Guilford Law cumplió los catorce el día que cambió el mundo.
Fue la divisoria de aguas del tiempo histórico, la noche que separó todo lo que siguió de todo lo que había ocurrido antes, pero antes no había habido nada, solo su nacimiento. Fue un sábado de marzo, frío, bajo un cielo sin nubes tan profundo como un estanque en invierno. Pasó la tarde haciendo rodar los aros con su hermano mayor, exhalando jirones de vapor al frío aire.
Su madre sirvió cerdo y alubias para cenar, la comida preferida de Guilford. La cacerola había hervido lentamente durante todo el día en el fuego y había llenado la cocina con el dulce incienso del jengibre y las melazas. Había habido un regalo de cumpleaños: un libro encuadernado con las hojas en blanco donde poder dibujar. Y un suéter nuevo, azul marino, de adulto.
Guilford había nacido en 1898; casi con el siglo. Era el pequeño de tres hermanos. Más que su hermano, más que su hermana, Guilford pertenecía a lo que sus padres llamaban todavía «el nuevo siglo», pero no le resultaba nuevo. Había vivido en él casi toda su vida. Sabía cómo funcionaba la electricidad. Incluso comprendía la radio. Era una persona del siglo XX, desdeñosa en privado del polvoriento pasado, del pasado de la luz de gas y de las bolas de naftalina. En las raras ocasiones en que Guilford tenía dinero en el bolsillo compraba un ejemplar de Modern Electrics y lo leía hasta que las páginas se desprendían del lomo.
La familia vivía en una casa modesta en la ciudad de Boston. Su padre era tipógrafo. Su abuelo, que vivía en la habitación de arriba junto a la escalera del ático, había luchado en la Guerra Civil con el 13° de Massachusetts. La madre de Guilford cocinaba, limpiaba, llevaba el presupuesto de la casa y cultivaba tomates y judías en el pequeño huerto de la parte de atrás de la casa. Su hermano, decía todo el mundo, sería un día médico o abogado. Su hermana era delgada y tranquila y leía novelas de Robert Chambers, cosa que su padre desaprobaba.
Había pasado ya la hora de irse a dormir para Guilford cuando el cielo se puso muy brillante, pero le habían dejado estar levantado hasta más tarde como parte del talante general de indulgencia, o simplemente porque ahora ya era mayor. Guilford no comprendió lo que ocurría cuando su hermano llamó a todo el mundo a la ventana, y cuando todos salieron corriendo por la puerta de la cocina, incluido su abuelo, para quedarse mirando al cielo nocturno, creyó al principio que toda aquella excitación tenía algo que ver con su cumpleaños. Supo que la idea estaba equivocada, pero era tan concisa. Su cumpleaños. Las láminas de luz arco iris encima de su casa. Todo el cielo oriental iluminado. Quizás ardía algo, pensó. Algo muy lejos en el mar.
—Es como la aurora —dijo su madre, con voz ronca e incierta.
Era una aurora que rielaba como una cortina agitada por un ligero viento y arrojaba sutiles sombras sobre la encalada verja y el pardo huerto invernal. El gran muro de luz, ahora verde como una botella de vidrio, ahora azul como el mar vespertino, no emitía el menor sonido. Era tan silencioso como lo había sido el cometa Halley dos años antes.
Su madre debió de pensar también en el cometa, porque dijo lo mismo que había dicho entonces:
—Parece como el fin del mundo…
¿Por qué dijo eso? ¿Por qué se retorció las manos y escudó sus ojos? Guilford, secretamente encantado, no pensó que fuera el fin del mundo. Su corazón latía como un reloj, contando su tiempo secreto. Quizás fuera el principio de algo. No el final de un mundo sino el comienzo de un nuevo mundo. Como el cambio de siglo, pensó.
Guilford no temía lo que era nuevo. El cielo no le asustaba. Creía en la ciencia, que (según las revistas) estaba desvelando todos los misterios de la naturaleza, erosionando la antigua ignorancia de la humanidad con sus pacientes y persistentes preguntas. Guilford creía saber qué era la ciencia. No era más que curiosidad…, templada por la humildad, disciplinada por la paciencia.
