11

El avión de Garrod despegó a primera hora de la mañana, girando y planeando en el claro aunque turbulento aire de Portston, y se elevó hacia el este.

—Esta mañana hemos de volar bajo —le recordó Lou Nash por el intercomunicador—. Las líneas comerciales siguen estando prohibidas para nosotros.

—Ya lo ha mencionado otras veces, Lou —dijo sosegadamente Garrod, recordando la multa que el tribunal de tráfico aéreo les había impuesto por aquel alocado vuelo a Macon hacía una eternidad—. No se preocupe por eso.

—Esto de volar a baja altura y lentamente le está costando dinero.

—Ya lo he dicho, no se preocupe.

Garrod sonrió, consciente de que la preocupación de Nash no estaba relacionada con los costes del vuelo, sino con el hecho de que no podía dar rienda suelta al elegante proyectil. Se acomodó en el asiento y contempló el mundo en miniatura que flotaba abajo. Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que los discos oculares de Esther, colocados en el soporte plástico de su solapa, estaban por debajo del nivel de la ventanilla. Desprendió el dispositivo, que contenía una grabadora, y lo situó en el borde inferior de la ventanilla, con los vigilantes círculos negros hacia fuera. «Disfruta de la vista», pensó.

—¡Hay otro! —exclamó bruscamente la excitada voz de Nash en los altavoces ocultos.

—¿Otro qué?

Garrod contempló un panorama de montañas color canela salpicadas de arbustos y atravesadas por una solitaria autopista. No vio nada anormal.

—Están rociando los cultivos a unos seiscientos metros de altitud.

La inexperta vista de Garrod aún no había encontrado algo que se pareciera a otro avión.

—Pero si aquí no hay cultivos…

—Eso es lo curioso. He visto tres de estos trastos en el último mes.

El avión se inclinó hacia la derecha, aumentando la vista desde ese lado, y de repente Garrod descubrió un diminuto crucifijo que relucía muy por debajo, siguiendo el mismo rumbo que ellos y dejando un rastro, una nube blanca que parecía ser humo. Mientras la contemplaba, la nube desapareció súbitamente.

—Acaba de localizarnos —dijo Nash—. Siempre dejan de rociar cuando te ven.

—Seiscientos metros es una altura excesiva para rociar los cultivos, no es cierto? ¿Cuál es la altitud normal?

—Prácticamente en la superficie. Es otro detalle curioso. —Alguien debe de estar haciendo pruebas con el equipo, simplemente.

—Pero…

—Lou —dijo Garrod con voz severa—, hay excesivos controles automáticos en este avión…, y eso significa que usted está ahí sentado, completamente solo y sin nada en que ocupar su mente. ¿Querrá hacer el favor de pilotar el aparato usted mismo, o hacer un crucigrama.

Nash murmuró algo apenas audible y mantuvo un silencio que duró el resto del vuelo. Garrod, que había acortado sus horas de sueño nocturno para estar a punto para el viaje, dormitó, bebió café y dormitó de nuevo hasta que el videófono empotrado en el mamparo delantero sonó reclamando su atención. Aceptó la llamada y se encontró ante las aguileñas facciones de Manston, su director de relaciones públicas.

—Buenos días, Alban —dijo Manston, con su acento neutral—. Has visto algún noticiario o periódico de la mañana?

—No, no he tenido tiempo.

—Has vuelto a salir en los titulares.

—¿Cómo?

Garrod se irguió.

—De acuerdo con todas las noticias sensacionalistas que he visto, estás en ruta hacia Augusta y muy confiado en poder determinar quién fue el asesino del senador Wescott tras examinar los restos del automóvil.

—¿Qué?

—Hay alusiones para todos los gustos en el sentido de que tienes una nueva técnica para lograr imágenes de muestras de vidrio lento fragmentado o fundido.

—¡Pero eso es una locura! Informé a Pobjoy que no había… —Garrod respiró para calmarse—. Charles, ¿hiciste alguna declaración a la prensa ayer por la noche?

Manston se arregló la corbata azul con lunares y puso cara de pena.

—¡Por favor! —dijo.

—Entonces debe de haber sido Pobjoy.

—¿Quieres que haga público algún tipo de réplica?

—No. No le prestes atención. Lo resolveré con Pobjoy cuando le vea. Gracias por llamar, Charles.

