«Esse est percipii.»
Del diario de Guilford Law:
Quiero volver a contar todos esos acontecimientos ahora que todavía puedo.
Es un milagro que aún este vivo, y será otro milagro si alguno de nosotros sobrevive al invierno. Hemos hallado refugio en este inexpresablemente extraño lugar —del que hablaré más tarde—, pero la comida es escasa, el clima helado, y está la omnipresente posibilidad de otro ataque.
Hoy todavía estoy débil (sujeto el lápiz de la misma forma que lo hace Lily, y mi letra se parece a la suya), y la luz del día ya se está desvaneciendo.
Espero que algún día Lily lea esas palabras aunque yo no pueda entregárselas por mí mismo. Pienso en ti, Caroline, y en Lily, tan a menudo y tan vívidamente que es casi como si pudiera tocaros. Aunque ahora que la fiebre ha disminuido es menos fácil.
De todos mis fantasmas febriles, vosotros sois los únicos a los que echo en falta.
Mañana seguiré, si las circunstancias me lo permiten.
Han pasado tres meses desde que los partisanos atacaron nuestra expedición. Durante buena parte de ese tiempo permanecí inconsciente o delirando. Lo que sigue es mi reconstrucción de los acontecimientos. Avery Keck, John Sullivan y «Diggs» Digby han llenado los huecos por mí, con contribuciones de los demás supervivientes.
Tengo que ser sucinto, debido a las limitaciones de fuerzas y tiempo. (La luz llega irregularmente a través de estas altas troneras de piedra, filtrada por lonas o pieles de animales, y tengo que hacer una contribución a nuestra supervivencia por modesta que sea, principalmente ayudar a Diggs, que ha perdido el uso de su brazo izquierdo, a cocinar nuestras parcas cenas. Pronto me necesitará. Diggs está preparando ahora el fuego, y Wilson Farr ha salido en busca de un cubo de nieve.) Después de que abandonáramos el Bodensee, y cuando nos aproximábamos a los Alpes, fuimos atacados por una banda armada de partisanos cuyo único motivo aparente era matarnos y saquear nuestras posesiones. Perdimos a Ed Betts, Chuck Hemphill y Emil Swensen en el primer tiroteo…, hubiéramos perdido más si hubiéramos acampado más cerca de la línea de árboles. La rápida reacción de Tom Compton nos salvó. Nos condujo alrededor de uno de los enormes osarios de los insectos de la región, una trampa en la que cayeron y perecieron los partisanos que nos perseguían. Aquellos que no murieron en el nido huyeron o fueron abatidos a tiros.
Ellos no fueron las únicas víctimas. Uno de los insectos consiguió inyectar su veneno en mi torrente sanguíneo. A la caída de la noche yo estaba a las puertas de la muerte, según el doctor Farr. No se esperaba que sobreviviera, y la mayor parte del resto de expedicionarios sufrieron numerosas heridas mayores o menores. Preston Finch sobrevivió con solo un tobillo dislocado, pero su espíritu se vio aplastado; hablaba con monosílabos, y abandonó el liderazgo de la expedición a Sullivan y Tom Compton.
Cuando los supervivientes se hubieron recobrado lo suficiente para volver cojeando al campamento en ruinas hallaron las muestras y el equipo científico quemados, los animales masacrados, las raciones y los equipos médicos robados.
Me duele pensar en ello incluso ahora. ¡Todo nuestro trabajo, Caroline! Todas las muestras de Sullivan, sus notas, sus plantas prensadas, todo perdido. Mis dos cámaras estaban destruidas y las placas reveladas hechas pedazos. (Sullivan me dio la noticia cuando finalmente recuperé el conocimiento). Mi libro de notas sobrevivió solo porque lo llevaba constantemente conmigo. Conseguimos salvar algunas otras notas, pocas, además de útiles para escribir y suficiente papel como para que muchos de los expedicionarios supervivientes estén escribiendo sus propios diarios de invierno.
No pude llorar a los muertos, Caroline, como tampoco podía abrir los ojos o hacer algo más que exhalar el aliento mientras el veneno quemaba en mi cuerpo.
Los lloré más tarde.
Los heridos necesitaban descanso y comida. De nuevo, Tom Compton fue nuestra salvación. Cauterizó mi mordedura del insecto y la trató con la savia de una planta amarga. El doctor Farr aceptó aquella curandería puesto que no nos quedaba ninguna medicina civilizada. Farr utilizó sus habilidades médicas para vendar heridas y entablillar huesos rotos. A partir de los restos de nuestras provisiones organizamos un campamento menos llamativo y más defendible, en caso de que hubiera más partisanos al acecho. Pocos de nosotros estaban lo suficientemente bien como para seguir nuestro camino.
El siguiente paso lógico era buscar ayuda. El lago Constanza estaba a tan solo unos pocos días a nuestras espaldas. Erasmus estaría ya de vuelta a su choza y a sus corrales ahora, pero los botes aguardaban —a menos que ellos también hubieran sido descubiertos por fuerzas hostiles—, y el viaje Rin abajo sería menos difícil que el viaje de ida. Podía calcularse un mes para alcanzar Jeffersonville, menos de eso para que un grupo de rescate llegara hasta nosotros.
Tom Compton se ofreció voluntario para ir, pero era necesario que se quedara con nosotros para ayudarnos a buscar refugio y tratar a los supervivientes. Su experiencia en la caza y con las trampas significaba que podía buscar comida para nosotros incluso sin municiones para el rifle que llevaba. De hecho se dedicó a cazar serpientes de pelo con un cuchillo Bowie. Los animales aprendieron finalmente a huir ante su olor, pero seguían siendo tan dóciles que podía abrirle la garganta a una serpiente antes de que la torpe bestia se diera cuenta de que estaba en peligro.
Despachamos a Chris Tuckman y Ray Burke, que no habían resultado heridos en el ataque, para ir en busca de ayuda. Tomaron lo que quedaba de nuestra comida enlatada (una insignificancia) y una tienda que no había sido quemada, más pistolas, una brújula, y una generosa porción de la munición que nos quedaba.
Han pasado tres meses.
No han vuelto.
Nadie ha venido hasta nosotros. De los quince originales quedamos nueve. Yo, Finch, Sullivan, Compton, Donner, Robertson, Farr y Digby.
El invierno ha venido pronto este año. Una helada aguanieve, y luego una granular e incansable nieve.
Sullivan, Wilson Farr y Tom Compton me cuidaron hasta que recuperé algo parecido a la salud, me alimentaron con gachas vegetales y me llevaron, cuando nos vimos obligados a viajar, en una especie de rastra atada a una serpiente salvaje. Por obvias razones perdí peso, más incluso que el resto de nosotros, y en esos días éramos un grupo hambriento.
Caroline, deberías verme. Esa «pequeña barriga» de la que te quejabas es solo un recuerdo. He tenido que hacer nuevos agujeros en mi cinturón. Mis costillas son tan sobresalientes como las púas de un rastrillo, y cuando me afeito (tenemos un espejo, una navaja) mi nuez de Adán se agita como un gato debajo de la sábana.
Como he dicho, hallamos refugio para el invierno. Pero el refugio que hallamos…
¡Caroline, ni siquiera puedo empezar a describirlo! No esta noche, al menos.
(Escucha: Diggs está de nuevo dedicado a su trabajo, su muleta hecha con una rama bifurcada golpea el suelo de piedra, el agua sisea en la marmita sobre el fuego…, pronto me necesitará).
Quizá si lo describo como lo vi la primera vez…, a través de la bruma de la fiebre, pero no deliraba, aunque pudiera parecerlo.
Caroline, ten paciencia. Temo tu incredulidad.
Imagínanos, un andrajoso puñado de hombres vestidos con pieles de animales, algunos caminando, otros cojeando, algunos arrastrados por los demás, muertos de hambre y helados mientras cruzábamos otra nevada cresta y mirábamos hacia abajo a otro valle salvaje más… Diggs con su brazo inutilizado, Sullivan cojeando lastimosamente, yo en una especie de trineo porque todavía no podía caminar una distancia significativa. Según Farr sufría los efectos del veneno del insecto en mi hígado. Estaba febril y amarillento y…, bueno, no voy a entrar en detalles.
Otro valle alpino, pero este era diferente. Tom Compton lo señaló.
Era un amplio valle fluvial, excavado en suelo pedregoso y poblado con resistentes y erizados árboles mezquita. Desde mi lugar en el trineo, envuelto en pieles, eso fue todo lo que vi al principio: la ladera del valle y su oscura vegetación. Pero el resto del grupo guardó rápidamente silencio, y yo me alcé para ver lo que los había alarmado, y fue la única cosa que jamás hubiera esperado ver en aquel desolado territorio:
¡Una ciudad!
O las ruinas de una ciudad. Era un vasto mosaico a través del cual se había abierto camino el río, visiblemente antigua pero a todas luces obra de constructores inteligentes. Incluso a aquella distancia era evidente que los arquitectos habían desaparecido hacía mucho tiempo. Nada recorría las perfectamente paralelas calles de aquella ciudad. Los edificios aún intactos eran cajas de color gris acero talladas en piedra, suavizadas por la bruma y el tiempo. Y la ciudad era grande, Caroline, más grande de lo que uno es capaz de creer…, unas ruinas que hubieran podido contener todo Boston y un par de condados más.
Pese a toda su aparente edad, las estructuras de los márgenes de la ciudad estaban más o menos completas y eran fácilmente alcanzables. Aquellas ruinas prometían todo lo que habíamos desesperado de encontrar: refugio para nosotros y nuestros animales, un aprovisionamiento de agua y (dadas las boscosas colinas y la evidencia de cercanas manadas de serpientes) caza en abundancia. Tom Compton exploró la ciudad y sus alrededores y creyó que podíamos pasar allí el invierno. Nos advirtió que la ciudad era una ruina deshabitada, que tendríamos que trabajar duro para mantenernos calientes en aquellas ventosas madrigueras, incluso con abundancia de leña para el fuego. Pero puesto que nos habíamos imaginado agonizando en nuestras tiendas de piel de serpiente —o simplemente helándonos hasta morir en algún paso alpino—, incluso esta lúgubre perspectiva parecía el don de algún Dios benévolo.
Por supuesto, la ciudad planteaba incontables preguntas. ¿Cómo había surgido a la existencia, en un territorio vacío de habitación humana, y qué les había ocurrido a sus constructores? ¿Habían sido siquiera humanos sus constructores, o habían pertenecido a alguna nueva raza darwiniana? Pero estábamos demasiado agotados para debatir el origen o el significado de las ruinas. Solo Preston Finch dudó antes de descender la ladera del valle, y no sé lo que temía: no había dicho nada en voz alta desde hacía días.
La perspectiva de un refugio alentó nuestros espíritus. Recogimos leña de árboles mezquita y de pinos salvia a lo largo del camino, y antes de que las estrellas empezaran a brillar en el cielo invernal teníamos un fuego crepitando alegremente, lanzando una vacilante luz entre las colosales piedras de la Ciudad Sin Nombre.
Querida Caroline: no he sido tan fiel en mantener este diario como me hubiera gustado. Los acontecimientos presionan.
No hubo ningún nuevo desastre —no te inquietes—, solo el desastre normal de nuestro aislamiento y de las exigencias de la vida primitiva.
Vivimos como los pieles rojas a fin de poder sobrevivir. Mi fiebre ha pasado (para bien, espero), y mi envenenada pierna ha recuperado su sensibilidad e incluso algo de su fuerza. Puedo caminar una cierta distancia solo apoyándome en un bastón, y he empezado a acompañar a Tom Compton y a Avery Keck en sus expediciones de caza, aunque todavía sigo confinado a la amplia extensión del valle. En primavera no debería de tener ningún problema en mantener el paso de la expedición cuando finalmente nos encaminemos al lago Constanza y a casa.
Para cazar nos vestimos con pieles y utilizamos botas de cuero. Cosemos nuestra ropa con agujas de hueso, los restos de nuestras ropas civilizadas los hemos reservado para trapos. Tenemos dos rifles e incluso algo de munición, pero cazamos sobre todo con arco o cuchillo. Tom hace los arcos y las flechas de la madera y el hueso locales, y sigue siendo todavía nuestro único hombre con puntería. El disparo de un rifle, señala, podría atraer una atención no deseada, y puede que necesitemos las balas en nuestro camino de regreso a casa. Dudo de que los partisanos estén en alguna parte cerca. El invierno debe afectarlos tanto como nos afecta a nosotros. Pero varios de nosotros hemos experimentado de tanto en tanto la sensación de ser observados.
Hemos capturado algunas serpientes de pelo y hemos improvisado unos corrales en unos cimientos en ruinas con un medio techo como abrigo. Sullivan cuida de ellas y se asegura de que tengan suficiente forraje y agua. Ha cambiado de la botánica a la cría de animales, al menos por el momento.
Me siento cada vez más cerca de Sullivan, quizá debido a que nuestras heridas paralelas (mi pierna, su cadera) nos mantuvieron confinados juntos durante varias semanas. A menudo éramos dejados a solas con Diggs o Preston Finch. Finch sigue casi sin hablar, aunque ayuda con las tareas físicas. Sullivan, como contraste, me habla libremente, y yo le hablo casi igual de libremente. Puede que tú te sintieras precavida ante su ateísmo, Caroline, pero es un ateísmo de principios, si eso tiene algún sentido.
La otra noche nos fue asignada la última guardia, una buena guardia si no te importa la hora. Mantuvimos el fuego vivo e intercambiamos historias, como de costumbre, hasta que oímos una conmoción en los establos, como llamamos a la semiderrumbada estructura donde mantenemos a los animales. Así que nos echamos nuestras pieles por encima y cojeamos en la fría noche para investigar.
Había estado nevando toda la tarde, y la antorcha de Sullivan arrojaba un resplandor parpadeante en la calle inmaculadamente blanca. Con sus rotas piedras y sus fracturadas paredes cubiertas por la nieve, la Ciudad parece solo temporalmente vacía. Los edificios son iguales entre sí, aunque en distintos estadios de descomposición, y están construidos de forma idéntica, con enormes bloques de granito encajados sin el auxilio de ningún mortero. Los bloques están perfectamente escuadrados y se hallan dispuestos en grupos de a cuatro, como por un meticuloso niño carente de imaginación.
Puede que los portales hubieran poseído en su tiempo puertas de madera, pero si existieron alguna vez se han podrido hace mucho y han desaparecido. Las aberturas son unas dos veces más altas que la estatura de un hombre y varias veces más anchas que su corpulencia, pero esto, señala Sullivan, no nos dice virtualmente nada de sus habitantes originales: las puertas de las catedrales son más grandes que las puertas de las chozas de barro, pero los hombres que las cruzan son los mismos. De todos modos, pervive la impresión de alguna raza gigante achaparrada, antediluviana, preadánica.
Hemos colocado una tosca verja de madera de árbol mezquita para retener a nuestras doce serpientes cautivas en su improvisado corral. Normalmente están tranquilas, excepto los habituales eructos y maullidos. Esta noche el ruido era casi continuo, un gemido colectivo, y lo rastreamos hasta debajo del cobertizo de piedras semicaídas, donde uno de los miembros de nuestra pequeña manada estaba dando a luz.
O mejor dicho (vimos cuando nos acercamos) estaba poniendo sus huevos. Los huevos brotaban del oscilante abdomen del animal en brillantes racimos, cada huevo aproximadamente del tamaño de una pelota de béisbol, hasta que una gelatinosa masa de ellos quedó depositada sobre un humeante montón de nieve barrida por el viento.
Miré a Sullivan.
—Los huevos se congelarán con este tiempo. Si encendemos un fuego…
Sullivan agitó la cabeza.
—La naturaleza tiene que haber previsto algo —susurró—. Si no, somos demasiado ignorantes para ayudar. Quédese atrás, Guilford. Déjeles sitio.
Y tenía razón. La naturaleza había previsto algo, aunque fuera un tanto extraño. Cuando la hembra terminó de poner sus huevos un segundo animal, quizás el macho padre, se aproximó a la perlina masa y, con un movimiento singular de sus seis miembros, metió los huevos que había sobre la nieve a una serie de bolsas alineadas a lo largo de su vientre…, donde, presumiblemente, los incubaría hasta que las crías, tras salir del huevo, pudieran sobrevivir por sí mismas.
Los gemidos y ladridos cesaron al fin, y la pequeña manada volvió a sus asuntos.
Regresamos al calor de nuestro propio refugio. Ocupábamos dos enormes estancias en uno de los edificios menos expuestos, y las habíamos compartimentado y sellado de los elementos con pieles de serpiente y habíamos aislado sus suelos con entramados de una especie de juncos secos. El efecto era alegre, aunque solo fuera en comparación con la fría oscuridad exterior.
Sullivan se mostró pensativo mientras se calentaba las manos y colocaba una marmita llena de nieve a un lado del fuego para preparar un té de raíces.
—Nacen —dijo—, se reproducen, mueren… Guilford, si no evolucionaron, es inevitable que lo hagan en el futuro, seleccionadas por la naturaleza, alimentadas por las circunstancias…
—La obra de la mano de Dios, diría Finch. —Puesto que Finch permanecía perpetuamente en silencio, me sentí obligado a ocupar su lugar, aunque solo fuera para mantener a Sullivan interesado.
—Pero, ¿qué significa eso? —Sullivan se puso en pie, y estuvo a punto de derribar la marmita—. ¡Cómo me hubiera gustado tener una explicación tan maravillosamente completa! Y no lo digo sarcásticamente, Guilford; no me mire de esta forma. Hablo en serio. Contemplar el color de Marte en el cielo nocturno, las serpientes de pelo de seis patas depositar sus huevos en la nieve, y no ver nada más que la mano de Dios…, ¡qué dulcemente simple!
—La verdad es simple —dije, mordaz.
—La verdad es a menudo simple. Engañosamente simple. Pero no pondré mi ignorancia en un altar y la llamaré Dios. Suena a idolatría, suena al peor tipo de idolatría.
Lo cual es lo que quiero dar a entender, Caroline, con «ateísmo de principios». Sullivan es un hombre honesto y humilde acerca de sus conocimientos. Procede de una familia cuáquera, e incluso cuando está cansado recurre a la costumbre cuáquera de decir las cosas: Le diré, Guilford…
—Esta ciudad —meditó—. Esta cosa que llamamos una ciudad, cuando se examina fríamente, no es más que cajas y calles…, no hay fontanería, no está previsto el almacenaje de comida; no hay hornos, ni graneros, ni templos, ni campos de juego…, esta ciudad es una llave.
—¿A qué? —quise saber.
Me ignoró.
—No la hemos explorado lo suficientemente de cerca. Las ruinas tienen kilómetro y medio de ancho.
—Tom sí lo hizo.
—Brevemente. E incluso Tom admite…
¿Admite qué? Pero Sullivan se estaba sumergiendo en la introspección, y hubiera sido inútil empujarle. Le conocía demasiado bien.
Para muchos de nosotros Darwinia ha sido una prueba de fe. Finch cree que el continente es un patente milagro, pero sospecho que en el fondo desea que Dios hubiera dejado una firma menos ambigua que esas mudas colinas y bosques. Mientras que Sullivan se ve obligado a luchar diariamente con lo milagroso.
Bebimos nuestro té y nos estremecimos bajo nuestras mantas del Ejército. Tom Compton había insistido en que mantuviéramos una guardia nocturna desde el ataque partisano. Dos hombres junto al fuego de medianoche era nuestro mejor esfuerzo. A menudo me preguntaba qué vigilábamos exactamente, puesto que otro ataque, de producirse, hubiera abrumado nuestras defensas tuviéramos o no tiempo de despertar a los hombres dormidos.
Pero la ciudad era una forma de provocar cautela.
—Guilford —dijo Sullivan tras un largo silencio—. Cuando duerme, estos días…, ¿sueña?
La pregunta me sorprendió.
—Raras veces —dije.
Pero era una mentira.
Los sueños son triviales, ¿no es así, Caroline?
No creo en los sueños. No creo en el piquete del Ejército que se me aparece, aunque lo vea cada vez que cierro los ojos. Afortunadamente Sullivan no insistió sobre el tema, y permanecimos sentados lo que quedaba de nuestra guardia sin hablar.
A mediados de enero. Un inesperado regalo de nuestra última expedición de caza: gran cantidad de carne para adobo, semillas de invierno, incluso un par de «aves» darwinianas, halcones polilla, criaturas bípedas de correosas alas y sin cerebro, pero cuya carne sabe a cordero, ni más ni menos, jugosa y suculenta. Todo el mundo comió hasta casi reventar excepto Paul Robertson, que está en cama afectado por la gripe. Incluso Finch sonrió su aprobación.
Sullivan sigue hablando de explorar las ruinas, casi está obsesionado por la idea. Y ahora, con nuestras reservas de comida reforzadas y el clima más suave, tiene intención de llevar adelante su plan.
Para ayudarle en su empresa nos ha alistado a Tom Compton y a mí. Partiremos mañana, en una expedición de dos días al corazón de la ciudad.
Espero que sea una buena idea. Para ser honesto, siento un cierto temor.
Era un invierno desacostumbradamente frío en Londres, más frío que ninguno de los inviernos de Boston que recordaba Caroline. Un invierno de lobos, lo llamó tía Alice. Las embarcaciones con provisiones llegaban con menos frecuencia por el Támesis cubierto de hielo, aunque el puerto hervía con la industria y las chimeneas ennegrecían el cielo. Todos los edificios de Londres añadían su ración de humo de carbón o el tiznajo gris de un fuego de turba o de madera. Caroline se había acostumbrado a tomar un cierto solaz en esos hoscos cielos, un emblema de que todo lo salvaje era mantenido a raya por la civilización. Comprendía ahora lo que era realmente Londres: no un «asentamiento» —¿quién, después de todo, desearía asentarse en este asqueroso y no productivo territorio?—, sino un gesto de desafío hacia una naturaleza intratable.
