PRIMERA LUZ SECUNDARIA: Luz de otros días

Tras dejar el pueblo atrás, seguimos las peligrosas curvas de la carretera hacia un territorio de vidrio lento.

Yo no había visto nunca una de las granjas, y al principio las encontré ligeramente misteriosas, un efecto reforzado por la imaginación y las circunstancias. La turbina del coche giraba suave y silenciosamente en el húmedo ambiente, de manera que parecía que nos estaban transportando sobre los repliegues de la carretera en una especie de silencio sobrenatural. A nuestra derecha, la montaña se cernía sobre un perfecto valle de intemporales pinares, y por todas partes se alzaban las grandes estructuras de vidrio lento, bebiendo luz. Un ocasional destello del sol de la tarde sobre el arrostramiento de las estructuras creó una ilusión de movimiento, pero en realidad los armazones estaban desamparados. Las hileras de ventanas habían estado durante años en la falda de la montaña, mirando fijamente al valle, y los hombres sólo las limpiaban en plena noche, cuando su humana presencia no importaba al sediento cristal.

Eran fascinantes, pero Selina y yo no mencionamos las ventanas. Creo que nos odiábamos tanto que ninguno de los dos tenía ganas de ensuciar algo nuevo al introducirlo en el nexo de nuestras emociones. Había empezado a comprender que las vacaciones eran ante todo una idea estúpida. Yo había pensado que lo curarían todo pero, por supuesto, no impedían que Selina estuviese embarazada y, peor todavía, ni siquiera evitaban que ella estuviera enfadada por culpa de su embarazo.

Al racionalizar nuestra consternación por su estado, habíamos propalado las frases usuales en el sentido de que sí que deseábamos tener hijos, pero más tarde, en el momento adecuado. El embarazo de Selina nos había costado su bien remunerado empleo y, con él, la nueva casa que estábamos negociando y que superaba con creces el alcance de mis ingresos como poeta. Sin embargo, la fuente real de nuestro disgusto era que nos hallábamos cara a cara con la comprensión de que la gente que dice querer hijos más tarde siempre se refiere a que nos los desean nunca. Nuestros nervios estaban vibrando con el conocimiento de que nosotros, que nos habíamos creído tan únicos, habíamos caído en la misma trampa biológica que cualquier descuidada criatura en celo.

La carretera nos llevó por las laderas meridionales de Ben Cruachan hasta que empezamos a vislumbrar el distante y grisáceo Atlántico. Yo acababa de reducir la velocidad para absorber mejor el paisaje cuando reparé en el letrero clavado en el pilar de un portillo. Decía «VIDRIO LENTO. Alta calidad, bajos precios. J. R. Hagan». Llevado por un impulso, detuve el coche al borde de la carretera, sobresaltándome un poco al oír los matorrales que fustigaban ruidosamente la carrocería.

—¿Por qué nos hemos parado?

La cercana cabeza de Selina, con el cabello de un plateado grisáceo, se volvió, sorprendida.

—Mira ese letrero. Vamos a ver qué hay. El material podría tener un precio razonable.

La voz de Selina sonó agudísima en su desdén cuando se negó, pero yo estaba muy cautivado por mi idea y no presté atención. Tenía la ilógica convicción de que hacer algo extravagante y alocado arreglaría nuestra situación.

—Vamos —insistí—, tal vez el ejercicio nos siente bien. De todas formas llevamos demasiado tiempo en el coche.

Ella hizo un gesto de indiferencia que me hirió, y salió del automóvil. Descendimos por una senda formada por irregulares escalones de barro apisonado salpicados aquí y allá por grupos de árboles jóvenes. El camino se torcía entre los árboles que revestían la falda de la montaña, y al final encontramos una casa de campo de aspecto vulgar. Más allá del pequeño edificio de piedra, estructuras de vidrio lento de gran altura contemplaban el asombroso paisaje del laborioso descenso del Cruachan hacia las aguas del lago Linnhe. La mayoría de las láminas eran perfectamente transparentes, aunque algunas estaban oscuras, como tableros de ébano pulido.

