17 (Nota del autor: no hay error en esto; se trata de un segundo capítulo 17)

Mi esposo dejó al otro Richard sentado en la cama, discutiendo por teléfono con su Leslie, y escapó conmigo por el balcón.

Me besó y nos abrazamos por un largo instante, felices de estar juntos, felices de ser nosotros.

— ¿Por qué no intentas despegar tú, esta vez? — le dije —. Deberías comprobar que puedes hacerlo antes de que volvamos a casa.

El alargó la mano hacia el acelerador de Gruñón, pero no ocurrió nada. ¿Por qué le cuesta tanto? me pregunté. Demasiadas pistas en esa mente, todas circulando al mismo tiempo.

— Es fácil, Richie — lo alenté —. Sólo hay que enfocar.

Yo misma tomé el acelerador y lo empujé para mostrarle cómo se hacía; de inmediato empezamos a movernos. Es como cuando se termina de filmar una escena de una película y se desarma el decorado: las montañas y los bosques se convierten en tela estremecida; las rocas, en esponjas que rebotan; al escenario llegan fuertes ruedas para llevarse todo.

— Déjame intentarlo otra vez — dijo él.

— Bueno, tesoro— dije — La llevaré hacia atrás. Recuerda que el truco consiste en enfocar…

Me sorprendió que estuviéramos tan cerca de alzar vuelo. En cuanto llevé el acelerador hacia atrás, Gruñón saltó en el aire y allá abajo se vio el agua. El motor petardeó algunas veces, como cuando aún está demasiado frío para alzar vuelo. Nos elevamos, pero el morro cayó otra vez hacia abajo. El se apoderó de los controles, pero ya era demasiado tarde.

Todo parecía ocurrir en cámara lenta. Nos estrellamos lentamente, lentamente llegó una tormenta de ruido blanco, como si alguien pasara el dedo contra una púa de tocadiscos a todo volumen; lentamente hubo agua por doquier. Lentamente bajó el telón y las luces se apagaron en negro.

Cuando volvió el mundo, era verde y opaco; ya no había ruido alguno. Richard estaba aferrado al hidroavión, bajo el agua, arrancando trozos de la cabina, tratando frenéticamente de sacar algo mientras todo se hundía.

— No, Richie— le dije— Tenemos un problema grave. ¡Es necesario que hablemos! En el avión no hay nada que nos interese…

Pero a veces él tiene ideas fijas y el orden de prioridades no le interesa; lo que le interesa es rescatar su vieja chaqueta de piloto o algo así. Se lo veía sumamente afligido.

— Está bien, tesoro— le dije —. Tómate el tiempo que quieras. Te esperaré.

Lo vi forcejear por un rato; por fin consiguió lo que buscaba y nadó hacia arriba. ¡Qué extraña sensación! Lo que estaba sacando del avión no era su chaqueta, sino a mí, laxa, con el pelo suelto, como una rata ahogada.

Lo vi sacar mi cabeza por encima del agua.

— Todo va bien, querida — jadeó —. Nos salvaremos…

El barco pesquero estaba casi encima de él; se deslizó hacia un costado en los últimos metros, en el momento en que un hombre saltaba desde la borda, con una soga atada a la cintura. En la cara de mi querido Richard había tanto pánico que no pude mirar.

Cuando aparté la vista vi una luz gloriosa: amor, expandido delante de mí. No era el túnel del que él me había hablado tanto, pero así lo parecía, porque en comparación con la luz todo lo demás era tinta y no había más rumbo que el de ese amor asombroso.

La luz decía: «No te preocupes», con una seguridad tan maravillosa, suave y perfecta que confié en ella con todo mi ser.

Dos siluetas avanzaban hacia mí. Una era la de un muchacho adolescente, tan familiar… Se detuvo a cierta distancia; se detuvo y permaneció inmóvil, observando.

La otra silueta se acercó; era un hombre mayor, no más alto que yo. Reconocí ese modo de caminar.

— Hola, Leslie — dijo, por fin. Su voz era grave y ronca, desgastada por los cigarrillos de muchos años.