Finalmente la naturaleza ganaría, por supuesto. Siempre lo hacía. Pero Caroline aprendió a extraer un cierto placer de cada calle pavimentada y de cada árbol talado.
A mediados de enero llegó un vapor con un cargamento de artículos que Jered había pedido el verano anterior. Había enormes rollos de cadena y cuerda, clavos, brea y alquitrán, cepillos y escobas. Jered alquiló un carro del almacén a la tienda cada mañana durante toda una semana, reemplazando todo lo vendido. Finalmente descargó los últimos artículos al almacén y pagó a los descargadores y al conductor del carro, cuyos caballos resoplaban nubecillas de vapor en el ventoso callejón trasero, mientras Caroline y Alice arreglaban las estanterías dentro. Tía Alice trabajaba incansablemente, se limpiaba el polvo de las manos en el delantal, apenas hablaba.
Evitaba los ojos de Caroline. Llevaba así desde hacía meses: fría, desaprobadora, bruscamente educada.
Habían discutido al principio, después del shock del ataque partisano al Weston. Alice se negaba a creer que Guilford estaba muerto. Se mostraba firme al respecto.
Caroline sabía simple y llanamente que Guilford había muerto; lo había sabido desde el momento mismo en que Jered le había hablado del Weston, aunque aquello no probaba nada; la expedición había sido depositada sana y salva en la orilla río arriba. Pero incluso Jered reconocía que eran una presa fácil para determinados ladrones. Caroline se guardaba sus sentimientos para sí misma, al menos al principio. Pero en su corazón era una viuda mucho antes de que terminara el verano.
Nadie le concedía la verdad. Siempre había esperanzas. Pero pasó septiembre sin ninguna noticia, y las esperanzas disminuyeron con el otoño y se desvanecieron, a todos los efectos prácticos, con el invierno.
Nada se había probado, decía Alice. Eran posibles los milagros.
—Una esposa debería de tener fe —le decía a Caroline.
Pero a veces una mujer no es tan tonta como para creer eso.
El tema no estaba cerrado, no podía cerrarse. Simplemente dejaron de hablar de él; pero teñía todas las conversaciones, arrojaba su sombra sobre la mesa de la cena y se insinuaba en el tictaqueo del reloj. Caroline empezó a vestirse de negro. Alice conservó la ropa de Guilford en el armario del pasillo como una lección de confianza.
Pero algo más que un desacuerdo preocupaba hoy a Alice, pensó Caroline.
Tuvo un indicio antes de terminar el trabajo de la mañana. Alice acudió al mostrador a servir a un cliente y volvió al almacén con la fruncida mirada que significaba que tenía algo desagradable que decir. Miró a Caroline con los ojos entrecerrados, mientras Caroline intentaba no encogerse.
—Ya es lo bastante malo lamentarse —dijo Alice hoscamente—, cuando no sabes de hecho que está muerto. Pero es peor, Caroline, mucho, mucho peor…, terminar con los lamentos.
Y Caroline pensó: lo sabe.
No era que importase.
Aquella noche, Jered y Alice fueron al Crown and Reed, el pub local. Cuando estuvo segura de que se habían ido, Caroline escoltó a Lily escaleras abajo y brevemente a la fría calle, hasta casa de una vecina, una tal señora de Koenig, que le cobró un dólar canadiense por ocuparse de la niña y ser discreta al respecto. Caroline le dijo adiós a Lily, luego se abrochó la chaqueta hasta el cuello y se metió en el frío invernal.
Las estrellas se estremecían encima de los helados adoquines. Las farolas de gas arrojaban una descolorida luz sobre las costras de nieve helada. Caroline se apresuró en medio del viento, luchando contra una oleada de culpabilidad. El contagio de su tía, pensó, aquel sentimiento de perversidad. No estaba haciendo nada perverso. No podía hacerlo. Guilford estaba muerto. Su esposo estaba muerto. No tenía esposo.
Colin Watson aguardaba de pie en la esquina de Market y Thames. La abrazó brevemente, luego llamó un taxi. Le sonrió mientras la ayudaba a subir, una sonrisa estéril medio oculta por su ridículo bigote. Caroline supuso que estaba reprimiendo su melancolía natural por ella. Sus manos eran grandes y fuertes.
¿Adónde la llevaría esta noche? A tomar algo, pensó (aunque no al Crown and Reed). A charlar un poco. Eso era todo. Él necesitaba hablar. Estaba pensando en renunciar a su puesto.
Le habían ofrecido un trabajo civil en los muelles. No vivía en el almacén de Jered desde septiembre pasado; había alquilado una habitación en el Empire y estaba solo la mayoría de las noches.
Eso hacía las cosas más fáciles…, una habitación para él solo.
No pudo estar con él durante todo el tiempo que le hubiera gustado. Jered y Alice no debían saber lo que estaba haciendo. O, si lo sabían, tenía que existir al menos una cierta duda, un hueco de incertidumbre que ella pudiera defender.
Pero deseaba quedarse. Colin era gentil con ella, esa especie de gentileza que Guilford nunca había entendido. Colin aceptaba sus silencios y no intentaba abrirlos, como hacía Guilford. Guilford siempre había creído que sus cambios de humor reflejaban algún fracaso de él. Era solícito —considerado, ciertamente, según sus propias luces—, pero a ella le hubiera gustado poder llorar ocasionalmente sin desencadenar una disculpa.
El teniente Watson, alto y recio pero con cambios de actitud propios, le concedía a Caroline la intimidad de su pesar. Quizá, pensaba ella, así era como un caballero trataba a una viuda. El trastorno del mundo había cuarteado los cimientos de la civilización, pero algunos hombres todavía eran gentiles. Algunos todavía preguntaban antes de tocar. Colin era gentil. A ella le gustaban sobre todo sus ojos. La miraban atentamente incluso mientras sus manos vagaban libres; comprendían; en definitiva, perdonaban. A Caroline le parecía que no había pecado en el mundo que esos tranquilos ojos azules no pudieran redimir.
Se quedó hasta demasiado tarde y bebió más de lo que hubiera debido. Hicieron el amor de una forma ardiente, desesperada. Su teniente la metió en un taxi, cuando ella insistió, una hora más tarde de lo que ella había planeado, pero hizo que el conductor la dejara a una manzana de distancia de Market. No deseaba ser vista saliendo de un cabriolé a aquella hora. De alguna forma, oscuramente, implicaba vicio. Así que caminó tambaleante bajo los dientes del viento antes de reclamar a Lily a la señora de Koenig, que obtuvo de ella otro dólar.
Jered y Alice estaban en casa, por supuesto. Caroline luchó por mantener su dignidad mientras le quitaba el abrigo a Lily y se quitaba el suyo, sin decir nada excepto unas palabras a su hija. Jered cerró su libro y anunció átonamente que se iba a la cama. Salió torpemente de la habitación. También había estado bebiendo.
Pero si Alice lo había hecho, no lo demostró.
—Esa pobre niña necesita dormir —dijo llanamente—. ¿No es así, Lily?
—La meteré en la cama —dijo Caroline—. No parece que lo necesite demasiado. Está dormida de pie, a esta hora. La cama está caliente y te aguarda, Lily. Ven conmigo, amor, ¿quieres?
Lily bostezó su aceptación y se dirigió automáticamente hacia su tía, dejando a su madre indefensa.
—Durmió hasta tarde esta mañana —ofreció Caroline.
—Últimamente no duerme bien. Teme por su padre.
—Yo también estoy cansada —dijo Caroline.
—¿Pero no demasiado cansada para cometer adulterio?
Caroline la miró, esperando no haber oído correctamente.
—Para fornicar con un hombre que no es tu marido —dijo Alice—. ¿Tienes alguna otra palabra para ello?
—Eso no es asunto suyo.
—Quizá debieras buscar otro lugar para dormir. He escrito a Liam a Boston. Te querrá de vuelta a casa tan pronto como podamos conseguirte un pasaje. He tenido que disculparme. En tu nombre.
—No tenía derecho a hacer eso.
—Todo el derecho, creo.
—¡Guilford está muerto! —Era su único contraargumento, y lamentó usarlo de una forma tan apresurada. De alguna forma perdió su gravedad, en aquel salón parcamente calentado.
Alice adoptó una expresión desdeñosa.
—No puedes saberlo.
—Siento su pérdida cada día. Por supuesto que lo sé.
—Entonces tienes una forma muy curiosa de llorarlo. —Alice se envaró, sin ocultar su furia—. ¿Quién te dijo que eras especial, Caroline? ¿Fue Liam? Supongo que te trató de esa forma, te rodeó con un muro protector en su gran casa de Boston, la sufriente huérfana. Pero todo el mundo perdió algo aquella noche, algunos más que sus padres…, algunos de nosotros perdimos todo lo que amábamos, todas las personas y todos los lugares, hijos, hijas, hermanos, hermanas, y algunos de nosotros no dispusimos de familiares ricos para que secaran nuestros ojos ni de sirvientes que hicieran cómodas nuestras camas.
—¡Eso es injusto!
—Nosotros no hacemos las reglas, Caroline. Solo las aceptamos o las quebrantamos.
—¡No pienso ser una viuda el resto de mi vida!
—Probablemente no lo serás. Pero si tuvieras algún sentido de la decencia, te lo pensarías dos veces antes de meterte en una aventura con un hombre que ayudó a matar a tu esposo.
—¿No cree que ya ha tenido suficiente?
La voz pareció condensarse del aire de la taberna, humosa, líquida y congraciadora. Pero no era un mensaje que Vale deseara oír. ¿Cómo resumir mejor su respuesta?
Sé sucinto, pensó.
—Por favor, lárguese.
Una figura ocupó el taburete a su lado.
—Esto no está bien, ¿no cree? Aunque en realidad no importa, Elias. Solo estoy aquí para charlar.
Volvió la cabeza con un gruñido.
—¿Le conozco?
El hombre era alto. También iba suave y cuidadosamente vestido, y era apuesto. Aunque quizá no tan apuesto como parecía creer, exhibiendo aquellos grandes dientes blancos como las luces de un faro. Vale supuso que tendría veintidós, veintitrés años…, joven, y demasiado confiado en sí mismo para su edad.
—No, no me conoce. Soy Timothy Crane.
Una mano como de pianista. Largos dedos huesudos. Vale la ignoró.
—Lárguese —repitió.
—Elias, lo siento, pero tengo que hablar con usted, lo quiera o no. —El acento era de Nueva Inglaterra, enloquecedoramente aristocrático.
—¿Quién es usted, uno de los sobrinos Sanders-Moss?
—Lo siento. No tengo ninguna relación con ellos. Pero sé quién es usted. —Crane se le acercó. Peligrosamente. Su aliento hizo hormiguear el fino vello en el oído derecho de Vale—. Usted es el hombre que habla a los muertos.
—Soy el hombre que querría convencerle a usted de que se largara.
—El hombre que tiene un dios en su interior. Un doloroso y exigente dios. Al menos si se parece al mío.
Crane tenía un taxi aguardando junto a la acera. Jesucristo, ¿y ahora qué?, pensó Vale. Tenía la confusa sensación de que los acontecimientos se aceleraban más allá de su comprensión. Dio al conductor la dirección de su casa y se instaló al lado de aquel sonriente mequetrefe.
Había sido un otoño tranquilo, un invierno tranquilo. Los dioses seguían su propia agenda, suponía Vale, y aunque el juego con Eugene Randall todavía no había terminado —habían habido otras dos sesiones, sin ningún efecto visible—, la resolución parecía confortablemente distante. Valle incluso había sustentado la idea de que su dios podía estar perdiendo interés en él.
Al parecer no.
El charlatán señor Crane calló en presencia del conductor. Vale intentó mantenerse sobrio —cuadró los hombros, frunció el ceño y parpadeó— mientras el taxi se arrastraba mas allá de las farolas eléctricas, globos de hielo suspendidos en la fría noche. No se suponía que los inviernos de Washington fueran tan crueles.
Finalmente llegaron a la casa de Vale en la ciudad. La calle estaba tranquila, todas las ventanas a oscuras. Crane pagó al conductor, retiró dos enormes maletas del vehículo, las metió por la puerta delantera de la casa de Vale, y las dejó caer insolentemente al lado del paragüero.
—¿Piensa quedarse un tiempo?
—Me temo que sí, viejo amigo.
¿Viejo amigo? Tranquilo, pensó Vale.
—¿De tanto tenemos que hablar?
—De mucho más de lo que imagina. Pero eso puede esperar a la mañana. Supongo que deseará usted una buena noche de sueño, Elias. En realidad no está en condiciones. Podemos hablar de eso cuando ambos estemos más descansados. ¡No se preocupe por mí! Me enroscaré en el sofá. No hay formalidades entre nosotros.
Y maldita sea si no se estiró en el mueble de terciopelo, aún sonriendo.
—Mire, estoy demasiado cansado para echarlo por la puerta. Si todavía está aquí por la mañana…
—Entonces hablaremos de ello. Espléndida idea.
Vale alzó las manos al cielo y salió de la habitación.
La mañana llegó, para Elias Vale, justo antes del mediodía.
Crane estaba sentado a la mesa del desayuno. Se había duchado y afeitado. Su pelo estaba cuidadosamente peinado. La camisa almidonada. Se sirvió una taza de café.
Vale fue débilmente consciente del rancio olor a sudor que brotaba de sus poros.
—¿Cuánto tiempo imagina que va a quedarse?
—No lo sé.
—¿Una semana? ¿Un mes?
Un encogimiento de hombros.
—Quizá no sea usted consciente de esto, señor Crane, pero vivo solo. Porque me gusta así. No quiero ningún invitado, ni siquiera bajo estas, hum, circunstancias. Y, francamente, nadie me lo preguntó.
—No es su estilo, ¿eh?
El de los dioses, se refería.
—¿Está diciendo que no tengo elección?
—A mí no se me ofreció ninguna. ¿Un brindis, Elias?
Somos dos, pensó Vale. No había anticipado aquello. Aunque, por supuesto, tenía sentido. ¿Pero cuántos individuos más golpeados por el dios había ahí fuera recorriendo las calles? ¿Cientos? ¿Miles?
Cruzó las manos.
— ¿Por qué está usted aquí?
—La eterna cuestión, ¿eh? No estoy seguro de saberlo. Todavía no, al menos. Apuesto a que se supone que tiene que presentarme usted por ahí.
—¿Como qué, como mi sodomita?
—Primo, sobrino, hijo ilegítimo…
—¿Y luego?
—Luego haremos lo que se nos ha dicho, cuando llegue el momento. —Crane dejó el cuchillo de la mantequilla—. Honestamente, Elias, tampoco es mi elección. Y sospecho que es temporal. Sin ánimo de ofender.
—Sin ánimo de ofender, espero que así sea.
—Mientras tanto tendremos que hallar una cama para mí. A menos que desee usted que mi equipaje obstruya su vestíbulo. ¿Recibe clientes aquí?
—A menudo. ¿Cuánto sabe usted sobre mí, de todos modos?
—Un poco. ¿Cuánto sabe usted sobre mí?
—Absolutamente nada.
—Ah.
Vale hizo un último intento desesperado:
—¿No hay algún hotel en la ciudad…?
—No que ellos quieran. —Sonrió de nuevo—. Para lo mejor o para lo peor, parece que nuestros destinos están muy unidos.
Lo más sorprendente fue que Vale se acostumbró a que Crane usara su habitación del desván, al menos de la forma en que uno se acostumbra a un dolor de cabeza crónico. Crane era un huésped considerado, más meticuloso que Vale acerca de la limpieza, atento a no interrumpir cuando Vale tenía clientes de pago. Insistió en ser llevado al salón de Sanders-Moss y ser presentado como el «primo» de Vale, un financiero. Afortunadamente, Crane parecía poseer un genuino conocimiento de los asuntos bancarios y de Wall Street, casi como si hubiera sido educado allí. Y quizás así fuera. Era vago acerca de su pasado, pero aludía a conexiones familiares.
En cualquier caso, justo en aquellos momentos la conversación en la mesa de Sanders-Moss derivaba hacia la pérdida de la expedición Finch y las perspectivas de guerra. Los periódicos de Hearst habían estado pidiendo la guerra con Inglaterra, afirmaban poseer pruebas de que Inglaterra estaba proporcionando armas a los partisanos, los cuales eran considerados al menos indirectamente responsables de las pérdidas de vidas norteamericanas. Un tema que a Vale no le importaba absolutamente nada, aunque al parecer su dios sí sentía interés.
Cuando estaban juntos en la casa de la ciudad intentaban ignorarse el uno al otro. Cuando hablaban —generalmente después de que Vale hubiera tomado una copa— lo hacían sobre sus respectivos dioses.
—No es solo amenazador —dijo Vale. Era otra fría noche, atrapado dentro de casa con Crane como compañía, con un fuerte viento resonando en las ventanas. Whisky de Tennessee. Timor mortibus conturbat me—. Prometió que viviría. Quiero decir que viviría… para siempre.
—La inmortalidad —dijo Crane calmadamente, pelando una manzana con un cuchillo de cocina.
—¿Usted también?
—Oh, sí. Yo también.
—Usted… ¿cree?
Crane le miró interrogadoramente.
—Elias. ¿Cuándo fue la última vez que se cortó afeitándose?
—¿Eh? No puedo recordar…
—¿Hace mucho tiempo?
—Hace mucho tiempo —admitió Vale—. ¿Por qué?
—¿Apendicitis, gripe, tuberculosis? ¿Huesos rotos, dolor de muelas, padrastros?
—No, pero…, ¿qué está diciendo?
—Ya conoce la respuesta, Elias. Simplemente no tiene el valor de comprobarla en sí mismo. ¿No se ha sentido nunca tentado, ante el espejo, con la navaja en la mano?
—No tengo ni la menor idea de lo que quiere decir.
Crane abrió su mano izquierda sobre la mesa y clavó con fuerza el cuchillo a través de ella. La hoja crujió al partir los pequeños huesos antes de clavarse en la mesa. Vale retrocedió impresionado y parpadeó.
Crane hizo una mueca, muy breve. Luego sonrió. Hizo presión contra el mango del cuchillo y extrajo la hoja de su mano. Una gota de sangre brotó de la herida. Solo una. Crane la secó con una servilleta.
La piel debajo era lisa, rosada, sin la menor señal.
—Cristo —susurró Vale.
—Lamento haber estropeado la mesa —dijo Crane—. Pero ya ha visto usted lo que quiero decir.
Del diario de Guilford Law:
Disculpa mi letra. El fuego calienta pero no arroja mucha luz útil. Caroline, pienso que estás leyendo esto y siento algo de consuelo ante el pensamiento. Espero que estés caliente allá donde estés.
Aquí estamos relativamente calientes, según los estándares a los que nos hemos acostumbrado…, quizá demasiado calientes. Innaturalmente calientes. Pero déjame explicarme.
Partimos esta mañana en nuestra cojeante expedición al corazón de las ruinas, Tom Compton, el doctor Sullivan y yo. Nuestro aspecto debía de ser más bien cómico (Diggs ciertamente parecía creerlo así), los tres envueltos en pieles de serpiente, blancos como vilanos de amargón, dos de nosotros cojeando (de piernas opuestas), con provisiones para cuatro días apiladas sobre un trineo tirado por una gruñente serpiente. Una «caza de pájaros», llama Digby a este pequeño viaje.
En cualquier caso, ignoramos las pullas, y pronto nuestro animal nos había llevado hasta lo más profundo de las ruinas, al opresivo silencio de la ciudad. No puedo transmitirte, Caroline, lo extraño de este misterioso lugar, sus estructuras como losas tan uniformemente dispuestas y extendidas hasta lo lejos. La nieve, mientras avanzábamos hacia el sudoeste bajo un soleado cielo, brillaba crujiente debajo del trineo. Pero el bajo ángulo del sol en esta época del año hacía que viajásemos muy a menudo por la sombra, descendiendo por amplias avenidas envueltas en melancolía invernal.
Tom Compton conducía la serpiente de pelo por su brida de cuerda. El hombre de la frontera no se sentía inclinado a hablar, así que yo iba detrás con el doctor Sullivan, con la esperanza de que el sonido de una voz humana pudiera disipar la melancolía de esas inmensas calles repetitivas. Pero la melancolía había afectado a Sullivan también.
—Hemos estado suponiendo que la ciudad fue construida por seres inteligentes —dijo—. Tal vez no sea así.
Le pedí que se explicara.
—Las apariencias son engañosas. ¿Ha visto usted alguna vez un termitero africano? Es una estructura elaborada, a menudo más alta que un hombre. Pero el único arquitecto es la propia evolución. ¿O ha pensado en la regularidad y complejidad de una colmena?
—¿Está diciendo usted que puede que estemos en el interior de algún tipo de colmena de unos insectos desconocidos?
—Lo que estoy diciendo es que aunque esas estructuras son evidentemente artificiales, la uniformidad de tamaño y presumiblemente de función son pruebas en contra de un constructor humano.
—¿Qué tipo de insectos tallan bloques de granito del tamaño del monumento a Washington?
—No puedo imaginarlo. Peor aún, no tiene precedentes. Nadie ha informado nunca de nada semejante. Quien fuera o lo que fuera que construyó esta ciudad, parece que no dejó progenie y no tuvo antecedentes obvios. Es casi una creación separada.