Cuando nos aproximábamos a la casa a través de un limpio patio pavimentado con guijarros, un hombre alto y de edad madura que vestía un traje de cheviot color ceniza se levantó y nos saludó agitando las manos. Había estado sentado en el bajo muro de piedra bruta que delimitaba el patio, fumando en pipa y mirando fijamente la casa. En la ventana delantera de la casa de campo se hallaba una mujer joven con un vestido color de mandarina y un niño de corta edad en sus brazos, pero se volvió despreocupadamente y desapareció de nuestra vista mientras nos acercábamos.

—¿El señor Hagan? —conjeturé.

—Exactamente. Vienen a ver vidrio, ¿verdad? Bueno, han venido al sitio adecuado.

Hagan hablaba con un acento preciso, con trazas del puro lenguaje de las Highlands escocesas, que tan parecido resulta al irlandés para el oído desacostumbrado. Tenía una de esas caras de sereno desánimo que se encuentran entre viejos filósofos y peones camineros.

—Sí —dije yo—. Estamos de vacaciones. Hemos visto su letrero.

Selina, que suele tener una labia natural con los extraños, no decía nada. Estaba mirando la ventana ya vacía con lo que yo creí era una expresión de ligera perplejidad.

—De Londres, —no? Bueno, tal como he dicho, han venido al sitio adecuado… Y además en el momento adecuado. Mi esposa y yo no vemos mucha gente tan al principio de la estación.

Me eché a reír.

—¿Significa eso que podremos comprar un vidrio pequeño sin tener que hipotecar nuestro hogar?

—Le diré una cosa —manifestó Hagan, sonriendo débilmente—. He desperdiciado todas las posibles ganancias de las ventas. Rose, mi mujer, dice que nunca aprenderé. De todas formas, sentémonos y discutamos. —Señaló la cerca de piedra bruta y luego miró inciertamente la inmaculada falda azul de Selina—. Aguarden a que traiga una manta de la casa.

Hagan caminó renqueante y rápidamente hacia la casita campestre, cerrando la puerta después de entrar.

—Quizá no haya sido una idea tan maravillosa acercarse hasta aquí —susurré a Selina—, pero al menos podrías mostrarte agradable con ese hombre. Esto me huele a ganga.

—Vaya esperanza —dijo ella con deliberada aspereza—. Incluso tú debes de haberte dado cuenta del anticuado vestido que lleva su esposa. No hará muchos regalos a los extraños.

—¿Era su esposa?

—Claro que era su esposa.

—Vaya, vaya —dije sorprendido—. En cualquier caso, intenta mostrarte cortés con él. No quiero estar incómodo.

Selina contestó con un resoplido, pero sonrió inocentemente cuando Hagan reapareció, y yo me tranquilicé un poco. Es extraño que un hombre pueda amar a una mujer y al mismo tiempo rezar porque la arrolle un tren.

Hagan extendió una manta de tartán sobre la cerca de piedra y nos sentamos, sintiéndonos un poco cohibidos al vernos trasladados de nuestra vida de orientación urbana a una escena rural. En la distante pizarra del lago Linnhe, más allá de las expectantes estructuras de vidrio lento, un vapor trazaba una línea blanca en su lento movimiento hacia el sur. El furioso viento de la montaña casi parecía invadir nuestros pulmones, dándonos más oxígeno del que requeríamos.

—Algunos de los granjeros que se dedican al vidrio ofrecen a los extraños —empezó a decir Hagan—, a gente como ustedes, una charla comercial sobre lo maravilloso que es el otoño en esta parte de Argyll. O la primavera. O el verano. Yo no hago eso… Cualquier imbécil sabe que un lugar que no tiene buen aspecto en verano jamás tendrá buen aspecto. ¿Qué opinan?

Asentí dócilmente.

—Quiero que eche una buena mirada hacia Mull, señor…

—Garland.

—…Garland. Eso es lo que comprarán si se quedan con mi cristal, y nunca tiene un aspecto mejor que el presente. Mis vidrios están en fase perfecta; ninguno de ellos tiene un grosor inferior a diez años… Y una ventana de metro veinte les costará doscientas libras. —¡Doscientas! —Selina estaba asombrada—. Eso es tanto como lo que cobran en la tienda de ventanoramas de la calle Bond.