— ¿Hy? Hy Feldman, ¿eres tú? Cubrí corriendo los últimos pasos que me separaban de él y nos abrazamos, nos abrazamos, girando en círculos, juntando nuestras lágrimas de alegría.

No tenía en el mundo entero amigo más querido que ese hombre, que me había apoyado en los viejos tiempos en que tantos otros me habían vuelto la espalda. No podía iniciar el día sin hacer un llamado a Hy.

Nos separamos para mirarnos, con sonrisas tan grandes que apenas nos cabían en la cara.

— ¡Querido Hy! ¡Oh, Dios, esto es maravilloso!

¡No puedo creerlo! ¡Cuánto, cuánto me alegro de volver a verte!

Había muerto tres años antes… ¡Qué golpe, qué dolor el de esa pérdida! Y me había puesto furiosa…

De inmediato di un paso atrás para clavarle una mirada fulminante.

— ¡Estoy enojadísima contigo, Hy!

El sonrió con los ojos chisporroteantes, como siempre. Yo lo había adoptado como sabio hermano mayor; él a mí, como hermana tozuda.

— ¿Todavía estás enfadada?

— ¡Por supuesto! ¡Qué cosa despreciable has hecho! ¡Yo te amaba, confiaba en ti! Prometiste no fumar otro cigarrillo mientras vivieras, pero seguiste fumando y rompiste dos corazones con el tabaco, Hy Feldman. ¡Rompiste también el mío! ¿Alguna vez se te ocurrió pensarlo? ¡Cuánto nos hiciste sufrir, a todos los que te amábamos, haciendo algo que nos privó de ti tan prematuramente! ¡Y por motivos idiotas!

El bajó la vista, manso y tímido, mirándome a través de esas cejas hirsutas.

— ¿Sirve de algo que pida perdón?

— No — respondí, con un mohín —. Podrías haber muerto por buenos motivos, Hy, por una buena causa, y yo habría comprendido: lo sabes. Podrías haber muerto luchando por los derechos humanos, para salvar los océanos o los bosques… o la vida de cualquier desconocido. ¡Pero moriste por fumar, cuando habías prometido abstenerte!

— No volveré a hacerlo— me sonrió —. Lo prometo.

— ¡Vaya promesa! — protesté. Y no pude dejar de reír.

— ¿Te parece que fue hace mucho tiempo? — preguntó.

— Ayer.

El me tomó de la mano y la estrechó. Giramos hacia la luz.

— Vamos. Hay aquí alguien a quien extrañas desde hace más tiempo que a mí.

Me detuve. De pronto no podía pensar en otra cosa que no fuera Richard.

— Hy — dije —, no puedo, tengo que regresar. Richard y yo estamos en medio de una aventura realmente extraordinaria; estamos viendo cosas, aprendiendo cosas… ¡No veo la hora de contártelo! ¡Pero ha ocurrido algo espantoso! ¡Cuando lo dejé estaba frenético de preocupación! — Y por entonces yo también estaba frenética. — Tengo que volver a su lado.

— Leslie — dijo él, sujetándome.la mano con fuerza —. Deténte, Leslie. Tengo que decirte algo.

— ¡No! No, Hy, por favor. Vas a decirme que he muerto. ¿Verdad?

El asintió con su triste sonrisa.

— Pero no puedo dejarlo, Hy. ¡No puedo desaparecer y no regresar jamás! No sabemos vivir el uno sin el otro.

Me miró, todo suave comprensión, borrada la sonrisa.

— Hemos conversado mucho sobre el morir, sobre cómo sería— continué —, y nunca tuvimos miedo a la muerte. Lo que temíamos era vernos separados. Decidimos que, de algún modo, moriríamos juntos. Y lo habríamos hecho, de no ser por este estúpido… ¿Te imaginas? ¡Ni siquiera sé cómo nos estrellamos!

— No fue estúpido — corrigió él —. Hubo un motivo.

— Bueno, no conozco ese motivo y, si lo conociera, no importaría. ¡No puedo dejarlo!

— ¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez él debe aprender algo y que jamás lo descubriría si te tuviera a su lado? ¿Algo importante?

Sacudí la cabeza.

