EPÍLOGO. FINALES DE VERANO, 1999

Karen, de vuelta de su paseo matutino, le dijo a Guilford que una enorme rueda de mar había sido arrojada a la playa. Después de comer (bocadillos en el porche, aunque él no pudo comer más que un bocado), fue a echar una mirada a aquel prodigio náutico.

Se tomó su tiempo, acumulando sus energías. Siguió un camino desde la casa a través de los densos helechos, a través de los árboles campana que goteaban néctar de agosto. Sus piernas empezaron a dolerle casi de inmediato, y estaba sin aliento cuando vio el océano. La costa de Oro Delta poseía el clima más benigno del que podía alardear Darwinia, pero el verano era a menudo incapacitadoramente húmedo y siempre muy cálido. Las nubes se acumulaban sobre el Mediterráneo sin viento como grandes palacios de mármol, como las catedrales de la desaparecida Europa.

La tormenta de la noche pasada había varado la rueda de mar en lo alto del guijarroso margen alto de la playa. Guilford se acercó tentativamente al objeto. Era inmenso, al menos dos metros de diámetro, no un círculo perfecto sino una elipse rota, moteada de blanco; por lo demás se parecía notablemente a una rueda de carro, los restos de alguna caravana submarina arrastrados hasta la superficie.

De hecho era una especie de vegetal, una planta de aguas profundas, típicamente darwiniana en su hueca simetría.

Era extraño que hubiera llegado hasta allí, para adornar la playa detrás de su casa. Se preguntó qué fuerza, qué marea o movimiento del agua, había arrancado la rueda de mar de su lecho. O quizás era una evidencia más de la creciente lucha entre las ecologías darwiniana y terrestre, incluso en la bentónica intimidad del océano.

En tierra firme, durante la vida de Guilford, las plantas de flor habían empezado a conquistar sus más lentas análogas darwinianas. Al lado de la carretera de Tilson había descubierto últimamente un macizo silvestre de maravillas, azules como el verano. Pero algunas de las especies darwinianas estaban devolviendo el favor; se decía que los esqueletos de encaje y las falsas anémonas eran cada vez más comunes al sur de la Línea Mason-Dixon.

La rueda de mar, una cosa frágil, no sería más que algo negro y putrefacto al mediodía de mañana. Guilford se dio la vuelta para regresar a casa, pero el dolor detrás de sus costillas le dominó y decidió descansar un momento. Humedeció un pañuelo en un charco de marea y se mojó el rostro, saboreando la sal en sus labios. Su respiración se hizo afanosa, pero eso era de esperar. La semana pasada el doctor en la Clínica Rural de Tilson le había mostrado sus radiografías, las sombras demasiado fáciles de interpretar en su hígado y pulmones. Guilford había declinado una oferta de cirugía y terapia radiactiva de última generación. Este caballo estaba demasiado viejo para galopar.

Obligado a sentarse durante un rato, admiró lo extraño de la rueda de mar, su flagrante incongruencia. Una extraña cosa arrojada a una extraña orilla: bueno, sé cómo es eso.

La tormenta de la noche pasada había despejado el aire. Contempló el satinado mar devolverle al cielo su azul. Silbó entre dientes algunas melodías hasta que se sintió con las fuerzas suficientes para iniciar el regreso.

Cuando, al levantarse y darle la vuelta de la varada rueda de mar, se encontró con el piquete aguardándole a unos pocos metros rocosa playa abajo.

Guilford se acercó amistosamente al fantasma. Su aspecto era delgado y juvenil. No era su doble, ya no. Era alguien distinto. Más joven. Más viejo.

Evaluó la débilmente parpadeante aparición.

—Dime —preguntó—, ¿no te sientes cansado de llevar esos viejos harapos del Ejército?

—Fueron mis últimas ropas humanas. No parecería correcto llevar otra cosa. Y sería demasiado llamativo no llevar absolutamente nada.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Guilford.

—Treinta años —dijo el dios—, más o menos.

—¿Así que es como en una de esas películas? ¿Te presentas para desenrollar la alfombra roja hacia el cielo? ¿De mi lecho de muerte a las nubes y a la música de violines?

—No. Pero te acompañaré de vuelta a casa, si no te importa.

—¿No tienes ningún motivo en particular para estar aquí? ¿Solo has salido a pasear? No es que no me alegre verte…

—Hay una pregunta que deseo hacerte. Pero no en este momento. ¿Paseamos un poco? Siempre pienso mejor mientras camino.


Caminaron al azar siguiendo el sendero a través del bosque. Guilford ya no le tenía miedo al piquete, pero sentía una cierta excitación nerviosa. Se dio cuenta de que estaba hablando de Darwinia, de cómo había cambiado el continente, de cómo las ciudades y ferrocarriles y aviones lo habían civilizado, aunque todavía seguía lleno de lugares inexplorados para aquellos que querían perderse…, como si el piquete no conociera esas cosas.

—Tú prefieres la costa —dijo el fantasma.

Era cierto. Encajaba con él. Quizá le gustaba porque era un lugar donde se encontraban y mezclaban elementos opuestos: el mundo antiguo y el nuevo; la tierra y el mar. El pasado y el futuro.

