13

Ya en el aire otra vez, parloteamos, entusiasmados, sobre Linda, Krys y su tiempo: una grandiosa alternativa a la guerra constante y los incesantes preparativos para la guerra que encerraban nuestro propio mundo en su Edad de las Tinieblas de alta tecnología.

— ¡Esperanza! — dije.

— ¡Qué contraste! — exclamó Leslie — ¡Así una se da cuenta de cuánto estamos derrochando en miedos, sospechas y guerra!

— ¿Cuántos mundos habrá tan creativos como ése? — me pregunté —. ¿Habrá más como el de ellos o más como el nuestro?

— Tal vez todos aquí sean creativos. ¡Aterricemos!


El sol, arriba, era una esfera de suave fuego cobrizo en un cielo violáceo. Su tamaño duplicaba el del sol que conocíamos, pero no era tan refulgente; estaba más cerca, pero no por eso calentaba más; bañaba la escena en dulce oro. El aire olía levemente a vainilla.

Estábamos de pie en una colina, donde el bosque se encontraba con la pradera; a nuestro alrededor brillaba una galaxia espiralada de diminutas flores de plata. Allá abajo, por un lado, se extendía un océano casi tan oscuro como el cielo; un río de diamantes reverberaba hacia él. Por el otro lado, hasta donde alcanzaba nuestra vista, una amplia llanura se estiraba hasta horizontes de prístinas colinas y valles. Desierto y sereno, el Edén revisitado.

A primera vista habría jurado que estábamos en una tierra intocada por la civilización. ¿Acaso la gente se había convertido en flores?

— Esto es… parece Viaje a las estrellas — dijo Leslie.

Cielo alienígeno, encantadora tierra alienígena.

— Ni un alma — comenté — ¿Qué estamos haciendo en un planeta silvestre?

— No puede ser tan silvestre. En alguna parte debemos estar nosotros.

La segunda mirada nos indicó observar mejor. Bajo el distante paisaje se veía un tablero de ajedrez muy difuso: sutiles líneas oscuras, como manzanas de ciudad; anchas líneas rectas, ángulos, como si en otros tiempos hubiera habido allí autopistas para el tránsito, ya desde hacía mucho convertidas en aire por la herrumbre.

Mi intuición rara vez falla.

— Ya sé qué ocurrió. ¡Hemos encontrado a Los Angeles, pero llegamos mil años tarde! ¿Ves? Allí estaba Santa Mónica; allá, Beverly Hills. ¡La civilización ha desaparecido!

— Tal vez — reconoció ella —. Pero en Los Angeles nunca hubo un cielo como éste, ¿verdad? Ni dos lunas — señaló.

Allá a la distancia, por sobre las montañas, flotaban una luna roja y otra amarilla, cada una más pequeña de lo que hubiera sido nuestra luna terrestre, una por encima de la otra.

— Hum — murmuré, convencido — No es Los Angeles. Viaje a las Estrellas.

Un movimiento en los bosques, por el lado opuesto.

— ¡Mira!

El leopardo vino hacia nosotros desde los árboles; su piel tenía el color del bronce crepuscular, marcado con audaces copos de nieve. Pensé «leopardo» por sus manchas, aunque la bestia tenía el tamaño de un tigre. Se movía con un paso extraño, entrecortado, forcejeando para trepar la colina. Cuando se acercó lo oímos jadear.

No hay posibilidad de que pueda vernos ni atacarnos, me dije. No aparece hambriento, aunque en el caso de los tigres nunca se sabe.

— ¡Está herido, Richie!

Ese paso extraño no se debía a que se tratara de un animal alienígena, sino a que alguna fuerza espantosa lo había aplastado. Con los ojos dorados encendidos por el dolor, forcejeaba como si su vida dependiera de arrastrarse por el claro hasta llegar al bosque, a nuestras espaldas.

Corrimos a ayudar, aunque no se me ocurría qué hubiéramos podido hacer, aun si hubiéramos sido de carne y hueso.

Visto de cerca era enorme: su alzada era igual a la estatura de Leslie. Ese felino gigantesco debía de pesar una tonelada.