Hagan sonrió pacientemente, y luego me miró con atención para comprobar si mis conocimientos sobre vidrio lento me permitían apreciar lo que él había dicho. El precio era superior al que yo esperaba, pero… ¡diez años de grosor! El vidrio barato que se encontraba en sitios como Vistaplex y Panelorama consistía por lo general en un fragmento de cristal ordinario de seis milímetros de espesor revestido de una hoja de vidrio lento que quizá sólo tenía diez o doce meses de espesor.

—Tú no lo comprendes, querida —dije, ya resuelto a comprar—. Este vidrio durará diez años, y está en fase.

—Eso sólo significa que funciona bien.

Hagan volvió a dedicarle una sonrisa, dándose cuenta de que no tenía necesidad de ocuparse de mí.

—¡Sólo, dice usted! Perdóneme, señora Garland, pero parece que usted no aprecia el milagro, el genuino milagro de la precisión necesaria para producir un fragmento de vidrio en fase. Cuando digo que el cristal tiene un grosor de diez años me refiero a que a la luz le cuesta diez años atravesarlo. De hecho, todas estas hojas tienen un grosor de diez años, más del doble de la distancia a la estrella más próxima, de manera que una variación de sólo una milésima de milímetro en su espesor actual…

Dejó de hablar un instante y miró tranquilamente hacia la casa. Aparté mis ojos del paisaje del lago Linnhe y vi que la mujer joven estaba de nuevo en la ventana. Los ojos de Hagan estaban henchidos de una especie de ávida admiración que me hizo sentir incómodo y que al mismo tiempo me convenció de que Selina se había equivocado. Según mi experiencia, los maridos nunca miran así a las esposas, al menos no a las suyas.

La muchacha permaneció visible unos instantes, con el vestido resplandeciendo cálidamente, y después volvió a entrar en la habitación. De repente tuve la clara si bien inexplicable impresión de que era ciega. Mi sensación era que Selina y yo estábamos actuando torpemente en medio de una interacción emocional tan violenta como la nuestra.

—Lo siento —continuó Hagan—, creía que Rose iba a llamarme para alguna cosa. Bien, ¿por dónde iba, señora Garland? Diez años-luz comprimidos en seis milímetros significa…

Dejé de escuchar, en parte porque ya estaba convencido y en parte porque ya había oído la historia del vidrio lento en numerosas ocasiones anteriores y aún no había logrado comprender los principios implicados. Un conocido con instrucción científica intentó mostrarse servicial una vez diciéndome que visualizara una hoja de vidrio lento como un holograma que no precisaba de la luz coherente de un láser para la reconstrucción de su información visual, y en el que todos los fotones de la luz ordinaria atravesaban un túnel en espiral, devanado en la parte externa del radio de captación de todos y cada uno de los átomos del vidrio. Esta joya de incomprensibilidad —para mí— no sólo no me aclaró nada sino que además me convenció de nuevo de que una mente tan poco técnica como la mía debía preocuparse menos de las causas que de los efectos.

El efecto más importante, bajo el punto de vista del individuo normal, era que la luz empleaba mucho tiempo en atravesar una hoja de vidrio lento. Un fragmento nuevo siempre era negro azabache, debido a que aún no había sido atravesado por nada, pero era posible poner el cristal cerca de un lago, por ejemplo, en medio de un bosque hasta que la escena surgía un año más tarde. Si el vidrio se retiraba entonces y se instalaba en un deprimente piso urbano, durante un año ese piso parecería tener vistas al lago en medio del bosque. Durante un año entero sería meramente un cuadro muy realista si bien silencioso: el agua se rizaría bajo el sol, silentes animales se acercarían a beber, los pájaros cruzarían el cielo, la noche seguiría al día, las estaciones se sucederían… Hasta que un día, un año después, la belleza contenida en los conductos subatómicos se agotaría, y reaparecería el gris y familiar paisaje urbano.