Garrod dio por terminada la conversación. Se recostó en el asiento e intentó poner la mente en blanco para dormirse otra vez, pero una brizna de inquietud se agitaba en sus pensamientos, igual que una resplandeciente serpiente retorciéndose en la superficie de una charca. El último año con Esther le había hecho volverse muy sensible a ciertas cosas, y en ese momento tenía la firme sensación de ser manipulado, de que otra persona le estaba utilizando. Las declaraciones de Pobjoy a la prensa no eran una simple imprudencia, eran una flagrante contradicción de la esencia de la única conversación que había mantenido con Garrod. No había dado la impresión de ser un hombre capaz de actuar sin un motivo bien pensado. Mas ¿qué esperaba conseguir?

El mediodía era claro y luminoso cuando el avión de Garrod aterrizó en la pista de un aeropuerto próximo a Augusta. Mientras el aparato se deslizaba en la zona de recepción del aeropuerto privado, Garrod miró a través de las ventanillas y vio el ya familiar grupito de reporteros y camarógrafos. Algunos de ellos llevaban hojas de retardita, pero los demás como reflejo de las luchas que se estaban produciendo entre las secciones del sindicato de reporteros gráficos sostenían en sus manos el equipo fotográfico convencional. En el último instante Garrod se acordó de coger los discos oculares de Esther y asegurarlos a su solapa. Al salir del avión, los periodistas se precipitaron hacia la pista, pero fueron frenados por un fuerte contingente de policía uniformada. La alta y fornida figura de Miller Pobjoy se destacó con su traje de seda azul medianoche.

—Lamento que haya tanta gente —dijo tranquilamente, mientras estrechaba la mano de Garrod—. Le sacaremos de aquí en seguida. —Hizo una señal con la mano, apareció un automóvil junto al avión y en cuestión de segundos Garrod estuvo dentro y dirigiéndose hacia las puertas del aeropuerto—. Supongo que ya estará acostumbrado a que le traten como a una celebridad.

—No soy tan célebre —replicó rápidamente Garrod—. ¿Qué pretendían comunicando ese disparate a la prensa ayer por la noche?

—¿Disparate, señor Garrod?

Pobjoy parecía sorprendido.

—Sí… eso de la confianza en poder determinar quién fue el asesino con nuevas técnicas de análisis.

La arrugada frente de Pobjoy recuperó la tersura y el lustre color estaño.

—¡Oh, es eso! Alguien de nuestra sección de publicidad llevó su entusiasmo demasiado lejos, supongo. Ya sabe cómo son estas cosas.

—A decir verdad, no lo sé. Mi director de publicidad despediría al primer empleado que hiciera una cosa así. Y después yo le despediría a él por haber permitido que pasara eso.

—Alguien perdió el sentido, perdió la cabeza, eso es todo. —Pobjoy se encogió de hombros—. Para el estado es muy violento que Wescott fuera asesinado aquí… La única razón de que el crimen ocurriera en Maine es que el senador nos visitaba regularmente para cazar y pescar. Todo el mundo está ansioso por colaborar.

A Garrod le pareció extrañamente inaceptable la actitud del hombre de color, pero decidió olvidar el asunto. En el trayecto hacia el centro de Augusta se enteró de que los otros miembros del equipo de expertos eran un agente del FBI llamado Gilchrist y un oficial encargado de investigaciones militares designado temporalmente por el ejército para ocuparse del caso. Este último resultó ser el coronel John Mannheim, uno de los pocos hombres de la institución militar con que Garrod podía tomarse una copa tranquilamente. Mannheim era además —y el pensamiento hizo que el corazón de Garrod diera un ligero vuelco— el jefe inmediato de la preciosidad de rasgos coreanos y labios plateados que, sin mover un dedo, había destrozado la cordura de Garrod durante un día. Abrió la boca para preguntar si el coronel venía acompañado de algún miembro de la secretaría, pero entonces recordó la grabadora de visión y sonido que llevaba en la solapa. Su mano se alzó instintivamente hacia el liso plástico.

—Un artefacto poco normal el que lleva ahí —dijo Pobjoy, sonriente—. ¿Es una cámara?

—Algo así.

—¿Adónde nos dirigimos?

—Al hotel.