La ciencia significaba mirar…, una forma especial de mirar. Mirar con una atención especial a las cosas que no comprendías. Mirar a las estrellas, digamos, y no tenerles miedo, no adorarlas, sino simplemente hacerte preguntas, descubrir la pregunta que abrirá la puerta a la siguiente pregunta y a la pregunta que hay detrás de esa.
Sin ningún miedo, Guilford se sentó en los desgastados escalones de la parte de atrás de la casa mientras los otros volvían dentro para apiñarse en el salón. Durante un momento se sintió feliz solo, caliente en su nuevo suéter, con el vapor de su aliento ascendiendo hacia la inmóvil radiación del cielo.
Más tarde —en los meses, los años, el siglo que siguió— se trazarían incontables analogías. El Diluvio, Armagedón, la extinción de los dinosaurios. Pero el acontecimiento en sí, su terrible conocimiento y la difusión de ese conocimiento a través de lo que quedaba de mundo humano, carecían de paralelo o de precedente.
En 1877 el astrónomo Giovanni Schiaparelli había cartografiado los canales de Marte. Durante las décadas siguientes sus mapas fueron duplicados y pulidos y aceptados como un hecho, hasta que mejores lentes demostraron que los canales eran una ilusión, a menos que el propio Marte hubiera cambiado desde entonces: cosa difícilmente impensable, a la luz de lo que le ocurrió a la Tierra. Quizás algo se había entretejido por el sistema solar como un hilo nacido de un soplo de aire, algo efímero pero impensablemente inmenso, que había tocado los fríos mundos del sistema solar exterior; moviéndose a través de rocas, hielos, mantos helados, geologías sin vida. Cambiando lo que tocaba. Avanzando hacia la Tierra.
El cielo había estado lleno de signos y presagios. En 1907, la bola de fuego de Tunguska. En 1910, el cometa Halley. Algunos, como la madre de Guilford Law, creyeron que era el fin del mundo. Incluso entonces.
Aquella noche de marzo el cielo fue más brillante en las extensiones nordorientales del océano Atlántico de lo que lo había sido durante la visita del cometa. Durante horas, el horizonte llameó con luz azul y violeta. La luz, dijeron los testigos, era como un muro. Caía del cénit. Dividía las aguas.
Era visible desde Jartum (pero en el cielo septentrional) y desde Tokio (débilmente, hacia el oeste).
Desde Berlín, París, Londres, todas las capitales de Europa, la ondulante luz abarcaba toda la extensión del cielo. Cientos de miles de espectadores se reunían en las calles, incapaces de dormir bajo la fría fluorescencia. Los informes fluyeron a Nueva York hasta catorce minutos antes de la medianoche.
A las 11:46, Hora del Este, el cable transatlántico quedó repentina e inexplicablemente silencioso.
Era la época de los barcos fabulosos: los transatlánticos de la Great White Fleet, la Cunard y la White Star; el Teutonic, el Mauretania, monstruosidades del imperio.
Era también el alba de la época de Marconi y de la radio. El silencio del cable del Atlántico podía haberse explicado por toda una variedad de simples catástrofes. El silencio de las estaciones de radio europeas era mucho más ominoso.
Los radiooperadores lanzaron mensajes y preguntas a través del frío y plácido Atlántico Norte. No había CQD ni la nueva señal de socorro, SOS, ningún drama de un barco hundiéndose, pero algunos buques permanecían misteriosamente en silencio, entre ellos el Olympic de la White Star y el Kronprinzzessen Cecilie de la Hamburg-American, buques insignia en los cuales, momentos antes, los ricos de una docena de naciones se habían arracimado en las barandillas cubiertas de escarcha para ver el fenómeno que arrojaba un reflejo tan chillón sobre la oscura y cristalina superficie invernal del mar.