Aparte de su prodigioso valor como novedad, el éxito comercial del vidrio lento residía en el hecho de que poseer una ventanorama era el equivalente emotivo exacto a poseer tierra. El más miserable cavernícola podía contemplar nebulosos parques, y… ¿quién iba a decir que no le pertenecían? Un hombre que realmente posee fincas y jardines hechos a la medida no pierde el tiempo arrastrándose por su terreno, palpándole, olfateándolo y saboreándolo para demostrar su calidad de propietario. Lo único que recibe de la tierra son formas luminosas, y en el caso de las ventanoramas tales formas podían recogerse en minas de carbón, submarinos, celdas de presos…

En diversas ocasiones he intentado escribir breves composiciones acerca del cristal encantado pero, para mí, el tema es tan inefablemente poético como para quedar, de un modo paradójico, fuera del alcance de la poesía, o al menos del alcance de mi poesía. Además, las mejores canciones y poesías ya han sido escritas, con presciente inspiración, por hombres fallecidos mucho antes de que el vidrio lento se descubriera. Yo no tenía esperanzas de igualar, por ejemplo, a Moore:

Muchas veces, de la noche en la quietud,

antes que me ate la cadena del sopor,

gratos recuerdos trae la luz

de otros días a mi alrededor…

Sólo fueron precisos unos años para que el vidrio lento pasara de curiosidad científica a industria considerable. Y para gran asombro de nosotros, los poetas —los que seguimos convencidos de que la belleza sobrevive aunque mueran los lirios—, los atavíos de esa industria no eran distintos de los de cualquier otra. Había excelentes ventanoramas que costaban mucho dinero, y había ventanoramas inferiores que valían bastante menos. El espesor, medido en anos. era factor importante del costo, pero también existía el problema del espesor real, o fase.

Incluso con las técnicas de producción más complejas, el control del grosor disponible era más bien una cuestión de azar. Una burda discrepancia podía significar que una hoja de vidrio con un grosor supuesto de cinco años fuera en realidad de cinco y medio, de modo que la luz que entraba en verano surgía en invierno; una discrepancia mínima podía significar que el sol de mediodía saliera a medianoche. Estas incompatibilidades poseían su peculiar encanto —muchos trabajadores nocturnos, por ejemplo, disfrutaban con sus husos horarios privados—, pero en general era más costoso comprar ventanoramas que mantuvieran gran concordancia con el tiempo real.

Selina seguía pareciendo poco convencida cuando Hagan acabó de hablar. Meneó la cabeza de un modo casi imperceptible, y supe que el vendedor había usado una táctica errónea. De repente, el sombrero de mi esposa se desarregló a causa de una fría ráfaga de viento, y grandes gotas de lluvia empezaron a efectuar acrobacias a nuestro alrededor, caídas de un cielo casi despejado.

—Le daré un cheque ahora —dije abruptamente, y vi que los verdes ojos de Selina concentraban su enojo en mi rostro—. ¿Puede ocuparse de la entrega?

—Sí, la entrega no es problema —dijo Hagan, poniéndose de pie—. Pero ¿no preferirían llevarse el cristal ustedes mismos?

—Bueno, sí…, si no le importa.

Yo estaba avergonzado por la disposición de Hagan a confiar en mi cheque.

—Voy a separar una hoja para ustedes. Esperen aquí. No se pierde mucho tiempo en meter el cristal en un marco.

Hagan se marchó cojeando ladera abajo en dirección a las ventanas dispuestas en serie, las cuales reflejaban diversas vistas del lago Linnhe: el paisaje era soleado en unas, nuboso en otras y totalmente negro en algunas.

Selina se apretó a la garganta el cuello de la blusa.

—Lo mínimo que podía haber hecho es invitamos a entrar. Es imposible que pasen por aquí tantos imbéciles como para que se pueda permitir el lujo de no atenderlos.

Intenté ignorar el insulto y concentrarme en rellenar el cheque. Una de las descomunales gotas se deshizo en mis nudillos, salpicando el papel rosado.

—Perfectamente —dije—, pongámonos debajo del alero hasta que él vuelva.

«Eres una zorra —pensé, mientras sentía que todo aquello iba por muy mal camino—. Tuve que ser un imbécil para casarme contigo. Un imbécil de remate, imbécil de imbéciles… Y ahora que has atrapado una parte de mí dentro de ti, nunca más, nunca más, nunca más podré escaparme.»

