13

Desde el principio quedó claro que el capitán Peter Remmert desaprobaba la intrusión de Garrod. (Remmert era un hombre caprichoso, variable; a veces se mostraba lacónico, y en otras ocasiones su lengua se soltaba de un modo incongruentemente pedante. En un momento dado, mientras tomaban café, le dijo a Garrod: «El hombre rico cuya afición es resolver crímenes ya no es una figura creíble, ni siquiera en la literatura barata, gracias a la nivelación en la distribución de la riqueza. Su apogeo tuvo lugar en la primera mitad del siglo, cuando lo anormal de su situación pasaba desapercibido para el hombre pobre, que consideraba a los ricos como seres incomprensibles capaces de convertirse en detectives como mero pasatiempo».) Pero Remmert cooperaba al máximo en lo que, bajo su punto de vista, debía de ser un caso aburrido y frustrante. Al principio, lo único que sabía era que él y un selecto grupo de hombres habían jurado guardar secreto, que se les había comunicado un nombre y una dirección de Augusta y que se les había dicho que hicieran todo lo que pudieran para relacionar al sospechoso con el asesinato del senador Wescott.

El sospechoso se llamaba Ben Sala. Tenía cuarenta y un años, era de origen italiano y regentaba un pequeño negocio de venta al por mayor especializado fundamentalmente en detergentes y desinfectantes. Habitaba, en compañía de su esposa, en una modesta casa de un distrito de clase media del oeste de la ciudad. El matrimonio no tenía hijos, y el piso superior de la vivienda estaba subarrendado a un soltero de cincuenta años, Matthew H. McCullough, que trabajaba como conductor en los transportes locales.

A modo de rutina, Remmert hizo ciertas averiguaciones sobre el origen italiano y la familia de Ben Sala, en busca de una conexión con la mafia, pero obtuvo resultados nulos. Puesto que había recibido instrucciones de no entrar en contacto directo con Sala por lo que al asesinato concernía, la investigación parecía estar a punto de concluir tal como había empezado… hasta que se conoció otra muerte.

La mañana siguiente a la muerte del senador Wescott entre los explosivos vapores metálicos de su coche, el inquilino de Sala, McCullough, falleció a causa de un ataque cardiaco mientras entraba en su autobús.

La coincidencia no fue advertida por el equipo de Remmert durante varias horas, y cuando la consideraron les pareció poco más que una excusa preconcebida para hacer una visita al hogar de Sala…, en principio. En ese momento tuvieron acceso a los resultados de ciertos exámenes de las cámaras de vidrio lento del departamento de tráfico. Y estos resultados constituyeron para Remmert una desagradable e inesperada sorpresa. Sus instrucciones eran demostrar que Sala había sido el ejecutor del asesinato, y las cámaras colaboraron hasta el punto de mostrar el abollado camión de reparto de Sala saliendo de su casa, dirigiéndose hacia el norte, hacia Bingham, horas antes del asesinato y regresando por la misma ruta varias horas después del crimen. Pero había una pega.

Las imágenes del vidrio lento demostraban con claridad que el conductor del camión había sido Matthew McCullough, el hombre que había fallecido de muerte natural pocas horas después.

Y McCullough no iba acompañado.


—Eso nos permitió entrar en la casa de Sala y actuar del modo apropiado —dijo Remmert—. La idea era una supuesta investigación de McCullough, pero no dejamos de averiguar todo lo posible sobre Sala.

—¿Y qué consiguieron?

Garrod seguía mirando la pantalla de proyección, en la que había un holograma fijo de la parte frontal de la casa de Sala.

—Nada, por supuesto. McCullough era la parte culpable.

—¿No fue demasiado conveniente que cayera muerto a la mañana siguiente?

—Si eso es conveniente —se burló Remmert—, espero que mi muerte no lo sea hasta que tenga cien años.

—Ya sabe a qué me refiero, Peter. Si Sala fue el asesino, ¿no fue demasiada casualidad que un hombre al que podía inculpar fuera silenciado a las pocas horas?

—Sala no está culpando a McCullough, soy yo el que lo hace. De todos modos, no comprendo ese razonamiento. Supongamos que lo hizo Sala… ¿Iba a desear que su inquilino llamara la atención de la policía cayéndose muerto? Además, aunque Pobjoy opine lo contrario, Sala no lo hizo. Tenemos todo tipo de pruebas para justificar su declaración.