— No hay nada tan importante— repliqué — De lo contrario nos habríamos separado antes.

— Ahora estáis separados.

— ¡No, no lo acepto!

En ese momento, el joven avanzó hacia nosotros, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Era alto y delgado, tan tímido que se le notaba al caminar. No pude apartar la vista, pero su aspecto me provocaba tal dolor en el corazón que apenas podía soportarlo.

Por fin él levantó la cabeza: traviesos ojos negros que sonreían nuevamente a los míos, después de tantos años.

¡Ronnie!

Mi hermano y yo habíamos sido inseparables cuando niños. Nos abrazamos estrechamente, llorando nuestro desesperado júbilo por vernos reunidos otra vez.

Cuando yo tenía veinte años y él diecisiete, Ronnie se mató en un accidente. Lloré su pérdida hasta los cuarenta años. Su vitalidad había sido tan intensa, tan imposible resultaba imaginarlo muerto, que nunca pude creer en su desaparición ni logré aceptarla. Eso me cambió; perdí la esperanza y la decisión; extraviada, deseaba morir. ¡Qué poderoso había sido el vínculo entre nosotros!

Ahora estábamos juntos otra vez y nuestra felicidad era tan abrumadora como lo había sido el dolor.

— Estás igual — le dije, por fin, observándolo con sorpresa. Recordaba ahora por qué nunca había podido ver una película de James Dean sin llorar: la cara de Ronnie se parecía mucho a la suya. — ¿Cómo puedes estar igual después de tanto tiempo?

— Esto fue sólo para que me reconocieras. — Se echó a reír, pensando en otras ideas que había tenido para nuestro reencuentro. — Iba a venir bajo la forma de un perro viejo o algo por el estilo, pero… Bueno, hasta yo me di cuenta de que no era buen momento para una broma.

Bromas. Yo había sido la seria, la que se esforzaba y pujaba, indetenible. El había decidido que nuestra pobreza era abrumadora, que luchar no tenía sentido; prefería el alivio de la comicidad; reía y hacía travesuras cuando yo estaba en mis momentos más graves, hasta darme ganas de estrangularlo. Pero era encantador, divertido, apuesto; todo se le perdonaba. Todo el mundo lo amaba; especialmente, yo.

— ¿Cómo está mamá? —preguntó.

Me di cuenta de que lo sabía, pero que deseaba saberlo por mí.

— Mamá está bien, pero te echa de menos. Yo acabé por aceptar que ya no estabas, hace unos diez años, aunque no lo creas. Pero ella no lo aceptó. Jamás.

El suspiró.

Después de haberme negado a creer en su muerte, ahora apenas podía creer que estuviera allí, a mi lado. ¡Qué asombroso, tenerlo nuevamente junto a mí!

— Tengo tantas cosas que contarte, tanto que preguntar…

— Te dije que te esperaba algo maravilloso — dijo Hy.

Me echó un brazo sobre los hombros y Ronnie hizo lo mismo. Yo abracé a ambos por la cintura y los tres caminamos más hacia la luz, así abrazados.

— ¡Ronnie, Hy! — Meneé la cabeza, otra vez sobrecogida. — ¡Este es uno de los días más felices de mi vida!

En ese momento vi lo que tenia por delante. — ¡Oh…!

Un valle glorioso se extendió ante nuestra vista mientras caminábamos; un riacho centelleaba entre campiñas y bosques, llenos de dorados y escarlatas otoñales. Detrás de él, montañas muy altas, coronadas de nieve. A la distancia caían silenciosamente cascadas de trescientos metros de altura. Era apabullante, como mi primera visita a…

— ¿El parque Yosemite? — pregunté.

— Sabíamos que te encantaba — asintió Hy —; se nos ocurrió que quizá te gustaría sentarte aquí para conversar.

Buscamos un bosquecillo bañado de sol y nos sentamos sobre una alfombra de hojas. Nos miramos mutuamente, pura alegría. ¿Por dónde empezar? me preguntaba, ¿por dónde?

Otra parte de mí sabía; formuló la pregunta que me había acosado por tantos años.