Las espectaculares e inexplicadas luces celestiales se desvanecieron bruscamente antes del amanecer, guadañadas del horizonte como por una hoja ardiente. El sol se alzó en un turbulento cielo sobre la mayor parte de la ruta del Gran Círculo. El mar se inquietó, los vientos soplaron fuertes y en ocasiones violentos a medida que avanzaba el día. Más allá de aproximadamente los 15° oeste del Primer Meridiano y 40° norte del ecuador, el silencio era absoluto e ininterrumpido.
El primero en cruzar el límite de lo que los servicios telegráficos de Nueva York habían empezado a llamar ya «el Muro del Misterio» fue el viejo transatlántico de la White Star Oregon, salido de Nueva York en dirección a Queenstown y Liverpool.
Su capitán norteamericano, Truxton Davies, captó la urgencia de la situación aunque no la comprendía mejor que los demás. Desconfiaba del sistema de Marconi. El equipo de radio del Oregon era una enorme instalación, con un alcance de apenas unos ciento cincuenta kilómetros. Los mensajes podían ser confusos; los rumores de desastre eran a menudo exagerados. Pero había estado en San Francisco en 1906, había huido a lo largo de Market Street apenas por delante de las llamas, y sabía demasiado bien el tipo de perversidades que podía hacer la naturaleza, si se le daba la oportunidad.
Durmió durante todo el tiempo en que se produjeron los acontecimientos la noche antes. Dejemos que los pasajeros pierdan el sueño mirando al cielo con las bocas abiertas; él prefería el confort de su litera. Despertado antes del amanecer por un nervioso radiooperador, Davies revisó el tráfico Marconi, luego ordenó a su ingeniero jefe que avivara las calderas y a su jefe de camareros que hiciera café para toda la tripulación. Su preocupación era tentativa, su actitud todavía escéptica. Tanto el Olympic como el Kronprinzzessen Cecilie habían estado a tan solo unas horas al este del Oregon. Si había un auténtico CQD, haría que el primer oficial preparara el barco para rescate; hasta entonces…, bueno, se mantendrían alertas.
Durante toda la mañana siguió controlando la radio. Todo eran preguntas y dudas, acompañadas de alegres pero nerviosos saludos («GMOM»: good morning, old man!, ¡buenos días, viejo!) de la fraternidad gnómica de los radiooperadores náuticos. Su sensación de inquietud aumentó. Pasajeros de ojos nublados, despertados por el de pronto más furioso golpeteo de los motores, le pedían alguna explicación. En la comida les dijo a una delegación de preocupados Primera Clase que estaba recuperando el tiempo perdido debido a las «condiciones de hielo» y les pidió que se abstuvieran de enviar cablegramas por un tiempo, pues el Marconi estaba siendo reparado. Sus camareros retransmitieron esta falsa información a Segunda y Tercera Clase. Según la experiencia de Davies los pasajeros eran como niños, se enfurruñaban y se sentían importantes pero estaban dispuestos a aceptar cualquier explicación ridícula si calmaba su profundo e inmencionable miedo al mar.
El fuerte viento y el agitado mar se calmaron hacia el mediodía. Una tibia luz solar perforó el desgarrado techo de nubes.
Aquella tarde el vigía de proa informó de lo que parecían ser los restos de un naufragio, quizás un bote salvavidas volcado, flotando al noroeste. Davies redujo los motores y maniobró para acercarse. Estaba a punto de ordenar que se prepararan los botes y las redes de carga cuando su segundo oficial bajó su catalejo y dijo:
—Señor, no creo que sea un naufragio.
Se acercaron. No eran los restos de un naufragio.
Lo que más preocupó al capitán Davies fue que no pudo decir qué era.
Se bamboleaba en las olas, con la flaccidez de la muerte y la luz del sol de invierno resplandeciendo en sus largos flancos. ¿Algún inmenso e hinchado calamar o pulpo? Parte de alguna cosa que en su tiempo había estado viva, por supuesto; pero no se parecía a nada que Davies hubiera visto en sus veintisiete años en el mar.
Rafe Buckley, su joven primer oficial, contempló la cosa cuando esta golpeó al Oregon en la proa y se alejó lentamente, girando en sentido contrario a las agujas del reloj en las frías y quietas aguas.