—Veamos las pruebas.

Remmert suspiró de un modo audible, pero apretó el botón de rebobinado rápido del proyector. Habían requisado una ventanorama de una vivienda que estaba casi enfrente de la casa de Sala y habían hecho un holofilme que recogía la vida del sospechoso durante el año anterior. La información de la ventanorama también estaba en grabadoras de retardita, mas debido a que el vidrio lento tenía la desventaja de no admitir la marcha atrás, se usaba un holofilme convencional para el trabajo práctico de examinar las pruebas.

En la pantalla apareció la imagen de la casa de Sala tal como estaba un año atrás, tras la instalación de la ventanorama. Era una casa de madera, ordinaria, con dos pisos y una ventana saliente en la planta baja que sostenía un mirador en el nivel superior. El jardín de la entrada estaba bien conservado, y había un garaje unido a la estructura principal, con la puerta a la altura de la línea de edificación. Las ventanas de la mitad superior de la puerta del garaje eran el único medio de ver el interior.


Remmert fue saltándose diversos fragmentos de la bobina, haciendo pausas de vez en cuando para mostrar escenas de Sala y McCullough entrando y saliendo del lugar. Sala era un hombre menudo y grueso, con negro cabello rizado en cuyo centro se veía el cuero cabelludo reluciendo igual que cuero pulido. McCullough era más alto —y algo encorvado. Su cabello, de un color parecido al acero, estaba peinado hacia atrás sobre un rostro alargado y afligido, y el hombre parecía estar excesivamente apegado a su parte de la vivienda.

—McCullough no tiene aspecto de ser un asesino de cuidado —comentó Garrod—. Sala sí.

—Eso es prácticamente todo lo que hay para argumentar en contra de él —dijo Remmert, fijando una imagen de Sala mientras se ocupaba del jardín, con la camisa presionando un estómago protuberante—. Es un tipo pícnico.

—¿Cómo?

—«Tipo pícnico» es la denominación que dan los psiquiatras a hombre algo bajo, rollizo y ancho de hombros, que tanto abunda entre los asesinos sicópatas. Aunque infinidad de gente inofensiva está catalogada en el mismo grupo.

Hubo otras imágenes —diáfanos fragmentos de hielo arrancado del río del tiempo— de Sala y su esposa, una mujer de pelo oscuro, discutiendo, dormitando, leyendo, a veces dedicados a un juego amoroso carente de sutilezas, mientras la solitaria cara avinagrada de McCullough cavilaba en las ventanas superiores. Sala iba y venía de su lugar de trabajo a horas regulares con un camión de reparto último modelo de color blanco. El otoño dio rápido paso al invierno y llegaron las nieves, y vieron a Sala utilizando una ordinaria camioneta abollada, con cinco años de rodaje, en lugar del modelo más reciente. Garrod levantó la mano para que la película se detuviera.

—No iba bien el negocio de Sala?

—Le va muy bien; parece un sagaz hombre de negocios, a su nivel.

—¿Le preguntó por qué usaba ese camión viejo?

—Si le digo la verdad, lo hice —replicó Remmert—. Es ese tipo de cosas que no serían obvias en la tarea de un detective a la antigua, pero que son Curiosamente notables al revisar la retardita.

—¿Qué le contestó él?

—Que de todas formas sólo pensaba conservar el camión último modelo durante seis u ocho meses más, pero que alguien le hizo una buena oferta por el vehículo. Sala dijo que no podía rechazar la oferta.

—¿Le preguntó cuánto dinero obtuvo?

—No. No me preocupé por eso.

Garrod anotó algo en su cuaderno e hizo un gesto para que la película continuara. Las nieves se retiraron, eliminadas por colores verdes, los brotes primaverales y veraniegos. El otoño se aproximaba de nuevo cuando una capa de lona alquitranada azul apareció en el techo del garaje. Era tan extensa que cubría el techo entero, y un borde pendía sobre la parte frontal, tapando las ventanas de la puerta.

Garrod volvió a levantar la mano.

—¿Cuál era el propósito de eso?

—El techo del garaje tenía goteras.

—¿Estaba en mal estado? No me había fijado.

Remmert retrocedió un poco en el tiempo y se vio el techo con tejas fuera de sitio en varios lugares. Todas estaban normales algunos días antes.