—Ah. Creía que iríamos directamente a la jefatura de policía. —Antes quiero que se refresque y coma algo. —Pobjoy volvió a sonreír—. Un hombre no rinde al máximo con el estómago vacío, ¿no cree?

Garrod meneó la cabeza con aire de duda mientras experimentaba de nuevo la sensación de estar manipulado.

Dispondremos de instrumental de laboratorio y taller?

—Todo está dispuesto, señor Garrod. En cuanto conozca a los otros miembros del equipo, y coma, nos desplazaremos a Bingham para que vean ustedes mismos el escenario del crimen.

—¿De qué servirá eso?

—Es difícil explicar lo útil que es siempre… pero se trata del punto de partida natural de todas las investigaciones de homicidios. —Pobjoy se puso a examinar la calle por la que pasaban—. Es útil, sabe usted, para tener la mejor imagen posible del crimen. Los ángulos y posiciones relativas… Aquí está el hotel. ¿Le gustaría echar un trago antes de comer?

Otro grupo de periodistas aguardaba en la acera junto al hotel, y de nuevo fueron contenidos por un todavía más numeroso contingente policial. Pobjoy saludó a los reporteros de un modo amistoso mientras urgía a Garrod a que entrara rápidamente en el vestíbulo.

—No es preciso que se registre —dijo Pobjoy—. Me. he preocupado de todos los detalles y su equipaje llegará ahora mismo.

Cruzaron una sección pródiga y lujosamente alfombrada, subieron tres pisos en el ascensor y recorrieron una corta distancia hasta una amplia habitación color verde claro y muy soleada que daba la impresión de haber sido usada para reuniones del Club Rotario. En esta ocasión había una sola mesa con veinte sillas. Se había preparado un bar en un rincón, y diversos hombres, con aspecto de políticos y funcionarios de policía, conversaban en pequeños grupos. Garrod distinguió inmediatamente a John Mannheim, que parecía un poco incómodo con su traje civil.

Pobjoy ofreció a Garrod un combinado de vodka y fue presentándole a los reunidos. El único nombre que retuvo Garrod fue el de Horace Gilchrist, el experto forense del FBI, que era un individuo con piel color de arena, cabello corto que crecía hacia delante y una expresión de tenacidad propia de la persona que tiene mal oído y está resuelta a no perder palabra. Garrod iba ya por su segunda bebida fuerte y una atmósfera de irrealidad dominaba sus sentidos cuando habló con Mannheim. Garrod llevó aparte al coronel.

—¿Qué sucede aquí, John? Me siento como si estuviera participando en una charada.

—Pero si es precisamente eso, Al…

—¿Qué quieres decir?

Una festiva expresión apareció en la rubicunda cara de pescador de Mannheim.

—Nada.

—Algo tiene en mente.

—Al, usted sabe igual que yo que los asesinatos no se resuelven a este nivel…

—La comida está servida, caballeros —anunció— Pobjoy, haciendo sonar su vaso con una cuchara—. Siéntense, por favor.

Garrod se encontró justo enfrente de John Mannheim en la larga mesa, pero demasiado lejos para sostener una conversación discreta. Siguió intentando llamar la atención del coronel, mas éste no cesaba de beber y hablar con los hombres que le flanqueaban. Durante la comida, Garrod respondió a ocasionales preguntas de sus compañeros de mesa y se esforzó en ocultar su impaciencia con el método que se seguía. Estaba revolviendo el café, malhumorado, cuando reparó en que una mujer había entrado en la sala y se había inclinado junto a Mannheim para susurrarle algo. Garrod levantó la mirada y sintió que su garganta se secaba al reconocer aquel cabello negro, muy negro, y aquellos labios pintados de color plata. Era Jane Wason.

En ese instante, Jane alzó los ojos y los fijó en Garrod con tanta franqueza que éste creyó que le estaban arrebatando la fuerza corporal. La seriedad profesional del hermoso rostro se dulcificó un instante, y luego Jane se marchó apresuradamente de la mesa. Garrod la siguió con la mirada, henchido de la jubilosa certidumbre de que había estremecido a Jane Wason tanto como ella le había estremecido a él.

Pasó un minuto entero antes de que recordara que los ojos de Esther estaban ajustados a su solapa, y su mano se alzó de nuevo de un modo reflejo para tapar los sensibles discos vítreos.