Esto encajaba demasiado con mis propios pensamientos. Pese a toda su extrañeza, Darwinia posee su propia belleza: prados cubiertos de verde musgo, bosquecillos de pinos salvia, mansos ríos. Las ruinas no tienen nada de ese encanto. Durante interminables horas recorrimos las absolutamente regulares calles de la ciudad, con el sol formando un ángulo bajo detrás de los monolitos de cuarteada piedra. La nieve delante de nosotros era absolutamente virgen, sin huellas. Ni Sullivan ni yo pensamos dos veces en aquello hasta que Tom apuntó su peculiaridad. En los cuatro o cinco días desde la última nevada ningún animal había dejado sus huellas allí, ni ninguna criatura volante, ni siquiera los halcones polilla. Los halcones polilla eran comunes en aquellas partes; auténticas bandadas de ellos anidaban en las estructuras en ruinas en el borde de la ciudad. (Una caza fácil, si uno se siente con ganas de variar un poco su dieta. Basta deslizarse hacia una manada en pleno descanso nocturno con una antorcha; la luz los atonta; un hombre puede matar a seis o siete de ellos con un palo antes de que reaccionen y huyan volando). Pero no aquí. De acuerdo, hay muy poca comida en las profundidades de esas madrigueras de piedra. De todos modos, la ausencia de vida parece ominosa. Altera los nervios, Caroline, y admito que a medida que transcurría la tarde y las sombras se alargaban los tres teníamos los nervios crispados, listos para saltar a la más ligera conmoción.
No es que se produjera ninguna conmoción. Solo el crujir del oculto hielo, el suave derrumbe de la nieve ablandada por el sol. Con el anochecer establecimos nuestro campamento, sin ser molestados. Dice mucho del tamaño de este lugar el que todavía no hayamos alcanzado lo que Sullivan calcula que tiene que ser el centro de la ciudad. Llevábamos leña con nosotros, ramas de árbol mezquita, densas pero huecas y no especialmente pesadas; las usamos para encender un fuego en una de las estructuras con un techo más o menos intacto. No podíamos esperar el calentar el catedralicio interior, pero estábamos protegidos del viento y podíamos acurrucamos en un rincón resguardado.
En cualquier caso se está más caliente aquí que en el perímetro. Sullivan señala que el suelo de piedra es más cálido de lo que puede explicar, casi lo bastante cálido como para fundir el hielo, quizá debido a un manantial subterráneo o alguna otra fuente de calor natural. Tom Compton rompió su silencio el tiempo suficiente para decirnos que una noche clara, mientras acampaba en las colinas tras una caza de serpientes, había visto un extraño resplandor verdeazulado brillar en las profundidades de la ciudad. Alguna especie de vulcanismo quizás, aunque Sullivan dice que la geología es errónea. No hemos visto ninguna señal de nada de aquello.
Debería añadir que Tom Compton, de ordinario el más firme de los pragmáticos, parece más nervioso que Sullivan o incluso que yo. Esta noche dijo algo peculiar mientras yo registraba esta entrada…, la murmuró, inclinado tan intensamente sobre el fuego que me preocupó que una brasa pudiera prender en su revuelta y recia barba:
—Soñé con este lugar —dijo.
No se explicó, pero sentí un estremecimiento pese al fuego. Porque, Caroline, yo he soñado también con este lugar, he soñado profundamente con él en los febriles sueños del otoño, cuando el veneno estaba todavía circulando por mi cuerpo y no podía distinguir el día de la noche… Yo también soñé con la ciudad, y no sé lo que eso significa.
…y soñé de nuevo la otra noche.
Pero tengo más que eso que contarte, Caroline, y no mucho tiempo. Nuestras provisiones son limitadas y Sullivan insiste en que usemos cada momento tan económicamente como sea posible. Así que te contaré con las palabras más llanas y directas lo que encontramos.
La ciudad no es tan solo una cuadrícula. Tiene un centro, como Sullivan sospechaba. Y en el centro no hay una catedral o una plaza de mercado sino algo absolutamente extraño.
Llegamos al edificio esta mañana. En sus tiempos tuvo que ser visible desde una gran distancia, pero la erosión lo ha camuflado. (Dudo que ni siquiera Finch pueda negar que esas ruinas son terriblemente antiguas.) Hoy la estructura está rodeada por un campo de sus propios escombros. Enormes bloques de piedra, algunos pulidos como recién salidos de la cantera, otros desgastados en un grotesco cúmulo de ángulos, impedían nuestro progreso. Dejamos el trineo detrás y avanzamos por los laberínticos pasadizos creados por el azar y los elementos hasta que hallamos el núcleo del edificio central.
Alzándose de su lecho de cascotes hay un negro domo basáltico, abierto aproximadamente en una cuarta parte de su periferia. La bóveda del domo tiene al menos sesenta metros de alto en su ápice y es tan ancha como una manzana de la ciudad. Las secciones que aún no se han roto son lisas, casi sedosas, elaboradas con una técnica que Sullivan no puede identificar.
Una bruma perpetua envuelve el domo, y este es quizá el motivo de que ninguno de nosotros lo haya visto desde las laderas del valle. Nieve y hielo fundidos, supuso Sullivan, calentados desde abajo. Incluso en el campo de escombros el aire era apreciablemente cálido, y la nieve no se había acumulado en el domo en sí. Debía de estar muy por encima del punto de congelación del agua.
Los tres nos quedamos contemplando mudos la escena. Lamenté mi perdida cámara. ¡Qué placa hubiera sacado de aquello! Las desoladas ruinas alpinas del interior de Europa. Caroline, hubiéramos podido vivir durante un año de una fotografía como esa.
Ninguno expresamos nuestros pensamientos. Quizá parecían demasiado fantásticos. Ciertamente, los míos sí. Recordaba de nuevo los relatos de aventuras de E. R. Burroughs, con sus cavernas volcánicas y sus hombres-bestias adorando antiguos dioses.
(Sé que desapruebas mis hábitos de lectura, Caroline, ¡pero las fantasías del señor Burroughs están demostrando ser una auténtica Guía del Viajero de este continente! Todo lo que falta es una princesa adecuada, y una espada para que yo la enarbole.) Regresamos al trineo, dimos de comer a nuestra serpiente, reunimos todas las provisiones que pudimos cargar y regresamos al domo. Sullivan estaba excitado como nunca lo he visto; tenía que ser contenido para que no se lanzara alocadamente hacia el lugar. Instalamos el campamento justo más allá del borde del domo y obviamente se siente frustrado de que no hayamos ido más allá…, pero hay una gran cantidad de territorio bajo esta pendiente de piedra pulida, todo él sembrado de rocas, y francamente es un poco inquietante tener toda esa masa de granito sin ningún apoyo gravitando sobre nuestras cabezas.
El interior estaba casi completamente a oscuras, de todos modos —el sol había descendido más allá de un dentado grupo de ruinas—, y nos vimos obligados a encender un apresurado fuego antes de perder enteramente la luz.
Recibimos la noche con una mezcla de excitación y aprensión, acurrucados sobre nuestro fuego como visigodos en un templo romano. No se puede ver nada más allá del círculo de luz de nuestro fuego excepto su parpadeante reflejo sobre la alta circunferencia interior de la bóveda.
No, eso no es enteramente cierto. Sullivan ha llamado nuestra atención hacia otra luz, más débil todavía, cuya fuente debe de estar muy profunda dentro de esa estructura cegada por los cascotes. Un fenómeno natural, espero, aunque la sensación de otra presencia es lo bastante grande como para poner los pelos de punta.
De todos modos, no hay suficiente luz para seguir escribiendo. No sin arriesgarme a la ceguera. Mañana seguiré.
—Un poco más de cuerda, por favor, Guilford.
La voz de Sullivan brotó de las profundidades como sustentada por sus propios ecos. Guilford cedió unos cuantos palmos más de cuerda.
La cuerda había sido uno de los pocos objetos útiles rescatados del ataque del pasado verano. Aquellos dos rollos de fibra de cáñamo habían salvado más de una vida, habían proporcionado arneses para los animales, tirantes para las tiendas, un millar de cosas útiles. Pero la cuerda era solo una precaución.
En el centro de la ruina en forma de domo habían encontrado una abertura circular de quizá cincuenta metros de diámetro, con el borde tallado en una espiral de escalones de piedra, cada uno de tres metros de ancho. La llana escalera estaba intacta, con sus contornos suavizados por siglos de erosión. Una corriente de agua cortaba el borde sur del pozo, caía, se convertía en vapor, se mezclaba con las profundidades ocultas por la bruma. La débil luz del día les llegaba desde arriba, un suave y frío resplandor brotaba desde abajo. El corazón de la ciudad, pensó Guilford. Cálido y aún latiendo débilmente.
Sullivan deseaba explorarlo.
—El descenso no ofrece ningún peligro —dijo—. El paso está intacto y evidentemente está previsto para ser recorrido a pie. No corremos más peligro aquí que ahí fuera en medio del frío.
Tom Compton se acarició su barba húmeda por el rocío.
—Es usted más estúpido de lo que creía —dijo— si pretende bajar ahí.
—¿Qué sugiere usted? —Sullivan se dio la vuelta para enfrentarse al hombre de la frontera. Estaba más furioso de lo que Guilford lo había visto nunca, su rostro tenía un color rojo ladrillo—. ¿Que regresemos a nuestro pequeño y patético campamento y recemos por la llegada de un tiempo más benigno? ¿Que nos arrastremos hacia el norte hasta el Bodensee cuando llegue la primavera, a menos que el frío nos mate primero, o los partisanos, o la Rheinfelden? ¡Maldita sea, Tom, esta puede que sea nuestra única oportunidad de averiguar algo sobre este lugar!
—¿De qué sirve averiguar algo —preguntó el hombre de la frontera— si se lo lleva usted a la tumba?
Sullivan se dio burlonamente la vuelta.
—¿De qué sirve entonces la amistad, o el amor, o la propia vida? ¿Qué no se lleva usted a la tumba?
—No planeaba llevarme a la tumba nada de aquí —dijo Tom—. Al menos todavía no.
Desenrolló la cuerda de entre sus manos.
No será tan malo a la luz del día, pensó Guilford, y había luz del día allí, a través de la brecha en la bóveda del domo, por débil que fuera. En cualquier caso, la cuerda era un elemento tranquilizador. Prepararon arneses para atarse entre sí. La bajada podía ser suave, pero la piedra era resbaladiza por la humedad, un resbalón podía convertirse en una caída, y no había forma de decir hasta dónde llegaba el descenso en medio de la bruma. Por debajo del nivel del suelo el límite de visibilidad era unos escasos metros. La caída de una piedra devolvía ecos inciertos.
Sullivan fue primero, a causa de su pierna mala. Luego Guilford, a causa de la suya. El hombre de la frontera seguía el último. El camino en espiral era lo bastante ancho como para que Guilford pudiera evitar el mirar directamente a las brumosas profundidades del pozo.
No podía adivinar para qué había sido construido aquel pozo o quién podía haber recorrido aquel mismo camino en épocas pasadas. Como tampoco hasta dónde podían descender en aquella caverna calentada por la lava o un resplandeciente submundo. ¿Habían usado los aztecas pozos para sus sacrificios humanos? Ciertamente, nada muy bueno podía haber ocurrido en las profundidades de aquella conejera.
Sullivan ordenó un alto cuando hubieron descendido, según las estimaciones de Guilford, unos treinta metros o más. El borde superior del pozo era ahora tan invisible como el fondo, ambos ocultos por las ascendentes espirales de bruma. Sullivan jadeaba como si le faltara el aire, pero sus ojos brillaban en aquella apagada y extraña radiación.
Guilford se preguntó en voz alta si no habrían ido ya lo bastante lejos.
—No se ofenda, doctor Sullivan, pero, ¿qué espera exactamente encontrar ahí?
—La respuesta a un centenar de preguntas.
—Es algún tipo de pozo o cisterna —dijo Guilford.
—¡Abra los ojos, por el amor de Dios! Un pozo es precisamente lo que no es. En todo caso, fue diseñado para mantener fuera las aguas subterráneas. ¿Cree usted que esas piedras crecieron aquí? Los bloques están tallados y las juntas cementadas…, no sé cuál es el material empleado, pero está notablemente bien conservado. En cualquier caso, nos hallamos ya por debajo de la tabla de agua. Esto no es un pozo, señor Law.
—¿Qué es entonces?
—Sea cual sea su finalidad, práctica o ceremonial, tuvo que ser importante. El domo es un indicador, y supongo que este pasadizo está previsto para acomodar una gran cantidad de tráfico.
—¿Tráfico?
—Los constructores de la ciudad.
—Pero se extinguieron —dijo Guilford.
—Eso es lo que usted espera —murmuró el hombre de la frontera desde detrás.
Pero no había ningún final al descenso, solo aquella espiral de piedra girando monótonamente en la bruma teñida de azul, hasta que incluso Sullivan admitió que estaba demasiado cansado para seguir.
—Necesitamos más hombres —dijo al fin.
Guilford se preguntó en quién pensaba. ¿Keck? ¿Robertson? ¿Digby con su único brazo útil?
Tom alzó la vista hacia el lugar por donde habían venido, ahora una incolora opacidad.
—No deberíamos esperar a regresar. La luz del día se irá pronto…, lo que quede de ella. —Lanzó una mirada crítica a Sullivan—. Cuando haya recuperado el aliento…
—No se preocupe por mí. ¡Vayamos! Orden inverso. Yo iré detrás.
Estaba pálido y empapado en sudor.
El hombre de la frontera se encogió de hombros y dio media vuelta. Guilford siguió a Tom, pidiendo un alto cada vez que la cuerda entre él y Sullivan se tensaba. Lo cual ocurría a menudo. La respiración del botánico era audible a una distancia considerable ahora, y se hacía más afanosa a medida que subían. Al cabo de poco tiempo Sullivan empezó a toser. Tom miró hacia atrás y frenó la ascensión a casi un arrastrarse.
La bruma había empezado a espesarse. Guilford perdió de vista la pared del otro lado, cuyos escalones de piedra desaparecían detrás de una girante cortina de vapor. La cuerda servía a un propósito ahora, puesto que incluso las amplias espaldas de Tom Compton se veían imprecisas en la bruma.
Con la pérdida de puntos visibles de referencia llegó la desorientación. No podía calcular hasta dónde habían llegado ni cuánta ascensión faltaba todavía. No importa, se dijo firmemente. Cada paso es un paso más cerca. Su pierna mala había empezado a dolerle, un dolor perverso que corría como un tenso cable del tobillo hasta la rodilla.
No hubiéramos debido bajar tanto, pensó Guilford, pero el entusiasmo de Sullivan había sido contagioso, la sensación de alguna inmensa revelación que les aguardaba si tan solo podían alcanzarla. Se detuvo un momento, cerró los ojos, sintió el helado aire que fluía más allá de él como un río. Olió los aromas minerales del granito y de la niebla. Y algo más. Almizcleño, extraño.
—¡Guilford!
La voz de Tom. Guilford alzó la vista avergonzado.
—Vigile dónde pone el pie —dijo el hombre de la frontera.
Estaba en el borde de la placa de piedra. Otro paso y podía haber caído.
—Mantenga la mano izquierda apoyada contra la pared. Usted también, Sullivan.
Sullivan apareció a la vista y asintió sin palabras. Era una sombra, un aparecido, un delgado espíritu.
Guilford tanteaba su camino detrás del hombre de la frontera cuando la cuerda en su cintura dio un brusco tirón. Pidió un alto y se dio la vuelta.
—¿Doctor Sullivan?
Ninguna respuesta. La cuerda se mantuvo tensa. Cuando miró hacia atrás solo vio bruma.
—Doctor Sullivan…, ¿está usted bien?
Ninguna respuesta, solo el anclaje del peso.
Tom Compton apareció surgido de la bruma. Guilford retrocedió, destensando la cuerda, y miró en la bruma en busca de algún signo de Sullivan.
Halló al botánico tendido en la amplia losa del escalón de granito, boca abajo, con una mano apoyada todavía en la húmeda pared de roca.
—¡Oh, Cristo! —Tom se dejó caer de rodillas. Dio la vuelta a Sullivan y buscó su pulso en la muñeca.
—Respira —dijo el hombre de la frontera—. Más o menos.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Tiene la piel fría y está anormalmente pálido. ¡Sullivan! ¡Despierte, hijo de puta! ¡Tenemos trabajo que hacer!
Sullivan no se despertó. Su cabeza colgaba fláccida hacia un lado. Un hilillo de sangre escapó de una de sus fosas nasales. Parece encogido, pensó Guilford. Como alguien a quien le han vaciado todo el aire.
Tom tomó su mochila y la colocó debajo de la cabeza del botánico.
—Jodido testarudo, es incapaz de frenar su marcha ni siquiera por su vida…
—¿Qué hacemos ahora?
—Déjeme pensar.
Pese a todos sus esfuerzos, Sullivan no se despertó.
Tom Compton se balanceó sobre sus talones durante un tiempo, profundamente sumido en sus pensamientos. Luego volvió a echarse la mochila al hombro y se soltó la cuerda del arnés.
—Al infierno con ello. Mire, traeré mantas y comida del trineo para ustedes dos. Usted se quedará con él; yo iré en busca de ayuda.
—Está empapado y casi helado, Tom.
—Se helará más aprisa al aire libre. Moverlo puede que signifique matarlo. Deme un día para alcanzar el campamento, otro para regresar aquí con Keck y Farr. Farr sabrá qué hacer. Usted estará bien…, Sullivan no lo sé, el pobre hijoputa. —Frunció el ceño ferozmente—. Pero quédese con él, Guilford. No lo deje solo.
Puede que no despierte, pensó Guilford. Puede que muera. Y entonces yo estaré solo, en este agujero en el suelo olvidado de la mano de Dios.
—Me quedaré.
El hombre de la frontera asintió secamente.
—Si muere, espéreme. Estamos lo bastante cerca de la entrada, debería poder distinguir la noche del día. ¿Comprende? Sobre todo mantenga la jodida calma.
Guilford asintió.
—De acuerdo. —Tom se inclinó sobre la forma inconsciente de Sullivan con una ternura que Guilford jamás había visto en él, apartó un mechón de pelo gris de la empapada frente del botánico—. ¡Resista, viejo peleón! Maldito explorador.
Guilford tomó las mantas que le trajo Tom y preparó una tosca cama para proteger a Sullivan del aire frío y de la fría piedra. Comparada con la atmósfera del exterior la temperatura del pozo era casi balsámica, por encima del punto de congelación; pero la bruma atravesaba las ropas y helaba la piel.
Cuando Tom hubo desaparecido en la bruma Guilford se sintió profundamente solo. No tenía ninguna compañía excepto sus pensamientos y la lenta y afanosa respiración de Sullivan. Se sintió a la vez hastiado y casi presa del pánico. Se dio cuenta de que deseaba estúpidamente algo para leer. La única materia de lectura que había sobrevivido al ataque de los partisanos era el Nuevo Testamento de Bolsillo de Digby, y Diggs jamás había aceptado desprenderse ni por un momento de su posesión. Diggs pensaba que el libro de hojas de papel cebolla le había salvado la vida: era su amuleto de la buena suerte. El ejemplar de Argosy se había perdido hacía mucho.
Si es que una persona podía leer, en aquella oscuridad color arsénico.
Supo que había llegado la noche cuando la luz sobre su cabeza desapareció por completo y el húmedo aire adquirió una más profunda y más venenosa tonalidad verde. Diminutas partículas de polvo y hielo brotaban de las profundidades, como diatomeas en una corriente oceánica. Arregló las mantas alrededor del doctor Sullivan, cuya respiración se había vuelto rasposa como el movimiento de una sierra en la madera húmeda de un pino, y encendió una de las dos antorchas de árbol mezquita que Tom Compton había dejado para él. Sin una manta para él, Guilford se puso a temblar incontrolablemente. Se puso en pie cada vez que notó que se le entumecían los pies, manteniendo siempre cautelosamente una mano en la pared de roca. Encajó la antorcha en un hueco entre unas rocas sueltas y se calentó las manos en la baja llama. La madera de árbol mezquita, empapada en sebo de serpiente de pelo, ardería durante seis u ocho horas, aunque no brillantemente.
Tuvo miedo de dormirse.
En el silencio fue capaz de oír sutiles ruidos: un distante retumbar, a menos que fuera el pulso de su propia sangre, amplificado en la oscuridad. Recordó una novela de H. G. Wells, La máquina del tiempo, y sus subterráneos morlocks, con sus brillantes ojos y sus terribles hambres. No fue un recuerdo agradable.
Habló con Sullivan para pasar el tiempo. Puede que Sullivan estuviera escuchando, pensó, aunque sus ojos estaban firmemente cerrados y la sangre seguía manando perezosamente de su nariz. Periódicamente Guilford mojaba una punta de su camisa en un gotear de agua de la fusión del hielo y lo utilizaba para limpiar la sangre del rostro de Sullivan. Hablaba con cariño de Caroline y Lily. Hablaba de su padre, muerto a palos durante los disturbios del pan en Boston cuando intentó entrar testarudamente en su imprenta, como había hecho cada día de trabajo a lo largo de toda su vida adulta. Estúpido valor, Guilford deseó tener algo de él.
Deseó que Sullivan despertara. Poder contarle algunas historias. Plantearle sus teorías de una antigua Darwinia evolucionada; martillear lo milagroso con el frío acero de la razón. Espero que tenga usted razón sobre eso, pensó Guilford. Espero que este continente no sea algún sueño o, peor aún, una pesadilla. Espero que las cosas antiguas y muertas permanezcan antiguas y muertas.
Deseó tener algo caliente para comer y la perspectiva de un baño. Y una cama, y Caroline en ella, los cálidos contornos de su cuerpo bajo una sábana de algodón blanca como la nieve. No le gustaban esos ruidos de las profundidades, o la forma en que ascendía el sonido, con reflujos como una imposible marea.
