3

Quedamos petrificados, enmudecidos, boquiabiertos.

La Leslie más joven abandonó el ascensor sin echar una sola mirada al Richard que yo había sido; después, casi corriendo, se encaminó hacia su cuarto.

La urgencia se impuso al asombro. No podíamos permitir que se fueran.

— ¡Leslie! ¡Espera! — llamó mi Leslie.

La joven se detuvo y se volvió, esperando encontrarse con una amiga, pero no pareció reconocernos. Seguramente sólo veía nuestro contorno, puesto que teníamos la ventana atrás.

— Leslie — dijo mi esposa, caminando hacia ella —, ¿puedes concederme un minuto?

Mientras tanto, el Richard más joven pasó junto a nosotros hacia su habitación. El hecho de que la mujer del ascensor se hubiera encontrado con amigos no era asunto suyo.

Y aunque nosotros no sepamos qué está pasando, pensé, eso no impide que seamos los que debemos hacernos cargo de todo. Era como arrear polluelos: esos dos iban en direcciones opuestas y nosotros sabíamos que su destino era pasar juntos el resto de la vida.

Confiando en que Leslie alcanzaría a su yo anterior, troté detrás del joven.

— Disculpa — dije desde atrás —. ¿Richard?

Se volvió, tanto por el sonido de mi voz como por las palabras; se volvió con curiosidad. Yo recordaba esa chaqueta deportiva color camello. Tenía una desgarradura en el forro que yo había cosido diez o doce veces, sin que sirviera para nada: la seda o lo que fuere insistía en deshilacharse a partir del zurcido.

— ¿Hace falta que me presente? — pregunté. Me miró; la amabilidad controlada se convirtió en ojos como platillos.

— ¡Qué…!

— Mira — dije, con tanta calma como pude —, nosotros tampoco lo entendemos. Ibamos en avión cuando nos atacó esta cosa extraña y…

— ¿Eres…?

Se le apagó la voz; así quedó, mirándome fijamente. Para él era todo un golpe, por supuesto, pero me sentí extrañamente irritado con ese tipo. ¿Quién sabía cuánto tiempo podríamos pasar juntos? Minutos o menos, horas o menos, y él quería malgastarlo rehusando creer lo que debería haberle sido obvio.

— La respuesta es sí —dije —. Soy el hombre que vas a ser dentro de algunos años.

El asombro se convirtió en suspicacia.

— ¿Cuál era el apodo que me daba mi madre? — preguntó, entornando los ojos.

Se lo dije, con un suspiro.

— ¿Cómo se llamaba mi perro, el que tenía cuando niño, y qué clase de fruta comía?

— ¡Vamos, Richard! — protesté —. Lady no era perro sino perra. Y comía albaricoques. Tenías un telescopio newtoniano casero, de quince centímetros, con una desportilladura en el espejo, hecha por un par de pinzas que se te cayeron al trabajar con la araña, con el tubo hacia arriba en vez de estar hacia abajo; en la cerca, junto a la ventana de tu cuarto, había una tabla secreta, una tabla con bisagras por las que podías escurrirte cuando no querías usar el portón…

— De acuerdo — dijo, mirándome como si yo fuera un acto de magia— Supongo que podrías seguir.

— Indefinidamente. No puedes formular una pregunta sobre ti mismo que yo no pueda responder, viejo. ¡Y tengo diecisiete años más de respuestas que tú de preguntas!

Me miró con fijeza. Un muchachito, pensé, sin una sola cana. Unas cuantas canas le sentarán.

— ¿Quieres perder el tiempo del que disponemos charlando en el corredor? ¿Sabes que en ese ascensor acabas de conocer a la mujer que… a la persona más importante de tu vida? Y ni siquiera lo sabes.

— ¿Ella? — Miró a lo largo del corredor. — ¡Pero si es hermosa! ¿Cómo quieres que me…?

— No lo entiendo, pero le resultas atractivo. Te doy mi palabra.

— Bueno, te creo — dijo —. ¡Te creo! — Sacó una llave del bolsillo de su chaqueta. — Pasa.

Nada tenía sentido, pero todo concordaba. Aquello no era Los Angeles, sino Carmel, California, octubre de 1972, tercer piso del Holiday Inn. Antes de que él hiciera girar la llave, supe que el cuarto estaría sembrado de gaviotas que volaban por control remoto, construidas para una película que habíamos estado filmando en la playa. Algunos de esos modelos volaban en encantadoras acrobacias; otros daban tumbos en el aire y se estrellaban. Yo había arrastrado las ruinas a mi cuarto para repararlas.