Se oía el tormento en su respiración; comprendimos que no le quedaba mucho tiempo de vida. Tenía sangre casi seca en los flancos y en las paletas. El animal cayó; logró dar algunos pasos más y se derrumbó nuevamente entre las flores plateadas. En los últimos minutos de vida, pensé, ¿por qué se desespera tanto por llegar a esos árboles?

— ¿Qué podemos hacer, Richie? ¡No es cuestión de quedarse así, sin hacer nada! — Había angustia en los ojos de Leslie. — ¡Pobre animal!

Se arrodilló ante la enorme cabeza y trató de calmar al animal quebrado, de consolarlo. Pero su mano pasaba a través de la piel, sin que la bestia pudiera sentir su contacto.

— No hay problema, tesoro — le dije —. Los tigres eligen su destino, tal como nosotros elegimos el nuestro. La muerte no es el fin de la vida para ellos, como no lo es para nosotros…

Era cierto, pero ¡qué frío consuelo!

— ¡No! No podemos haber llegado hasta aquí para ver a esta bella… ¿para verla morir? ¡No, Richie! El gigante se estremeció en la hierba.

— Querida mía — dije, acercándola a mí —, hay un motivo. Siempre hay un motivo. Sólo que en este momento no sabemos cuál es.

La voz, desde el límite de la selva, era tan amante como la luz del sol, pero corrió como un trueno a través de la pradera.

— ¡Tyeen!

Giramos en redondo.

Junto a las flores había una joven. Al principio me pareció que era Pye, pero tenía la piel más clara y el pelo de arce más largo que nuestra guía. Aun así, parecía tan hermana de nuestra guía de alter-mundos como de mi esposa: la misma curva de la mejilla, la misma mandíbula cuadrada. Lucía un vestido de color verde primaveral; sobre él, un manto de oscura esmeralda que llegaba al pasto.

Ante nuestros ojos corrió hacia el animal quebrado.

La gran bestia se movió y levantó la cabeza, para toser un último rugido roto hacia ella, por entre las flores.

La mujer llegó en un revoloteo de verdes y se arrodilló a su lado, sin temor, para tocarlo con suavidad. Sus manos eran diminutas sobre la cara enorme.

— Arriba, vamos — susurró.

El animal se esforzó en obedecer, arañando el aire con las zarpas.

— Temo que está malherido, señora — dije —. Probablemente no se pueda hacer gran cosa…

Ella no me escuchó. Con los ojos cerrados, concentró su amor en la monstruosa silueta y la acarició con mano ligera. De pronto abrió los ojos y pronunció.

— Tyeen, pequeña, ¡levántate!

La tigresa, con un nuevo rugido, se levantó de un salto, entre una lluvia de hierbas al aire, y aspiró profundamente, irguiéndose por sobre la mujer hundida entre las flores. Ella se levantó y le rodeó el cuello con los brazos. Tocó sus heridas, le acarició el pelaje de las paletas.

— Tyeen, gata tonta — murmuró —, ¿dónde está tu conocimiento? ¡No es ésta tu hora de morir!

La sangre coagulada había desaparecido; el exótico pelaje se había sacudido el polvo. El gran animal miró hacia abajo, a esa persona; por un momento cerró los ojos y le hociqueó el hombro.

— Te pediría que te quedaras — dijo la mujer —, pero ¿cómo hacer razonar a los cachorros hambrientos? ¿eh? Anda, vete.

Un gruñido como de dragón, reacio a alejarse.

— ¡Ve! Y ten cuidado con los barrancos, Tyeen — dijo ella —. ¡No eres una cabra de montaña!

La gigante volvió la cabeza hacia ella; después se sacudió y se alejó a brincos largos, gracia fácil a través de la pradera, sombras ondulantes, hasta desaparecer entre los árboles.

La mujer la observó hasta perderla de vista. Luego se volvió hacia nosotros, desenvuelta.

— Le encantan las alturas — dijo, resignada a tanta estupidez —. Las alturas la apasionan y no logra entender que no cualquier roca soporta su peso.