—Espero que no se muera usted, doctor Sullivan. Sé cómo odiaría abandonar todo esto sin comprender nada de lo que ocurre. Aunque no es una tarea fácil, ¿verdad?
Sullivan dejó escapar un profundo y convulsivo suspiro. Guilford bajó la vista y le sorprendió ver que el botánico tenía los ojos abiertos.
Sullivan le miró fijamente… o miró a través de él, era difícil decirlo. Una de sus pupilas estaba grotescamente dilatada, con el blanco orlado de sangre.
—No moriremos —jadeó Sullivan.
Guilford luchó con un repentino impulso de retroceder.
—¡Hey! —dijo—. ¡Doctor Sullivan, quédese quieto! No se excite. Estará bien, simplemente relájese. La ayuda está en camino.
—¿No le dijo él eso? ¿No le dijo Guilford a Guilford que Guilford no moriría?
—No intente hablar. —No hable, pensó Guilford, porque me está asustando mortalmente.
Los labios se Sullivan se curvaron en una mueca sesgada, horrible de contemplar.
—Usted los ha visto en sus sueños…
—Por favor, no, doctor Sullivan…
—Verdes como cobre viejo. Con espinas en sus vientres… Devoran sueños. ¡Lo devoran todo!
De hecho las palabras despertaron un acorde, pero Guilford rechazó el recuerdo. Lo importante ahora era no sumirse en el pánico.
—¡Guilford! —La mano de Sullivan se adelantó bruscamente para aferrar la muñeca de Guilford, mientras la derecha se cerraba reflexivamente en el vacío aire—. ¡Este es uno de los lugares donde termina el mundo!
—Está diciendo insensateces, doctor Sullivan. Por favor, intente dormir. Tom volverá pronto.
—Usted murió en Francia. Usted murió luchando contra los boches. Nada menos.
—No me gusta decirlo, pero me está asustando, doctor Sullivan.
—¡No puedo morir! —insistió Sullivan.
Luego gruñó algo, y todo el aliento escapó explosivamente de él.
Al cabo de un rato Guilford cerró los ojos del cadáver.
Permaneció sentado junto al doctor Sullivan varias horas más, canturreando átonamente, aguardando lo que fuera que iba a subir de la oscuridad para reclamarle.
Poco antes del amanecer, agotado, se quedó dormido.
¡Desean tanto salir!
Guilford puede captar su furia, su frustración.
No tiene nombre para ellos. Ni siquiera existen. Están atrapados entre idea y creación, incompletos, semisintientes, anhelando la encarnación. Físicamente son débiles formas verdes, más grandes que un hombre, acorazadas, espinosas, con enormes fauces que se abren y cierran en silenciosa furia.
Estaban confinados allí después de la batalla.
El pensamiento no es suyo. Guilford se gira, ingrávido. Está flotando en las profundidades del pozo, pero no sobre agua. El propio aire es radiante a su alrededor. De alguna forma, esta luz no creada es a la vez aire y roca y yo.
El piquete flota a su lado. Un hombre alto y delgado con uniforme del ejército de los Estados Unidos. La luz fluye a su través, brota de él. Es el soldado de los sueños de Guilford, un hombre que puede ser su gemelo.
¿Quién es usted?
Usted mismo, responde el piquete.
Eso no es posible.
Parece que no. Pero lo es.
Incluso la voz es familiar. Es la voz con la que Guilford se habla a sí mismo, la voz de sus pensamientos íntimos.
¿Y qué son esos? Se refiere a las criaturas confinadas. ¿Demonios?
Puedes llamarlos así. Puedes llamarlos monstruos. No tienen más ambición que ser. Ser en definitiva todo lo que existe.
Guilford puede ver más claramente ahora. Sus escamas y garras, sus varios brazos, sus restallantes dientes.
¿Animales?
Mucho más que animales. Pero eso también, dada una posibilidad.
¿Tú los confinaste aquí?
Lo hice. En parte. Con la ayuda de otros. Pero el confinamiento es imperfecto.
No sé qué significa eso.
¿Ves cómo tiemblan al borde de la encarnación? Pronto adoptarán forma física de nuevo. A menos que los confinemos para siempre.
¿Confinarles?, pregunta Guilford. Ahora tiene miedo. Tanto de todo aquello desafía su comprensión. Pero puede captar la enorme presión desde abajo, el terrible deseo frustrado y almacenado durante eones, aguardando estallar.
Los confinaremos, dice calmadamente el piquete.
¿Nosotros?
Tú y yo.
Las palabras son chocantes. Guilford capta el imposible peso de la tarea, tan inmensa como la luna. ¡No comprendo nada de esto!
Paciencia, hermanito, dice el piquete, y lo alza, a través de la fantasmagórica luz, a través de la bruma y el calor de la casi encarnación, como un ángel en un raído uniforme del ejército, y mientras asciende su carne se funde en el aire.
Tom Compton gravitaba sobre él, con una antorcha en la mano.
Me levantaría si pudiera, pensó Guilford. Si no hiciera tanto frío en aquel lugar. Si su cuerpo no estuviera rígido en un millar de sitios. Si pudiera ordenar sus aturdidos pensamientos. Tenía algún mensaje vital que impartir, un mensaje sobre el doctor Sullivan.
—Murió —dijo Guilford. Eso era todo. El cuerpo de Sullivan estaba tendido a su lado, bajo una manta. El rostro de Sullivan estaba pálido e inmóvil a la luz de la linterna—. Lo siento, Tom.
—Lo sé —dijo Tom—. Hizo usted un buen trabajo quedándose con él. ¿Puede caminar?
Guilford intentó apoyarse sobre sus pies pero solo consiguió golpearse la cadera con un saliente de piedra.
—Apóyese en mí —dijo el hombre de la frontera.
Se sintió alzado de nuevo.
Resultaba difícil permanecer despierto. Su torpe cuerpo deseaba que cerrara los ojos y descansara.
—Encenderemos un fuego cuando hayamos salido de este agujero —le dijo el hombre de la frontera—. Parece que va usted mejor.
—¿Cuánto tiempo ha sido?
—Tres días.
—¿Tres?
—Hubo problemas.
—¿Quién está con usted?
Habían alcanzado el borde del pozo. El interior del domo estaba impregnado por una acuosa luz diurna. Una delgada figura aguardaba, apoyada contra una losa de roca, con la capucha de lona echada sobre su rostro. La bruma oscurecía sus rasgos.
—Finch —dijo Tom—. Finch vino conmigo.
—¿Finch? ¿Por qué Finch? ¿Qué hay de Keck, qué hay de Robertson?
—Están muertos, Guilford. Keck, Robertson, Diggs, Donner y Farr. Todos muertos. Y también lo estaremos nosotros, si no sigue moviéndose.
Guilford gimió y se escudó los ojos.
La primavera llegó temprano a Londres. El deshielo de las marismas al este y al oeste proporcionaron al aire un aroma a tierra, y Thames Street, recién pavimentada desde los muelles hasta Tower Hill, bullía con el comercio. Hacia el oeste se habían iniciado de nuevo las obras de la cúpula de la nueva San Pablo.
Caroline esquivó un rebaño de ovejas que se encaminaba al mercado, con la sensación de que ella también estaba siendo conducida al matadero. Durante semanas se había negado a ver a Colin Watson, se había negado a aceptar sus invitaciones o incluso a leer sus notas. No estaba segura de por qué había aceptado verle ahora —reunirse con él en un café en Candlewick Street— excepto por la persistente sensación de que le debía algo, aunque solo fuera una explicación, antes de partir para Norteamérica.
Después de todo, él era un soldado. Seguía órdenes. No era Kitchener; ni siquiera era la Marina Real. Solo un hombre.
Halló fácilmente el lugar. El café estaba decorado en madera a la Tudor. Los cristales de sus ventanas emplomadas goteaban con la condensación, el interior estaba calentado por el vapor de un enorme samovar de plata. La gente que lo ocupaba era tosca, clase trabajadora, en su mayor parte hombres. Miró a través de un mar de gorros de lana hasta que divisó a Colin en una mesa de la parte de atrás, el cuello de su chaqueta vuelto hacia arriba y su largo rostro aprensivo.
—Bien —dijo él—. Volvemos a encontrarnos. —Alzó su taza en una especie de brindis burlón.
Pero Caroline no deseaba pelear con él. Se sentó y fue directamente al grano.
—Quiero que sepas que vuelvo a casa.
—Acabas de llegar.
—Me refiero a Boston.
—¡Boston! ¿Es por eso por lo que no querías verme?
—No.
—Entonces, ¿me dirás al menos por qué te marchas? —Bajó la voz y abrió mucho sus ojos azules—. Caroline, por favor. Sé que debo de haberte ofendido. No sé cómo, pero si lo que deseas es una disculpa, la tienes.
Aquello era más duro de lo que ella había esperado. Él estaba desconcertado, genuinamente contrito. Se mordió el labio.
—Tu tía Alice descubrió lo nuestro, ¿es eso?
Caroline inclinó la cabeza.
—No fue el secreto mejor guardado.
—Oh. Lo sospeché. Dudo que Jered hubiera organizado mucho follón, pero Alice…, bueno, supongo que se puso furiosa.
—Sí. Pero eso no importa.
—Entonces, ¿por qué te marchas?
—Ya no me quieren más aquí.
—Quédate conmigo, entonces.
—¡No puedo!
—No te sientas ultrajada, Caroline. No necesitamos vivir en pecado, tú lo sabes.
¡Querido Dios, le estaba haciendo proposiciones!
—¡Tú sabes por qué no puedo hacer eso! Colin…, ella me lo dijo.
—¿Te dijo qué?
Dos marineros en la mesa más cercana la estaban mirando con el rabillo del ojo. Bajó su voz hasta igualar la de Colin.
—Que tú asesinaste a Guilford.
El teniente se echó hacia atrás en su silla, los ojos desorbitados.
—¡Dios todopoderoso! ¿Asesinado? ¿Ella dice eso? —Parpadeó—. ¡Pero Caroline, esto es absurdo!
—Enviando armas a través del Canal. Armas a los partisanos.
El dejó su taza sobre la mesa. Parpadeó de nuevo.
—Armas a los… Oh. Entiendo.
—Entonces, ¿es cierto?
Él la miró firmemente.
—¿Que yo asesiné a Guilford? Por supuesto que no. ¿Sobre las armas? —Dudó—. Hasta cierto punto, es posible. No se supone que hablemos de estas cosas ni siquiera entre nosotros.
—¡Entonces es cierto!
— Puede serlo. ¡Honestamente, no lo sé! No soy un alto oficial. Cumplo lo que me dicen, y no hago preguntas.
—¿Pero hay armas de por medio?
—Sí, un cierto número de armas han pasado por Londres.
Aquello era casi una admisión. Caroline pensó que debía sentirse furiosa. Se preguntó por qué su furia era de pronto tan evasiva.
Quizá la furia era como el pesar. Se tomaba su propio tiempo. Aguardaba emboscada.
Colin estaba pensativo, preocupado.
—Supongo que Alice debió de haber oído algo a través de Jered…, y probablemente él sabe más sobre el asunto que yo, ahora que pienso en ello. La Marina emplea su almacén y sus equipos de carga y descarga de tanto en tanto, con su consentimiento. Puede que incluso haya hecho otros trabajos para el Almirantazgo. Después de todo, se considera un patriota.
Alice y Jered discutiendo por la noche, manteniendo despierta a Lily: ¿era sobre esto sobre lo que se habían estado peleando? Jered admitiendo que por su almacén habían pasado armas camino a los partisanos, Alice temerosa de que Guilford pudiera sufrir daño…
—Pero aunque las armas cruzaran el Canal, no puedes estar segura de que hayan tenido algo que ver con Guilford. Francamente, no puedo imaginar por qué nadie desearía interferir con el grupo de Finch. Los partisanos actúan a lo largo de la costa; necesitan carbón y dinero mucho más que municiones. Cualquiera podría haber disparado contra el Weston…, ¡bandidos, anarquistas! Y en cuanto a Guilford, ¿quién sabe lo que le ocurrió una vez pasada la maldita Rheinfelden? El continente es un lugar salvaje e inexplorado; es peligroso por naturaleza propia.
Ella se sintió avergonzada de darse cuenta de que sus defensas se derrumbaban. El tema había parecido gélidamente claro cuando lo expuso Alice. Pero, ¿y si Jered era tan culpable como Colin?
No debería estar manteniendo esta conversación…, pero ahora ya no podía detenerla de ninguna forma, no había ningún obstáculo moral o práctico. Este hombre, hubiera hecho lo que hubiera hecho, estaba siendo honesto con ella.
Y ella lo había echado tanto en falta. Tenía que admitirlo.
Los marineros con sus jerseys a rayas le sonrieron socarronamente.
Colin tomó su mano.
—Ven conmigo —dijo—. A cualquier parte lejos de este ruido.
Ella le dejó hablar durante todo el camino a lo largo de Candlewick y subiendo Fenchurch hasta el final del tramo pavimentado, se dejó calmar por el sonido de su voz y la seductora idea de su inocencia.
Los árboles mezquita habían sido un fondo verde opaco durante todo el invierno, pero de pronto el sol y la fusión de la nieve habían hecho brotar nuevas hojas de sus copas. El aire era casi cálido.
Él era un soldado, se dijo Caroline de nuevo. Por supuesto, había hecho lo que había dicho, pero, ¿qué otra elección había tenido?
Jered era otro asunto. Jered era un civil; no tenía que cooperar con el Almirantazgo. Y Alice sabía eso. ¡Cómo debió de quemarle aquel conocimiento! Su voz era amarga cuando había discutido con su esposo en la oscuridad. Por supuesto que culpaba a Jered, pero no podía dejarle; estaba encadenada a él por el matrimonio.
Así que Alice había odiado a Colin a cambio. Un odio ciego, desplazado, automático. Porque no podía permitirse el lujo de odiar a su esposo.
—Veámonos de nuevo —suplicó Colin—. Al menos otra vez. Antes de que te marches.
Caroline dijo que lo intentaría.
—No puedo soportar pensar en ti en el mar. Ha habido amenazas a la navegación, ¿sabes? Dicen que la flota norteamericana está reunida en el Atlántico Norte.
—No me preocupa eso.
—Quizá debiera.
La señora de Koenig le pasó una nota de Colin más tarde aquella misma semana. Había movilización general, decía la nota; era posible que tuviera que embarcarse; deseaba verla tan pronto como pudiera.
La guerra, pensó amargamente Caroline. Todo el mundo hablaba de la guerra. Solo hacía diez años desde que el mundo se había visto sacudido hasta sus cimientos, y ahora deseaban luchar sobre los restos. ¡Sobre un territorio salvaje!
El Times, un diario de seis páginas impreso sobre fibroso papel de pulpa de árbol mezquita, había dedicado la mayor parte de sus recientes editoriales a censurar a los norteamericanos por administrar el Continente como si fuera un protectorado norteamericano, por «imponer fronteras» en las Islas Británicas, por diversos pecados de arrogancia o complacencia.
El acento de Caroline provocaba alzamientos de cejas en las tiendas y puestos del mercado. Hoy Lily le había preguntado por qué era tan malo ser norteamericano.
—No lo es —le había respondido Caroline—. Es solo hablar por hablar. La gente está trastornada, pero se calmarán más pronto o más arde.
—Pronto subiremos a un barco —dijo Lily.
—Probablemente.
Había dejado de comer con Alice y Jered. Habría alquilado una habitación para ella y Lily en el Empire si el estipendio que le llegaba de casa hubiera sido más generoso. Pero incluso las comidas en el pub eran una prueba ahora, con todo aquel hablar de guerra. Su tía y su tío se mostraban rígidamente formales con Caroline cuando no podían evitarla, aunque seguían mimando a Lily. Caroline encontró todo aquello más fácil de soportar desde su charla con Colin. Casi sentía piedad por Alice, la pobre y rígidamente moralista Alice, atrapada en una red de culpabilidad tan densa como aquellos rizos que trenzaba en su canoso pelo.
—Duerme —le dijo Caroline a Lily aquella noche, metiéndola bajo sus sábanas de algodón, alisando la tela—. Duerme bien. Pronto viajaremos.
De una forma u otra.
Lily asintió solemnemente. Desde Navidad, la niña había dejado de preguntar por su padre. Las respuestas nunca eran satisfactorias.
—¿Lejos de aquí? —preguntó Lily.
—Lejos de aquí.
—¿A algún lugar donde estemos seguras?
—A algún lugar donde estemos seguras.
Una mañana soleada. Estaban pavimentando Fenchurch, y el olor del alquitrán flotaba sobre la ciudad, por todas partes se oía el clap-clap de los cascos de los caballos y el llano campanilleo de las colleras.
Vio a Colin aguardando en Thames Street cerca de los muelles, con el sol a su espalda, leyendo el periódico. Su excitación aumentó. No sabía qué le diría. No tenía ningún plan. Solo un conjunto de esperanzas y miedos.
Apenas había dado unos cuantos pasos hacia él cuando las sirenas se pusieron a aullar en el centro de la ciudad.
El sonido la paralizó, puso carne de gallina en toda su piel.
La gente en los muelles pareció paralizada también. Colin alzó la vista de su periódico, consternado. Caroline alzó un brazo; él corrió hacia ella. Las sirenas seguían aullando.
Ella cayó entre sus brazos.
— ¿Qué ocurre?
—No lo sé.
—Quiero a mi hija. —Algo malo estaba ocurriendo. Lily estaría asustada.
—Vamos entonces. —Colin tomó su mano y la apretó suavemente—. Encontraremos a Lily. Pero tenemos que apresurarnos.
El viento venía del este, un firme viento de primavera, humoso y fragante. El río se mostraba plácido y blanco con las muchas velas. Al sur, a lo largo de la cenagosa orilla del Támesis, las chimeneas de las cañoneras recién empezaban a vislumbrarse.
Es simple, le había dicho Crane. Formamos parte de algo que se va haciendo cada vez más fuerte. Y ellos forman parte de algo que se va haciendo cada vez más débil.
Quizá pareciera así desde el punto de vista de Crane. Crane se había introducido entre los rangos de la élite de Washington —bueno, de la semiélite, la subélite— como un supositorio dorado. Solo llevaba unos meses en la ciudad, y ahora estaba trabajando para el senador Klassen en alguna oscura capacidad; últimamente había tomado su propio apartamento (por cuya pequeña alegría daba gracias a los dioses); era un fijo en el salón de Sanders-Moss, y se había ganado el derecho a mostrarse condescendiente con Elias Vale en lugares públicos.
Mientras que las invitaciones a Vale habían descendido en número y frecuencia, sus clientes eran menos y no tan acomodados, e incluso Eugene Randall lo veía más parcamente.
Randall, por supuesto, había sido citado por un comité del Congreso que investigaba la pérdida de la expedición Finch. Quizá incluso una esposa fallecida ocupa un segundo lugar ante tan altas obligaciones. Los muertos, en cualquier caso, son notoriamente pacientes.
De todos modos, Vale había empezado a preguntarse si los dioses tenían también sus favoritos.
Buscó distracción allá donde pudo encontrarla. Fue uno de sus últimos clientes, un viejo abortista de Maryland, quien le dio a Vale el frasco ambarino de morfina y una jeringa hipodérmica repujada en plata. Le había enseñado cómo hallar una vena y ponerla de relieve y ensartarla con la aguja hueca, un proceso que le había hecho pensar de forma abstracta en abejas y veneno. Oh picadura del olvido. No tardó en sumirse en el hábito.
El estuche —una hermosa cajita de plata del tamaño de una pitillera— estaba en el bolsillo de su chaqueta cuando llegó a la finca Sanders-Moss. No tenía planeado utilizarlo. Pero la tarde fue mal. El clima era demasiado húmedo para el invierno, demasiado frío para la primavera. Eleanor le dio la bienvenida con una expresión incómoda —uno solo puede explotar hasta cierto punto un vestido de bautizar perdido, supuso Vale—, y después de la comida un joven congresista borracho empezó a hurgarle acerca de su trabajo.
—¿Un soplo sobre la bolsa, señor Vale? Usted habla a los muertos, ellos deben de hacerle algunas observaciones escogidas. Aunque supongo que los muertos no tienen muchas oportunidades de invertir, ¿verdad?
—En este distrito, mi querido congresista, ni siquiera votan.
—¿He tocado algún punto sensible, señor Vale?
—Es doctor Vale.
—¿Doctor en qué, exactamente?
Doctor en inmortalidad, pensó Vale. Al contrario que tú, podrido trozo de carne.
—¿Sabe, señor Vale?, resulta que he sondeado un poco en su pasado. Hice una pequeña investigación sobre usted, en especial cuando Eleanor me dijo lo mucho que le estaba pagando para que usted le leyera la mano.
—Yo no leo las manos.
—No, pero apuesto a que sí sabe cómo leer una hoja de balance.
—Esto es insultante.
El congresista sonrió alegremente.
—Oh, vamos, ¿quién le dijo eso, señor Vale? ¿John Wilkes Booth?
Incluso Eleanor se rió.
—¡Este no es el cuarto de baño de los invitados! —la doncella Olivia golpeó irritadamente la puerta—. ¡Este es el cuarto de baño del servicio!
Vale la ignoró. El estuche hipodérmico estaba abierto sobre las baldosas verdes del suelo. Se derrumbó sobre la taza del wáter. Había roto el cristal de la ventana para conseguir un poco de aire; entraba una fría lluvia. La cadena del wáter golpeaba incansablemente contra la mojada pared blanca.