— Voy a buscar a Leslie — dije — Trata de ordenar un poco esto, ¿quieres?

— ¿A Leslie?

— Es… bueno, hay dos Leslie. Una es la mujer con la que viajaste en el ascensor, lamentando no saber cómo saludarla. La otra, tan hermosa, es la misma, pero diecisiete años después: mi esposa.

— ¡No puedo creerlo!

— ¿Por qué no limpias un poquito el cuarto? — sugerí —. Enseguida volveremos.

Encontré a Leslie en el vestíbulo, a pocas puertas de distancia; de espaldas a mí, conversaba con su yo más joven. Al acercarme a ella, una camarera salió del cuarto vecino, rumbo al ascensor, empujando un carrito de cuatro ruedas cargado de ropa sucia. Sin prestar atención, empujó aquella cosa pesada hacia mi esposa.

— ¡Cuidado! — grité.

Demasiado tarde. Leslie giró ante mi grito, pero el carrito la golpeó en el costado y siguió a través de su cuerpo como si ella fuera de aire; la camarera pasó caminando a través de ella y saludó a la más joven con una sonrisa.

— ¡Eh! — dijo la joven Leslie, alarmada.

— Eh — respondió la camarera —, buen día. Corrí hacia Leslie.

— ¿Estás bien?

— Muy bien — aseguró ella —. Creo que no me… — Se volvió hacia la joven. — Richard, quiero presentarte a Leslie Parrish. Leslie, te presento a mi esposo, Richard Bach.

Sonreí ante lo formal de su presentación.

— Hola — saludé a la joven —. ¿Me ves con claridad?

Ella rió, con un chisporroteo en los ojos.

— ¿Se supone que eres borroso? — Ni espanto ni desconfianza. La joven Leslie parecía haber tomado todo eso por un sueño y estaba decidida a disfrutarlo.

— Quería saber, no más — dije —. Después de lo que pasó con ese carrito, no estoy seguro de que formemos parte de este mundo. Apostaría a que…

Alargué la mano hacia la pared, sospechando que mis dedos pasarían a través del yeso. Así fue: la hundí en el empapelado hasta la muñeca. La joven Leslie reía, encantada.

— Creo que aquí somos fantasmas — dije.

Por eso no morimos a la llegada, pensé, al atravesar la pared del hotel.

¡Con qué prontitud nos adaptamos a situaciones increíbles! Un resbalón en el muelle y de inmediato sabemos que estamos sumergidos en agua: nos movemos de otro modo, respiramos de otro modo; en medio segundo estamos adaptados, aunque no nos guste el chapuzón.

Lo mismo ocurría con, eso. Estábamos sumergidos en nuestro propio pasado, sobresaltados por la caída, y nos manejábamos lo mejor posible en aquel lugar extraño. Y lo mejor era reunir a esos dos, salvarlos de perder los años que nosotros habíamos perdido antes de comprender que éramos almas gemelas.

Resultaba extraño conversar con ella, como si volviéramos a encontrarnos por primera vez. Qué extraño, pensé. ¡Es Leslie, pero no tengo nada vivido con ella!

— Quizás, en vez de estarnos aquí… —Señalé corredor abajo. — Richard nos ha invitado a su cuarto. Allí podríamos conversar un poco y aclarar las cosas, sin carritos que pasen a través de nosotros.

Ella echó un vistazo al espejo del vestíbulo.

— No estaba preparada para que me presentaran a alguien — dijo — Estoy hecha un espantajo.

Y se acomodó unos largos mechones de pelo rubio bajo los bordes de la gorra.

Miré a mi esposa; no pudimos menos que reír.

— ¡Bien! — dije —. Esa fue nuestra última prueba. Si Leslie Parrish se mira al espejo y dice que luce bien, no es la verdadera Leslie Parrish.

Encabecé la marcha hasta la puerta de Richard y toqué sin pensar. Mis nudillos desaparecieron en la madera sin ruido alguno, por supuesto.

— Será mejor que llames tú —dije a la joven Leslie.

Ella lo hizo con un ritmo alegre, demostrando que sus toques no tenían sólo sonido, sino también música.