— Ronnie, ¿por qué? Sé que fue un accidente, sé que no moriste por propia voluntad. Pero he estado descubriendo hasta qué punto manejamos nuestra vida. No puedo dejar de pensar que, en algún plano, tú elegiste abandonarnos en ese momento.

La respuesta llegó como si él lo hubiera pensado por tanto tiempo como yo.

— Fue una mala elección — respondió, con desenvoltura —. Estaba convencido de que, con tan mal comienzo en la vida, jamás podría progresar. A pesar de todas mis bromas yo era un alma extraviada, ¿lo sabías?

Esbozó una sonrisa traviesa para disimular la melancolía.

— Creo que, en el fondo, lo sabía — reconocí, con el corazón destrozado otra vez —, y eso es lo que nunca pude aceptar. ¿Cómo podías estar extraviado cuando todos te amábamos tanto?

— Yo mismo no me inspiraba tanta simpatía como a vosotros — explicó —. No me creía digno de amor ni de nada, en realidad. Ahora, al recordar, comprendo que podría haber llevado una buena vida, pero por entonces no lo veía de ese modo. — Apartó su rostro. — Mira, no se puede decir que yo haya decidido: «Ahora saldré a matarme», pero tampoco me esforzaba mucho por vivir. No trataba de sacarle jugo a la vida, como tú. —Meneó la cabeza. — Mala elección.

Nunca lo había visto tan serio. ¡Qué extraño y maravilloso era oírlo hablando así, borrando mi confusión y el dolor de décadas con unas pocas palabras de explicación!

Me sonrió con timidez.

— Te he estado vigilando — dijo —. Por un tiempo pensé que te reunirías conmigo muy pronto. Después te vi revertir la situación; comprendí que yo también habría podido hacerlo y me lamenté… Bueno, era una vida dura. Debería haberla manejado de otro modo. Pero aprendí muchísimo. Desde entonces no he dejado de aprovecharlo.

— ¿Que me vigilabas? — repetí —. ¿Sabes lo que ha estado pasando en mi vida? ¿Conoces a Richard?

Me apasionaba pensar que él estaba enterado de la existencia de mi maravilloso marido.

El asintió.

— Es estupendo. ¡Me alegro por ti!

¡Richard!

De pronto volvió el pánico. ¿Cómo podía estarme sentada allí, conversando tranquilamente? ¿Qué me pasaba? Richard me había dicho que las personas pasaban por un momento de confusión después de la muerte, pero ¡eso era inconcebible!

— Está preocupado por mí, ¿sabes? Piensa que me ha perdido, que nos hemos perdido mutuamente. No puedo quedarme, por mucho que os ame a ambos, ¡no puedo! Comprendéis, ¿verdad? Tengo que volver a él…

— Leslie — dijo Hy —, Richard no podrá verte.

— ¿Por qué? — ¿Qué cosa terrible sabía Hy que yo no hubiera tenido en cuenta? ¿Acaso me había convertido en el fantasma de un fantasma? ¿Acaso estaba…? — ¿Vas a decirme…? ¿Quieres decirme que en realidad he muerto? ¿Que esto no es una muerte a medias, con la posibilidad de regresar, sino la muerte real? ¿Sin alternativas?

El asintió. Me interrumpí, estupefacta.

— Pero Ronnie ha estado conmigo, dijo que me vigilaba, que siempre estuvo.

— Pero tú no podías verlo, ¿verdad? — señaló Hy —. No sabías que estaba allí.

— A veces, en sueños…

— En sueños, claro que sí, pero…

Sentí un súbito alivio.

— ¡Bien!

— ¿Es ése el tipo de matrimonio que deseas? — dijo —. ¿Que Richard te vea cuando duerme y te olvide todas las mañanas? En vez de prepararte para salirle al encuentro cuando llegue, para enseñarle lo que has aprendido, ¿quieres flotar a su alrededor sin ser vista?

— Mira, Hy: pese a todo lo que hemos conversado sobre la muerte y la superación de la muerte, sobre nuestra misión conjunta a lo largo de muchas vidas, él sólo sabe que yo morí en un accidente de aviación y que ése fue mi fin. ¡Creerá que todas sus convicciones estaban equivocadas!