Se había quitado la chaqueta, arremangado la camisa. Golpeó repetidamente el hueco de su brazo izquierdo hasta que una vena se puso en evidencia. Que los jodan a todos, pensó Vale escrupulosamente.
El primer chute fue relajante, una tranquila calma que lo cubrió como una manta infantil. El cuarto de baño pareció repentinamente vago, como envuelto en papel cristal.
Pero soy inmortal, pensó Vale.
Recordó a Crane atravesándose la mano con el cuchillo. Crane, averiguó más tarde, sentía una perversa inclinación hacia automutilarse. Le encantaba atravesarse con cuchillos, cortarse con navajas, clavarse profundamente agujas.
Bueno, yo tampoco soy extraño a las agujas. Vale prefería la morfina incluso al whisky de Kentucky. El olvido era más seguro, en cierto modo más amplio. Siempre quería más.
—¡Señor Vale! ¿Está usted ahí dentro?
—Váyase, Olivia, gracias.
Tomó de nuevo la jeringuilla. Después de todo, soy inmortal. No puedo morir. Las implicaciones de ese hecho se habían vuelto algo amilanantes.
Esta vez su piel se resistió a la aguja. Vale empujó más fuerte. Era como clavarla en queso cheddar. Creyó haber encontrado finalmente la vena, pero cuando empujó la aguja la piel de debajo empezó a decolorarse, un enorme y fluido hematoma.
—Mierda —dijo.
—¡Tiene que salir usted de aquí o se lo diré a la señora Sanders-Moss y ella hará que derriben de algún modo la puerta!
—Solo un poco más, Olivia querida. Sé buena y márchate.
—¡Este no es el cuarto de baño de los invitados! ¡Ya lleva usted aquí una hora!
¿La llevaba? Si era así, era solo porque ella no le dejaba concentrarse en su tarea. Volvió a llenar la jeringuilla.
Pero ahora la aguja no consiguió ni siquiera atravesar su piel.
¿Había embotado la punta? Parecía tan letalmente afilada como siempre.
Empujó más fuerte.
Hizo una mueca. Hubo dolor, apreciable. La blanda piel se hundió y formó un cráter y enrojeció. Pero no se abrió.
Intentó en su muñeca. Fue lo mismo, como querer cortar cuero con una cuchara. Se bajó los pantalones hasta los tobillos y probó con la parte interna del muslo.
Nada.
Finalmente, en un acceso de furiosa desesperación, Vale clavó la rezumante aguja contra su garganta, allá donde imaginó que debía de haber una arteria.
La punta se rompió. La jeringuilla derramó su contenido por el abierto cuello de su camisa.
—¡Mierda! —exclamó Vale de nuevo, frustrado casi hasta las lágrimas.
La puerta se abrió de golpe. Allí estaba Olivia, mirándole con la boca abierta, y el joven congresista detrás de ella, y Eleanor con los ojos muy abiertos, e incluso Timothy Crane, frunciendo oficiosamente el ceño.
—¡Ajá! —dijo Olivia—. Bien, eso imaginaba.
—¿Un jeringazo de morfina en el cuarto de baño de los negros? Descortés, Elias, por decirlo de un modo suave.
—Cállese —dijo Vale cansadamente. El efecto inicial de la morfina, si había tenido alguno, se había disipado. Sentía su cuerpo tan seco como el polvo, su mente enloquecedoramente lúcida. Había dejado que Crane lo llevara hasta su coche, después de que Eleanor dejara muy claro que no sería bien recibido de nuevo en la finca y que llamaría a la policía si intentaba volver. Sus palabras exactas fueron menos diplomáticas.
—Son unos amos generosos —dijo Crane.
—¿Quiénes?
—Los dioses. No les importa lo que haga usted en su propio tiempo. Morfina, cocaína, mujeres, sodomía, asesinato, backgammon…, todo es lo mismo para ellos. Pero no puede usar estupefacientes cuando desean su atención, y ciertamente no puede inyectarse una dosis letal en su brazo, si es eso lo que estaba intentando hacer. Un intento estúpido, Elias, si me permite decirlo.
El coche giró una esquina. El deprimente día estaba dejando paso a un deprimente atardecer.
—Ahora se trata de negocios, Elias.
—¿Adónde vamos? —No era que le importara particularmente, aunque sentía la inquietante presencia del dios dentro de él, acelerando su pulso, enderezando su espina dorsal.
—A visitar a Eugene Randall.
—Nadie me dijo nada.
—Yo se lo estoy diciendo ahora.
Vale contempló casi sin ver el tapizado del flamante Ford nuevo de Crane.
—¿Qué hay en el maletín?
—Échele una mirada.
Era un maletín de médico de cuero, y contenía solo tres artículos: un cuchillo quirúrgico, una botella de alcohol metílico y una caja de fósforos de seguridad.
Alcohol y fósforos…, ¿para esterilizar el cuchillo? El cuchillo para…
—Oh, no —dijo Vale.
—No sea gazmoño, Elias.
—Randall no es tan importante como para… lo que sea que tiene usted pensado.
—No es lo que yo tenga pensado. Nosotros no tomamos esas decisiones. Usted lo sabe muy bien.
Vale contempló al despreocupado joven.
—¿A usted no le importa?
—No. En absoluto.
—Ha hecho esto antes, ¿verdad?
—Elias, eso es información privilegiada. Lo lamento si se siente impresionado. Pero en realidad, ¿para quién cree que estamos trabajando? No para algún dios de escuela dominical, no para el proverbial pastor amante de su rebaño. Más bien para el fiero leopardo.
—¿Pretende matar a Eugene Randall?
—Evidentemente.
—Pero, ¿por qué?
—No soy yo quien debe decirlo, ¿no cree? Lo más probable es que el problema resida en el testimonio que piensa dar al Comité Chandler. Todo lo que necesita hacer, y sé que su querida difunta Louisa Ellen ya se lo dijo, es dejar que el comité siga con su trabajo. Hay cinco autoproclamados testigos que dirán que vieron a caballeros de habla inglesa disparar morteros y Lee-Enfields de reglamento contra el Weston. Randall se hubiera ahorrado a sí mismo y al Smithsoniano una gran cantidad de problemas si simplemente hubiera aceptado sonreír y asentir, pero si insiste en enlodar el tema…
—Él cree que la gente de Finch puede estar todavía con vida.
—Sí, ese es el problema.
—Aun así…, a largo plazo, ¿qué importa? Si lo que quieren los dioses es una guerra, el testimonio de Randall no es ningún problema serio. Lo más probable es que los periódicos ni siquiera lo citen.
—Pero sí citarán el asesinato de Randall. Y si lo hacemos bien, culparán de él a los agentes británicos.
Vale cerró los ojos. Ruedas girando dentro de ruedas, ad infinitum. Durante un agónico momento ansió la jeringuilla de morfina.
Luego, una hosca determinación brotó en él, no precisamente suya.
—¿Tomará mucho tiempo eso?
—No demasiado —le dijo Crane con tono tranquilizador.
Quizá fue el efecto residual de la morfina en su sangre, pero Vale sintió la presencia de su dios en su interior mientras recorría el vacío pasillo del museo hacia la oficina de Randall. Randall estaba solo, trabajando tarde, y probablemente los dioses habían dispuesto eso también.
Su dios era inusualmente tangible. Cuando miró hacia su izquierda pudo verlo, o imaginó que lo veía, caminando a su lado. Su cuerpo no era ni agradable ni etéreo. El dios era tan odiosamente físico como un novillo crecido, aunque mucho más grotesco.
El dios poseía demasiados brazos y piernas, y su boca era un horror, afilada como un pico por fuera, húmeda y carmesí por dentro. Una cresta de tumorosos bultos recorría desde su vientre hasta su cuello, una especie de espina. Le desagradó el color del dios, un muerto verde mineral. Crane, que caminaba a su derecha, no vio nada.
Tampoco olió nada. Pero el olor era tangible también, al menos para el olfato de Vale. Era un olor astringente, químico…, el olor de una tenería, o de una botella rota en la consulta de un médico.
Sorprendieron a Eugene Randall en su oficina. (¡Pero cuánto más se hubiera sorprendido Randall si hubiera podido ver al horrible dios! Evidentemente no podía). Randall alzó cansadamente la vista. Había ocupado el puesto de director desde que Walcott abandonara la Institución, y el trabajo lo había consumido. Sin mencionar la citación del Congreso y el persistente pesar postmortem de su esposa.
—¡Elias! —dijo—. Y usted es Timothy Crane, ¿no? Nos conocimos en uno de los salones de Eleanor.
No habría ninguna conversación. El tiempo para eso ya había pasado. Crane se dirigió a la ventana detrás de Randall y abrió su maletín médico. Extrajo el cuchillo. El cuchillo brilló a la acuosa luz. La atención de Randall siguió fija en Vale.
—Elias, ¿qué ocurre? Sinceramente, no tengo tiempo para…
¿Para qué?, se preguntó Vale mientras Crane avanzaba rápidamente y pasaba el cuchillo de lado a lado por la garganta de Randall. Randall gorgoteó y empezó a debatirse, pero su boca estaba demasiado llena de sangre para que pudiera emitir ningún sonido.
Crane volvió a depositar el ensangrentado instrumento en el maletín y extrajo la botella amarronada de alcohol metílico.
—Pensé que era para esterilizar el cuchillo —dijo Vale. Una idea idiota.
—No sea estúpido, Elias.
Crane vació la botella sobre la cabeza y hombros de Randall y esparció las últimas gotas sobre su escritorio. Randall cayó de su silla y empezó a arrastrarse por el suelo. Una de sus manos aferraba su garganta, pero la herida pulsaba chorros de sangre entre sus dedos.
A continuación, los fósforos.
La mano izquierda de Crane estaba en llamas cuando emergió de la incendiada oficina de Randall. El propio Crane estaba fascinado, y hacía girar su mano delante de sus ojos mientras las azuladas llamas se extinguían con un suspiro por falta de combustible. Tanto carne como puño de la camisa estaban intactos.
—Excitante —dijo.
Elias Vale, repentinamente enfermo, buscó a su dios acompañante. Pero el dios había desaparecido. No quedaba nada de él excepto el humo y la luz del fuego y el horrible hedor a carne quemada.
Guilford cabalgaba una serpiente de pelo, recuperando sus fuerzas mientras Tom Compton conducía los animales ladera arriba del valle. No era una ascensión fácil. La nieve helada mordía las gruesas patas de las serpientes; los animales se quejaban monótonamente pero no frenaban su marcha. Quizá comprendían lo que había detrás de ellas, pensó Guilford. Tal vez estaban ansiosas por alejarse de la ciudad en ruinas.
Tras oscurecer, en medio de la cellisca, el hombre de la frontera halló un claro dentro del bosque y encendió un pequeño fuego. Guilford recolectó ramas caídas de los árboles cercanos, mientras Preston Finch, bien embozado y hosco, alimentaba las llamas con ellas. Las serpientes de pelo se acurrucaban muy juntas, con sus pieles de invierno resplandecientes, el aliento formando nubecillas de vapor en sus chatos hocicos.
La cena fue un halcón polilla recién cazado, limpiado y asado, más tiras de tasajo de serpiente de la mochila de Tom Compton. El hombre de la frontera improvisó una especie de cobertizo con ramas de pino salvia y pieles. Había conseguido salvar un cierto número de pieles, una pistola, y los tres animales de carga del más reciente ataque. Era todo lo que quedaba de la Expedición Finch.
Guilford comió poco. Deseaba desesperadamente dormir…, dormir su malnutrición crónica, dormir los tres días de hipotermia en el pozo, el shock de la muerte de Sullivan, la congelación que había hecho que los dedos de sus pies y manos adoptaran un ominoso color blanco porcelana. Pero eso no iba a ocurrir. Y precisamente ahora necesitaba saber con exactitud lo mala que era la situación.
Preguntó al hombre de la frontera cómo habían muerto los demás.
—Ocurrió todo poco antes de que regresara —dijo Tom—. A juzgar por sus huellas, los atacantes venían del norte. Hombres armados, diez o quince, quizás alertados por el fuego de Diggs, quizá solo por puro azar. Debieron llegar disparando. Todo el mundo estaba muerto menos Finch, que se había ocultado en los establos. Los bandidos dejaron atrás nuestras serpientes…, tenían serpientes propias. Dejaron también a uno de sus hombres, le habían disparado en las piernas, no podía andar.
—¿Partisanos? —quiso saber Guilford.
El hombre de la frontera sacudió la cabeza.
—No el que dejaron atrás, al menos.
—¿Habló usted con él?
—Tuve unas palabras con él, sí. No iba a ir a ninguna parte. Tenía las dos piernas jodidas más allá de cualquier remedio; además, tuve que persuadirle un poco con mi cuchillo cuando se puso truculento.
—¡Jesús, Tom!
—Sí, bien, usted no vio lo que les hicieron a Diggs y a Farr y a Robertson y a Donner. Esa gente no son humanos.
Finch alzó bruscamente la cabeza, los ojos vacíos, sorprendido.
Guilford dijo:
—Adelante, siga.
—Por su acento resultaba obvio que aquel pedazo de mierda no era un partisano. Demonios, he bebido con partisanos. En su mayor parte son franceses o italianos repatriados a los que les gusta hacerse los duros y ondear su bandera y disparar unos cuantos tiros contra los colonos norteamericanos. Los buenos partisanos son piratas, comerciantes armados, que asaltan alguna vieja y crujiente fragata y roban su carga y lo llaman impuesto revolucionario y gastan el dinero en cualquier casa de putas tierra adentro. Si viajas Rin arriba, los únicos partisanos que encuentras son mineros ilegales con opiniones políticas. Este tipo era un norteamericano. Dijo que había sido reclutado en Jeffersonville y que su gente vino al interior en busca del botín de la expedición Finch. Dijo que les habían pagado buen dinero.
—¿Dijo quién se lo pagó?
—No antes de desvanecerse, no. Y no tuve una segunda oportunidad de preguntárselo. Tenía que ocuparme de Finch, y usted y Sullivan estaban ahí atrás en el pozo. Pensé en atar al hijo de puta a un trineo y arrastrarlo conmigo a la luz del día. —El hombre de la frontera hizo una pausa—. Pero escapó.
—¿Escapó?
—Lo dejé solo justo el tiempo de ponerles los arneses a las serpientes. Bueno, no solo precisamente…, Finch estaba con él, si eso significa alguna diferencia. Cuando regresé había desaparecido. Se había marchado corriendo.
—Dijo usted que se había desvanecido. Dijo que le habían disparado en las piernas.
—Se desvaneció, y sus piernas no eran más que una informe masa sanguinolenta de carne, con un par de huesos evidentemente rotos. No era el tipo de herida que uno pueda falsificar. Pero cuando volví se había ido. Había dejado huellas. Cuando digo que se marchó corriendo, quiero decir corriendo. Corriendo como una liebre, camino de las ruinas. Supongo que hubiera podido perseguirle, pero había muchas otras cosas que hacer.
—A primera vista —dijo Guilford cuidadosamente— eso es imposible.
—A primera vista suena imposible, pero todo lo que sé es lo que veo.
—¿Ha dicho que Finch estaba con él?
El ceño de Tom se hizo más profundo, un ángulo de descontento en la caverna orlada por la escarcha de su barba.
—Finch estaba con él, pero no tiene nada que decir sobre el tema.
Guilford se volvió hacia el geólogo. Cada indignidad que había sufrido la expedición desde la muerte de Gillvany estaba escrita en el rostro de Finch, más la humillación especial de un hombre que ha perdido el mando…, que ha perdido las vidas de las que era nominalmente responsable. Ya no había nada pomposo en Finch, ninguna dignidad en su mirada fija, solo derrota.
—¿Doctor Finch?
El geólogo miró brevemente a Guilford. Su atención oscilaba como la llama de una vela.
—Doctor Finch, ¿vio usted lo que ocurrió al hombre con el que habló Tom? ¿El hombre herido?
Finch volvió la cabeza hacia un lado.
—No se moleste —dijo Tom—. Está tan mudo como un palo.
—Doctor Finch, nos ayudaría mucho saber lo que ocurrió. Nos ayudaría a volver a casa sanos y salvos, quiero decir.
—Fue un milagro —dijo Preston Finch.
Su voz era tan rasposa como el papel de lija. El hombre de la frontera le lanzó una mirada llena de asombro.
Guilford insistió suavemente:
—¿Doctor Finch? ¿Qué es lo que vio exactamente?
—Sus heridas curaron. La carne volvió a unirse y dejó de sangrar. Los huesos se soldaron de nuevo. Se puso en pie. Me miró. Se echó a reír.
—¿Eso es todo?
—Eso es lo que vi.
—Es una gran ayuda —murmuró Tom Compton.
El hombre de la frontera montó guardia. Guilford se arrastró al cobertizo con Finch. El botánico olía a sudor rancio y a cuero de serpiente y a pura impotencia, pero Guilford no olía mucho mejor. Sus efluvios humanos llenaban el angosto espacio, y su aliento se condensaba en hielo en el frío aire.
Algo había agitado a Finch a un nuevo estado de alerta. Miró más allá de las capas de pieles, a la brutal noche.
—No es el milagro que yo deseaba —susurró—. ¿Entiende usted eso, señor Law?
Guilford sentía frío hasta la médula de los huesos. Le resultaba difícil concentrarse.
—Entiendo muy poco de esto, doctor Finch.
—¿No es eso lo que pensaban de mí, usted y Sullivan? ¿Preston Finch, el fanático, buscando evidencias de la intervención divina, como esa gente que afirma haber hallado fragmentos del Arca de la Alianza o de la Cruz?
Finch sonaba viejo como el viento nocturno.
—Lo lamento si recibió usted esa impresión.
—No me siento insultado. Quizá sea cierto. Llámelo presunción. El pecado del orgullo. No pensé a fondo las cosas. Si la naturaleza y lo divino ya no están separados, entonces tienen que existir también milagros oscuros. Esa horrible ciudad. El hombre cuyos huesos se soldaron de nuevo por sí mismos.
Y túneles en la tierra, y mi gemelo en un deshilachado uniforme del Ejército, y demonios intentando encarnarse. No: no eso. Digamos que todo es ilusión, pensó Guilford. Cansancio y malnutrición y frío y miedo.
Finch tosió en el hueco de su mano, un sonido desgarrado.
—Es un nuevo mundo —dijo.
No había forma de negarlo.
—Necesitamos dormir un poco, doctor Finch.
—Fuerzas oscuras y luz. Todas están sobre nuestros hombros. —Sacudió tristemente la cabeza—. Yo nunca deseé eso.
—Lo sé.
Una pausa.
—Lamento que perdiera usted sus fotografías, señor Law.
—Gracias por decirlo.
Cerró los ojos.
Viajaban una corta distancia cada día, no muy lejos.
Seguían los senderos abiertos por los animales, los lechos de los ríos, los trechos sin placas de nieve debajo de los árboles mezquita y los pinos salvia, lugares que no dejarían huellas evidentes. Periódicamente, el hombre de la frontera dejaba que Guilford supervisara a Finch mientras él iba de caza con su cuchillo Bowie. A menudo era carne de serpiente, y los asados de halcón polilla eran un recurso común. Pero durante muchos meses no hubo nada vegetal excepto unas pocas raíces difícilmente conseguidas o duras espinas verdes de árboles mezquita hervidas en agua. Los dientes de Guilford se habían aflojado de sus encías, y su visión no era tan aguda como antes. Finch, que había perdido sus gafas en el primer ataque, estaba casi ciego.
Pasaron los días. La primavera no estaba lejos según el calendario, pero los cielos seguían mostrándose oscuros, el viento frío y penetrante. Guilford fue acostumbrándose al dolor de sus articulaciones, al constante rechinar de cada bisagra de su cuerpo.
Se preguntó si el Bodensee estaría helado. Si llegarían a verlo de nuevo.
Guardaba su deteriorado diario dentro de sus pieles; nunca había abandonado su posesión. Las páginas en blanco que quedaban eran pocas, pero registraba en ella ocasionales y breves notas para Caroline.
Sabía que sus fuerzas estaban fallando. Su pierna mala había empezado a dolerle cada día, y en cuanto a Finch, parecía como algo extraído de un nido de insectos.
La temperatura ascendió durante tres días, seguida por una fría lluvia de primavera. La estación fue bien recibida, el lodo y el viento no. Incluso las serpientes de pelo se habían vuelto flacas y hurañas, forrajeando en el lodo en busca de la escasa hierba del año anterior. Uno de los animales se había quedado ciego de un ojo, una catarata que había convertido su pupila en algo velado y pálido.
Vinieron nuevas tormentas desde el oeste. Tom Compton divisó un antiguo desprendimiento de rocas que proporcionaba un cierto refugio natural, un amontonamiento de granito que formaba como una cueva, un espacio libre abierto por ambos lados. El suelo era arenoso, cubierto de excrementos animales. Guilford bloqueó ambas entradas con palos y pieles y ató las serpientes fuera para que actuaran como alarmas. Pero si la pequeña caverna había sido ocupada alguna vez, su inquilino no dio signos de regresar.
Un torrente de fría lluvia los mantuvo encerrados en aquel reducido espacio protegido. Tom excavó un pozo para el fuego bajo la chimenea natural formada por las piedras. Había tomado la costumbre de canturrear ridículas y sentimentales melodías de la vieja Década Malva: «Zapatillas doradas», «Salones jaspeados» y cosas así. Nada de letras, solo crudas melodías en voz de bajo. El efecto era menos de canción y más de canto aborigen, melancólico y extraño.