—Señor —dijo—, ¿qué piensa hacer con eso?
—Estoy seguro de que no sé qué hacer con eso, señor Buckley. —Deseaba no haberlo visto.
—Parece como…, bueno, una especie de gusano.
Era segmentado, anular, realmente como un gusano. Pero llamarlo gusano era imaginar uno lo bastante grande como para tragarse una de las chimeneas del Oregon. Y seguro que ningún gusano había exhibido nunca las retorcidas y afiligranadas frondas —¿aletas? ¿una especie de branquias?— que brotaban a intervalos del cuerpo de la criatura. Y luego estaba su color, viscosamente rosa y aceitosamente azul, como el pulgar de un hombre ahogado. Y su cabeza…, si aquellas vacuas fauces sin ojos y con dientes de sierra podían llamarse una cabeza.
El gusano giró sobre sí mismo mientras se alejaba por la popa, dejando al descubierto un liso vientre blanco que ya había sido carroñeado por los tiburones. Los pasajeros se apiñaron en la cubierta de paseo, pero el olor no tardó en alejarlos hacia abajo a todos excepto los más resistentes.
Buckley se atusó el bigote.
—¿Qué les diremos, en nombre del cielo?
Digámosles que es un monstruo marino, pensó Davies. Digámosles que es un kraken. Puede que sea cierto. Pero Buckley deseaba una respuesta seria.
Davies miró durante un largo momento a su preocupado primer oficial.
—Cuanto menos digamos, mejor —sugirió.
El mar estaba llenos de misterios. Por eso precisamente lo odiaba Davies.
El Oregon fue el primer barco en llegar a Cork Harbor, navegando en el frío amanecer sin el beneficio de las luces de la orilla o los señalizadores del canal. El capitán Davies ancló muy lejos de Great Island, donde estaban los muelles y el concurrido puerto de Queenstown…, o deberían haber estado.
Y ahí residía un hecho inaceptable. No había la menor huella de la ciudad. El puerto no estaba urbanizado. Allá donde hubieran debido estar las calles de Queenstown —hormigueando con exportadores, grúas de carga, estibadores, emigrantes irlandeses— tan solo había bosque virgen que se extendía hasta una rocosa orilla.
Era a la vez indiscutible e imposible, e incluso pensar en ello produjo en el capitán Davies una sensación de profundo vértigo. Deseó creer que el oficial de derrota los había llevado por algún error a alguna cala virgen o incluso al continente equivocado, pero difícilmente podía negar la inconfundible silueta de la isla o las nubes bajas de la costa del condado de Cork.
Aquello era Queenstown y aquello era Cork Harbor y aquello era Irlanda, excepto que toda huella de civilización humana había sido borrada por la vegetación.
—Pero eso no es posible —le dijo a Buckley—. No se puede negar lo obvio, pero los barcos que abandonaron Queenstown hace solo seis días están anclados en Halifax. Si hubiera habido un terremoto o un maremoto, si hubiéramos encontrado la ciudad en ruinas…, ¡pero esto!
Davies había pasado la noche en el puente con su primer oficial. Los pasajeros, despertados por el silencio de los motores, empezaron a agruparse de nuevo en las barandillas. Pronto estarían llenos de preguntas. Pero no se podía hacer nada al respecto, ninguna explicación o consuelo que Davies pudiera ofrecer o siquiera imaginar, ni siquiera una mentira tranquilizadora. Se había alzado un húmedo viento del nordeste. El frío no tardaría en obligar a los curiosos a ponerse a cubierto. Quizás a la hora de la cena Davies pudiera empezar a calmarlos. De alguna manera.
—Y verde —dijo, incapaz de evitar o reprimir esos pensamientos—. Demasiado verde para esta época del año. ¿Qué tipo de vegetación brota en marzo y engulle toda una ciudad irlandesa?
—No es natural —tartamudeó Buckley.
Los dos hombres se miraron. El veredicto del primer oficial era tan obvio y tan sincero que Davies tuvo que reprimir el deseo de echarse a reír. Consiguió esbozar lo que esperó que fuera una sonrisa tranquilizadora.