La puerta se abrió de inmediato. Richard sostenía una gaviota de madera balsa de un metro de envergadura, por la punta de un ala.

— Hola — dije —. Richard, quiero presentarte a Leslie Parrish, tu futura esposa. Leslie, éste es Richard Bach, el que va a ser tu marido.

El apoyó la gaviota contra la pared y estrechó formalmente la mano a la joven; su cara, al mirarla, era una mezcla curiosa de ansiedad y temor. El chisporroteo divertido seguía en los ojos que la joven Leslie levantó hacia él, al estrecharle la mano con toda la gravedad posible.

— Muy feliz de conocerte — dijo.

— Y ésta, Richard, es mi esposa, Leslie Parrish-Bach.

— Hola — dijo él, saludando con la cabeza.

Se estuvo quieto por un largo instante, paseando la mirada de una Leslie a la otra, de la otra a mí, como si a su puerta hubiera llegado una banda de bromistas en Noche de Brujas.

— Pasen — invitó, por fin — La habitación es un desastre…

No mentía. Si la había ordenado, no se notaba. Aves de madera, módulos de control remoto, baterías, láminas de madera balsa, porquerías en los antepechos de las ventanas y, por doquier, olor a pintura para modelos de aviones.

Había dispuesto cuatro vasos de agua en la mesa ratona, tres bolsitas de copos de maíz y una lata de cacahuetes. Si nuestras manos pasan a través de las paredes, pensé, no creo que tengamos mucha suerte con los copos de maíz.

— Para tranquilizarla, señorita Parrish — comenzó él —, me casé una vez, pero no pienso volver a hacerlo. No comprendo qué hacen aquí estas personas, pero le aseguro que no tengo la menor intención de intentar ningún acercamiento…

— Oh, Dios — dijo mi esposa, sotto voce, mirando el cielo raso — El discurso anticonyugal.

— Por favor, wookie — susurré —. Es un buen tipo, pero está asustado. No le…

— ¿Wookie? — dijo la joven Leslie.

— Disculpa — manifesté —. Es un apodo, tomado de una película que vimos hace… hará mucho tiempo.

Empezaba a darme cuenta de que teníamos por delante una conversación muy difícil.

— Ante todo, lo principal — dijo mi esposa, organizando lo increíble —. Richard y yo no sabemos cómo hemos llegado aquí, por cuánto tiempo vamos a quedarnos ni adónde iremos. Lo único que sabemos es quiénes sois; conocemos vuestro pasado y vuestro futuro, al menos por los próximos diecisiete años.

— Os enamoraréis — dije —. Ya estáis enamorados, sólo que no sabéis que cada uno de vosotros es la persona que el otro amaría si os conocierais. En estos momentos pensáis que no hay en el mundo nadie capaz de comprenderos o de amaros. Pero hay alguien, ¡y aquí estáis!

La joven Leslie, sentada en el suelo, se reclinó contra el sofá y disimuló una sonrisa, recogiendo las rodillas hasta el mentón.

— ¿Tenemos algo que ver con este amor nuestro o es el destino indetenible?

— Buena pregunta — reconoció Leslie —. Permitidnos contaros lo que recordamos, lo que nos ocurrió a nosotros. — Hizo una pausa, desconcertada por lo que iba a decir. — Después tendréis que hacer lo que os parezca correcto.

Lo que recordamos, pensé. Recuerdo este lugar, recuerdo haber estado con Leslie en el ascensor, pero sin llegar a conocerla por muchos años. No recuerdo haberme reunido aquí con ninguna Leslie futura ni que algún Richard futuro me indicara ordenar mi habitación.

El joven Richard, sentado en una silla de escritorio, observaba a la joven Leslie. Su belleza física era, para él, casi dolorosa. Las mujeres hermosas lo tornaban tímido; ni siquiera sospechaba que ella era tan tímida como él.

— Cuando nos encontramos, las apariencias nos bloquearon; otras personas impidieron que tratáramos, siquiera, de conocernos — dijo Leslie.

— Separados, cometimos errores que jamás habríamos cometido juntos — agregué —. Pero ahora que vosotros sabéis… ¿no os dais cuenta? ¡No es necesario que cometáis errores!