Después de comer Garrod se refrescó, se cambió de ropa y se reunió con el resto de hombres —Mannheim, Gilchrist y Pobjoy— para desplazarse a Bingham y examinar el escenario del crimen. El ambiente dentro del automóvil fue de somnolencia después de una buena comida, y hablaron muy poco mientras se abrían paso entre el flujo del tráfico que iba hacia el norte. Garrod seguía pensando en Jane Wason; veía su cara como una brillante imagen consecutiva. Habrían recorrido unos cinco kilómetros, cuando Garrod asimiló el hecho de que no dejaban de cruzarse con cuadrillas de operarios que estaban sustituyendo las hojas de iluminación de vidrio lento suspendidas sobre la carretera.

—¿Qué ocurre?

Dio una palmada en la amplia rodilla de Pobjoy y señaló con un gesto de la cabeza a uno de los camiones de mantenimiento.

—¡Oh, eso! —Pobjoy hizo una mueca—. En Augusta tenemos una organización local francamente activa de la Liga por la Defensa de la Intimidad. Algunas noches salen con sus coches, con las capotas abiertas, y disparan contra las placas de iluminación con escopetas de perdigones.

—Pero eso sólo ennegrecerá el vidrio durante algunas horas, hasta que la luz lo atraviese de nuevo.

—No. En cuanto el material está agujereado o agrietado se considera que es estructuralmente inseguro y debe ser cambiado. Es una ordenanza municipal.

—Debe de costarle una fortuna al ayuntamiento.

—No sólo a este ayuntamiento… Se trata del nuevo deporte nacional. Y sé que no necesito decirle que la gente ya no compra ventanoramas.

—Lo cierto es que he desatendido el negocio durante el último año —reconoció Garrod—, por lo que no estoy al corriente del estado de las ventas.

—Yo le pondré al corriente. Los fanáticos de la Liga arrojan ladrillos a las ventanoramas. Los tipos más sutiles las ennegrecen con regeneradores, y los orgullosos propietarios se quedan con las ventanas negras.

—¿Qué tipo de personas hay en esta Liga por la Defensa de la Intimidad?

—Eso es lo curioso. No se puede afirmar que un grupo o subdivisión especial apoye a la Liga. Tenemos maestros de escuela, oficinistas, taxistas, universitarios… toda clase de categorías.

Garrod se recostó en el mullido tapizado y miró pensativo a lo lejos. En aquella excursión estaba aprendiendo cosas sobre el mundo que seguía existiendo, forcejeando y cambiando al otro lado de las ventanas de su biblioteca. Manston tenía razón al afirmar que la corriente de opinión pública estaba volviéndose en contra de la retardita; sin embargo, era obvio que él mismo subestimaba la velocidad y potencia creciente de la reacción.

—Personalmente, no acabo de entender la antipatía del público —dijo Garrod—. ¿Cuál es su opinión?

—Personalmente —replicó Pobjoy—, yo diría que se trata de una reacción bastante previsible.

—¿Pero y el descenso en el número de delitos? ¿Y el gran salto en detenciones y enjuiciamientos fructíferos? ¿Es que al público no le importan esas cosas?

—Le importan. —Pobjoy sonrió de un modo que podía ser malicioso—. Mire, es el público el que infringe todas las leyes.

—A nadie le gusta que le espíen —intervino inesperadamente Gilchrist.

Garrod abrió la boca para decir algo, pero recordó que Esther estaba vigilando y escuchando en su solapa, y que él la odiaba por ello. El silencio invadió a los cuatro hombres y prosiguió prácticamente ininterrumpido mientras el vehículo efectuaba el fácil ascenso a la zona de montañas y lagos.

—Si usted empieza a perder dinero con el vidrio lento —dijo con voz jovial Pobjoy en un momento dado—, tal vez le sea posible invertir en eso, Al.