La tormenta de lluvia repiqueteaba a su alrededor, disminuyendo periódicamente pero nunca cesando. Riachuelos de agua se deslizaban por las piedras. Guilford raspó un pequeño canal para conducir el agua hacia la abertura inferior de la cueva. Empezaron a racionar la comida. Cada día que permanecemos aquí, pensó Guilford, nos debilitamos un poco más; cada día el Rin está más distante. Supuso que debía de haber alguna ecuación clara, alguna equivalencia de dolor y tiempo, que no trabajaba en su favor.
Cada vez soñaba menos en el piquete del Ejército, aunque todavía seguía siendo un elemento regular de sus noches, preocupado, implorando y no bienvenido. Soñaba con su padre, cuya obstinación y sentido del orden lo habían conducido a una temprana tumba.
No juzgo nada, pensó Guilford. ¿Qué impulsa a un hombre a este desolado rincón de la Tierra, sino una feroz obstinación?
Quizá la misma obstinación lo conduciría de vuelta a Caroline y Lily.
Usted no puede morir, había dicho Sullivan. Quizá no. Había tenido suerte. Pero evidentemente podía forzar su cuerpo hasta más allá de todos los límites tolerables.
Se volvió hacia Tom, que estaba sentado con la espalda apoyada contra la fría piedra, las rodillas recogidas. Su mano tanteaba periódicamente en busca de la pipa que había perdido hacía meses.
—En la ciudad —preguntó Guilford—, ¿soñó usted?
La respuesta del hombre de la frontera fue glacial.
—Usted no quiere saberlo.
—Quizá sí.
—Los sueños no son nada. Los sueños son pura mierda.
—Aun así.
—Tuve un sueño —dijo Tom—. Soñé que moría en algún campo de lodo. Soñé que era un soldado. —Dudó—. Soñé que era mi propio fantasma, si eso tiene algún sentido.
Demasiado sentido, pensó Guilford.
Bueno, no sentido exactamente, pero implicaba…, Dios santo, ¿qué?
Se estremeció y desvió la mirada.
—Necesitamos comida —dijo Tom—. Mañana cazaré, si el tiempo lo permite. —Miró a Preston Finch, dormido como un cadáver, la piel de su rostro tatuada contra su cráneo—. Si no puedo cazar, tendremos que sacrificar una de las serpientes.
—Será como degollarnos nosotros mismos.
—Podemos alcanzar el Rin con dos serpientes.
Por una vez, no sonó confiado.
La mañana fue despejada pero muy fría.
—Avive el fuego —le dijo el hombre de la frontera a Guilford—. No deje que se apague. Si no estoy de vuelta en tres días, encamínese al norte sin mí. Haga lo que pueda por Finch.
Guilford lo contempló alejarse a la cruda luz azul del día, con el rifle colgado del hombro, con movimientos cadenciosos, reservando sus energías. Las serpientes de pelo volvieron sus grandes ojos negros hacia él y maullaron.
—Nunca deseé esto —dijo Finch.
El fuego había disminuido. Guilford se acuclilló junto a él, le añadió mojadas ramillas a la perezosa llama. Ardieron rápidamente, más vapor que humo.
—¿No deseó qué, doctor Finch?
Finch se puso en pie, salió cautelosamente de la cueva a la helada luz del día, frágil como papel viejo. Guilford mantuvo un ojo atento sobre él. La noche pasada había estado desvariando en su sueño.
Pero Finch se limitó a permanecer de pie contra una roca, se bajó la cremallera y orinó largamente.
Cojeó de vuelta, aún hablando.
—Nunca deseé esto, señor Law. Deseé un mundo cuerdo, ¿entiende?
En general Finch era difícil de entender cuando hablaba. Dos de sus dientes delanteros se habían aflojado; siseaba como una marmita. Guilford asintió abstraído mientras alimentaba el fuego.
—No me trate como a un niño. Escuche. Tiene sentido, señor Law, la Conversión de Europa; tiene sentido en el contexto del Diluvio bíblico, de Babel, de la destrucción de Sodoma y Gomorra, y no fue el acto de un Dios celoso sino inteligible cuando solo hubiera podido haber caos, horror.
—Quizá solo parezca de este modo porque somos ignorantes —dijo Guilford—. Quizá somos como monos mirando un espejo. Hay un mono en el espejo, pero ningún mono detrás del espejo. ¿Hace eso un milagro, doctor Finch?
—No vio usted el cuerpo de ese hombre deshacerse de sus heridas.
—En una ocasión el doctor Sullivan dijo que «milagro» es uno de los nombres que damos a nuestra ignorancia.
—Solo uno de los nombres. Hay otros.
—¿Oh?
—Espíritus. Demonios.
—Superstición —dijo Guilford, aunque se le erizó el vello de la nuca.
—Superstición —dijo Finch átonamente— es como llamamos a los milagros que no aprobamos.
No me queda mucho papel. Seré breve. (Excepto para decir que te echo en falta, Caroline, y que no he perdido las esperanzas de verte de nuevo, de abrazarte.) Tom Compton lleva ausente ya cuatro días, uno más de su límite. Debería seguir, pero será difícil sin su ayuda. Todavía espero ver su hirsuta figura salir del bosque con ese paso peculiar suyo.
El doctor Finch está muerto, Caroline. Cuando desperté no estaba en el refugio. Salí a la fría mañana para descubrir que se había ahorcado con nuestra cuerda de la rama de un pino salvia.
La lluvia de la noche se había helado en él, Caroline, y su cuerpo resplandecía como un perverso adorno de Navidad a la luz del sol. Debo bajarlo cuando me sienta con más fuerzas; convertiré esta pequeña caverna de piedra en su monumento y su tumba.
Pobre doctor Finch. Estaba cansado, y enfermo, y sospecho que no deseaba seguir viviendo en lo que había llegado a creer que es un mundo frecuentado por demonios. Y quizá haya algo de sabiduría en eso.
Pero debo seguir adelante. Mi amor a ti y a Lily.
El confortable vestíbulo del hotel Empire estaba abandonado. Los residentes se habían reunido en la parte alta de la calle para observar el bombardeo. Caroline pasó junto a los muebles tapizados de terciopelo rojo y se apresuró escaleras arriba con Colin y Lily tras ella.
Colin abrió con la llave la puerta de su habitación. Al instante Lily estaba en la ventana, tendiendo el cuello para ver la batalla más allá de las paredes de un almacén. Lily se había alegrado de abandonar a la señora de Koenig: ella también deseaba ver lo que estaba ocurriendo.
—Fuegos artificiales —dijo solemnemente.
—En realidad no, querida. Esto es algo malo.
—Y ruidoso —informó Lily.
—Muy ruidoso. —¿Estamos seguros aquí?, se preguntó Caroline. ¿No había ningún otro lugar donde pudieran ir?
El fuego de artillería hacía retemblar las paredes. Artillería norteamericana, pensó Caroline. ¿Qué significaba eso? Significaba, supuso, que de pronto ella era un enemigo nacional en un país en guerra. Y puede que aquella fuera la menor de sus preocupaciones. Mientras retiraba a Lily de la ventana vio que los muelles ardían: y los astilleros, y la aduana, y probablemente el almacén de Jered lleno de municiones. El viento era suave pero persistente y soplaba del este, y algo ardía ya en el extremo más alejado de Candlewick Street.
El teniente carraspeó. Ella se volvió y lo descubrió de pie, inseguro, en el marco de la puerta abierta.
—Debería estar con mi regimiento —dijo Colin.
Ella no había anticipado aquello. La perspectiva la aterró.
—Colin, no…, no nos dejes solas aquí.
—El deber, Caroline…
—El deber puede irse al infierno. No permitiré que me abandonen de nuevo. No permitiré que abandonen a Lily, no ahora. Lily necesita a alguien de quien pueda depender.
Y yo también, pensó. Dios lo sabe perfectamente.
Colin parecía desvalido y desgraciado.
—¡Caroline, por el amor de Dios, estamos en guerra!
—¿Y qué vas a hacer? ¿Ganar la guerra tú solo?
—Soy un soldado —dijo débilmente.
—¿Durante cuánto tiempo…, diez años? ¿Más? Dios, ¿no habías terminado! ¿No mereces haber terminado?
Él no respondió. Caroline se volvió de espaldas a él. Se reunió con Lily en la ventana. El humo de los muelles oscurecía el río, pero podía ver las chimeneas de las cañoneras norteamericanas, río abajo, y los barcos ingleses que ya habían hundido, acorazados hechos pedazos escorados en el Támesis.
La artillería guardó silencio. Ahora podía oír voces que gritaban abajo en la calle. Un acre olor a humo y a combustible quemado flotaba en el aire.
El silencio fue largo. Finalmente Colin dijo:
—Puedo renunciar a mi grado. Bueno, no, no en tiempo de guerra. Pero, Dios bien lo sabe, he pensado en ello…
—No hace falta que te expliques —dijo Caroline secamente.
—No quiero hacer nada que te dañe. —Dudó—. Probablemente este no es el mejor momento para mencionarlo, pero ocurre que estoy enamorado de ti. Y quiero enormemente a Lily.
Caroline se envaró. No ahora, pensó. No a menos que lo digas en serio. No si es una excusa para que te deje.
—Intenta comprender —suplicó él.
—Yo comprendo. ¿Y tú?
Ninguna respuesta. Solo el sonido de la puerta cerrándose rápidamente. Bien, eso es todo, pensó Caroline. He visto por última vez al teniente Colin Watson, maldito seas. Ahora solo estamos nosotras dos, Lily, y no llores, no llores.
Pero cuando se dio la vuelta él estaba todavía en la habitación.
Los principales blancos del ataque eran el Arsenal y los varios buques británicos militares anclados en los muelles, todos ellos destruidos en la primera hora del bombardeo. El Arsenal y los almacenes portuarios ardieron toda la noche. Fueron hundidas siete cañoneras británicas, y sus cascos ardieron tétricamente durante mucho tiempo en el lento Támesis.
Los daños iniciales al Puerto de Londres fueron relativamente ligeros, e incluso los fuegos de los muelles hubieran podido ser controlados de no ser por las andanadas dispersas que se produjeron en el lado oriental de Candlewick.
La primera baja civil del ataque fue un panadero llamado Simon Emmanuel, llegado recientemente de Sydney. Su tienda se vació de clientes tan pronto como los buques norteamericanos llegaron río arriba. Estaba en el horno intentando salvar varias docenas de panecillos de pasas cuando un proyectil de artillería atravesó el techo y estalló a sus pies, matándolo al instante. El fuego resultante envolvió la tienda de Emmanuel y se extendió rápidamente al establo de la puerta de al lado y a la cervecería al otro lado de la calle.
Los ciudadanos del lugar que intentaron formar una brigada con cubos de agua fueron alejados por una explosión en una recientemente instalada conducción de gas. Dos empleados municipales y una mujer embarazada murieron en la detonación.
El viento del este se volvió intenso y polvoriento. Envolvió la ciudad en humo.
Caroline, Colin y Lily pasaron el día siguiente en la habitación del hotel, aunque sabían que iba a ser imposible permanecer mucho más tiempo. Colin salió a comprar comida. La mayoría de las tiendas y los puestos de Market Street habían cerrado, y algunos habían sido saqueados. Volvió con una hogaza de pan y una jarra de melaza. La cocina del Empire había sido una de las primeras bajas de la guerra, pero el hotel proporcionaba agua embotellada gratis en el comedor.
Caroline pasó la mañana contemplando arder la ciudad.
Los incendios de los muelles habían sido contenidos, pero el extremo este de Londres ardía libremente; no había nada que impidiera al fuego engullir toda la ciudad. El incendio era enorme ahora, avanzaba a su propio ritmo, lanzándose bruscamente hacia adelante o vacilando a impulsos del viento. El aire apestaba a ceniza y a cosas peores.
Colin extendió un pañuelo sobre una mesita auxiliar y puso una rodaja de pan untada con melaza delante de ella. Caroline dio un mordisco, luego dejó la rebanada a un lado.
—¿Adónde vamos a ir? —Tenían que ir a algún lado. Pronto.
—Al oeste de la ciudad —dijo Colin calmadamente—. Ya hay gente durmiendo entre los altos brezos. Hay tiendas. Llevaremos mantas.
—¿Y después de eso?
—Bueno, depende. En parte de la guerra, en parte de nosotros. Tendré que esconderme de la policía militar, ¿sabes?, al menos por un tiempo. Finalmente podremos comprar un pasaje.
—¿Un pasaje adónde?
—A cualquier parte, en realidad.
—¡No al Continente!
—Por supuesto que no…
—Y no a Norteamérica.
—¿No? Creí que querías volver a Boston.
Caroline pensó en presentarle a Colin a Liam Pierce. A Liam nunca le había importado demasiado Guilford, pero de todos modos habría preguntas, se suscitarían objeciones. En el mejor de los casos habría que reanudar la antigua vida, con todas sus cargas. No, no Boston.
—En ese caso —dijo Colin— había pensado en Australia. —Lo dijo con una estudiada modestia. Caroline sospechó que había pensado en aquello a menudo—. Tengo un primo en Perth. El nos acogerá hasta que nos hayamos asentado.
—Hay canguros en Australia —dijo Lily.
El teniente le guiñó un ojo.
—Montones de canguros, muchacha. Está llena de ellos.
Caroline se sintió hechizada por la idea, pero también intimidada. ¿Australia?
—¿Qué podemos hacer en Australia? —preguntó.
—Vivir —dijo Colin simplemente.
A la mañana siguiente un portero llamó a su puerta y les dijo que debían marcharse de inmediato o el hotel no podía garantizar su seguridad.
—Oh, seguro que no tan pronto —dijo Caroline. Colin y el portero la ignoraron. Probablemente era cierto, tenían que irse. El aire se había vuelto insoportablemente pesado durante la noche. Le ardían los pulmones, y Lily había empezado a toser.
—Todo el mundo al este de Thames Street se ha ido —insistió el portero—. Eso es lo que dice la oficina del alcalde.
Era extraño el tiempo que necesitaba una ciudad para arder, incluso una ciudad tan pequeña y primitiva como Londres.
Reunió sus cosas en un par de maletas y ayudó a Lily a guardar las suyas. Colin no tenía equipaje —ninguna posesión que pareciera importarle—, pero dobló las sábanas y las mantas del hotel e hizo un fardo con ellas.
—Al hotel no le importará —dijo—. No bajo estas circunstancias.
Lo cual significaba, pensó Caroline, que el hotel no sería más que cenizas por la mañana.
Se ajustó el pelo en el espejo del tocador. No podía ver bien. La atmósfera en el exterior era un perpetuo ocaso, y el gas había sido cortado desde el ataque. Se peinó un pelo espectral, luego tomó la mano de su hija.
—De acuerdo —dijo—. Vamos.
Colin se disfrazó durante el trayecto hasta la enorme ciudad de tiendas que se había levantado al oeste de la ciudad. Llevaba un impermeable demasiado grande y un sombrero de ala flexible, ambos comprados a precios exorbitantes a un vendedor callejero que merodeaba por entre la multitud de refugiados. Se había destacado personal del Ejército y de la Marina como ayuda ante la emergencia. Circulaban por entre los refugios provisionales distribuyendo alimentos y medicinas. Colin no quería ser reconocido.
Caroline sabía que tenía miedo de ser capturado como desertor. En sentido literal, por supuesto, era un desertor, y eso debía de hacer las cosas difíciles para él, aunque se negaba a hablar de ello.
—Apenas era algo más que un contable —dijo—. No me echarán en falta.
Al tercer día de su estancia en la ciudad de tiendas, la comida había empezado a escasear pero los rumores optimistas se propagaban locamente: un vapor de la Cruz Roja subía el Támesis; los norteamericanos habían sido derrotados en el mar. Caroline escuchó los rumores con indiferencia. Había oído rumores antes. Ya era suficiente que el fuego pareciera estar finalmente agotándose por sí mismo, con la ayuda de una fría lluvia de primavera. La gente hablaba de reconstrucción, aunque privadamente Caroline consideraba ridícula aquella palabra: reconstruir la reconstrucción de un mundo desaparecido, qué locura.
Pasó una tarde vagando por entre las semiapagadas fogatas y las fétidas trincheras de las letrinas, buscando a su tía y a su tío. Lamentó haber hecho tan pocos amigos en Londres, haber vivido una existencia tan insular. Le hubiera gustado ver un rostro familiar, pero no había rostros familiares, no hasta que se cruzó con la señora de Koenig, la mujer que había cuidado de Lily tan a menudo. La señora de Koenig era una mujer hosca y solitaria, envuelta en un chorreante impermeable, el pelo revuelto y húmedo; al principio no reconoció a Caroline.
Pero cuando Caroline le preguntó acerca de Alice y Jered, la vieja agitó desconsoladamente la cabeza.
—Esperaron demasiado. El fuego bajó por Market Street como algo vivo.
Caroline jadeó.
—¿Murieron?
—Lo siento.
—¿Está usted segura?
—Tan segura como que está lloviendo. —Sus ojos orlados de rojo estaban tristes—. Lo siento, señorita.
Siempre se nos roba algo, pensó Caroline mientras regresaba con paso lento por entre el barro y las plantas en putrefacción. Siempre nos quitan algo. En la lluvia era posible llorar, y lloró libremente. Deseaba poder dejar de llorar antes de tener que enfrentarse a Lily de nuevo.
Los fuegos artificiales florecieron encima del monumento a Washington, celebrando la victoria en el Atlántico. Luces repentinas colorearon el Estanque Reflexivo. El aire nocturno olía a pólvora; la multitud se mostraba salvajemente alegre.
—Tendrá que abandonar usted la ciudad —dijo Crane con una vaga sonrisa, las manos en los bolsillos. Caminaba con el indolente paso de un brahmán, a la vez imperial y autoparódico—. Supongo que ya lo sabe.
¿Cuándo había visto Vale por última vez una celebración pública? Unas pocas y frías fiestas del Cuatro de Julio desde aquel extraño verano de 1912. Pero la victoria en el Atlántico había resonado por todo el país como un repique de campanas. En medio de esta multitud, por la noche, no serían reconocidos. Era posible hablar.
—Me hubiera gustado tener tiempo de hacer el equipaje —dijo.
Crane, al contrario que los dioses, toleraba una queja.
—No hay tiempo, Elias. En cualquier caso, la gente como nosotros no necesita posesiones mundanas. Somos más bien como, esto, monjes.
La celebración se prolongaría hasta por la mañana. Una pequeña guerra gloriosa: Teddy Roosevelt la hubiera aprobado. Los británicos se habían rendido tras las devastadoras pérdidas sufridas por su flota del Atlántico y sus colonias darwinianas, temerosos de un ataque contra los restos del gobierno de Kitchener en Canadá. Las condiciones de la victoria no eran duras: un embargo de armas, el apoyo oficial a la Doctrina Wilson. El conflicto había durado toda una semana. Había sido más bien un buen uso de la diplomacia que de la guerra, pensó Vale, al tiempo que una advertencia a los japoneses en caso de que pensaran en dirigir su atención marcial hacia el oeste.
Por supuesto, la guerra había servido a otra finalidad, la finalidad de los dioses. Vale suponía que jamás llegaría a saber la suma de esa finalidad. Puede que no fuera más que el incremento de la enemistad, la violencia, la confusión. Pero en general los dioses eran más incisivos que eso.
Había habido una nota en el Post: los británicos y simpatizantes en el país estaban siendo interrogados en relación con el asesinato del director del Smithsoniano, Eugene Randall. El nombre de Vale no había sido mencionado, aunque lo sería probablemente en la edición de la mañana.
—Debería darme las gracias —le dijo a Crane— por desaparecer de en medio.
—Curiosa expresión. No está desapareciendo, por supuesto. Es usted demasiado útil. Piense en ello de esta forma: está usted desechando una personalidad. La policía lo encontrará muerto en las cenizas de su propia casa, o al menos encontrará algunos sugestivos huesos y dientes. Caso cerrado.
—¿De quién serán esos huesos?
—¿Importa?
Suponía que no. Alguna otra víctima. Algún impedimento a la adecuada evolución del cosmos.
—Tome esto —dijo Crane. Era un sobre que contenía un billete de ferrocarril y un fajo de billetes de cien dólares. El destino impreso en el billete de ferrocarril era Nueva Orleans. Vale nunca había estado en Nueva Orleans. Nueva Orleans podría haber sido muy bien Marte Este, en lo que a él se refería.
—Su tren sale a medianoche —dijo Crane.
—¿Y usted?
—Yo estoy protegido, Elias. —Sonrió—. No se preocupe por mí. Quizá nos encontremos de nuevo, dentro de una década, o dos, o tres.
Dios nos ayude.
—¿Se ha preguntado alguna vez…, si hay algún fin a esto?
—Oh, sí —dijo Crane—. Creo que veremos el fin de esto, Elias; ¿usted no?
Los fuegos artificiales alcanzaron un crescendo. Brotaron estrellas en medio de un rugir de cañonazos: azules, violetas, blancas. Un buen presagio para la nueva administración Harding. Crane florecería, pensó Vale, en el moderno Washington. Crane ascendería como un cohete.
Y yo me hundiré en la oscuridad, y quizá sea mejor así.
Nueva Orleans era cálida, casi bochornosa; la primavera se hizo tropical. Era una ciudad extraña, pensó Vale, apenas norteamericana. Parecía transportada de alguna colonia francesa caribeña, toda ella hierro forjado y trueno y blando patois.
Alquiló un apartamento bajo un nombre falso en una parte de la ciudad baja pero no degradada. Pagó el alquiler con una pequeña fracción del dinero de Crane y empezó a buscar una oficina en un primer piso donde pudiera instalar un pequeño negocio espiritista. Se sentía extrañamente libre, como si hubiera abandonado a su dios en la ciudad de Washington. No era cierto —lo sabía muy bien—, pero saboreó el pensamiento mientras duró.