— Cuando volvimos a encontrarnos, años después — prosiguió Leslie —, sólo nos quedó recoger los pedazos, con la esperanza de poder aún construir una vida bella como la que imaginábamos que habríamos podido edificar años antes. Si nos hubiéramos encontrado antes, no tendríamos que haber pasado por toda esa recuperación. Claro que nos habíamos encontrado antes, en el ascensor, como vosotros ahora. Pero no tuvimos el valor ni la sagacidad suficientes… — Meneó la cabeza. — No teníamos lo que nos hacía falta para saber qué podíamos ser el uno para la otra.

— Por eso ríos parece que cometéis una locura al no caer ahora el uno en brazos de la otra — proseguí —, al no agradecer a Dios por haberos encontrado y dedicaros a cambiar vuestras vidas para estar juntos.

Nuestros yo jóvenes se echaron una mutua mirada y apartaron los ojos con celeridad.

— Nosotros perdimos mucho tiempo cuando éramos vosotros — dije —. Malgastamos muchas oportunidades de alejarnos de los desastres y de huir.

— ¿Desastres? — repitió Richard.

— Desastres — le confirmé — En este momento estás en medio de varios, aunque todavía no lo sabes.

— Tú los superaste — observó —. ¿Crees ser el único capaz de resolver problemas? ¿Tienes todas las respuestas?

¿Por qué se ponía tan a la defensiva? Me paseé junto a la mesa, mirándolo.

— Tenemos algunas respuestas, pero lo importante a saber, para ti, es que ella tiene la mayor parte, y que tú también tienes respuestas para ella. ¡Juntos, no hay nada que pueda deteneros!

— ¿Detenernos en qué sentido? — dijo la joven Leslie, cautivada por lo intenso de mis sentimientos y sospechando, por fin, que quizá eso no fuera un sueño.

— En cuanto a vivir vuestro amor más elevado — explicó mi esposa — y alcanzar una vida en común tan maravillosa que, separados, no podéis imaginarla.

Un regalo como el que les estábamos ofreciendo sólo se recibe una vez cada jamás. ¿Cómo podían esos dos resistírsele? ¿Con cuánta frecuencia podemos conversar con las personas que vamos a ser, con quienes conocen todos los errores que vamos a cometer? Ellos tenían la oportunidad que todo el mundo desea y nadie consigue.

Mi esposa se sentó en el suelo, junto a Leslie, la mayor de dos gemelas.

— En la intimidad de este cuarto, entre nosotros, necesitamos deciros: a pesar de todos vuestros errores, cada uno de vosotros es una persona extraordinaria. Os habéis aferrado a vuestra noción de lo correcto, a vuestra ética interior, aun cuando ha sido difícil o peligroso, aunque otros os hayan considerado extraños. Pero lo mismo que os hace extraños también os aísla. Os torna solitarios. Y también os hace perfectos el uno para la otra.

Escuchaban con, tanta atención que yo no pude interpretar sus expresiones.

— ¿Ella tiene razón? — les pregunté —. Enviadnos al demonio si esto es una tontería. Si no es verdad, nos iremos. Tenemos nuestro propio problemita a solucionar…

— ¡No! — dijeron ellos, a la par.

— Nos habéis dicho una cosa, cuanto menos — observó la joven Leslie —: ¡que viviremos diecisiete años más! Sin guerra, sin que acabe el mundo. Pero… tal vez eso es una pregunta. ¿Fuimos nosotros los que sobrevivimos por ese tiempo o fuisteis vosotros?

— ¿Acaso creéis que nosotros sabemos lo que está pasando? — dije —. ¡No! ¡Ni siquiera sabemos si estamos vivos o muertos! Sólo que de algún modo es posible, sin que caiga toda la maquinaria del universo, que nosotros, vuestro futuro, nos reunamos con vosotros, nuestro pasado.

— Queremos pediros algo — dijo Leslie.

Su yo más joven levantó la vista: los mismos ojos bellos.

— ¿Qué?

— Nosotros somos quienes os siguen, los que pagan por vuestros errores y se benefician con vuestros esfuerzos. Somos los que se enorgullecen de vuestras mejores decisiones y se entristecen por las peores. Somos los mejores amigos que tenéis, aparte de teneros el uno a la otra. ¡Pase lo que pase, no nos olvidéis, no nos restéis valor!