Mi viejo amigo me observaba con incredulidad. ¿Era posible que no comprendiera?

— ¡Hy! ¡El motivo de nuestra vida fue estar juntos, expresar el amor! ¡No habíamos terminado! Es como escribir un libro y abandonarlo por la mitad, en el capítulo 17, cuando debía tener veintitrés. No podemos abandonar y hacer de cuenta que ése es el final. Dejar que el libro sea publicado, cosa inútil sin final…

Me negaba a creerlo.

— Viene un lector que quiere saber qué descubrimos, quiere saber cómo usamos lo aprendido bella y creativamente, para vencer los desafíos que se nos presentaban, y en medio del libro todo acaba con una nota del editor: Entonces se estrellaron con su avión y ella murió; por eso nunca concluyeron con lo que habían empezado.

— Casi todo el mundo deja su vida sin terminar. Así fue la mía — observó Hy.

— ¡En eso tienes razón! — le espeté —. Entonces ya sabes lo feo que es eso. ¡Nosotros no vamos a dar nuestra historia por terminada cuando está apenas por la mitad!

Me sonrió con su cálida sonrisa.

— ¿Quieres que el relato diga que, después del accidente, Leslie volvió de entre los muertos y que vivieron felices por siempre jamás?

— No sería de lo peor. — Todos reímos. — Naturalmente, preferiría que dijera cómo lo hicimos, qué principios utilizamos, para que cualquiera pudiera hacer lo mismo.

¡Lo había dicho en broma, pero de pronto se me ocurrió que ésa podía ser una prueba más, un desafío más del esquema!

— Mira, Hy — dije —, Richard tuvo razón en muchas cosas que parecían locuras al principio. Ya conoces su ley cósmica, según la cual las cosas que tenemos en el pensamiento se hacen realidad. ¿Acaso la ley cósmica cambia súbitamente porque nos hayamos estrellado? ¿Cómo es posible que yo tenga ahora algo en el pensamiento, algo tan importante, sin que se torne realidad?

Vi que él cedía. Sonrió.

— Las leyes cósmicas no cambian.

Le estreché la mano.

— Por un momento me pareció que tratarías de detenerme.

— Nadie en el mundo tiene poder suficiente para detener a Leslie Parrish. ¿Por qué piensas que aquí podrían hacerlo?

Nos pusimos de pie. Hy me despidió con un abrazo.

— Tengo una curiosidad — dijo —. Si hubiera muerto Richard y no tú, ¿lo habrías dejado ir? ¿Habrías confiado en que se las compusiera bien por el tiempo que tú tardaras en concluir tu propia vida?

— No. Me habría matado.

— Cabeza de piedra — dijo.

— Sé que no tiene sentido. Nada tiene sentido, pero tengo que volver a él. No puedo dejarlo, Hy. ¡Lo amo!

— Lo sé. Anda, vete.

Me volví hacia Ronnie. Mi adorado hermano y yo nos abrazamos largamente, en silencio. ¡Qué difícil era separarse!

— Te amo — dije, mordiéndome los labios para contener las lágrimas, mientras daba un paso atrás —. Os amo a los dos. Siempre os amaré. Y volveremos a estar juntos, ¿verdad?

— Ya lo sabes — aseguró Ronnie —. Cuando mueras y busques otra vez a tu hermano, verás venir cierto perro viejo…

Reí entre lágrimas.

— Nosotros también te amamos — dijo.

Nunca había imaginado que pudiera llegar ese día. Bajo mi escepticismo había esperado siempre que Richard tuviera razón, que la vida fuera algo más que una sola existencia. Ahora lo sabía. Ahora, con lo que había aprendido del diseño y del morir, me alejé segura de ello. Sabía también que, algún día, Richard y yo caminaríamos juntos hacia el interior de esa bella luz. Todavía no.

Volver a la vida no era imposible, no era siquiera difícil. Una vez franqueado el muro que nos supone incapaces de intentar lo imposible, vi el diseño en el tapiz, tal como Pye había dicho. ¡Hebra a hebra, paso a paso! No volvía a la vida, sino a un enfoque de forma; es un enfoque que cambiamos todos los días.

