Esto ocurrió cerca del Fin del Tiempo, mientras la galaxia se colapsaba en su propia singularidad, un tiempo en que las estrellas eran pocas y desiertas, un tiempo en que las propias galaxias se habían alejado tanto las unas de las otras que ni siquiera las distorsiones del campo Higgs se propagaban al instante.
En otras partes del universo las voces de las noosferas galácticas crecían débilmente, a medida que se resignaban a la disolución o construían furiosamente vastos reductos epigalácticos, fortalezas que resistirían tanto el canto de sirena de los agujeros negros como el enfriamiento térmico del universo. A su debido tiempo, a medida que las enanas blancas e incluso las estrellas de neutrones se disipaban y morían, la única materia coherente restante serían esas fortalezas de sentiencia.
Había transcurrido un otoño de un billón de años. Las noosferas, enormes construcciones que albergaban los restos de las civilizaciones planetarias, habían derivado durante eones entre las estrellas fósiles de los brazos en espiral de la galaxia. Se habían recomplicado y segmentado, reuniéndose en ciclos de un millón de años para intercambiar conocimientos y crear descendencia híbrida, metaculturas encajadas en noosferas infantiles densas como estrellas de neutrones. Creaban vectores a través del espacio a lo largo de las líneas de distorsión en el campo Higgs, llamando a través de sus propios horizontes de sucesos, cantando sus nombres. Se conocían íntimamente las unas a las otras. No había habido una guerra desde hacía incontables eras, no desde la autoinmolación del Imperio Violeta, la última de las Prefecturas Bióticas, hacía 109 años.
Pero el otoño estaba llegando a su final, y la dura realidad del invierno universal gravitaba al frente.
Era el tiempo de unirse. Era el tiempo de construir, de restaurar, de proteger y de recordar. Era el tiempo de recolectar la cosecha del verano; era el tiempo de conservar el calor.
Las noosferas de la galaxia compartían recuerdos que se remontaban a la Era Ecléctica, cuando fue abolida la muerte, mucho antes de que se formaran la Tierra o su estrella madre. Ahora era el tiempo de amalgamar esos recuerdos, de crear un Archivo físico que sobreviviera incluso a la pérdida de energía libre, un Archivo unido isostáticamente a otros Archivos en el universo, un Archivo que albergaría la sentiencia hasta mucho después de la Muerte del Calor y que incluso podría crear un contexto artificial en el cual llegaran a florecer finalmente nuevas sentiencias.
Con ese fin, las noosferas se reunieron por encima de la eclíptica de la muriente galaxia, con sus nuevos e inmensos esfuerzos alimentados por volutas de antimateria que brotaban del polo de la singularidad central. El Archivo, cuando estuviera terminado, contendría todo lo que había sido la galaxia desde la Era Ecléctica.
Año tras año el Archivo fue creciendo, un objeto físico tan amplio como una docena de sistemas estelares, anclado contra las mareas de su propia masa por distorsiones sistemáticas del espacio local. Era una máquina que operaba a temperaturas estelares, que irradiaba una bruñida luz ambarina en un vacío cada vez más iluminado… e incluso esa dispersa radiación era una ineficiencia residual que sería eliminada a lo largo de los siguientes varios millones de años.
El Archivo era un telescopio temporal, un registro, una memoria…, en esencia, un libro. Era el libro de historia definitivo, alimentado y renovado por discontinuidades temporales construidas en su matriz, un registro de todo acto sintiente y pensamiento conocidos desde el alba de la Era Ecléctica. Era inalterable pero infinitamente accesible, reservado y antientrópico.
Era el acto único de ingeniería más grande jamás intentado por la sentiencia galáctica. Presionaba a las noosferas hasta sus límites tecnológicos y a menudo, parecía, hasta más allá. Su construcción requería un trabajo incesante, por parte de las noosferas y sus nódulos sintientes, por parte de los constructores de Turing grandes y pequeños, por parte de las máquinas virtuales encajadas en las redes isostáticas de la propia realidad, un trabajo que permanecería durante más de diez millones de años.