Su necesidad de morfina no era física, y quizá eso formaba parte del paquete de la inmortalidad, pero recordaba con cariño su embriaguez y pasó unas cuantas noches recorriendo los bares de jazz en busca de una conexión. Volvía a casa una ventosa y estrellada noche cuando dos desconocidos saltaron sobre él. Los hombres eran musculosos, sus toscos rostros ocultos bajo gorros de marino. Lo arrastraron a un callejón detrás de una tienda de tatuajes.
Debían de haber sido enviados por el dios, decidió Vale más tarde. Ninguna otra cosa tenía sentido. Uno llevaba una botella, otro una barra de acero fileteado. No pidieron nada, no se llevaron nada. Se dedicaron a trabajarle estrictamente el rostro.
Su piel inmortal resultó cortada y rasgada, su cráneo inmortal fracturado en varios lugares. Se tragó varios de sus inmortales dientes.
Por supuesto, no murió.
Envuelto en vendajes, sedado, oyó a un médico discutir su caso con una enfermera en el lánguido y arrastrado acento de Luisiana. Es un milagro que haya sobrevivido. Nadie lo reconocerá después de esto, Dios lo sabe.
No un milagro, pensó Vale. Ni siquiera una coincidencia. Los dioses que habían cerrado su piel a la aguja de morfina en Washington podían con la misma facilidad haber parado aquellos golpes cortantes. Había sido atacado porque nunca se hubiera ofrecido voluntario.
Nadie lo reconocerá.
Curó rápidamente.
Una nueva ciudad, un nuevo nombre, un nuevo rostro. Aprendió a evitar los espejos. La fealdad física no era un impedimento significativo para su trabajo.
Guilford halló el Bodensee allá donde una corriente de agua glacial entraba en el lago, agua helada que se deslizaba sobre resbaladizos guijarros negros. Siguió lentamente, meticulosamente, la línea de la orilla, a lomos de la serpiente de pelo que había bautizado Evangeline. «Evangeline» por ninguna otra razón más que porque el nombre le atrajo; el sexo del animal era un misterio. Evangeline había demostrado ser más hábil en conseguir comida que Guilford durante la última semana, y sus seis cascos en cuña cubrían el terreno con más eficiencia que sus esqueléticas piernas.
Un suave sol bendijo el día. Guilford había improvisado un arnés de cuerda para mantenerse a horcajadas sobre el amplio lomo de Evangeline incluso cuando perdiera el conocimiento, y había veces en las que se había sumido en una cabeceante somnolencia, con el mentón clavado contra el pecho. Pero la luz del sol significaba que podía desprenderse de una capa de pieles, y eso era un alivio, sentir un aire que no era letalmente frío contra su piel.
Como las serpientes en general, Evangeline demostró ser inteligente. Evitaba los osarios de los insectos cuando la atención de Guilford se embotaba. Nunca se alejaba demasiado del agua. Y se mostraba respetuosa hacia Guilford, cosa quizá no demasiado sorprendente, puesto que él había matado y asado a una de sus compatriotas y dejado libres a las demás.
Guilford mantenía siempre un ojo atento al horizonte. Estaba más solo de lo que nunca lo había estado, aterradoramente solo, en un territorio sin fronteras de oscuros bosques y rocosas gargantas abismales. Pero no importaba. No le importaba demasiado estar solo. Era lo que ocurría cuando había gente alrededor lo que le preocupaba.
Concedió a Evangeline todo el crédito de descubrir el arco de piedra donde habían ocultado los botes de la expedición. Se había abierto camino pacientemente a lo largo de la guijarrosa orilla, hora tras hora, hasta que al fin se detuvo y gimió para llamar su atención.
Guilford reconoció las piedras, la línea de la orilla, los prados de las laderas que empezaban a mostrarse verdes.
Era el lugar correcto. Pero la lona que protegía los botes había desaparecido, y los botes también.
Desconcertado, Guilford se deslizó del lomo de la serpiente de pelo y escrutó la playa de busca de…, bueno, cualquier cosa: huellas, evidencias. Halló una plancha quemada, un clavo oxidado. Nada más.
La brisa hacía que las olas dieran pequeños lengüetazos contra la orilla.
El sol estaba bajo. Necesitaría madera para encender un fuego, si podía reunir las energías necesarias para prepararlo.
Suspiró.
—Fin del camino, Evangeline. Al menos por ahora.
—Lo será, si no se mete en el cuerpo una comida decente.
Se volvió.
Erasmus.
—Tom imaginó que aparecería usted aquí arriba —dijo el criador de serpientes.
Erasmus le proporcionó auténtica comida, le prestó un saco de dormir, y le prometió llevarlos a él y a Evangeline hasta su rancho más allá de la Rheinfelden, a unos pocos días de viaje por tierra; luego Guilford podría seguir río abajo cuando Erasmus llevara su ganado de invierno al mercado.
—¿Habló usted con Tom Compton? ¿Está vivo?
—Se detuvo en mis corrales camino de Jayville. Me dijo que le buscara y me ocupara de usted. Tropezó con bandidos después de dejarles a usted y a Finch. Demasiados para luchar. Así que fue hacia el norte y dejó falsos fuegos y los condujo a una caza fantasma todo el camino hasta el Bodensee. Le salvó la piel, señor Law, aunque supongo que no la de Preston Finch.
—No, no la de Finch —dijo Guilford.
Avanzaron paralelos a la garganta del Rin, siguiendo la ruta por tierra que Erasmus había establecido. El criador de serpientes hizo alto junto a una pequeña laguna alimentada por un tributario sin nombre, lento y poco profundo. La luz del sol había calentado el agua hasta una temperatura tolerable, aunque no era lo que Guilford llamaría cálida. De todos modos, pudo lavarse por primera vez en semanas. El agua hubiera podido ser lejía, por toda la piel y suciedad que se llevó consigo. Salió temblando, desnudo como una larva. Las primeras moscas toro de la estación golpearon contra su pecho y huyeron por encima del agua iluminada por el sol. El pelo le colgaba ante sus ojos, su barba envolvía su pecho como una empapada manta del Ejército.
Erasmus montó la tienda e hizo un pozo para el fuego mientras Guilford se secaba y se vestía.
Compartieron judías en lata, dulce de melaza y ahumados. El café era tan denso como jarabe, tan amargo como la arcilla.
El criador de serpientes tenía algo en la cabeza.
—Tom me habló de la ciudad —dijo Erasmus—, de lo que le pasó a usted allí.
—¿Tan bien le conoce usted?
—Nos conocemos el uno al otro, si quiere decirlo así. La conexión es que ambos hemos estado en el Otro Mundo.
Guilford le lanzó una mirada cautelosa. Erasmus le devolvió una expresión neutral.
—Demonios —exclamó el criador de serpientes—, le hubiera vendido a Tom esas veinte cabezas si me lo hubiera pedido. Sí, no hubiera habido ningún problema. Pero se presentó Finch, todo furia y trueno, me cabreó… No, no quiero hablar mal de los muertos.
Erasmus buscó una pipa en sus alforjas, la llenó, la atacó y la prendió con un fósforo de madera. Fumaba tabaco, no hierbas del río. El olor era exótico, lleno de recuerdos. Olía a libros encuadernados en cuero y a mullido tapizado de muebles. Olía a civilización.
—Los dos morimos en la Gran Guerra —dijo Erasmus—. En el Otro Mundo, quiero decir. Los dos hablamos de nuestros fantasmas.
Guilford se estremeció. No deseaba oír aquello. Cualquier cosa menos aquello: no más locura, no ahora.
—Básicamente —dijo Erasmus— solo soy un insignificante boche de tercera generación salido de Wisconsin. Mi padre trabajó en una compañía embotelladora la mayor parte de su vida, y yo hubiera hecho lo mismo si no hubiera salido huyendo a Jeffersonville. Pero está este Otro Mundo donde el Káiser se lió con los británicos y los franceses y los rusos. Muchos norteamericanos fueron reclutados y embarcados para ir a luchar, 1917, 1918, un montón de ellos murieron también. —Carraspeó y lanzó un escupitajo marrón al fuego—. En ese Otro Mundo soy un fantasma, y en este todavía soy de carne y hueso. ¿Me sigue hasta ahora?
Guilford guardó silencio.
—Pero los dos mundos ya no están estrictamente separados. De ahí vino la Conversión de Europa, sin mencionar la llamada ciudad donde pasó usted el invierno. Los dos mundos están enmarañados debido a que hay algo que quiere destruirlos a ambos. Quizá no destruirlos, sino más bien devorarlos…, bueno, es complicado. Algunos de nosotros morimos en el Otro Mundo y seguimos viviendo en este, y eso nos hace especiales. Tenemos un trabajo ante nosotros, Guilford Law, y no es un trabajo fácil. No quiero parecer como si supiera todos los detalles. No los sé. Pero es un trabajo duro y desagradable, y recae sobre nosotros.
Guilford no dijo nada, no pensó nada.
—Los dos mundos se van acercando poco a poco. Tom no sabía eso cuando entró en la ciudad, aunque puede que tuviera alguna sospecha, pero lo sabía seguro cuando salió de ella. Ahora lo sabe. Y creo que usted también.
—La gente cree en un montón de cosas —dijo Guilford.
—Y la gente se niega a creer en un montón de cosas.
—No sé lo que quiere decir.
—Creo que sí. Usted es uno de nosotros, Guilford Law. Aunque no quiere admitirlo. Tiene una esposa y una hija y no quiere ser reclutado para el Armagedón, y no puedo culparle por ello. Pero también es por su bien…, por el de sus hijos, por el de sus nietos.
—No creo en los fantasmas —consiguió decir Guilford.
—Es una lástima, porque los fantasmas sí creen en usted. Y a algunos de esos fantasmas les gustaría verle muerto. Fantasmas buenos y fantasmas malos, los hay de las dos clases.
No me dejaré llevar por esta fantasía, pensó Guilford. Quizás había visto algunas cosas en sus sueños. En el pozo en el centro de la ciudad en ruinas. Pero eso no probaba nada.
(¿Cómo podía Erasmus saber lo del piquete? Las últimas y crípticas palabras de Sullivan: Usted murió luchando contra los boches… No, dejemos eso a un lado; más tarde pensaremos en ello. No cedas. Vuelve con Caroline.)
—La ciudad —se oyó susurrar a sí mismo.
—La ciudad es una de las de ellos. No desean que sea hallada. Y se tomarán grandes trabajos para mantenerla oculta. Vuelva dentro de seis meses, un año, y no la encontrará. Están cosiendo ese valle como un saco de harina. Pueden hacerlo. Retirar una pieza del mundo del conocimiento humano. O, quizás usted o yo podamos encontrarla, pero no un hombre ordinario.
—Yo soy un hombre ordinario, Erasmus.
—Desearlo no es lo mismo que serlo, solía decir mi madre. De todos modos —el criador de serpientes dejó escapar un gruñido y se puso en pie—, vamos a dormir un poco, Guilford Law. Todavía nos queda un buen trecho que recorrer.
Erasmus no volvió a plantear el tema, y Guilford se negó a tomarlo en consideración. Tenía otros problemas más apremiantes.
Su salud física mejoró en la granja de serpientes. Cuando llegaron los botes de Jeffersonville en busca de su cargamento de serpientes podía caminar una cierta distancia sin cojear. Dio las gracias a Erasmus por su ayuda y se ofreció a enviarle Argosy regularmente.
—Es una buena idea. Ese libro de Finch era difícil de leer. ¿Quizás también el National Geographic?
—Por supuesto.
—¿Science and Invention?
—Erasmus, salvó usted mi vida en el Bodensee. Cualquier cosa que quiera.
—Bueno…, no voy a ser codicioso. Y dudo de que salvara su vida. El que usted viva o muera no está en mis manos.
Erasmus había cargado sus serpientes en dos botes fluviales de fondo plano pilotados por un tratante de Jeffersonville. Con ellos regresaría Guilford a la costa. Le tendió la mano al criador de serpientes.
—Respecto a Evangeline… —dijo.
—No se preocupe por Evangeline. Podrá irse libre si lo desea. Una vez la gente bautiza a un animal, es demasiado tarde para que prevalezca el sentido común.
—Gracias.
—Nos veremos de nuevo —dijo Erasmus—. Piense en lo que le dije, Guilford.
—Lo haré.
Pero no ahora.
El capitán del bote fluvial le dijo que había habido problemas con Inglaterra. Una batalla en el mar, dijo, y noticias estrictamente limitadas en la telegrafía sin hilos, «aunque he oído que los estamos pisoteando».
Los botes llenos de serpientes hicieron una buena media cuando el Rin se ensanchó en las tierras bajas. Los días eran más cálidos ahora, las marismas tenían un color verde esmeralda bajo un brillante cielo de primavera.
Hizo caso del consejo de Erasmus y llegó a Jeffersonville anónimamente. La ciudad había crecido desde que Guilford la viera por última vez, más cabañas de pescadores y tres nuevas estructuras permanentes en tierra firme junto a los muelles. Había más botes anclados en la bahía, pero ninguna embarcación militar; la Marina tenía una base a ochenta kilómetros al sur. Nada comercial partía hacia Londres…, nada legal, al menos.
Buscó a Tom Compton, pero la cabaña del hombre de la frontera estaba vacía.
En la oficina de la Western Union de Jeffersonville dispuso una transferencia bancaria de su cuenta personal en Boston, con la esperanza de que Caroline no la hubiera cancelado pensando que había muerto. El dinero llegó sin ningún problema, pero no pudo enviar ningún mensaje a Londres.
—Por lo que he oído —le dijo el operador del telégrafo—, no hay nadie allí para recibirlo.
Supo del bombardeo por un marinero norteamericano borracho en el embarcadero donde se suponía que debía encontrarse con el hombre que le haría cruzar el Canal.
Guilford llevaba un chaquetón de marinero azul y un gorro de lana encajado bajo sobre su frente. La taberna estaba atestada y olía intensamente a humo de pipa. Ocupó un taburete al extremo de la barra, pero no podía dejar de oír las charlas que se producían a su alrededor. No prestó una atención particular a ninguna de ellas hasta que un gordo marinero en la mesa de al lado dijo algo sobre Londres. Oyó «fuego» y luego «jodidamente arrasada».
Se dirigió a la mesa donde estaba sentado el marinero con otro hombre, un negro flaco.
—Disculpe —dijo Guilford—, no pretendía escuchar, pero, ¿ha mencionado usted Londres? Estoy ansioso por tener noticias…, mi esposa y mi hija están allí.
—Yo mismo dejé unos cuantos bastardos allí —dijo el marinero. Su sonrisa se desvaneció cuando vio la expresión de Guilford—. No pretendo ofender…, solo sé lo que oí.
—¿Estuvo usted allí?
—No cuando empezó el cañoneo. Me encontré con un fogonero que afirma que subió por el Támesis con una cañonera. Pero solo habla cuando bebe, y lo que dice no puede considerarse como una verdad cristiana.
—¿Está ese hombre en Jeffersonville?
—Se embarcó ayer.
—¿Qué le dijo de Londres?
—Que quedó totalmente arrasada. Que ardió hasta los cimientos. Pero hablar es muy fácil. Ya sabe usted cómo es la gente. Cristo, mírese usted mismo, temblando de esta manera. Tome una jodida copa conmigo.
—Gracias —dijo Guilford—. No tengo sed.
Contrató los servicios de un piloto del canal llamado Hans Kohn, que operaba un roñoso pero recio barco jabeguero y estaba dispuesto a llevar a Guilford hasta tan lejos como Dover, a cambio de una suculenta cantidad.
La embarcación abandonó Jeffersonville al oscurecer, en un mar ligeramente rizado bajo un cielo sin luna. Dos veces cambió Kohn de rumbo para eludir las patrullas de la Marina, débiles siluetas en el horizonte violeta. Ni hablar de subir por el Támesis, le dijo Kohn:
—El paso está completamente cerrado. Hay una ruta por tierra desde Dover, un camino de tierra. Es lo mejor que puedo hacer.
Guilford desembarcó en un tosco embarcadero de madera en la costa de Kent. Kohn regresó al mar. Guilford se sentó en el crujiente muelle durante un tiempo, escuchando los gritos de las aves marinas mientras el cielo oriental adquiría un tono bermellón lechoso. El aire olía a sal y a descomposición.
Suelo inglés al fin. El final de un viaje, o al menos el principio del fin. Sintió el peso de los kilómetros a sus espaldas, tan profundo como el océano que acababa de cruzar. Pensó en su esposa y en su hija pequeña.
La ruta por tierra de Dover a Londres consistía en un sendero abierto en plena naturaleza, lodoso y en muchos lugares apenas lo bastante ancho como para acomodar a un solo caballo y su jinete.
Dover era una pequeña pero floreciente ciudad portuaria tallada en el gredoso suelo costero, rodeada de colinas barridas por el viento e interminables kilómetros verdeazulados de acedera estrellada y cañas coronadas de hojas que los del lugar llamaban anilla. La ciudad no se había visto muy afectada por la guerra; la comida todavía era relativamente abundante, y Guilford pudo comprar una yegua entrenada para la monta, no demasiado vieja, que podría llevarle hasta Londres. No era muy buen jinete, pero descubrió que el caballo era una montura inmensamente más confortable de lo que había sido Evangeline.
Durante un tiempo estuvo solo en la carretera a Londres, pero cuando cruzó los prados altos empezó a encontrar refugiados.
Al principio eran tan solo unos pocos viajeros harapientos, algunos montados, otros tirando de carretas encostradas de lodo y cargadas con mantas y vajillas y desgastados baúles de madera llenos con los tesoros familiares. Habló brevemente con ellos. Ninguno tenía noticias alentadoras, y la mayoría retrocedían ante el sonido de su acento. Poco después de anochecer tropezó con un grupo de cuarenta familias acampado en la falda de una colina, con sus fuegos ardiendo como las luces de una ciudad itinerante.
Su principal pensamiento estaba dirigido hacia Caroline y Lily. Preguntó educadamente a los refugiados, pero no pudo hallar a nadie que las conociera o las hubiera visto. Desalentado y solitario, Guilford condujo por las riendas a su caballo y aceptó una invitación a unirse a un círculo alrededor de una de las fogatas. Compartió libremente su comida, explicó su situación, y preguntó qué era exactamente lo que había ocurrido en Londres.
Las respuestas fueron cortas y brutales.
La ciudad había sido bombardeada. La ciudad había ardido.
¿Habían muerto muchos?
Muchos…, pero no había ninguna cuenta, nadie sabía el número de muertos.
A medida que se acercaba a la ciudad, Guilford empezó a tener la inquietante sospecha de que le estaban siguiendo.
Era un rostro que había visto antes, un rostro familiar, y creyó verlo repetidamente entre el cada vez mayor número de refugiados o cruzándose con él en el camino forestal, o mirándole desde las frondas de los árboles mezquita y los helechos pagoda. Un rostro de hombre, joven pero inquieto. El hombre iba vestido de caqui, un raído uniforme sin insignias. Se parecía notablemente al piquete de los sueños de Guilford. Pero eso era imposible.
Guilford intentó acercarse a él. Dos veces, en un solitario tramo del camino en las profundidades del bosque al atardecer, le gritó al hombre desde su caballo. Pero nadie respondió, y Guilford se quedó con una sensación estúpida y asustada.
Probablemente no había nadie allí. Era un engaño de los cansados ojos, de la ansiosa mente.
Pero ahora cabalgó más cautelosamente.
Su primera visión de Londres fue la ennegrecida pero intacta cúpula de la nueva San Pablo, erguida sobre un campo de bruma y escombros.
Un ferry provisional manejado tirando de una cuerda lo condujo a la orilla norte del Támesis. Una firme llovizna parecía querer agujerear sin conseguirlo la superficie del agua del turbulento río.
Halló un campamento de refugiados en los campos sin árboles al oeste de la ciudad, un enorme y hediondo amasijo de tiendas y zanjas de letrinas en medio de todo lo cual colgaban fláccidas bajo la lluvia unas pocas banderas de la Cruz Roja.
Guilford se acercó a una de las tiendas médicas donde una enfermera con una redecilla en el pelo estaba repartiendo mantas.
—Disculpe —dijo.
Varias cabezas se volvieron al sonido de su acento. La enfermera le miró e hizo una ligera inclinación con la cabeza.
—Estoy buscando a alguien —dijo Guilford—. ¿Hay alguna forma de encontrarlo, alguna especie de lista…?
Ella negó secamente con la cabeza.
—Lo siento. Lo intentamos, pero demasiada gente se marchó simplemente en todas direcciones después del fuego. ¿Viene usted de Nueva Dover?
—De aquel lado, sí.
—Entonces habrá visto el número de refugiados. De todos modos, puede preguntar en la tienda de comida. Todo el mundo acude a la tienda de comida. Está en el prado occidental. —Inclinó la cabeza—. Por aquel lado.
Guilford miró a través de varias amplias hectáreas de miseria humana; frunció el ceño.
La enfermera se envaró.
—Lo siento —dijo, y su voz se ablandó un poco—. No quiero parecer insensible. Pero es que hay… tantos.
Guilford se dirigía hacia la tienda de comida cuando vio de nuevo al fantasma, pasando como su propia sombra por entre el barro y las tiendas de lona y los humeantes fuegos.
—¿Señor Law? ¿Guilford Law?
Al principio pensó que el fantasma le había hablado. Pero se dio la vuelta y vio a una harapienta mujer que le hacía gestos. Necesitó unos momentos para reconocerla: la señora de Koenig, la viuda que había vivido en la puerta de al lado de Jered Pierce.
—Señor Law, ¿es usted realmente?