Encontré a mi querido Richard en un mundo alternativo que, de algún modo, había tomado por real. Estaba caído en tierra, sobre mi tumba. Su dolor era una sólida muralla a su. alrededor; no podía verme ni oír que estaba con él.

Pujé contra la muralla.

— Richard…

Nada. ¡Richard, estoy contigo!

Sollozó contra mi lápida. ¿No habíamos acordado nada de lápidas?

— Querido mío, estoy contigo en este mismo instante, mientras lloras en el suelo; estaré contigo cuando duermas y cuando despiertes. ¡Sólo nos separa tu convencimiento de que estamos separados!

Las flores silvestres, sobre la tumba, le decían que la vida cubre el sitio mismo donde la muerte sólo puede parecer, pero su mensaje le pasaba tan desapercibido como el mío.

Por fin se levantó trabajosamente y caminó como alma en pena hacia la casa, rodeado por su muro de dolor. Pasó por alto el crepúsculo y su mensaje a gritos: lo que parece noche es el mundo preparándose para un alba que ya existe. Y arrojó su saco de dormir en la cubierta.

¿Cuántos gritos puede bloquear un hombre, impidiéndoles llegar al saber? ¿Era ése mi esposo, mi querido Richard, siempre convencido de que nada ocurre por azar, desde la caída de una hoja hasta el nacimiento de una galaxia? ¿Llorando hasta perder el corazón, en su saco de dormir, bajo las estrellas?

— ¡Richard! — le dije —. ¡Tienes razón! ¿Siempre estuviste en lo cierto! ¡El accidente no ocurrió por azar! ¡La perspectiva! ¡Ya sabes todo lo necesario para hacer que volvamos a estar juntos! ¿Recuerdas? ¡Enfoque!

De pronto descargó el puño contra la cubierta, descargando la ira contra sus murallas.

— ¡No hemos terminado! — le grité —. ¡Nuestra historia no ha terminado! Tenemos… tanto… por qué vivir… ¡Puedes cambiar ahora! ¡Querido Richard, AHORA!

La muralla que lo rodeaba se movió, resquebrajada en los bordes. Cerré los ojos y enfoqué todo mi ser. Nos vi a ambos en la cabina intacta de Gruñón, suspendida por sobre el diseño; sentí que volábamos juntos. Sin dolor, sin pesar, sin separación.

El también lo sintió. Se esforzó por impulsar el acelerador hacia adelante. Tenía los ojos cerrados y cada fibra de su cuerpo se estremecía contra esa sencilla palanca.

Como si hubiera estado hipnotizado, como si se arrancara ahora de ese trance por pura voluntad, tembló y aplicó cada gramo de músculo contra sus propios convencimientos de hierro. Los convencimientos cedieron medio centímetro. Un centímetro.

Mi corazón casi estallaba por él. Agregué mi voluntad a la suya.

— ¡Querido mío! ¡No he muerto, nunca morí! ¡Estoy contigo ahora mismo! ¡Estamos juntos!

Las paredes temblaron a su alrededor, dejando caer algunos trozos. El motor de Gruñón cobró impulso y ronroneó. Los indicadores del tablero se movieron imperceptiblemente.

Richard contuvo el aliento. Las venas palpitaban en su cuello; tenía los dientes apretados y luchaba por cambiar lo que había tomado por verdad. Negó el accidente. Contra toda la prueba de las apariencias, negó mi muerte.

— ¡Richie! — le grité— ¡Es cierto! ¡Sí, por favor! ¡Aún podemos volar!

En ese momento el acelerador cedió y el motor cobró velocidad en un trueno; la espuma voló debajo de nosotros.

¡Era una gloria verlo! Abrió los ojos en el segundo en que Gruñón se desprendía de las olas.

Al fin oí su voz, en un mundo que volvíamos a compartir.

— ¡Leslie! ¡Oh, Leslie! ¡Has vuelto! ¡Estamos juntos!

Ella tenía la cara bañada en lágrimas y risas. — ¡Richie, tesoro! — exclamó —. ¡Lo hiciste, te amo, LO HICISTE!

Загрузка...