12

Garrod llamó a su casa a la mañana siguiente, aunque sabía que, debido a la diferencia horaria, Esther estaría dormida. Dejó grabado un breve mensaje: «Esther, no voy a seguir llevando tus discos oculares. Cuando se agote el juego que te llegará esta mañana, tendrás que arreglarte de otra manera… en todas las cosas. Lo siento, pero ha de ser así.»

Al dar la espalda a la pantalla sintió una enorme sensación de alivio por haber actuado, finalmente. Sólo mientras desayunaba en soledad en su habitación empezó a dudar de la oportunidad de su llamada. La forma positiva de considerarlo era que había telefoneado nada más despertarse porque tenía la inquebrantable resolución de liberarse y no tolerar más retraso. Pero en su personalidad había otro Garrod que, de acuerdo con su conducta anterior, habría elegido deliberadamente un momento para llamar que no le forzara a enfrentarse cara a cara con Esther. La idea le turbó. Se dio una ducha con la vaga esperanza de olvidar el asunto, y salió del baño sintiéndose reavivado. Notaba un desacostumbrado calor en su interior, una sensación de sosiego, que parecía cobijarse en su pelvis y difundirse por sus piernas.

«He sanado —pensó—. Ha costado un tiempo terriblemente largo, pero al fin he experimentado la locura que lleva a la cordura.»

De una forma inesperada, Jane había insistido en que se separaran y pasaran el resto de la noche en sus respectivas habitaciones. Garrod experimentaba un profundo sentimiento de injusticia porque ella no le hubiera acompañado en el desayuno y la ducha.

Tomó la decisión de llamarla en cuanto terminara de vestirse, pero su videófono sonó al cabo de unos instantes. Se precipitó hacia el aparato con suma ansiedad y activó la pantalla.

El que llamaba era Miller Pobjoy, con un rostro tan liso y lustroso como una castaña recién formada.

—Buenos días, Al. Espero que haya dormido bien.

—Una noche excelente, gracias.

Garrod se abstuvo de mencionar la palabra dormir.

—¡Perfecto! Quiero explicarle el programa para hoy…

—Antes permítame explicarle el mío —interrumpió Garrod—. Dentro de unos momentos voy a llamar a mi director de relaciones públicas y le daré instrucciones para que difunda a través de los medios de comunicación la noticia de que la investigación que ustedes realizan es una farsa total, que el coche de Wescott no constituye prueba alguna y que yo voy a dimitir de…

—¡Espere, hombre! Este canal quizá no es seguro.

—Confío en que no lo sea. Una buena filtración informativa suele ser más eficaz que declaraciones abiertas.

—No emprenda ninguna acción hasta que hablemos personalmente —dijo Pobjoy, frunciendo el ceño—. Estaré ahí dentro de veinte minutos.

—Que sean quince.

Garrod cortó la conexión, encendió un cigarrillo y fumó lentamente mientras analizaba la situación. Tenía dos motivos para desear quedarse en Augusta. El primero y más importante era que Jane aún estaría allí algunos días. El segundo era que estaba envuelto en un misterio y odiaba apartarse de él. Si lograba intimidar a Pobjoy para que le permitiera participar en la investigación real satisfaría su curiosidad, seguiría al lado de Jane y, al mismo tiempo, tendría una excusa perfecta que ofrecer a Est… Garrod se mordió el labio inferior. No necesitaba explicar nada o justificarse ante Esther. Nunca jamás. Nunca, nunca jamás.


—Bien, señor Garrod —dijo Pobjoy, hundiendo su cuerpo en un sillón—. ¿Qué significa todo esto?

Garrod observó que el otro hombre volvía a adoptar el tono formal, y sonrió.

—Estoy cansado de jugar, esto es todo.

—No lo entiendo. ¿De qué juego me habla?

—Del juego en que usted usa mi nombre y reputación para que el público piense que existen pruebas útiles en las cenizas del coche de Wescott…, cuando ambos sabemos que no existe ninguna.

Pobjoy alzó la mirada hacia Garrod.

—No puede demostrarlo.

—Soy una persona confiada —dijo Garrod, pacientemente—. Es muy fácil engañarme… una vez. No tengo necesidad de demostrar lo que digo. Lo único que tengo que hacer es ponerle en la situación de demostrar lo que usted está diciendo. Y eso es lo que voy a hacer.

—¿Quién ha hablado con usted?

—Me subestima, Pobjoy. Se sabe que los políticos cuentan malditas mentiras cuando se ven acorralados, pero esas mentiras sólo son aceptadas por un público que ignora los hechos. No formo parte del público, en este caso, y he tenido un asiento de primera fila durante toda esta pantomima. Ahora, dígame: ¿quién mató al senador Wescott?

Pobjoy emitió una risita.

—¿Qué le hace pensar que yo lo sé?

Garrod estuvo tentado de mencionar a Jane Wason (al fin y al cabo, él estaba en situación de recompensarle por la pérdida de su empleo con muchas veces el salario de toda una vida), pero decidió hablar por su cuenta.

—Creo que usted lo sabe porque se ha esforzado al máximo en aparentar que yo, incapaz de colaborar en modo alguno, podía dar la respuesta. Han identificado al asesino, pero utilizando un método que no puede hacerse público porque está envuelto en dinamita política.