El piquete escuchó pacientemente, y Guilford se sintió arrullado por un tiempo por sus propias palabras. Luego la idea le golpeó.

—Esta es la primera, ¿verdad?

—¿La primera qué? —preguntó el piquete.

—La primera visita de cortesía. Déjate caer con el viejo bastardo antes de que compre la granja.

—Esta no es una visita de cortesía.

—Entonces, ¿por qué…?

—Mira hacia atrás —dijo el piquete—. Hace treinta años, Guilford, te ofrecí una vida como la mía.

—Tras el Confinamiento —admitió Guilford—. Cuando los dos estábamos muertos.

—¿Y recuerdas lo que respondiste?

—Vagamente. —Una mentira. Recordaba cada una de las palabras.

—Dijiste: «Quiero lo que no se me permitió tener. Quiero envejecer antes de morir.»

—Aja.

—No fue fácil. Huesos del polvo. Carne del aire. Y envejecer. Un cuerpo humano, mortal.

—Es cierto, he sido resucitado de entre los muertos más que la mayoría de la gente que conozco.

—He venido a preguntarte si ha valido la pena.

—¿Esa es tu pregunta? ¿Esa es la finalidad de esta pequeña visita?

Se estaban acercando a la casa. El piquete se detuvo a la sombra de los árboles, como si no deseara que Karen le viera. En las profundas sombras era casi invisible, un auténtico fantasma, apenas más tangible que una brisa.

—Nací como un ser humano —dijo el piquete—, pero no he sido simplemente humano desde que las estrellas eran jóvenes. Y tú has hecho algo que yo nunca hice. Has envejecido. Decidiste envejecer. Así que dime. ¿Ha valido la pena?

Guilford se preguntó qué debía decir. Odiaba la idea de ensalzarse a sí mismo. Algunas tareas era mejor dejarlas a los demás, incluyendo por supuesto los obituarios. Pero pensó en su vida desde el Confinamiento, tanto en su forma general como en sus acontecimientos aislados: aprender a conocer a su hija Lily; casarse con Karen y crear un hogar para ella; contemplar el flujo y reflujo general de los nacimientos, la pérdida de vidas, la gente inventándose a sí misma a la manera triste y desesperada que hace la gente. Nací en 1898, pensó Guilford: hace más de un siglo.

Aquello puede que no significara mucho para un dios, pero impresionaba mucho a Guilford.

Una pregunta sencilla, una respuesta sencilla.

—Por supuesto que ha valido la pena.

Se volvió para mirar al piquete, pero el piquete se había ido, como si allí nunca hubiera habido nada entre los árboles más sustancial que la luz del sol y las sombras.


Karen lloró cuando le contó lo que había dicho el doctor, pero por la noche secó sus lágrimas y adoptó una nueva firmeza. Después de todo, dijo, todavía no estaba muerto. Hizo que la muerte sonara como el pagaré de un tahúr: una deuda sin ninguna seguridad de ser cobrada.

Amaba esta dureza en ella, como el áspero crujir de una manzana al ser mordida. Abrió la botella de whisky del Territorio guardada para las ocasiones especiales —la botella de las bodas y los funerales, la solía llamar, aunque no lo hizo esta noche—, y bebió la cuota que le correspondía antes de irse los dos a la cama. La amó intensamente. Decidió que nunca la había amado más.

Pero no pudo dormir.

Se sentó en el porche y miró al cielo.

¿Era Marte aquel punto en el horizonte? Nunca había sido bueno en asuntos celestes. La astronomía era una de las aficiones del doctor Sullivan. El doctor Sullivan podía señalar Marte sin un parpadeo.

Marte iba a tener problemas pronto. La sonda fotográfica del invierno pasado solo había insinuado el problema. En Marte, los psiones habían salido de sus Pozos y estaban esclavizando a los nativos, un pueblo bondadoso y casi humano, sabía Guilford, aunque no podía decir cómo o por qué sabía esto. Necesitarían ayuda. Más Confinamientos a realizar antes del fin del mundo, y era cosa de cada cual imaginar cómo terminaría el mundo. Ni siquiera los dioses lo sabían seguro.

Los marcianos necesitaban ayuda, pero Guilford no podía proporcionársela. Esa batalla tendría que desarrollarse sin él.

A menos que esto fuera un toque de clarín, pensó, este naciente dolor en su pecho, una especie de nota de trompeta. Si moría, quizá pudiera encontrar a Nick, encontrar a Caroline y a Abby (si se hablaban entre ellas), encontrar a Tom Compton…, recorrer ese largo camino desde el bosque de Belleau hasta las estrellas. Convertirse en un dios, y los dioses serían llamados a la batalla, lo cual significaba…

Suspiró y escuchó a los bichos zumbar en la noche. Las moscas toro sondeaban la luz del porche, con sus vidas de menos de un día, generación tras generación apuntadas como flechas a la oscuridad. El Eclesiastés: Todos los ríos van a parar al mar, pero el mar no está lleno…

El mar, pensó Guilford, está lleno de vida.

Y no había tiempo para el pesar y demasiado que hacer. Y solo un momento para descansar, para cerrar los ojos, para dormir.


FIN
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