—Ocurrió muy de repente, ¿no?

—A principios de septiembre hubo algunas tormentas inesperadas. Sala piensa construir un nuevo garaje, y por eso no valía la pena perder el tiempo haciendo una adecuada reparación del techo.

—Todo sigue cuadrando.

—¿A qué se refiere?

—No lo sé. Fíjese en el modo chapucero con que cuelga la lona alquitranada sobre la parte delantera del garaje, y sin embargo Sara es muy exigente en todas las cosas.

—Es probable que la lluvia resbale mejor de ese modo. —Remmert Mostró impaciencia al ver que Garrod tomaba otra nota de qué va a servirle ese detalle?

—Quizá de nada, pero si se ha vivido con el vidrio lento tanto tiempo como yo, eso cambia la forma en que ves las cosas. —Garrod se dio cuenta repentinamente de que estaba mostrándose ampuloso—. Perdone, Peter. —Hay algo de especial interés entre este momento y la noche del crimen?

—Creo que no, pero tal vez usted…

—Vamos a la gran noche —dijo Garrod.

Era de noche cuando la puerta del garaje se abrió y se deslizó hacia dentro, con un movimiento que a Garrod le recordó el retraimiento de los alerones de un avión comercial. El camión salió a la calle, la puerta se cerró automáticamente y la imagen de la pantalla aumentó su brillo al entrar en acción los intensificadores luminosos. Remmert fijó la imagen; el conductor era McCullough, sin duda posible. Llevaba puesto un sombrero que oscurecía sus ojos, pero imposible confundir el porte melancólico.

—Las cámaras urbanas registraron su paso en dirección al límite norte de la ciudad —dijo Remmert—. Ahora fíjese en el garaje. La lona está un poco plegada y se ve el interior.

Aceleró el ritmo temporal y lo dejó otra vez en normal cuando el indicador digital situado en un ángulo de la imagen indicó que había transcurrido media hora. Los oscuros rectángulos de las ventanas del garaje irradiaban un resplandor blanco, y había un hombre en el interior. Era un hombre rechoncho y con el cabello negro: Ben Sala, inequívocamente.

Mientras Sala deambulaba por el garaje dedicado a raras tareas de limpieza y aseo, Remmert tocó un botón para reproducir las declaraciones del sospechoso:

—Bueno, hacia las siete de aquella tarde Matt bajó por las escaleras. No tenía muy buen aspecto; estaba más bien pálido, ¿comprende? Y se frotaba el brazo izquierdo como si le doliera. Matt me dijo que la compañía de transportes le había pedido que hiciera algunas horas extras aquella noche. Casi siempre iba en autobús a todas partes porque podía viajar gratis, pero esta vez me pidió que le prestara el camión. Dijo que estaba cansado, y que no tenía ganas de caminar por la carretera hasta la parada del autobús.

»Le contesté que muy bien, que cogiera el camión, y se fue hacia las once. Cuando se marchó trabajé un poco en el garaje, una hora y después me fui a la cama. Oí que Matt volvía con el camión en plena madrugada, pero no miré qué hora era. A la mañana siguiente se fue a trabajar como siempre, y ésa fue la última vez que lo vi con vida.

Remmert apagó la grabadora.

—¿Qué le parece? —preguntó Garrod.

—Una simple declaración… He escuchado miles.

Garrod mantuvo los ojos fijos en la pantalla, donde la imagen de Sala seguía viéndose de vez en cuando mientras se movía en el interior del garaje.

—Sala no habla como un informador profesional, y sin embargo…

—¿Y sin embargo?

—Ha comprimido una gran cantidad de información en una declaración breve; todos los detalles están bien ordenados, son importantes, lógicos. Entre esos miles de declaraciones que ha oído usted, Peter, ¿en cuántas no se desperdiciaba una sola palabra?

—El peso de la maldita evidencia está amontonándose en contra de Sala —dijo ásperamente Remmert—. Tiene aspecto de poder ser un asesino, y habla con sensibilidad. ¿Sabe que aquí entrevistamos a infinidad de personas que no usan un lenguaje académico, y no obstante son capaces de enseñarte algo mejor que en una universidad? ¿Se ha fijado alguna vez en que los tipos rudos y miserables siempre tienen los mejores diálogos en las escenas de interrogatorio de las películas policíacas? El talento del guionista debe de liberarse al saber que durante un rato, en su personaje, puede tirar por la ventana los modos verbales.