—Eso es una estupidez, hombre. ¿Se atreve a sugerir ese método?

Pobjoy estaba hablando en un tono mordaz, sosegado, pero las apenas perceptibles inflexiones de su pregunta espolearon a Garrod. Una fría intuición se agitó en las profundidades de su conciencia. Se volvió de espaldas e hizo ver que estaba atareado buscando y encendiendo otro cigarrillo, tanto para ocultar su cara a Pobjoy como para tener tiempo de pensar.

—Sí —dijo, con la mente a pleno rendimiento—. Puedo sugerir un método.

—¿Cuál?

—Un uso muy ilegal de la retardita.

—Eso es simplemente una vaga generalidad, señor Garrod… no un método.

—De acuerdo, seré un poco menos vago. —Garrod se sentó frente a Pobjoy y le miró fijamente a los ojos, con la mente henchida de una nueva certidumbre—. El vidrio lento ya se ha usado en satélites, pero el ordinario hombre de la calle, incluso el miembro normal de la Liga por la Defensa de la Intimidad, no se preocupa por eso, porque la información grabada es transmitida por televisión, y nadie cree que poseamos un sistema capaz de mostrar detalles tan pequeños como un ser humano cualquiera. La pérdida de calidad en la imagen en altitudes orbitales imposibilita esto último.

—Prosiga —dijo precavidamente Pobjoy.

—Sin embargo, la nitidez de las imágenes del vidrio lento es tan perfecta que, en las circunstancias y condiciones atmosféricas apropiadas y con los instrumentos ópticos al caso, compensadores de turbulencias, etcétera, es posible seguir los movimientos de las personas y de los automóviles… si se lleva el cristal a un laboratorio para examinarlo. Y para hacer esto sólo se necesita un sistema de traslado, una nave robot, un torpedo en realidad, que el satélite nodriza dispara en dirección a zonas ya seleccionadas.

—Bonita idea…, ¿pero ha pensado en el costo?

—Astronómico, aunque justificable en determinadas circunstancias… como por ejemplo asesinatos políticos.

Pobjoy hundió la cara en las manos, guardó silencio un instante y luego habló a través de sus dedos.

—¿No le horroriza esa idea?

—Es la mayor invasión de la intimidad de toda la historia.

—Cuando íbamos a Bingham ayer por la tarde, usted dijo algo acerca del enorme descenso en el número de delitos, que compensa la pérdida de derechos de los ciudadanos.

—Cierto… pero esta nueva idea lleva el caso a un punto en que ningún hombre puede sentirse seguro de estar solo, ni siquiera en la cima de una montaña o en pleno Valle de la Muerte.

—¿Cree usted que el gobierno de los Estados Unidos gastaría millones de dólares simplemente para observar la comida campestre de una familia?

Garrod meneó la cabeza.

—¿Admite que tengo razón? —dijo.

—¡No! —Pobjoy se puso de pie bruscamente y se acercó a la ventana. Contempló las verticalidades de la ciudad y, con voz más calmada, añadió—: Si… si tal cosa fuera cierta, ¿cómo iba a admitirla?

—Sin embargo, si fuera cierta, usted se encontraría en la curiosa posición de saber quién asesinó a Wescott y, sin embargo, tener que demostrarlo, o aparentar demostrarlo, mediante otro medio.

—Ya hemos considerado ese argumento, señor Garrod, pero en todo caso no es más que la situación en que nos encontraríamos. Lo que me hace falta saber es si…

—¿Sigue resuelto a difundir su teoría?

—Tal como usted observa, sólo es una teoría.

—Pero una teoría que causaría un enorme… —Pobjoy eligió la palabra con manifiesto tacto— daño.

Garrod se levantó y se acercó también a la ventana.

—Tal vez me persuada a no hacerlo. Como inventor del vidrio lento me siento un poco responsable. Además, me disgusta dejar a medias un problema no resuelto.

—¿Quiere decir que seguirá siendo miembro del equipo de asesores?

—Ni en sueños —dijo alegremente Garrod—. Deseo trabajar en la investigación real. Si conoce a su hombre, tendremos que encontrar alguna forma de acusarlo.

Diez minutos más tarde, Garrod se hallaba en la habitación de Jane Wason, en la cama. Después de que otra unión de cuerpos ratificara su nuevo contacto con la vida, Garrod, aunque obligado al secreto, hizo saber a Jane que sus sospechas sobre las maniobras de Pobjoy con la investigación eran correctas.

—Así lo creía —dijo ella—. John nunca me ha dicho nada al respecto, pero sé que ha intentado deducir el método secreto.

—Quieres decir que no lo conoce? —Garrod era incapaz de no vanagloriarse—. No debe de haber abordado correctamente a Pobjoy. He trabajado con John el tiempo suficiente para saber que siempre aborda correctamente todos los asuntos. —Se apoyó en un brazo y miró a Garrod—. Si él no ha sido capaz de averiguarlo…

Garrod se echó a reír al ver la mirada especulativa que había en los ojos de Jane y el esbozo de una arruga que deformaba la fina línea de las cejas de la mujer.

—Olvídalo —dijo tranquilamente, mientras atraía hacia su cuerpo el ya familiar torso.

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