— ¿Qué hiciste? — preguntó Leslie — Nos pareció… se la veía tan mal que…

La mujer se volvió para caminar hacia las cumbres, indicándonos por señas que la siguiéramos.

— Los animales sanan pronto — dijo —, pero a veces necesitan un poco de amor para salir del trance. Tyeen es una vieja amiga.

— Nosotros también debemos de ser viejos amigos — observé —, puesto que nos ves. ¿Quién eres?

Nos estudiaba en tanto caminábamos. Ese rostro bello, cuyos ojos eran más verdes que el mismo manto, nos escrutó por un instante, con la celeridad del láser, en pequeñas miradas a derecha e izquierda, leyéndonos el alma a toda velocidad. ¡Qué inteligencia la de aquellos ojos! Nada de disimulos, nada de defensas.

Por fin sonrió, como si de buenas a primeras algo cobrara sentido.

— ¡Leslie y Richard! — saludó — ¡Soy Mashara!

¿Cómo podía conocernos? ¿Dónde nos habían presentado? ¡Qué papel jugaba en ese lugar y qué era ese lugar para ella? Mis preguntas se borronearon. ¡Qué clase de civilización vivía allí, invisible? ¿Cuáles eran sus valores? ¿Quién era esa persona?

— Soy vosotros en mi dimensión — dijo, como si hubiera escuchado mis pensamientos —. Quienes os conocen aquí os llaman Mashara.

— ¿Qué es esta dimensión? — preguntó Leslie —. ¿Dónde está situado este lugar? ¿Cuándo…?

Ella se echó a reír.

— Yo también tengo preguntas que haceros. Venid.

Apenas por detrás del límite de la pradera había una casa, no más grande que una cabaña de leñadores. Estaba construida de roca sin cemento: las piedras habían sido talladas y dispuestas de modo tal que entre ellas no se habría podido introducir el filo de un naipe. Las ventanas no tenían vidrios. Tampoco había puerta en el vano.

Una familia de gordas aves de corral pasaron trotando en fila india por el patio. Un animal peludo, enroscado en una rama de árbol, todo anillos de color y máscara de bandido, abrió los ojos por un momento, al acercarnos nosotros; de inmediato los cerró para seguir durmiendo.

Mashara nos invitó a pasar después que ella. Adentro, un animal parecido a una llama joven, del color de una nube estival, dormitaba en una alfombra de hojas y paja, cerca de la ventana. La curiosidad la llevó a inclinar las orejas hacia nosotros, pero no fue tanto como para que se levantara.

En la casita no había cocina, despensa ni cama, como si esa persona no comiera ni durmiera. Sin embargo estaba llena de calidez y suave protección. Si me hubiera visto obligado a adivinar, habría dicho que Mashara era la bruja buena del bosque.

Nos condujo hasta unos bancos dispuestos ante una mesa, cerca de la ventana grande; desde allí se veían árboles, la pradera y el valle.

— El mío es un espacio-tiempo paralelo al vuestro — dijo —. Pero — ya lo sabéis, por supuesto. Otro planeta, otro sol, otra galaxia, otro universo. El mismo Ahora.

— Mashara — dijo Leslie —, ¿acaso pasó aquí algo terrible, hace mucho tiempo?

Capté su pensamiento: las líneas en la tierra, el planeta vuelto a la vida salvaje. ¿Era Mashara la última sobreviviente de una civilización que en otros tiempos había gobernado allí?

— ¡Recordáis! — dijo nuestro yo alternativo —. Pero ¿es tan malo que desaparezca una civilización capaz de reducir el planeta a ruinas, desde el fondo del mar a la estratósfera? ¿Es malo que el planeta cicatrice solo?

Por primera vez me sentí intranquilo en ese lugar, imaginando cómo habrían sido sus últimos días, su muerte aullante y gemebunda.

— ¿Es bueno que perezca cualquier vida? — pregunté a mi vez.