—Sí, señora de Koenig, soy yo.
—¡Dios mío, creí que había muerto! ¡Todos creímos que había muerto en el Continente!
—He venido en busca de Caroline y Lily.
—Oh —dijo la señora de Koenig—. Por supuesto. —Pero su sonrisa sin dientes se desvaneció—. Claro que sí. Sin duda. Vayamos a tomar algo, señor Law, usted y yo, y hablaremos acerca de eso.
Querida Caroline,
Probablemente nunca verás esta carta. La escribo con esta expectativa, y solo con una débil esperanza.
Evidentemente, sobreviví al invierno en Darwinia. (De la expedición Finch, los únicos supervivientes somos Tom Compton y yo…, si aún sigue con vida). Si la noticia te llega por primera vez espero que no te impresione demasiado. Sé que creías que había muerto en el Continente. Supongo que esa creencia explica tu conducta, buena parte de ella al menos, desde el otoño del 20.
Quizá pienses que te desprecio o que escribo para ventilar mi ira. Bueno, la ira es auténtica. Me habría gustado que hubieras esperado. Pero esta cuestión es debatible. No te culpo por ello. Yo estaba en un continente salvaje y vivo; tú estabas en Londres y pensabas que yo había muerto. Digamos simplemente que actuamos como correspondía.
Dudo en escribirte esto (y hay muy pocas esperanzas de que tú llegues a leerlo). Pero la costumbre de dirigirte mis pensamientos es difícil de romper. Y hay asuntos entre nosotros que necesitamos resolver.
Y deseo pedirte un favor.
Puesto que te adjunto mis notas y cartas que te escribí desde el Continente, déjame terminar la historia. Ha ocurrido algo extraordinario, Caroline, y necesito ponerlo sobre el papel aunque nunca llegues a verlo. (Y quizá sea mejor para ti que no lo hagas).
Te busqué entre las ruinas de Londres. Poco después de llegar encontré a la señora de Koenig, nuestra vecina de Market Street, que me dijo que te habías marchado en un barco de refugiados con destino a Australia. Te fuiste, me dijo, con Lily y ese hombre (no diré «ese desertor», aunque por lo que entiendo eso es lo que es), ese Colin Watson.
No me detendré en mi reacción. Baste decir que los días que siguieron a esta revelación son un vago recuerdo en mi mente. Vendí mi caballo y gasté el dinero en parte de lo que se había conseguido salvar de las destilerías de High Street.
El olvido es caro de conseguir en Londres, Caroline. Aunque quizá sea siempre este el caso, en todas partes.
Tras largo tiempo desperté para descubrirme tirado entre unos brezales al aire libre en medio de la bruma, brutalmente sobrio y doloridamente helado. Mi manta estaba empapada, lo mismo que mis sucias ropas. Despuntaba el alba, el sol apenas iluminaba el cielo oriental. Me hallaba en el perímetro del campo de refugiados. Contemplé los pocos fuegos que se iban apagando a la gris luz sin ser atendidos. Cuando me noté un poco más seguro de mí mismo me puse en pie. Me sentía abandonado y solo…
Pero no lo estaba.
Me di la vuelta cuando oí un sonido y…
Me vi a mí mismo.
Sé lo extraño que suena esto. Y era extraño, extraño y desorientador. Nunca vemos nuestros propios rostros, Caroline, ni siquiera en los espejos. Creo que aprendemos a muy temprana edad a posar para los espejos, a mostrarnos a nosotros mismos nuestros mejores ángulos. Es una experiencia muy diferente hallar un rostro y un cuerpo ocupando el espacio de otra persona.
Durante un tiempo simplemente me lo quedé mirando. Comprendí sin preguntar que era el hombre que me había estado siguiendo todo el camino desde Nueva Dover.
Era evidente por qué no lo había reconocido antes. Era innegablemente yo mismo, pero no exactamente mi reflejo. Déjame describirte lo que vi: un hombre joven, alto, vestido con un desgastado uniforme militar. No llevaba gorra, y sus botas estaban enlodadas. Era más recio que yo, y caminaba sin cojear. Iba recién afeitado. Sus ojos eran brillantes y observadores. Sonreía, no amenazadoramente. No llevaba ningún arma.
Parecía inofensivo.
Pero no era humano.
Al menos no era un ser humano vivo. Por una parte, no estaba enteramente allí. Quiero decir, Caroline, que su imagen se desvanecía y se definía periódicamente, de la misma forma que parpadea una estrella en una noche ventosa.
—¿Quién eres? —susurré.
Su voz fue firme, no fantasmal. Dijo:
—Esta es una pregunta complicada. Pero creo que ya conoces parte de la respuesta.
La bruma se alzó del empapado suelo a nuestro alrededor. Permanecimos de pie uno frente al otro en la helada media luz como si un muro nos separara del resto del mundo.
—Te pareces a mí —dije lentamente—. O pareces un fantasma. No sé lo que eres.
—Demos un paseo juntos, Guilford —dijo él—. Pienso mejor cuando camino.
Así que echamos a andar por entre los brezos en aquella brumosa mañana. Supongo que hubiera debido sentirme aterrado. Lo estaba, a un cierto nivel. Pero su actitud era desarmante. La expresión en su rostro parecía decir: Qué absurdo, tener que encontrarnos de esta forma.
Como si un fantasma tuviera que disculparse por sus torpes señas de identidad: el sudario agitado por el viento, las cadenas.
Quizá todo eso suene como si hubiera aceptado tranquilamente aquella visita. Lo que en realidad sentía era algo más parecido a un asombro o a un trance. Creo que eligió para aparecer el momento en el que yo era lo suficientemente vulnerable —estaba lo suficientemente aturdido— como para oírle por encima del rugir de mis propios temores.
O quizá era una alucinación, provocada por el agotamiento y el licor y el pesar. Piensa lo que quieras, Caroline.
Caminamos a la débil luz de la mañana. Él parecía más feliz, o al menos más sólido, a la profunda sombra de los árboles mezquita que bordeaban el prado. Su voz era física, llena con el sonido humano de la respiración. Hablaba sin pretensiones, en un inglés coloquial que sonaba tan familiar como el retumbar de mis propios pensamientos. Pero nunca vacilaba ni le faltaba la palabra precisa.
Esto es lo que dijo.
Me dijo que se llamaba Guilford Law y que había nacido y se había criado en Boston.
Dijo que había vivido una vida nada excepcional hasta los diecinueve años, cuando fue reclutado y enviado a ultramar para luchar en una guerra extranjera…, una guerra europea, una «Guerra Mundial».
Me pidió que imaginara una historia en la cual Europa nunca se convirtió, en la cual aquel guiso de reinados y despotismos siguió hirviendo lentamente hasta que estalló en un conflicto global.
Los detalles no son importantes. La esencia es que este Guilford Law fantasma terminó en Francia, enfrentado al ejército alemán en una serie de estáticas y sangrientas batallas de trincheras convertidas en algo aún más pesadillesco gracias a los gases venenosos y los ataques aéreos.
Este Guilford Law —«el piquete», como no había dejado de pensar en él— resultó muerto en esa guerra.
Lo que le sorprendió fue que, cuando cerró los ojos por última vez en la Tierra, no fue el final de toda vida o pensamiento.
Y aquí, Caroline, la historia se vuelve más peculiar aún, mucho más alocada.
Nos sentamos sobre un tronco caído en el frío de la mañana, y me sorprendió su tranquila presencia, su solidez, su peso. Su negro pelo se agitaba cuando soplaba el viento; respiraba como cualquier cosa viva; el tronco se movió bajo su peso cuando se giró para mirarme.
Si lo que me dijo el piquete es cierto, entonces Schiaparelli y los astrónomos como él tienen razón: existe vida entre las estrellas y los planetas, vida como nosotros y distinta de nosotros, en algunos casos extremadamente distinta.
El universo, dijo el piquete, es inmensamente antiguo. Lo bastante antiguo como para haber producido civilizaciones científicas mucho antes de que los seres humanos perfeccionaran el hacha de piedra. La raza humana nació en una galaxia saturada de sentiencia. Antes de que nuestro sol se coagulara a partir del polvo primordial, dijo el piquete, ya había maravillas en el universo tan grandes y sutiles que parecen más magia que ciencia; y mayores maravillas estaban por llegar, empresas cuya realización cubriría literalmente eones.
Describió la galaxia —nuestro pequeño conglomerado de unos cuantos millones de estrellas, en sí mismo solo uno de los varios miles de millones de conglomerados semejantes— como una especie de organismo vivo, «despertando a sí mismo». Líneas de comunicación conectan las estrellas: no comunicaciones por telégrafo o incluso por radio, sino algo que actúa sobre la esencia invisible (la «energía isotrópica», con la cual creo que quiere dar a entender el éter) del propio espacio; ¡y esas tupidas redes de comunicación se han vuelto tan intrincadas que poseen inteligencia propia! Literalmente, sugirió, las estrellas piensan entre ellas, y más que eso: recuerdan.
Preston Finch solía citar al obispo Berkeley diciendo que todos somos pensamientos en la mente de Dios. ¿Y si eso fuera literalmente cierto?
Este Guilford Law era un animal físico hasta el día que murió, en cuyo momento se convirtió en una especie de pensamiento…, una sentiencia-semilla, lo llamó, en la mente de este Dios local, este Yo galáctico en evolución.
No era, dijo, una existencia especialmente exaltada, al menos al principio. Una mente humana sigue siendo solo una mente humana incluso cuando es traducida a una Mente en General. Despertó a la otra vida con la idea de que se estaba recuperando de una herida de metralla en un hospital de campaña francés, y necesitó la aparición de unos cuantos de los muertos antes que él para convencerse de que realmente había muerto. Su cuerpo «virtual» (así lo llamó) se parecía tanto al suyo que parecía no haber ninguna diferencia, aunque eso podía cambiar, le dijeron. La esencia de la vida es el cambio, dijo, y la esencia de la vida eterna es el cambio eterno. Había mucho que aprender, mundos que explorar, nuevas formas de vida que conocer…, en las que convertirse, si el espíritu así lo deseaba. Su cuerpo orgánico se había visto limitado por sus necesidades físicas y por la habilidad del cerebro de capturar y retener recuerdos. Estos impedimentos habían desaparecido.
Cambiaría, inevitablemente, a medida que aprendiera a habitar la Mente que lo contenía, a sorber sus recuerdos y su sabiduría. No abandonar su naturaleza humana sino construir sobre ella, expandirla.
Y eso, en suma, es lo que hizo, durante literalmente millones de siglos, hasta que «Guilford Law», la autoproclamada sentiencia-semilla, se convirtió en una fracción de algo mucho más vasto y más complejo.
Con quien estaba hablando esta mañana era a la vez Guilford Law y ese ser mucho más grande, miles sobre miles de millones de seres, de hecho, unidos entre sí y sin embargo reteniendo cada uno su individualidad.
Puedes imaginar mi incredulidad. Pero bajo las circunstancias cualquier explicación hubiera parecido plausible.
¿Puedes leer esto como otra cosa más que como los delirios de un hombre que se ha vuelto loco a causa del aislamiento y el shock?
El shock es auténtico, Dios lo sabe. Lloro por lo que ambos hemos perdido.
Y no espero que me creas. Todo lo que pido es tu paciencia. Y tu buena voluntad, Caroline, si aún no la has agotado.
Le pregunté al piquete cómo podía haber ocurrido nada de aquello. Después de todo, yo era Guilford Law, y yo no había muerto en ninguna guerra alemana, y eso estaba tan claro como que el sol salía cada mañana.
—Es una larga historia —dijo.
Yo le respondí que no tenía que ir a ninguna parte.
La otra vida, explicó el piquete, no era lo que él había esperado. Más fundamentalmente, no era otra vida sobrenatural: era un paraíso hecho por el hombre (o al menos hecho por alguna criatura inteligente), tan artificial como el puente de Brooklyn y a su propia inmensa manera igual de finito. Las almas recuperadas de un millón de planetas eran unidas entre sí en estructuras físicas que él llamó «noosferas», máquinas del tamaño de planetas que viajaban por la galaxia en interminables viajes de exploración. Un paraíso, Caroline, pero no un cielo, y no sin sus problemas y enemigos.
Le pregunté qué enemigos podían tener esos dioses.
—Dos —dijo.
Uno era el Tiempo. La sentiencia había conquistado la mortalidad, al menos a escala galáctica. Desde antes del advenimiento de la humanidad, cualquier criatura calificada como sintiente que muriera dentro del reino efectivo de las noosferas era llevada al paraíso. (Incluidos todos los seres humanos desde el hombre de Neanderthal hasta el presidente Taft y más allá. Algunos, dio a entender, habían necesitado un cierto grado de «redespertar moral» antes de que pudieran ajustarse a la otra vida. Supongo que no somos la especie más miserable de la galaxia, pero tampoco somos con mucho la más angélica.) Pero la propia Sentiencia era mortal, como lo era la galaxia de la Vía Láctea, ¡y de hecho todo el universo en general! Pronunció algunas frases acerca de la «descomposición de las partículas» y la «muerte del calor», que solo seguí vagamente. La suma de todo aquello era que la materia en sí acabaría muriendo. Con toda la inteligencia a su disposición, las noosferas diseñaron una forma de prolongar su existencia más allá de ese punto. Y consiguieron construir un «Archivo», una suma de toda la historia sintiente, que podía ser consultado no solo por las propias noosferas sino por entidades similares fijadas en otras galaxias inconcebiblemente distantes.
Así que un enemigo era el Tiempo, y ese enemigo había sido, si no conquistado, sí al menos desprovisto de sus dientes.
Al otro lo llamó la psivida, de la letra griega psi, que significa «pseudo».
La psivida era el resultado definitivo de los intentos de imitar la evolución en las máquinas.
Las máquinas, dijo, podían alcanzar la consciencia, dentro de ciertos límites. (Creo que usó esas palabras —«consciencia» y «máquinas»— en un sentido técnico, pero no le presioné al respecto). La consciencia tanto orgánica como de las máquinas utilizaba algo que llamó «indeterminación cuántica», mientras que la psivida era una especie de matemáticas.
La psivida producía «sistemas parásitos» o lo que él llamó —hasta el punto que puedo repetirlo— «Algol Ritmos sin mente que hacen presa en la complejidad, habitan en ella y luego la devoran».
Estos Algol Ritmos no odian más a los seres sintientes que la avispa cazadora odia a la tarántula en la cual deposita sus huevos. La psivida habitaba los «sistemas» sintientes y devoraba la propia sentiencia. Utilizaba la comunicación y el pensamiento como un medio de fabricar copias de sí misma, que se copiarían a su vez, y así ad infinitum.
La psivida, aunque no convencionalmente simiente y sin individualidad, podía emular esas cualidades, podía actuar con una especie de inteligencia concentrada aunque parecida a la de las hormigas, una ciega astucia. Imagina si puedes una enorme inteligencia totalmente desprovista de comprensión.
La psivida había surgido en varias épocas y lugares por todo el universo. Había amenazado la Sentiencia y había sido derrotada, aunque no hasta la extinción. Se creía que el Archivo era impermeable a la penetración por la psivida; la descomposición de la materia convencional significaría también el fin de esos virulentos Algol Ritmos.
Pero no fue ese el caso.
El Archivo fue corrompido por la psivida.
El Archivo.
Caroline, ¿qué supones que puede constituir la historia definitiva, desde el punto de vista de un dios?
No la interpretación del pasado por parte de alguien, por ponderada y objetiva que sea. Como tampoco el propio pasado, que es difícil de consultar de una forma directa y sencilla.
No, el libro de historia práctica definitivo será la historia en un espejo, el pasado recreado fielmente de alguna forma accesible, para ser abierto como un libro en todas sus lenguas y dialectos originales; un fiel modelo de trabajo, pero con todos los espacios vacíos retirados para una mayor simplificación, y accesible a la Mente en General de una forma que no pueda alterar o disturbar al libro en sí.
El Archivo era estático, porque la historia no cambia, pero era barrido a largos intervalos por lo que el piquete llamó un «campo Higgs», que comparó a una aguja de fonógrafo siguiendo el surco de un disco. La grabación no cambia, pero un acontecimiento dinámico —la música— es extraído de un objeto fijo.
En un mundo cuerdo, por supuesto, la música es idéntica cada vez que se hace sonar el disco. ¿Pero qué ocurre si pones una sinfonía de Mozart en el fonógrafo y en su lugar escuchas Die Zauberflöte?
Pese a lo aturdido que estaba, podía ver adónde se encaminaba todo aquello.
La Guerra Mundial del piquete era la sinfonía de Mozart. La conversión de Europa era Die Zauberflöte.
—¿Me estás diciendo que estamos dentro de este Archivo?
Asintió calmadamente.
Me estremecí.
—¿Significa eso…, me estás diciendo que soy una especie de libro de historia…, o una página al menos, o un párrafo?
—Eso estaba previsto que fueras —dijo.
Todo aquello era difícil de absorber, por supuesto, incluso en un estado receptivo. Y, Caroline, cuando pienso en ti leyendo esto…, debes de estar segura de que me he vuelto loco.
Y quizá tengas razón. Yo mismo casi preferiría creerlo.
Pero me pregunto si esta carta va dirigida realmente a ti…, a ti, quiero decir, a Caroline en Australia…, o a esa otra Caroline, la Caroline cuya imagen llevé al Continente, la Caroline que sostuvo mis fuerzas allí.
Quizás esa Caroline todavía no se haya extinguido por completo. Quizás esté leyendo por encima de tu hombro.
¿Puedes captar la enormidad de lo que me dijo ese espectro?
Sugirió —a plena luz del día y en el más llano de los lenguajes— que el mundo a mi alrededor, el mundo que tú y yo habitamos, no es más que una ilusión mantenida dentro de una máquina en el fin del tiempo.
Eso iba mucho más allá de lo que podía aceptar, pese a toda mi experiencia con los señores Burroughs, Verne y Wells.
—No puedo plantearlo de una forma más sencilla —dijo—, o pedirte que hagas más que tomar en consideración la posibilidad.
Ahora la cosa es más complicada. Cuando éramos un «libro de historia», Caroline, cada acontecimiento, cada acción, estaban predeterminados, una simple repetición de lo que había ocurrido antes…, aunque por supuesto no había forma de que pudiéramos saberlo.
Pero la psivida ha inyectado el «caos» (esta palabra) en el sistema… ¡lo cual es el equivalente de lo que los teólogos llaman «libre albedrío»!
Lo cual significa, dijo el piquete, que tú y yo y todos los demás seres sintientes que han sido «modelados» en el Archivo se han convertido en entidades morales independientes, impredecibles…, auténticas vidas, es decir, nuevas vidas, ¡que la Sentiencia ha jurado proteger!
La invasión de la psivida, en otras palabras, nos ha liberado de una existencia mecánica…, aunque la psivida tenga intención de mantenernos como rehenes y finalmente exterminarnos a todos.
(Resulta tentador pensar en estas entidades de la psivida como los Ángeles Rebeldes. Nos proporcionaron status como criaturas morales trayendo el mal al mundo…, ¡y debemos luchar a muerte contra ellos aunque nos liberaran!) Hablamos más rato, mientras las últimas brumas matutinas se desvanecían y el día se hacía más brillante. El piquete se volvió más fantasmal a la luz del mediodía. Arrojaba una sombra, pero no era tan oscura como la mía.
Finalmente le formulé la pregunta más importante: ¿por qué había venido aquí, y qué era lo que deseaba de mí?
Su respuesta fue larga e inquietante.
Me pidió mi ayuda.
Se la negué.
El doctor Sullivan, cuando discutía con Preston Finch, le citaba a menudo a Berkeley. Las palabras acudieron a mi memoria: «Las cosas y las acciones son lo que son, y sus consecuencias serán lo que serán; ¿por qué entonces deberíamos desear ser engañados?»
Sin embargo, a veces lo hacemos, Caroline. A veces deseamos ser engañados.
Puede que te sorprenda saber que voy a regresar al Continente, probablemente a uno de los asentamientos mediterráneos: Fayetteville u Oro Delta. El clima es cálido allí. Las perspectivas son buenas.
Pero he mencionado que tengo que pedirte un favor.
Eres libre de seguir con tu vida en Australia, Caroline. Sé que cargas con un peso de infelicidad que yo nunca fui capaz de alzar de tus hombros. Quizás halles una forma de desprenderte de este peso. Lo espero fervientemente. No cuestionaré tu decisión y no acudiré a ver a Lily a menos que sea invitado a ello.
Pero te ruego —te suplico este favor—, te ruego que no dejes que Lily siga pensando que he muerto.
Voy a enviar esto con un tal señor Barnes, que se enroló en un transporte de refugiados de la Cruz Roja con destino a Sydney, para que lo haga llegar a cualquier familiar vivo del teniente Colin Watson. Le he dado instrucciones de que no haga nada que pueda comprometer la posición del teniente con respecto a los estamentos militares. El señor Barnes parece de confianza y discreto.
Incluyo también mis notas del invierno en el Continente. Pienso en ellas como en cartas que no pude enviar. Quizá cuando Lily sea mayor desee leerlas.
Sé que no soy el esposo que esperabas. Espero sinceramente que el tiempo y los recuerdos sean benévolos para ambos.
Dudo que volvamos a encontrarnos alguna vez.
Pero por favor recuérdame a Lily. Quizá todos no seamos más que fantasmas en una máquina. Es una explicación que puede que al doctor Sullivan le hubiera interesado oír. Pero, no importa lo que seamos, somos. Lily es mi hija. La quiero. Ese amor es real. Por favor, díselo. Dile que la quiero mucho, y que siempre la querré.
Siempre.
Siempre.