscas toro, o quizás simplemente no acuden a esas altitudes.
P.S. Mirando al norte a la hora de la cena veo lo que parece ser toda Darwinia: un maravilloso y melancólico tapiz de luz y sombras a medida que el sol se pone. Me recuerda Montana: igual de enorme y vacía, aunque no tan severa; envuelta en un suave verde, un territorio rico y vivo, aunque extraño.
Caroline, pienso en tu paciencia en Londres sin mí, ocupándote de Lily, tolerando los humores de Jered y la naturaleza no comunicativa de Alice. Sé lo mucho que odiaste mi viaje al Oeste, y eso fue cuando aún podías disponer de las comodidades de Boston para consolarte. Confío que esto merezca todas tus incomodidades, que mi trabajo esté en gran demanda cuando regresemos finalmente a casa, que el resultado sea un mejor y más seguro futuro para mis dos damas.
Últimamente he tenido curiosos sueños, Caroline. Sueño repetidamente que llevo uniforme militar, que camino a solas en algún marchito páramo de un campo de batalla, perdido en medio del humo y del barro. ¡Es tan real! Casi con la calidad de un recuerdo, aunque por supuesto nunca me ha ocurrido nada así, y las historias de la Guerra Civil que he oído en la mesa familiar eran francamente menos viscerales.
¿Locura expedicionaria quizá? El doctor Sullivan informa también de extraños sueños, e incluso Tom Compton admite a regañadientes que su sueño es turbado.
Pero, ¿cómo puedo dormir confortablemente sin tenerte a mi lado? En cualquier caso, la luz del día expulsa los sueños. Durante el día nuestro único sueño son las montañas, sus picos blancoazulados constituyen nuestro nuevo horizonte.
Tom Compton montaba guardia al amanecer cuando atacaron los partisanos.
Estaba sentado junto a los rescoldos de un fuego con Ed Betts, un hombre rotundo cuya barbilla no dejaba de derivar hacia su pecho. Betts no sabía cómo mantenerse despierto. Tom sí. El hombre de la frontera estaba acostumbrado a aquellas guardias, generalmente solo, atento a ladrones o apropiadores de tierras, en especial cuando cazaba en territorio carbonífero. Era un truco mental, mantener lejos el sueño hasta más tarde. Era una habilidad. Betts no la tenía.
De todos modos, no hubo ninguna advertencia cuando se produjeron los primeros disparos desde el impreciso bosque al este. Apenas había luz suficiente para proporcionar al cielo un matiz azul tinta china. Cuatro de los cinco rifles ladraron casi al unísono.
—¿Qué demonios? —exclamó Betts, luego se derrumbó hacia adelante con un agujero en el cuello, regando el fuego con su sangre.
El hombre de la frontera rodó en el polvo. Disparó su propio rifle hacia el margen del bosque, más para despertar al campamento que para defenderlo. No podía ver al enemigo.
Las serpientes de pelo chillaron su terror y luego empezaron a morir en medio de una segunda andanada de balas.
Guilford estaba dormido cuando empezó el ataque, soñando de nuevo con el piquete del Ejército, su gemelo vestido de caqui que estaba intentando entregar algún vital pero ininteligible mensaje.
La marcha de ayer había sido agotadora. La expedición había seguido una serie de crestas y barrancos ligeramente boscosos, azuzando a las reluctantes serpientes de pelo bajo los arcos de los árboles mezquita, subiendo y bajando. A las serpientes no les gustaba el confinamiento de los bosques y expresaban su descontento maullando, eructando y pedorreando. El hedor era asfixiante en el quieto aire y no era abatido por una fina llovizna, que no hacía más que añadir a la mezcla el olor a leche agria del pelo mojado.
Finalmente el suelo se niveló. Aquellos altos prados alpinos habían florecido con la lluvia, y el falso clavo abría sus blancos pétalos estrellados como copos de nieve veraniegos. Montar las tiendas en la llovizna fue una tarea tediosa, y la cena salió de latas. Finch mantuvo una linterna ardiendo en su tienda hasta después de anochecer —garabateando sus teorías, supuso Guilford, reconciliando los acontecimientos del día con la dialéctica de la Nueva Creación—, pero todos los demás simplemente se derrumbaron en sus sacos de dormir y se quedaron inmediatamente dormidos.