Garrod meditó un instante.

—Tengo una idea.

Remmert no estaba prestándole atención.

—Una noche —decía—, el año pasado, tuve que interrogar a un individuo acusado de homicidio impremeditado, y le pregunté por qué lo había hecho. ¿Sabe qué me contestó? Dijo: «Lo único que la gente lee en los periódicos acerca de los jóvenes es que siguen dedicándose a obras de asistencia social y presentándose voluntarios al ejército. Yo quería que se supiera que algunos de nosotros somos auténticos bastardos». Bien, eso es mejor que todo lo que he oído en las películas.

—Diga —dijo Garrod—. Es la primera vez que veo este holofilme, ¿no es así?

—Sí.

—Mejoraría mi credibilidad si hiciera una predicción de algo que vamos a ver posteriormente en esta película?

—Tal vez. Depende.

—Perfectamente. —Garrod señaló la pantalla— Observe que la lona alquitranada del techo del garaje está plegada para que podamos ver el interior a través de las ventanas de la puerta. Mi predicción es que en cuanto veamos a McCullough regresar con el camión, el borde de la lona volverá a caer de algún modo y tapará las ventanas.

—¿Y si es así? Hemos visto que McCullough se alejaba y dejaba a Sala en la casa…

Remmert dejó de hablar cuando la camioneta apareció en la pantalla y maniobró en el camino particular de la casa.

La frecuencia codificada de la luz de los faros hizo que la puerta del garaje se abriera, y el vehículo desapareció en el ya oscuro interior. Mientras la puerta giraba, un cabo suelto de la lona pareció engancharse en el mecanismo de cierre, y la cubierta se desdobló sobre las ventanas.

—Eso ha estado bien —concedió Remmert. —Opino lo mismo.

—Pero no puede hacer ese tipo de predicciones sin una teoría en que basarlas. ¿Qué oculta bajo la manga?

—Voy a explicárselo, pero antes necesito una información más. Sólo para hacer una confirmación en mi mente.

—¿Qué desea saber?

—¿Puede averiguar qué cantidad exacta recibió Sala por el camión que vendió?

—¿Eh? Venga a mi oficina… No tengo terminal de computadora aquí.

Remmert miró con asombro a Garrod mientras se dirigían al despacho, pero se abstuvo de formular más preguntas. Ya en la oficina, accionó las teclas de la terminal que estaba enlazada al gran ordenador de la policía al otro lado de la ciudad. La máquina zumbó un momento después, y Remmert arrancó un trozo de papel impreso. Le dio una ojeada y su asombro aumentó.

—Aquí dice que Sala obtuvo mil quinientos dólares de un comerciante como pago único.

—No sé qué habría hecho usted —dijo Garrod, con el viejo latido de triunfo llenando su pecho—, pero si ese camión hubiera sido mío no habría tenido dificultades para rechazar la oferta.

—Es un precio terriblemente bajo, debo admitirlo… Lo que significa que Sala iba un poco a la deriva en esa parte de su declaración. No comprendo que un avispado hombre de negocios como él regalara prácticamente un buen camión y comprara un modelo abollado.

—Si le interesa mi versión, se la daré.

Y Garrod empezó a explicar su teoría:

—Cuando Ben Sala se enteró de que era el momento de actuar contra el senador Wescott, quedó consternado. Confiaba en que la recibirla no tenía más llamada no se produciría nunca, pero tras alternativa que actuar (la alternativa habría sido la muerte, quizá mediante una bomba introducida en su siguiente envío de detergentes). En cualquier caso, el plan tenía una elaboración tan cuidadosa que prácticamente no había riesgo de ser descubierto.

»El primer paso era hacerse con un GM Burro, un camión de reparto más que barato que había sido ensayado y rechazado por los fabricantes cuatro años antes. Su mejor característica, por lo que a Sala concernía, era que todas sus transparencias estaban hechas con vidrio plano, y que se podía girar el parabrisas para dar paso al aire. No obstante, Sala no estaba preocupado por dejar entrar aire… sino por poder mirar.