— ¿Sabéis qué hemos aprendido? — dije —. El consuelo a breve plazo para los problemas a largo plazo no es lo que estáis buscando. El camino fácil no es el camino fácil. — Me volví hacia mi yo menor. — ¿Sabes cuántas oportunidades de ese tipo se te presentarán entre tu tiempo y el nuestro?

— ¿Montones?

— Montones — asentí.

— ¿Cómo se evitan las decisiones equivocadas? — preguntó él —. Tengo la sensación de que ya he optado por el camino fácil un par de veces.

— Es de esperar — dije —. Las decisiones equivocadas son tan importantes como las correctas. A veces, más importantes aún.

— Pero no son muy cómodas — observó.

— No, pero son…

— ¿Vosotros sois nuestro único futuro?

La joven Leslie había hablado súbitamente, interrumpiéndome con la importancia de su pregunta. Sin saber por qué, experimenté un arrebato de miedo al oírla.

— ¿Sois vosotros nuestro único pasado? — respondió mi esposa.

— Por supuesto — dijo Richard.

— ¡No! — Lo miré, atónito. — ¡Por supuesto que no! Por eso nosotros no recordamos haber conocido a nadie de nuestro futuro en el Holiday Inn de Carmel. No lo recordamos porque a nosotros no nos pasó y a vosotros sí.

Las implicancias atravesaron como rayos láser a todos los presentes. Allí estábamos nosotros, brindando a esos dos lo mejor que podíamos, pero ¿eran ellos acaso sólo uno de nuestros pasados, uno de los caminos que conducían a quienes éramos? Por un momento, nosotros representamos para ellos la seguridad, puesto que confirmábamos la supervivencia. Pero ¿era posible que no fuéramos su futuro inevitable? ¿Habría acaso otras elecciones para ellos, giros diferentes de los que nosotros habíamos tomado?

— No importa que seamos vuestro futuro o no — dijo mi esposa —. No volváis la espalda al amor…

Se interrumpió en medio de la frase para mirarme, sobresaltada. La habitación temblaba; un rumor sordo recorría el edificio.

— ¿Un terremoto? — dije.

— No, no hay ningún terremoto — dijo la joven Leslie —. Yo no siento nada. ¿Y tú, Richard?

El sacudió la cabeza.

— Nada.

Para nosotros, todo el cuarto se estremecía en ondas de baja frecuencia, mas veloces a cada instante.

Mi esposa se levantó bruscamente, asustada. Había sobrevivido a dos grandes terremotos y no tenía muchas ganas de enfrentarse al tercero. Le tomé la mano.

— Los mortales de esta habitación no sienten ningún terremoto, wookie, y a los fantasmas no nos daña el yeso desprendido…

Y entonces todo aquello se estremeció como el azul celeste en un batidor de pintura; las paredes se borronearon y el rugido se hizo más potente que antes. Los nosotros más jóvenes quedaron confundidos por lo que estaba ocurriendo con Leslie y conmigo. La única cosa sólida era mi esposa, a mi lado, resistiendo y gritando a aquellos dos:

— ¡Seguid… juntos!

Un momento después, el cuarto de hotel desapareció con una sacudida, tragado por el rugir de motores y el torrente de agua. La llovizna voló hacia atrás, arrebatada del vidrio por el viento. Allí estábamos, en la cabina de nuestro hidroavión una vez más, con los instrumentos temblando en las líneas rojas, el mar poco profundo golpeteando secamente bajo nosotros, el Avemarina ya liviano sobre el casco, listo para volar.

Leslie chilló de alivio y dio una palmadita amorosa al vidrio antideslumbrante del hidroavión.

— ¡Oh, Gruñón, cuánto me alegro de verte!

Atraje la palanca de mandos hacia mí y, a los pocos segundos, nuestro pequeño barco se desprendía del agua, dejando un velo de llovizna; aquellas intrincadas líneas en el fondo del mar se alejaron hacia abajo. ¡Qué a salvo nos sentíamos otra vez en el aire!

— ¡Fue el despegue de Gruñón! — dije —. Gruñón nos sacó de Carmel. Pero ¿cómo supones que se operó el acelerador? ¿Qué puso en marcha el despegue?

La respuesta llegó desde atrás, antes de que Leslie pudiera decir nada:

— Fui yo.

Giramos al mismo tiempo, atontados por la sorpresa. De súbito, a noventa metros de altura por sobre un mundo que no conocíamos, teníamos un pasajero a bordo.

Загрузка...