— Que perezca, no — dijo ella, después de un instante —, pero sí que cambie. Hubo aspectos de vosotros que eligieron esa sociedad. Aspectos que disfrutaban de ella, espectros que lucharon desesperadamente por cambiar. Algunos ganaron; otros perdieron; todos ellos aprendieron.

— Pero el planeta se recuperó — dijo Leslie —. ¡Míralo! Ríos, árboles, flores… ¡Es bellísimo!

— El planeta se recuperó. Las gentes, no. — Mashara apartó la vista.

En esa persona no había orgullo, no había modestia, no juzgaba. Sólo había la verdad de lo ocurrido.

La llama se levantó para salir, lentamente.

— La evolución hizo de la civilización el timonel de este planeta. Cien mil años después, el timonel se irguió ante la evolución, no para ayudar, sino para destruir; no para curar, sino como parásito. Por lo tanto, la evolución le quitó su don, dejó la civilización a un lado, rescató al planeta de la inteligencia y lo entregó al amor.

— ¿Este… éste es tu trabajo, Mashara? — preguntó Leslie —. ¿Rescatar planetas?

Ella asintió.

— Rescatar a éste. Para el planeta, yo soy paciencia y protección, soy compasión y entendimiento. Soy las metas más altas que el pueblo antiguo vio en sí. Una bella cultura, en muchos sentidos; una preciosa sociedad, atrapada al fin por su codicia y su falta de visión. Asoló el bosque hasta convertirlo en desierto, consumió el alma de la tierra en los pozos de las minas y con los desechos; contaminó el aire y sus océanos; esterilizó la tierra con venenos y radiación. Tuvo un billón de oportunidades de cambiar, pero no lo hizo. Del suelo extrajo lujos para unos pocos, trabajo para el resto y tumbas para los hijos de todos. Hacia el fina los hijos se declararon en desacuerdo, pero habían llegado demasiado tarde.

— ¿Cómo pudo una civilización entera haber sido tan ciega? — pregunté —. Lo que haces ahora… ¡Tú tienes la solución!

Se volvió hacia mí, amor implacable.

— Yo no tengo la solución, Richard — dijo —. Yo soy la solución.

Por un rato reinó el silencio. El borde del sol tocaba ya el horizonte, pero faltaba un largo rato para la oscuridad.

— ¿Qué fue de los otros? — preguntó Leslie.

— En los últimos años, cuando comprendieron que era demasiado tarde, construyeron supercomputadoras hiperconductivas. Nos construyeron en sus cúpulas, nos enseñaron a restaurar la tierra y nos soltaron afuera, para que trabajáramos al aire libre, un aire que ellos ya no podían respirar. Su último acto, como si pidieran perdón a la tierra, fue entregarnos las cúpulas para que salváramos toda la vida silvestre que pudiéramos. Ecólogos de reconstrucción planetaria, nos llamaron. Así nos llamaron, nos dieron su bendición y salieron juntos a la ponzoña, hacia el lugar que antes habían ocupado los bosques. — Bajó la vista —. Y desaparecieron.

Escuchamos el eco de sus palabras, imaginando la soledad, la desolación que habría soportado esa mujer.

Había dejado caer la frase con mucha ligereza.

— Mashara — dije —, ¿te construyeron? ¿Eres una computadora?

Su adorable rostro se volvió hacia mí.

— Se me puede clasificar como computadora — dijo —. A ti también.

Parte de mí comprendió, al formular la pregunta, que estaba perdiendo de vista la gran imagen; perdía el quién era por el qué era.

— ¿Eres…? — pregunté. Mashara, ¿estás viva?

— ¿Te parece imposible? — preguntó ella —. ¿Acaso importa que la humanidad brille a través de átomos de carbono, de siliconas, de galio? ¿Existe por ventura algo que nazca humano?

— ¡Por supuesto! Lo más indigno… hasta los destructores, hasta los asesinos son humanos — dije —. Quizá no nos guste, pero son seres humanos.

Ella meneó la cabeza.

— Un ser humano es una expresión de vida; trae la luz, refleja el amor a través de cualquier dimensión que elija tocar, en cualquier forma que prefiera adoptar. La humanidad no es una descripción física, Richard, sino una meta espiritual. No es algo que se nos dé, sino algo que ganamos.