Al notar que mi estómago se contraía dolorosamente, corrí detrás de Selina hacia el refugio de la casa de campo. Al otro lado de la ventana, el aseado cuarto de estar, con su fuego de carbón, estaba vacío, aunque con los juguetes del niño esparcidos en el suelo. Cubos con letras y una carretilla de idéntico color al de una zanahoria recién pelada. Mientras yo observaba el interior, el chico salió corriendo de la otra habitación y se puso a dar patadas a los cubos. No advirtió mi presencia. Pocos instantes después entró la mujer joven y cogió al pequeño, riéndose con toda naturalidad, abiertamente. Con el niño colgando bajo su brazo, se acercó a la ventana igual que antes. Yo sonreí tímidamente, pero ninguno de los dos respondió.

Mi frente experimentó una helada punzada. «¿Es posible que los dos sean ciegos?» Me alejé silenciosamente.

Selina dio un chillido y yo me volví hacia ella.

—¡La manta! —exclamó—. Se está mojando.

Corrió por el patio en medio de la lluvia, agarró el rectángulo rojizo de la abigarrada cerca y volvió a correr hacia la puerta de la casa. Algo se agitaba de un modo convulsivo en mi subconsciente.

—¡Selina! —grité—. ¡No la abras!

Pero era demasiado tarde. Había empujado la cerrada puerta de madera y, con una mano en la boca, estaba mirando el interior de la casa. Me acerqué a mi mujer y cogí la manta que colgaba de sus dedos.

Al cerrar la puerta dejé que mis ojos recorrieran el interior de la casita. El aseado cuarto de estar en que yo acababa de ver a la mujer y al niño era en realidad un repugnante revoltijo de muebles deteriorados, periódicos atrasados, ropa inservible y platos mugrientos. La habitación era húmeda y maloliente, y estaba enormemente abandonada. El único objeto que reconocí, por haberío visto al otro lado de la ventana, era la carretilla, rota y sin pintura.

Cerré firmemente la puerta y me ordené a mí mismo olvidar lo que había visto. Algunos hombres que viven solos cuidan bien sus casas; otros no saben cómo hacerlo. La faz de Selina estaba pálida.

—No comprendo. No lo comprendo.

—El vidrio lento funciona en ambas direcciones —dije en voz baja—. La luz sale de una casa del mismo modo que entra.

—¿Pretendes decir…?

—No lo sé. No es cosa nuestra. Y ahora, cálmate… Hagan vuelve con nuestro cristal.

La agitación de mi estómago estaba amainando.

Hagan entró en el patio sosteniendo un armazón oblongo cubierto de plástico. Le tendía el cheque, pero él estaba mirando fijamente la cara de Selina. Dio la impresión de saber al instante que nuestros inciertos dedos habían explorado su alma. Selina evitó su mirada. Mi esposa parecía haber envejecido y estar enferma, y sus ojos contemplaban decididamente el horizonte circundante.

—Yo cogeré la manta, señor Garland —dijo finalmente Hagan—. No hacía falta que se molestara.

—No tiene importancia. Aquí está el cheque.

—Gracias. —Seguía mirando a Selina con un extraño aire de súplica—. Ha sido un placer tratar con usted.

—Lo mismo digo —contesté con idéntica y absurda formalidad.

Recogí el pesado armazón y guié a Selina hacia el camino que llevaba a la carretera. En el mismo instante en que llegábamos a la parte superior de los ahora resbaladizos escalones, Hagan habló de nuevo.

—¡Señor Garland!

Me volví de mala gana.

—No fue por mi culpa —dijo con firmeza—. Un conductor que luego se dio a la fuga los atropelló en la carretera de Oban, hace seis años. Mi chico sólo tenía siete cuando sucedió eso. Tengo derecho a conservar algo.

Asentí mudamente y avancé por la senda, muy apretado a mi esposa, atesorando la sensación de sus brazos rodeándome. Miré hacia atrás en medio de la lluvia al llegar a la curva y vi que Hagan estaba sentado con la espalda muy erguida en la cerca de piedra donde le habíamos encontrado la primera vez.

Se hallaba contemplando la casa, pero me fue imposible saber si había alguien en la ventana.

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