Garrod abrió los ojos y miró por la ventanilla. Estaban pasando junto a la entrada de un centro de recreo cuya curvada valla exhibía un letrero recién pintado: «ALTOS LUNA DE MIEL: 50 idílicas hectáreas a prueba de vidrio lento, vidriospías, vidriodetectives, etc.». Garrod volvió a cerrar los ojos, y en su mente se introdujo la idea de que, por lo que respectaba al vidrio lento, el orden natural de las cosas estaba invertido; la leyenda hacía surgir el hecho. Uno de los primeros cuentos populares que apareció tras la comercialización de la retardita hablaba de un vendedor que ofreció una ventanorama increíblemente barata a una pareja de recién casados. Al cabo de una semana se presentó en la vivienda y sustituyó la ventana por otra todavía mejor, sin costes adicionales. El matrimonio del cuento, típicamente ingenuo, se complació en su nueva fortuna, sin saber que la retardita funcionaba en ambos sentidos y que, posteriormente, los dos iban a tener un gran éxito en fiestas exclusivas para hombres. Un cuento infantil, sí, pero ilustraba el temor básico del hombre a ser observado en ocasiones en que, por manifiestas razones biológicas y sociales, desea ocultarse y permanecer apartado de su prójimo.

El automóvil se detuvo un rato en Bingham, donde los tres componentes del equipo de expertos fueron presentados a personalidades de la policía del condado antes de tomar un café. Ya atardecía cuando llegaron al escenario del asesinato de Wescott. Una parte de la carretera y de la montaña cercana estaba destrozada, pero el destruido vehículo había sido retirado, y había poco que ver aparte de las marcas del fuego, muy hundidas en la superficie.

Garrod volvió a tener la convicción de que la investigación era fútil. Pasó casi una hora vagando por el lugar y recogiendo gotas metálicas bajo la atenta mirada de un grupo de reporteros a los que no se permitía entrar en el recinto acordonado. Tal como Garrod esperaba, toda aquella ceremonia —incluyendo una breve charla de Pobjoy acerca del posible tipo y posición del cañón láser— resultó inútil. Garrod manifestó su creciente impaciencia sentándose en un bajo saliente rocoso y mirando al cielo. Muy por encima de él, prácticamente en silencio, una avioneta blanca del tipo que se usaba para pulverizar los cultivos flotaba en el azulado aire.

Durante el regreso a Augusta alguien conectó la radio y sintonizó un noticiario, con dos noticias que tuvieron un interés particular para Garrod. Una se refería a que la oficina del fiscal del estado había anunciado un progreso sustancial hacia el establecimiento de la identidad del asesino del senador Wescott; la segunda decía que los sindicatos de empleados de correos habían iniciado la esperada huelga contra la instalación de cámaras de retardita en los centros de clasificación de correspondencia, y que en consecuencia no se estaban repartiendo cartas. Garrod miró a la cara a Pobjoy.

—¿Qué progreso se ha hecho?

—Yo no he dicho nada de progreso —protestó Pobjoy.

—¿Otra vez ese publicista ansioso de hacer algo?

—Supongo que sí. Ya sabe cómo son estas cosas.

Garrod resopló, y se disponía a criticar a ciertas secciones de la oficina del fiscal cuando comprendió las implicaciones personales de la flamante huelga de correos. Había acordado con Esther que todas las noches le enviaría un juego de discos oculares mediante el servicio de estratocorreo, de manera que las lentillas estuvieran en Portston todas las mañanas, a tiempo para que la enfermera las colocara antes del desayuno. Su enojo por el grado de neurosis que Esther había manifestado para hacerle aceptar la idea significaba que era importantísimo que Garrod hiciera un esfuerzo patente para hallar una solución alternativa. Sacó de su bolsillo un alargado y minúsculo transmisor, giró las manecillas para señalar el código de Lou Nash y apretó el botón de llamada. La voz de Nash se oyó casi al instante.

—¿Señor Garrod?

—Lou, hay huelga de correos, por lo que tendré que utilizarle como cartero mientras estoy en Augusta.

—De acuerdo, señor Garrod.

—Eso significa volar a Portston todas las noches y regresar por la mañana.

—No hay inconveniente…, a no ser por la orden de volar a baja altura y a poca velocidad. El aeropuerto de Portston no estará abierto después de medianoche, y eso quiere decir que tendré que salir de Augusta hacia las diecinueve horas.