—Mañana enviaremos un grupo de desembarco a explorar la costa. Hasta entonces creo que no deberíamos especular…, puesto que no somos muy buenos en ello.
Buckley le devolvió una débil sonrisa.
—Llegarán otros barcos…
—¿Y entonces sabremos que no estamos locos?
—Bueno, sí, señor. Es una forma de decirlo.
—Hasta entonces seamos circunspectos. Haga que el radiooperador vaya con cuidado con lo que dice. El mundo lo sabrá muy pronto.
Miraron por unos momentos al frío gris de la mañana. Un camarero trajo humeantes tazas de café.
—Señor —aventuró Buckley—, no llevamos carbón suficiente para llevarnos de vuelta a Nueva York.
—Entonces algún otro puerto…
—Si es que hay otro puerto europeo.
Davies enarcó las cejas. No había tomado aquello en consideración. Se preguntó si algunas ideas eran simplemente demasiado enormes para ser contenidas por el cráneo humano.
Cuadró los hombros.
—Somos un buque de la White Star, señor Buckley. Aunque tengan que enviar buques carboneros desde Norteamérica, no nos abandonarán.
—Sí, señor. —Buckley, un hombre joven que en su tiempo había cometido el error de estudiar teología, dirigió al capitán una mirada suplicante—. Señor…, ¿es esto un milagro?
—Más bien una tragedia, diría yo. Al menos para los irlandeses.
Rafe Buckley creía en los milagros. Era hijo de un ministro metodista y había sido educado en Moisés y la zarza ardiendo, Lázaro saliendo de la tumba, la multiplicación de los panes y los peces. Sin embargo, nunca había esperado ver un milagro. Los milagros, como las historias de fantasmas, le hacían sentirse intranquilo. Prefería que sus milagros estuvieran confinados entre las hojas de la Biblia del rey Jacobo, un ejemplar de la cual tenía en su camarote (y, desvergonzadamente, no consultaba nunca).
Hallarse dentro de un milagro, verse rodeado por él de horizonte a horizonte, haciendo que se sintiera como si el suelo del mundo se hubiera abierto bajo sus pies. Apenas había podido dormir. Por la mañana, cuando se miró al espejo para afeitarse, tenía los ojos enrojecidos y estaba pálido, y la navaja tembló en su mano. Tuvo que tranquilizarse con una mezcla de café fuerte y el whisky de una petaca antes de hacer bajar una lancha de su pescante, siguiendo las órdenes del capitán Davies, y conducir a un grupo de nerviosos hombres hacia la guijarrosa playa de lo que en su tiempo había sido Great Island. Se había alzado viento, el agua estaba picada, y nubes de lluvia avanzaban desde el norte. Un tiempo malo y helado.
El capitán Davies quería saber si podía ser práctico llevar a los pasajeros a la orilla si surgía la necesidad. Buckley lo había dudado desde un principio; hoy lo dudaba más que nunca. Ayudó a asegurar el bote por encima de la línea de la marea, luego caminó unos pasos margen arriba, los pies mojados, el impermeable, el pelo y el bigote constelados de espuma salada. Cinco hoscos marineros barbudos de la White Line avanzaron por la grava detrás de él, sin hablar. Puede que aquel fuera el lugar donde había estado en su tiempo el puerto de Queenstown; pero Buckley se sentía incómodamente como Colón o Pizarro, solo en un nuevo continente, con el bosque primigenio gravitando ante él con toda su inmensidad y seducción y amenaza. Ordenó alto mucho antes de alcanzar los árboles.
El tipo de árboles. Buckley los llamó árboles en la intimidad de su mente. Pero había resultado obvio incluso desde el puente del Oregon que no eran como ningún árbol que jamás hubiera visto o imaginado, enormes troncos azules o rojizos de los que brotaban agujas en densos racimos. Algunos de los árboles se enroscaban en su parte superior como helechos doblados, o se abrían en forma de copa o en bulbosas cúpulas fungosas, como los remates de las iglesias turcas. El espacio entre ellos era tan angosto y oscuro como la madriguera de un tejón y estaba lleno de bruma. El aire olía como a pino, pensó Buckley, pero con una nota sorprendente, amarga y extraña, como a mentol o alcanfor.