El horizonte occidental era débilmente azul cuando se dispararon los primeros tiros. Guilford despertó al sonido de gritos y percusión. Tanteó en busca de su pistola, con su corazón martilleando locamente. Llevaba la pistola siempre cargada desde que Keck recuperó el cráneo del monstruo, pero no era un as de la puntería. Sabía cómo disparar una pistola, pero nunca había matado a nadie con ella.
Salió de su tienda al caos.
El ataque se había originado desde la línea de árboles al este, una negra silueta contra el amanecer. Keck, Sullivan, Diggs y Tom Compton habían establecido una especie de línea de escaramuza detrás de los cuerpos de tres serpientes de pelo muertas. Estaban disparando esporádicamente contra el bosque, ansiosos de blancos. Las cuatro serpientes que quedaban chillaban y tiraban de sus cuerdas, presas de un fútil pánico. Uno de los animales cayó mientras Guilford miraba.
El resto de los expedicionarios estaban saliendo tambaleantes de sus tiendas en una aterrada confusión. Ed Betts yacía muerto al lado del fuego del campamento, con la camisa manchada con el escarlata de su sangre. Chuck Hemphill y Ray Burke estaban a gatas, gritando:
—¡Al suelo! ¡Bajad las cabezas!
Guilford se arrastró por el círculo de gastadas lonas para unirse a Sullivan y compañía. No se dieron cuenta de su presencia hasta que se hubo agachado a su lado y disparado su pistola a la oscuridad del bosque. Tom Compton apoyó una mano en su brazo.
—No puede usted disparar contra lo que no puede ver. Y nos superan en número.
—¿Cómo puede decirlo?
—Vea los fogonazos de los cañones de las armas.
Una nueva andanada de balas respondió al único disparo de Guilford. Las carcasas de las serpientes se sacudieron con los impactos.
—¡Cristo! —dijo Sullivan—. ¿Qué vamos a hacer?
Guilford miró hacia atrás, a las tiendas. Preston Finch acababa de emerger de una de ellas, con la cabeza descubierta y sin botas, ajustándose sus gafas de culo de botella y disparando su pistola de cachas de marfil al aire.
—Correr —dijo Tom Compton.
—Nuestra comida —dijo Sullivan—, los especímenes, las muestras…
El chillido de una bala muy cerca de su rostro lo interrumpió.
—¡A la mierda todo eso! —dijo Diggs.
—Llame la atención de los demás —dijo Tom—. Síganme.
Los partisanos —si eran partisanos— habían rodeado el campamento, pero eran pocos en la no boscosa ladera occidental de la colina y resultaba más fácil disparar contra ellos. Guilford contó al menos dos enemigos muertos, aunque Chuck Hemphill y Emil Swensen resultaron muertos y Sullivan dio un respingo, con un sangrante agujero en la parte carnosa de su brazo. El resto siguieron a Tom Compton a la bruma de un barranco donde la luz del sol todavía no había empezado a penetrar. Era un camino lento y agónico, con solo las órdenes gritadas por el hombre de la frontera para mantener a los expedicionarios en algún tipo de orden. Guilford parecía incapaz de inhalar el aire suficiente para satisfacer las necesidades de su cuerpo; el aire ardía en sus pulmones. Las sombras y la niebla formaban una imprecisa cobertura, y oyó, o creyó oír, el sonido de la persecución a solo unos pocos pasos de distancia tras ellos. ¿Y hacia dónde podían escapar? Un arroyo glacial biseccionaba aquel valle; la pared más allá era rocosa y empinada.
—Por aquí —insistió Tom. Hacia el sur, paralelos al agua.
El suelo bajo sus pies se volvía pantanoso y peligroso. Guilford podía ver a Keck delante de él en la torbellineante bruma, pero nada más allá. Sigue adelante, se dijo.
Entonces Keck se detuvo en seco y miró a sus pies.
—Dios nos ayude —susurró. La textura del suelo había cambiado. Guilford se acercó al hombre. Algo crujió bajo sus botas.
Ramas. Cientos de ramas secas.
No: huesos.
Un osario de insectos.
Keck le gritó al hombre de la frontera delante de él:
—¡Nos ha traído hasta aquí deliberadamente!
—Cállese. —Tom Compton era una sombra imponente en la bruma, con alguien a su lado, quizá Sullivan—. Vayan con cuidado. Pisen donde yo piso. Que todo el mundo siga al hombre que tiene delante, en fila india.
Guilford notó que Diggs le empujaba desde atrás.
—¡Están viniendo, muévase, maldita sea!