Garrod abrió la boca para insistir en que el aeropuerto permaneciera abierto, a despecho de los gastos, pero una timidez poco característica en él le sobrecogió. Dispuso ver a Nash en el hotel a las seis en punto, y se acomodó en el asiento con una grata sensación de culpabilidad. Una noche libre, liberado de la cruz, en una ciudad extraña. Esther le preguntaría por qué no se había puesto los discos oculares por la noche, pero él argüiría que los ojos de su esposa estaban captando las imágenes del vuelo de Nash hasta Portston, y que no había forma de comprimir seis horas extras de visión en un día de veinticuatro horas. Lo único que tenía que decidir era en qué emplear ese tiempo extra, ese tiempo libre. Garrod consideró varias posibilidades, entre ellas ir al teatro o beber sin cesar hasta aniquilar su mente… por fin, llegó a la conclusión de que se estaba engañando, y decidió que si estaba dispuesto a serle infiel a su mujer, era importante que fuera honesto consigo mismo.

Lo que haría por la noche sería, si las circunstancias lo permitían, esforzarse al máximo en irse a la cama con la secretaria de labios plateados de John Mannheim.


Garrod prendió el alfiler del soporte de los discos oculares en la solapa de Lou Nash, sonrió a manera de despedida ante las sensibles cupulitas negras y contempló al piloto mientras se alejaba por el vestíbulo del hotel. Tuvo la impresión de que Nash andaba de un modo diferente, cohibido, y de pronto vio la imagen que de su matrimonio debía de tener un extraño. Nash no había hecho un solo comentario al enterarse de la finalidad de los discos oculares, pero había sido incapaz de ocultar la perplejidad que se reflejó en sus ojos. La pregunta no formulada había sido: ¿por qué un hombre que puede disponer de una mujer hermosa todas las semanas, todos los días, hasta agotar sus fuerzas y sus deseos, sigue sometido a Esther? ¿Por qué? Garrod nunca había pensado en exceso al respecto, ya que solía considerarse como un monógamo natural, pero… ¿y si la verdad era que Esther, siempre pensando en el dinero y en el valor de las cosas en todas sus transacciones, había tenido la suficiente inteligencia para comprar el tipo exacto de hombre que necesitaba?

—¡Ahí está! —Sonó la voz de Mannheim a espaldas de Garrod—. Vamos a tomar algo antes de cenar.

Garrod se volvió con la intención de rehusar la invitación, pero entonces vio que Mannheim iba acompañado por Jane Wason. Jane vestía un traje de noche de color negro, tan fino y transparente que sus pechos parecían no tener más abrigo que una película de lustrosa pintura, y bajo la apetecible curva del vientre había una suave protuberancia triangular formada por el vello púbico. Brillantes toques de luz inundaban el cuerpo de Jane, como el sol reflejándose en las móviles aguas de un estanque.

—¿Tomar algo? —dijo Garrod, aturdido al darse cuenta de que Jane estaba sonriéndole de un modo curiosamente incierto—. ¿Y por qué no? No había hecho planes para la cena.

—No tiene que planear nada…, relájese y disfrute. Va a cenar con nosotros. Te parece bien, Jane?

—No podemos obligar al señor Garrod a que cene con nosotros si no desea hacerlo.

—¡Deseo hacerlo! —Garrod sacudió su mente para aprovechar la inesperada oportunidad—. En realidad, estaba a punto de pedirles que cenaran en mi compañía.

—¿A los dos? —Mannheim pasó el brazo en tomo a la cintura de su secretaria y la atrajo hacia sí—. No estaba seguro de que yo le gustara, Al.

—Estoy loco por usted, John. —Garrod sonrió, mirando al militar, pero al ver que Jane se apoyaba en él con suma naturalidad deseó desesperadamente que Mannheim sufriera un infarto y se desplomara allí mismo—. ¿Vamos a tomar algo?

Entraron en la sombría caverna de uno de los bares del hotel y, ante la insistencia de Mannheim, pidieron unos explosivos combinados. Garrod sorbió la bebida, sin apreciar el ardoroso aroma dulzón, y se preguntó qué relación existiría entre Mannheim y Jane. Ella tenía veinte años menos como mínimo, pero tal vez encontraba atractiva la placentera modestia del coronel; y éste había tenido todo el tiempo y todas las oportunidades para lograr el éxito. Y sin embargo, Garrod notó —¿o era su imaginación?— que Jane estaba sentada algo más cerca de él que de Mannheim. La tenue luz del bar permitía que el ojo operado de Garrod funcionara prácticamente tan bien como el otro, y veía a Jane con lo que para él era una claridad pretematural, tridimensional. Jane estaba increíblemente hermosa, igual que una dorada deidad hindú. En cuanto sonreía, el nuevo odio de Garrod hacia Mannheim le causaba una fría tirantez en el estómago. Cenaron en el hotel, y durante la cena Garrod intentó seguir un rumbo entre la aproximación excesivamente directa que había ensayado en su primera conversación y el riesgo de no retar el aparente derecho de Mannheim. La cena concluyó con demasiada rapidez para Garrod.