Pero finalmente estaba terminado, una biblioteca holística de historia galáctica y una fortaleza contra la evaporación de la materia. Las noosferas anillaban el Archivo en una alegre danza orbital. Quizá, más allá de los aún inviolables límites de las singularidades, nacían nuevos universos de las cenizas de los antiguos. Esa posibilidad estaba siendo investigada; débiles señales destellaban entre este y otros Archivos, proposiciones de construcción universal que amedrentaban incluso a la propia Sentiencia. Quizá un día…
Pero eso era especulación. Por ahora, la sentiencia galáctica se recreaba en lo que había creado.
Monofilamentos de la distorsión de Higgs barrían el Archivo, devanando la historia en orden secuencial. Los nódulos y subnódulos sintientes se recreaban en explorar el pasado, una, dos, tres veces, mientras el Archivo era leído una y otra vez. El conocimiento se volvió involuto, se conoció a sí mismo; sofontes entre las noosferas debatieron la diferencia entre el Conocer y el Conocimiento.
La tragedia golpeó sin advertencia y sin explicación unos 103 años después de que la estructura estuviese terminada.
El Archivo, descubrieron las noosferas, se había visto poco a poco infiltrado y corrompido. Entidades semisintientes —códigos parásitos evolutivos autopropagables ocultos en la red de las señales de Higgs que se transmitían entre las galaxias— se habían apoderado del control de los protocolos estructurales del Archivo. Se estaba perdiendo información, irrecuperablemente, momento a momento.
Peor aún, la información estaba siendo cambiada.
El Archivo evolucionó a una forma nueva y distorsionada. Entidades virtuales subsintientes, reliquias de una guerra que había devastado una distante galaxia mucho antes del inicio de la Era Ecléctica de esta galaxia, estaban usando el Archivo como una plataforma para conservar sus algoritmos contra la muerte térmica. Carecían de consideración mortal hacia cualquier entidad que no fueran ellos mismos, pero eran plenamente conscientes de la finalidad del Archivo y de sus diseñadores. No habían capturado simplemente la estructura, sino que la habían tomado como rehén.
Las memorias estáticas incluidas en el Archivo como registros se convirtieron, a todos los efectos, en nuevas sentiencias-semilla: nuevas vidas, atrapadas en una epiestructura que nunca podrían percibir y manipulada por entidades más allá de su concepción. Esas nuevas vidas, aunque productos de la corrupción del Archivo, no podían ser eliminadas o borradas. Eso mancharía la consciencia de la Sentiencia más allá de toda redención. En teoría, el Archivo podía ser vaciado, limpiado y reescrito…, pero eso sería el equivalente a un asesinato a escala colosal.
Más aún, esas vidas debían ser salvadas, debían ser recordadas. Era la meta que la Sentiencia había perseguido desde su concepción, redimirse a sí misma de la muerte. La nueva y extraña cuasihistoria que evolucionaba dentro del Archivo no podía ser simplemente abandonada.
Las noosferas se retiraron del Archivo, temerosas del contagio; la Sentiencia conferenció consigo misma, y transcurrieron un millar de años.
Se decidió que el Archivo tenía que ser reparado. Los invasores debían ser expulsados. Las nuevas sentencias-semilla se perderían finalmente, junto con el propio Archivo, si no se hacía nada. Los invasores víricos no se sentirían satisfechos hasta que en su progresivo enfriamiento el universo no contuviera nada más que sus propios implacables códigos. Era una tarea no menos difícil que construir el Archivo, y mucho más problemática…, porque la limpieza tendría que empezar dentro del propio Archivo. Los nódulos sintientes individuales, miles de millones, tendrían que entrar en el Archivo tanto física como virtualmente. Y se enfrentarían a una astuta oposición.
Los individuos —a todos los efectos, fantasmas— que desde hacía mucho tiempo habían fundido sus identidades en las noosferas fueron despojados de sus eones de argumentación, convertidos en casi mortales para su penetración al corrompido Archivo.
Uno de esos miles de millones fue un antiguo nódulo terrestre que en su tiempo se había llamado Guilford Law. Su consciencia-semilla, apenas lo bastante compleja para retener su propia antigua memoria, fue enviada con incontables otras a las profundidades fractales del Archivo.
La última guerra de la Historia había empezado.
Guilford Law recordaba la guerra. Después de todo, era la guerra lo que le había matado.