No era como debería parecer u oler un bosque, y —quizá peor aún— no era como debería sonar un bosque. Un bosque, pensó, un decente bosque en un ventoso día de invierno —los bosques de Maine de su infancia— sonaban a ramas crujiendo, al susurro de la lluvia sobre las hojas o a algún otro sonido hogareño. Pero no aquí. Estos árboles debían ser huecos, pensó Buckley —los pocos troncos caídos en la orilla tenían un aspecto tan hueco como la paja—, porque el viento arrancaba largos, bajos y melancólicos tonos de ellos. Y los racimos de agujas resonaban débilmente, como carillones de madera. Como huesos.
El sonido, más que ninguna otra cosa, le hizo sentir deseos de dar media vuelta. Pero tenía órdenes concretas. Hizo de tripas corazón y condujo a su grupo unos metros más arriba de los guijarros, al borde del extraño bosque, donde eligió su camino por entre cañas amarillas que crecían hasta la altura de la rodilla en un suelo negro y compacto. Tuvo la sensación de que debería plantar una bandera, pero… ¿cuál? No la Barras y Estrellas, probablemente ni siquiera la Union Jack. Quizá la estrella y el círculo de las líneas White Star. Reclamamos estas tierras en nombre de Dios y de J. Pierpont Morgan.
—Cuidado con sus pies, señor —advirtió el marinero que iba detrás de él.
Buckley bajó bruscamente la cabeza a tiempo para ver algo escurrirse junto a su bota izquierda. Algo pálido, con muchas patas, y casi tan largo como una pala de palear carbón. Desapareció por entre las cañas con un sonido silbante, sorprendiendo a Buckley y haciendo que su corazón diera un salto.
—¡Dios Jesús! —exclamó—. ¡Ya hemos ido demasiado lejos! Sería una locura desembarcar a los pasajeros aquí. Le diré al capitán Davies…
Pero el marinero seguía mirando.
Reluctante, Buckley bajó de nuevo la vista al suelo.
Allí estaba otra de las criaturas. Como un ciempiés, pensó, pero gruesa como una anaconda, y del mismo color amarillo enfermizo de la maleza. Debía de ser algún tipo de camuflaje. Algo muy común en la naturaleza. Era interesante, de una forma un tanto horrible. Dio medio paso hacia atrás, esperando que la cosa diera un salto.
Lo hizo, pero no como había esperado. Avanzó hacia él, de una forma locamente rápida, y se enroscó en su pierna derecha con un solo y repentino movimiento serpentino, como la explosiva liberación de un muelle. Buckley sintió una oleada de calor y presión cuando la criatura perforó la tela de sus pantalones y luego la piel por encima de su rodilla con la punta parecida a una daga de su hocico.
¡Le había mordido! Gritó y pateó. Deseó tener algo para quitarse aquel monstruo de encima, un palo, un cuchillo, pero no había nada a mano excepto aquellas quebradizas e inútiles cañas.
Entonces la criatura se desenroscó bruscamente —como si, pensó Buckley, hubiera probado algo desagradable— y desapareció serpenteando entre la maleza.
Buckley recuperó su compostura y se volvió para enfrentarse a los horrorizados marineros. El dolor en su pierna no era muy grande. Hizo una serie de profundas inspiraciones.
Pensó en decir algo tranquilizador a sus hombres, asegurarles que no debían temer nada. Pero se desvaneció antes de que pudiera reunir las palabras.
Los marineros lo llevaron de vuelta al bote y regresaron al Oregon. Tuvieron mucho cuidado de no tocar su pierna, que ya había empezado a hincharse.
Aquella tarde cinco pasajeros de Segunda Clase irrumpieron en el puente exigiendo que se les permitiera abandonar el barco. Eran irlandeses y reconocían Cork Harbor incluso en su alterado aspecto actual; tenían familiares en tierra y deseaban ir en busca de supervivientes.