—Me ha gustado —dijo Mannheim, pinchando desconsoladamente su abultada cintura—. Lo menos que puede hacer ahora, Garrod, es pagar la cuenta.

Garrod, que de todos modos pensaba pagar la cena, notó que su resentimiento estallaba de un modo casi incontrolable, pero entonces reparó en que Mannheim se había puesto de pie, con el aspecto de un hombre que está a punto de marcharse apresuradamente. Jane, por su parte, no dio señales de querer moverse.

—¿Se va?

Garrod se esforzó en ocultar su alegría.

—Me temo que sí. Tengo que ocuparme de un montón de papeles que hay en mi habitación.

—¡Qué lástima!

—Lo que me preocupa es que está empezando a gustarme meterme en mi cubierta de seguridad —dijo el coronel, tras un encogimiento de hombros—. Un útero a oscuras. Tiene que ser una mala señal.

—Estás revelando tu edad —adujo Jane, sonriente—. Freud está completamente anticuado, ¿sabes?

—Eso me pone al mismo nivel que él.

Mannheim dijo adiós a Jane, dio una amistosa palmada en la cabeza de Garrod y salió del restaurante. Garrod le miró con aire de afecto.

—Una lástima que haya tenido que irse.

—Es la segunda vez que dice eso.

—Estoy exagerando, ¿eh?

—Un poco. Está haciendo que me sienta como uno de los camareros.

—Perfectamente —dijo Garrod—. Yo estaba aquí pensando cómo hacer que John recibiera una llamada falsa para ir a Washington. Yo mismo lo habría intentado, pero no estaba seguro de qué relación había entre…

—¿John y yo?

Jane se rió suavemente.

—Bueno…, él la tenía cogida por la cintura y…

—¡Qué hermosas ideas victorianas! —La cara de Jane se puso seria—. No tiene técnica alguna con las chicas, ¿verdad, Al?

—Jamás he necesitado tenerla.

—Porque es rico y guapo y ellas caen en su anzuelo.

—No me refiero a eso —dijo con cierta desesperación—. Simplemente…

—Sé lo que quiere decir, y me halaga. —Jane puso la mano sobre la de Garrod, y el contacto creó un escalofrío a lo largo del brazo del segundo—. Está casado, ¿verdad?

—Yo… sí —Garrod atravesó una barrera mental—. Es decir, por ahora.

Ella le miró directamente a los ojos durante un largo Momento, y después hizo un gesto de sorpresa.

—Una de sus pupilas tiene la forma de…

—Un ojo de cerradura —dijo Garrod—. Lo sé. Sufrí una operación en ese ojo cuando era niño.

—Pero no es preciso que lleve gafas oscuras por eso. Tiene un aspecto algo anormal, pero apenas se nota.

Garrod sonrió al darse cuenta de que la diosa tenía debilidades humanas.

—No llevo gafas oscuras para mejorar mi aspecto. Este ojo admite el doble de luz que el normal, y me duele cuando estoy al aire libre, al sol.

—¡Oh! Lo siento.

—No tiene importancia. ¿Qué le gustaría hacer ahora?

—¿Un paseo en coche? Me disgusta estar mucho tiempo enjaulada en las ciudades.

Garrod asintió. Firmó la factura y, mientras Jane iba a recoger su mantón, pidió que enviaran un coche de alquiler a la entrada del hotel. Diez minutos después se dirigieron hacia el sur, hacia las afueras de la ciudad, y al cabo de otros treinta llegaron al campo.

—Parece saber adónde va —dijo Jane.

—No. Lo único que sé es que vamos en dirección opuesta a la ruta que seguí esta mañana.

—Entiendo. —Garrod notaba que ella estaba mirándole—. No se siente a gusto con esta supuesta investigación, ¿verdad?

—No.

—Así lo pensaba… Es usted muy honesto.

—¿Honesto? De qué está hablando, Jane?

Hubo un largo silencio.

—De nada.

