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El transpondedor de radar es una caja negra en el tablero de instrumentos del anfibio, con ventanillas que muestran un código de cuatro números. Cuando ponemos números en esas ventanillas, en cuartos oscuros situados a kilómetros de distancia se nos identifica: número de avión, rumbo, altitud, velocidad; todo lo que interesa a los del control de tránsito aéreo, en sus verdes talleres de radar.

Esa tarde, tal vez por diezmilésima vez en mi carrera de piloto, alargué la mano para cambiar esos números en sus ventanillas. Cuatro en la primera, seis en la segunda, cuatro en la siguiente, cinco en la última. Mientras mantenía la vista baja, fija en esa tarea, percibí un extraño zumbido que se inició en do bajo y fue ascendiendo por la escala hasta volverse inaudible; después, un juomp, como si nos hubiera alcanzado una fuerte corriente de aire ascendente, y un crepitante destello de luz de ámbar en la cabina.

Leslie gritó:

Giré bruscamente la cabeza para mirarla a la cara. La boca abierta, los ojos. dilatados.

— Un poco de turbulencia, queridita — dije—; un poco de…

En ese momento pude ver con mis propios ojos y me interrumpí en medio de la frase.

Los Angeles había desaparecido.

Desaparecidos estaban la ciudad, allá adelante, ancha como el horizonte; las montañas que la rodeaban; el velo de neblina de ciento cincuenta kilómetros.

ESFUMADOS.

El cielo había tomado el color azul de las flores silvestres: intenso, fresco, frío. Allá abajo no había autopistas, tejados y centros comerciales, sino un mar sin interrupciones, espejo del cielo. Azul de pensamiento, ese mar, que no tenía la profundidad del océano en su parte media, sino bajíos por doquier, como si hubiera arena de cobalto a una braza de profundidad, un diseño de platas y oros.

— ¡Dónde está Los Angeles? — dije —. ¿Ves…? ¡Dime qué ves!

— ¡Agua! ¡Estamos sobre el océano! — exclamó ella— Richie, Z,qué pasó?

— ¡No lo sé! —respondí, todo confusión vacua.

Verifiqué el tablero de instrumentos del motor; todos los indicadores marcaban lo que correspondía. La velocidad aerodinámica no había cambiado; el rumbo seguía siendo de 142 grados en la brújula giroscópica. Pero ahora la brújula magnética giraba ociosamente en su caja, como si hubieran dejado de importarle el norte y el sur.

Leslie probó llaves y oprimió interruptores.

— Las radios de navegación no funcionan — dijo, con el miedo atenaceándole la garganta —. Tienen potencia, pero no operan…

Sin duda. Los dispositivos de navegación mostraban líneas en blanco y banderillas en OFF. El tablero loránico presentaba un dato que nunca habíamos visto: SEÑAL PERDIDA.

Nuestras mentes también quedaron en blanco. Atónitos, lo miramos fijamente por un momento.

— ¿Viste algo antes de que… cambiara? — pregunté.

— No — dijo Leslie —. ¡Sí! Hubo una especie de silbido. ¿Lo oíste? Después, un destello de luz amarilla, un… una onda de impacto a nuestro alrededor… ¡y entonces desapareció, junto con todo lo demás! ¿Dónde estamos?

Se lo resumí lo mejor que pude:

— El avión marcha bien, exceptuando el loran y las radios de navegación. Pero la brújula magnética ha fallado… ¡El único instrumento de un avión que nunca puede fallar ha fallado! No sé dónde estamos.

— ¿Control Los Angeles? — sugirió ella, súbitamente.

— ¡Bien! — Oprimí el botón del micrófono.

— Hola, Control Los Angeles, Martín Uno Cuatro Bravo.

Bajé la vista, esperando la respuesta. Bajo el agua, la arena estaba torneada en una vasta matriz retorcida, como si allá corrieran arremolinados ríos de luz, arroyuelos que se reunieran en innumerables tributarios, todos conectados y reverberando a un par de metros de la superficie.

— Hola, Control Los Angeles — repetí —, aquí Martín Anfibio Uno Cuatro Bravo. ¿Cómo me reciben?

Subí el volumen; había estática en el altavoz de la cabina. La radio funcionaba, pero nadie hablaba por ella.