»Vendió su camión y compró un Burro. Era bastante difícil de obtener, y tuvo que aceptar un modelo en mal estado, pero resultaba adecuado para sus necesidades. Llevó el Burro a casa, empezó a usarlo para sus transportes cotidianos y puso en acción otras fases del plan. La primera noche de mucho viento se introdujo en el garaje por la entrada de la cocina y, trabajando en oscuridad total, desprendió varias tejas del techo desde dentro. Dos días después nada elegida al azar en su almacén, pero que en realidad estaba cubrió el techo con lo que aparentaba ser un trozo de lona alquitranada cuidadosamente preparada para la tarea. Con el interior del garaje oculto a la vista de la ventanorama del otro lado de la calle, Sala pudo avanzar en el montaje del cañón láser que le habían enviado pieza a pieza en paquetes reducidos.

»También puso manos a la obra en una de las partes más delicadas de la operación.

»Gracias al diseño simplista del Burro resultaba fácil quitar el parabrisas y reemplazarlo con hojas de retardita. Pero hacer que Matt McCullough se sentara en el asiento del conductor durante casi una hora fue más difícil, aun cuando había sido aceptado como inquilino a causa de su estupidez. Sala resolvió el problema diciendo a McCullough que el Burro tenía un defecto en la dirección y que iba a repararlo. McCullough, que de todas maneras habría estado cavilando en una de las ventanas, convino en sentarse en el interior del vehículo y mover el volante cuando Sala se lo indicara. Incluso se puso su viejo sombrero por si había corriente de aire en el garaje.

»Un momento crucial fue cuando McCullough entró y cerró la puerta del camión, pero no reparó en que estaba viendo el garaje con un aspecto distinto al que en realidad tenía aquella noche. Y Sala se preocupó de permanecer debajo del vehículo durante todo el rato. Las ruedas delanteras del camión estaban en charcos de espeso aceite, que permitía moverlas con facilidad, y Sala, que había cronometrado el trayecto por una ruta sencilla y libre de cruces fuera de la ciudad, hizo que McCullough girara el volante de acuerdo con el programa ya trazado.

»Con las hojas de vidrio lento adecuadamente cargadas de imágenes de McCullough, Sala redujo casi a cero la velocidad de emisión y guardó los cristales para usarlos en el futuro. Otra noche, actuando al abrigo de la lona, quitó los cristales de la puerta del garaje, los sustituyó por placas de retardita y pasó una hora ocupándose en fruslerías. También sacó estas hojas, redujo casi a cero el ritmo de emisión y las reservó para cuando fueran necesarias. Ya estaba listo para cometer el crimen perfecto.

»La noche que recibió el mensaje codificado para que procediera, Sala suministró a Matt McCullough un potente sedante que le mantendría apartado de las ventanas del piso superior durante el tiempo en que se suponía que estaba conduciendo el camión. Sala se aseguró entonces de que las puertas del garaje estuvieran tapadas por fuera, y metió en el camión el cañón láser ya montado. Aseguró las placas de retardita en la puerta del garaje y en la carrocería, aceleró la emisión hasta el ritmo normal, y salió de la ciudad en dirección a Bingham.

»Fue en este momento cuando el singular diseño del Burro desempeñó un papel vital, porque de haber ido en un vehículo normal, Sala no habría visto la carretera tal como estaba aquella noche Hizo girar el parabrisas hasta dejar una finísima hendidura entre el cristal y el marco, para poder ver delante. La visión, enormemente restringida, hizo que el viaje fuera bastante dificultoso, con el inesperado problema de que el sonido del motor y la sensación de movimiento, en contraste con la visión estática del interior del garaje, le provocaron desorientación y náuseas.

»Una vez en el campo, sin embargo, más allá de la vigilancia de las cámaras de vidrio lento, Sala pudo abrir un poco más el parabrisas y conducir con relativa comodidad. Además, redujo casi a cero la velocidad de emisión de la retardita, conservando las imágenes de McCullough para el viaje de vuelta a través de la ciudad. Las cámaras de todos los coches con los que se encontró aquella noche sólo emitirían imágenes de un McCullough inmóvil al volante, aunque eso era aceptable en una autopista, cuando prácticamente no se requiere del conductor que efectúe movimientos de control. En cualquier caso, lo más probable era que todas estas precauciones fueran innecesarias, ya que no iba a seguirse el rastro del asesino hasta el punto de que Sala quedara comprometido. Simplemente, una parte del plan exigía disponer de toda una línea alternativa de defensa.