Asombroso, para mí el pensamiento, forjado en la tragedia de ese lugar por mucho que me esforzara en ver a Mashara como máquina, como computadora, como cosa, no podía. No era la química de su cuerpo lo que definía su vida, sino la profundidad de su amor.

— Creo que estoy habituado a llamar humanas a las personas — dije.

— Tal vez deberías pensarlo mejor — replicó Mashara.

Una parte de mí, monstruo de feria, devoraba con los ojos a esa mujer, a través del resplandor de su nuevo rótulo. ¡Una supercomputadora! Tenía que ponerla a prueba.

— ¿Cuánto es trece mil doscientos noventa y siete dividido dos coma tres dos tres siete nueve cero cero uno al cuadrado?

— ¿Tengo que responderte?

Asentí. Ella suspiró.

— Dos cuatro seis dos, coma cuatro cero siete cuatro cero dos cinco ocho cuatro ocho dos ocho cero seis tres nueve ocho uno… ¿Cuántos decimales quieres?

— ¡Asombroso! — exclamé.

— ¿Cómo sabes que no estoy inventando? — preguntó ella, mansa.

— Disculpa. Es que pareces tan…

— ¿Quieres una última prueba? — preguntó Mashara.

— Richard — advirtió Leslie, voz cautelosa. La mujer le agradeció con una mirada.

— ¿Conoces la prueba definitiva de la vida, Richard?

— Bueno, no. Siempre hay un límite entre…

— ¿Quieres responderme una sola pregunta? — Por supuesto.

Me miró directamente a los ojos, la bruja buena del bosque, sin temer a lo que sobrevendría.

— Dime, ¿cómo te sentirías si yo muriera en este momento?

Leslie ahogó una exclamación. Yo me levanté de un salto.

— ¡No!

Me cruzó una puñalada de pánico ante la posibilidad de que el amor más elevado que nuestro yo alternativo pudiera escoger fuera la autodestrucción, para permitirnos experimentar la pérdida de la vida que ella era.

— ¡No, Mashara!

Cayó tan liviana como una flor y permaneció inmóvil, muda como la muerte; los adorables ojos verdes quedaron sin vida.

Leslie se precipitó hacia ella, el fantasma de una persona hacia el fantasma de una computadora; la abrazó con tanta suavidad como la bruja buena había abrazado a su gran felino amado.

— ¿Y cómo te sentirás tú, Mashara — dijo —, cuando Tyeen, sus cachorros, los bosques, los mares y el planeta que se te dio para amar mueran contigo? ¿Los honrarás como nosotros te honramos?

Poquito a poco, la vida volvió; la encantadora Mashara se movió para mirar de frente a su hermana de otro tiempo. Cada una, espejo de la otra; los mismos valores orgullosos brillaban en mundos diferentes.

— Os amo — dijo Mashara, incorporándose con lentitud para mirarnos — Jamás penséis… que no me importa…

Leslie sonrió con la sonrisa más triste.

— ¿Cómo contemplar tu planeta sin darse cuenta de que amas? ¿Cómo amar nuestra propia tierra sin amarte a ti, querida timonel?

— Debéis iros — dijo Mashara, con los ojos cerrados. Y en un susurro —: Recordad, por favor.

Tomé a mi esposa de la mano e hice un gesto de asentimiento.

— Las primeras flores nuevas que plantemos año a año, los primeros árboles nuevos — dijo Leslie —, los plantaremos por Mashara.

La llama cruzó suavemente el umbral, con las orejas hacia adelante, los ojos oscuros, el hocico de terciopelo estirado en señal de preocupación hacia la mujer que representaba el hogar. Lo último que vimos fue a la bruja buena del bosque, con los brazos rodeando el cuello del animal: lloraba.

La casita se fundió en llovizna y sol; Gruñón volvía a desprenderse, libre por sobre el diseño.

— ¡Qué alma encantadora! — comenté —. ¡Uno de los seres humanos más preciosos que conocemos es una computadora!

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