— Hola, cualquier estación que reciba a Martín Avemarina Uno Cuatro Bravo. Responda por esta frecuencia.

Ruido blanco. Ni una palabra.

— Me estoy quedando sin ideas — confesé. ¡RICHARD!

Por instinto urgí al avión a ascender, en busca de una vista más amplia, con la esperanza de que la altura nos ayudaría a encontrar alguna pista del mundo que habíamos perdido.

En pocos minutos descubrimos algunos hechos extraños: por mucho que ascendiéramos, el altímetro no se alteraba; el aire no estaba más enrarecido por la altitud. Cuando calculé que estaríamos a tres mil metros, el instrumento aún marcaba el nivel del mar.

El panorama tampoco se alteraba: millas y millas de bajíos caleidoscópicos, colores interminables, esquemas que nunca se repetían. El horizonte era igual por doquier: ni montañas ni islas. No había sol, ni nubes, ni barcos, ni seres vivientes.

Leslie dio un golpecito al indicador de combustible.

— Se diría que no estamos consumiendo nada — comentó — ¿Es posible?

— Lo más probable es que el flotador se haya atascado.

El motor funcionaba más lento o más rápido según yo moviera el acelerador, pero nuestro indicador de combustible se había petrificado una pizca por debajo del medio tanque.

— Sólo eso faltaba — le dije, meneando la cabeza —. Que también fallara el indicador de combustible. Probablemente nos queden dos horas de vuelo, pero preferiría economizar lo que tenemos.

Ella estudió el horizonte vacío.

— ¿Dónde aterrizaremos? — preguntó.

— ¿Acaso importa?

El mar lanzaba hacia arriba sus colores de gloria, desconcertándonos con sus esquemas.

Deslicé el acelerador hacia atrás y el barco volador se asentó en un largo planeo. Mientras descendíamos observamos aquel espectral paisaje marino. Dos de los senderos refulgían, serpenteando primero por separado, después en sentido paralelo, para unirse finalmente. De los dos partían otros miles, como ramas en un bosque de sauces.

Hay un motivo para esto, pensé. Algo trazó esas líneas. ¿Eran senderos? ¿Caminos de lava? ¿Rutas subacuáticas?

Leslie me tomó la mano.

— Richie — dijo, suave y triste —, ¿no te parece que estamos muertos? Tal vez chocamos con algo en el aire o algo chocó contra nosotros a tanta velocidad que no nos dimos cuenta.

En la familia, el experto sobre la muerte soy yo, pero ni siquiera se me había ocurrido… ¿Y si ella tenía razón? Pero en ese caso, ¿qué hacía Gruñón con nosotros? De cuanto he leído sobre la muerte, nada dice que no cambie siquiera la presión de aceite.

— ¡Esto no puede ser la muerte! — dije —. Los libros dicen que, cuando morimos, hay un túnel, luz, un amor increíble, gente que nos sale al encuentro… Si nos tomamos el trabajo de morir juntos, los dos al mismo tiempo, ¿no crees que ellos se las habrían arreglado para estar esperándonos?

— Tal vez los libros se equivocan — dijo ella.

Descendimos en silencio, abatidos por la tristeza. ¿Cómo era posible que el regocijo y la promesa de nuestras dos vidas hubieran terminado tan de pronto?

— ¿Te sientes muerto? — preguntó ella.

— No.

— Yo tampoco.

Volamos a baja altura por sobre los canales paralelos, atentos a cualquier formación de coral, a cualquier tronco flotante antes de acuatizar. Aun cuando se está muerto, uno trata de no hacer pedazos su avión descendiendo sobre alguna roca.

— ¡Qué manera tonta de terminar una vida! — suspiró Leslie —. Ni siquiera sabemos qué pasó, cómo morimos.

— ¡La luz dorada, Leslie, la onda de choque! ¿Pudo haber sido una explosión nuclear? ¿Acaso fuimos los primeros en morir en la Tercera Guerra Mundial?

Ella quedó pensativa.

— No, no lo creo. Eso no venía hacia nosotros: se alejaba. Además, habríamos sentido algo.

Volamos en silencio. Tristes. Muy tristes.

— ¡No es justo! — protestó Leslie —. La vida se había vuelto tan hermosa… Trabajamos tanto, superamos tantos problemas… Apenas empezábamos a pasarla bien.