No importa lo que pueda haber delante. Sigue a Keck, sigue a Tom. Diggs tenía razón. Una bala silbó en la niebla.
Más pequeños huesos crujieron bajo sus pies. Tom estaba siguiendo la línea del osario, supuso Guilford, rodeando el nido de los insectos, un paso más allá del olvido.
Keck había traído a uno de aquellos bichos al campamento unos pocos días antes. Un cuerpo aproximadamente del tamaño del pulgar de un hombre adulto, diez largas y poderosas patas, mandíbulas como herramientas quirúrgicas de acero. Mejor no pensar en ello.
Diggs gritó cuando su pie resbaló en un cráneo invisible, enviándolo hacia la blanda turba del nido de los insectos. Guilford agarró uno de sus agitantes brazos y tiró de él hacia atrás.
El cielo estaba ligeramente más iluminado cuando alcanzaron el lado opuesto del osario. No para ventaja nuestra, pensó Guilford. Los partisanos podían ver el nido como lo que era. Incluso entonces, se verían obligados a seguir el estrecho desfiladero del borde del osario, o bien a lo largo de la pared del barranco como habían hecho los expedicionarios o del lado del arroyo…, de cualquiera de las dos formas, podían obtener unos blancos fáciles.
—Formen una línea justo más allá de esos árboles —dijo el hombre de la frontera—. Recarguen o agrupen su munición. Disparen a cualquiera que intente rodearles, pero aguarden a tener un buen blanco.
Pero los partisanos estaban demasiado centrados en sus presas como para observar el terreno. Guilford contempló atentamente a aquellos hombres cuando salieron de la bruma baja y entraron en lo que debieron confundir con un reborde rocoso o una franja de musgo. Contó siete de ellos, armados con rifles militares pero sin uniformes excepto botas altas y sus sombreros de ala flexible. Estaban sonriendo, seguros de sí mismos.
Y sus botas les protegían…, al menos brevemente. El hombre en cabeza estaba quizás a tres cuartos de la distancia a través del blando terreno abierto antes de mirar hacia abajo y ver a los insectos trepando por sus piernas. Su tensa sonrisa desapareció; sus ojos se desorbitaron con la comprensión. Se volvió pero no pudo huir; los insectos se aferraron tenazmente unos a otros, formando tiras de débilmente velluda cuerda para atar sus piernas y arrastrarlo hacia el suelo.
Perdió el equilibrio y cayó gritando. Los insectos estaban al instante sobre él, un rodante sudario, y sobre varios de los hombres detrás de él, cuyos gritos no tardaron en ahogar los suyos.
—Disparen contra los rezagados —dijo Tom—. Ahora.
Guilford disparó tanto como los demás, pero fue el rifle del hombre de la frontera el que halló más a menudo su blanco. Otros tres partisanos cayeron; los demás huyeron al sonido de los gritos.
Piadosamente, los gritos no duraron mucho. El cuerpo del hombre en cabeza, rígido por el veneno, formó un ángulo como la proa de un barco hundiéndose. Un destello óseo brilló por entre el negro enjambre. Luego la totalidad del hombre desapareció debajo del húmedo y hormigueante suelo.
Guilford estaba alucinado. Los partisanos pasarían a formar parte del osario, pensó. ¿Cuánto tiempo transcurriría hasta que sus cráneos y costillas fueran arrojados como coral roto sobre una playa? ¿Horas, días? Se sintió enfermo.
—Guilford —susurró Keck con voz urgente.
Keck sangraba abundantemente por el muslo. Mejor vendar eso, pensó Guilford. Restañar la sangre. ¿Dónde está el botiquín de primeros auxilios?
Pero no era eso lo que Keck quería decir.
—¡Guilford! —Con los ojos muy abiertos y una mueca en el rostro—. ¡Su pierna!
Algo se arrastraba por ella.
Quizá el insecto había sido arrojado fuera del nido por los movimientos de los partisanos. Trepó por la bota de Guilford antes de que este pudiera reaccionar y clavó sus mandíbulas a través de la tela de sus pantalones.
Guilford jadeó y se tambaleó. Keck lo sujetó por los sobacos. Sullivan sacudió el insecto y lo arrojó lejos con la culata de su pistola, y Keck lo aplastó bajo su tacón.
—Bueno, maldita sea —dijo Guilford calmadamente. Entonces el veneno alcanzó una arteria, una dosis de pura llama hipodérmica, y cerró los ojos y se desvaneció.