»Sala dispuso su cañón en el escenario elegido para el asesinato. Poco tiempo después, un mensaje personal emitido mediante radio de corto alcance indicó a Sala que el coche del senador se aproximaba… y cuando el vehículo llegó a la parte baja de la depresión, abrasó a conductor y automóvil hasta dejarlos convertidos en un montón de reluciente y crujiente escoria.

»En el viaje de regreso, Sala se detuvo a varios kilómetros de distancia y enterró el cañón. Hizo el resto del trayecto sin incidentes y volvió al garaje bastante antes del amanecer. La artimaña del cabo suelto que había dispuesto cuidadosa y discretamente hizo que la lona alquitranada cayera sobre las ventanas al cerrarse la puerta del garaje. Sala quitó las hojas de retardita de la puerta y del camión y las sustituyó por cristal ordinario. Después usó un regenerador para desorganizar la estructura cristalina del vidrio lento, anulando para siempre la muda evidencia. Como precaución adicional rompió las placas en pequeños fragmentos y echó éstos al horno del sótano.

»Sólo quedaba la fase final del plan. Sala subió al dormitorio de McCullough, se quitó el sombrero de éste y lo colgó en su lugar habitual detrás de la puerta. A continuación extrajo un frasco de veneno trombogénico especialmente preparado que la organización había enviado. McCullough continuaba dormido a causa de la droga y no se despertó mientras Sala frotaba el veneno en la piel de su brazo izquierdo. El punto elegido por Sala para aplicar el veneno haría que McCullough falleciera por embolia aguda aproximadamente cuatro horas después.

»Muy satisfecho con su trabajo nocturno, Sala tomó un vaso de leche y un bocadillo antes de acostarse con su esposa.

—Cuando usted trama una teoría —dijo lentamente Remmert—, lo hace realmente en grande.

—Estuve en el negocio de trama de teorías —Contestó Garrod, indiferente—. En realidad esta teoría es buena en cuanto que explica la totalidad de hechos observados, pero falla en un aspecto importante.

—Excesivamente complicada. Demasiadas suposiciones, según Occam.

—No, en estos tiempos los planes criminales han de ser complejos. Pero no puedo imaginar un modo de demostrar la verdad de mi teoría. Apuesto a que habrá arañazos recientes en los mar cos de las ventanas del camión y en la puerta del garaje, pero eso no demostraría nada.

—Tal vez encontremos restos de retardita en el horno.

—Tal vez —concedió Garrod—. Pero no existe ninguna ley que prohíba quemar vidrio lento, ¿no le parece?

—¿No existe ninguna ley? —Remmert se dio una palmada en la frente como si intentara poner en acción su memoria. Un sarcasmo visual—. ¿Le gustaría ir a la casa de Sala? Echar un vistazo a la realidad?

—De acuerdo.

Acompañado por otro detective llamado Agnew, se dirigieron hacia el sector oeste de la ciudad. El cielo matutino estaba casi en su apogeo, con la nubes flotando en la cerámica azul y cambiando la calidad de la luz reflejada por las cuidadas viviendas. El coche ascendió por un empinado arrabal y se detuvo cerca de una casa pintada de blanco. Garrod experimentó un peculiar escalofrío al reconocer el hogar de Sala y cuando sus ojos fueron captando los familiares detalles de la estructura, el jardín y el garaje.

—Parece en silencio —dijo—. ¿Habrá alguien en la casa?

—No lo creo. Dejamos que Sala atienda su negocio, pero tenemos llaves, y él nos dijo que podíamos entrar cuando quisiéramos. Está cooperando al máximo.

—En la posición en que se encuentra ha de hacer todo lo que pueda para ayudarles a culpar a McCullough.

—Supongo que el garaje le interesará más que cualquier otra cosa.

Recorrieron el corto camino de la casa y Remmert usó una llave para abrir manualmente la puerta del garaje. El interior olía a pintura, gasolina y polvo. Contemplado por los dos agentes, Garrod deambuló cohibido por el garaje, alzando extraños objetos, latas vacías y viejas revistas, y dejando caer todo lo que cogía.

Tenía la convicción de que estaba poniéndose en ridículo, pero no estaba dispuesto a irse del garaje.