Suspiré.

— Bueno, si morimos, hemos muerto juntos. Esa parte de nuestros planes se cumplió.

— Se supone que la vida pasa frente a una en un instante — dijo ella —. ¿Viste pasar tu vida?

— Todavía no — dije — ¿Y tú?

— No. Y dicen que todo se vuelve negro. ¡Eso también está equivocado!

— ¿Es posible que tantos libros, que nosotros mismos nos equivoquemos tanto? ¿Recuerdas las noches en que nos salíamos del cuerpo? La muerte debería ser así, sólo que continuaríamos afuera en vez de regresar por la mañana.

Yo siempre había pensado que la muerte tendría sentido, que sería una oportunidad racional y creativa de lograr una nueva comprensión, una alegre libertad con respecto a los límites de la materia, una aventura más allá de los muros de las torpes convicciones. Nada nos había advertido que morir era volar sobre un infinito océano en tecnicolor.

Al menos podíamos descender. No había rocas, algas ni cardúmenes. El agua estaba calma y clara; el viento apenas rizaba la superficie.

Leslie me señaló aquellos dos senderos refulgentes.

— Se diría que esos dos son amigos — dijo —: siempre juntos.

— Tal vez sean pistas — sugerí —. Me parece que lo mejor es descender sobre ellos. Posémonos justo donde se unen, ¿te parece bien? ¿Lista para acuatizar? — Creo que sí — dijo ella.

Miré por las ventanillas laterales, verificando nuestro tren de aterrizaje por partida doble.

— La mayor izquierda está subida — dije—; la del morro, subida; la mayor derecha, subida. Todas las ruedas están subidas para acuatizaje; los flaps están bajados…

Iniciamos el último giro lento y el mar se inclinó graciosamente, cámara lenta, para salirnos al encuentro. Flotamos por un largo instante, a algunos centímetros de la superficie; reflejos de color pastel salpicaban el casco blanco.

La quilla rozó las ondulaciones de la superficie y el hidroavión se convirtió en lancha de carrera, lanzada en una nube de llovizna. El susurro del motor se esfumó en el torrente de agua, en tanto yo desactivaba el acelerador para aminorar la velocidad.

Luego el agua desapareció, el avión desapareció. A nuestro alrededor, borroneados, se veían tejados, bandas de tejas rojas y palmeras, el muro de un gran edificio con ventanas bien hacia adelante.

— ¡CUIDADO!

Un segundo después nos deteníamos dentro de ese edificio, mareados, pero indemnes, juntos y de pie en un largo corredor. Alargué la mano hacia mi esposa y la abracé.

— ¿Estás bien? — preguntamos los dos a un tiempo, sin aliento.

— ¡Sí! — dijimos —. ¡Ni un rasguño! ¿Y tú? ¡Sí!

No había vidrio estrellado en la ventana, al final del corredor, ni agujero en la pared a través de la cual habíamos pasado. Nadie a la vista, ni un ruido en todo el edificio.

Estallé de frustración.

— ¿Qué diablos está pasando?

— Richie — dijo Leslie, en voz baja, con los ojos grandes de extrañeza —, este lugar me resulta conocido. ¡Ya hemos estado aquí!

Miré a mi alrededor. Un corredor con muchas puertas, alfombra de color rojo ladrillo, puertas de ascensor frente a nosotros, palmeras en tiestos. La ventana daba a tejados llenos de sol; más allá, colinas doradas, de poca altura, y el neblinoso azul de la tarde.

— Es… parece un hotel. No recuerdo ningún hotel…

Se oyó una suave señal sónica; una flecha verde se encendió por sobre las puertas del ascensor.

Ante nuestra mirada, las puertas se abrieron con un ronroneo. Adentro había un hombre robusto y anguloso y una encantadora mujer, vestida con una camisa de trabajo, ya desteñida, pantalones y chaqueta marinera y una gorra de tono rojizo.

Oí que mi esposa, a mi lado, dejaba escapar una exclamación ahogada; su cuerpo se puso tenso. Del ascensor bajaban el hombre y la mujer que nosotros habíamos sido diecisiete años antes, los dos que éramos el día de nuestro primer encuentro.

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