El capitán Davies había recibido el informe del grupo de desembarco. Dudaba de que aquellos hombres pudieran avanzar más de unos pocos metros tierra adentro antes de que el miedo y la superstición, si no la vida salvaje, les hicieran dar media vuelta. Les miró fijamente unos instantes y les persuadió de que volvieran bajo cubierta, pero aquello le preocupó. Distribuyó pistolas entre sus oficiales y preguntó al radiotelegrafista cuándo podían esperar ver otro barco.
—Dentro de poco, señor. Hay un carguero de la Canadian Pacific a menos de una hora de distancia.
—Muy bien. Puede decirles que les estamos esperando…, y adviértales de lo que van a encontrar.
—Sí, señor. Pero…
—¿Pero qué?
—No sé cómo decírselo, señor. Es todo tan extraño.
Davies apoyó una mano en el hombro del operador de radio.
—Nadie lo entiende. Yo mismo escribiré el mensaje.
Rafe Buckley estaba febril, pero a la hora de la cena la hinchazón de su pierna había descendido, podía andar, e insistió en aceptar la oferta de Davies de unirse a la mesa del capitán para cenar.
Buckley comió parcamente, sudó con profusión, y ante la decepción de Davies habló poco. Davies había deseado oír cosas sobre lo que los oficiales del barco llamaban ya «el Nuevo Mundo». Buckley no solo había puesto pie en un suelo extranjero, sino que había tenido un encuentro con su vida salvaje.
Pero Buckley no había terminado todavía su rosbif cuando se puso tambaleante en pie y se dirigió a la enfermería, donde, ante el asombro del capitán, murió bruscamente media hora después de la medianoche. Daños en el hígado, especuló el cirujano del barco. Quizás una nueva toxina. Difícil de decir, antes de la autopsia.
Era como un sueño, pensó Davies, un extraño y terrible sueño. Cablegrafió a los barcos que habían empezado a llegar a Queenstown, Liverpool, los puertos franceses, con la noticia de la muerte y la advertencia de no ir a la orilla sin, al menos, botas hasta las caderas y un arma al cinto.
La White Star despachó barcos carboneros y con provisiones desde Halifax y Nueva York ante la enormidad de lo que había empezado a emerger a través de la multitud de cables y alarmas. No era solo Queenstown la que había desaparecido; no existían ni Irlanda, ni Inglaterra, ni Francia, ni Alemania, ni Italia…, nada excepto un terreno selvático desde el Cairo y hacia el oeste al menos hasta tan lejos como las estepas rusas, como si el planeta se hubiera partido en dos y algún organismo extraño se hubiera aferrado a la herida.
Davies redactó un cable al padre de Rafe Buckley en Maine. Era terrible tener que hacer esto, pensó, pero aquellos lamentos distarían mucho de ser singulares. Antes de que transcurriera mucho tiempo, pensó, todo el mundo estaría sumido en lamentos similares.
Más tarde —durante los tiempos difíciles, cuando el número de los pobres y los sin hogar creció tan espectacularmente, cuando el carbón y el petróleo se volvieron tan caros, cuando hubo disturbios por el pan y la madre de Guilford y su hermana abandonaron la ciudad para quedarse (¿quién podía decir durante cuánto tiempo?) con una tía en Minnesota—, Guilford acompañó a menudo a su padre a la imprenta.
No podía quedarse en casa, y su escuela había cerrado durante la huelga general, y su padre no podía permitirse una mujer que lo cuidara. Así que Guilford fue con su padre al trabajo y aprendió los rudimentos de la composición tipográfica y la litografía, y en los largos interludios entre trabajos pagados leía de nuevo sus revistas de radio y se preguntaba si alguno de los grandes proyectos de comunicaciones sin hilos que imaginaban los escritores llegaría a existir algún día…, si Norteamérica podría fabricar alguna vez otro tubo DeForrest, o si la gran era de las invenciones había terminado.
A menudo escuchaba a su padre hablar con los otros dos empleados del taller, un grabador francocanadiense llamado Ouillette y un agrio judío ruso llamado Kominski. Sus charlas eran a menudo susurradas y normalmente lúgubres. Se hablaban el uno al otro como si Guilford no estuviera presente en la habitación.