—No veo manchas de aceite en el suelo —dijo Remmert—. ¿Cómo pudo Sala hacer girar las ruedas?

—Con esto. —La memoria de Garrod vino en su ayuda. Señaló dos lustrosas revistas con marcas de neumáticos en las portadas y páginas internas muy arrugadas—. Es un viejo truco de aficionados. Se hacen girar las ruedas delanteras sobre el papel satinado de las revistas y dan vueltas con gran facilidad.

—¿Eso no demuestra nada, no es cierto?

—Para mí sí —repuso tercamente Garrod.

Remmert encendió un cigarrillo y Agnew una pipa, y los dos detectives salieron a dar un paseo en aquel ambiente extrañamente opresivo. Siguieron fumando diez minutos largos, conversando en voz baja, y luego empezaron a mirar sus relojes de pulsera para indicar que estaban preparados para la comida. Garrod compartía el deseo de los agentes —iba a comer con Jane—, pero tenía la sensación de que si no lograba avances importantes en esta visita, cuando estaba contemplando el interior del garaje con la especial claridad que sólo se tiene al ver una cosa por primera vez, jamás llegaría a ninguna parte.

Agnew desatasco su pipa con suaves golpecitos y se sentó dentro del coche. Remmert tomó asiento en la cerca del jardín y pareció interesarse mucho por las formaciones nubosas. Deseando que los otros se fueran y le dejaran solo, Garrod dio un último paseo dentro del garaje y vio un fragmento de vidrio cerca de la pared que lo unía a la casa. Se arrodilló y lo recogió, pero la prueba más sencilla —mover un dedo detrás del cristal— demostró que se trataba de vidrio ordinario. Remmert dejó de examinar el cielo.

—¿Ha encontrado algo?

—No. —Garrod meneó la cabeza, falto de ánimo—. Vámonos.

—Por supuesto.

Remmert bajó la levantada puerta, oscureciendo el garaje.

La cara de Garrod se hallaba cerca de la pared interna, que no estaba pintada, y al moverse, en el mismo instante de erguirse, vio que una tenue imagen circular aparecía en las secas tablas. Había la difusa silueta de un tejado, un fantasmal árbol con las ramas al viento… y boca abajo. Dando la vuelta rápidamente, miró la pared externa del garaje y vio una reluciente estrella blanca situada a metro y medio de altura sobre el suelo. Había un diminuto agujero en el maderamen. Se acercó y miró por la minúscula abertura. Un chorro de aire frío procedente del exterior actuó sobre su ojo como una manguera, provocándole lagrimeo, pero Garrod contempló el mundo iluminado por el sol, la ladera ascendente con las casas acurrucados en cobijos de arbustos. Se acercó a la puerta, se agachó por debajo del borde inferior e hizo una seña a Remmert.

—Hay un agujero en esta pared —dijo—. Forma un ligero ángulo hacia abajo, por eso es imposible verlo cuando estás cerca.

—¿Qué importancia…? —Remmert se agachó y miró a través del agujero—. No sé si…

—Cree que es lo bastante grande para servir de algo?

—¡Naturalmente! Si es cierto que Sala estuvo aquí dentro, un observador habría visto la hendidura luminosa brillando de un modo intermitente. Pero si Sala no estaba dentro, si únicamente estaba programado en los vidrios lentos de las ventanas, la luz habría permanecido constante.

»¿Cuántas casas se divisan desde aquí?

—Pues… exactamente doce. Pero algunas están bastante alejadas.

—No importa. Si una casa tiene una ventanorama mirando en esta dirección, podrá ventilar el caso esta tarde.

Garrod dio una patada al fragmento de cristal que había descubierto en la variable luz del sol. Estaba convencido de que se encontraría un testigo de vidrio lento.

Remmert le miró fijamente un momento y luego te dio una palmada en el hombro.

—Tengo prismáticos en el coche.

—Vaya a buscarlos —dijo Garrod—. Haré un bosquejo con la situación de las casas que nos interesan.

Sacó su cuaderno de notas y volvió a mirar por el agujero, pero decidió que el bosquejo no era necesario. La colina había quedado sumida en la sombra de las nubes, y Garrod vio, incluso a simple vista, que una de las viviendas poseía una ventana con un resplandor verde que transportaba luz solar, igual que una esmeralda rectangular.

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