—Creo que tiene algo en mente. Pobjoy está actuando de una manera rara, y en la comida John dijo algo acerca de una charada.

—Qué ocurre, Jane?

—Ya lo he dicho: nada.

Garrod viró para entrar en un ramal de la autopista, frenó bruscamente y paró el motor.

—Quiero saberlo, Jane —dijo—. O ha dicho algo importante o no ha dicho nada.

Jane desvió la mirada.

—Es probable que pueda irse mañana.

—¿Por qué?

—El único motivo por el que Miller Pobjoy le ha pedido que viniera aquí es poder usar su nombre.

—Perdón… no lo comprendo.

—La policía sabe quién mató al senador Wescott. Lo han sabido desde el principio.

—Si eso fuera cierto ya habrían detenido al asesino.

—Es cierto. —Jane se volvió hacia él. Parecía llevar una máscara de ondina, con la luz verde del tablero de instrumentos—. Desconozco cómo lo saben, pero lo saben.

—Esto es el colmo.

Garrod agitó la cabeza.

—John me ha dicho que usted se mostró muy tirante con el señor Pobjoy por culpa de las historias que su departamento ha facilitado a la prensa —insistió Jane obstinadamente—. ¿Por qué piensa que han hecho eso? En estos momentos casi todo el mundo cree que usted ha descubierto una nueva técnica para sondear el vidrio lento. Aunque lo niegue, los rumores seguirán circulando.

—¿Y?

—¡Cuando detengan al asesino no tendrán necesidad de hacer público cómo conocían su identidad! —Jane extendió repentinamente la mano hacia la llave de encendido del coche y siguió hablando en tono de enojo—. ¿Por qué he de preocuparme?

Garrod le cogió el brazo. Jane se resistió un momento; después se besaron, bebieron de sus bocas, respiraron sus alientos. Garrod intentó, sin excesivo éxito, pensar a dos niveles. Si la teoría de Jane era correcta —y siendo secretaria de Mannheim tenía acceso a archivos ultrasecretos—, quedarían explicadas varias cosas que le preocupaban; cosas importantes… Pero Jane tenía la piel y el gusto que él suponía que tendría, y el pecho femenino se endureció en su mano de un modo natural, presionando hacia fuera por entre sus dedos.

—¿Recuerdas la tarde que nos vimos en Macon? —dijo Garrod cuando se separaron.

Ella asintió.

—Vine de Washington sólo para eso, confiando en verte…

—Lo sé, Al —musitó Jane—. Me dije una y otra vez que yo era una presumida, y que era imposible, pero lo sabía.

Se besaron otra vez. Cuando Garrod tocó la piel, suave como la seda, de las rodillas, éstas se separaron un instante y volvieron a cerrarse con fuerza, aferrando los dedos.

—Volvamos al hotel —dijo Jane.

Durante el regreso a la ciudad, pese a una sexualidad vibrante que Garrod jamás había conocido, los hábitos mentales adquiridos a lo largo de los años hicieron que su mente regresara al acertijo de Miller Pobjoy y sus motivos. Y en el dormitorio de Jane, cuando acabaron el ritual de desnudarse mutuamente, nuevos pensamientos se entremetieron; pensamientos acerca de Esther, de las atentas bolas negras que eran sus ojos, de su esposa diciendo: «Eres un tipo aburrido, Alban»…

Cuando se abrazaron en las frías sábanas, Garrod notó las tensiones destructivas que se formaban en su interior. El retraso entre el primer momento en el coche y el momento presente había sido excesivo.

—Cálmate —musitó Jane en la oscuridad—. Ámame.

—Estoy calmado —dijo con una creciente sensación de pánico—. Te amo.

Y en ese momento Jane, expertamente, le salvó. Uno de los dedos femeninos describió una línea en la espina dorsal de Garrod y, al llegar a la región lumbar, un penacho de éxtasis con el brillo de un diamante brotó de su cuerpo igual que un géiser, provocando un clímax explosivo, a ritmo de stacatto, que Jane compartió y que aniquiló todas las represiones, todos los temores.

«Ahora pueden tirar la Bomba —pensó Garrod—. Ya no importa.»

Un instante después, de un modo simultáneo, ambos se echaron a reír, en silencio al principio, tan abiertamente como niños luego. Y en las horas posteriores, el renacimiento de Garrod fue completo.

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