Hablaban del hundimiento de la bolsa y de la huelga del carbón, de las Brigadas Obreras y de la crisis de alimentos, de la escalada de los precios y de casi todo.
Hablaban del Nuevo Mundo, de la nueva Europa, de la gran selva que había desplazado tantas cosas del mapa.
Hablaban del presidente Taft y de la revuelta del Congreso. Hablaban de lord Kitchener, que presidía lo que quedaba del Imperio Británico desde Ottawa; hablaban de los papados rivales y de las guerras coloniales que asolaban las posesiones de España, Alemania y Portugal.
Y hablaban muy a menudo de religión. El padre de Guilford era episcopaliano de nacimiento y unitario por matrimonio; en otras palabras, no mantenía puntos de vista dogmáticos, Ouillette, católico, consideraba la conversión de Europa «un patente milagro». Kominski se mostraba intranquilo ante estos debates pero admitía libremente que el Nuevo Mundo tenía que ser un acto de intervención divina: ¿qué otra cosa podía ser?
Guilford ponía mucho cuidado en no interrumpir o hacer comentarios. No se esperaba que ofreciese una opinión o ni siquiera que tuviese una. En privado, pensaba que toda aquella charla sobre milagros estaba equivocada. Según casi cualquier definición, por supuesto, la conversión de Europa era un milagro, no anticipado, no explicado, y aparentemente mucho más allá del alcance de la ley natural.
Pero, ¿lo era?
Este milagro, pensaba Guilford, no tenía firma. Dios no lo había anunciado desde los cielos. Simplemente había ocurrido. Era un acontecimiento presagiado por extrañas luces y acompañado por unas extrañas condiciones meteorológicas (tornados en Jartum, había leído) y alteraciones geológicas (terribles terremotos en Japón, rumores de otros aún peores en Manchuria).
Para un milagro, pensaba Guilford, había causado muchos efectos secundarios sospechosos…, no había sido algo tan claro y perentorio como debería de ser un milagro. Pero cuando su padre planteaba alguna de esas mismas objeciones Kominski se mostraba burlón.
—El Diluvio —decía—. Eso no fue una acción limpia. La destrucción de Sodoma. La esposa de Lot. Una estatua de sal: ¿es eso lógico?
Quizá no.
Guilford acudía al globo terráqueo que tenía su padre en el escritorio de su oficina. Los primeros dibujos tentativos de los periódicos habían mostrado un anillo o lazo garabateado sobre los antiguos mapas. Biseccionaba Islandia, englobaba la punta sur de España y una media luna del norte de África, cruzaba Tierra Santa, formaba un incierto arco a través de las estepas rusas y del Círculo Polar Ártico. Guilford presionaba la palma de su mano sobre Europa, cubriendo las anticuadas identificaciones. Terra incognita, pensaba. Los periódicos de Hearst, siguiendo el renacimiento religioso nacional, llamaban a veces irónicamente al nuevo continente «Darwinia», dando a entender que el milagro había desacreditado la historia natural.
Pero no lo había hecho. Guilford creía firmemente en eso, aunque no se atrevía a decirlo en voz alta. No era un milagro, pensaba, sino un misterio. Inexplicable, pero quizá no intrínsecamente inexplicable.
Toda aquella masa de tierra, aquellas profundidades oceánicas, montañas, frías extensiones desérticas, todo había cambiado en una noche… Aterrador, pensaba Guilford, y más aterrador aún considerar el desconocido interior del continente que cubría con su mano. Hacía que una persona se sintiera frágil.
Un misterio. Como cualquier misterio, aguardaba una pregunta. Varias preguntas. Preguntas como llaves, agitadas torpemente en una obstinada cerradura.
Cerraba los ojos y alzaba la mano. Imaginaba un terreno de pronto vacío, las leyendas reescritas en un lenguaje desconocido.
Misterios más allá de toda cuenta.
Pero, ¿cómo hacerle preguntas a un continente?